cincuentón de mediana estatura, cabeza romántica del tipo usual allá por el 45, ahuecada melena, bigote y perilla corta como
los que usaron Espronceda y los Madrazos. Presentado a él por Leona, que le dio el nombre de Florestán, me dijo
estrechándome la mano: «Ya le conocía a usted de vista y por su fama de historiador, señor don Tito. Mucho gusto tengo en
ser su amigo; pero sepa ante todo que ese nombre que me ha dado doña Leonarda es broma de compañeros maleantes. Yo
me llamo Jenaro de Bocángel, y mi linaje está entroncado con la nobleza española de Nápoles y Sicilia. ¿Habrá usted oído
hablar de los Duques de Amalfi? Pues de ellos vengo yo por la rama paterna; con los ilustrísimos Marqueses de Taormina,
residentes en Palermo, estaba emparentada mi madre, doña Celimena de Silva; y no falta en mi sangre algún glóbulo
procedente de la clarísima estirpe de los Escláfanis de Siracusa. Algo más de mi persona y familia, así como de los vaivenes
de mi existencia, he de contarle a usted... Antes le pido permiso para volver a mi aposento y arreglarme un poco, pues no está
bien que los caballeros se presenten ante sus iguales con este desaliño de andar por casa. Hasta luego».
Entró corriendo en su vivienda el tronado caballero. Mi amiga y yo nos quedamos riendo de su estampa fachosa y de sus
hinchazones nobiliarias. Díjome La Brava que don Florestánera un infeliz de buena pasta y corazón muy tierno, a pesar de
haber cometido el desliz de aquellas endiabladas escrituras que dieron con sus huesos en el estaró. Apenas transcurrido un
cuarto de hora, que invertí dando a La Brava lecciones de lenguaje finústico, reapareció don Jenaro de Bocángel
abrochándose un levitín raído, con visos de ala de mosca. El chaleco de colorines y el pantalón veraniego mostraban a la legua
los ultrajes del tiempo. Las botas eran de charol deslucido y cuarteado, torcidos tacones y grietas que pronto serían ventanas;
la camisa sin almidón; la corbata de color de rosa, anudada con esmero y arte. En el corto tiempo que consagró a su aliño, tuvo
espacio Bocángel para peinar y alisar su melena coquetona, para darse un poquito de negro humo en las canas del bigote y un
toque de rosicler barato en las mejillas.
Pegando la hebra cortésmente en nuestra charla, don Florestánme dijo: «Si como parece escribe usted los grandes anales
de este Cantón que tanto da que hablar al mundo, seguramente tendrá que ocuparse de mí. Pues allá van datos de este
aristócrata perseguido inicuamente por haber tomado como buen caballero la defensa de la bondad y la rectitud. Me soltaron
de las prisiones no por la clemencia sino por la justicia, que nunca debieron traerme a padecer entre ladrones y asesinos. No
fui criminal: fui amparador de los menesterosos, abogado de la verdad, adalid del derecho. No me arrepiento de lo que hice,
sino que de ello estoy muy orgulloso, pues si mi tía doña Silvia Menéndez de Bocángel procedió criminalmente privando del
usufructo de sus riquezas a los parientes más próximos, yo, Jenaro de Bocángel y de Silva, en representación de toda la
parentela pobre, salí a la palestra jurídica inspirado por Dios y por todas las leyes divinas y humanas. No cerré contra la
injusticia armado de espada y lanzón. Mis armas fueron una pluma bien cortada y el buril de la navajita con que grabé la figura
y lemas de varios sellos en la blandura de una patata. Resultó un codicilo que tuvo en confusión al tribunal por largo tiempo...
Fui vencido; la sociedad, que es muy perra y muy ladrona, me destrozó con las garras de sus infames escribanos y leguleyos.
