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LAS AVENTURAS DE
TELÉMACO
FENELÓN
TOMO II
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LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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LIBRO XIII
Idomeneo refiere a Mentor como tenía puesta su confian-
za en Protésilas, y los artificios de este privado, que estaba de
acuerdo conTimócrates para hacer que pereciera Filocles, y
llevar hasta él mismo su traición. Le confiesa que, prevenido
contra Filocles por ambos, había encargado a Timócrates el ir
a matarle en una expedición en que mandaba su flota; que
habiendo éste errado el golpe, Filocles le había perdonado y se
había retirado a la isla de Samos, después de haber entregado
el mando de la escuadra a Polimenes, a quien el mismo Ido-
meneo había nombrado en su orden escrita; que, a pesar de la
perfidia de Protésilas, no había podido resolverse a deshacerse
de él.
La fama del gobierno dulce y templado de Ido-
meneo atrae ya por todas partes pueblos que se
agolpan para incorporarse con el suyo, y buscar la
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felicidad bajo tan amable dominación. Ya esos cam-
pos tanto tiempo cubiertos de abrojos y de espinas
prometen abundantes mieses y frutos antes desco-
nocidos. La tierra abre su seno al filo del arado y
prepara sus tesoros para remunerar al labrador: la
esperanza brilla donde quiera. En los valles como
en las colinas se ven los rebaños de carneros que
retozan sobre la yerba, y las grandes manadas de
bueyes y becerras que hacen resonar con sus mugi-
dos las altas montañas: estos ganados abonan los
campos. Su adquisición se ha debido a Mentor. Por
su consejo cambió Idomeneo con los Peuceles,
pueblos comarcanos, todas las cosas superfluas que
ya no se querían en Salento, por esos ganados de
que los Salentinos carecían.
Rebosaban a la sazón la ciudad y los lugares del
contorno de una juventud hermosa, que había su-
frido mucho tiempo en la miseria, sin atreverse a
casarse por el miedo de aumentar sus padecimien-
tos. Cuando vieron que Idomeneo se daba a senti-
mientos de humanidad, y que deseaba ser su padre,
no temieron el hambre ni las demás calamidades
con que el cielo aflige la tierra. Ya no se oían sino
gritos de júbilo, cantilenas de pastores y labriegos
que festejaban sus bodas. Hubiérase creído allí al
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dios Pan seguido de una turba de sátiros y faunos
revueltos con las ninfas, y bailando al son de la
flauta en la sombra de las selvas. En todo reinaban
la paz y la alegría; pero el gozo era moderado, y esos
placeres que solo servían de solaz en las continuas
tareas, se mantenían así más sabrosos e inocentes.
Los ancianos, atónitos al presenciar lo que no
hubieran podido imaginarse posible en el curso de
una edad tan avanzada, lloraban de contento, y al-
zaban al cielo sus trémulas manos. O gran Júpiter,
decían, bendecid al rey que se os asemeja, y que es
el mayor de los dones que nos habéis concedido.
Ha nacido para bien de los hombres, remuneradle
todos los que de él recibimos. Nuestros nietos,
frutos de estos casamientos que él fomenta, le debe-
rán hasta el haber nacido, y será verdaderamente el
padre de todos sus súbditos. Los mancebos y las
doncellas que se desposaban, no prorrumpían en
demostraciones de alborozo sino cantando las ala-
banzas de aquel a quien debían tanta ventura. Su
nombre llenaba continuamente los labios y más aun
los corazones. Teníase a dicha poderle ver, se temía
perderle: tamaña pérdida hubiera sido el descon-
suelo de cada una de las familias.
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Entonces Idomeneo confesó a Mentor que jamás
había sentido placer tan tierno como el de ser ama-
do, y de labrar la felicidad de tantas gentes. Nunca
lo hubiera creído, decía: se me antojaba que toda la
grandeza de los príncipes consistía en hacerse te-
mer, que para ellos habían nacido los demás hom-
bres, y me parecía mera fábula cuanto yo había oído
decir de los reyes que habían sido el amor y las deli-
cias de sus pueblos, cuya verdad reconozco ahora.
Pero es menester que os cuente como habían em-
ponzoñado mi corazón desde la niñez con las falsas
ideas de la autoridad de los reyes. He ahí lo que ha
causado todas las desgracias de mi vida. Idomeneo
pues comenzó esta narración:
Protésilas, que es poco mayor que yo, fue el que
entre todos los jóvenes que yo amaba, me ganó más
la voluntad. Su carácter vivo y resuelto era muy de
mi gusto: compartió mis placeres, halagó mis incli-
naciones, y me inspiró desconfianza de otro joven
llamado Filocles, a quien yo amaba también. Temía
éste a los dioses, y era de ánimo grande, aunque
modesto, poniendo la grandeza, no en encumbrarse,
sino en vencerse a sí mismo, y en no caer en vileza
alguna. Me hablaba de mis defectos sin rodeos; y
cuando no se determinaba a hablarme, su silencio y
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la tristeza del semblante me daban a entender bien
claramente lo que me quería reprender.
Al principio me agradaba su sinceridad, y muchas
veces le prometía que lo escucharía toda mi vida
con igual confianza a fin de preservarme de los
aduladores. Decídame él todo lo que yo debía de
hacer para seguir las huellas de mi abuelo, Minos, y
para procurar la felicidad a mi reino. Su sabiduría no
llegaba a la vuestra, Mentor; pero sus máximas eran
buenas: ahora lo conozco. Protésilas, que era envi-
dioso y estaba lleno de ambición, logró con sus arti-
ficios irme cansando poco a poco de Filocles. Este
no tenía afán de entrometerse, y dejaba prevalecer al
otro: se contentaba con decirme la verdad siempre
que yo la quería escuchar. Atento estaba a mi bien,
no a su fortuna.
Protésilas me persuadió insensiblemente de que
era un hombre de genio díscolo y soberbio, que
motejaba todas mis acciones, que nada me pedía,
porque en su altivez nada quería recibir de mí, aspi-
rando a la reputación de quien es superior a los ho-
nores: añadió que aquel joven que tan libremente
me hablaba a mí de mis faltas, hablaba de ellas a los
otros con el mismo desenfado; que daba a entender
bien claramente que no me apreciaba en cosa algu-
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na; y que menoscababa así mi estimación, intentaba,
con el esplendor de una virtud austera, prepararse el
camino del trono.
Desde luego me fue imposible creer que Filocles
quisiera destronarme: hay en la verdadera virtud
cierto candor, cierta ingenuidad que nada alcanza a
remedar, y en que no cabe engaño, si se pone bien
cuidado. Pero la entereza de Filocles con mis debili-
dades me empezaba a fatigar. Las condescendencias
de Protésilas, y su inagotable ingenio para inven-
tarme nuevos placeres, aumentaban más aun la im-
paciencia con que sufría la austeridad del otro.
Protésilas entre tanto, no pudiendo avenirse con
que yo no creyera todo lo que contra su enemigo
me decía, se resolvió a callar, y a convencerme con
alguna prueba más eficaz que las palabras. He aquí
como me acabó de engañar: me aconsejó que envia-
ra a Filocles a mandar las naves que debían atacar a
las de Carpacia, y para determinarme a hacerlo, me
añadió: Bien sabéis que en los elogios que de él ha-
go, no se me tachará de parcialidad.: confieso que
tiene valor y pericia para la guerra: os servirá mejor
que cualquiera otro, y yo prefiero el interés de vues-
tro servicio a todos mis resentimientos personales.
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Regocijéme al hallar tanta rectitud, tanta equidad
en el corazón de Protésilas, a quien había encomen-
dado la administración de mis negocios más im-
portantes. En el arrebato de mi alegría le abracé, y
me estimé muy dichoso de haber puesto mi entera
confianza en hombre tan superior en mi juicio a
toda pasión e interés. Pero ¡ay,! ¡Qué dignos de lás-
tima son los príncipes! Aquel hombre me conocía
mejor que yo mismo: sabía que los reyes son por lo
común recelosos y desaplicados: recelosos, por la
continua experiencia que tienen del artificio de los
hombres corrompidos que os cercan; desaplicados,
porque, arrastrados por los placeres, se acostum-
bran a tener quien piense por ellos, sin tomarse ese
trabajo por sí mismos. Previó pues que no le sería
difícil suscitar en mí desconfianza y envidia de un
hombre que no dejaría de ilustrarse con grandes
hazañas, sobre todo facilitándole su ausencia oca-
siones para tenderle asechanzas.
Filocles, al partir, conoció lo que iba a sucederle.
Acordaos, me dijo, de que no podré defenderme,
que no vais a escuchar más que a mi enemigo, y que
mientras os estaré sirviendo con peligro de mi vida,
correré el riesgo de no tener por recompensa sino
vuestro enojo. -Os engañáis, le respondí: Protésilas
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no habla de vos como vos habláis de él: os alaba, os
estima, os juzga digno de los empleos más impor-
tantes: si contra vos probara a hablarme, perdería
mi confianza. Nada temáis, id, y no penséis sino en
servirme bien. Filocles partió y me dejó en una ex-
traña situación.
Debo confesarlo, Mentor: yo bien veía cuan ne-
cesario me era contar con varios hombres de con-
sejo, y cuanto podía perjudicar a mi nombre y al
acertado desempeño de los negocios el fiarme de
uno solo. Había experimentado la eficacia de las
prudentes sugestiones de Filocles, que me habían
libertado de muchas faltas peligrosas en que la alti-
vez de Protésilas había estado para precipitarme.
Pero le había dejado a este apropiarse cierto ascen-
diente, que me era muy difícil soportar. Me sentía
fatigado de encontrarme entre dos hombres que no
podía avenir, y en tal estado de lasitud prefería por
debilidad correr algún peligro en mis asuntos y res-
pirar con desahogo. De vergüenza no me atrevía yo
mismo a pensar en el motivo de la resolución que
acababa de tomar; pero esas torpes razones que no
me atrevía a examinar, no dejaban de influir secre-
tamente en lo íntimo de mi corazón, siendo el móvil
verdadero de toda mi conducta.
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Filocles sorprendió a los enemigos, alcanzó una
victoria cumplida, y se apresuraba a volver, para
desbaratar las malas artes que debía temer, cuando
Protésilas, que no había tenido bastante tiempo para
engañarme, le escribió que yo deseaba que practica-
ra un desembarco en la Isla de Carpacia, para coger
el fruto de la victoria. En efecto, me había persua-
dido de que la conquista de aquella isla me sería fá-
cil; pero lo dispuso de manera que le faltaron a
Filocles muchas cosas necesarias, y lo sujetó a cier-
tas órdenes que, produciendo diversos contratiem-
pos, impidieron llevar a cabo la empresa.
Entre tanto se valió de un criado muy perverso
que yo tenía cerca de mi persona, y que acechaba
las cosas más leves para darle cuenta de todo, aun-
que uno y otro aparentaban no verse y no estar con-
formes en cosa alguna.
Este criado, llamado Timócrates, vino un día con
gran secreto a decirme que había descubierto una
trama muy peligrosa. Filocles, me dijo, se quiere
servir de vuestra escuadra para proclamarse rey de
Carpacia: cuenta con los caudillos de las tropas: los
soldados están corrompidos con sus liberalidades, y
más aun con la licencia perniciosa en que les con-
siente vivir: esta engreído con su victoria. Aquí te-
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néis una carta que ha escrito a uno de sus amigos
acerca del proyecto de hacerse rey: con tan evidente
prueba, no es ya posible dudarlo.
Leí la carta, y me pareció escrita por Filocles. Su
letra estaba imitada perfectamente, pero Protésilas
era quien con Timócrates la había forjado. La tal
carta me sumió en una singular sorpresa: leíala mu-
chas veces de seguida, y no podía creer que fuera de
Filocles, revolviendo en mi mente turbada cuantas
pruebas afectuosas me había dado de su honradez y
lealtad. Pero ¿qué podía yo hacer? ¿Cómo negarme
a la evidencia de una carta, en la cual creía yo reco-
nocer con toda certeza su letra?
Cuando Timócrates vio que yo no podía resistir a
su artificio, lo llevó adelante. ¿Podré, me dijo con
perplejidad, señalar a vuestra atención una palabra
que hay en esta carta? Filocles dice a su amigo que
puede hablar aseguradamente con Protésilas sobre
una cosa que le indica con una cifra: sin duda Proté-
silas ha entrado en el designio de Filocles, y se han
compuesto a vuestras expensas. Ya sabéis que Pro-
tésilas es quien os ha hostigado para que enviarais a
Filocles contra los Carpacios. De algún tiempo a
esta parte ha dejado de hablaros mal de él, como
acostumbraba a hacerlo antes con frecuencia. Al
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contrario, ahora le alaba, le disculpa siempre: ya ha-
cía algún tiempo que se trataban con bastante mi-
ramiento. No cabe duda en que Protésilas y Filocles
han tomado medidas para repartirse la conquista de
Carpacia. Debéis notar que aquel se ha empeñado
en que se acometiera hasta contra toda regla, y que
expone vuestra escuadra al riesgo de perderse por
saciar su ambición. ¿Crees que favorecería así la de
Filocles, si estuvieran aún enemistados? No, no, ya
no puede negarse que esos dos hombres se han co-
ligado para alzarse juntos con un gran poder, y aca-
so para derribar el trono, en que reináis. Al hablaros
así, conozco el peligro a que me expongo, atrayén-
dome su resentimiento, si a pesar de mis avisos, se-
guís dejando vuestra autoridad en sus manos pero
¿qué importa, con tal que os diga la verdad?
Las últimas palabras de Timócrates hicieron
honda impresión en mi ánimo: tuve por cierta la
traición de Filocles, y desconfié de Protésilas como
de amigo suyo. Al mismo tiempo Timócrates me
repetía de continuo: Si aguardáis a que Filocles se
apodere de la isla de Carpacia, no será tiempo de
atajar sus designios: daos prisa, que ahora podéis
aseguraros. Me causaba horror el profundo disimulo
de los hombres; ya no sabía de quien fiarme. Des-
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cubierta la traición de Filocles, no había hombre en
el mundo en cuya virtud me fuese posible creer.
Estaba resuelto a que cuanto antes muriera aquel
pérfido; pero temía a Protésilas, y no sabía como
tratarle. Temía encontrarle culpado, y temía fiarme
de él.
Por último no pude menos de decirle, en seme-
jante confusión, que recelaba de Filocles. Aparentó
quedarse sorprendido; me representó la rectitud y
moderación de su conducta; me ponderó sus servi-
cios; en una palabra, hizo cuanto había que hacer
para persuadirme de que estaba harto bien con él.
Por otra parte, Timócrates no perdía ocasión de
señalarme y de obligarme a castigar a Filocles,
mientras lo tenía al alcance de mi poder. ¡Ved, mi
querido Mentor, cuan desgraciados son los reyes, y
qué expuestos están a ser el ludibrio de los demás
hombres, aun cuando los demás hombres parece
que tiemblan a sus pies!
Yo creí dar un golpe de profunda política y des-
concertar a Protésilas, enviando secretamente a Ti-
mócrates a la escuadra para matar a Filocles.
Protésilas llevó al extremo el disimulo, y me engañó
tanto más cuanto que se mostraba naturalmente
como un hombre que se dejaba engañar. Partió
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pues Timócrates, y halló a Filocles bastante embara-
zado con su desembarco: porque Protésilas, no sa-
biendo si la supuesta carta de su enemigo bastaría
para perderle, quería tener a mano otros medios,
tales como el mal éxito de una empresa en que me
había hecho fundar tantas esperanzas, y que malo-
grada no dejaría de irritarme contra Filocles. Este
sostenía aquella difícil guerra con su valor, su pericia
y el amor de las tropas. Aunque el ejército entero
calificaba aquel desembarco de temerario y funesto
a los Cretenses, cada cual se esmeraba en contribuir
a su buen éxito, como si en él se hubieran cifrado su
vida y su felicidad. Cada cual arrostraba contento la
muerte a todas horas con un caudillo tan prudente y
tan solícito en ganarse las voluntades.
Aseguróse Timócrates de dos capitanes que
siempre estaban al lado de Filocles, prometiéndoles
en mi nombre grandes recompensas, y en seguida le
dijo: que había ido con orden mía para comunicarle
cosas reservadas que sólo le debía confiar en pre-
sencia de aquellos dos capitanes. Filocles se encerró
con ellos. Entonces Timócrates le dio una puñalada.
El arma se escurrió y no encarnó. Filocles, sin so-
brecogerse, le arrancó el puñal y con él se defendió
de los tres; gritando al mismo tiempo. Acudieron,
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forzaron la puerta y le sacaron de las manos de
aquellos tres hombres, que con la turbación habían
andado muy flojos en su embestida. Prendiéronlos,
y tanta fue la indignación del ejército que, a no ha-
berle contenido Filocles, los hubieran hecho peda-
zos. En seguida habló a parte con Timócrates, y le
preguntó con afabilidad qué era lo que le había im-
pelido a cometer una acción tan negra. Timócrates,
que temía que te quitaran la vida, se dio prisa a ma-
nifestar la orden de matarle que yo había escrito; y
como los traidores son siempre cobardes, trató de
salvarse descubriéndole toda la traición de Protési-
las.
Filocles, espantado de ver tanta malicia en los
hombres, se resolvió a seguir una conducta de
ejemplar moderación: declaró a todo el ejército que
Timócrates era inocente, le puso en salvo, y le envió
a Creta: entregó el mando de la escuadra a Polime-
nes, a quien en la orden escrita de mi puño, le desti-
naba yo, cuando hubieran muerto a Filocles. En fin,
exhortó a las tropas a la fidelidad que me debían, y
por la noche se fue en una ligera barca, que le con-
dujo a Samos, en donde vive tranquilamente en po-
breza y soledad, trabajando de estatuario para ganar
la vida, sin querer oír hablar de los hombres falaces
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e injustos, y mucho menos de los reyes, a quienes
cree los más desventurados y ciegos de todos.
Aquí detuvo Mentor a Idomeneo. Pero ¿tardas-
teis mucho en descubrir la verdad? le preguntó. No,
dijo Idomeneo: poco a poco fui enterándome de los
amaños de Protésilas y Timócrates, que al fin se
enemistaron; porque a los perversos les cuesta mu-
cho mantenerse unidos. Su discordia me acabó de
mostrar el hondo abismo en que me habían echado.
¿Y no tomasteis medidas, volvió Mentor a pregun-
tar, para desembarazaros de uno y otro? ¡Ay de mí!
exclamó Idomeneo, ¿qué? ¿no conocéis la flaqueza
y perplejidades de los príncipes? Cuando se entre-
gan a hombres que saben hacerse necesarios, ya ni
esperanza de libertad debe quedarles. Los que más
desprecian son los que mejor tratan, y a quienes
colman de beneficios. Protésilas me causaba horror,
y yo le dejaba toda la autoridad. ¡Singular ilusión! me
alegraba en el alma de conocerle, y me faltaba fuer-
za para recobrar el poder que le había abandonado.
Por otra parte, me acomodaba, me complacía, sabía
adular mis pasiones, y manejaba con actividad mis
intereses. Últimamente, la razón con que a mí mis-
mo me disculpaba de esa debilidad, era que no co-
nocía yo verdadera virtud; viendo mi propia falta el
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no haber sabido elegir hombres de bien para que
administraran mis cosas, me imaginaba que no los
había en el mundo, y que la probidad era una her-
mosa fantasma. ¿Qué se adelanta, me decía, con dar
un escándalo para salir de las manos de un malvado,
si se ha de caer en las de otro que no será más de-
sinteresado ni más sincero que él?
En esto regresó la escuadra mandada por Poli-
menes. Yo no volví a pensar en la conquista de
Carpacia, y Protésilas no pudo disimular tan bien,
que no le conociese cuanto le pesaba que Filocles
viviera seguro en Samos.
Mentor interrumpió otra vez a Idomeneo para
preguntarle si después de tan infame traición había
seguido confiándole a Protésilas todos sus asuntos.
Me repugnaban demasiado los negocios, respon-
dió Idomeneo, y era yo muy desaplicado para poder
sacarlos de sus manos: hubiera sido menester tras-
tornar el orden que yo había establecido para mi
comodidad, e instruir a otros, cosa que nunca tuve
valor de emprender. Prefería cerrar los ojos por no
ver las malas artes de Protésilas. Sólo me desahoga-
ba, dando a entender a algunas personas de con-
fianza que no me era desconocida su perfidia. Así
me figuraba que el engaño era a medias, pues sabía
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que me engañaban. También le hacía sentir de
cuando en cuando que su yugo me incomodaba.
Solía a menudo complacerme en contradecirle, en
vituperar públicamente cualquiera de las cosas que
hacía, y en decidir contra su dictamen; pero como él
conocía mi morosidad y pereza, se inquietaba muy
poco de todos mis enfados. Volvía a su empeño
con ahínco, ya empleando la insistencia, ya la maña
y la insinuación; sobre todo cuando notaba que me
tenía enojado, ponía mayor esmero en procurarme
nuevas diversiones propias a hundirme más en la
molicie, o en meterme en algún empeño donde tu-
viera ocasión de ser necesario y de acreditarse de
celoso de mi fama.
Aunque yo desconfiaba de él, siempre me arras-
traba con la maña que tenía para lisonjear mis pa-
siones: él sabía mis secretos, me sacaba de apuros, y
hacía que todos temblaran de mi autoridad. Por úl-
timo no pude resolverme a perderle. Y mantenién-
dole en su puesto, imposibilité a todas las personas
honradas de instruirme acerca de mis verdaderos
intereses: desde entonces no se volvió a oír una voz
libre en mis consejos: la verdad se alejó de mí: el er-
ror que prepara la caída de los reyes, me castigó por
haber sacrificado a Filocles a la cruel ambición de
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Protésilas: hasta los que más celo tenían por el esta-
do y por mi persona, se juzgaron sin obligación de
desengañarme con tan terrible ejemplo. Yo mismo,
querido Mentor, yo mismo temía que la verdad ras-
gase la nube, y que llegara a mí a pesar de los adula-
dores, porque no teniendo valor para seguirla su luz
me importunaba. La conciencia me hacía temer los
crueles remordimientos que me causaría, sin poder
salir de tan funesto trance. Mi indolencia y el ascen-
diente que sin sentir había ido ganando sobre mí
Protésilas, me obligaban a casi renunciar con despe-
cho a la esperanza de recobrar la libertad. Yo no
quería ver tanta ignominia ni que la vieran los de-
más. Sabéis, querido Mentor, con que necia altivez y
vanagloria se crían los reyes: nunca convienen en
que yerran. Para encubrir una falta, hacen cometer
ciento, más bien que confesar un error y tomarse el
trabajo de enmendarle, se dejarán engañar toda la
vida. Tal es el estado de los príncipes débiles y de-
saplicados: tal era exactamente el mío, cuando me
fue preciso marchar al sitio de Troya.
A mi salida dejé a Protésilas dueño del gobierno,
que manejó en mi ausencia con arrogancia e inhu-
manidad. Todo el reino de Creta gemía bajo el peso
de su despotismo, pero nadie se atrevía a notificar-
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me la opresión de mis pueblos: sabían que la ver-
dad me asustaba, y que abandonaba a la crueldad de
Protésilas a cuantos intentaban hablarme contra él.
Pero cuanto menos se atrevían a quejarse, tanto
más violento era el mal. Hasta llegó a obligarme a
echar al valeroso Merion, que con tanta gloria me
había seguido al sitio de Troya. Había entrado en
celos de él como de todos los que yo amaba, y que
daban algunas señales de virtud.
Debéis saber, mi querido Mentor, que todas mis
desgracias han provenido de ahí. La muerte de mi
hijo no fue la cansa principal de la rebelión de los
Cretenses, sino la venganza de los dioses irritados
por mis flaquezas, y el odio que Protésilas había ex-
citado contra mí en los pueblos. Cuando yo derra-
mé la sangre de mi hijo, los Cretenses, cansados de
un gobierno tan rigoroso, habían apurado toda su
paciencia: el horror de esta última acción no hizo
mas que dar suelta a lo que existía desde mucho
antes en lo interior de los corazones.
Timócrates fue conmigo al sitio de Troya, y por
cartas daba noticia secretamente a Protésilas de
cuanto podía averiguar. Bien conocía yo que estaba
cautivo; pero trataba de no recordarlo, por no tener
esperanzas de remedio. Cuando, a mi llegada, se
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rebelaron los Cretenses, Protésilas y Timócrates
fueron los primeros que huyeron. Sin duda me hu-
bieran abandonado, a no haber tenido yo que huir
casi tan pronto como ellos. Advertid, mi querido
Mentor, que los hombres insolentes en la prosperi-
dad son débiles y cobardes en el infortunio. Cuando
se les escapa el poder absoluto, se les trastorna la
cabeza. Tan abyectos se les ve entonces como antes
eran soberbios, y en un momento pasan de un exce-
so a otro.
Pero ¿de qué proviene, dijo Mentor a Idomeneo,
que conociendo el alma de esos dos malvados, to-
davía los tengáis a vuestro lado como los veo? Yo
no extraño que os hayan seguido, no quedándoles
mejor camino para medrar: entiendo asimismo que
hayáis tenido la generosidad, de concederles asilo en
vuestro nuevo establecimiento; pero ¿cómo os en-
tregaos a ellos después de tan crueles experiencias?
No sabéis, respondió Idomeneo, cuan inútiles
son todas las experiencias para los príncipes enerva-
dos e indolentes que viven sin reflexión. De nada
están contentos, y no tienen valor para enmendar
cosa alguna. Tantos años de costumbre eran cade-
nas que me sujetaban a esos dos hombres, que me
asediaban continuamente. Desde, que estoy aquí,
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me han metido en los gastos excesivos que habéis
visto, han agotado este estado naciente; me han aca-
rreado la guerra, que sin vuestro auxilio hubiera sido
mi ruina. Poco habría tardado en experimentar en
Salento las mismas desgracias que en Creta; pero al
fin me habéis abierto los ojos y dado el valor que
necesitaba para salir de la esclavitud. Yo no sé lo
que me habéis hecho; mas desde que estáis aquí,
siento que soy otro hombre.
Mentor preguntó a Idomeneo, cual era la con-
ducta de Protésilas en aquella mudanza de cosas.
Nada mas artificioso que su modo de comportarse
desde vuestra llegada, respondió Idomeneo. Al
principio no perdonó medio de excitar en mi áni-
mo, aunque indirectamente, cierta desconfianza. Él
no decía cosa alguna contra vos; pero yo veía venir
varias personas a advertirme que los dos extranjeros
eran muy de temer. El uno, me decían, es hijo del
falaz Ulises; el otro es un hombre misterioso y de
profundo ingenio: están acostumbrados a vagar de
reino en reino ¿quién sabe si sobre éste tendrán al-
gún designio esos aventureros? Ellos mismos cuen-
tan que han causado grandes trastornos en todos los
países por donde han pasado; he aquí un estado na-
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ciente y mal asegurado; la, más ligera conmoción
podría destruirle.
Protésilas callaba, si bien procuraba hacerme
vislumbrar el peligro y demasía de todas las refor-
mas que me inducíais a plantear. Cogíame por el
lado de mi propio interés. Si procuráis a los pueblos
la abundancia, me decía, no trabajaran más: se harán
altivos, díscolos, y estarán siempre prontos a rebe-
larse: la debilidad y la miseria son los únicos medios
de que se mantengan sumisos, y de impedir que re-
sistan a la autoridad. A veces intentaba recobrar su
antiguo dominio para arrastrarme, y se cubría con el
pretexto del celo por mi servicio. Por querer aliviar
a los pueblos, me decía, menoscabáis la potestad
real, y así les causáis a ellos mismos un daño irrepa-
rable, porque el pueblo ha de estar debajo para su
propio sosiego.
A todo eso le contestaba yo: que sabría mantener
a los pueblos en la obediencia captándome su amor;
no relajando mi autoridad, aunque los aliviara; casti-
gando con firmeza a todos los culpados; dando a la
infancia una buena educación, y sujetando a todo el
pueblo a una disciplina severa que conservase in-
tactas la sencillez, la sobriedad y la afición al traba-
jo. ¡Pues qué! le decía yo, ¿no puede gobernársele
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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sin matarle de hambre? ¡Qué inhumanidad! ¡Qué
brutal política! ¿Cuántas naciones no vemos tratadas
con dulzura, y muy fieles a sus soberanos? Lo que
engendran las revueltas es la ambición, la turbulen-
cia de los grandes de un estado, cuando no se sabe
tenerlos a raya, y se ha dejado a sus pasiones romper
todo dique; esto la licencia de las demás clases, si se
ha descuidado el reprimirla; esto la multitud de
grandes y pequeños que viven en la molicie, en el
lujo y en la ociosidad; esto el número excesivo de
hombres que se destinan a la guerra, y desdeñan las
ocupaciones útiles en tiempo de paz; esto en fin, la
desesperación de los pueblos maltratados, la sober-
bia y flojedad de los reyes que los hacen incapaces
de velar sobre todos los miembros del estado, para
evitar los desordenes. Esa es la causa de las revuel-
tas, y no el pan que se deja comer en paz al labra-
dor, después que le ha ganado con el sudor de su
frente.
Cuando Protésilas ha visto que yo era inflexible
en estas máximas, ha tomado un rumbo opuesto a
su anterior conducta, y ha empezado siguiendo los
principios que no he podido destruir, ha aparentado
que los aprueba, que lo han convencido, y que me
está agradecido por haberle ilustrado con ellos. Se
FENELÓN
26
adelanta a cuanto yo podría desear para socorrer a
los pobres, es el primero que me informa de sus
necesidades, y que grita contra los gastos excesivos.
Bien sabéis que os alaba, que os manifiesta confian-
za, y que nada olvida de lo que os puede complacer.
En cuanto a Timócrates, ya este empieza a entibiar-
se con Protésilas, y trata de hacerse independiente:
Protésilas le tiene envidia, y por esas disensiones he
descubierto yo en parte su alevosía.
Mentor sonriéndose respondió así a Idomeneo:
¡Pues qué! ¿ha llegado vuestra debilidad hasta el
punto de dejaros tiranizar tantos años por dos trai-
dores cuya traición conocíais? ¡Ah! replicó Idome-
neo, no sabéis el poder que ejercen los hombres
artificiosos sobre un rey débil e indolente que se ha
entregado a ellos para todo su gobierno además ya
os he dicho que Protésilas entra ahora en todas
vuestras miras de bien público.
Mentor continuó así su discurso con aire grave:
Demasiado veo cuanto aventajan los malvados a los
buenos por prevalecer con los reyes: de ello sois vos
mismo terrible ejemplo. Decís que os he abierto los
ojos sobre Protésilas, cuando los tenéis cerrados
para dejar vuestro gobierno confiado a ese hombre
indigno de vivir. Sabed que los perversos no son
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
27
incapaces de obrar bien: obran así con la misma in-
diferencia que obran mal. Nada les cuesta el hacer
mal porque ningún sentimiento de vergüenza, nin-
gún principio de virtud los contiene; pero también
hacen bien sin violencia, porque su corrupción los
induce a hacerlo para parece buenos y engañar a los
demás hombres. Hablando con propiedad, los ma-
los no son capaces de virtud, aunque aparenten
practicarla; son sí capaces de añadir a sus demás
vicios el más horrible de todos: la hipocresía. Mien-
tras queráis vos obrar bien, Protésilas estará dis-
puesto a imitaros para conservar la autoridad; más
por poco que os sienta flaquear, no perdonará me-
dio para precipitaros en vuestros antiguos extravíos,
y para volver él con toda libertad a su natural enga-
ñoso y feroz.
¿Podéis vivir con honra y tranquilidad acosado a
todas horas por semejarte hombre, mientras sabéis
que el prudente y leal Filocles vive pobre y deshon-
rado en la isla de Samos?
Bien debéis conocer, o Idomeneo, que los hom-
bres falaces y atrevidos que están presentes arras-
tran a los príncipes débiles; más podéis añadir que
los príncipes tienen otra desgracia que no es menor:
la de olvidar fácilmente la virtud y los servicios de
FENELÓN
28
un hombre ausente. El gentío numeroso que rodea
a los príncipes es causa de que nadie haga en ellos
una impresión duradera: solo llama su atención lo
que está presente, lo que les lisonjea: lo demás se
borra pronto. La virtud sobre todo les mueve poco,
porque la virtud, lejos de adularles, contradice y
condena sus debilidades. ¿Es de extrañar que sean
tan poco amados, cuando ellos no aman más que su
grandeza y sus placeres?
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
29
LIBRO XIV
Mentor obliga a Indomeneo a que mande a llevar a Pro-
tésilas y Timócrates a la isla de Samos, y llamar a Filocles
volviéndole en privanza. Hegesipo, encargado de esta orden,
la cumple con alegrías llega con los dos a Samos en donde
vuelve a ver a su amigo, que pobre y solitario pasa la vida
contento. Cuéstale mucho consentir en regresar al seno de los
suyos; pero conociendo que así lo quieren los dioses, se embar-
ca con Hegesipo, y llega a Salento, en donde Idomeneo que ya
no es el que antes era, le recibe con amistad.
Sentadas esas razones, persuadió Mentor a Ido-
meneo de que era menester echar fuera cuanto an-
tes a Protésilas y Timócrates, y llamar a Filocles. El
único inconveniente, que detenía al rey era el temor
de la severidad de éste: confieso, decía, que, sin po-
derlo remediar, casi temo su regreso, aunque le amo
FENELÓN
30
y le aprecio. Yo estoy acostumbrado desde mi tem-
prana juventud a encomios, obsequios y condes-
cendencias que me es imposible esperar de ese
hombre. En cuanto hacía yo algo que él no aproba-
ba, su semblante triste me daba a entender sobra-
damente que me condenaba. Cuando estaba
conmigo, sus modales eran compuestos y mesura-
dos, pero secos.
¿No veis, le replicó Mentor, que los príncipes
agraciados con la lisonja toman por seco y austero
lo que es libre y veraz? Hasta se imaginan a veces
que no se les sirve con celo y no se lleva con gusto
su autoridad, porque no tiene un corazón servil, y
no se les adula cuando abusan inicuamente de su
poder. Cualquiera palabra llana y generosa les pare-
ce soberbia, mordaz y sediciosa. Se hacen tan deli-
cados, que todo lo que no es adulación les lastima y
enoja. Pero vamos adelante. Yo supongo que Filo-
cles es efectivamente seco y austero, ¿no vale más
su austeridad que la perniciosa adulación de vues-
tros consejeros? ¿En dónde hallareis un hombre sin
defectos? Y el de deciros la verdad ¿no es el que
menos debéis temer? ¿Qué digo? ¿no es un defecto
necesario para corregir los vuestros, y para vencer
esa repugnancia a la verdad, en que os ha sumido la
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
31
adulación? Necesitáis de un hombre que no ame
sino la verdad, que os ame a vos más que no os
amáis vos mismo, que os la diga a pesar vuestro,
que fuerce todas vuestras trincheras, y ese hombre
es Filocles. Tened presente que es muy afortunado
el príncipe, bajo cuyo reinado nace un solo hombre
dotado de esa generosidad, que es el más rico tesoro
del estado; y que el mayor castigo que debe temer
de los dioses, es el perder a ese hombre, si de él se
hace indigno por no saber emplearle.
En cuanto a las imperfecciones de los hombres
de bien, es menester saber conocerlas, sin dejar de
servirse de ellos. Enmendadlos: no os entreguéis
jamás ciegamente a su celo indiscreto; pero escu-
chadlos propicio, honrad su virtud, mostrad a las
gentes que sabéis estimarla, y sobre todo, guardaos
bien de ser más tiempo lo que hasta aquí habéis si-
do. Los príncipes engreídos, como lo estabais vos,
satisfechos con menospreciar a los perversos, no
dejan de emplearlos con toda confianza, y de col-
marlos de beneficios: por otra parte, se precian de
conocer también a los hombres virtuosos, pero no
hacen más que alabarlos estérilmente, no atrevién-
dose a confiarles puesto alguno, ni a recibirlos en su
trato familiar, ni a derramar sus dones sobre ellos.
FENELÓN
32
Díjole entonces Idomeneo que se avergonzaba
de haber tardado tanto en rescatar la inocencia
oprimida, y en castigar a los que le habían engañado.
Sin la más leve dificultad decidió Mentor al rey a
deshacerse de su valido: porque en cuanto se logra
que los privados sean sospechosos e importunos a
sus soberanos, los príncipes, cansados y sin saber
que hacer, no desean más que desprenderse de ellos:
la amistad se desvanece, los servicios se olvidan: la
caída de los favoritos no les hace mella, con tal que
no los vuelvan a ver.
Al instante mandó el rey secretamente a Hegesi-
po, que era uno de los primeros oficiales de su casa,
prender a Protésilas y Timócrates. llevarlos con
buena custodia a la isla de Samos, dejarlos allí, y tra-
er a Filocles de aquel lugar de destierro. Sorprendi-
do con semejantes órdenes, no pudo Hegesipo
contener el llanto de alegría. Ahora sí que vais a
contentar a vuestros súbditos, dijo al rey. Los dos
hombres han causado todas vuestras desgracias y las
de vuestros pueblos: veinte años ha que hacen ge-
mir a todos los hombres de bien, si alguien se atreve
ni siquiera a gemir bajo tan cruel tiranía: su opresión
abruma a cuantos intentan llegar a vos por otro
conducto que el suyo.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
33
Prosiguió Hegesipo descubriendo al rey muchas
de las alevosías y atrocidades cometidas por aquellos
hombres, de las cuales jamás había oído hablar,
porque nadie se había atrevido a acusarlos. Contóle
también lo que había averiguado de cierta trama
secreta para asesinar a Mentor. El rey se horrorizó
de lo que escuchaba.
Hegesipo fue en seguida a prender a Protésilas,
que estaba en su casa. Era esta menos espaciosa,
pero más cómoda y alegre que la del rey, y de una
arquitectura de mejor gusto: Protésilas la había al-
hajado a costa de la sangre de los infelices. Hallába-
se a la sazón en una sala de mármol, tendido
perezosamente junto al baño en un lecho de púrpu-
ra recamado de oro: parecía rendido y acabado por
sus trabajos: notábase en sus ojos y en sus cejas
como un velo misterioso de agitación, de zozobra,
de ferocidad. Los primeros grandes del estado esta-
ban haciéndole cerco sentados en alfombras, aco-
modando su semblante al de Protésilas, a quien
observaban hasta en el movimiento de los párpados.
Apenas entreabría la boca, cuando todo el mundo
se preparaba a maravillarse de lo que iba a decir.
Uno de los principales de la banda le refería a él
mismo con ponderaciones ridículas lo que había
FENELÓN
34
hecho por el rey. Otro le afirmaba que Júpiter, en-
gañando a su madre, le había dado el ser, y que era
hijo del padre de los dioses. Un poeta le venía a
cantar versos, en que decía que Protésilas, adoctri-
nado por las musas, había igualado a Apolo en to-
das las obras del ingenio. Otro versificador más vil y
descarado le llamaba en los suyos inventor de las
bellas artes y padre de los pueblos que colmaba de
felicidad, y le pintaba con el cuerno de la abundan-
cia en la mano.
Protésilas escuchaba todas esas alabanzas con ai-
re seco, distraído y desdeñoso, como quien esta per-
suadido de merecerlas mayores, y harto favor
dispensa con dejarse alabar. Hubo un adulador que
se tomó la libertad de hablar al oído para decirle
alguna gracia contra la policía que Mentor trataba de
establecer. Sonrióse Protésilas: al punto soltó la car-
cajada toda la reunión, aunque los más no podían
saber aun lo que se había dicho. Pero Protésilas
volvió a poner su gesto severo y dominante, y cada
cual se encerró en el temor y el silencio. Muchos
nobles acechan el momento en que se podría incli-
nar hacia ellos y escucharlos: parecían cortados y
remisos, porque iban a pedir gracias: sus posturas
suplicantes hablaban por ellos: humildad los ase-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
35
mejaba a una madre cuando, postrada al pie de los
altares, pide a los dioses la salud de su hijo único.
Todos se mostraban contentos, enternecidos, llenos
de admiración de Protésilas aunque todos alimen-
taban en el corazón una implacable rabia contra él.
En este momento entra Hegesipo coge la espada
de Protésilas, y le comunica de parte del rey, que va
a conducirle a Samos. Al oír tales palabras, toda la
arrogancia del valido cae como la roca que se des-
gaja de la cima de una montaña escarpada. Helo
trémulo y despavorido a los pies de Hegesipo: llora,
vacila, tartamudea, tiembla, abraza las rodillas de ese
hombre, a quien una hora antes no se dignaba hon-
rar con una mirada. Todos los que antes le incensa-
ban, al verle perdido para siempre, mudaron sus
lisonjas en desapiadadas injurias.
Hegesipo no quiso darle tiempo ni para despe-
dirse de su familia, ni para tomar ciertos escritos
reservados. Todo fue confiscado y llevado al rey.
Timócrates sufría igual suerte al mismo tiempo,
siendo su sorpresa extremada porque creía que su
enemistad con Protésilas le libraría de verse en-
vuelto en su ruina. Parten ambos en una nave que
había aparejado; llegan a Samos. Hegesipo deja a
aquellos miserables, y para colmo de su desgracia,
FENELÓN
36
los deja juntos. Allí echan en cara uno a otro con
furor los crímenes que han cometido y que les han
acarreado su caída: se ven sin esperanza de volver
jamás a Salento, y condenados a vivir lejos de sus
mujeres y de sus hijos; no diré de sus amigos, por-
que no los tenían. Los que habían pasado tantos
años en el fausto y los deleites, quedaban en una
tierra desconocida, sin más recurso para vivir que su
propio trabajo. Semejantes a dos fieras rabiosas,
siempre estaban dispuestos a despedazarse uno a
otro.
Entre tanto Hegesipo inquirió en que parte de la
isla moraba Filocles. Dijéronle que vivía bastante
lejos de la población, hacia la cumbre de una mon-
taña, en donde una gruta le servía de casa. Todo el
mundo le habló del extranjero con admiración.
Desde su llegada a la isla, le decían a nadie ha falta-
do: no hay quien no se le haya aficionado por su
paciencia, laboriosidad y sosiego: aunque nada tiene,
siempre parece contento. Lejos como está aquí de
los negocios, sin bienes y sin autoridad, no por eso
deja de favorecer a los que lo merecen, y tiene mil
recursos para complacer a sus vecinos.
Hegesipo se encamina hacia la gruta, que en-
cuentra sola y abierta, porque la pobreza y la senci-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
37
llez de las costumbres de Filocles le evitaban la ne-
cesidad de cerrar la puerta, cuando salía. Una estera
de junco grosera le servía de cama. Rara vez encen-
día lumbre, porque no comía cosa alguna cocida:
durante el verano se alimentaba con frutas recién
cogidas, y en el invierno con dátiles e higos secos.
Una fuente clara, que formaba cascada al despeñar-
se de la roca, le bastaba para aplacar su sed. No te-
nía en la gruta más que los instrumentos necesarios
para la escultura, y algunos libros en que solía leer a
ciertas horas, no para engalanar el ingenio ni satisfa-
cer la curiosidad, sino para instruirse, mientras des-
cansaba de sus tareas, y aprender a ser bueno. En
cuanto a la escultura, solo se aplicaba a ella por ejer-
citar las fuerzas corporales, huir la ociosidad, y ga-
nar la vida con una absoluta independencia.
Al entrar en la gruta, se detuvo con admiración
Hegesipo en las obras que tenía empezadas. Reparó
en un Júpiter, cuyo rostro sereno reflejaba tanta
majestad, que en él se reconocía fácilmente al padre
de los dioses y los hombres. En otra parte le veía a
Marte con cierta altivez áspera amenazante. Pero lo
que más le interesaba, era una Minerva animando a
las artes: tenía el semblante noble y dulce, la estatu-
FENELÓN
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ra elevada y esbelta; estaba en actitud tan viva, que
parecía que iba a andar.
Hegesipo, habiéndose deleitado en contemplar
aquellas estatuas, salió de la gruta, y divisó a lo lejos
a Filocles, que a la sombra de un árbol corpulento
leía recostado en el césped: vase hacia él, y Filocles
que le ve, no sabe que pensar, ¿No es aquel Hegesi-
po con quien yo he vivido tanto tiempo en Creta? se
dijo a sí mismo. Pero ¿a qué ni cómo había de venir
a una isla tan lejana? ¿No será su sombra que viene
después de muerto de las orillas de la Estigia?
En estas dudas, se acercó Hegesipo tanto, que no
pudo menos de asegurarse de que era él y abrazarle.
¿Sois vos de veras, le dijo, mi querido y antiguo
amigo? ¿Qué acaso, qué tempestad os ha arrojado a
estas playas? ¿Por qué habéis abandonado a Creta?
¿Os arranca de nuestra patria alguna desgracia como
la mía?
Hegesipo le respondió: No me trae la desgracia,
tráeme al contrario el favor de los dioses. Refirióle
en seguida la larga tiranía de Protésilas, sus confa-
bulaciones con Timócrates las calamidades en que
había precipitado a Idomeneo, la caída de este prín-
cipe, su fuga a las costas de Hesperia, la fundación
de Salento, la llegada de Mentor y Telémaco, las sa-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
39
bias máximas en que Mentor había imbuido el áni-
mo del rey, y la desgracia de los dos traidores, aña-
diendo que los había llevado a Samos para que allí
padecieran el destierro que habían hecho ellos pa-
decer a Filocles; y acabó comunicándole la orden
que tenía de conducirle a Salento, en donde el rey,
convencido de su inocencia, quería confiarle el go-
bierno y colmarle de beneficios.
¿Veis, le respondió Filocles, esa gruta más propia
a dar guarida a fieras que a ser habitación de hom-
bres? ahí he disfrutado hace tantos años más place-
res y más tranquilidad que en los dorados palacios
de Creta. Ya no me engañan los hombres, porque
no los trato, no oigo sus palabras lisonjeras y vene-
nosas ya no los necesito; mis manos endurecidas en
el trabajo me procuran fácilmente el simple sustento
que me es necesario: me basta, como veis, para cu-
brirme esta ligera tela. No teniendo deseos, gozando
de la profunda calma, y de una dulce libertad de que
la sabiduría de mis libros me enseña a hacer buen
uso, ¿qué iría yo a buscar entre los hombres envi-
diosos, falaces e inconstantes? No, no, mi querido
Hegesipo, no mires con malos ojos mi felicidad.
Protésilas se ha hecho traición a sí mismo, querien-
do hacérsela al rey y perderme. Pero me ha propor-
FENELÓN
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cionado el mayor de los bienes, lejos de ocasionar-
me, mal alguno, pues me ha libertado del tumulto y
esclavitud de los negocios: le soy deudor de mi
amada soledad y de las delicias inocentes que gozo
en ella.
Volved, Hegesipo, volved con el rey: ayudadle a
soportar las miserias de su grandeza, y haced a su
lado lo que quisierais que hiciese yo. Supuesto que
ese sabio que llamáis Mentor, le ha abierto al fin los
ojos tanto tiempo cerrados a la verdad, que le con-
serve junto a sí. A mí después de mi naufragio, no
me conviene dejar el puerto adonde por fortuna me
arrojó la tempestad, para volver a confiarme a la
merced de las olas. ¡O cuan de compadecer son los
reyes! ¡Qué dignos son de lástima los que les sirven!
Si son malos ¡cuanto no hacen sufrir a los hombres!
¡y qué tormentos les están preparados en el tenebro-
so Tártaro! Si son buenos ¡qué de dificultades tienen
que vencer! ¡qué de lazos que evitar! ¡qué de males
que sufrir! Os lo ruego otra vez, Hegesipo, dejadme
en mi feliz pobreza.
Mientras Filocles hablaba así con grande vehe-
mencia Hegesipo le contemplaba atónito. Le había
visto en Creta, durante el tiempo que tuvo a su car-
go los más graves negocios, flaco, abatido, extenua-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
41
do; y era que su índole austera le consumía en el
trabajo, porque no podía ver sin indignación la im-
punidad del vicio: quería en el despacho una exac-
titud que jamás se encuentra: así los puestos que
desempeñaba, acababan con su delicada salud. Pero
en Samos le hallaba Hegesipo grueso y robusto: a
pesar de los años, había vuelto a su rostro la florida
juventud: una vida sobria, tranquila y laboriosa le
había formado casi otro temperamento.
Os sorprende el encontrarme tan mudado, le dijo
entonces Filocles sonriéndose; pues mi soledad es
lo que me ha procurado esta lozanía, esta salud
completa: mis enemigos me han dado lo que en la
mayor fortuna me hubiera sido imposible adquirir.
¿Queréis que pierda bienes tan verdaderos por se-
guir otros mentidos, y para volver a sumirme en mis
antiguas miserias? No seáis más cruel que Protésilas:
a lo menos, que no os duela de la felicidad que él
me ha dado.
Entonces le representó Hegesipo, aunque en va-
no, cuanto creyó capaz de conmoverle. ¿Sois, le de-
cía, insensible al placer de volver a ver a vuestros
parientes y amigos, que suspiran por vuestro regre-
so, llenándolos de alegría la sola esperanza de abra-
zaros? Y vos, que tentáis a los dioses y que amáis
FENELÓN
42
vuestras obligaciones, ¿tenéis en nada el servicio de
vuestro rey, el ayudarle a realizar el bien que desea
hacer, colmando de felicidad a tantos pueblos! ¿Es
lícito encerrarse en una filosofía salvaje, preferirse a
todo el género humano, y sacrificar al propio des-
canso el bienestar de sus conciudadanos? Además,
se atribuirá a resentimiento el que no queráis ver al
rey. Si ha contribuido a haceros mal, es porque no
os conocía: no quiso él que pereciera el verdadero,
el bueno, el justo Filocles; pensó castigar a otro
hombre diferente. Pero ahora que os conoce y que
no os toma por otro, siente renacer en su corazón
todo su antiguo afecto: os aguarda: ya os tiende los
brazos, cuenta los días en su impaciencia, las horas.
¿Tendréis corazón para permanecer inexorable con
vuestro rey, y con vuestros más cariñosos amigos?
Filocles, que a la vista de Hegesipo se había en-
ternecido, recobró su semblante austero al escuchar
aquel razonamiento. Permanecía. inmóvil semejante
a una roca, contra la cual combaten los vientos en
vano, y adonde las olas van a estrellarse gimiendo:
ni los ruegos ni las razones hallaban entrada en su
corazón. Ya estaba Hegesipo a punto de renunciar a
la esperanza de vencerle, cuando Filocles, consul-
tando a los dioses, descubrió por el vuelo de las
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
43
aves, las entrañas de las víctimas y otros varios
agüeros que debía seguir a Hegesipo.
No resistió más, y se dispuso a partir, pero no sin
pesadumbre de alejarse del desierto en que había
pasado tantos años. ¡Ay! exclamaba; te he de dejar,
amada gruta, en donde todas las noches venía el
sueño apacible trayéndome el descanso de los tra-
bajos del día! Aquí, en medio de mi pobreza, me
hilaban las parcas días de oro y seda. Prosternóse
llorando y adoró a la náyade que tanto tiempo había
apagado su sed con aquella clara corriente, y a las
ninfas que habitaban en todas las montañas del
contorno. Eco oyó los tristes acentos, y con voz
lastimera los repitió a todas las divinidades campes-
tres.
Filocles bajó a la ciudad con Hegesipo para em-
barcarse. Creyó que el desgraciado Protésilas, lleno
de vergonzante sentimiento, no quería verle: pero se
engañaba; porque los perversos no tienen pudor
alguno, y están dispuestos siempre a toda especie de
bajeza. Filocles se ocultaba modestamente porque
no le viera aquel miserable, temiendo aumentar su
infortunio con el aspecto de la prosperidad de un
enemigo que iba a elevarse sobre sus ruinas. Pero
Protésilas buscaba con empeño a Filocles: quería
FENELÓN
44
inspirarle conmiseración, y alcanzar de él que pidie-
ra al rey su vuelta a Salento. Filocles era demasiado
sincero para prometerle que haría por conseguirlo,
porque sabía mejor que nadie cuan pernicioso había
de ser semejante regreso; pero le habló con afabili-
dad, le mostró compasión, procuró consolarle, y le
exhortó a que aplacara a los dioses con costumbres
puras y grande resignación en los trabajos. Como
había sabido que el rey había desposeído a Protési-
las de todos sus bienes malamente adquiridos, le
prometió dos cosas, que después le cumplió fiel-
mente: una, cuidar de su mujer y de sus hijos que
habían quedado en Salento en la más espantosa in-
digencia y expuestos a la indignación popular; otra,
enviarle algunos auxilios, para socorrer su miseria
en aquella isla apartada.
En esto se echan las velas con viento favorable.
Hegesipo impaciente procura acelerar la partida de
Filocles. Protésilas los ve embarcarse: sus ojos se
clavan inmóviles en la orilla del mar; siguen el bajel
que corta las olas y que el viento aleja. Aun cuando
no alcanza a verle, se le retrata en la mente. Al cabo
turbado, furioso, arrastrado por la desesperación, se
arranca los cabellos, se revuelca en la arena, recon-
viene a los dioses de su rigor, llama en vano a su
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
45
socorro la muerte cruel, que, sorda a sus ruegos, no
se digna libertarle de tantos males, cuando él mismo
no se atreve a dársela.
La nave, favorecida por Neptuno y los vientos,
no tardó en llegar a Salento. Fueron a avisar al rey
que ya entraba en el puerto, al punto corrió con
Mentor al encuentro de Filocles: abrazóle tierna-
mente, y le manifestó gran pesar de haberle perse-
guido con tanta injusticia. Esta confesión, lejos de
parecer flaqueza en un rey, se consideró por todos
los Salentinos como un esfuerzo de magnanimidad
de quien se eleva sobre sus propias faltas, confesán-
dolas con valor para repararlas. Todos lloraban de
alegría de volver a ver a aquel hombre honrado que
siempre había sido amante del pueblo, y de oír al rey
hablar con tanta sabiduría y bondad.
Filocles recibía los halagos del rey con aire res-
petuoso y modesto, y deseaba con impaciencia sus-
traerse a las aclamaciones del pueblo; pero tuvo que
seguir al rey al palacio. Mentor y él no tardaron en
inspirarse la misma confianza que si hubieran vivido
juntos toda la vida, aunque jamás se habían visto:
eso consiste en que los dioses, que han negado a los
malvados ojos para conocer a los buenos, se los han
dado a los buenos para que unos a otros se conoz-
FENELÓN
46
can. Los que son aficionados a la virtud, no pueden
juntarse sin luchar unidos por la misma virtud que
aman.
Pronto pidió Filocles al rey que le permitiese reti-
rarse a un desierto cerca de Salento, en donde siguió
viviendo pobremente como había vivido en Samos.
Íbale a ver el rey con Mentor los más de los días a
su soledad. Allí se examinaban los medios de con-
solidar las leyes, y dar una forma estable al gobierno
por medio de la felicidad del pueblo.
Las dos cosas principales que se examinaron,
fueron la educación de los niños, y la manera de
vivir en tiempo de paz.
Mentor decía que los niños pertenecían menos a
sus padres que a la república, porque son hijos del
pueblo, y constituyen su esperanza y su fuerza:
cuando se han pervertido, ya no es tiempo de corre-
girlos. No hasta excluirlos de empleos, en viendo
que se hacen indignos de ellos; mejor es prevenir el
mal que tener que castigarlo. El rey, añadía, que es
padre de todo su pueblo, lo es mas particularmente
de la juventud, que es la flor de la nación. En la flor
se ha de preparar el fruto: que no se desdeñe pues el
rey de velar y de procurar que velen sobre la crianza
que se da a los niños: que cuide con esmero de ha-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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cer guardar las leyes de Minos, que mandan educar a
los niños en el desprecio del dolor y de la muerte.
Que pongan la honra en huir de los placeres y las
riquezas: que la injusticia, la mentira, la ingratitud y
la molicie se tengan por vicios infames. Que se les
enseñe desde la tierna infancia a cantar las alabanzas
de los héroes que han sido amados de los dioses,
que han acabado hazañas generosas por su patria, y
que han mostrado su valor en los combates: que el
encanto de la música se apodere de sus almas para
endulzar y purificar sus costumbres. Que aprendan
a ser afectuosos con sus amigos, fieles con sus alia-
dos, justos con todos los hombres, hasta con sus
más crueles enemigos: que teman menos la muerte y
los tormentos que el más leve remordimiento de su
conciencia. Si se inculcan temprano esas grandes
máximas en el corazón de los niños, facilitándoles la
entrada en él por medio de la dulzura del canto, po-
cos habrá que no se inflamen con el amor de la glo-
ria y la virtud.
Mentor añadía que era esencial establecer escue-
las públicas para acostumbrar la juventud a los ejer-
cicios más rudos del cuerpo, y para evitar la molicie
y la holganza, que corrompen las mejores índoles:
quería una variedad grande de juegos y espectáculos
FENELÓN
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que animaran a todo el pueblo, y que ejercitaran
principalmente los cuerpos, a fin de hacerlos dies-
tros, flexibles y vigorosos: además proponía pre-
mios para excitar una noble emulación. Sin
embargo, lo que más apetecía para las buenas cos-
tumbres era que los jóvenes se casaran temprano, y
que los padres, sin mira alguna de interés, les deja-
ran elegir mujeres de formas e ingenio capaces de
ganarles el corazón con sus gracias.
Pero, mientras se preparaban así los medios de
mantener la juventud pura, inocente, laboriosa, dó-
cil y amante de la gloria, Filocles, que era aficionado
a la guerra, decía a Mentor: En vano tendréis la ju-
ventud ocupada con todos esos ejercicios, si la de-
jáis consumirse en una paz continua, en que
ninguna idea podrá adquirir de la guerra, ni hallar
ocasión de probar su valor. De ese modo enflaque-
ceréis insensiblemente la nación, los ánimos se afe-
minarán, las delicias estragarán los costumbres.
Otros pueblos belicosos la vencerán sin dificultad, y
por haber querido evitar los males que la guerra
arrastra en pos de si, caerá en una espantosa escla-
vitud.
Mentor le respondió: Los males de la guerra son
más horribles de lo que pensáis. La guerra aniquila
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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el estado, y lo pone siempre en peligro de perecer,
aun cuando logre señaladas victorias. Sean cuales-
quiera las ventajas con que se comienza, nunca se
puede tener seguridad de concluirla, sin exponerse a
los más trágicos trastornos de la fortuna. Sea cual-
quiera la superioridad de la fuerza con que se em-
peña un combate, el error más leve, un terror
pánico, una nada, os arrebata el triunfo que teníais
ya en vuestras manos, y se le da al enemigo. Aun
cuando se tuviera como encadenada la victoria en el
propio campo, destruyendo al enemigo se destruye
uno a sí mismo: se despuebla el país: se dejan las
tierras casi incultas: se olvida el comercio: y lo que
es peor, se relajan las mejores leyes, y se pervierten
las costumbres: la juventud no se entrega sino a vi-
cios: la necesidad imperiosa obliga a consentir una
licencia funesta en las tropas: la justicia, la policía,
todo se resiente de tamaño desorden. Un rey que
derrama la sangre de tantos hombres, y que acarrea
tantas desgracias por adquirir un poco de gloria o
ensanchar los límites de su reino, es indigno de la
fama que busca, y merece perder lo que posee por
haber querido usurpar lo que no le pertenece.
Pero he aquí cómo se ejercitará el valor de una
nación en tiempo de paz. Ya habéis visto los ejerci-
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cios corporales que establecemos, los premios que
excitaran la emulación, las máximas de gloria y
virtud con que se nutrirán casi desde la cuna las al-
mas de los niños, cantando las hazañas de los hé-
roes: añadid a esos medios el de una vida sobria y
laboriosa. Pero todavía no basta: luego que un pue-
blo aliado de vuestra nación tenga una guerra, será
menester enviarle la flor de vuestra juventud, sobre
todo los que se noten con disposición para las ar-
mas, y que parezcan más capaces de aprovechar la
experiencia. Así conservaréis entre vuestros aliados
una reputación elevada, solicitarán vuestra alianza,
temerán perderla, y sin tener la guerra en vuestra
casa ni en vuestra costa, podréis contar siempre con
una juventud aguerrida e intrépida. Aunque estéis
en paz, nunca dejaréis de honrar mucho a los que se
distingan por su capacidad militar; porque el mejor
modo de alejar la guerra y de mantener una larga
paz es favorecer la profesión de las armas, distin-
guiendo a los que sobresalen en ella; temer quienes
la hayan ejercitado en los países extranjeros, y co-
nozcan las fuerzas, la disciplina militar y las maneras
de guerrear de los pueblos vecinos; no ser capaz de
acometer por ambición ni de ceder por flojedad.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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Cuando así se esta siempre pronto a hacer la guerra,
se consigue el que casi jamás haya qué hacerla.
En cuanto a vuestros aliados, si se disponen a
romper unos con otros, os toca a vos intervenir
como mediador. Con eso lográis más sólida y segura
fama que la de los conquistadores, ganáis el amor y
respeto de los extranjeros, los cuales os necesitan, y
reiríais en sus estados por la confianza, como reináis
en el vuestro por la autoridad: venís a ser el deposi-
tario de los secretos, el árbitro de los tratados, el
dueño de los corazones vuestra reputación vuela
hasta los países más remotos vuestro nombre es
como una fragancia deliciosa que se exhala de re-
gión en región hasta los pueblos más lejanos. En tal
situación, si una nación vecina os acomete contra
las reglas de la justicia, os encuentra aguerrido, pre-
parado; y, lo que es de mayor fuerza, os encuentra
amado y socorrido; todos vuestros vecinos se arman
en vuestro favor, persuadidos de que vuestra con-
servación forma la seguridad pública. He ahí una
barrera más firme que todas las murallas de las ciu-
dades y todas las plazas mejor fortificadas: he ahí la
verdadera gloria. Pero ¡cuan pocos reyes hay que la
sepan buscar, y no se alejen de ella! Los más corren
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en pos de una sombra engañosa y dejan detrás de sí
el honor verdadero, por falta de conocerle.
Después que Mentor se hubo explicado así, Filo-
cles le miraba lleno de admiración; de él volvía la
vista al rey, y se regocijaba de ver con que avidez
recogía Idomeneo en el fondo de su corazón cuan-
tas palabras salían como un río de sabiduría de la
boca de aquel extranjero.
De ese modo Minerva, bajo la figura de Mentor,
establecía en Salento todas las leyes mejores, y los
principios más útiles de gobierno, menos para que
floreciera el reino de Idomeneo, que para señalar a
Telémaco, cuando volviese, un ejemplo sensible de
lo que un gobierno sabio puede hacer, para labrar la
felicidad de los pueblos y dar a un buen rey gloria
duradera.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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LIBRO XV
Telémaco en el campo de los aliados se gana la inclinación
de Filoctetes, mal dispuesto al principio contra él por causa de
Ulises su padre. Filoctetes le refiere sus aventuras, en que
menciona las particularidades de la muerte de Hércules, cau-
sada por la túnica envenenada que el centauro Neso había
dado a Deyanira. Explícale cómo obtuvo de aquel héroe las
fatales flechas, sin las cuales hubiera sido imposible tomar la
ciudad de Troya; cómo fue castigado por haber faltado al
secreto con todos los males que padeció en la isla de Lemnos;
cómo Ulises se valió de Neoptolemo para decidirle a ir al sitio
de Troya, en donde le curaron sus heridas los hijos de Escu-
lapio.
Entre tanto Telémaco mostraba su valor los peli-
gros en los peligros de la guerra. Desde su salida de
Salento procuró granjearse el afecto de aquellos
FENELÓN
54
viejos capitanes cuya reputación y experiencia ha-
bían llegado a lo más alto. Néstor, que lo había visto
ya en Pilos, y que había querido siempre a Ulises, le
trataba como si fuera su propio hijo. Instruíale apo-
yando sus lecciones en diversos ejemplos; le conta-
ba todas las aventuras de su mocedad, y todo lo que
había visto hacer de más notable a los héroes de la
edad pasada. La memoria de este sabio anciano, que
había vivido tres edades de hombre, era como una
historia de los tiempos antiguos grabada en mármol
y bronce.
Filoctetes no tuvo desde luego la misma inclina-
ción a Telémaco que Néstor: el odio que había ali-
mentado en su corazón contra Ulises le alejaba del
hijo, y le era imposible ver sin amargura todo lo que
al parecer preparaban los dioses a aquel joven, para
igualarle con los héroes que habían destruido la ciu-
dad de Troya. Mas al cabo venció la moderación de
Telémaco todos los resentimientos de Filoctetes,
que no pudo menos de aficionarse a su sencilla y
modesta virtud. Muchas veces le buscaba, y le decía:
Hijo mío (que yo no temo llamaros así), vuestro
padre y yo, lo confieso, hemos sido mucho tiempo
enemigos: también confieso que, aun después que
hicimos caer la soberbia ciudad de Troya, todavía
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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no estaba aplacado mi corazón, y cuando os he
visto, me ha costado mucho trabajo amar la virtud
en el hijo de Ulises. Me lo he reprendido muchas
veces. Pero al fin la virtud, siendo dulce, sencilla,
cándida y modesta, todo lo supera. De aquí se fue
engolfando insensiblemente Filoctetes en contarle
lo que había encendido en su corazón tanto aborre-
cimiento a Ulises.
