Aquello era un palacio, con un salón que llegaba desde aquí a allí enfrente. El
maestro Quiroga nos llamó para que fuéramos a esta fiesta, donde la parte de
artistas la organizaba don Fernando Fuertes de Villavicencio, que era el jefe de la
casa civil del Generalísimo y la mano derecha de Franco para estas cosas; el que
llamaba también a los artistas para que fueran a actuar en los jardines del palacio de
La Granja todos los años, en vísperas del 18 de julio, una recepción muy grande que
daba allí el Caudillo a los diplomáticos y a todas las autoridades y donde siempre
había actuaciones.
Cuando me dijo Quiroga que Fuertes de Villavicencio nos llamaba para ir a esta
fiesta de la cacería de perdices yo estaba en los ensayos de Pena y oro, medio
malo, recién operado de apendicitis, que no me habían ni quitado los puntos todavía,
pero cualquiera se negaba a ir a una cosa de Franco, allí no se podía mandar parte
facultativo. Llevaron también a aquella fiesta a Carmen Sevilla y a Luis Mariano, el
cantante francés que estaban rodando en España aquellas películas de tanto éxito,
El sueño de Andalucía y Violetas imperiales. Nos llevaron a ellos dos y a mí, que fui
con el Niño Ricardo. Y como en España todavía había tanta carestía de tantas
cosas, que todavía duraban los efectos de nuestra guerra, se comentaba por allí que
el coche que traía Luis Mariano desde Francia, un Cadillac, era de un año más
nuevo, de un modelo más moderno que el que usaba el propio Franco. Pero en voz
baja, claro. Cualquiera era el guapo que se atrevía a comentar en voz alta que Luis
Mariano tenía un coche mejor que el de Franco.
En aquella fiesta de la cacería de perdices nos tuvieron allí en un cuarto de segunda
mesa, y cuando llegó la hora de cantar nos pasaron a aquel salón inmenso, muy
lujoso, con muchos cuadros y muchos muebles muy buenos, con alfombras, con
muchas lámparas, en el que habían montado una especie de escenario, con un
piano abajo y un tablado arriba para los artistas. Y allí sentado en ese salón, Franco,
con sus ministros, muchos uniformes de militares, muchos ayudantes con los
cordones dorados por el hombro, y mucha gente desplegada por allí, por la
carretera, por el camino y por los alrededores de la casa: la Guardia Mora y otros
que iban vestidos de requetés con la boina colorada guardando aquello, con las
metralletas en la mano y con los naranjeros. Como si fuera el palacio de El Pardo,
pero en una cacería de perdices en San Martín de Valdeiglesias.
Y cuando llegó la hora de cantar, nos subimos arriba al escenario de aquel salón tan
enorme el Niño Ricardo con la guitarra y yo. Y el maestro Quiroga abajo, al piano,
que como estaba más acostumbrado a aquel plan del Caudillo nos daba confianza.
Cada artista estaba cantando una canción solamente. Y yo, todo cortado delante de
tantos uniformes y con Franco allí delante vestido de paisano, muy serio, mirándome
muy fijo, le pregunté a Quiroga antes de subir:
–¿Qué cantamos, maestro?
Y aunque el maestro Quiroga no había escrito aquella canción, seguramente se la
pediría Fuertes de Villavicencio de parte de Franco, porque me dijo:
–El emigrante, Juan, por supuesto que El emigrante...
Hizo Ricardo una introducción a la guitarra, con el fondo del piano del maestro