purísimo agasaja la paz, la que con sus labios imprime el beso del ardiente amor de Dios...; esa república, hermanos
queridísimos, es... la Iglesia».
El enorme efecto se produjo, y aguzando mi voz para dominar los murmullos de entusiasmo, remaché la frase: «La Iglesia
católica, apostólica, romana...». «Ya veis, cómo al arrancar de vuestras opiniones la figura borrosa y descolorida de estos
reyes de faramalla, os presento la imagen de Cristo, Rey de los pueblos católicos, Cristo, Rey de España... Y siendo Vicario de
Cristo, y su cabeza visible el Romano Pontífice, os digo: Durangueses, pueblo todo vasco-navarro, derribad los ídolos
dinásticos, usurpadores de la autoridad, y poned en el trono vacío la excelsa soberanía del Papa... Oídme ahora este
argumento decisivo: ¿No nos gobierna el Papa en lo espiritual; no es él quien nos impone el dogma y vigila su cumplimiento?
Pues si gobierna en lo espiritual, que es lo más, ¿por qué no ha de gobernar en lo temporal, que es lo menos? ¿No se os había
ocurrido este razonamiento? ¿No pensabais que el gobernador espiritual debe gobernar también en el terreno de las
menudencias de la vida? ¿Qué es lo espiritual?: la vida infinita. Pues englobad lo finito en lo infinito, mirad lo finito como cosa
baladí al lado de lo infinito».
Entusiasmo loco. La convicción ganó todos los ánimos. Me aplaudieron. La señora gorda y guapa más visible entre las
damas, me miraba no ya con admiración, sino con arrobamiento. Mi padre, sentadito en forma de ovillo no lejos de mí, tenía ya
el pañuelo tan mojado de sus lágrimas que se las bebía por no poder secárselas. Adelante con mi bravo discurso: «Ya sabéis,
¿qué católico no lo sabe?, que el Santo Padre tenía en el centro de Italia sus Estados, de los cuales era Rey. Donación del
Altísimo eran aquellos Estados, los más felices de la tierra mientras vivieron bajo el mando, bajo el dulcísimo gobierno de Su
Santidad. Pero el Infierno alborota la Italia; el Infierno coloca en el trono de un pequeño reino de Italia llamado Cerdeña a un
cerdo que lleva el nombre de Víctor Manuel, y este cerdo arrebata al Pontífice sus Estados, dejándole preso en su palacio.
¿Por qué ha permitido Dios tal iniquidad? Porque previene a Pío IX mejor casa y estados mejores y reino más grande... Ya lo
adivináis. Vuestros corazones se anticipan al pensamiento... El nuevo Estado Pontificio es España, y contra España pontificia
nada podrá el Infierno, ni los Víctor Manueles de los cubiles de acá y de allá prevalecerán contra la voluntad de Dios... Pero
Dios espera, Dios quiere que los pueblos que le son queridos se penetren de su voluntad, y den muestra de querer realizarla.
Claro es que Dios puede hacerlo cuando guste; pero le agrada en extremo que su pueblo más querido se anticipe, y reclame el
honor de declararse propiedad del Vicario de Cristo... Ya lo sabéis, hijos de Vasconia. Si el Espíritu Santo, como creo, ha
sugerido a vuestras almas la idea de la Pontificia República, no vaciléis, no durmáis, no esperéis a mañana. Id a Roma, damas
y varones escogidos de Dios, y decid al Supremo Jerarca: Padre Santísimo, si Estados os quitó la iniquidad de un Rey,
tomadlos mejores y más ricos en la Península católica, donde la Reina de los Ángeles tiene su más extendido y ferviente culto,
en la tierra bendita, madre de los santos y fundadores más gloriosos. Por de pronto, podréis tener por vuestros los vastos
dominios que se extienden desde el Roncal a Carranza, salida y puesta del sol; por Septentrión, el Cantábrico mar y cordillera
pirenaica, y al Sur montañas de Burgos, curso del Ebro...».
Sonidos guturales, ayes de admiración, palmadas... Estaban locos. La señora gorda me comía con sus ojos. En ellos y en
su lozano rostro encendido por el calor y el entusiasmo fijé yo los míos, y para ella dije: «Pedid al Santo Padre su bendición y
os la dará gozoso, y vosotros le diréis: 'Santísimo Padre, mandad al punto a vuestro nuevo territorio todos los frailes y monjas
que tengáis disponibles, y que sean de diferentes órdenes, sin que ninguna falte, y con la sola invasión de esa católica hueste,
dad por conquistado vuestro reino, y bien asegurado contra heresiarcas y contra la peste de nefandos políticos. Los varones
religiosos, astros de virtud y profesores de fe, se difundirán por toda la Península, y ya no hace falta más. Pero mandad
muchos, Santísimo Padre, los más robustos, los más enérgicos, los más sabios, y con ellos mandad cuantas vírgenes o
esposas del Señor tengáis en vuestros sacros monasterios. No os arredre el número, que allí hay sustento y holgadas casas
para todos, y dinero de largo para cuanto hubieren menester'».
El regocijo de mi público iba en aumento, y yo, creciéndome y agigantándome sin necesidad de tacones, llenaba el mundo,
a mi parecer, con mi exaltada oratoria, y al cielo tocaba con mi gesto no menos elocuente que mi palabra. Para ofrecer a mi
auditorio, en forma práctica y fácilmente accesible a los más obtusos, la idea de mi República Hispano-Pontificia, tracé el
siguiente cuadro estadístico: «No terminaré, señoras y caballeros, sin daros una síntesis clarísima de los nuevos Estados de
Dios, gobernados por su Vicario en la Tierra. Admitid que las órdenes religiosas difundidas por toda España y adueñadas de
las conciencias, declaran constituida la divina República. Admitid esto y dadlo por hecho, y veréis el grandioso espectáculo de
una nación organizada por el Espíritu Santo. Rey ni Roque no necesitamos, porque nuestro soberano es el Papa, residente en
Roma, o residente en España, en la ciudad que más le conviniere. Los ministros podrán ser siete, ocho, según lo demande el
interés público, y serán escogidos entre los arzobispos y los priores o abades de las Congregaciones. Desaparecerá, pues, de
un soplo la nube de politicastros que cual langosta devora toda la riqueza del país. Congreso y Senado pasarán también al
estercolero, y en su lugar tendremos un Concilio permanente, que se formará con individuos del Episcopado, Padres de la
Compañía de Jesús, reverendos párrocos y sabios religiosos de distintas órdenes. Los funcionarios subalternos de los
Ministros, los embajadores o nuncios serán también obispos, deanes, arciprestes, según la categoría del cargo; los
gobernadores y alcaldes se reclutarán entre los párrocos de más autoridad y circunstancias, y en cuanto a lo que hoy se llama
Tribunales de Justicia, os diré que a la Iglesia le sobra personal para constituir, con los sabios agustinos, dominicos y
jerónimos, cabildos jurídicos que vean y sentencien con recto juicio todas las causas civiles, criminales y eclesiásticas... Ya veo
en vuestros rostros que mentalmente formuláis una pregunta: ¿Y Ejército? Os diré con la rudeza que pongo en mis opiniones,
que el actual elemento armado será reconstituido después de una escrupulosa purificación, para lo cual se formará un elevado
Consejo presidido por un obispo. Serán vocales de ese magno Consejo personas de acreditado conocimiento y experiencia en
lo militar y en lo religioso, que de sobra tenemos, bien lo sabéis, varones doctos, guerreros y píos, que sepan desempeñar
función tan delicada».
Vehemente aprobación, y voces afirmativas... que sí, que sí... Y yo me encaminé sereno y majestático al coronamiento de
mi aparato lógico: «Sólo me falta deciros que para la realización de este divino ideal, de lo que llamaríamos Política de Dios y
Gobierno de Cristo, hemos de establecer la estricta unidad de sentimientos religiosos, hemos de conseguir que en toda la
Nación no exista una sola alma que discrepe del sacrosanto dogma. ¿Qué necesitamos para este fin indispensable? Pues
necesitamos un órgano, un instrumento de limpieza, un salutífero purificador de las conciencias. ¿Y cuál es este órgano, este
instrumento en que se combinan lo divino y lo humano? En la mente de todos los que me escuchan, en sus labios, diré con
más propiedad, está la respuesta. El órgano purificante y unificante es la dulce Inquisición... Sí, la llamo dulce porque sus
efectos nos llevarán a un dulcísimo estado de beatitud, porque los rigores que a veces empleara contra la herejía son cosa