Fiel al convencimiento de que el porvenir no había de ser claramente desvelado a la mayoría de los
hombres y temeroso de que los tesoros de su profecía fuesen despreciados y conculcados, como perlas
echadas a los puercos, por quienes los tomasen en sus manos, Nostradamus compuso una obra asequible
sólo a un corto número de iniciados.
Todo lo que de extraordinario y portentoso realizaba Nostradamus en los cuerpos y en las almas de
cuantos a él acudían, porque le consideraban un eminente sabio y un gran profeta, lo atribuían sus
envidiosos y denigrantes adversarios a Satanás y a inspiraciones diabólicas; sus propios admiradores
sentían un cierto temor reverencial ante sus prodigiosas facultades. Que Nostradamus era un hombre recto,
honrado y apreciado y de extraordinaria caridad, nadie lo ponía en duda; pero de dónde le provenía aquel
notable poder que le distinguía de cualquier otro ser humano, nadie, rico o pobre, sabio o ignorante, había
atinado a descifrarlo.
Según hemos podido observar, Nostradamus nunca dejó de ser hombre de su tiempo y, por consiguiente,
sabía muy bien que los severos censores ministros de la Inquisición habrían podido averiguar fácilmente
sus actos e interpretarlos maliciosamente en caso de que los rumores y las veladas insinuaciones hubiesen
sido graves a insistentes o hubiesen hallado en sus escritos siquiera la más leve sospecha o pruéba de algo
que consideraban punible.
Existían, además, otros motivos de justificación de su siempre extremada prudencia: el primero y
principal era el de aparecer profeta de terribles desventuras. El hecho de predecir los sucesos más trágicos
de historia de la Humanidad con palabras fácilmente comprensibles habría levantado contra él toda la
opinion popular y se hubiese visto condenado al extrañamiento, a la cárcel o a la muerte. Los profetas de
desventuras, según nos enseña la Historia, nunca han sido bien recibidos; y se sabe que la gente prefiere
precipitarse en el abismo, desconociendo a ignorando lo que les va a suceder, antes que conocer la
desgracia que les espera. Nostradamus sabía muy bien todo esto y así prefirió ocultar sus profecías a la gran
masa de los hombres, dejándolas voluntariamente enigmáticas y nebulosas y confiando sólo en un reducido
número de iniciados capaces de comprenderlas y, llegado el caso, de explicarlas.
Esto explica el lenguaje hermético y oscuro al tratar del porvenir de Francia, su querida Francia, y que no
fuera tan impenetrable al hablar de otros pueblos y naciones.
Para conseguir el oportuno grado de misterio, el escritor-profeta redactó sus cuartetas no sólo en francés
arcaico para aquella época, sino que también lo mezcló con palabras alemanas, españolas, italianas,
provenzales, y neologismos que tomaba de raíces griegas y latinas, o anagramando los nombres más
conocidos de aquella época.
Así, Francia se transforma a veces en sus versos en Nercaf o Cerfan, París en Rapis o Sipar; Henric se
presenta con la grafía Chydren; Mazarin se cambia en Nizaram y Lorrains toma la forma de Norlais. Con la
grafía «Phi» indica el nombre de Felipe; Estrage se convierte en Estrange, es decir extranjera, y de signa con
este nombre a la reina María Antonieta, esposa de Luis XVI, aunque él transforma la palabra en Ergaste.
El estudio comparativo y atento de las muchas ediciones de las Centurias, permite asegurar que algunas
grafías de palabras, consideradas sucesivamente por los comentaristas como errores del autor o del editor
que las publicó, son, en cambio, inexactitudes expresamente queridas por el autor para velar sus profecías.
Es razonable que después de hablar con tanto encarecimiento de Nostradamus y de sus excepcionales
dotes de vidente, sintamos curiosidad y tengamos un vivísimo deseo de poder «leer», a través de sus
cuartetas, los eventos humanos que él predijo.
En diversas épocas, insignes investigadores y oscuros comentaristas han estudiado las Centurias,
intentando esclarecer por todos los medios a su alcance el sentido arcano de las frases contenidas en
aquellos versos. En mu chos casos los resultados han sido satisfactorios; en otros, por el contrario, si bien
costosos y estimables, a nada esclarecedor han conducido y las frases han conservado su secreto intacto;
sólo desaparecerá el enigma cuando un acontecimiento histórico ofrezca a los estudiosos la clave que
muestre su , mecanismo.
De entre sus profecías, la primera que maravilló extraordinariamente a sus contemporáneos fue la que
hizo Nostradamus refiriéndose a su propia muerte. La vida terrenal del gran profeta se extinguió en Salon,
el día 2 de julio de 1566, un poco antes de la aurora, como consecuencia de un ataque de artritis y gota que
había degenerado en hidropesía.
Pero la profecía que le valió, por sí sola, fama y notoriedad mientras aún vivía, fue la que consta en las
Centurias y se refiere a Enrique II, Rey de Francia y esposo de Catalina de Médicis, en la cuarteta treinta y
cinco de la Centuria I.
Esta cuarteta consigue dar, con viveza excepcional y concisión admirable, todos los detalles de la muerte
del Rey; no es de maravillar, pues, el asombro que suscitó al aparecer públicamente este vaticinio.