Es menester, te dijo, tomar mi historia desde más
alto. Yo he acompañado por todas partes al grande
Hércules, que ha purgado la tierra de tantos mons-
truos, y en cuya presencia no eran los demás héroes
sino como débiles cañas junto a un roble, o como
pequeños pajarillos delante del águila. Sus desgracias
y las mías vinieron de una pasión que causa los de-
sastres más espantosos, del amor. Hércules, que ha-
bía vencido tantos monstruos, no podía vencer esa
vergonzosa pasión, y el rapaz Cupido se mofaba de
él. Le era imposible recordar sin ruborizarse que
había olvidado su gloria en otra ocasión, hasta el
punto de hilar junto a Onfala, reina de Lidia, como
el más vil y afeminado de todos los hombres: tanto
le había arrastrado un amor ciego. Cien veces me
confesó que esta parte de su vida había empañado
su virtud, y casi borrado la gloria de sus trabajos.
FENELÓN
56
Pero ¡o dioses! tal es la debilidad e inconstancia
de los hombres, que todo lo esperan de sí mismos y
a nada resisten. ¡Ah! el grande Hércules volvió a
caer en los lazos del amor que solía detestar, y amó
a Deyanira, harto dichoso, si hubiera sido constante
en la pasión de una mujer que fue su esposa. Pero la
juventud de Yola, en cuyo rostro se retrataron las
gracias, no tardó en arrebatarle el corazón. Deyanira
se encendió en celos: se acordó de aquella túnica
fatal que el centauro Neso le había dejado al morir
como remedio seguro para reanimar el amor de
Hércules, siempre que pareciera entibiarse por amar
a otra. ¡Ay! Aquella túnica, empapada en la sangre
venenosa del centauro, contenía la ponzoña de las
flechas con que el monstruo había sido atravesado.
Bien sabéis que las flechas de Hércules que mató al
pérfido centauro, estaban mojadas en la sangre de la
hidra de Lerna, y, que aquella sangre las envenenó
de modo que todas las heridas que hacían, eran in-
curables.
Apenas se puso Hércules la túnica, cuando sintió
el fuego voraz que le penetraba hasta la médula de
los huesos: daba gritos horribles, que resonaban en
el monte Oeta y hacían vibrar los profundos valles:
hasta el mar parecía conmovido: los toros más fu-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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riosos, peleándose con mugidos de rabia, no hubie-
ran producido tan horrible estruendo. El desdicha-
do Licas, que le había llevado la túnica de parte de
Deyanira, se atrevió a acercársele, y Hércules, arre-
batado de su dolor, le asió y le hizo voltear como la
honda hace girar la piedra, cuando el hondero quie-
re tirarla lejos. Así Licas, arrojado desde lo alto de la
montaña por la poderosa mano de Hércules, cayó
en medio de las aguas del mar, en donde fue trans-
formado repentinamente en una roca que todavía
conserva figura humana, y que, siempre combatida
por las olas irritadas, amedrenta desde muy lejos a
los imprudentes pilotos.
Con la desgracia de Licas, me pareció que no me
podía fiar de Hércules, y traté de ocultarme en las
más hondas cavernas. Yo le veía arrancar sin difi-
cultad con una mano las altas sabinas y los robles
que habían resistido a tantos vientos y tempestades.
Con la otra mano procuraba inútilmente quitarse de
encima la túnica fatal, que se le había pegado al cutis
y casi incorporado con los miembros. Conforme la
despedazaba, se despedazaba también la piel y la
carne; la sangre le corría y empapaba la tierra. Por
último, superado el dolor por su virtud, exclamó:
Tú ves, o mi querido Filoctetes, los males que los
FENELÓN
58
dioses me hacen padecer: ellos son justos, yo soy
quien los ha ofendido: he violado el amor conyugal.
Después de haber vencido a tantos enemigos, me
he dejado vencer cobardemente por el amor de una
hermosura extranjera: yo me muero, y me alegro de
morir para aplacar a los dioses. Pero ¡ay! querido
amigo, ¿adónde huyes? El exceso del dolor me ha
hecho cometer, es cierto, con ese miserable Licas
una crueldad que me reprendo: él no sabía el vene-
no que me presentaba, y no merecía el castigo que
le he dado. Pero ¿Crees tú que yo pueda olvidarme
de la amistad que te debo, y atentar contra la vida?
No, no, yo nunca dejaré de amar a Filoctetes. Fi-
loctetes recibirá en su seno el alma mía pronta a
exhalarse: él será quien recoja mis cenizas. ¿Dónde
estás pues, o mi amado Filoctetes? ¡Filoctetes la
única esperanza que me queda en el mundo!
A estas palabras me apresuro a correr a él, él me
tiende los brazos y quiere estrecharme en ellos; pero
se contiene por temor de encender en mi pecho el
fuego cruel que abrasa el suyo. ¡Ay de mí! exclamó,
no me atrevo a abrazarte, ni aun ese consuelo me es
permitido! Hablando así, junta todos los árboles que
acaba de derribar, y hace una hoguera en la cumbre
de la montaña; sube tranquilamente encima; extien-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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de la piel de león de Nemea, que le había servido de
manto tanto tiempo, cuando iba de uno a otro ex-
tremo de la tierra para exterminar los monstruos y
libertar a los desgraciados; se apoya en su clava, y
me ordena encender el fuego de la pira.
Mis manos trémulas y entorpecidas con el ho-
rror, no le pudieron negar ese cruel obsequio, por-
que ya no era la vida para él un don de los dioses,
atormentándole tanto: hasta llegué a temer que,
arrebatado del exceso de sus dolores, se dejara
arrastrar a cualquiera acción indigna de la virtud que
había llenado de admiración al universo. Apenas
vio que la llama empezaba a prender en la hoguera,
exclamó: Ahora si que conozco tu verdadera amis-
tad, mi amado Filoctetes, porque prefieres mi honor
a mi vida. ¡Los dioses te lo premien ! Yo te digo lo
que en la tierra tengo de más precioso, estas flechas
templadas con la sangre de la hidra de Lerma. Tú
sabes que las heridas que hacen son incurables: con
ellas serás invencible, como lo he sido yo, y mortal
ninguno se atreverá a pelear contigo. Acuérdate que
muero fiel a nuestra amistad, y nunca olvides cuanto
te he querido. Pero si es cierto que tanta parte to-
mas en mis males, aun puedes darme un consuelo y
será el último, prométeme de revelar jamás a mortal
FENELÓN
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alguno ni mi muerte ni el lugar en donde escondas
mis cenizas. Yo se lo prometí, ¡ay de mí! hasta lo
juré regando la hoguera con mis lágrimas. Un deste-
llo de alegría se asomó a sus ojos; pero de pronto le
ahogó la voz un torrente de llamas que le envolvió y
casi le arrebató a mi vista. Sin embargo todavía le
alcanzaba a ver por entre las llamas; estaba con un
rostro tan sereno como habría podido estar corona-
do de flores y lleno de fragancias en un festín deli-
cioso, rodeado de todos sus amigos.
El fuego consumió muy pronto lo que de mortal
y terrestre había en él. Muy pronto le despojó de
todo lo que al nacer había recibido de Alcmene su
madre; pero conservó por la voluntad de Júpiter esa
naturaleza sutil e inmortal, esa llama celeste que es
el verdadero principio de la vida, la cual había reci-
bido del padre de los dioses. Así se fue con ellos a
beber el néctar bajo las bóvedas doradas del res-
plandeciente Olimpo, en donde le dieron por espo-
sa a la amable Hebe, diosa de la juventud, que
echaba el néctar en la copa del gran Júpiter, antes
que Ganimedes hubiese recibido ese honroso en-
cargo.
En cuanto a mí, aquellas flechas que me había
dado, para que yo fuera superior a todos los demás
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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héroes, se me convirtieron en un manantial inagota-
ble de tormentos. Poco tiempo después se apresta-
ron los reyes coligados a vengar a Menelao del
infame Paris, que le había robado a Elena, a destruir
el imperio de Príamo. El oráculo de Apolo le hizo
saber que no debían esperar concluir felizmente
aquella guerra, a menos que no tuviesen las flechas
de Hércules.
Ulises, vuestro padre, que en todos los consejos
era siempre el más sagaz y fecundo, tomó a su cargo
el persuadirme a ir con ellos al sitio de Troya, y a
llevar las flechas que él creía estaban en mi poder.
Ya había mucho tiempo que Hércules no se veía en
parte alguna: no se oía contar hazaña nueva de aquel
héroe: los monstruos y los malvados volvían a apa-
recer impunemente. Los Griegos no sabían lo que
pensar de él: unos le daban por muerto: otros de-
cían que había ido hasta el extremo helado del
Norte a domar a los Escitas. Pero Ulises sostuvo
que había muerto, y se propuso el hacérmelo confe-
sar: cuando me fue a buscar, todavía me era imposi-
ble consolarme de haber perdido al grande Alcides.
Le costó mucho acercarse a mí, porque huía de ver
a los hombres, y no podía soportar la idea de apar-
tarme de aquellos desiertos del monte Oeta, en
FENELÓN
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donde había visto perecer a mi amigo: yo no pensa-
ba más que en reproducirme la imagen del héroe y
en llorar a la vista de tan tristes lugares. Pero la dul-
ce e irresistible persuasión movía los labios de
vuestro padre; mostróse casi tan afligido como yo;
derramó lágrimas conmigo; supo ganarme insensi-
blemente el corazón, apoderarse de mi confianza, y
me inclinó a favor de los reyes griegos que iban a
pelear por tan justa causa, y no podían triunfar sin
mí. Jamás empero logró arrancarme el secreto de la
muerte de Hércules, que había jurado no revelar en
mi vida; si bien no dudaba él que hubiera muerto,
pues me instaba a que le descubriese el sitio en
donde yo había guardado sus cenizas.
¡Ah! yo que me estremecía con el temor de un
perjurio, descubriendo el secreto que había prome-
tido a los dioses no revelar jamás, tuve la flaqueza
de eludir mi juramento no atreviéndome a violarle;
los dioses me han castigado: di con el pie en la tierra
sobre el lugar en que había depositado las cenizas de
Hércules. Partí en seguida a unirme con los reyes
confederados, que me recibieron con el mismo jú-
bilo conque habrían recibido al mismo Hércules.
Pasando por la isla de Lemnos, quise mostrar a los
Griegos todo el poder de mis flechas; al prepararme
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
63
para tirarle a un gamo que se lanzaba al bosque, dejé
caer del arco por descuido la flecha, y me hizo en el
pie una herida de que todavía me resiento. Al punto
experimenté los mismos dolores que Hércules había
padecido; día y noche hacía resonar toda la isla con
mis gritos la sangre negra y corrompida que manaba
de mi herida infectaba el aire y esparcía por el cam-
po de los Griegos un hedor capaz de sofocar a los
hombres más vigorosos. Todo el ejército se horro-
rizaba de verme en semejante extremidad, persua-
diéndose todos de que era un suplicio que me había
sido enviado por los justos dioses.
Ulises, que me había empeñado en aquella gue-
rra, fue el primero que me abandonó. Después he
conocido que lo había hecho, porque prefería el
interés común de la Grecia y la victoria a cuales-
quiera otras razones de amistad o de respeto parti-
cular. Tanto molestaban al ejército entero el horror
de mi herida, su infección y la violencia de mis gri-
tos, que no se podía sacrificar en el campamento.
Pero por entonces, cuando me vi abandonado de
los Griegos por consejo de Ulises, su política me
pareció de la mas horrible inhumanidad y negra ale-
vosía. ¡Ay! que estaba ciego, y no alcanzaba a ver
cuan justo era que los más sabios entre los hombres
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estuvieran contra mí como los dioses, a quienes te-
nía irritados.
Casi todo el tiempo que duró el asedio de Troya,
permanecí solo, sin socorro alguno, sin esperanza,
sin consuelo, atormentado de dolores horribles, en
aquella isla desierta y montaraz, en donde no oía
sino el estruendo de las olas del mar que se estrella-
ban contra las rocas. Descubrí, en medio de aquella
soledad, una caverna abierta en un peñasco que al-
zaba al cielo dos puntas semejantes a dos cabezas:
de este peñasco salía una clara fuente. La caverna
era guarida de alimañas feroces, a cuya rabia estaba
expuesto de noche y de día. Para acostarme junté
algunas hojas. Todos los bienes que me quedaron se
reducían a una vasija de madera groseramente tra-
bajada, y unos vestidos hechos pedazos, con que me
vendaba la herida para contener la sangre, y de que
me servía para limpiarla. Allí, abandonado de los
hombres y perseguido por la cólera de los dioses,
pasaba el tiempo en matar con mis flechas palomas
y otras aves de las que volaban alrededor de la roca.
Cuando mataba alguna para alimentarme, era me-
nester que me arrastrara por el suelo con dolor para
ir a recogerla así me preparaban mis manos el sus-
tento.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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Verdad es que los Griegos al partir me dejaron
algunas provisiones, pero me duraron poco. Encen-
día fuego con pedernales. Semejante vida, aunque
tan espantosa, me hubiera parecido dulce lejos de
los hombres ingratos y falaces, sí mi dolor no hu-
biese sido tanto, y si no me hubiese perseguido
constantemente el pensamiento de mi triste aventu-
ra. ¡Qué decía yo, sacar a un hombre de su patria
como el único que puede vengar la Grecia, y luego
abandonarle en esta isla desierta durante su sueño!
porque los Griegos se fueron mientras yo dormía.
Juzgad cual sería mi sorpresa, y cuantas lágrimas
derramaría, cuando al despertarme vi las naves sur-
car las olas. ¡Ah! buscando por todas partes en
aquella isla inculta y horrorosa, no hallé sino dolor.
En efecto allí no hay puerto, ni comercio, ni
hospitalidad, ni hombre que a ella arribe por su vo-
luntad. No se ven sino los desdichados a quienes
arrojan las tempestades, no pudiendo esperarse más
sociedad que la proporcionada por algún naufragio:
aun los que llegaban a aquel paraje, se negaban a
tomarme a bordo para volverme a mi patria, te-
miendo la cólera de los dioses y la de los Griegos.
Hace diez años que estaba padeciendo de vergüen-
za, de dolor y de hambre, con una herida que me
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devoraba, y hasta la esperanza se había extinguido
en mi corazón. De repente, volviendo de buscar
plantas medicinales para mi llaga, divisé en mi ca-
verna a un joven hermoso, agraciado, pero altivo, y
de una estatura de héroes. Parecióme que veía a
Aquiles, tan suyas eran las facciones, las miradas y el
paso; su edad sin embargo me hizo conocer que no
podía ser él. Noté en su rostro la compasión y el
embarazo juntos; le dio lastima ver con el trabajo y
lentitud que me iba arrastrando: los penetrantes y
dolorosos gritos que me arrancaba el dolor y repe-
tían los ecos de la playa, enternecieron su corazón.
O extranjero, le dije desde bastante lejos, ¿qué
desgracia te ha conducido a esta isla inhabitada? Re-
conozco el vestido griego, ese traje tan querido to-
davía de mí. ¡Oh! con qué impaciencia deseo
escuchar tu voz, y oír en tus labios la lengua que he
aprendido desde mi infancia, y que hace tanto tiem-
po que con nadie puedo hablar en esta soledad. No
te arredres al ver a un hombre tan desventurado;
debes tenerle compasión.
Apenas me dijo Neoptolemo, yo soy Griego, ex-
clamé: ¡Oh dulces palabras al cabo de tantos años
de silencio y de dolor desconsolado! ¡Oh hijo mío!
¿qué desgracia, qué tormenta, o más bien, qué
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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viento favorable te ha traído para poner término a
mis males? Soy de Esciro, respondió, vuelvo a mi
patria: dícenme hijo de Aquiles: todo lo sabes.
Tan breves palabras no dejaban satisfecha mi cu-
riosidad; díjele: O hijo de un padre que he amado
tanto, y con tanto cariño confiado para su crianza a
Licomedes, ¿cómo vienes aquí? ¿de dónde vienes?
Respondióme que volvía del sitio de Troya. Tú no
eras de la primera expedición, le dije yo. Y tú, me
repitió él, eras tú de ella ? Entonces le contesté: Tú
no sabes, bien lo veo, ni el nombre de Filoctetes ni
sus desgracias. ¡Ay! ¡Cuán desventurado soy! mis
perseguidores me insultan en mi infortunio: la Gre-
cia ignora como padezco, y eso aumenta mi dolor.
Los Atridas me han puesto en esta estado: ¡que los
dioses se lo paguen!
En seguida le conté de que modo me habían
abandonado los Griegos. Luego que oyó mis quejas,
me refirió las suyas. Después de la muerte de Aqui-
les, me dijo... Con ese principio no pude dejar de
interrumpirle, diciéndole ¡Qué! ¡Aquiles ha muerto!
Perdona, hijo mío, que turbe tu reacción con el
llanto que debo a tu padre. Neoptolemo me res-
pondió: Me consoláis interrumpiéndome: ¡cuán dul-
ce es para mí ver que Filoctetes llora a mi padre!
FENELÓN
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Neoptolemo, volviendo a tomar su discurso, me
dijo: Después de la muerte de Aquiles, fueron a
buscarme Ulises y Fénix, asegurando que sin mí no
podía destruirse la ciudad de Troya. Nada les costó
el llevarme, porque mi dolor por la muerte de
Aquiles, y el deseo de heredar su gloria en tan famo-
sa guerra, me servían de bastante estímulo para se-
guirlos. Llego a Sigea el ejército se agolpa alrededor
de mí; todos juran que vuelven a ver a Aquiles; pero
¡ay! Aquiles ya no existía. Parecióme en mi juventud
e inexperiencia que podía contar para todo con los
que mí daban tantas alabanzas. Empiezo pidiendo a
los Atridas las armas de mi padre: Tendrás lo demás
que le pertenecía fue su cruel respuesta; pero sus
armas están destinadas a Ulises.
Yo me trastorno, lloro, me enfurezco; más Ulises
me decía sin conmoverse: Joven, tú no has estado
con nosotros en los peligros de este largo asedio:
todavía no mereces tales armas, y ya hablas con so-
brada arrogancia: nunca las lograrás. Despojado por
Ulises injustamente, me vuelvo a Esciro, menos
indignado con él que con los Atridas. ¡Que a cual-
quiera que sea su enemigo, le sean propicios los dio-
ses! O Filoctetes, os lo he dicho todo.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
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Entonces pregunté a Neoptolemo como no se
había opuesto a tamaña injusticia Ayax Telamonio.
Ha muerto, me respondió. ¿Ha muerto? exclamé, ¡y
Ulises no muere! Al contrario, prospera en el ejér-
cito. En seguida le pregunté por Antíloco, hijo del
prudente Néstor, y por Patroclo tan amado de
Aquiles. Han muerto también, me dijo. Y yo volví a
exclamar: ¡Qué! ¡han muerto! ¡Ay de mí! ¿qué me
dices? ¿Con que la cruel guerra siega a los buenos y
deja a los malvados? ¿Ulises vive? ¿Sin duda tam-
bién vive Tersites? ¡He ahí la obra de los dioses, y
todavía los alabaremos!
Mientras yo estaba tan enfurecido contra vuestro
padre, Neoptolemo seguía engañándome. He aquí
las tristes palabras con que terminó: Voy a la isla de
Esciro a vivir contento en sus asperezas, lejos del
ejército griego, en donde la maldad prevalece en
perjuicio de los buenos. Adiós, me marcho; ¡qué los
dioses os curen!
Al punto, le dije: ¡O hijo mío! yo te ruego por los
manes de tu padre, por tu madre, por lo que tú más
ames en el mundo, que no me dejes solo en la situa-
ción dolorosa en que me ves. No ignoro cuan peno-
sa carga debo ser para ti, más sería una vergüenza
que me abandonaras: échame en la proa, en la popa,
FENELÓN
70
aunque sea en la sentina, en donde menos te inco-
mode. Sólo saben cuanto gloria cabe en ser bueno
los que tienen un corazón magnánimo. No me dejes
en un desierto en donde no hay ni vestigio de hom-
bres: llévame a tu patria o a Eubea, que no está lejos
del monte Oeta, de Traquino, y de las agradables
márgenes del río Esperquio: vuélveme a mi padre.
¡Ay! ¡temo que haya muerto! le he mandado a decir
que me enviara una nave: o ha muerto, o los que me
han prometido informarle de mi infortunio, no lo
han hecho. Ahora recurro a ti, hijo mío. Acuérdate
de la fragilidad de las cosas humanas. El que se halla
en la prosperidad debe temer abusar de ella como
debe socorrer a los desgraciados.
Así me hacía hablar a Neoptolemo el exceso del
dolor y él me ofreció llevarme. Entonces exclamé
de nuevo: ¡O fausto día! ¡O amable Neoptolemo,
digno de la gloria de su padre! compañero querido
de este viaje, permitidme que me despida de esta
triste morada. Ved donde he vivido; juzgad lo que
he padecido: ningún otro lo hubiera podido resistir;
pero la necesidad me había enseñado, y de ella
aprenden los hombres lo que jamás podrían saber
de otra manera. Los que nunca han padecido, nada
saben; no conocen lo bueno ni lo malo; no conocen
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
71
a los hombres, no se conocen a sí mismos. Después
de hablar así, tomé mi arco y mis flechas. Neopto-
lemo me suplicó que le permitiera besar unas armas
tan célebres, y consagradas por el invencible r-
cules. Yo le dije: Haz cuanto quieras; tú eres, hijo
mío, quien hoy me vuelves la luz, mi patria, mi pa-
dre agobiado por la vejez, mis amigos, y hasta mí
mismo tu puedes tocar estas armas, y gloríate de ser
el único entre los Griegos que haya merecido to-
carlas. Inmediatamente entra Neoptolemo en mi
gruta para admirarlas. En esto me asalta un dolor
cruel que me trastorna, no sé lo que hago; pido una
espada para cortarme el pie; exclamo a gritos. ¡o
muerte tan deseada! ¿porqué no vienes? ¡o joven!
quémame al punto, como yo he quemado al hijo del
gran Júpiter. ¡O tierra! ¡o tierra! recibe a un mori-
bundo que ya no puede levantarse. De aquel arre-
bato caía repentinamente, según mi costumbre, en
un letargo profundo, empezó a calmarme un sudor
copioso; de la herida corrió una sangre negra y co-
rrompida. Fácil hubiera sido a Neoptolemo quitar-
me las armas, durante mi sueño, y partir con ellas;
pero era hijo de Aquiles, y no había nacido para en-
gañar.
FENELÓN
72
Al despertarme conocí su turbación: suspiraba
como un hombre que no sabe fingir, y obra contra
su conciencia. ¿Me quieres sorprender? le dije; ¿qué
hay? Es menester, me respondió, que vengáis con-
migo al sitio de Troya. Yo, expliqué al punto: ¡Ah!
¿qué has dicho, hijo mío? Vuélveme ese arco, ¡estoy
vendido! no me arranques la vida. ¡Ay de mí! nada
me responde; me mira tranquilamente, nada le
conmueve. ¡o márgenes, o promontorios de esta
isla! ¡o fieras alimañas! ¡o rocas escarpadas! a voso-
tras me quejo, porque no quiero quejarme sino a
vosotras, que estáis acostumbradas a mis gemidos.
¿Y ha de ser el hijo de Aquiles quien me haga se-
mejante traición? me roba el arco sagrado de r-
cules; quiere arrastrarme al campo de los Griegos
para triunfar de mí: no advierte que es triunfar de
un cadáver, de una sombra, de una apariencia vana.
¡Oh! si me hubiera provocado cuando yo podía! y
aun ahora se vale de la sorpresa. ¿Qué he de hacer
yo? Vuelve, hijo mío, vuelve: obra como tu padre,
obra como quien eres. ¿Qué dices?... Tú no respon-
des. ¡O agreste roca! me vuelvo a ti, desnudo, mise-
rable, abandonado, sin alimento: aquí en esta
caverna moriré solo: no teniendo ya ni arco, para
defenderme de las fieras, las fieras me devoraran; no
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
73
importa. Pero, hijo mío, tú no pareces malvado,
ajena persuasión le arrastra; vuélveme mis armas, y
vete.
Neoptolemo con los ojos arrasados en lágrimas
decía en voz baja: ¡Pluguiera a los dioses que nunca
hubiese yo salido de Esciro! En esto exclamó: ¡Ah!
¿qué veo? ¿no es Ulises? Al momento oigo que me
responde: Sí, yo soy. Si el lóbrego reino de Plutón se
hubiera abierto, y yo hubiese visto el negro Tártaro
que los mismos dioses temen ver, no se hubiera
apoderado de mí, lo confieso, un horror más gran-
de. Yo volví a exclamar: ¡O tierra de Lemnos, invo-
co tu testimonio! ¡O sol! ¿tú lo ves y lo sufres?
Ulises me respondió sin inmutarse: Júpiter lo quiere,
y yo lo ejecuto. ¿Te atreves tú, le dije, a nombrar a
Júpiter? ¿Ves tú a ese mancebo que no ha nacido
para el fraude, y que padece al ejecutar lo que tú le
obligas a hacer ? No es nuestro ánimo engañaros,
me dijo Ulises, ni haceros mal; venimos a redimiros,
a curaros, a daros la gloria de destruir a Troya, y a
volveros a vuestra patria. Vos mismo sois, no Uli-
ses, el enemigo de Filoctetes.
Entonces dije a vuestro padre cuanto el furor me
podía, sugerir. Ya que me abandonaste, le dije, en
estas playas, ¿Porqué no me dejas en paz aquí? Ve a
FENELÓN
74
buscar la gloria de los combates y de todos los de-
leites; goza de tu felicidad con los Atridas: déjame
mi miseria y mi dolor. ¿A qué llevarme? Nada soy
ya, estoy ya muerto. ¿Por qué no crees todavía hoy,
como en otro tiempo lo creías, que yo no podré
partir, que mis gritos y la infección de mi herida tur-
barán los sacrificios? O Ulises, autor de mis males,
que los dioses te... más los dioses no me escuchan;
al contrario, excitan mi enemigo. ¡O tierra de mi
patria, que no volveré a ver!... O dioses, si aún que-
da entre vosotros alguno bastante justo para tener
piedad de mí, castigad, castigad a Ulises; entonces
me creeré curado.
Mientras yo hablaba así, vuestro padre me mira-
ba tranquilo con semblante de compasión, como
quien, lejos de enojarse, tolera y disculpa el trastor-
no de un infeliz que la fortuna ha exasperado. Pare-
cíame una roca encima de la cumbre de una
montaña, cuando se burla del furor de los vientos, y
dejándoles apurar su rabia permanece inmóvil. Así
vuestro padre aguardaba en silencio que se desfoga-
se mi cólera; porque sabía que es menester no com-
batir las pasiones de los hombres, para traerlos a la
razón, sino cuando se empiezan a debilitar ellas
mismas por cierta especie de lasitud. En seguida me
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
75
dijo estas palabras: O Filoctetes, ¿qué habéis hecho
de vuestro juicio y de vuestro ánimo? De aquí la
ocasión de aprovecharlos. Si os negáis a seguirnos
para cumplir con los altos designios que sobre vos
tiene Júpiter, a Dios: sois indigno de ser el liberta-
dor de la Grecia y el destructor de Troya. Quedaos
en Lemnos; estas armas, que yo me llevo, me darán
una gloria que os estaba destinada. Neoptolemo,
partamos; es inútil hablarle: por la compasión de un
hombre solo no hemos de sacrificar la salud de la
Grecia entera.
Sentíme entonces como una leona a quien aca-
ban de arrebatar los hijuelos, que aturde las selvas
con sus rugidos ¡O caverna, gritaba yo, nunca te
dejaré, vas a ser mi sepulcro! ¡Mansión de mi dolor!
¡Ya no más alimento, ya no más esperanza! ¿Quién
me dará una espada para atravesarme? ¡Oh! si a lo
menos me pudieran llevar las aves de rapiña!... ¡Ya
no las mataré con mis flechas! ¡O arco precioso,
consagrado por las manos del hijo de Júpiter! ¡O
amado Hércules, si aún conservas algún sentimien-
to! ¿cómo no te indignas? Ese arco no está ya en las
manos de tu amigo fiel; está en las manos impuras y
engañosas de Ulises. Aves de rapiña, fieras indoma-
bles, no huyáis de esta caverna; mis tiranos ya no
FENELÓN
76
tienen flechas. Miserable, no puedo haceros mal,
venid a devorarme, o mas bien ¡que el rayo del ine-
xorable Júpiter me confunda!
Vuestro padre, después de haber probado a per-
suadirme por todos los demás medios, pensó al ca-
bo que lo mejor era restituirme las armas: hizo señas
a Neoptolemo, que al punto me las volvió. Enton-
ces le dije: Digno hijo de Aquiles, bien muestras que
lo eres; pero déjame atravesar a mi enemigo. En
efecto quise disparar una flecha a vuestro padre;
más Neoptolemo me detuvo, diciéndome: La cólera
os ciega, y os quita el ver lo indigno de la acción que
queréis cometer.
En cuanto a Ulises, parecía que tan poco le mo-
vían mis flechas como mis injurias. Aquella intrepi-
dez, aquella paciencia me hicieron sensación.
Avergoncéme de haber querido servirme de mis
armas, en el primer ímpetu, para matar al que me las
había hecho volver; pero como no se había aplaca-
do aún mi resentimiento, estaba inconsolable por
tener que debérselas a un hombre que aborrecía
tanto.
Al mismo tiempo me decía Neoptolemo: sabed
que el adivino Heleno, hijo, de Príamo, habiendo
salido de la ciudad de Troya por mandado e inspira-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
77
ción de los dioses, nos ha revelado lo futuro. La
malhadada Troya caerá, ha dicho; mas no puede
caer hasta que haya sido embestida por el que posee
las flechas de Hércules. Ese hombre no se puede
curar sino cuando esté en frente de los muros de
Troya: los hijos de Esculapio le curarán.
En aquel instante sentí mi corazón dividido: me
inclinaban el candor de Neoptolemo, y la sencillez
con que me había vuelto mi arco; pero no podía
resolverme ni a vivir, si era menester que cediese a
Ulises: Y esa mala vergüenza me tenía suspenso.
¿Me habrán de ver, decía yo para mí, con Ulises y
con los Atridas? ¿Qué se pensara de mí? En esta
incertidumbre, oigo de repente una voz sobrehu-
mana, y veo a Hércules en una nube resplandecien-
te: estaba rodeado de rayos de gloria. Fácilmente
reconocí sus facciones algo rudas, su cuerpo ro-
busto y su ademán sencillo; pero su estatura y ma-
jestad eran mucho mayores de lo que me habían
parecido cuando domaba los monstruos. Díjome:
Tú oyes, tú ves a Hércules. He dejado el alto
Olimpo Para anunciarte la voluntad de Júpiter. Bien
sabes por medio de que trabajos he ganado la in-
mortalidad: es menester que vayas con el hijo de
Aquiles, para seguir mis huellas en el camino de la
FENELÓN
78
gloria. Tú sanarás, matarás con mis flechas a Paris,
autor de tantas calamidades. Después de la toma de
Troya, mandaras a Pean, tu padre, al monte Oeta
ricos despojos; esos despojos se pondrán sobre mi
tumba como monumento de la victoria debida a mis
flechas. ¡Y tú, o hijo de Aquiles! yo te declaro que
no puedes vencer sin Filoctetes, ni Filoctetes sin ti.
Id pues como dos leones que buscan juntos su pre-
sa. Yo enviaré a Esculapio a Troya para curar a Fi-
loctetes. Sobre todo o Griegos, amad y guardad la
religión: lo demás muere; ella jamás.
Oídas estas palabras, exclamé: ¡O día feliz, luz
apacible, tú te me apareces al fin después de tantos
años! Te obedezco, parto en cuanto salude estos
lugares. A Dios, caverna amada. A Dios, ninfas de
estas húmedas praderas; ya no oiré el sordo rumor
de las olas de esta mar. A Dios, playa en que tantas
veces he sufrido las injurias del aire. A Dios, riscos
en donde tantas veces repitió Eco mis gemidos. A
Dios, dulces fuentes que tan amargas me fuisteis, A
Dios, o tierra de Lemnos; déjame partir con felici-
dad, pues voy adonde llama la voluntad de los dio-
ses y de mis amigos.
Así partimos; llegamos al sitio de Troya. Macaon
y Poldaliro me curaron por la ciencia divina de su
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
79
padre Esculapio, o a lo menos me pusieron en el
estado en que me veis. Ya no sufro; he recobrado
mis fuerzas, pero cojeo un poco. Hice caer a Paris
como un tímido cervatillo que derriba el tiro del
cazador. Ilion queda reducida a cenizas: lo demás lo
sabéis. Sin embargo, todavía conservaba no sé qué
de aversión al prudente Ulises por el recuerdo de
mis males: su virtud no alcanzaba a mitigar aquel
resentimiento; más la vista de un hijo que se le pare-
ce, y al cual me es imposible dejar de amar, me en-
ternece el corazón hasta para el mismo padre.
