La casa pertenecía al Excmo. Sr. D. Julián Calderón, jefe de la casa de
banca _Calderón y Hermanos_, el cual ocupaba todo el principal de ella,
sirviéndose por escalera distinta de los demás pisos, que tenía
alquilados. Este Calderón era hijo de otro Calderón muy conocido en el
comercio de Madrid, negociante al por mayor en pieles curtidas, que con
ellas había hecho una buena fortuna y que en los últimos años de su vida
la había acrecentado, dedicándose, a la par que al comercio, al giro y
descuento de letras. Fallecido él, su hijo Julián continuó su obra sin
apartarse un punto, manejando con el suyo el haber de sus dos hermanas
casadas, la una con un médico, la otra con un propietario de la Mancha.
A su vez estaba casado, bastantes años hacía, con la hija de un
comerciante de Zaragoza, llamado D. Tomás Osorio, padre también del
conocido banquero madrileño del mismo nombre, que tenía su hotel con
honores de palacio en el barrio de Salamanca, calle de Ramón de la Cruz.
La hermosa dama que acaba de entrar en la casa es la esposa de este
banquero, y hermana política, por lo tanto, de la señora de Calderón.
Pasó por delante del criado sin aguardar a que éste la anunciase, avanzó
resueltamente como quien tiene derecho a ello, atravesó tres o cuatro
grandes estancias lujosamente decoradas, y alzando ella misma la rica
cortina de raso con franja bordada, entró en una habitación más reducida
donde se hallaban congregadas varias personas. En el sillón más próximo
a la chimenea estaba arrellanada la señora de la casa, mujer de unos
cuarenta años, gruesa, facciones correctas, ojos negros, grandes y
hermosos, pero sin luz, la tez blanca, los cabellos de un castaño claro
excesivamente finos. Al lado de ella, en una butaquita, estaba otra
señora, que formaba contraste con ella; morena, delgada, menuda, de
extraordinaria movilidad, lo mismo en sus ojillos penetrantes que en
toda su figura. Era la marquesa de Alcudia, de la primer nobleza de
España. Las tres jóvenes que sentadas en sillas seguían la fila, eran
sus hijas, muy semejantes a ella en el tipo físico, si bien no la
imitaban en la movilidad: rígidas y silenciosas, los ojos bajos, con
modestia y compostura tan afectadas, que pronto se echaba de ver el
régimen severo a que las tenía sometidas su viva y nerviosa mamá. Con
una de ellas hablaba de vez en cuando en voz baja la hija de los señores
de Calderón, niña de catorce o quince años, carirredonda, de ojos
pequeños, nariz arremolachada y algunos costurones en el cuello,
pregoneros de un temperamento escrofuloso. Esta niña gastaba aún los
cabellos trenzados, con un lacito en la punta de la trenza, lo mismo que
la última de las de Alcudia, con quien sostenía tímida e intermitente
conversación. Esta, y sus hermanas, llevaban en la cabeza sendos y
caprichosos sombreros, mientras Esperancita (que así nombraban a la hija
de los amos) andaba con su cabecita redonda al descubierto. El traje una
_matinée_ azul, demasiadamente corta para sus años. Los señores de
Calderón solo tenían esta hija y un niño de dos años. Frente a la
señora, reclinado en una butaca igual, estaba el general Patiño, conde
de Morillejo. Hállase entre los cincuenta y sesenta, pero conserva en
sus ojos el fuego de la juventud; sus cabellos grises están
esmeradamente peinados, los largos bigotes a lo Víctor Manuel, la
perilla apuntada, la nariz aguileña le dan un aspecto simpático y
gallardo. Es el tipo perfecto del veterano aristócrata. A su lado, en
otra butaca, estaba Calderón, hombre de unos cincuenta años, grueso, de
cara redonda y sonrosada, adornada por cortas patillas grises; los ojos