apartase, y no bien lo hice cuando comenzaron a sacar las cabezas muchas mujeres
hermosas, llamándome descortés y grosero porque no había tenido más respeto a las
damas, que aun en el infierno están las tales y aun no pierden esta locura. Salieron fuera
muy alegres de verse gallardas y desnudas entre tanta gente que las mirase, aunque
luego, conociendo que era el día de la ira y que la hermosura las estaba acusando de
secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos más entretenidos. Una que había sido
casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra dellas, que había
sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le habían olvidado las
muelas y una ceja, y volvía y deteníase, pero al fin llegó a vista del teatro, y fue tanta la
gente de los que había ayudado a perder y que señalándola daban gritos contra ella, que
se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareciéndole que aquella no era gente
de cuenta aun en aquel día.
Divirtióme desto un gran ruido, que por la orilla de un río venía de gente en cantidad tras
un médico (que después supe que lo era en la sentencia). Eran hombres que había
despachado sin razón antes de tiempo, y venían por hacerle que pareciese, y al fin, por
fuerza le pusieron delante del trono. A mi lado izquierdo oí como ruido de alguno que
nadaba, y vi un juez que lo había sido, que estaba en medio de un arroyo lavándose las
manos, y esto hacía muchas veces. Lleguéme a preguntarle por qué se lavaba tanto y
díjome que en vida, sobre ciertos negocios, se las habían untado, y que estaba porfiando
allí por no parecer con ellas de aquella suerte delante la universal residencia. Era de ver
una legión de verdugos con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían a la audiencia
una muchedumbre de taberneros, sastres, y zapateros, que de miedo se hacían sordos, y
aunque habían resucitado no querían salir de la sepultura. En el camino por donde
pasaban, al ruido sacó un abogado la cabeza y preguntóles que a dónde iban, y
respondiéronle: «Al tribunal de Radamanto»; a lo cual, metiéndose más adentro, dijo:
-Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más abajo.
Iba sudando un tabernero de congoja tanto que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a
mí me pareció que le dijo un verdugo:
-Harto es que sudéis el agua y no nos la vendáis por vino.
Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos,
no hacía sino decir:
-¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre?
Y los otros le decían, viendo que negaba haber sido ladrón, qué cosa era despreciarse de
su oficio. Toparon con unos salteadores y capeadores públicos que andaban huyendo
unos de otros, y luego los verdugos cerraron con ellos diciendo que los salteadores bien
podían entrar en el número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como
gatos del campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros,
y al fin juntos llegaron al valle. Tras ellos venía la Locura en una tropa con sus cuatro
costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena deste día.
Pusiéronse a un lado.
Andaban contándose dos o tres procuradores las caras que tenían y espantábanse que
les sobrasen tantas habiendo vivido descaradamente. Al fin vi hacer silencio a todos.
El trono era obra donde trabajaron la omnipotencia y el milagro. Júpiter estaba vestido de