FENELÓN
80
LIBRO XVI
Telémaco entra en altercados con Falante por unos prisio-
neros que se disputan: combate y vence a Hipias, que, despre-
ciando su juventud, toma a los prisioneros de su propia
autoridad para su hermano Falante; pero, quedando poco
satisfecho de su triunfo, se lamenta interiormente de su teme-
ridad, y desea reparar su falta. Al mismo tiempo Adrasto,
rey de los Danienses, informado de que los reyes confederados
no se ocupan mas que en allanar la desavenencia de Telémaco
e Hipias, va a sorprenderlos. Después de apoderarse de cien
bajeles del enemigo para transportar sus tropas al campo
contrario, le pone fuego, y embiste por el cuartel de Falante,
mata a su hermano Hipias, y a él le dejo cubierto de heridas.
Mientras Filoctetes había contado así sus aventu-
ras, Telémaco había permanecido como suspenso e
inmóvil. Sus ojos estaban clavados en el héroe que
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
81
hablaba. Todas las varias pasiones que habían agita-
do a Hércules, a Filoctetes, a Ulises, a Neoptolemo,
se habían ido pintando sucesivamente en el rostro
candoroso de Telémaco, al paso que se representa-
ban en aquella narración. A veces, sin poder conte-
nerse, interrumpía a Filoctetes con exclamaciones: a
veces parecía pensativo, como quien medita pro-
fundamente sobre las consecuencias de los nego-
cios. Cuando Filoctetes pintó la turbación de
Neoptolemo, que no sabía disimular, Telémaco pa-
recía sentir la misma turbación, y en aquel momento
se le habría tenido por Neoptolemo.
Entre tanto el ejército de los aliados marchaba en
buen orden contra Adrasto, rey de los Danienses,
que despreciaba a los dioses, y no trataba sino de
engañar a los hombres. Con muchas dificultades
encontró Telémaco para avenirse con tantos reyes
celosos entre sí. Necesitábase no inspirar descon-
fianza a alguno, y ganarse la voluntad de todos. Su
índole era buena y veraz, pero poco afectuosa: ape-
nas se cuidaba él de lo que podía complacer a los
demás: no era apegado a las riquezas, más no sabía
dar. Así, con un corazón noble e inclinado a lo bue-
no, no parecía obsequioso, ni sensible a la amistad,
ni liberal, ni agradecido, a los desvelos que por él se
FENELÓN
82
tomaban, ni atento para distinguir el mérito. Hacía
su gusto sin reflexión. Su madre Penélope le había
criado a despecho de Mentor con una altanería y un
orgullo que empañaban cuanto de más amable había
en él. Considerábase como de otra naturaleza que
los demás hombres, a quienes creía que los dioses
no habían puesto en el mundo sino para compla-
cerle, servirle, anticipar sus deseos, y consagrársele
enteramente como a una divinidad. La dicha de ser-
virle era en su juicio sobrada recompensa para los
que le servían. Jamás debía encontrarse cosa impo-
sible cuando se trataba de satisfacerle: la menor tar-
danza irritaba su carácter ardiente.
Los que por esos indicios hubieran juzgado de su
índole, le habrían tenido por incapaz de amar otra
cosa que a sí mismo por hombre a quien nada mo-
vía sino su gloria o su placer pero aquella indiferen-
cia con los demás, y tanto cuidado de sí propio, no
provenían mas que de la exaltación continua a que
le arrastraba la violencia de sus pasiones. Habíale
engreído su madre desde la cuna, y era un dechado
ejemplar de la desgracia de los que nacen en la
grandeza. Los reveses de la fortuna. que experi-
mentó desde la más temprana juventud, no habían
podido mitigar su impetuosidad y altanería. Aunque
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
83
destituido de todo, abandonado, expuesto a tantas
calamidades, nada abatía su orgullo. Alzábase éste
siempre, como se levanta sin cesar la palma flexible,
por más esfuerzos que se hagan para doblarla.
Mientras Telémaco estaba al lado de Mentor, de-
saparecían sus defectos, y aun de día en día se ami-
noraban. Semejante a un corcel fogoso que retoza
en las vastas dehesas, sin detenerse en riscos taja-
dos, precipicios, torrentes, y que no conoce más que
la voz y la mano de un hombre solo capaz de do-
marle, Telémaco, lleno de noble ardor, no podía
sujetarse sino a la vista d e Mentor. Pero también
una mirada de éste le paraba de repente en su mayor
impetuosidad; porque desde luego entendía lo que
tal mirada quería decir, y al punto volvía a llamar a
su corazón todos los sentimientos virtuosos. La sa-
biduría de Mentor restituía en un momento a su
rostro la dulzura y la serenidad. Neptuno, cuando
levanta el tridente, y amenaza a las olas revueltas, no
calma tan pronto las negras tempestades.
Cuando Telémaco se halló solo, todas sus pasio-
nes, contenidas como un torrente atajado por un
fuerte dique, volvieron a soltarse: fuele imposible
soportar la arrogancia de los Lacedemonios, y de
Falante, que estaba a su cabeza. Esta colonia, fun-
FENELÓN
84
dadora de Tarento, se componía de gente moza,
nacida durante el sitio de Troya y sin educación
alguna: la ilegitimidad de su nacimiento, la disolu-
ción de sus madres, la licencia con que se habían
criado, les daban no sé qué de bárbaro y feroz. Pa-
recían más bien una banda de forajidos que una
colonia griega.
Falante se había propuesto contradecir a Telé-
maco en todas ocasiones: en las asambleas le inte-
rrumpía a cada momento, menospreciando su
parecer como el de un joven experto: mofábase,
tratándole de débil y afeminado: hacía notar a los
caudillos del ejército sus más leves faltas, procuraba
sembrar por todas partes recelos, y hacer odios el
orgullo de Telémaco a todos los aliados.
Un día, habiendo hecho Telémaco varios prisio-
neros a los Danienses, Falante pretendió que los
cautivos le debían pertenecer, porque él era, decía,
quien al frente de sus Lacedemonios había derrota-
do aquella fuerza enemiga, y porque Telémaco ven-
cidos ya los Danienses y puestos en fuga, no había
tenido más trabajo que el de salvarles la vida y con-
ducirlos al campamento. Telémaco sostenía que al
contrario él había evitado que Falante fuera venci-
do, y que la victoria conseguida era suya. Ambos
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
85
fueron a defender su causa a la asamblea de los re-
yes confederados. Telémaco se arrebató de tal ma-
nera, que amenazó a Falante, y se hubieran
embestido allí mismo, si no los hubiesen contenido.
Falante tenía un hermano llamado Hipias, famo-
so en todo el ejército por su valor, fuerza y destreza.
Polux, decían los Tarentinos, no le era superior en
el combate del cesto: Castor no le hubiera ganado a
manejar un caballo: tenía la estatura y la fuerza de
Hércules. Todo el ejército le temía; porque aun era
más pendenciero y brutal que forzudo y denodado.
Hipias, habiendo visto la arrogancia con que Te-
lémaco había amenazado a su hermano, va precipi-
tadamente a tomar los prisioneros para llevárselos a
Tarento sin aguardar la decisión de la asamblea.
Telémaco, a quien lo advirtieron secretamente, salió
furioso. Del mismo modo que un jabalí lleno de
espuma busca al cazador que le ha herido, así se le
veía correr por el campo buscando con los ojos a su
enemigo, y blandiendo el dardo con que le quería
atravesar por fin le encuentra, y al verle se aumenta
su rabia. Aquel Telémaco no era el prudente man-
cebo adoctrinado por Minerva bajo la forma de
Mentor; era un frenético, un león enfurecido.
FENELÓN
86
Al instante grita a Hipias: Detente ¡o el más vil
de los hombres! detente; vamos a ver si te es fácil
arrebatarme los despojos que yo he ganado. No te
los llevaras a Tarento; ve, baja ahora mismo a las
tenebrosas márgenes de la Estigia. Dijo, y le arrojó
el dardo; pero se lo arrojó con tanta ira que no pudo
medir bien el tiro, y el dardo no tocó a Hipias. Saca
luego la espada, cuya guarnición era de oro, regalo
que, al partir de Itaca, le había hecho Laertes, como
prenda de cariño. Laertes se había servido de ella
con mucha gloria cuando era mozo, y estaba teñida
con la sangre de varios caudillos famosos de los
Epirotas en una guerra de que salió vencedor. Ape-
nas había desenvainado Telémaco esa espada, cuan-
do Hipias, que se propuso valerse de la ventaja de
su fuerza, se echó encima para quitársela de las ma-
nos al mancebo. La espada se rompe en las de am-
bos: se cogen, se agarran uno a otro. Allí luchan
como dos fieras implacables que procuran despeda-
zarse; les salía luego de los ojos; se embeben, se
alargan, se bajan, se empinan, se embisten, tienen
sed de sangre. Helos asidos, pies con pies, manos
con manos, esos los cuerpos enlazados parecen uno
solo. Pero Hipias siendo de edad más adelantada,
debía al parecer abrumar a Telémaco, que por su
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
87
juventud era menos membrudo. Ya Telémaco, sin
aliento, sentía que le flaqueaban las rodillas. Hipias,
viéndole vacilar, hacía mayores esfuerzos. El hijo de
Ulises iba a acabar, y hubiera sufrido la pena de su
temeridad y arrebatos, si Minerva, que desde lejos
velaba sobre él, y no le dejaba en tal extremidad de
peligro sino para instruirle, no hubiese inclinado la
victoria a su favor.
No salió la diosa del palacio de Salento, pero en-
vió a Iris que es la veloz mensajera de los dioses.
Ésta, volando con ligeras alas, corta los inmensos
espacios de los aires, dejando en pos de sí un largo
rastro de luz que pintaba una nube de mil varios
colores; no descansó hasta llegar a la orilla del mar
en donde estaba acampado el numeroso ejército de
los aliados: ve de lejos la contienda, el ardor y los
esfuerzos de los dos combatientes: se estremece a
vista del peligro en que está el joven Telémaco; y se
acerca, envuelta en una clara nube que había forma-
do de vapores sutiles. En el momento en que Hi-
pias, sintiendo toda su pujanza, se creyó vencedor,
cubrió Iris al joven alumno de Minerva con la égida
que la sabía diosa le había confiado Telémaco, a
quien se le habían apurado las fuerzas, empieza a
reanimarse. Al paso que se reanima él, Hipias se
FENELÓN
88
turba, sintiendo no sé qué de divino que le aturde y
que le confunde. Telémaco le acosa y cierra con él,
ya en una situación, ya en otra; le hace perder el
equilibrio, no le deja un momento para afirmarse;
en fin, le arroja al suelo y se le echa encima. Una
corpulenta encina del monte caída, cortada por el
hacha a fuerza de mil golpes que han resonado en
todo el bosque, no hace tan horroroso estruendo al
caer; la tierra gime; cuanto la rodea, vacila.
Telémaco había recobrado con la fuerza la pru-
dencia. Apenas cayó Hipias, comprendió el hijo de
Ulises la falta que había cometido en luchar así con
el hermano de uno de los reyes que había ido a so-
correr: revolvió en su memoria lleno de confusión
los sabios consejos de Mentor, diole vergüenza de
su victoria, y conoció que merecía el haber quedado
vencido. Entre tanto Falante, arrebatado de furor,
acudía a favorecer a su hermano: hubiera pasado
con el dardo que llevaba a Telémaco, si no hubiese
temido pasar también a Hipias, que estaba en el
suelo debajo de Telémaco. Fácil habría sido al hijo
de Ulises quitar la vida a su enemigo; pero se le ha-
bía aplacado el enojo, y no pensaba sino en reparar
su falta mostrando moderación. Levantóse dicien-
do: Hipias, me basta haberos enseñado a no menos-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
89
preciar mi juventud; vivid: yo admiro vuestra fuerza
y vuestro denuedo. Los dioses me han protegido,
someteos a su poder: no pensemos más que en pe-
lear juntos contra los Danienses.
Mientras Telémaco hablaba así, se levantaba Hi-
pias cubierto de polvo y sangre, corrido y furioso.
Falante no se atrevía a quitarle la vida a quien aca-
baba de dársela tan generosamente a su hermano;
estaba suspenso y fuera de sí. Todos los reyes alia-
dos acuden, y se llevan a un lado a Telémaco, y a
otro a Falante y a Hipias, que, habiendo perdido su
altivez, no osa levantar los ojos. El ejército entero se
asombraba cada vez más de que Telémaco en tan
tierna edad, en que los hombres no han adquirido
aun toda su fuerza, hubiese podido derribar a Hi-
pias, que parecía por su fuerza y su estatura uno de
aquellos gigantes, hijos de la tierra, que en otro
tiempo intentaron arrojar del Olimpo a los inmor-
tales.
Pero el hijo de Ulises estaba muy distante de ale-
grarse de tal victoria. Mientras los demás no se can-
saban de admirarle, retirado él en su tienda se
ruborizaba de su falta, y no pudiendo sufrirse a sí
mismo, se lamentaba de su precipitación. Conocía
cuan injusto y desacordado era en sus arrebatos en-
FENELÓN
90
contraba algo de vano, débil y bajo en desmedida
altanería. Pensaba que la verdadera grandeza con-
siste en la moderación, la justicia, la modestia y la
humanidad; lo veía pero, después de tantas recaídas,
desconfiaba de poderse enmendar; así estaba lu-
chando consigo mismo, y se le oía rugir como un
león furioso.
Permaneció dos días encerrado solo en su tienda,
sin poder resolverse a buscar sociedad alguna, y
castigándose a sí propio. ¡Ay de mí! decía, ¿me atre-
veré a volver a la presencia de Mentor? ¿Soy yo hijo
de Ulises, del más sabio y sufrido de los hombres? ¿
He venido a traer la discordia y el desorden al ejér-
cito de los aliados? ¿Es su sangre, o la de los Da-
nienses sus enemigos, la que yo debo derramar? He
sido un temerario; ni aun he sabido lanzar mi dardo,
me he expuesto con fuerzas desiguales a la superio-
ridad de Hipias, de quien debía esperar la muerte
con la afrenta de ser vencido. ¿Y qué mal hubiera?
Ya no sería yo, ya no sería el temerario Telémaco, el
joven insensato que con nada se entienda al acabar
con la vida, habría acabado con mi vergüenza. ¡Ah!
¡si a lo menos tuviera esperanzas de no volver a ha-
cer lo que me aflige tanto haber hecho! ¡qué felici-
dad! ¡qué felicidad! Pero quizás antes que pase el
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
91
día, incurriré y haré por incurrir en las mismas faltas
de que ahora tengo tanta vergüenza y horror. ¡O
funesta victoria! ¡O alabanzas que no puedo sufrir,
verdaderas y crueles reconvenciones a mi locura!
En aquella soledad y desconsuelo, fueron a verle
Néstor y Filoctetes. Néstor quiso hacerle, conocer
su desmán; pero viéndole al entrar tan afligido, el
prudente anciano cambió sus graves amonestacio-
nes en palabras de cariño para templar su desespe-
ración. Los príncipes aliados estaban detenidos por
aquella desavenencia, y no podían marchar contra
los enemigos sino después de reconciliar a Teléma-
co con Falante, con Hipias. A cada instante se temía
que las tropas de Tarento acometieran a los cien
jóvenes Cretenses que habían ido con Telémaco a
aquella guerra: todo andaba revuelto por culpa de
Telémaco solo; y Telémaco, que se reconocía autor
de tantos males presentes y peligros futuros como
veía, se abandonaba a un amargo dolor. Todos los
príncipes se hallaban en el mayor aprieto: No se
atrevían a mover el ejército, temiendo que en la
marcha los Cretenses de Telémaco los Tarentinos
de Falante trabaran la contienda. Costaba mucho
tenerlos dentro del campo, donde se les guardaba
con grande vigilancia. Néstor y Filoctetes iban y
FENELÓN
92
venían continuamente de la tienda de Telémaco a la
del implacable Falante, que no respiraba más que
venganza. La dulce elocuencia de Néstor, y la auto-
ridad de Filoctetes no podían ablandar aquel cora-
zón feroz, que los rabiosos discursos de su hermano
Hipias irritaban cada vez más y más. Telémaco era
mucho más dócil; pero estaba tan abatido, que nada
lo podía consolar.
Mientras los príncipes estaban agitados de aquel
modo, todas las tropas se hallaban consternadas:
parecía el campo una casa desconsolada que acaba
de perder al padre de la familia, apoyo de todos los
parientes y dulce esperanza de sus tiernos hijos.
En tal desorden y consternación, se oye de re-
pente un estruendo horrible de carros, armas, relin-
chos de caballos, gritos de hombres, vencedores
unos y animados a la matanza, fugitivos otros, o
moribundos, o heridos. Un torbellino de polvo
forma una densa nube que cubre el cielo y envuelve
todo el campamento. No tarda en juntarse con el
polvo un humo espeso que embarga el aire y quita
la respiración. Oíase un rumor sordo semejante al
de las llamaradas que el monte Etna vomita de sus
entrañas abrasadas, cuando Vulcano con los cíclo-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
93
pes forja rayos para el padre de los dioses. El es-
panto se apodera de los ánimos.
El vigilante e infatigable Adrasto había sorpren-
dido a los aliados, habiéndoles ocultado su marcha y
sabiendo la de ellos. Con increíble rapidez había
dado la vuelta a una montaña casi inaccesible, de la
cual tenían tomados los más de los pasos los alia-
dos, que dueños de aquellos desfiladeros, se creían
seguros, y aún pretendían poder caer por allí sobre
el enemigo detrás de la montaña, luego que llegaran
las tropas que aguardaban. Adrasto, que para saber
los secretos de sus enemigos derramaba el dinero a
manos llenas, había sabido su resolución; porque
Néstor y Filoctetes, capitanes por otra parte tan sa-
bios y experimentados, no eran bastante secretos en
sus empresas. Néstor, en la decadencia de su vejez,
se complacía demasiado en contar lo que podía
granjearle alguna alabanza. Filoctetes hablaba me-
nos de suyo; pero era pronto, y por poco que se
estimulara su vivacidad, se le hacía decir lo que él se
había propuesto callar. Las personas astutas habían
encontrado la llave de su corazón para sacarle los
secretos, más importantes. Bastaba irritarle: enton-
ces rompía en amenazas impetuoso y fuera de sí, y
se jactaba de tener medios seguros de llevar a cabo
FENELÓN
94
lo que deseaba. Por poco que se dudara de esos
medios se apresuraba a explicarlos inconsiderada-
mente; y el secreto más íntimo se le escapaba de lo
profundo del corazón. El alma de aquel gran capi-
tán no podía guardar cosa alguna, pareciéndose a un
vaso precioso, pero rajado, de donde se salen todos
los licores más deliciosos.
Los traidores, sobornados por Adrasto, no per-
dían la ocasión que les proporcionaba la flaqueza
de ambos reyes. Lisonjeaban sin cesar a Néstor con
vanas alabanzas, le recordaban sus victorias anti-
guas, admiraban su previsión, y nunca se cansaban
de aplaudirle. Por otra parte le tendían al carácter
impaciente de Filoctetes continuos lazos, no ha-
blándole mas que de dificultades, contratiempos,
peligros y faltas irremediables. Al momento su natu-
ral pronto se inflamaba, abandonábale la prudencia,
y ya no era el mismo hombre.
Telémaco, a pesar de los defectos que hemos
visto, era más prudente para guardar un secreto: se
había acostumbrado a él por sus desgracias, y por la
necesidad en que había estado desde la infancia de
ocultarse a los amantes de Penélope. Sabía callar un
secreto sin decir mentira, no teniendo ni aun ese
aire reservado y misterioso que suelen tener las per-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
95
sonas secretas y no apareciendo como abrumado
por el peso del secreto que debía guardar; siempre
se veía libre, natural, abierto como quien lleva el
corazón en los labios. Más diciendo cuanto se podía
decir sin riesgo, sabía contenerse a punto y sin
afectación en lo que podía dar que sospechar y ha-
cer presumir su secreto: así era su corazón impene-
trable e inaccesible. Hasta sus mayores amigos no
sabían mas que lo que él creía útil descubrirles para
aprovecharse de sus buenos consejos, y no había
más que Mentor con quien no tuviera reserva algu-
na. A los demás, se confiaba, pero en diversos gra-
dos, y a proporción de las pruebas que le habían
dado de amistad y de sabiduría.
Telémaco había notado con frecuencia que las
resoluciones del consejo se divulgaban demasiado
por el campo, y lo había advertido a Néstor y Fi-
loctetes. Pero estos dos hombres tan experimenta-
dos habían oído con menos atención que la que
merecía un aviso tan saludable: la vejez es indócil, la
costumbre la tiene como encadenada; no hay reme-
dio contra sus vicios. A cierta edad los hombres se-
mejantes a los árboles cuyo tronco rudo y nudoso
se ha endurecido con los años y no se puede ende-
rezar, se hacen inflexibles y casi no aciertan a le-
FENELÓN
96
vantarse, doblados como están por el peso de cier-
tos hábitos que han envejecido con ellos, y han pe-
netrado hasta la médula de sus huesos. Muchas
veces los conocen, pero demasiado tarde, y se due-
len en vano: la tierna juventud es la única edad en
que el hombre tiene sobre su cabal poderío para
enmendarse.
Había en el ejército un Dólope, llamado Eurima-
co, adulador entrometido que sabía acomodarse al
gusto e inclinaciones de los príncipes, fecundo y
diestro en hallar nuevos medios de agradarles. A
creer en sus palabras, jamás era difícil cosa alguna.
Si se le pedía parecer, siempre daba el más agrada-
ble. Era chistoso, burlón con los débiles, con-
descendiente con los que temía, hábil para sazonar
un elogio delicado que pudieran aceptar los hom-
bres más modestos. Grave con los graves, festivo
con los de humor alegre, nada le costaba tomar
cualquiera forma. Los hombres sinceros y virtuosos,
que siempre están lo mismo, y que se sujetan a las
reglas de la virtud, jamás gustaran tanto a los prínci-
pes como los que halagan sus pasiones dominantes.
Eurimaco sabía el arte de la guerra; tenía capacidad
para desempeñar cargos de gobierno; era un aventu-
rero que se había agregado a Néstor, y le había ga-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
97
nado la confianza; así le sacaba a Néstor, algo vani-
doso y aficionado al elogios, cuanto le convenía sa-
ber.
Aunque Filoctetes no se franqueaba con él, la
cólera y la impaciencia producían en su carácter el
mismo efecto que la confianza en el de Néstor. No
tenía Eurimaco mas que contradecirle; con irritarle,
todo lo descubría. Este hombre había recibido
grandes sumas de Adrasto, para que le informase de
todos los designios de los aliados. El rey de los Da-
nienses había enviado al campo de los aliados cierto
número de desertores, que debían irse escapando
uno después de otro y volver al suyo. Cada vez que
Eurimaco tenía alguna importante noticia que co-
municar a Adrasto, despachaba a uno de aquellos
tránsfugas. El engaño no se podía descubrir fácil-
mente, porque estos desertores no llevaban cartas.
Aunque los cogieran, no les encontraban nada que
pudiese infundir sospechas contra Eurimaco.
De ese modo desbarataba Adrasto los planes de
los aliados. Apenas se tomaba una resolución en el
consejo, cuando los Danienses hacían precisamente
lo necesario para frustrarla. Telémaco averiguaba
con celo infatigable la causa, y excitaba a la descon-
FENELÓN
98
fianza a Néstor y Filoctetes; pero su empeño era
inútil; estaban ciegos.
Se había resuelto en el consejo aguardar las nu-
merosas tropas que estaban para llegar, y durante la
noche se habían avanzado secretamente cien naves
para conducir más pronto dichas tropas desde el
punto de la rudísima costa adonde debían arribar, al
paraje en que el ejército estaba acampado. Contába-
se entre tanto con la seguridad más completa, por-
que se tenían tomadas con tropas las gargantas de la
montaña vecina, que es una costa casi inaccesible
del Apenino. El ejército estaba acampado a las ori-
llas del río Galeso, bastante cerca de la mar. Aquella
deliciosa vega es abundante en pastos y en cuantos
frutos se necesitan para la subsistencia de un ejér-
cito. Adrasto estaba a las espaldas de la montaña, y
se calculaba que le era imposible pasar; pero como
supo que los aliados eran todavía débiles, que les iba
un grande refuerzo, que las naves esperaban las tro-
pas que debían llegar, y que el ejército se había di-
vidido por la disputa de Telémaco con Falante, se
apresuró a dar una larga vuelta. Anduvo día y noche
con la mayor velocidad para ganar la orilla de la
mar, y pasó por los caminos que se habían tenido
siempre por intransitables. Así el arrojo y el trabajo
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
99
obstinado superan los mayores obstáculos; así para
los que saben osar y sufrir, apenas hay cosa imposi-
ble; así los que se duermen, porque toman lo difícil
por imposible, merecen ser sorprendidos y acosa-
dos.
Adrasto sorprendió al amanecer las cien naves de
los aliados. Como estaban mal guardadas, y sin re-
celo de peligro, se apoderó de ellas sin resistencia,
empleándolas en transportar sus tropas con increí-
ble celeridad a la embocadura del Galeso, cuyas ori-
llas subió prontísimamente. Los que estaban en los
puestos avanzados alrededor del campamento por la
parte del río, creyeron que aquellas naves les traían
las tropas que se aguardaban, y lanzaron al principio
gritos de júbilo. Adrasto y sus soldados desembarca-
ron antes que los reconocieran, cayeron sobre los
aliados, que no tenían la menor desconfianza, y los
encontraron en un campo abierto, sin orden, sin
jefe, sin armas.
La primera embestida dada al campamento, fue
por la parte que ocupaban los Tarentinos mandados
por Falante. Entraron los Danienses con tanta pu-
janza, que, sorprendida la juventud lacedemonia, no
pudo resistir. Mientras buscaban sus armas, y se
atropellaban unos a otros en aquella confusión,
FENELÓN
100
Adrasto hizo poner fuego a las tiendas. Al instante
sube la llama de los pabellones y llega a las nubes: el
ruido del incendio es como el de un torrente que
inunda toda la llanura, y que arrebata con su ímpetu
las grandes encinas arrancadas de raíz, las mieses, las
granjas, los establos y los ganados. El viento empuja
violentamente la llama de tienda en tienda, y no tar-
da en parecer todo el campo un bosque secular que
una centella ha abrasado.
Falante, que antes que los demás ve el peligro, no
puede contener el estrago. Conoce que todos los
suyos van a perecer en el incendio, si no se dan
prisa a dejar el campo; pero también conoce cuan
de temer es en frente de un enemigo victorioso el
desorden de semejante retirada, y hace salir al en-
cuentro su juventud lacedemonia aún medio desar-
mada. Mas Adrasto no le deja respirar: por una
parte una fuerza de arqueros diestros hiere con in-
numerables flechas a los soldados de Falante; por
otra los honderos arrojan una recia granizada de
piedras. Adrasto mismo con la espada en la mano,
marchando a la cabeza de los escogidos entre sus
más intrépidos Danienses, persigue, al resplandor
del incendio, las tropas que huyen, Derriba con el
cortante acero lo que se libertado del fuego; nada en
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
101
sangre; no puede aplacar su sed de matanza: los
leones y los tigres no igualan su furia cuando despe-
dazan los pastores y sus ganados. Las tropas de Fa-
lante sucumben, y el valor las abandona: la pálida
muerte, guiada por una furia infernal con la cabeza
erizada de serpientes, hiela en sus venas la sangre;
sus miembros entumecidos se quedan yertos, y las
rodillas les flaquean, quitándoles hasta la esperanza
de la fuga.
Falante, a quien la vergüenza y la desesperación
dan todavía alguna fuerza y vigor, alza las manos y
los ojos al cielo; ve caer a sus pies a su hermano Hi-
pias, que cede a los golpes de la mano fulminante de
Adrasto. Hipias, tendido en el suelo, se revuelca;
una sangre negra e hirviendo sale como un río de la
profunda herida que le atraviesa el costado; sus ojos
se oscurecen, su alma furiosa huye con toda su san-
gre. El mismo Falante, bañado con la sangre de su
hermano y sin poderle favorecer, se ve envuelto por
una nube de enemigos que se empeñan en derri-
barle; mil golpes le han atravesado el escudo, tiene
el cuerpo cubierto de heridas, no puede rehacer sus
tropas fugitivas: los dioses le ven, y no se apiadan de
él.
FENELÓN
102
LIBRO XVII
Telémaco, habiéndose revestido de sus armas divinas, acu-
de al socorro de Falante, derriba a Íficles, hijo de Adrasto,
rechaza al enemigo victorioso, y hubiera alcanzado una victo-
ria completa, si no hubiese sobrevenido una tempestad que
puso fin al combate. En seguida manda Telémaco recoger los
heridos, cuida de ellos y principalmente de Falante. Preside a
las exequias de Hipias, su hermano y le presenta sus cenizas
recogidas por él mismo en una urna de oro.
Júpiter en medio de todas las divinidades celestes
miraba desde la cumbre del Olimpo la mortandad
de los aliados. Al mismo tiempo consultaba los in-
mutables destinos y veía todos los caudillos cuyas
vidas debía cortar aquel día la tijera de la parca. Es-
taba clavada en su rostro la vista atenta de cada uno
de los dioses para descubrir cual sería su voluntad.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
103
Pero el padre de los dioses y los hombres les dijo
con voz dulce y majestuosa: Veis el extremo a que
están reducidos los aliados; veis a Adrasto, que
arrolla a todos sus enemigos, pues ese espectáculo
es muy engañoso la gloria y prosperidad de los mal-
vados duran poco; el impío y fementido Adrasto no
logrará completar su victoria. Este revés no sucede
a los aliados sino para enseñarlos a corregirse y a
guardar mejor el secreto de sus empresas. La sabia
Minerva tiene dispuesta en eso una nueva gloria pa-
ra el joven Telémaco, en quien cifra sus delicias.
Aquí Júpiter cesó de hablar. Todos los dioses conti-
nuaban silenciosos mirando el combate.
En tanto llegó a Néstor y Filoctetes la noticia de
que una parte del campamento estaba ya quemada;
que la llama, impelida del viento, iba cundiendo; que
sus tropas se hallaban desordenadas, y que Falante
no podía resistir por más tiempo a los esfuerzos del
enemigo. Apenas hieren sus oídos esas funestas pa-
labras, corren ambos a las armas, juntan los capita-
nes, y mandan que a toda prisa salga la gente del
campamento para preservarla del incendio.
Telémaco, que estaba sumido en el abatimiento y
el desconsuelo, se olvida de su dolor: toma las ar-
mas, don precioso de la sabia Minerva, que apare-
FENELÓN
104
ciéndosele con la figura de Mentor, aparentó que las
había recibido de un excelente artífice de Salento, si
bien las había hecho fabricar a Vulcano en las hu-
meantes cavernas del Etna.
Eran tersas como un espejo, y brillantes como
los rayos del sol. Veíase en ellas a Neptuno y Palas
disputándose la gloria de cual pondría su nombre a
una ciudad naciente. Neptuno daba en la tierra con
su cetro, y se veía salir de ella un caballo impetuoso;
saltábale fuego de los ojos, y la boca le arrojaba es-
puma; las crines flotaban a la merced del viento; las
piernas flexibles y nerviosas se recogían con vigor y
ligereza. No andaba, saltaba a fuerza de ijares, y con
tanta velocidad que no dejaba señales de su huella:
se creía oírle relinchar.
En otro lado estaba Minerva dando a los habi-
tantes de su nueva ciudad la oliva, fruto del árbol
que había plantado: la rama de que el fruto pendía
representaba la dulce paz con la abundancia, prefe-
rible a los trastornos de la guerra, cuya imagen era el
caballo. La diosa quedaba triunfante con sus simples
y provechosos dones, y la soberbia Atenas recibía su
nombre.
También se veía a Minerva juntando alrededor
de sí todas las bellas artes, representadas por tiernos
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
105
niños con alas: refugiábanse estos en torno de ella,
asustados de los furores bárbaros de Marte que to-
do lo destruye, como los corderillos baladores se
refugian alrededor de su madre al ver al lobo ham-
briento, que con la boca abierta y encendida, se
abalanza a ellos para devorarlos. Minerva con rostro
airado y desdeñoso confundía por la superioridad
de sus obras la loca temeridad de Aracne, que se
había atrevido a disputarle la perfección en el tejido
de los tapices. Se veía a esa desdichada, cuyos
miembros extenuados se iban desfigurando y trans-
formándola en araña.
Allí cerca volvía a representarse a Minerva cuan-
do, en la guerra de los gigantes, servía al mismo Jú-
piter de consejera, y sostenía a los demás dioses
admirados. También estaba como en las orillas del
Xanto y del Simois, con lanza y égida, llevando de la
mano a Ulises, reanimando a las tropas fugitivas de
los Griegos, sosteniendo los esfuerzos de los más
valientes caudillos troyanos y hasta del temible
Héctor, y por último introduciendo a Ulises en la
máquina fatal que debía en una sola noche derribar
el imperio de Príamo.
