Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el yeso recién
encalado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
ahora veía.
Aunque, con estas explicaciones, quedó satisfecha mi razón, pero no mi conciencia, sobre el asombroso
hecho que acabo de describir, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante meses no
pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe, que
se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar, en los
sucios antros que habitualmente frecuentaba, otro animal de la misma especie y de apariencia parecida, que
pudiera ocupar su lugar.
Una noche, medio borracho, me encontraba en una taberna pestilente, y me llamó la atención algo negro
posado en uno de los grandes toneles de ginebra, que constituían el principal mobiliario del lugar. Durante
unos minutos había estado mirando fijamente ese tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra de encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un
gato muy grande, tan grande como Pluto y exactamente igual a éste, salvo en un detalle. Pluto no tenía ni
un pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una mancha blanca, tan grande como indefinida,
que le cubría casi todo el pecho.
Al acariciarlo, se levantó en seguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció
encantado de mis cuitas. Había encontrado al animal que estaba buscando. Inmediatamente propuse
comprárselo al tabernero, pero me contestó que no era suyo, y que no lo había visto nunca antes ni sabía
nada del gato.
Seguí acariciando al gato y, cuando iba a irme a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le
permití que lo hiciera, parándome una y otra vez para agacharme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se
acostumbró en seguida y pronto se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí que nacía en mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo contrario de lo
que yo había esperado, pero- sin que pueda justificar cómo ni por qué- su evidente afecto por mí me
disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se transformaron en la
amargura del odio. Procuraba no encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi acto
de crueldad me frenaban de maltratarlo. Durante algunas semanas no le pegué ni fue la víctima de mi
violencia; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a
huir en silencio de su odiosa presencia, como si fuera un brote de peste.
Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el animal fue descubrir, a la mañana siguiente
de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Pluto, no tenía un ojo. Sin embargo, fue precisamente
esta circunstancia la que le hizo más agradable a los ojos de mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto
grado esos sentimientos humanitarios que una vez fueron mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres
más simples y puros.
El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma proporción que mi aversión hacia él. Seguía mis
pasos con una testarudez que me resultaría difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara
venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me
ponía a pasear, se metía entre mis pies y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en
mi ropa y de esa forma trepaba hasta mi pecho. En esos momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de
un golpe, me sentía completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen anterior, pero sobre todo- y
quiero confesarlo aquí- por un terrible temor al animal.
Aquel temor no era exactamente miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría definirlo de otra manera.
Me siento casi avergonzado de admitir- sí, aun en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de
admitir que el terror, el horror que me causaba aquel animal, era alimentado por una de las más insensatas
quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma
de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre este