VII, ya en estampa, ya en lienzo. Esa cara no se parece á la de tirano
alguno, como Fernando no se parece á ningún tirano. Es la suya la más
antipática de las fisonomías, así como es su carácter el más vil que ha
podido caber en un ser humano. Estupenda nariz, que sin ser deforme como
la del conde-duque de Olivares, ni larga como la de Cicerón, ni gruesa
como la de Quevedo, ni tosca como la de Luis XI, era más fea que todas
éstas, formaba el más importante rasgo de su rostro, bastante lleno,
abultado en la parte inferior, y colocado en un cuerpo de buenas
proporciones. La vanidad austríaca no hubiera puesto su boca prominente
debajo de la nariz borbónica, símbolo de doblez, con más acierto y
simetría que como estaba en la cara de Fernando VII. Dos patillas muy
negras y pequeñas le adornaban los carrillos, y sus pelos, erizados á un
lado y otro, parecían puestos allí para darle la apariencia de un tigre
en caso de que su carácter cobarde le permitiera dejar de ser chacal.
Eran sus ojos grandes y muy negros, adornados con pobladísima ceja que
los sombreaba, dándoles una apariencia por demás siniestra y hosca.
Respecto á su carácter, ¿qué diremos? Este hombre nos hirió demasiado,
nos abofeteó demasiado para que podamos olvidarle. Fernando VII fué el
monstruo más execrable que ha abortado el derecho divino. Como hombre,
reunía todo lo malo que cabe en nuestra naturaleza; como rey, resumió en
sí cuanto de flaco y torpe puede caber en la potestad real. La
revolución de 1812, primera convulsión de esta lucha de cincuenta años,
que aún dura y tal vez durará muchos más, trató de abatir la tiranía de
aquel demonio, y en sus dos tentativas no lo consiguió. La revolución
hubiera abatido á Nerón, á Felipe II, y no abatió á Fernando VII. Es
porque este hombre no luchó nunca frente á frente con sus enemigos, ni
les dió campo. No fué nuestro tirano descarado y descubiertamente
abominable; fué un histrión que hubiera sido ridículo á no tratarse del
engaño de un pueblo. Nos engañó desde niño, cuando, fraguando una
conspiración contra un favorito aborrecido, muy superior á Fernando por
su inteligencia, adquirió una popularidad que pronto pagó España con la
sangre de sus mejores hijos. Fernando fué mal hijo: conspiró contra su
padre Carlos IV, cuya imbecilidad no disminuía el valor de su
benevolencia; conspiró contra el trono que debía heredar más tarde, y
aun amenazó la vida del que le dió el ser. Después se arrastró á los
pies de Napoleón como un pordiosero, mientras España entera sostenía por
él una lucha que asombró al mundo. Al volver del destierro pagó los
esfuerzos de los que él llamaba sus vasallos con la más fría ingratitud,
con la más necia arrogancia, con la anulación de todos los derechos
proclamados por los constituyentes de Cádiz, con el destierro ó la
muerte de los españoles más esclarecidos; encendió de nuevo las hogueras
de la Inquisición; se rodeó de hombres soeces, despreciables é
ignorantes, que influían en los destinos públicos como hubiera podido
influir Aranda en las decisiones de Carlos III; persiguió la virtud, el
saber, el valor; dió abrigo á la necedad, á la doblez, á la cobardía,
las tres fases de su carácter. Restablecido á pesar suyo el sistema
constitucional, tascó el freno, disimuló como él sabía disimular,
guardando el veneno de su rabia, devorando su propio despecho,
encubriendo sus intentos con palabras que nunca pronunció antes sin risa
ó encono. Lo que es capaz de tramar un ser de éstos, tan hipócritas como
cobardes, se comprende por lo que tramó Fernando en aquellos tres años
desde las mil facciones y complots realistas, alimentados por él, hasta