Por otra parte, representaba el escudo a Ceres en
las fértiles campiñas de Ena situadas en el centro de
FENELÓN
106
Sicilia. Estaba en actitud de reunir los pueblos dis-
persos que buscaban la subsistencia cazando, o re-
cogiendo las frutas silvestres que se caían de los
árboles. Enseñábales a aquellos hombres groseros el
arte de ablandar la tierra y sacar de su fecundo seno
el alimento. Presentábales un arado, al cual hacía
uncir bueyes. Se veía la tierra abriéndose en surcos
por la reja del arado; luego se distinguían las doradas
mieses que cubrían aquellos fértiles campos: el se-
gador cortaba con la hoz los dulces frutos de la tie-
rra, y recogía la recompensa de todas sus faenas. El
hierro, destinado en otras partes a destruirlo todo,
allí parecía que no se empleaba sino para facilitar la
abundancia y reunir todos los placeres.
Las ninfas, coronadas de flores, bailaban unas
con otras en la pradera de la margen de un río junto
a una espesura: Pan tocaba la flauta, y los faunos y
sátiros traviesos saltaban en una esquina. Allí apare-
cía Baco también, coronado de hiedra y apoyado
con una mano en su tirso, teniendo en la otra una
vid cubierta de pámpanos y racimos de uvas: belleza
afeminada con no sé qué de noble, apasionado y
lánguido. Estaba representado como cuando en-
contró a la infeliz Ariadna sola, abandonada y llena
de congoja en una playa desconocida.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
107
Por último, en donde quiera se veía un numeroso
pueblo, ancianos que llevaban a los templos las
primicias de sus frutos, jóvenes que volvían a sus
esposas, cansados de trabajo del día, y a cuyo en-
cuentro salían las mujeres con sus hijos pequeños
que llevaban de la mano haciéndoles caricias. Veían-
se también pastores que parecía que cantaban, bai-
lando algunos al son del caramillo. Todo
representaba la paz, la abundancia y las delicias: to-
do parecía risueño y venturoso. Hasta se veía en los
prados retozar los lobos en medio de los carneros,
el león y el tigre, depuesta su ferocidad, pastaban
con los recentales: un zagal muy joven los guiaba
juntos y obedientes a su cayado, recordando aquella
amable pintura todos los encantos de la edad de
oro. Telémaco, revestido ya de sus armas divinas,
por tomar el escudo suyo, tomó la égida terrible que
Minerva le había mandado, por medio de Iris,
pronta mensajera de los dioses. Sin que él lo notase,
Iris le había quitado su escudo, y le había dado en su
lugar aquella égida formidable aun para los dioses
mismos. En tal estado, sale del campamento para
evitar el incendio; llama a su lado con voz fuerte a
todos los caudillos del ejército, y su voz basta para
reanimar a todos los aliados aturdidos. Los ojos del
FENELÓN
108
joven guerrero centellean con un fuego divino. Se
muestra siempre afable, siempre desembarazado y
sereno, siempre atento a dar órdenes, como lo po-
dría hacer un prudente anciano ocupado en arreglar
su familia e instruir a sus hijos. Pero ejecuta con
prontitud y celeridad; semejante a un río impetuoso,
que no solamente hace rodar con precipitación sus
espumosas ondas, sino que también arrastra en su
corriente las naves más pesadas que le cargan.
Filoctetes, Néstor, los caudillos de los Manduria-
nos y los de las otras naciones reconocen en el hijo
de Ulises cierta autoridad, a la cual es menester que
todo se someta: fáltales la experiencia de los ancia-
nos, todos los jefes han urdido el consejo y la sabi-
duría; hasta la envidia, tan natural en el hombre, se
apaga en el corazón; todos callan; todos admiran a
Telémaco; todos se disponen a obedecerle, sin pen-
sarlo, y como si lo hubieran tenido por costumbre.
Adelántase él, y sube a una colina, desde donde ob-
serva el orden de los enemigos: al momento juzga
que se necesita sorprenderlos de repente en el de-
sorden en que se hallan por quemar el campamento
de los aliados. Apresúrase a dar la vuelta, seguido de
todos los capitanes más experimentados. Acomete a
los Danienses por la espalda, cuando ellos creían al
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
109
ejército de los aliados envuelto por las llamas del
incendio. Esta sorpresa los desconcierta; caen al
ímpetu del brazo de Telémaco, como las hojas en
los últimos días del otoño caen de las selvas, cuando
un fiero aquilón que trae al invierno, hace gemir el
tronco de los árboles seculares y agita sus ramas. La
tierra esta cubierta de los hombres que Telémaco
derriba. Su dardo le pasa el corazón a Íficles, que
era el menor de los hijos de Adrasto, y que se había
atrevido a presentarle el combate para salvar la vida
de su padre, a quien por poco no sorprende Telé-
maco. El hijo de Ulises e Íficles eran ambos hermo-
sos, esforzados, diestros, valientes, de igual estatura,
de igual agrado, de igual edad ambos, y ambos que-
ridos de sus padres; poro Íficles era como una flor
que se abre en el campo y debe ser cortada por la
hoz del segador. En seguida Telémaco derriba a Eu-
forion, el más famoso de los Lidios que pasaron a
Etruria. Por último, su espada hiere a Cleomenes,
recién casado, que había prometido a su esposa lle-
varle los ricos despojos de los enemigos, pero que
no debía volver a verla.
Adrasto se estremeció de rabia al ver a su hijo
muerto, y a otros muchos capitanes, y que la victo-
ria se le escapaba de las manos. Falante, casi abatido
FENELÓN
110
a sus pies, parece una víctima medio degollada que
se sustrae al cuchillo sagrado y huye lejos del altar.
Faltábale un momento a Adrasto para dar fin a La-
cedemonio. Falante, anegado en la sangre suya y de
sus soldados que peleaban por él, oye los gritos de
Telémaco que viene a su socorro. Vuélvele la vida
en ese instante; la nube que ya velaba sus ojos se
disipa. Los Danienses, a tan imprevista arremetida,
dejan a Falante para acudir a enemigo más peligro-
so. Adrasto esta como un tigre a quien los pastores
reunidos arrebatan la presa que iba a devorar. Telé-
maco le busca en la refriega resuelto a acabar de una
vez la guerra, librando a los aliados de su más im-
placable enemigo. Pero Júpiter no quería dar al hijo
de Ulises una victoria tan pronta ni tan fácil: Miner-
va misma quería que pasara por trabajos más largos,
para que aprendiese mejor a gobernar a los hom-
bres. El impío Adrasto, fue conservado por el padre
de los dioses, a fin de que Telémaco tuviera tiempo
para adquirir más gloria y más virtud. Salvó a los
Danienses una densa nube que Júpiter formó en los
aires; un espantoso trueno declaró la voluntad de
los dioses: se hubiera creído que las eternas bóvedas
del alto Olimpo iban a desplomarse sobre los débi-
les mortales: del uno al otro polo cruzaban los re-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
111
lámpagos desgarrando la nube; y apenas deslumbra-
ban los ojos con sus penetrantes destellos, se caía en
las horribles tinieblas de la noche. La copiosa lluvia
que cayó al mismo tiempo sirvió también a separar
a los dos ejércitos.
Adrasto se aprovechó del socorro de los dioses,
sin que le moviera su padre, y por semejante ingra-
titud mereció que le reservaran venganza más cruel.
Diose prisa a pasar sus tropas por entre el campa-
mento medio quemado y un pantano que se exten-
día hasta el río tanta fue la pericia y celeridad con
que lo ejecutó, que su retirada manifestó cuanta ca-
pacidad y presencia de ánimo tenía. Los aliados,
animados por Telémaco, querían darle alcance; pero
se les escapó a favor de aquella tormenta, como un
pajarillo con ligeras alas se escapa de las redes del
cazador.
No pensaron ya los aliados sino en volver al
campamento y reparar su pérdida. Al entrar en él se
ofreció a sus ojos el espectáculo más lamentable que
tiene la guerra: los enfermos y los heridos, faltos de
fuerzas para salir de las tiendas, no habían podido
defenderse del fuego, y estaban a medio quemar,
dando al cielo con voz lastimera y moribunda gritos
dolorosos. El corazón se le partía a Telémaco, que
FENELÓN
112
no pudo contener las lágrimas: muchas veces apartó
la vista penetrado de horror y de compasión: érale
imposible ver sin estremecerse aquellos cuerpos vi-
vos y condenados a una muerte lenta y cruel: pare-
cían como la carne de las víctimas quemadas en las
aras, y cuyo olor se esparce por todos lados.
¡Ah! exclamaba Telémaco, ¡he ahí los males que
la guerra trae consigo! ¡Qué ciego furor arrastra a
los míseros mortales! Teniendo tan pocos días que
vivir sobre la tierra, y esos pocos siendo tan desdi-
chados, ¿a qué precipitar una muerte ya tan cercana?
¿a qué añadir tantas aflicciones horrorosas a la
amargura de que los dioses han llenado esta vida tan
corta? Los hombres son hermanos, y se despedazan
unos a otros; menos crueles son las fieras. Los leo-
nes no hacen la guerra a los leones, ni los tigres a los
tigres; esos animales no acometen sino a los de es-
pecies diferentes: sólo el hombre, a pesar de su ra-
zón, hace lo que no hicieron jamás los animales
privados de ella. Además ¿por qué semejantes gue-
rras? ¿No hay en el universo tierras sobradas para
dar a todos los hombres las que pueden cultivar?
¿Cuantas tierras no hay desiertas? Al género huma-
no le sería imposible poblarlas todas. ¡Con que una
gloria falsa, un vano título de conquistador que le
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
113
plugo a un príncipe adquirir, han de bastar para en-
cender la guerra en inmensos países! Así un hombre
solo, venido al mundo por la ira de los dioses, sacri-
fica tantos otros a su vanidad. ¡Es menester que to-
do perezca, que todo se anegue en sangre, que todo
sea pasto de las llamas, que lo que se salve del hierro
y del fuego no se pueda salvar del hombre todavía
más cruel, para que un hombre solo, que se burla de
la humanidad entera, halle en esta general de-
vastación su placer y su gloria! ¡Qué monstruosa
gloria' ¿Hay aborrecimiento que baste ni desprecio
que sobre para quien así se olvida de la humanidad?
No, no, lejos de ser semidioses, ni aun hombres
son, y merecen sufrir la execración de todos los
siglos de que han creído que iban a ser admirados.
¡Oh cuan circunspectos deben ser los reyes en sus
empeños de guerra! Han de ser estas justas; y no
basta, es menester que sean necesarias para el públi-
co bien. La sangre del pueblo no debe derramarse
sino para salvar a ese mismo pueblo en extrema ne-
cesidad. Pero los consejos de la adulación, las ideas
erradas de gloria, las vanas rivalidades, la injusta
avaricia que se encubre con honrosos pretextos, en
fin los compromisos insensiblemente contraídos,
arrastran casi siempre a los reyes a guerras en que
FENELÓN
114
encuentran la desgracia, en que sin necesidad lo
arriesgan todo, y en que hacen tanto mal a sus súb-
ditos como a sus enemigos. Así discurría Telémaco.
No se contentaba empero con deplorar los males
de la guerra, sino que procuraba aliviarlos. Se le veía
ir por las tiendas a socorrer por sí mismo a los en-
fermos y moribundos; dábales dinero y remedios.
Los consolaba y los animaba con palabras afectuo-
sas, y enviaba a quien visitara los que él no podía
visitar.
Había entre los Cretenses que habían ido con él
dos ancianos, de los cuales se llamaba uno Trauma-
filo y otro Nosófugo.
Traumafilo había estado en el sitio de Troya con
Idomeneo, y había aprendido de los hijos de Escu-
lapio el arte divino de curar las llagas. Derramaba en
las heridas más hondas y enconadas cierto licor
odorífero que consumía las carnes muertas y co-
rrompidas, sin necesidad de hacer incisión alguna, Y
formaba prontamente otras nuevas mas sanas y
hermosas que las primeras.
En cuanto a Nosófugo, si bien no había conoci-
do a los hijos de Esculapio, había adquirido por
medio de Merion un libro sagrado y misterioso que
Esculapio les había dado. Además Nosófugo era
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
115
amante de los dioses, había compuesto himnos en
loor de los hijos de Latona, y todos los días sacrifi-
caba una cordera blanca sin mancha a Apolo, de
quien muchas veces se sentía inspirado. Apenas veía
a un enfermo, le conocía en los ojos, en el color de
su complexión, en la configuración del cuerpo y en
la respiración, la causa de la enfermedad. Unas ve-
ces daba remedios que hacían sudar, demostrando
por el buen éxito de los sudores como la transpira-
ción, disminuida o facilitada, descompone, o resta-
blece toda la máquina del cuerpo: otras daba para
los síntomas de consunción ciertos brebajes que
fortificaban poco a poco las partes nobles, y rejuve-
necían a los hombres dulcificando su sangre. Sin
embargo aseguraba que la falta de virtud y valor es
la causa de que tan a menudo se necesite de la me-
dicina. Es vergüenza, decía, que haya tantas enfer-
medades, porque las buenas costumbres mantienen
la salud. La destemplanza, decía además, convierte
en mortífero veneno los alimentos destinados a
conservar la vida. Los placeres inmoderados acortan
los días del hombre más que se los pueden alargar
los medicamentos. Los pobres padecen menos en-
fermedades por falta de alimento que los ricos por
sobra de él. Los manjares que halagan demasiado el
FENELÓN
116
paladar, y que hacen comer más de lo necesario,
envenenan en lugar de sustentar. Los mismos reme-
dios son verdaderos males cuando extenúan la natu-
raleza, y sólo se deben usar en los casos urgentes. El
principal remedio, que siempre es inocente y siem-
pre útil, es la sobriedad, la templanza en los place-
res, la tranquilidad de ánimo, el ejercicio del cuerpo.
Por ese medio se cría una sangre pura y benigna, y
se disipan los humores superfluos. Así era el sabio
Nosófugo menos admirable por sus medicamentos,
que por el régimen que recomendaba, para preser-
varse de los males y hacer innecesarios los re-
medios.
Esos dos hombres fueron los que Telémaco en-
vió a visitar a los enfermos del ejército. A muchos
curaron con sus remedios; pero además curaron
todavía con el cuidado de hacérselos administrar a
tiempo, procurando que se les tuviera con aseo, im-
pidiendo con la limpieza que el aire se corrompiera,
y haciéndoles guardar un régimen de rigorosa so-
briedad durante la convalecencia.
Los soldados, todos agradecidos a tanto esmero,
daban gracias a los dioses de que hubieran enviado a
Telémaco al ejército de los aliados. No es este un
hombre, decían, es sin duda alguna divinidad bené-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
117
fica en figura humana. A lo menos, si es un hombre,
mucho más que a los demás hombres se asemeja a
los dioses; no está en la tierra sino para hacer bien, y
aun es más estimable por su afabilidad y virtud que
por su valor. ¡Oh! ¡si pudiéramos tenerle por rey!
pero los dioses le destinan para algún pueblo que
aman y en el cual quieren renovar el siglo de oro.
Telémaco, mientras por la noche hacia la ronda
en los cuarteles del campamento para evitar los ar-
dides de Adrasto con esta precaución, oía los elo-
gios que de él hacían, y que no eran sospechosos de
lisonja como los que suelen darse a los príncipes en
su presencia, suponiendo que no tienen modestia ni
delicadeza, y que basta con alabarlos sin miramiento
para granjearse su favor. Al hijo de Ulises no le po-
día agradar sino la verdad, ni podía consentir otras
alabanzas que las que le daban en secreto y lejos de
él, después de haberlas merecido. Su corazón no era
insensible a éstas; sentía él ese deleite puro y suave
que los dioses han puesto en la virtud, y que los
perversos, no habiéndole experimentado, ni pueden
imaginarse ni creer; pero no se entregaba a ese pla-
cer, porque de repente le venían de tropel a la me-
moria cuantas faltas había cometido: no olvidaba su
natural altivez y su indiferencia hacia la humanidad,
FENELÓN
118
avergonzándose interiormente de ser tan duro pare-
cer tan humano. Así volvía a la sabia Minerva toda
la gloria que le daban y que no creía merecer.
Vos sois, o gran diosa, decía, quien me habéis
dado a Mentor para instruirme y corregir mi mala
índole; vos sois quien me dais la sabiduría para
aprovecharme de mis faltas desconfiando de mí; vos
sois quien contenéis mis pasiones impetuosas; vos
sois quien me hacéis gozar del placer de aliviar a los
desgraciados: sin vos me vería aborrecido y sería
digno de serlo; sin vos cometería faltas irreparables,
sería como un niño que, no conociendo su flaqueza,
deja a su madre y cae al primer paso.
Néstor y Filoctetes estaban maravillados de ver
cuan afable y deseoso de captarse la voluntad, cuan
obsequioso, cuan pronto para socorrer, cuan dis-
puesto a adelantarse a todas las necesidades, se ha-
bía vuelto Telémaco; no sabían qué pensar, y
reconocían que era otro hombre. Lo que más les
sorprendía, era el esmero con que se había ocupado
de los funerales de Hipias. Él mismo había ido a
sacar su cuerpo sangriento y desfigurado del mon-
tón de cadáveres donde estaba debajo; derramó so-
bre él piadoso llanto, y dijo, ¡Oh sombra excelsa,
ahora sabes cuanto he estimado tu valor! Verdad es
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
119
que tu altivez me había irritado; pero tus defectos
procedían de una juventud fogosa: bien sé yo cuanta
indulgencia necesita esa edad: nosotros hubiéramos
sido al fin sinceros amigos; por mi parte no tenía
razón. ¡Oh dioses! ¿por qué me le habéis arrebatado
antes de que le hubiera obligado a amarme.
En seguida hizo Telémaco lavar el cuerpo con li-
cores odoríferos; se preparó después de orden suya
una hoguera. Los corpulentos pinos crujían al golpe
de las hachas, y caían rodando desde la cima de la
montaña. Las encinas, esas hijas seculares de la tie-
rra que parecían amenazar al cielo, los altos álamos,
los olivos, cuyas copas son tan verdes y frondosas,
las hayas que son la honra de la selva, vienen a caer
a la orilla del río Galeso: allí se levanta con simetría
una pira que parece un edificio regular: la llama co-
mienza a mostrarse, y un torbellino de humo sube al
cielo.
Los Lacedemonios se adelantan con paso lento y
lúgubre, con las picas vueltas y la vista baja: en sus
rostros adustos se retrata el dolor más amargo, y las
lágrimas corren abundantemente de sus ojos. Se-
guíalos Ferécides, a quien más que el peso de los
muchos años agobiaba la pena de sobrevivir a Hi-
pias, criado por él desde la infancia. Levantaba al
FENELÓN
120
cielo las manos y los ojos anegados en llanto. Desde
la muerte de Hipias no había consentido en tomar
alimento alguno: el dulce sueño no había podido
cerrar sus párpados ni suspender un instante su
agudo pesar: iba con pasos trémulos siguiendo al
acompañamiento, sin saber adonde se encaminaba.
No salía una palabra de su boca, porque su corazón
estaba demasiado oprimido, y aquel silencio era el
de la desesperación y abatimiento; pero cuando vio
la hoguera encendida, se enfureció de repente y ex-
clamó: ¡Oh Hipias, Hipias, ya no volveré a verte!
¡Hipias no existe, y yo vivo todavía! Oh mi que-
rido Hipias, yo he sido el cruel, yo el feroz que te ha
enseñado a despreciar la muerte; yo creía que tus
manos cerrarían mis ojos, y que tu recibirías mi úl-
timo suspiro. ¡Oh dioses crueles, habéis prolongado
mi vida para que viera el fin de la de Hipias! ¡Oh
hijo querido que yo he criado, y que me has costado
tantos afanes, ya no te veré más! pero veré a tu ma-
dre que morirá de tristeza echándome en rostro tu
muerte; veré a tu tierna esposa maltratándose el pe-
cho y arrancándose los cabellos, ¡y yo habré sido la
causa! ¡Oh sombra amada, llámame a las orillas de la
Estigia; la luz me es odiosa: tú sólo, mi querido Hi-
pias, eres a quien yo quiero ver! ¡Hipias! ¡Hipias!
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
121
¡Hipias mío! yo no vivo sino para cumplir con el
último deber que me imponen tus cenizas.
Entre tanto veíase el cadáver del joven Hipias
tendido en un féretro adornado de púrpura, oro y
plata, en donde le conducían. La muerte había apa-
gado sus ojos, pero no había podido borrar toda su
hermosura, y aun en su rostro pálido se distinguían
las gracias: se veía, flotar alrededor del cuello más
blanco que la nieve, aunque inclinado sobre el
hombro, la larga cabellera negra, más hermosa que
la de Atis o Ganímedes, que se iba a convertir en
ceniza, en el lado se descubría la profunda herida
por donde había perdido toda la sangre, y que le
había hecho bajar al tenebroso reino de Plutón.
Telémaco iba triste y abatido detrás del cuerpo,
echándole flores. Cuando llegaron a la pira, el hijo
de Ulises no pudo ver que la llama penetrase en las
ropas que envolvían cadáver, sin derramar lágrimas
de nuevo. ¡A Dios, dijo, magnánimo Hipias! ya que
no me atrevo a llamarte amigo: aplácate, o sombra
que tanta gloria has merecido. Si no te amara, envi-
diaría tu felicidad: tu te has libertado de las miserias
que todavía nos abruman a nosotros, y has salido de
ellas por el camino más glorioso. ¡Ojalá me sea dado
acabar como tú! ¡Que la Estigia no detenga tu som-
FENELÓN
122
bra! ¡que los Campos Elíseos te se abran! ¡que la
fama conserve tu nombre por todos los siglos, y que
tus cenizas descansen en paz!
Apenas hubo dicho esas palabras cortadas por
sollozos, cuando el ejército entero lanzó un grito:
mucha aflicción excitaba Hipias, cuyas grandes ha-
zañas se referían, no recordando, con el dolor de su
muerte, sino sus buenas prendas, y olvidando los
defectos que le habían hecho contraer el ímpetu de
su juventud y una mala educación. Pero aun con-
movían a todos más los tiernos sentimientos de Te-
lémaco. ¿Es ése, decían, aquel joven Griego tan alti-
vo, tan imperioso, tan menospreciador, tan intrata-
ble? ¡Cuán dulce se ha vuelto, qué humano, qué
afable! Sin, duda Minerva, que ha amado tanto a su
padre, le ama también a él; sin duda le ha colmado
de los más preciosos dones, dándole con la sabidu-
ría un corazón sensible a la amistad.
Ya estaba el cuerpo consumido por las llamas. El
mismo Telémaco regó sus cenizas todavía humean-
tes con agua de olor; púsolas luego en una urna de
oro que coronó de flores y la llevó a Falante. Esta-
ba éste acostado, cubierto de heridas, y en su ex-
tremada debilidad se veía en el tenebroso umbral de
los infiernos.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
123
Habíanle suministrado sin embargo Traumafilo y
Nosófugo, enviados por Telémaco, todos los soco-
rros de su arte: iban poco a poco recobrándole el
alma pronta a fugarse; le reanimaban nuevas fuerzas
insensiblemente; un vigor suave y penetrante, bál-
samo de vida, se deslizaba por sus venas hasta el
corazón, y le arrancaba a las manos heladas de la
muerte un calor agradable. En aquel momento, ha-
biendo cesado el desmayo, y seguídole el dolor, co-
menzó a sentir la pérdida de su hermano, que hasta
entonces no había estado en situación de sentir. ¡A y
de mí! decía, ¿a qué se esmeran con tanto afán en
hacerme vivir? ¿no valdría más para mí morir y
acompañar a mi querido Hipias? Yo le he visto pe-
recer junto a mí. ¡O Hipias, delicias de mi vida,
hermano mío, mi querido hermano, tú no existes!
¡Y no podré, ya verte, ni oírte, ni abrazarte, ni con-
tarte mis penas, ni consolarte en las tuyas! ¡O dioses
enemigos de los hombres! ¡no hay para mi más Hi-
pias! ¿es posible? ¡Qué! ¿no es un sueño? No, no es
sino muy verdad. O Hipias, te he perdido, yo te he
visto morir, y es menester que yo viva tanto por lo
menos cuanto sea necesario para vengarte: quiero
inmolar a tus manes al cruel Adrasto teñido con tu
sangre.
FENELÓN
124
Mientras hablaba Falante en esos términos, pro-
curaban mitigar su dolor los dos hombres divinos,
temiendo que el mal se acrecentara y se frustrase el
efecto de los remedios. En esto ve a Telémaco que
se presenta delante de él. El primer ímpetu de su
corazón se dividió en dos pasiones contrarias: con-
servaba cierto resentimiento de lo que había pasado
entre Telémaco e Hipias, y el dolor de la pérdida de
Hipias le enconaba todavía más: por otra parte, no
podía ignorar que le debía la vida a Telémaco, el
cual le había sacado sangriento y medio muerto de
las manos de Adrasto. Pero cuando reparó en la
urna de oro en que estaban encerradas las cenizas
tan queridas de Hipias, rompió en un torrente de
lágrimas, y al instante abrazó a Telémaco sin poder
hablarle, hasta que al cabo le dijo, con voz lánguida
e interrumpida con sollozas:
Digno hijo de Ulises, vuestra virtud me obliga a
amaros; os debo este resto de vida que va a extin-
guirse; pero aun os debo algo que me es mucho más
caro. Sin vos, el cuerpo de mi hermano habría sido
pasto de los buitres; sin vos, su sombra, privada de
sepultura, erraría desgraciadamente por las orillas de
la Estigia, siempre repelida por el inexorable Caron.
¿He de deberle tanto a quien tanto he aborrecido?
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
125
O dioses, premiadle, y libradme a mí de una vida
tan infeliz. Y vos, Telémaco, para que nada falte a
vuestra gloria, haced mis exequias como habéis he-
cho las de mi hermano.
Quedó Falante, al acabar, extenuado y abatido
por el exceso del dolor. Telémaco se mantuvo junto
a él sin atreverse a hablar, y aguardando a que reco-
brara sus fuerzas. No tardó en volver de su desma-
yo, y entonces tomando la urna de las manos de
Telémaco, la besó muchas veces, la inundó de lá-
grimas, y dijo: O queridas, o preciosas cenizas,
¿cuando se encerraran aquí con vosotras las mías?
Hipias, yo te sigo a los infiernos: Telémaco nos
vengará a los dos.
Entre tanto el mal de Falante disminuía diaria-
mente con los cuidados de los dos hombres que
poseían la ciencia de Esculapio. Telémaco no los
dejaba, estando casi siempre al lado del enfermo, a
fin de estimularlos y adelantar la cura; y todo el ejér-
cito admiraba más la bondad con que asistía a su
mayor enemigo, que el valor y prudencia que había
mostrado en la batalla salvando a los aliados.
Al mismo tiempo Telémaco se mostraba infati-
gable en los trabajos más rudos de la guerra: dormía
poco, y le interrumpían el sueño frecuentemente o
FENELÓN
126
las noticias que a todas las horas del día y de la no-
che recibía, o la ronda de los cuarteles del campa-
mento, que jamás hacía a las mismas horas dos
veces seguidas, a fin de sorprender mejor a los poco
vigilantes. Solía volver a su tienda cubierto de sudor
y de polvo: su alimento era simple, porque vivía
como los soldados, para darles el ejemplo de la so-
briedad y de la paciencia. Teniendo el ejército en el
campamento pocos víveres, juzgó necesario cortar
las murmuraciones de la tropa tomando volunta-
riamente parte en sus privaciones e incomodidades.
Con tan penosa vida, lejos de debilitarse, se robus-
tecía, más y más su cuerpo: empezaba a perder las
gracias delicadas que son como la flor de la primera
juventud, la tez se le ponía más morena y menos
suave y sus miembros perdían en blandura y gana-
ban en vigor.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
127
LIBRO XVIII
Telémaco, a quien diversos sueños persuaden de que su
padre Ulises no está ya en el mundo, lleva a cabo el designio
de irle a buscar a los infiernos: se ausenta del campo, va con
dos Cretenses hasta un templo vecino de la famosa caverna de
Aquerontia, se interna por entre las tinieblas, llega a las
orillas de la Estigia, y Caron le recibe en su barca: preséntase
a Plutón, al cual halla dispuesto a permitirle que busque a su
padre: atraviesa el Tártaro, en donde ve los tormentos que
padecen los ingratos, los perjuros, los hipócritas, y sobre todo
los malos reyes.
Adrasto, cuyas tropas se habían debilitado consi-
derablemente en el combate, se había retirado de-
trás de la montaña de Aulon para aguardar varios
refuerzos, y volver a tentar de nuevo la sorpresa de
los aliados: semejante a un león hambriento que,
FENELÓN
128
ahuyentado de una majada, se recoge en las oscuras
selvas y gana su caverna, en donde afila los dientes y
las garras, acechando el momento favorable para
despedazar los rebaños.
Telémaco, habiendo cuidado de establecer una
disciplina severa en todo el campo, no se ocupó
más que de un pensamiento que había concebido y
que ocultó a todos los caudillos del ejército. Hacía
mucho tiempo que se sentía agitado todas las no-
ches de ensueños que le representaban a su padre
Ulises. Su imagen querida se le aparecía siempre
hacia el fin de la noche, antes que la aurora saliera a
despedir del cielo, con sus nacientes destellos, las
inconstantes estrellas, y de la faz de la tierra el dulce
sueño con sus vagarosas visiones. Ora creía ver a
Ulises desnudo, en una isla afortunada, a orillas de
un río, en una pradera esmaltada de flores, y rodea-
do de ninfas que le echaban ropas para que se cu-
briera: ora se imaginaba oírle hablar en un palacio
resplandeciente de oro y marfil, en donde le estaban
escuchando con deleite y admiración hombres co-
ronados de flores. Otras veces solía aparecérsele de
repente en festines donde el júbilo brillaba en medio
de las delicias, y en donde se oían tiernos acentos
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
129
acompañados de una lira más dulce que la lira de
Apolo y las voces de todas las musas.
Telémaco, al despertarse, no podía dejar de en-
tristecerse de aquellos tan agradables ensueños. ¡O
padre mío! exclamaba ¡o mi amado padre Ulises!
otros sueños espantosos me serían mas dulces. Esas
imágenes de felicidad me dan a entender que habéis
bajado ya a la mansión de las almas bienaventura-
das que los dioses remuneran de sus virtudes con
una tranquilidad eterna. Me parece que veo los
Campos Elíseos. ¡Oh! ¡qué cruel es no tener espe-
ranza! ¡Qué! ¡nunca he de volver a veros, o mi que-
rido padre! ¡nunca he de volver a abrazar a quien
tanto me amaba, y a quien con tanto trabajo he bus-
cado! ¡nunca volveré a oír hablar aquella boca de
donde manaba la sabiduría! ¡nunca mas besaré
aquellas manos, aquellas manos queridas, aquellas
manos victoriosas que han derribado a tantos ene-
migos! ¡ya no castigarán a los insensatos preten-
dientes de Penélope, y nunca se levantara Itaca de
su ruina! O dioses enemigos de mi padre, vosotros
me enviáis estos siniestros sueños para arrebatarle a
mi corazón toda esperanza: eso es arrancarme la
vida. No, no puedo vivir en semejante incertidum-
bre. ¿Qué digo? ¡ay de mí! Harto seguro estoy, de
FENELÓN
130
que mi padre no existe. Voy a buscar su sombra
hasta los infiernos. Teseo ha podido bajar, Teseo, el
impío que iba a ultrajar las divinidades infernales, y
yo voy guiado de la piedad. Hércules ha descendido
también: yo no soy Hércules pero es bello atreverse
a imitarle. Orfeo ha conseguido conmover con la
relación de sus desgracias el corazón de ese dios
que pintan como inexorable, alcanzando que le de-
volviese a Eurídice para traerla de nuevo a la vida.
Yo soy mas digno de compasión que Orfeo porque
mi pérdida es mayor ¿Quién podrá comparar una
joven semejante a todas las demás con el sabio Uli-
ses admirado de la Grecia entera? Vamos; muramos,
si es menester. ¿Por qué se ha de temerla cuando se
padece tanto en la vida? O Plutón, o Proserpina,
presto sabré y sois tan desapiadados como se dice.
O padre mío, después de haber recorrido en vano
los mares y la tierra en busca vuestra, quiera ver si
estáis en las lóbregas moradas de los muertos. Sí los
dioses me niegan poseeros en la tierra y de la luz del
sol, quizás no me negarán ver a lo menos vuestra
sombra en el reino de la noche.