Y no contenta con deshonrarme, me encerró en presidio por seis años. Pero el varón justo no se acobarda ante la adversidad,
y aquí me tiene usted decidido a defender el derecho de los humildes contra la soberbia y egoísmo de los poderosos
endiosados. Sostengo y sostendré que mi tía doña Silvia fue una solemne bribona legando sus riquezas a una piara de frailes
inmundos y de monjas idiotas y puercas... Conque... aquí tiene usted, señor mío, un tema tan admirable que si lo campanea en
su Historia, como sabe hacerlo, resonará en todas las naciones de Europa, Asia, África y América».
Respondile socarronamente que trataría el asunto con entusiasmo, poniendo en el mismo cuerno de la luna la abnegación y
valentía del caballero don Jenaro de Bocángel. Añadí que necesitando para llevarle a mis historias un conocimiento fiel de la
vida y costumbres del personaje, de sus medios de existencia, de sus trabajos o quehaceres, le pedía licencia para estar en su
compañía algunos ratos. Él, con júbilo y cortesanía, me respondió de esta manera: «No saldré en toda la tarde, ni a prima
noche. A su disposición me tiene para cuanto guste indagar acerca de mí. No le ruego que me acompañe a la mesa porque ya
sé que almorzó con Leonardita; además mi comida es tan sobria que sería penitencia demasiado dura para una persona como
usted: un platito de cocido, tres o cuatro ciruelas y un vaso de vino de Alicante. Vivo ¡ay!, en estrechez indecorosa con dos
pesetas diarias que me pasan unos parientes de Madrid».
Deseosa La Bravade emprender su ronda vespertina por las calles alegres de la metrópoli cantonal, se despidió de nosotros
hasta la noche, y yo me metí con don Jenaro en la mísera covacha donde escondía su degenerada grandeza. Después que
devoró con famélicas ansias el comistraje que le sirvió una mujer desgreñada y andrajosa, mostrome el caballero un montón de
cartas recibidas de Madrid y las contestaciones que él había ya medio escrito. Díjome que se consagraba exclusivamente al
magno asunto de humanidad y justicia por el cual había roto lanzas en la ocasión que motivó la execrable sentencia. Hasta
morir seguiría luchando, y esperaba que un triunfo glorioso coronase al fin sus trabajos y horrendo sacrificio. Entre varias
cartas me leyó una que dijo ser de una prima suya, señora linajuda que de su dorada opulencia había descendido a la triste
condición de patrona de huéspedes de a tres pesetas.
De los trozos de cartas leídos, el más extraordinario, peregrino y despampanante fue éste: «Ya puedo asegurar que antes
de fin de año se proclamará en Madrid el Cantón que llaman Carpetano, centro y cabeza, según me ha dicho mi sobrino
Policarpo, de los demás Cantones de la España. Entonces, Jenaro de mi vida, será la nuestra. Porque tú con tus influencias y
Policarpo con las suyas, que no son flojas, echaréis por tierra esas leyes inhumanas que nos han despojado de lo nuestro para
dárselo a la mano muerta, como tú dices, o a la mano demasiado viva y sucia, como digo yo... Castelar está dado a los
demonios. Ve venir el Cantón y no le llega la camisa al cuerpo. Mi opinión es que si este papagayo quiere hacerse cantonalista,
para seguir en candelero, debéis mandarle a escardar cebollinos».
Después de celebrar con ditirambos de júbilo estas graves noticias, sin poner en duda su certeza, agregó Bocángel que no
era de su gusto el nombre de Carpetanocon que los madrileños querían bautizar el nuevo Cantón. Mejor sería llamarle
Mantuano, voz que se acomodaría fácilmente al criterio del vulgo... En el curso de nuestra conversación me mostró luego el de
Calabria ejecutorias de familia de los siglos XVII y XVIII, escritas en lengua italiana y fechadas en Palermo. A pesar de lo rancio
del papel y de lo arcaico de la escritura, no creo pecar de malicioso diciendo a mis lectores que en los tales documentos había
puesto su hábil mano el propio don Florestán, insuperable calígrafo según pude apreciar por las diferentes obras de su pluma
que pasaron ante mis ojos... Dejéle al fin en su febril tarea epistolar, doliéndome de la incurable vesania de aquel pobre
hombre, más digno de los cuidados de una casa de orates que de los rigores del presidio.