distraerme un rato, oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta
que no me refirió los pormenores del suceso, no hice memoria de que,
en efecto, yo había leído en los periódicos de provincia una cosa
semejante. El pastor, convencido por las muestras de interés con que
me disponía á escuchar su relate, de que yo no era uno de esos señores
_de la ciudad_, dispuesto á tratar de majaderías su historia, levantó
la mano en dirección á uno de los picachos de la cumbre, y comenzó
así, señalándome una de las rocas que se destacaba obscura é imponente
sobre el fondo gris del cielo, que el sol, al ponerse tras las nubes,
teñía de algunos cambiantes rojizos.
--¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado á pico, y por
entre cuyas penas crecen las aliagas y los zarzales? Me parece que
sucedió ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino atrás de donde
nos encontramos en este momento: próximamente sería[1] la misma hora,
cuando creí escuchar unos alaridos distantes, y llantos é
imprecaciones que se entremezclaban con voces varoniles y coléricas
que ya se oían por un lado, ya por otro, como de pastores que
persiguen un lobo por entre los zarzales. El sol, según digo, estaba
al ponerse, y por detrás de la altura se descubría un jirón del cielo,
rojo y encendido como la grana, sobre el que ví aparecer alta, seca y
haraposa, semejante á un esqueleto que se escapa de su fosa, envuelto
aún en los jirones del sudario, una vieja horrible, en la que conocí á
la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos contornos, y me
bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de
su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado
y sus brazos disformes, que se destacaban angulosos y obscuros sobre
el fondo de fuego del horizonte, para reconocer en ella á la bruja de
Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio, se detuvo un instante
sin saber qué partido tomar. Las voces de los que parecían perseguirla
sonaban cada vez más cerca, y de cuando en cuando la veía hacer una
contorsión, encogerse ó dar un brinco para evitar los cantazos que le
arrojaban. Sin duda no traía el bote de sus endiablados untos, porque,
á traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando
á sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la
pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagará todas
sus maldades!... Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la
cumbre se coronó de gentes, éstos con piedras en las manos, aquellos
con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa
horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona! viéndose sin huida, se
arrojó al suelo, se arrastró por la tierra besando los pies de los
unos, abrazándose á las rodillas de los otros, implorando en su ayuda
á la Virgen y á los Santos, cuyos nombres sonaban en su condenada boca
como una blasfemia. Pero los mozos, así hacían caso de sus lamentos
como yo de la lluvia cuando estoy bajo techado.--Yo soy una pobre
vieja que no he hecho daño á nadie: no tengo hijos ni parientes que me
vengan á amparar; ¡perdonadme, tened compasión de mí! aullaba la
bruja; y uno de los mozos, que con la una mano la había asido de las
greñas, mientras tenía en la otra la navaja que procuraba abrir con
los dientes, la contestaba rugiendo de cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer,
ya es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos!--¡Tú hiciste
un mal á mi mulo, que desde entonces no quiso probar bocado, y murió
de hambre dejándome en la miseria! decia uno.--¡Tú has hecho mal de
ojo á mi hijo, y lo sacas de la cuna y lo azotas por las noches!