Hablando así, Telémaco regaba el lecho con su
llanto al momento se levantaba procurando con la
luz mitigar el punzante dolor que tales sueños le
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
131
causaban; pero era una flecha clavada en el corazón,
y la llevaba por todas partes consigo.
En ese estado de pena emprendió la bajada a los
infiernos por un sitio famoso, que no estaba muy
distante del campo. Llamábase Aquerontia, a causa
de la espantosa caverna que allí había, por la cual se
bajaba a la orilla del Aqueronte, que los mismos
dioses temen invocar en sus juramentos. La pobla-
ción estaba sobre una roca, edificada como un nido
puesto encima de un árbol: la caverna se encontraba
al pie de la roca, y los tímidos mortales no se atre-
vían a llegar, cuidando los pastores de apartar de allí
los ganados. El vapor azufrado de la laguna Estigia
que exhalaba continuamente aquella abertura, in-
festaba el aire alrededor no crecían flores ni yerba;
no se sentían los dulces céfiros, ni las gracias tem-
pranas de la primavera, ni los opimos dones del
otoño: la tierra, árida siempre allí, desfallecía; solo se
encontraban algunos arbustos deshojados y tal cual
fúnebre ciprés. Aun a lo lejos, en todo el contorno
negaba Ceres sus doradas mieses al labrador. Baco
parecía que olvidaba las vanas promesas de sus dul-
ces frutos: los racimos de uvas se secaban en vez de
madurar. Las tristes náyades no hacían correr un
raudal puro; sus ondas eran siempre amargas y tur-
FENELÓN
132
bias. Las aves no cantaban jamás en aquella tierra
cubierta de abrojos y espinas, y sin una enramada
adonde pudieran retirarse, e iban a cantar sus amo-
res bajo un cielo más benigno. Allí no se oía mas
que el graznido del cuervo, y la voz lúgubre de los
búhos: hasta la yerba era amarga, y los rebaños que
la pacían, no experimentaban la dulce alegría que les
hace retozar. El toro huía de la becerra, y el pastor
sumido en la melancolía olvidaba la zampoña y la
flauta.
De aquella caverna salía de tiempo en tiempo un
humo negro que formaba una especie de noche en
mitad del día. Entonces los pueblos comarcanos
aumentaban sus sacrificios para aplacar a las divini-
dades infernales; pero las únicas víctimas que esas
crueles divinidades se complacían en inmolar por
medio de un funesto contagio, eran por lo común
hombres en la flor de la edad o en su más temprana
juventud. Allí fue donde Telémaco se propuso des-
cubrir el camino de la morada oscura de Plutón.
Minerva, que velaba por él constantemente y le
protegía con su égida, le había procurado el favor de
este dios. El mismo Júpiter a ruegos de Minerva, y
por conducto de Mercurio, que todos los días baja a
los infiernos a entregar a Caron cierto número de
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
133
muertos, había mandado decir al rey de las sombras
que dejara entrar en su imperio al hijo de Ulises.
Telémaco se sustrae del campo durante la noche,
camina con la claridad de la luna e invoca esta pode-
rosa deidad, que siendo en el cielo el astro resplan-
deciente de la noche, y en la tierra la casta Diana, es
en los infiernos la formidable Hécate. Acogió pro-
picia esta divinidad sus votos, porque su corazón
era puro, y le llevaba el amor piadoso que debe un
hijo a su padre. Apenas se acercó a la entrada de la
caverna, sintió mugir el imperio subterráneo. Tem-
blaba la tierra bajo sus pies; el cielo se armó de ra-
yos y centellas que parecía que caían sobre la tierra.
El hijo de Ulises se conmovió; cubriósele todo el
cuerpo de helado sudor; pero su valor le sostuvo:
alzó los ojos y las manos al cielo. Y exclamó: Excel-
sos dioses, yo acepto estos presagios que tengo por
felices; acabad vuestra obra. Dijo, y acelerando el
paso, se presenta con denuedo.
Al punto se disipó el humo espeso que hacía tan
funesta para todos los animales la entrada de la ca-
verna: el olor pestilente cesó un rato. Telémaco en-
tró solo; porque ¿qué mortal se hubiera atrevido a
seguirle? Dos Cretenses que le habían acompañado
hasta cierta distancia de la caverna, y a los cuales
FENELÓN
134
había confiado su designio, se quedaron temblando
y medio muertos en un templo harto lejos, haciendo
votos al cielo, sin esperar volver a ver a Telémaco.
En tanto el hijo de Ulises, con la espada en la
mano, penetra por aquellas horrorosas tinieblas. No
tarda en distinguir un reflejo débil y siniestro, como
el que se ve durante la noche en la tierra: divisa las
ligeras sombras que vuelan alrededor suyo, y las
aparta con la espada: luego descubre las tristes már-
genes del pantanoso río, cuyas aguas encenagadas y
muertas no hacen más que revolverse. En la orilla
encuentra a una multitud innumerable de muertos
privados de sepultura, que se presentan en vano al
desapiadado Caron. Este dios, cuya vejez eterna es
siempre melancólica y enojosa, si bien vigorosísima,
las amenaza, las repele, y recibe en su barca sin de-
mora al joven Griego. Al entrar, Telémaco oye los
gemidos de una sombra que no tenía consuelo.
¿Cuál es, le dijo, vuestra desgracia? ¿quién erais
en la tierra? La sombra le respondió: Yo era Nabo-
farzanes, rey de la soberbia Babilonia: todos los
pueblos de Oriente temblaban al ruido solo de mi
nombre: hacía que me adorasen los Babilonios en
un templo de mármol en donde estaba representado
por una estatua de oro, ante la cual quemaban día y
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
135
noche los más ricos perfumes de Etiopía: nadie se
atrevió jamás a contradecirme sin ser al punto casti-
gado: se inventaban todos los días nuevos placeres
para hacerme la vida más deliciosa. Todavía era yo
joven y robusto; ¡ay de mí! ¡cuanta prosperidad no
me quedaba que disfrutar aun en el trono! pero una
mujer a quien amaba, sin ser amado de ella, me ha
hecho conocer que yo no era dios: me ha envene-
nado, y ya nada soy. Ayer se depositaron con pom-
pa mis cenizas en una urna de oro; hubo llanto; se
mesaron los cabellos; se aparentó quererse arrojar a
las llamas de mi hoguera para ir conmigo: todavía
van a gemir al pie del soberbio sepulcro en donde
yacen mis cenizas; pero nadie siente mi muerte, mi
memoria es aborrecida hasta de mi misma familia, y
aquí abajo padezco desde ahora tratamientos horri-
bles.
Telémaco, enternecido con aquel espectáculo, le
dijo: ¿Erais verdaderamente feliz durante vuestro
reinado? ¿gozabais de esa dulce paz sin la cual se
queda oprimido y lánguido el corazón en medio de
los deleites? No, respondió el Babilonio; ni aun en-
tiendo lo que queréis decir. Los sabios ponderan esa
paz como el único bien; por mi parte, nunca la he
sentido: mi corazón estaba agitado continuamente
FENELÓN
136
por nuevos deseos, por el temor y la esperanza.
Procuraba aturdirme a mí mismo con el trastorno
de mis pasiones: cuidábame mucho de alimentar
aquella embriaguez para que jamás se acabara, por-
que el intervalo más corto de razón tranquila me
habría sido demasiado amargo. He ahí la paz de que
yo he gozado; cualquiera otra se me antoja fábula y
ensueño: he ahí los bienes cuya pérdida me aflige.
Lloraba el Babilonio, hablando así, como un co-
barde estragado por la prosperidad, y que no ha te-
nido costumbre de soportar el infortunio. A su lado
tenía varios esclavos que habían sido sacrificados
para aumentar la pompa de sus exequias. Mercurio
se los había entregado a Caron con su rey dándoles
a ellos un poder absoluto sobre aquel mismo rey a
quien habían servido en la tierra. Sus sombras no
temían a la sombra de Nabofarzanes; sujetábanla
con cadenas, y le hacían las más crueles indignida-
des. Una le decía: ¿No éramos nosotros hombres
como tú? ¿Cómo llevabas la insensatez hasta creerte
un dios? ¿ay no te debías haber acordado de que
eras de la especie de los demás hombres? Otro decía
para insultarle: razón tenías de no querer que te mi-
raran como a hombre, porque eras un monstruo sin
humanidad. Decíale otro: Y pues ¿en dónde están
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
137
ahora tus aduladores? Ya no tienes que dar misera-
ble, ya no puedes hacer daño: hete aquí convertido
en esclavo de tus esclavos mismos: los dioses tardan
en castigar, pero al fin castigan.
A tan duras palabras, Nabofarzanes se arrojaba
de cara al suelo, arrancándose los cabellos en un
acceso de rabia y desesperación. Más Caron decía a
los esclavos: Tiradlo de la cadena; levantadle a su
despecho: no ha de tener siquiera el consuelo de
ocultar su vergüenza, es menester que la vean las
sombras todas de la Estigia, para que aparezca la
justicia de los dioses, que han permitido tanto tiem-
po que ese impío reinara en el mundo. Esto aun no
es, o Babilonio, sino el principio de tus tormentos;
prepárate a ser juzgado por el inflexible Minos, juez
de los infiernos.
Con el discurso del terrible Caron, estaba ya la
barca tocando a la orilla del imperio de Plutón: to-
das las sombras corrían a ver al mortal que en la
barca aparecía vivo entre los muertos; pero en
cuanto Telémaco pisó la ribera, huyeron todas, co-
mo las tinieblas de la noche que los primeros cre-
púsculos ahuyentan. Caron, poniendo al joven
Griego una frente menos ceñuda y ojos menos tor-
vos de lo que muestra habitualmente, le dijo: Mortal
FENELÓN
138
amado de los dioses, pues te es dado entrar en el
reino de la noche, inaccesible a los demás vivientes,
apresúrate a ir adonde los hados te llaman: ve por
ese oscuro camino al palacio de Plutón que hallarás
en su trono, y te permitirá que entres en los lugares
cuyo secreto me está vedado revelarte.
Al instante Telémaco se adelanta con pasos pre-
surosos ve por todas partes volar las sombras, más
numerosas que los granos de arena que cubren las
orillas del mar, y en medio de la agitación de aque-
lla multitud infinita, se siente penetrado de un ho-
rror santo, al notar el silencio profundo de tan
vastas regiones. El cabello se le eriza cuando llega a
la negra morada del desapiadado Plutón; siente que
le flaquean las rodillas; le falta la voz, y apenas pue-
de pronunciar estas palabras dirigidas al dios: Estáis
viendo, o terrible divinidad, al hijo del malhadado
Ulises, vengo a preguntaros si mi padre ha descen-
dido a vuestra imperio, o si todavía está errante so-
bre la tierra.
Plutón estaba en un trono de ébano: su rostro
era pálido y severo, sus ojos hundidos y centellan-
tes, su frente ceñuda y amenazadora. Érale odiosa la
vista de un hombre vivo, del mismo modo que es
ofensiva la luz para los ojos de los animales que no
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
139
acostumbran a salir de sus guaridas sino durante la
noche. A su lado tenía su asiento Proserpina, que
era la que únicamente atraía sus miradas, y al pare-
cer dulcificaba un poco su corazón: gozaba la diosa
de una juventud siempre florida; pero parecía que a
sus gracias divinas se le había pegado algo de la du-
reza y crueldad de su esposo.
Al pie del trono yacía la Muerte amarilla y voraz
con su cortante guadaña, que no paraba de afilar.
Rodeábanla los negros Cuidados; las Desconfianzas
crueles; las Venganzas destilando sangre y cubiertas
de heridas; los Odios injustos, la Avaricia, que se
roe a sí misma, la Desesperación despedazándose
con sus propias manos; la furiosa Ambición, que
todo lo trastorna; la Traición, que quiere alimentarse
de sangre, sin poder gozar de los males que causa; la
Envidia, que vierte su mortal veneno alrededor de
sí, y que se convierte en rabia, cuando no puede ha-
cer daño; la Impiedad, que se abre el insondable
abismo en donde se precipita sin esperanza; los es-
pectros horribles, las fantasmas que representan a
los muertos para asustar a los vivos; los sueños es-
pantosos; los insomnios, tan crueles como los en-
sueños tristes: todas esas imágenes funestas cerca-
FENELÓN
140
ban al soberbio Plutón, y llenaban el alcázar que
habita.
Respondió a Telémaco en voz baja, gimiendo las
hondas entrañas del Erebo a su voz: Joven mortal,
los halados te han hecho violar este sagrado asilo de
las sombras: sigue tu alto destino: yo no te diré en
donde está tu padre; basta que puedas buscarle. Su-
puesto que ha sido rey en la tierra, no tienes más
que recorrer por un lado el negro Tártaro, en donde
los malos reyes son castigados, y por otro los Cam-
pos Elíseos, en donde los buenos son recompensa-
dos. Pero no puedes ir desde aquí a los Campos
Elíseos sino pasando por el Tártaro: apresúrate a ir
allá, y a salir de mi imperio.
Telémaco parece que vuela al instante en aque-
llos espacios vacíos e inmensos: tan tarde se le hacía
el ver a su padre, y alejarse de la horrorosa presencia
del tirano temido de los vivos y los muertos. Pronto
ve cerca el negro Tártaro, de donde salía un humo
negro y espeso cuyo hedor pestilente mataría a los
vivientes, si se percibiera en su morada: el humo
cubría un río de fuego y torbellinos de llamas, cuyo
estruendo, semejante al de los más impetuosos to-
rrentes cuando se despeñan desde las altas rocas al
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
141
fondo de los abismos, hacía que no se distinguiera
lo que se oía en aquellos tristes lugares.
Telémaco, animado interiormente por Minerva,
entra sin temor en el volcán. Lo que primero ve es
una multitud de hombres que habían vivido en las
más humildes condiciones, y que eran castigados
por haber buscado las riquezas con fraudes, alevo-
sías y crueldades. Allí distinguió a muchos hipócri-
tas impíos, que con la mascara de amor a la religión,
se habían servido de ella como de un buen pretexto
para satisfacer su ambición, burlándose de los cré-
dulos: los que así habían abusado de la virtud mis-
ma, si bien es el mayor don de los dioses, eran
castigados como los más perversos de todos los
hombres. Los hijos que habían degollado a sus pa-
dres, las esposas que se habían teñido las manos con
la sangre de sus esposos, los traidores que habían
entregado su patria al enemigo, violando todos los
juramentos, padecían penas menos crueles que
aquellos hipócritas. Los tres jueces de los infiernos
lo habían dispuesto de esa manera, y he aquí sus
razones: porque semejantes hipócritas no se con-
tentan con ser malos como los demás impíos, sino
que además quieren pasar por buenos, y con su
mentida virtud son cansa de que los hombres no se
FENELÓN
142
atrevan a fiarse de la verdadera. Los dioses, de quie-
nes se han burlado, y a quienes han atraído el des-
precio de los hombres, se complacen en emplear
todo su poder para vengarse de tal insulto.
Cerca de esos había otros hombres no tenidos
del vulgo por culpados, y perseguidos sin piedad
por la divina venganza, a saber: los ingratos, los
mentirosos, los aduladores que han alabado el vicio,
los críticos malignos que han procurado mancillar la
virtud más pura; en fin, los que han juzgado temera-
riamente de las cosas por las apariencias, y han per-
judicado de ese modo a la reputación de los
inocentes.
Pero de todas las ingratitudes la castigada como
la más negra era la que se comete con los dioses.
¡Pues qué! decía Minos ¡pasa por un monstruo
quien niega el agradecimiento a un padre o a un
amigo que le ha hecho algunos beneficios, y se tiene
a gloria el ser ingrato... los dioses, de quienes se re-
cibe la vida y cuantos bienes encierra! ¿No se les
debe el nacimiento más que al padre y a la madre de
quien se nace? Cuanto más fácilmente se quedan
impunes o se disculpan los crímenes en la tierra,
tanto más implacable es los infiernos la venganza de
que son objeto y de que nada se escapa.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
143
Al ver Telémaco a los tres jueces sentados y
condenando a un hombre, se atrevió a preguntar
cuales eran sus crímenes. Tomando inmediatamente
la palabra el condenado, exclamó: Yo nunca he he-
cho mal, antes he puesto mi delicia en hacer bien;
he sido espléndido, liberal, justo, compasivo: ¿de
qué se me puede reconvenir? A eso le respondió
Minos: De nada se te reconviene con respecto a los
hombres; pero con respecto a los dioses, ¿no debías
tú menos a los hombres que a ellos? ¿Qué justicia es
esa de que te jactas? No has faltado a deber alguno
hacia los hombres, que nada son. Has sido virtuoso
pero has referido a ti mismo toda la virtud, y no a
los dioses, que te la habían dado; porque le querías
gozar en tu propia virtud, y encerrarte en ti solo: tu
has sido tu divinidad, mas los dioses, que lo han
hecho todo, y nada han hecho sino para sí mismos,
no pueden renunciar sus derechos: tú los has olvi-
dado, ellos te olvidarán, te abandonaran a ti mismo,
supuesto que has querido ser tuyo y no suyo. Busca
ahora, si te es posible, consuelo en tu corazón. Hete
para siempre apartado de los hombres, a quienes te
has afanado en agradar: hete a solas contigo que
eras tu ídolo, sabe que no hay verdadera virtud a la
veneración y el amor de los dioses, a quienes todo
FENELÓN
144
es debido. Tu falsa virtud, que ha deslumbrado por
tanto tiempo a los hombres fáciles de engañar, va a
ser confundida. Los hombres, no juzgando los vi-
cios y las virtudes sino por lo que les llama la aten-
ción o les acomoda, son ciegos para lo bueno como
para lo malo: aquí se trastornan sus livianos juicios a
la luz de la divinidad, que suele condenar lo que
ellos admiran, y aprobar lo que condenan.
A esas palabras, el filósofo, como herido del ra-
yo, sintió que no se podía sufrir a sí mismo. La
complacencia con que en otro tiempo había con-
templado su moderación, valor e inclinaciones ge-
nerosas, se convierte en despecho. La vista de su
propio corazón, enemigo de los dioses, se le vuelve
un suplicio; se ve y no puede cesar de verse: ve la
vanidad de los juicios humanos, no habiendo queri-
do jamás sino agradar a los hombres: todo su inte-
rior se cambia como si le hubieran revuelto las
entrañas; no se encuentra a sí mismo: le falla en el
ánimo todo apoyo; la conciencia, cuyo testimonio le
había sido tan dulce, se alza contra él y le acusa
amargamente del extravío e ilusión de todas sus
virtudes, que no habían tenido a la divinidad por
principio y fin: esta turbado, consternado, lleno de
vergüenza, de remordimientos y de desesperación.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
145
Las furias no le atormentan, porque les basta el ha-
berle entregado a sí propio, y que su mismo corazón
vengue a los dioses menospreciados. Busca los luga-
res más lóbregos para ocultarse a los otros muertos,
ya que no se puede ocultar a sí mismo: busca las
tinieblas, y no las puede hallar; una luz importuna lo
persigue en todas partes; en donde quiera van los
rayos penetrantes de la verdad a vengar la verdad
que él no se había cuidado de seguir. Este odioso
cuanto había amado, como fuente de los males que
padece y no pueden acabarse jamás. Dice entre sí:
¡O insensato! ¡con que yo no he conocido a los dio-
ses, ni a los hombres, ni a mí! no, nada he conocido,
pues nunca he amado el bien único y verdadero: mis
pasos todos han sido extravíos; mi sabiduría no era
mas que demencia; mi virtud no era sino impío y
ciego orgullo: yo mismo era mi ídolo.
En fin, Telémaco divisó a los reyes que estaban
condenados por haber abusado de su poder. Por
una parte una furia vengadora les ponía delante un
espejo que les mostraba la deformidad de sus vicios:
allí veían sin poder evitarlo, su vanidad grosera y
ansiosa de los más ridículos encomios, su dureza
con los hombres a quienes debieron haber hecho
felices, su insensibilidad para la virtud, su temor de
FENELÓN
146
oír la verdad, su inclinación a los hombres viles y
aduladores, su falta de aplicación, su molicie, su in-
dolencia, su desconfianza desacertada, su fausto y
desmesurada magnificencia a expensas de la ruina
de los pueblos, su ambición de comprar con la san-
gre de sus súbditos un poco de vanagloria, por últi-
mo su crueldad que busca diariamente nuevas
delicias entre las lágrimas y la desesperación de
tantos desdichados. En ese espejo se veían conti-
nuamente, y se parecían más horribles y monstruo-
sos que la Quimera vencida por Belerofonte la hidra
de Lerna muerta por Hércules, y aun más que el
mismo Cerbero vomitando por sus tres bocas siem-
pre abiertas una sangre negra y ponzoñosa capaz de
infectar a todos los mortales que viven sobre la tie-
rra.
Al mismo tiempo, estaba al lado opuesto otra fu-
ria, repitiéndoles con mofa todas las alabanzas que
durante su vida les habían dado los aduladores, y les
presentaba otro espejo, en donde se veían como los
había pintado la lisonja: el contraste de esas dos
pinturas tan opuestas era el suplicio de su vanidad.
Notábase que los más perversos de aquellos reyes
eran los que habían recibido los elogios más pom-
posos durante su vida, porque los malvados son
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
147
más temidos que los buenos, y requieren pudor las
bajas adulaciones de los poetas y oradores de su
tiempo.
En aquellas profundas tinieblas, en donde no
pueden ver sino los insultos y escarnios que tienen
que sufrir, se les oye lamentarse: nada hay a su alre-
dedor que no los repela, que no les contradiga, que
no los confunda. Del mismo modo que en la tierra
se burlaban de la vida de los hombres, y pretendían
que todo había sido creado para servirles, en el
Tártaro están sujetos a todos los caprichos de cier-
tos esclavos que a su vez les hacen sentir una servi-
dumbre cruel: sirven con dolor, y sin esperanza al-
guna de que jamás se pueda mitigar su cautiverio:
están condenados a recibir los golpes de esos escla-
vos convertidos en sus desapiadados tiranos, como
un yunque recibe los golpes de los martillos de los
cíclopes, cuando Vulcano les da a trabajar en las
fraguas del monte Etna.
Allí vio Telémaco semblantes pálidos, espanto-
sos y consternados. Una negra melancolía devora a
esos criminales, que se causan a sí mismos horror,
siéndoles tan imposible el sacudirle como el des-
prenderse de su propia naturaleza. Para castigo de
sus faltas no necesitan mas que esas mismas faltas:
FENELÓN
148
venlas de continuo con toda su enormidad; presén-
taseles como espectros horribles, y los persiguen.
Para redimirse de ellas, buscan una muerte más po-
derosa que la que los ha separado de sus cuerpos.
En la desesperación en que se encuentran, invocan
otra muerte que pueda extinguir todo sentimiento,
toda razón: piden a los abismos que los traguen para
sustraerse a los rayos vengadores de la verdad que
los acosa; pero están destinados a la venganza que
ha de caer sobre ellos gota a gota, y que no se aca-
bará jamás. La verdad que temían ver, es su suplicio;
la ven, y no tienen ojos sino para verla levantarse
contra ellos; su vista los atraviesa, los desgarra, los
arranca de sí propios: semejante al rayo, sin destruir
cosa alguna por fuera, penetra hasta lo más hondo
de las entrañas. Como el metal en la ardiente fragua,
así se funde el alma con este fuego vengador, que
no deja consistencia alguna y nada consume: disuel-
ve hasta los principios de la vida, y no es posible
morir. Se siente uno arrancar de sí mismo, y no se
encuentra un instante solo de apoyo ni descanso,
viviendo únicamente por la rabia que se tiene contra
sí, y por la pérdida de toda esperanza que hace deli-
rar.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
149
Entre aquellos objetos, que le hacían erizársele
los cabellos, vio Telémaco a muchos de los antiguos
reyes de Lidia, que estaban condenados por haber
preferido las delicias de una vida de molicie a la la-
boriosidad, que debe ser inseparable de la corona
para alivio de los pueblos. Echábanse en cara unos a
otros su crueldad. Tal decía al que había sido su hi-
jo: ¿No os había encomendado yo muchas veces en
mi vejez y antes de mi muerte la reparación de los
males que con mi negligencia había causado? El hijo
respondía: ¡O padre desdichado vos sois quien me
ha perdido! ¡vuestro ejemplo lo que me ha arrastra-
do al fausto, a la soberbia, a la voluptuosidad, a la
dureza con los hombres! Viéndoos reinar con tanta
indolencia, y rodeado de viles aduladores, me fui
acostumbrando a la adulación y al deleite. Yo creía
que los demás hombres con respecto a los reyes
eran lo que son los caballos y las acémilas con res-
pecto a los hombres, es decir, animales de que no se
hace caso sino cuando se necesitan o sirven de co-
modidad. Creíalo yo; vos sois quien me lo había he-
cho creer, y ahora padezco tantos tormentos por
haberos imitado. A esos cargos añadían las maldi-
ciones más horribles, y tal era la exaltación de su
rabia que parecía que se iban a despedazar.
FENELÓN
150
En torno de aquellos reyes andaban revolotean-
do además, como búhos por la noche, las crueles
sospechas, los sustos infundados, las desconfianzas
que vengan a los pueblos de la dureza de sus reyes,
la insaciable Voracidad de riquezas, la falsa Gloria
siempre tiránica, y la floja Indolencia que acrecienta
todos los males que se padecen, sin proporcionar
jamás placeres duraderos.
Veíase a muchos de esos reyes severamente cas-
tigados, no por haber hecho mal, sino por no haber
hecho todo el bien que habrían debido hacer. To-
dos los crímenes de los pueblos que vienen de la
negligencia en obligarlos a observar las leyes, se im-
putaban a los reyes, que no deben reinar más que
para que reinen las leyes por su ministerio. Imputá-
banseles también cuantos desordenes nacen del
fausto, del lujo y de todos los demás excesos que
ponen a los hombres en un estado violento y en la
tentación de hollar las leyes para medrar. Sobre to-
do los reyes que con más rigor se veían tratados,
eran los que en lugar de ser buenos y vigilantes
pastores de sus pueblos, no habían pensado sino en
destrozar el rebaño como voraces lobos.
Pero lo que más consternó a Telémaco fue el
descubrir en aquel abismo de tinieblas y tormentos
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
151
a un crecido número de reyes, que en el mundo ha-
bían pasado por bastante buenos: estos habían sido
condenados a las penas de Tártaro, por haberse de-
jado gobernar por hombres perversos y artificiosos.
Castigábase en ellos el mal que habían permitido
hacer a nombre de su autoridad. La mayor parte de
tales reyes no habían sido malos ni buenos, tanta era
su debilidad: nunca habían temido no conocer la
verdad, ni tenido inclinación a la virtud, ni puesto su
deleite en hacer bien.
FENELÓN
152
LIBRO XIX
Telémaco entra en los Campos Elíseos, en donde le reco-
noce Arcesio su bisabuelo, que le asegura que Ulises vive, que
le verá en Itaca y que le sucederá en el reino. Arcesio le pinta
la bienaventuranza de que goza o los justos, sobre todo los
buenos reyes que durante su vida sirvieron a los dioses e hicie-
ron felices a sus pueblos, le llama la atención, para que ad-
vierta como están en lugar separado y son menos dichosos los
héroes que solo descollaron en la guerra, y le da consejos, des-
pués de lo cual Telémaco se retira apresurándose a ganar el
campamento de los aliados.
Apenas hubo salido Telémaco de aquellos luga-
res, sintió consuelo que se le aligeraba el corazón,
como si le hubieran quitado de encima una monta-
ña, y conoció por sí mismo de todo el horror de los
tormentos de los que allí estaban encerrados sin es-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
153
peranza de salir jamás. Habíale espantado el ver con
cuanto más rigor eran castigados los reyes que los
demás criminales. ¡Pues qué! decía, ¡tantas obliga-
ciones, tantos peligros, tantas asechanzas, tantas
dificultades para conocer la verdad y defenderse de
los otros y de sí mismo, y al cabo tantos tormentos
horribles en los infiernos, después de una vida corta
y tan llena de turbación, de envidia, de contradic-
ciones! ¡O insensato quien apetece reinar! ¡Dichoso
el que se reduce a una condición privada y apacible,
en la cual le es menos difícil la virtud!
Con tales reflexiones estaba perturbado en su
interior se estremeció, y cayó en un estado de aba-
timiento que le hizo experimentar algo de la deses-
peración de los desventurados que acababa de
contemplar, más conforme se alejaba de la triste
mansión de las tinieblas, del horror y de la desespe-
ración, iba recobrando poco a poco su valor: res-
piraba, y ya columbraba a lo lejos la dulce y pura luz
de la morada de los héroes.
En aquel lugar habitaban todos los buenos reyes
que hasta entonces habían gobernado a los hombres
sabiamente, estaban separados de los demás justos.
Como los malos príncipes padecían en el Tártaro
suplicios más rigorosos que los otros condenados
FENELÓN
154
de condición privada, así los buenos reyes gozaban
en los Campos Elíseos de mayor bienaventuranza
que los demás hombres que habían amado la virtud
sobre la tierra.
Telémaco se adelantó hacia esos reyes, que esta-
ban en bosquecillos fragantes alfombrados de cés-
pedes siempre frescos y floridos: regaba tan amenos
sitios el raudal cristalino de mil arroyuelos que es-
parcían una frescura deliciosa, innumerables aveci-
llas hacían resonar aquellas enramadas con sus
cantos suaves. Se veían las flores de la primavera
que nacían de las huellas mismas, juntas con los más
opimos frutos del otoño que colgaban de los árbo-
les. Allí nunca se sintieron los ardores de la furiosa
canícula: allí nunca osaron soplar ni hacer sentir el
rigoroso invierno los negros aquitones. Ni la Guerra
sedienta de sangre, ni la Envidia cruel que muerde
con diente venenoso y lleva víboras enroscadas en
el seno y los brazos, ni los celos, ni el Temor, ni los
varios deseos, se acercan jamás a aquella venturosa
morada de la paz. En ella nunca se acaba el día, y es
desconocida la noche con su lóbrego velo: la luz
más dulce y pura inunda el cuerpo de aquellos jus-
tos, y los rodea como si los vistiera de sus rayos.
Esa luz no se asemeja a la luz opaca que alumbra los
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
155
ojos de los míseros mortales, y que no es sino tinie-
blas; más que luz es gloria celestial: penetra con ma-
yor sutileza los cuerpos más espesos que los rayos
del sol el más puro cristal: no deslumbra, antes bien
fortifica los ojos, y derrama en lo interior del alma
cierta serenidad, de ella sola se alimentan los biena-
venturados: sale de ellos y en ellos entra, penetrán-
dolos y fundiéndose en su esencia como los
alimentos se asimilan con nosotros. Ellos la ven, la
sienten, la respiran, siéndoles un manantial inagota-
ble de paz y de contento, y hallándose sumergidos
en ese piélago de delicias como los peces en el mar
nada quieren; poséenlo todo sin tener cosa alguna,
porque ese gozo de luz pura satisface el anhelo del
corazón: todos sus deseos están cumplidos, y su
plenitud los eleva sobre cuanto los hombres ávidos
y hambrientos codician en la tierra: de nada les sir-
ven todos los deleites que los cercan porque el col-
mo de su felicidad, que viene de lo interior, no les
deja sentimiento alguno para lo que de delicioso ven
fuera de sí: están como los dioses, que, hartos de
néctar y ambrosía, no se dignarían alimentarse con
los groseros manjares que se les presentaran en la
mesa más exquisitas de los mortales. Todos los ma-
les huyen lejos de aquellos sitios tranquilos: la
FENELÓN
156
muerte, las enfermedades, la pobreza, el dolor, los
pesares, los remordimientos, los temores, hasta las
esperanzas que a veces cuestan tantas penas como
los temores, las discordias, los disgustos, los enojos,
no pueden tener allí entrada.
Aunque las altas montañas de Tracia, cuyas ci-
mas, cubiertas de nieves y hielos desde el principio
del mundo, rasgan las nubes, fueran arrancadas de
sus cimientos asidos al centro de la tierra, ni aun se
conmovería el corazón de aquellos justos: sólo se
compadecen de las miserias que agobian a los hom-
bres mientras viven en el mundo; pero esa compa-
sión es dulce y apacible, y en nada menoscaba su
inalterable felicidad. Juventud eterna, felicidad sin
fin, gloria enteramente divina, he ahí lo que se pinta
en sus semblantes; pero su alegría esta exenta de
toda liviandad e indecencia; es una alegría dulce,
noble, llena de majestad; es un gusto sublime de la
verdad y de la virtud, que los enajena: todos los
instantes sin interrupción los pasan en el mismo
arrobamiento de corazón en que está una madre al
volver a ver al hijo querido que había creído muer-
to; y esa alegría, que no tarda en disiparse para la
madre, jamás huye del corazón de aquellos hom-
bres; jamás se amortigua un momento; para ellos
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
157
siempre es nueva, disfrutando, como disfrutan, de
todo el alborozo de la embriaguez, sin participar de
su trastorno y ofuscamiento.
Es su entretenimiento hablar entre sí de lo que
ven y de lo que gozan: desprecian las blandas deli-
cias e ilusorias grandezas de su pasada condición
que deploran; recuerdan, con placer los tristes si
bien ligeros años en que tuvieron que luchar, para
ser buenos, consigo y con el torrente de los hom-
bres corrompidos; admiran el favor de los dioses
que los han conducido como de la mano hacia la
virtud por medio de tantos peligros. Su corazón se
halla continuamente inundado de no sé qué de divi-
no que como un destello de la misma dignidad se
une a ellos: ven, disfrutan su bienaventuranza, y co-
nocen que es eterna. Cantando las alabanzas de los
dioses, no forman sino una sola voz, un pensa-
miento solo, un solo corazón: la misma felicidad
produce como un flujo y reflujo en aquellas almas
unidas.
En ese arrobamiento divino pasan los siglos con
más rapidez que entre los mortales las horas, y sin
embargo millares de siglos pasados no menoscaban
su felicidad siempre nueva y siempre cabal. Todos
reinan juntos, no en tronos que la mano del hombre
FENELÓN
158
pueda derribar, sino en el de sus propias almas con
inmutable poderío; porque no han menester de ser
temibles con el poder prestado de un pueblo vil y,
miserable. Ya no llevan esas falsas diademas cuyo
esplendor oculta tantos temores y negros desvelos,
los dioses mismos los han coronado con sus manos,
y sus coronas son inmarcesibles.
Telémaco, que buscaba a su padre con temor, de
hallarle en aquellos hermosos lugares, quedó tan
extasiado con el gusto de paz y felicidad que inspi-
raban, que le hubiera querido encontrar, y le afligía
por su parte el tener que volver en seguida a la so-
ciedad de los mortales. Aquí es, decía, donde está la
verdadera vida; nuestra existencia es una muerte.
Pero lo que le dejaba atónito era haber visto casti-
gados en el Tártaro tantos reyes, y ver tan pocos en
los Campos Elíseos, y conocía que hay pocos reyes
con bastante firmeza y valor para resistirse a su
propio poder, y rechazar la adulación de tantas per-
sonas como excitan todas sus pasiones. Así son rarí-
simos los buenos reyes, y tan perversos los más, que
los dioses no serían justos, si, habiéndoles permitido
abusar de su poder durante la vida, no los castigaran
después de la muerte.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
159
Telémaco, no viendo a su padre Ulises entre
aquellos reyes, buscó al divino Laertes, su abuelo,
mirando por todas partes. Mientras le buscaba inú-
tilmente, se le acercó a anciano venerable y lleno de
majestad. Su vejez no se parecía a la de los hombres
que el peso de los años agobia sobre la tierra: sola-
mente se veía que había llegado a ser viejo antes de
morir; era una mezcla de cuanto de grave tiene la
vejez con todas las gracias de la juventud. Porque
las gracias renacen en los ancianos más decrépitos al
punto que entran en los Campos Elíseos. Aquel
hombre se adelantaba con empeño, y miraba a Te-
lémaco lleno de complacencia como a quien mucho
amaba. Telémaco, que no le reconocía, estaba con
inquietud y duda.
Te perdono, querido hijo mío, le dijo el anciano,
que no me reconozcas. Yo soy Arcesio, padre de
Laertes. Antes que Ulises mi nieto partiera para ir al
sitio de Troya, había yo acabado mis días: tú eras
entonces una criatura en brazos de la nodriza, y
desde entonces ya había concebido yo de ti grandes
esperanzas, que no me engañaron, pues veo que has
descendido al reino de Plutón para buscar a tu pa-
dre, y que los dioses te protegen en esta hazaña. ¡O
mancebo feliz, los dioses te aman y te preparan glo-
FENELÓN
160
ria igual a la de tu padre! ¡O feliz también yo que te
vuelvo a ver! No busques más a Ulises en estos lu-
gares, porque todavía vive, y está reservado para
levantar nuestra casa en la isla de Itaca, Laertes
mismo, aunque agobiado por el peso de los años,
goza aún de la vida y aguarda que su hijo vuelva a
cerrarle los ojos. Así pasan los hombres como las
flores, que se abren por la mañana, y a la tarde se
ven marchitas y holladas. Las generaciones de la
especie humana corren como las ondas de un raudo
río; nada puede parar al tiempo, que arrastra en pos
de sí lo que parece más inmóvil. Tú mismo, hijo
mío, mi querido hijo, tú mismo que ahora gozas de
una juventud tan lozana y tan fecunda en placeres,
verás, tenlo presente, que esa hermosa edad no es
sino una flor que se seca apenas se abre; veráste
mudado insensiblemente: las risueñas gracias, los
dulces deleites que te acompañan, la fuerza, la salud,
la alegría se desvanecerán como un bello ensueño,
de que no nos quedará mas que una tristísima me-
moria: vendrá la vejez lánguida y morosa que te
arrugará el rostro, te encorvara el cuerpo, te debili-
tara los miembros, secarán tu corazón la fuente del
placer, te hará lo presente enojoso, tremendo lo ve-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
161
nidero, y te volverá insensible a todo menos al do-
lor.
Parécete remoto ese tiempo: ¡ay! ¡cómo te enga-
ñas, hijo mío! ese tiempo vuela, mírale como llega:
lo que viene con tanta presa no dista mucho de ti, y
el momento presente que huye está ya bien lejos,
pues se aniquila cuando aun no hemos acabado de
decirlo, y es imposible adelantarle. Nunca pues
cuentes, hijo mío, con lo presente; sino procura
mantenerte en la senda difícil y áspera de la virtud
con los ojos puestos en lo futuro. Prepárate, por
medio de costumbres puras y amor a la justicia, lu-
gar en la morada de la paz.
Pronto volverás a ver al fin a tu padre, que reco-
brará la autoridad en Itaca. Tú has nacido para rei-
nar después de él; pero ¡ay! hijo mío, ¡cuan falaz es
la regia condición mirada de lejos, no se ve sino
grandeza, esplendor y delicias; pero de cerca todo
espinoso. Puede un particular sin desdoro entregar-
se a una vida dulce y oscura. Un rey no puede sin
deshonrarse preferir las dulzuras y el ocio a las pe-
nosas funciones del gobierno: siendo de todos los
que gobierna, no le es lícito ser suyo: sus más ligeras
faltas son de infinita consecuencia, porque causan la
desgracia de los pueblos, y algunas veces para mu-
FENELÓN
162
chos siglos: debe reprimir la audacia de los malva-
dos, defender la inocencia, disipar la calumnia. No
le hasta no hacer mal alguno: es menester que haga
todo el bien posible que el estado necesita. No es
suficiente que haga bien por sí, ha de impedir tam-
bién el mal que otros harían, si no se les contuviera.
Teme pues, hijo mío, teme una condición tan peli-
grosa; ármate de valor contra ti mismo, contra tus
pasiones y contra los aduladores.
Al decir tales palabras, parecía Arcesio animado
de un fuego divino, y mostraba a Telémaco un
semblante lleno de compasión por los males que
acompañan a la dignidad real. Cuando se toma, de-
cía, para satisfacción propia, es una monstruosa ti-
ranía; cuando se toma para cumplir con sus
obligaciones, y dirigir a un pueblo numeroso como
dirige un padre a sus hijos, es una esclavitud mortal
que exige una valentía y una paciencia heroicas. Por
eso disfrutan aquí ciertamente los que han reinado
con sincera virtud cuanta la omnipotencia de los
dioses puede conceder para completar la bienaven-
turanza.
Mientras Arcesio hablaba de ese modo, sus pala-
bras penetraban hasta lo más íntimo del corazón de
Telémaco, quedándosele grabadas como en el bron-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
163
ce se graban las figuras indelebles que un diestro
artífice forma con su buril para que las contemple la
más remota posteridad. Esas sabias palabras eran
como una llama sutil que se deslizaba por las entra-
ñas del joven de Telémaco, que se sentía conmovi-
do y abrasado, y parecía que un ardor divino le
derretía el corazón. Lo que experimentaba en la
parte más íntima de sí mismo, le consumía misterio-
samente, sin poder contenerlo, ni soportarlo, ni re-
sistir a tan violenta impresiona era un sentimiento
vivo y delicioso, mezclado con un dolor capaz de
acabar con la vida.
Después empezó Telémaco a respirar con más
desahogo. Reconoció entonces en el rostro de Ar-
cesio mucha semejanza con Laertes: aún creía re-
cordar confusamente haber visto en Ulises, su
padre, facciones parecidas, cuando Ulises partió
para el sitio de Troya. Ese recuerdo le enterneció;
saliéronle a los ojos lágrimas dulces, mezcladas con
alegría: quiso abrazar a una persona tan amada; pero
intentólo en vano muchas veces: la sombra incorpó-
rea se resbalaba de sus brazos como un sueño enga-
ñoso se sustrae al hombre que cree tenerle asido,
cuando ora con sedienta boca persigue una agua
fugitiva, ora agita los labios para formar palabras
FENELÓN
164
que su lengua entumecida no puede articular, alar-
gando las manos con esfuerzo y no pudiendo coger
cosa alguna: así Telémaco no logra satisfacer su ter-
nura; ve a Arcesio, le oye, le habla, pero no puede
tocarle. Al cabo le pregunta quienes son los hom-
bres que ve alrededor de él.
Aquí ves, hijo mío, le respondió el sabio anciano,
a los varones que han sido el ornamento de su siglo,
la honra y la felicidad del género humano. Ves a los
pocos reyes que han sido dignos de serlo, y que han
desempeñado fielmente las funciones de la divini-
dad en la tierra. Los otros que ves tan cerca de ellos,
si bien separados por esa ligera nube, disfrutan de
menos gloria: son héroes, a la verdad, pero el galar-
dón de su denuedo y hazañas militares no se puede
comparar con el de los reyes sabios, justos y benéfi-
cos.
Entre esos héroes ves a Teseo, que tiene el sem-
blante algo triste: ha sentido la desgracia de ser de-
masiado crédulo con una mujer artificiosa y aún le
aflige el haber pedido a Neptuno tan injustamente la
muerte cruel de su hijo Hipólito: ¡dichoso él si no
hubiera sido, tan pronto y fácil de irritar! Ves tam-
bién a Aquiles apoyado en su lanza por la herida
que le hizo en el talón la mano del cobarde Paris, y
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
165
que le arrancó la vida. Si hubiera sido tan prudente,
justo y moderado como intrépido era, los dioses le
hubieran concedido un largo reinado; pero han te-
nido piedad de los Ptiotes y de los Dólopes, cuyo
rey debía de haber sido naturalmente después de
Peleo, y no han querido entregar tantos pueblos al
capricho de un hombre impetuoso, más fácil de
irritar que la mar más borrascosa. Las parcas han
acortado el hilo de sus días, y ha sido como una flor
apenas abierta que el hierro del arado siega y que
cae antes de acabarse el día en que se ha visto nacer.
Los dioses no han querido servirse de él sino como
de los torrentes y tempestades, para castigar los
crímenes de los hombres; han empleado a Aquiles
para derribar los muros de Troya, vengando así el
perjurio de Laomedonte, y los culpables amores de
Paris. Satisfechos con el servicio de ese instrumento
de su cólera, se aplacaron, y negaron al llanto de
Tetis el consentir más tiempo en la tierra al joven
héroe, que no era capaz sino de turbar a los hom-
bres, de destruir las ciudades y los imperios.
Pero ¿ves a este otro con el semblante feroz? Ese
es Ayax, hijo de Telamon: y primo de Aquiles: tú no
ignoras sin duda cual haya sido su gloria en los
combates. Después de la muerte de Aquiles, pre-
FENELÓN
166
tendió que no podían darse sus armas a otro que a
él; tu padre no creyó que se las debiera ceder: los
Griegos decidieron en favor de Ulises. Ayax se
mató desesperado; en su rostro están pintadas toda-
vía la indignación y la ira. No te acerques a él, hijo
mío, no crea que tú quieres insultarle en su infortu-
nio, siendo justo compadecerte: ¿no adviertes como
nos mira con pesar, que se interna en aquella som-
bría espesura, porque le somos odiosos? En este
otro lado ves a Héctor, que hubiera sido invencible,
si el hijo de Tetis no hubiera estado en el mundo al
mismo tiempo. Pero he allí a Agamenon que pasa, y
que todavía lleva las señales de la perfidia de Cli-
temnestra. O hijo mío, me estremezco al pensar en
las desgracias de la familia del impío Tántalo. La
discordia de los dos hermanos Atreo y Tiestes han
llenado su casa de sangre y horror. ¡Ah! ¡cómo aca-
rrea un crimen otros crímenes! Agamenon de vuelta
de Troya, donde había estado a la cabeza de los
Griegos, no tuvo tiempo de gozar en paz la gloria
que había adquirido: tal es el destino de casi todos
los conquistadores. Todos esos hombres que tú ves,
han sido formidables en la guerra; pero no han sido
virtuosos ni dignos de amor, y por lo mismo no es-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
167
tán mas que en la segunda morada, de los Campos
Elíseos.
En cuanto a estos, por haber reinado con justicia
y amado a sus pueblos, son amigos de los dioses,
mientras Aquiles y Agamenon, llenos de sus renco-
res y batallas, todavía conservan aquí sus penas y
defectos naturales. En tanto que lamentan en vano
la vida que han perdido, y que se afligen de no ser
más que sombras impotentes y vacías, los reyes
justos, purificados por la luz divina de que se nu-
tren, nada tienen que desear para su felicidad: miran
con lástima las zozobras de los mortales, parecién-
doles como juegos de niños los mayores negocios
que agitan a los hombres ambiciosos: sus corazones
están saturados de verdad y virtud, que sacan del
manantial. No tienen que padecer ni por otros ni
por sí: no más deseos, no más necesidades, no más
temor: para ellos, excepto la alegría todo se ha aca-
bado.
Contempla, hijo mío, a ese antiguo monarca que
fundó el reino de Argos. Tú ves a Inaco en ese an-
ciano tan apacible y majestuoso las flores nacen de
sus pasos: su marcha ligera parece el vuelo de un
ave: tiene en la mano una lira de marfil y en éxtasis
eterno canta las maravillas de los dioses. Del cora-
FENELÓN
168
zón y de la boca exhala una exquisita fragancia la
armonía de su voz y de su lira arrebatara a los hom-
bres y a los dioses. Tal es la recompensa de su amor
al pueblo que reunió en el ámbito de sus nuevas
murallas, al cual dio leyes.
En el otro lado puedes ver entre aquellos mirtos
a Cécrope, egipcio, que fue el primero que reinó en
Atenas, ciudad consagrada a la sabia diosa de quien
tomó el nombre, Cécrope, llevando de Egipto leyes
útiles, que han sido en Grecia la fuente de las letras
y de las buenas costumbres, suavizó a los naturales
feroces de las aldeas de la Ática, y los unió con los
lazos de la sociedad. Fue justo, humano, compasivo:
dejó a los pueblos en la abundancia, y a su familia
en la medianía, no queriendo que sus hijos le su-
cedieran en la autoridad, porque juzgaba que había
otros más dignos de ella.
También necesito mostrarte en ese vallecillo a
Ericton que inventó el uso de la moneda, con el fin
de facilitar el comercio entre las islas de Grecia; pe-
ro previó el inconveniente anejo a esa invención.
Aplicaos, decía a todos los pueblos, a multiplicar en
vuestro suelo las riquezas naturales, que son las ver-
daderas: cultivad la tierra, para tener abundancia de
trigo, vino, aceite y frutas; tened innumerables ga-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
169
nados que os alimenten con su leche y os cubran
con su lana: de ese modo os pondréis en estado de
no temer jamás la pobreza. Cuantos más hijos ten-
gáis, tanto más ricos seréis, con tal que les inspiréis
la afición al trabajo; porque la tierra es inagotable, y
aumenta su fecundidad en proporción del número
de sus habitantes que cuidan de cultivarla, a todos
paga sus fatigas con liberalidad, y sólo se vuelve
avara e ingrata para los que la cultivan con negligen-
cia. Dedicaos pues principalmente a las verdaderas
riquezas, que son las que satisfacen las verdaderas
necesidades del hombre. En cuanto al dinero, es
menester no hacer de él más caso que el que merez-
ca cuando sea necesario, o para las guerras inevita-
bles que han de sostenerse fuera, o para el comercio
de las mercancías necesarias que faltan a vuestro
país; y aun sería de desear que se dejara desaparecer
del comercio todo lo que no sirve más que para fo-
mentar el lujo, la vanidad y la molicie.
El prudente Ericton decía muchas veces: Yo te-
mo, hijos míos, que os he procurado un don fu-
nesto con la invención de la moneda. Preveo que
excitará la avaricia, la ambición, el fausto; que man-
tendrá una infinidad de artes que acabaran enervan-
do y corrompiendo las costumbres; que os hará
FENELÓN
170
enojosa la feliz sencillez en que estriban el sosiego y
la seguridad de la vida en fin, que os llevará a des-
preciar la agricultura, que es el fundamento de la
vida humana, y el manantial de todos los bienes
verdaderos; pero los dioses son testigos de la pureza
de mis intenciones al daros una invención útil en sí
misma. Por último, cuando Ericton notó que, como
lo había previsto, el dinero corrompía los pueblos,
se retiró de dolor a una montaña agreste, en donde
vivió pobre y lejos de los hombres hasta una vejez
extremada, sin querer mezclarse en el gobierno de
las ciudades.
Poco tiempo después apareció en Grecia el fa-
moso Triptolemo, a quien Ceres había enseñado el
arte de cultivar las tierras, y cubrirlas todos los años
de doradas mieses. No dejaban de saber los hom-
bres, que ya conocían el trigo, la manera de multi-
plicarle sembrándole; pero ignoraban la perfección
de la labranza, y Triptolemo, enviado por Ceres, se
presentó con el arado, ofreciendo los dones de la
diosa a todos los pueblos que tuvieran el valor nece-
sario para vencer su natural pereza, y darse a un tra-
bajo asiduo. No tardó Triptolemo en enseñar a los
Griegos a hender la tierra y fertilizarla desgarrándole
el seno: no tardaron los segadores en derribar con
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
171
infatigable ardor al golpe de sus cortantes hoces las
pajizas espigas que cubrían los campos. Los pueblos
todavía salvajes, que corrían dispersos acá y allá en
los bosques del Epiro y Etolia para alimentarse de
bellotas, dulcificaron sus costumbres y se sometie-
ron a leyes, cuando aprendieron a hacer crecer las
mieses, y a alimentarse con pan.
Triptolemo hizo sentir a los Griegos el placer
que hay en no deber las riquezas sino a su propio
trabajo, y en encontrar en su campo todo lo necesa-
rio para hacer la vida cómoda y dichosa. La abun-
dancia tan simple, tan inocente, que la agricultura
proporciona, les trajo a la memoria los sabios con-
sejos de Ericton: entonces despreciaron el dinero y
todas las riquezas artificiales, que no son riquezas
sino por la imaginación del hombre, que le incitan a
buscar placeres peligrosos, y que le apartan del tra-
bajo, en donde hallaría todos los bienes reales con
costumbres puras en amplia libertad. Conocióse
pues, que un campo fértil y bien cultivado es el ver-
dadero tesoro de una familia que sabe y quiere vivir
frugalmente como sus padres han vivido. ¡Dichosos
los Griegos si se hubieran mantenido firmes en es-
tas máximas tan adecuadas a la conservación del
poder, de la libertad y de la ventura, de que con ellas
FENELÓN
172
hubieran sido, dignos por medio de una sólida vir-
tud! Pero ¡ay! empiezan a admirar las falsas riquezas,
descuidan poco a poco las verdaderas, y van dege-
nerando de esa maravillosa simplicidad.
O hijo mío, tú reinaras; cuando llegue ese día re-
cuerda que es menester traer a los hombres a la
agricultura, y honrar esa profesión, procurando ali-
viar a los que a ella se apliquen, y no permitiendo el
ocio ni la ocupación en artes que fomenten el lujo y
la molicie. Los dioses aman aquí con predilección a
esos dos hombres que han sido tan sabios en la tie-
rra. Advierte, hijo mío, que su gloria supera a la de
Aquiles y otros héroes que no han sobresalido mas
que en los combates, como la dulce primavera al
invierno helado, o como la luz del sol al resplandor
de la luna.
Mientras Arcesio hablaba así, observó que Telé-
maco tenía los ojos fijos en un bosquecillo de lau-
reles, y en un arroyo festoneado de violetas, rosas,
lirios y otras muchas flores olorosas, cuyos vivos
matices parecían a los de Iris cuando baja del cielo a
la tierra para anunciar a algún mortal la voluntad de
los dioses. En aquel hermoso sitio estaba el gran
Sesostris, a quien conoció Telémaco: parecía mil
veces más majestuoso que cuando se sentaba en el
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
173
trono de Egipto. Salían de sus ojos rayos de una luz
dulce que deslumbraba los de Telémaco. Hubiérase
creído, al verle, que estaba embriagado de néctar,
tan arrebatado le tenía el espíritu divino sobre la
razón humana para recompensar sus virtudes.
Telémaco dijo a Arcesio: Reconozco, padre mío,
a Sesostris, al sabio rey de Egipto, a quien no hace
mucho he visto allí.
Él es, respondió Arcesio, y tú ves por su ejemplo
cuan magníficos son los dioses en recompensar a
los buenos reyes; pero debes saber que nada es toda
esa felicidad en comparación de la que le estaba
destinada y de que gozaría, si la demasiada prospe-
ridad no le hubiese hecho olvidar las reglas de la
moderación y la justicia. El empeño de abatir el or-
gullo e insolencia de los Tirios le llevó a tomar su
ciudad. Esta conquista le sugirió el deseo de otras:
dejóse deslumbrar de la falsa gloria de los conquis-
tadores, y subyugó, o por mejor decir, devastó el
Asia entera. A su vuelta a Egipto, halló que su her-
mano se había apoderado del cetro, y con su injusto
gobierno había alterado las mejores leyes del país.
De modo que sus magníficas conquistas sólo le sir-
vieron para trastornar su propio reino. Lo que em-
pero le hizo más indisculpable fue el haberse
FENELÓN
174
infatuado con su gloria hasta el punto de enganchar
a su carro a los más soberbios de los reyes que había
vencido. Después, conociendo su falta, se avergon-
zó de haber sido tan inhumano. Ese fue el fruto de
sus victorias. He ahí lo que hacen contra sus estados
y en perjuicio propio los conquistadores, por querer
usurpar los de sus vecinos. He ahí lo que destrono a
un rey en lo demás tan justo y tan benéfico; y eso es
lo que disminuye la gloria que los dioses le tenían
preparada.
¿No ves a ese otro, hijo mío, cuya herida parece
tan brillante? Ese es un rey de Caria, llamado Dio-
clides, que se sacrificó por su pueblo en una batalla,
porque el oráculo había dicho: que en la guerra en-
tre los Carienses y Licios, la nación cuyo rey muriera
saldría vencedora.
Contempla a este otro: es un sabio legislador,
que habiendo dictado a su pueblo leyes propias para
hacerle bueno y feliz, le tomó juramento de no vio-
lar jamás ninguna de ellas durante su ausencia: des-
pués de lo cual partió, se desterró de su patria, y
murió pobre en tierra extraña, para obligar a su
pueblo a cumplir el juramento guardando siempre
leyes tan provechosas.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
175
Ese otro que ves es Eunesimo, rey de los Pilien-
ses, y uno de los ascendientes del sabio Néstor. En
una peste que asolaba la tierra, y cubría de nuevas
sombras las orillas del Aqueronte, pidió a los dioses
que aplacaran su enojo, redimiendo con su muerte a
tantos millares de inocentes. Los dioses acogieron
su ruego, y le hicieron encontrar aquí el reinado
verdadero, del cual todos los de la tierra no son sino
vanas sombras.
El anciano que ves coronado de flores es el fa-
moso Belo, rey de Egipto y esposo de Anquinoe,
hija del dios Nilo, que esconde el manantial de sus
aguas, y enriquece el suelo que riega con sus inun-
daciones. Tuvo dos hijos: Danao, cuya historia sa-
bes; y Egipto, que dio su nombre a aquel hermoso
país. Belo se creía más rico con la abundancia que
procuraba a su pueblo, y con el amor de sus súbdi-
tos, que con todos los tributos que hubiera podido
imponerles. Esos varones, que tú crees muertos,
viven, hijo mío, porque la muerte es la vida que se
arrastra miserablemente en la tierra; sólo los nom-
bres están mudados. ¡Plegue a los dioses hacerte tan
bueno, que merezcas esta vida bienaventurada que
nada puede acabar ni afligir! Date prisa que ya es
tiempo, a ir a buscar a tu padre. ¡Ay! ¡cuanta sangre
FENELÓN
176
verás derramar aún antes de encontrarle! Pero
¡cuanta gloria te espera en los campos de la Hespe-
ria! Ten presentes los consejos del sabio Mentor: si
los sigues, tu fama será grande en todos los pueblos
y por todos los siglos.
Dijo, y al punto condujo a Telémaco hacia la
puerta de marfil por donde se puede salir del tene-
broso imperio de Plutón. Telémaco, sin poder abra-
zarle y con las lágrimas en los ojos, se apartó de él, y
saliendo de aquellos sombríos lugares, volvió apre-
suradamente al campamento de los aliados, después
de haberse unido en el camino con los jóvenes
Cretenses que le habían acompañado hasta la en-
trada de la caverna, y que no esperaban volverle a
ver.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
177
LIBRO XX
Telémaco hace prevalecer en el consejo de los caudillos su
dictamen de no sorprender a Venusa, confiada por ambas
partes enemigas a la custodia de los de Lucania. Muestra su
sabiduría con motivo de dos tránsfugas, de los cuales uno,
llamado Acanto, se había propuesto envenenarle, y el otro,
llamado Dioscoro, ofrecía a los aliados la cabeza de Adrasto.
En la batalla que se traba en seguida, Telémaco lleva la
muerte por donde quiera que va para encontrarse con
Adrasto, que también le busca, y mata de camino a Pisís-
trato, hijo de Néstor: sobreviene Filoctetes, y al tiempo que va
a herir a Adrasto recibe una herida que le obliga a retirarse
del combate. Telémaco acude a los gritos de sus aliados, en
quienes Adrasto hace una horrible carnicería, pelea con este
enemigo, y le perdona la vida a ciertas condiciones que le im-
pone. Adrasto, habiéndose levantado, quiere sorprender a
Telémaco; éste cierra con él de nuevo, y le mata.
FENELÓN
178
Juntáronse entre tanto los caudillos del ejército
para deliberar si convendría tomar a Venusa. Era
ésta una ciudad fuerte que Adrasto había usurpado a
sus vecinos los eucetes de la Apulia, los cuales ha-
bían entrado en la liga para pedir la reparación de
semejante despojo. Adrasto, para aquietarlos, había
puesto la ciudad como en tercería en poder de los
Lucanienses; pero tenía ganados con dinero a los de
la guarnición y al que la mandaba, de suerte que las
de Lucania ejercían realmente menos autoridad que
él en Venusa, habiendo sido engañados los de Apu-
lia en el convenio por el cual habían consentido en
confiar la custodia de Venusa a una guarnición lu-
caniense.
Un ciudadano de Venusa, llamado Demofante,
había prometido secretamente a los aliados entre-
garles por la noche una de las puertas de la ciudad.
Era tanto mayor la ventaja, cuanto que Adrasto ha-
bía almacenado todas sus provisiones y pertrechos
en un castillo inmediato a Venusa, que no se podía
defender, tomada la ciudad. Filoctetes y Néstor ha-
bían manifestado ya que les parecía conveniente
aprovechar una ocasión tan feliz. Todos los caudi-
llos arrastrados por su autoridad, y alucinados con la
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
179
utilidad de tan fácil empresa, aplaudieron esa opi-
nión; pero Telémaco, llegado su turno, se esforzó
cuanto pudo para disuadirlos. No ignoro, les dijo,
que si jamás existió hombre alguno digno de ser
sorprendido y engañado, ése es Adrasto, el que
tantas veces ha engañado a todo el mundo. Veo
además que, sorprendiendo a Venusa, no haréis más
que tomar posesión de una ciudad que os pertenece,
pues es de los Apulienses, que son uno de los pue-
blos de vuestra confederación. Confieso que po-
dríais hacerlo con tanta más apariencia de razón,
cuanto que Adrasto, que ha puesto la ciudad en ter-
cería, tiene sobornada la guarnición con su coman-
dante, para entrar cuando le parezca oportuno. En
fin, conozco como vosotros que si tomarais a Ve-
nusa, al otro día seríais dueños de la fortaleza, en
donde están todos los preparativos de guerra que
Adrasto ha reunido allí, y que con ese golpe acaba-
ríais en dos días con esta guerra tan formidable. Pe-
ro ¿no vale más perecer que triunfar por tales
medios? ¿Se ha de repeler el fraude con el fraude?
¿Habrá de decirse que tantos reyes confederados
para castigar al impío Adrasto por sus engaños, son
engañosos como él? Si no os es lícito hacer lo que
Adrasto hace, él no es culpable, y nosotros hacemos
FENELÓN
180
mal en querer castigarle. ¡Qué! ¿La Hesperia entera,
sostenida por tantas colonias griegas, y por héroes
del sitio de Troya, no tiene otras armas contra la
perfidia y los perjurios de Adrasto sino la perfidia y
el perjurio?
Habéis jurado, por las cosas más sagradas, que
dejaríais a Venusa en depósito entre las manos de
los de Lucania. La guarnición lucaniense, decís, esta
corrompida por el oro de Adrasto: yo lo creo como
vosotros; pero esta guarnición está a sueldo de los
de Lucania, no se ha negado a obedecerles, ha con-
servado, a lo menos en apariencia, la neutralidad. Ni
Adrasto ni los suyos han entrado jamás en Venusa:
el tratado subsiste; los dioses no han olvidado
vuestro juramento. ¿No se guardará la palabra em-
peñada, sino cuando falten pretextos para violarla?
¿No ha de serse fiel y religioso en los juramentos,
sino cuando nada haya que ganar con el quebranto
de la fe jurada? Si el amor a la virtud y el temor de
los dioses no os mueven, que os muevan a lo menos
vuestra reputación e interés. Si dais a los hombres
el pernicioso ejemplo de faltar a la palabra y que-
brantar los juramentos por acabar con una guerra,
¿qué guerras no excitaréis con esa conducta impía?
¿qué vecino tendréis que no deba temerlo todo de
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
181
parte vuestra y detestaros? ¿quién podrá en adelante
en los mayores apuros fiarse de vosotros? ¿Que se-
guridad podréis vosotros dar cuando queráis ser
sinceros? ¿será un tratado? Los habéis hollado. ¿Será
un juramento? ¡Qué! ¿no se sabrá que no hacéis ca-
so de los dioses cuando aguardáis alguna ventaja del
perjurio? La paz para vosotros no tendrá más segu-
ridad que la guerra. Todo lo que venga de vosotros
se recibirá como una guerra, o enmascarada, o
abierta: seréis enemigos perpetuos de cuantos ten-
gan la desgracia de ser vuestros vecinos: os serán
imposibles todas las negociaciones que pides buen
nombre, probidad y confianza: no os quedará recur-
so alguno para que se crea lo que prometáis.
He aquí, añadió Telémaco, otro motivo más po-
deroso todavía, y que debe llamar vuestra atención,
si aun os queda algún sentimiento de probidad, y
alguna previsión en provecho vuestro: este motivo
es que tan engañoso proceder lastima por dentro
vuestra confederación toda y va a arruinarla: vues-
tro perjurio dará el triunfo a Adrasto.
Conmovida toda la asamblea con esas palabras,
le preguntó cómo se atrevía a decir que una acción
que iba a dar una victoria cierta a la liga, la podía
destruir.
FENELÓN
182
¿Cómo, les respondió, podréis fiaros unos de
otros, rara vez rompéis el único lazo de la sociedad
y de la confianza, que es la buena fe? Después que
hayáis sentado como máxima que se pueden violar
las reglas de honradez y de la fidelidad por un gran
provecho, ¿cuál de vosotros se fiará de quien tam-
bién podrá hallar un gran provecho en faltarle a la
palabra y en engañarle? ¿Qué situación será la vues-
tra? ¿Cuál de vosotros no querrá evitar los artificios
de su vecino con los suyos? ¿En qué vendrá a parar
una liga de tantos pueblos, cuando se conviene en-
tre ellos, por común deliberación, que es lícito sor-
prender al vecino, y quebrantar la fe empeñada?
¿Cuál no será vuestra mutua desconfianza, vuestra
división, vuestro ardor para destruiros unos a otros?
Adrasto no necesitará embestiros; os bastaréis para
despedazaros, y justificaréis sus alevosías.
O reyes sabios y magnánimos, o vosotros que
amaestrados por la experiencia mandáis a innume-
rables pueblos, no os desdeñéis de escuchar los
consejos de un joven. Si cayerais en los más espan-
tosos extremos en que suele la guerra precipitar a
los hombres, podríais volveros a levantar con vues-
tra vigilancia y los esfuerzos de vuestra virtud, por-
que el verdadero valor nunca se abate. Si empero
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
183
rompieseis una vez el valladar del honor y de la
buena fe, esa pérdida sería irreparable: ni podríais
restablecer la confianza necesaria para el buen éxito
de todos los negocios importantes, ni traer de nue-
vo a los hombres a los principios de la virtud, des-
pués de haberles enseñado a despreciarlos. ¿Qué
tenéis? ¿No tenéis bastante valor para vencer sin
engañar? Vuestra virtud, unida a las fuerzas de tan-
tos pueblos, ¿no os basta? Peleemos; muramos, si es
menester, antes que vencer tan indignamente.
Adrasto, el impío Adrasto, está en nuestras manos,
con tal que nos horrorice el imitar su villanía y mala
fe.
Luego que Telémaco hubo acabado su discurso,
conoció que la dulce persuasión había pasado desde
sus labios hasta lo más íntimo de los corazones.
Notó un profundo silencio en la asamblea: pensa-
ban todos, no en él ni en la gracia de sus palabras,
sino en la fuerza de la verdad que se sentía en la ila-
ción de su razonamiento: el pasmo se retrataba en
los semblantes. Por último se levantó un murmullo
sordo que se fue extendiendo poco a poco por la
asamblea: mirábanse unos a otros, nadie osaba
romper el silencio: aguardaban a que se declararan
los caudillos del ejército, y cada cual procuraba,
FENELÓN
184
aunque con trabajo, contener sus sentimientos. Al
cabo el grave Néstor prorrumpió en estas palabras:
Digno hijo de Ulises, los dioses os han hecho
hablar; y Minerva, que tantas veces ha inspirado a
vuestro padre, ha puesto en vuestra mente el con-
sejo sabio y generoso que habéis dado. No miro yo
vuestra juventud; solo contemplo a Minerva en
cuanto acabáis de decir. Habéis hablado en favor de
la virtud: sin ella las mayores ventajas son verdade-
ras pérdidas; sin ella pronto se acarrea uno la ven-
ganza de sus enemigos, la desconfianza de sus
aliados, el odio de todos los hombres de bien, y la
justa cólera de los dioses. Dejemos pues a Venusa
en poder de los de Lucania, y pensemos solamente
en vencer a Adrasto con nuestro valor.
Dijo, y toda la asamblea aplaudió sus sabias pala-
bras; pero, mientras aplaudían, fijaban todos la vista
con asombro en el hijo de Ulises, y creían ver res-
plandecer en él la sabiduría de Minerva que le inspi-
raba.
No tardó en suscitarse otro debate en el consejo
de los reyes, en donde no adquirió menos gloria.
Adrasto, siempre cruel y alevoso, envió al campa-
mento como tránsfuga a cierto Acanto, con el fin de
que envenenara a los caudillos más ilustres del ejér-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
185
cito, y especialmente al joven Telémaco, que era ya
el terror de los Daunienses, y a quien llevaba orden
de hacer morir, no perdonando para conseguirlo
medio alguno. Telémaco, que tenía demasiado valor
y pureza para propender a la desconfianza, recibió
sin dificultad y con afecto a aquel miserable, que
había visto a Ulises en Sicilia y le contaba las aven-
turas del héroe. Manteníale, y procuraba consolarle
en su infortunio; porque Acanto se quejaba de que
Adrasto le había engañado y tratado indignamente.
Pero eso era alimentar y abrigar en su pecho a una
víbora ponzoñosa dispuesta a hacerle una herida
mortal.
Sorprendieron a un desertor llamado Arion, que
Acanto había enviado a Adrasto para informarle del
estado del campo de los aliados, y asegurarle que al
otro día envenenaría a los reyes principales y a Te-
lémaco, en un festín que este debía darles. Arion
cogido declaró su traición. Sospechóse que estaba
de inteligencia con Acanto, porque eran muy ami-
gos; pero Acanto, profundamente disimulado e in-
trépido, se defendía con tanta maña, que ni le po-
dían convencer ni descubrir el fondo de la conjura-
ción.
FENELÓN
186
Varios de los reyes fueron de parecer de que en
la duda se debía sacrificar a Acanto a la seguridad
pública. Es menester que muera, decían; la vida de
un hombre solo nada vale, cuando se trata de asegu-
rar la de tantos reyes. ¿Qué importa que perezca un
inocente, cuando se trata de conservar a los que re-
presentan a los dioses en medio de los hombres?
¡Qué máxima inhumana! ¡qué bárbara política!
respondió Telémaco. ¡Qué! ¡tan pródigos sois de
sangre, humana, o vosotros los que estáis puestos
como pastores de los hombres y que no les mandáis
sino para defenderlos como un pastor defiende su
rebaño! Vosotros sois lobos crueles y no pastores; o
por lo menos si lo sois, es para esquilmar y degollar
el ganado en lugar de apacentarle según vosotros,
cualquiera es culpado desde que se le acusa; una
sospecha merece la muerte; los inocentes están a
merced de los envidiosos y calumniadores, y con-
forme vaya creciendo en vuestros corazones la des-
confianza tiránica, será menester inmolaros más
víctimas.
Telémaco pronunciaba esas palabras con tanta
autoridad y vehemencia, que arrebataba los ánimos
y cubría de vergüenza a los autores de tan infame
consejo. En seguida, serenándose, les dijo: Por mi
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
187
parte no amo tanto la vida, que quiera vivir a ese
precio: prefiero que Acanto sea malvado a serlo yo,
y que me quite la vida por una alevosía a quitársela
en la duda injustamente. Pero escuchad, o vosotros
que siendo reyes, es decir, jueces de los pueblos,
debéis saber juzgar a los hombres con justicia, pru-
dencia y mansedumbre: dejadme interrogar a
Acanto en vuestra presencia.
Al punto interroga a aquel hombre acerca de su
trato con Arion; te acosa sobre una infinidad de cir-
cunstancias; aparenta muchas veces que va a en-
viarle a Adrasto como un tránsfuga digno de
castigo, para observar si tendría miedo de que se le
mandara así, o no; pero el rostro y la voz de Acanto
permanecen inalterables. Por último, no pudiendo
arrancarle la verdad, le dijo: Dadme vuestro anillo,
que lo quiero enviar a Adrasto. A esta demanda,
Acanto se puso pálido y se sobrecogió. Telémaco,
que tenía los ojos clavados en él, lo notó, y tomó el
anillo. Voy a mandársele a Adrasto, le dijo, por me-
dio de un Lucaniense llamado Politropo, a quien
conocéis, y que irá como si secretamente fuera de
parte vuestra. Si por este medio logramos descubrir
vuestra inteligencia con Adrasto, se os hará morir
inexorablemente con los tormentos más crueles: al
FENELÓN
188
contrario, si desde ahora confesáis vuestra falta, se
os perdonará, contentándose con enviaros a una isla
en donde de nada carezcáis. Entonces Acanto lo
declaró todo, y Telémaco obtuvo de los reyes que se
le dejara la vida, porque él se la había prometido.
Desterráronle a una de las islas Echinades, en donde
vivió tranquilamente.
Poco tiempo después, un Dauniense de origen
oscuro, pero de espíritu violento y atrevido, llamado
Dioscoro, pasó una noche al campo de los aliados, y
les ofreció degollar al rey Adrasto en su tienda. Po-
día cumplirlo, porque es dueño de la vida de los
otros quien en nada tiene la suya. Aquel hombre no
respiraba sino venganza, porque Adrasto le había
robado a su mujer, a quien amaba con delirio, sien-
do igual a la misma Venus en hermosura. Estaba re-
suelto a matarle y recobrar a su mujer, o a morir.
Tenía inteligencias secretas para entrar de noche en
la tienda del rey, y contaba con el auxilio de varios
capitanes daunienses que favorecían su empresa;
pero le parecía necesario que al mismo tiempo ata-
caran los reyes aliados el campo de Adrasto, a fin de
poder salvarse y sacar a su mujer más fácilmente
con el tumulto. Si muerto el rey, no podía sacar a su
mujer, se contentaba con morir.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
189
Luego que Dioscoro hubo explicado a los reyes
su designio, todo el mundo se volvió hacia Teléma-
co, como para pedirle la decisión.
Los dioses, dijo él que nos han preservado de los
traidores, nos prohíben servirnos de ellos. Aunque
no tuviéramos bastante virtud para detestar la trai-
ción, nuestro interés sólo sería suficiente para que la
desecháramos. Desde que la autorizáramos con
nuestro ejemplo, mereceríamos que se volviera
contra nosotros. ¿Quién desde ese momento estará
seguro entre nosotros? Adrasto puede acaso evitar
el golpe que le amenaza, t hacer que caiga sobre los
reyes aliados. La guerra ya no será guerra; de ningún
provecho servirán la prudencia y la virtud: sólo se
harán alevosías, traiciones y asesinatos. Nosotros
mismos sentiríamos las consecuencias, y lo merece-
ríamos, por haber autorizado el mayor de todos los
males. Concluyo pues que es menester enviarle a
Adrasto el traidor. Confieso que ese rey no lo mere-
ce; pero toda la Hesperia y toda la Grecia, que tie-
nen los ojos puestos en nosotros, merecen que así
procedamos para que nos estimen. Nosotros por
nosotros mismos, y por los justos dioses debemos
mirar con este horror la perfidia.
FENELÓN
190
Al punto fue llevado Dioscoro a Adrasto, que se
estremeció del peligro en que había estado, no ce-
sando de maravillarse de la generosidad de sus ene-
migos. Adrasto admiraba, a pesar suyo, lo que
acababa de ver, sin atreverse a elogiarlo. La noble
acción de los aliados excitaba en él un vergonzoso
recuerdo de todas sus arterías, de todas sus cruelda-
des. Procuraba menoscabar la generosidad de sus
enemigos, y se avergonzaba de parecer ingrato, de-
biéndoles la vida; pero los perversos se endurecen
pronto para cuanto los pudiera conmover. Adrasto,
que vio como se aumentaba de día en día la fama de
los aliados, creyó que le era urgente hacer contra
ellos alguna hazaña brillante; y como era incapaz de
ninguna acción de virtud, quiso a lo menos procurar
alguna ventaja señalada con las armas, y se apresuró
a combatir.
Llegado el día de la batalla, cuando apenas la au-
rora abría al sol las puertas del oriente por un cami-
no sembrado de rosas, el joven Telémaco,
adelantándose con sus cuidados a la vigilancia de los
más viejos capitanes, se arrancó de los brazos del
dulce sueño, y puso en movimiento a todos los ofi-
ciales. Su casco, cubierto de flotantes crines, brillaba
ya en su cabeza, y su coraza, ajustada al cuerpo,
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
191
deslumbraba los ojos de todo el ejército: la obra de
Vulcano tenía además de su belleza propia el res-
plandor de la égida unida a las armas misteriosa-
mente tenía la lanza en una mano, y con la otra
indicaba los diversos puestos que era menester ocu-
par.
Minerva había comunicado a sus ojos un fuego
divino, animándole el rostro con una majestad altiva
que prometía ya la victoria. Telémaco marchaba, y
todos, los reyes, olvidados de su edad y de su ca-
rácter regio, seguían sus pasos, como impelidos por
una fuerza superior. Ya no cabe en los ánimos la
flaca emulación: todo cede al que Minerva guía invi-
siblemente de la mano. Su acción ni era impetuosa
ni precipitada: se mostraba afable, sereno, sufrido,
siempre dispuesto a escuchar a los demás, y a apro-
vecharse de sus consejos; pero activo, previsor,
atento a las necesidades más lejanas, disponiéndolo
todo con oportunidad, sin embarazarse ni embara-
zar a los otros, disculpando las faltas, reparando los
descuidos, salvando las dificultades, no pidiendo
jamás demasiado a nadie, inspirando en todas partes
libertad y confianza.
Si daba órdenes, las daba en los términos más
sencillos y claros, y las repetía para instruir mejor a
FENELÓN
192
los que debían ejecutarlas. Les conocía en los ojos si
le habían entendido bien, haciéndoles en seguida
explicar familiarmente el sentido de sus palabras, y
el objeto principal de la orden dada. Probada así la
capacidad del que encargaba de su desempeño, y
que había hecho entrar en sus miras, no le dejaba
irse sin darle señales de aprecio y confianza para
estimularle. De ese modo cuantos comisionaba, po-
nían todo esmero en complacerle y salir airosos,
aunque libres del temor de que se les imputara el
mal éxito, porque para él tenían disculpa las faltas
que no procedían de mala voluntad.
El rojo horizonte parecía inflamado con los pri-
meros rayos del sol, y la mar encendida con los
destellos del naciente día. Cubrían toda la costa
hombres, armas, caballos y carros en movimiento: el
ruido confuso que había, era semejante al de las olas
irritadas cuando Neptuno excita en sus profundos
abismos las negras tempestades. Así comenzaba
Marte con el estruendo de las armas y aparato ate-
rrador de la guerra a sembrar la ira en todos los pe-
chos. El campo estaba todo erizado de picas, como
las espigas que cubren los fértiles surcos en la esta-
ción de las mieses. Ya se levantaba una nube de
polvo que ocultaba a los ojos poco a poco la tierra y
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
193
el cielo. Acercábanse el horror, los estragos, la desa-
piadada muerte.
Apenas se arrojaron los primeros tiros, Teléma-
co, levantando al cielo los ojos y las manos, profirió
estas palabras:
O Júpiter, padre de los dioses y de los hombres,
de nuestra parte veis la justicia, y la paz que no he-
mos tenido vergüenza de solicitar. Si peleamos, es a
pesar nuestro, pues hubiéramos querido evitar la
efusión de sangre humana, nosotros no odiamos ni
aun a este enemigo, si bien es cruel, pérfido y sacrí-
lego. Ved y decidid: si debemos morir, vuestras son
nuestras vidas; si debemos libertar la Hesperia y de-
rribar al tirano, vuestro poder y la sabiduría de Mi-
nerva, vuestra hija, nos darán la victoria; el honor
será vuestro. Vuestra mano tiene la balanza en que
arregláis la suerte de los combates: nosotros pelea-
mos por vos; y pues sois justo, más es Adrasto
enemigo vuestro que nuestro. Si vuestra causa triun-
fa, antes de acabarse el día correrá en vuestros alta-
res la sangre de una hecatombe.
Dice, y al punto lanza sus caballos fogosos y es-
pumantes contra las filas más cerradas de los ene-
migos. El primero que encuentra es Periandro,
Locrense, cubierto de la piel de un león que había
FENELÓN
194
matado en la Cilicia, cuando viajaba por ella: como
Hércules, iba armado de una enorme maza: la esta-
tura y la fuerza le daban el aspecto de los gigantes.
Desde que vio a Telémaco, le inspiraron desprecio
su juventud y hermoso rostro. ¡Te está bien, dijo,
mujeril mancebo, disputarnos a nosotros la gloria de
los combates! Ve, niño, ve a buscar a tu padre entre
los muertos. Al decir esas palabras, levanta la pesada
maza, llena de nudos y armada de puntas de acero,
semejante al mástil de un navío: todos temen el gol-
pe de su caída. El hijo de Ulises, cuya cabeza amaga,
esquiva el golpe, y se abalanza a Periandro con la
rapidez de una águila que hiende los aires. La maza,
al caer, rompe una rueda de un carro que estaba
junto al de Telémaco. El joven griego en tanto hiere
con un dardo a Periandro en la garganta: la sangre
que le sale a borbotones, le ahoga la voz: sus caba-
llos fogosos, no sintiendo su mano desfallecida, y
flotándoles en el cuello las riendas, le llevan de una
parte a otra, hasta que cae del carro, con los ojos
cerrados y el rostro desfigurado cubierto de la pali-
dez de la muerte. Telémaco le tuvo lastima, dio in-
mediatamente el cuerpo a sus esclavos, y guardó
como señal de su victoria la piel del león con la ma-
za.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
195
Busca en seguida a Adrasto en lo más trabado de
la pelea; mas buscándolo, precipita en los infiernos a
una multitud de combatientes: Hileo, que hacía tirar
de su carro a dos corceles semejantes a los del sol, y
mantenidos en las vastas praderas que riega el Aufi-
do; Demoleonte, que en Sicilia había sido en otro
tiempo casi igual a Erice en los combates del cesto;
Crantor, que había hospedado a su amigo Hércules,
cuando este hijo de Júpiter, pasando por la Hespe-
ria, quitó la vida al infame Caco; Menecrates, que
decían se asemejaba a Polux en la lucha; Hipocoon,
Salapiense, que imitaba la destreza y gallardía de
Castor en manejar un caballo; el famoso cazador
Eurímedes, siempre teñido de sangre de los osos y
jabalíes que mataba en las nevadas cumbres del he-
lado Apenino, y que, según dicen, fue tan amado de
Diana, que ella misma le enseñó a disparar las fle-
chas; Nicostrato, vencedor de un gigante que vo-
mitaba fuego en los riscos del monte Gárgano;
Eleauto, que debía casarse con la joven Foloe, hija
del río Liris. Ésta había sido prometida por su padre
al que la redimiera del poder de una serpiente alada,
nacida en las orillas del río, la cual debía devorarla a
los pocos días, según la predicción de un oráculo. El
joven Eleanto, arrebatado de amor, se ofreció a
FENELÓN
196
matar al monstruo, y lo consiguió; pero no pudo
gozar del galardón de su victoria, y mientras Foloe,
preparándose a un dulce himeneo, aguardaba con
impaciencia a su futuro esposo, supo que había ido
con Adrasto a la guerra, y que la parca había corta-
do cruelmente sus días. Llenó de gemidos las selvas
y montañas vecinas del río, derramó torrentes de
lágrimas, se arrancó el hermoso cabello rubio, no
pensó más en las guirnaldas de flores que acostum-
braba coger, y acusó al cielo de injusticia. Como no
cesaba de llorar ni de día ni de noche, los dioses,
compadecidos de sus penas y excitados por las sú-
plicas del río, pusieron término a su dolor. A fuerza
de llorar, se convirtió en fuente, que, entrando en el
seno de su padre, junta sus aguas con las del dios;
pero el agua de esta fuente siempre es amarga, la
yerba de sus orillas no florece, y la única sombra
que hay en tan tristes márgenes, es la de algunos
cipreses.
Luego que Adrasto supo que Telémaco llevaba
por todas partes el terror, se apresuró a irle al en-
cuentro. Había contado con la facilidad de vencer al
hijo de Ulises por su edad todavía muy tierna, y lle-
vaba consigo a treinta Daunienses de fuerzas, des-
treza y astucia extraordinarias, a los cuales había
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
197
prometido grandes recompensas, si en la batalla po-
dían acabar con Telémaco de cualquier modo que
fuese. Si le hubiese hallado al principio del combate,
aquellos treinta hombres, rodeando el carro de Te-
lémaco, mientras le hubiera acometido de frente
Adrasto, sin duda no hubiesen tenido mucho tra-
bajo para matarle, pero Minerva les hizo extraviarse.
Adrasto creyó ver y oír a Telémaco en un sitio de
la llanura que formaba recodo al pie de una colina,
en donde había una multitud de combatientes: co-
rre, vuela, quiere hartarse de sangre; pero en vez de
Telémaco, ve al viejo Néstor, que con trémula mano
arrojaba al acaso algunos tiros inútiles. Adrasto, cie-
go de furor, le iba a herir; pero se precipitó alrede-
dor de Néstor un tropel de Pilienses.
Entonces una nube de dardos y flechas oscureció
el aire y cubrió a todos los que peleaban: no se oía
más que los gritos lastimeros de los moribundos, y
el ruido de las armas de los que caían en la refriega:
la tierra gemía bajo el peso de un montón de cadá-
veres: por todas partes corrían arroyos de sangre.
Belona y Marte, con las furias infernales, vestidas de
ropas empapadas en sangre, saboreaban con crueles
ojos aquel espectáculo, y atizaban la rabia en los
corazones. Esas deidades, enemigas de los hombres,
FENELÓN
198
ahuyentaban de las dos partes la piedad generosa, el
valor moderado, la dulce humanidad. En aquel con-
fuso tropel de hombres encarnizados no había más
que estrago, venganza, desesperación y furor brutal:
la sabia e invencible Palas, al verlo, se estremeció y
retrocedió de horror.
Entre tanto Filoctetes, con paso lento y llevando
en la mano las flechas de Hércules, iba a socorrer a
Néstor. Adrasto; no habiendo podido llegar al divi-
no anciano, había asestado sus tiros contra muchos
Pilienses, a quienes había dado la muerte. Por tierra
estaba ya Eusilas, tan ligero en la carrera que apenas
dejaba estampada en la arena la huella de sus pasos,
y más veloz que las corrientes rápidas del Eurotas y
del Alteo, ríos de su país. Habían caído Eutifron,
más hermoso que Hilas, y tan infatigable cazador
como Hipólito; Pterelao, que había ido con Néstor
al sitio de Troya, y que el mismo Aquiles había
amado a causa de su valor y pujanza; Aristogiton,
que bañándose en las aguas del río Aqueloo, había
recibido secretamente de aquel dios la virtud de to-
mar todas las formas. En efecto, era tan flexible y
pronto en todos sus movimientos, que se escapaba
de las manos a los más fuertes; pero Adrasto le dejó
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
199
inmóvil de una lanzada, y el alma huyó de él con la
sangre.
Néstor, que veía caer sus más valientes capitanes
a los golpes del cruel Adrasto, como las doradas
espigas en la estación de las mieses caen a los gol-
pes de la hoz cortante de un infatigable segador, se
olvidaba del peligro y arriesgaba inútilmente su ve-
jez. Habíale abandonado su prudencia, no pensaba
sino en seguir con la vista a su hijo Pisístrato, que
por su parte mantenía con denuedo la pelea para
alejar de su padre el peligro. Pero había llegado el
momento fatal en que Pisístrato debía hacer cono-
cer a Néstor cuanta desgracia suele ser el haber vi-
vido demasiado.
Pisístrato dirigió a Adrasto una lanzada tan vio-
lenta, que el Dauniense hubiera sucumbido, a no
haberla evitado; y mientras Pisístrato, vacilante con
aquel golpe en vago, volvía a ajustar su lanza,
Adrasto le atravesó por medio del vientre con una
jabalina. Empezáronle a salir las entrañas con un
caño de sangre: su color se marchitó como una flor
que la mano de una ninfa coge en las praderas: sus
ojos estaban ya, casi apagados, y le faltaba la voz.
Alceo, su ayo, que estaba junto a él, le sostuvo al
caer, y apenas tuvo tiempo para llevarle a los brazos
FENELÓN
200
de su padre. Quiso el joven hablar, y dar las últimas
pruebas de su filial ternura; más al abrir los labios
espiró.
Mientras Filoctetes derramaba en torno suyo la
muerte y el horror para repeler los esfuerzos de
Adrasto, Néstor tenía abrazado estrechamente el
cuerpo de su hijo, llenando el aire de gritos y no
pudiendo soportar la vida. ¡infeliz! exclamaba, ¿por
qué he sido padre y vivido tanto? ¡Ah! crueles ha-
dos, ¿por qué no acabasteis conmigo o en la cacería
del jabalí de Calidon?, o en el viaje de Colcos, o en
el primer sitio de Troya? Hubiera muerto con gloria
y sin amargura: ahora tengo que arrastrar una vejez
dolorosa, despreciada e impotente, sin vida más que
para padecer, sin sentimiento más que para la triste-
za. ¡O hijo mío! ¡o mi querido Pisístrato! Cuando
perdí a tu hermano Antíloco, me quedabas tú para
consolarme: ya no te tengo a ti, ya no tengo nada,
nada me consolará: todo se ha acabado para mí. La
esperanza, único alivio de los pesares del hombre,
no es bien que me pertenece. ¡Antíloco, Pisístrato,
hijos queridos! me parece que hoy es el día en que
os pierdo a los dos: la muerte del uno abre la llaga
que el otro me había hecho en lo profundo del co-
razón. ¡Ya no os volveré a ver! ¿Quién cerrará mis
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
201
párpados? ¿quién recogerá mis cenizas? O Pisístra-
to, has muerto como valiente; así murió tu hermano
yo solo soy quien no puedo morir.
Al decir esas palabras fue a clavarse un dardo que
tenía; pero le detuvieron la mano, y le arrebataron el
cadáver de su hijo: y como el infeliz anciano se
desmayaba, le condujeron a su tienda, en donde re-
cobrado un poco, quiso volver al combate; mas le
detuvieron a pesar suyo.
Entre tanto Adrasto y Filoctetes se buscaban; les
brotaban fuego los ojos a uno y otro, como a un
león y un leopardo que se quieren despedazar en los
campos que riega, el Caistro. Su vista feroz lanza
amenazas, furor bélico, venganza implacable. Por
donde quiera que van llevan con sus tiros una
muerte cierta, y los guerreros todos los miran con
espanto. Por fin se ven, Filoctetes va a disparar una
de esas flechas terribles que jamás yerran el golpe en
sus manos, y cuyas heridas son incurables; pero
Marte, que protegía al cruel e intrépido Adrasto, no
podía consentir en que tan pronto pereciera: quería,
por medio suyo, prolongar los horrores de la guerra
y aumentar la devastación. Guardábale aún la justi-
cia de los dioses para castigar a los hombres y verter
su sangre.
FENELÓN
202
En el momento en que Filoctetes va a disparar,
le hiere de un lanzazo Anfímaco, joven Lucaniense,
más hermoso que el decantado Nireo, que sólo a
Aquiles excedía en belleza entre todos los Griegos
que pelearon en el sitio de Troya. Apenas se sintió
herido Filoctetes, disparó la flecha contra Anfíma-
co, y le atravesó el corazón. Al punto se le apagaron
los hermosos ojos negros, que cubrieron las tinie-
blas de la muerte: su boca, más encarnada que las
rosas que esparce por el horizonte la naciente auro-
ra perdió el color: empañó sus mejillas una palidez
lívida: todo aquel rostro tan delicado y gracioso se
desfiguró de repente. El mismo Filoctetes se com-
padeció. Los combatientes gimieron al ver caer al
joven revolcándose en su sangre, y con los cabellos,
tan hermosos como los de Apolo, arrastrados por el
suelo.
Filoctetes, después de vencer a Anfímaco, tuvo
que retirarse del combate; porque perdía con la san-
gre las fuerzas; hasta la herida antigua parecía que
con los esfuerzos del combate se le quería abrir y
renovar sus dolores, no habiendo podido curársela
del todo los hijos de Esculapio con su divina cien-
cia. Hele allí que va a caer sobre el montón de cuer-
pos ensangrentados que le rodean. Arquidamas, el
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
203
más altivo y diestro de todos los Ebalienses que ha-
bía llevado consigo para fundar a Petilia, le arrebata
del combate en el momento en que Adrasto le hu-
biera acabado sin dificultad a sus pies. Nada en-
cuentra Adrasto que se atreva a resistirle ni a
retardar su victoria. Todo cae, todo huye: es un to-
rrente que superando su cauce, arrastra con su fu-
riosa corriente las mieses, los ganados, los pastores
y las aldeas.
Telémaco percibió desde lejos los alaridos de los
vencedores; vio el desorden de los suyos, que huían
de Adrasto como una manada de tímidos ciervos
atraviesa las vastas campiñas, las selvas, los montes,
y hasta los ríos más rápidos, cuando van persegui-
dos por los cazadores.
Gime Telémaco, la indignación aparece en sus
ojos: deja los puestos en que tanto tiempo ha pelea-
do con tanto peligro y tanta gloria. Corre para sos-
tener a los suyos, cubierto de sangre de la multitud
de enemigos que ha derribado y desde lejos lanza un
grito que oyen ambos ejércitos.
Minerva había dado a su voz un no sé qué de te-
rrible, que repitieron las vecinas montañas. Nunca
ha hecho Marte sonar su voz cruel con más fuerza
en la Tracia al llamar las furias infernales, la Guerra
FENELÓN
204
y la Muerte. El grito de Telémaco reanima a su
gente, y hiela de terror a los enemigos: Adrasto
mismo se turba con vergüenza. Le estremecen va-
rios presagios funestos, y lo que le anima es más
bien la desesperación que un valor sereno. Tres
veces estuvieron para flaquearle las rodillas; tres ve-
ces retrocedió sin pensar en lo que hacía: por todos
sus miembros corre un frío sudor, y le cubre la pali-
dez del desmayo: la voz enronquecida y balbuciente
no podía acabar las palabras: parecía que los ojos,
llenos de un fuego sombrío y fulminante, se le iban
a salir de las órbitas: se le veía como Orestes agitado
por las furias: todos sus movimientos eran convul-
sivos. Entonces empezó a creer que había dioses; se
imaginó verlos irritados, y escuchar una voz sorda
que salía de los profundos abismos para llamarle al
tenebroso Tártaro: en todo sentía una mano celes-
tial e invisible alzada sobre su cabeza, y que iba a
descargar el golpe; la esperanza estaba apagada en
su corazón: su audacia se disipaba, como la luz del
día desaparece cuando el sol se oculta en el seno de
las olas y la tierra se envuelve, en las sombras de la
noche.
El impío Adrasto, que los dioses hubieran tole-
rado por demás en la tierra, si los hombres no hu-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
205
biesen necesitado de ese castigo, el impío Adrasto
se acercaba por último a su término. Corre ciego de
furia hacia su inevitable destino; con él van el ho-
rror, los voraces remordimientos, la consternación,
la ira, la rabia, la desesperación. Apenas ve a Telé-
maco, cuando cree ver el Averno que se abre, y los
torbellinos de llamas que salen del negro Flegelon
para devorarle. Grita, y la boca se le queda abierta
sin poder articular las palabras: semejante a un
hombre dormido, que en un horroroso ensueño
abre la boca, y se esfuerza por hablar, faltándole
siempre las palabras que busca en vano. Con mano
trémula y precipitada lanza Adrasto su dardo contra
Telémaco. Éste intrépido, como quien confía en los
dioses, se cubre con el escudo; parece que la Victo-
ria, cubriéndole con sus alas, tiene ya suspendida
sobre su cabeza una corona: el valor sereno y apa-
cible resplandece en sus ojos: tuviérasele por la
misma Minerva, por la prudencia y mesura que os-
tenta en medio de los mayores peligros. El dardo da
en el escudo y salta. Entonces Adrasto se apresura a
tirar de la espada, para quitarle al hijo de Ulises la
ventaja de servirse de su dardo. Telémaco, al ver a
Adrasto con la espada en la mano, se da prisa a sa-
car la suya, y deja su dardo inútil.
FENELÓN
206
Cuando vieron a los dos cerrarse en particular
contienda, los demás guerreros bajaron las armas en
silencio para mirarlos atentamente aguardando que
aquel combate decidiera el destino de toda la guerra.
Las dos espadas, brillantes como los relámpagos de
donde salen los rayos, se cruzan muchas veces, y
descargan golpes inútiles sobre las armaduras bru-
ñidas que resuenan con ellos. Ambos combatientes
se tienden, se repliegan, se bajan, se levantan de re-
pente, y al fin se cogen. La hiedra que nace al pie de
un olmo no abraza más estrechamente el tronco
duro y nudoso con sus ramas enlazadas hasta la más
alta cima del árbol a que uno y otro combatiente se
aprietan. Adrasto nada había perdido de su fuerza
todavía: Telémaco aun no tenía toda la suya. Aquel
hace todos sus esfuerzos para sorprender a su ene-
migo y que pierde pie. Trata de cogerle la espada al
joven Griego, aunque en vano: en el momento en
que la busca, Telémaco le levanta del suelo y le tira
en la arena. Entonces el impío, que había desprecia-
do siempre a los dioses, muestra un vil miedo de la
muerte: se avergüenza de pedir la vida, no puede
dejar de manifestar que la desea, y procura excitar la
compasión de Telémaco. Hijo de Ulises, le dice,
ahora es cuando conozco a los justos dioses; castí-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
207
ganme como lo he merecido; la desgracia solamente
puede abrirle al hombre los ojos para ver la verdad;
la veo que me condena. Pero que un rey desgracia-
do os haga acordaros de vuestro padre que esta le-
jos de Itaca y que os mueva el corazón.
Telémaco, que habiéndole puesto encima las ro-
dillas, tenía levantada la espada para degollarle, res-
pondió inmediatamente: Yo sólo he buscado la
victoria y la paz de las naciones que he venido a au-
xiliar: no me gusta derramar sangre. Vivid pues, o
Adrasto; pero vivid para reparar vuestras faltas; res-
tituid lo que habéis usurpado; restableced la justicia
y el sosiego en la costa de la grande Esperia que ha-
béis manchado con tantos estragos y traiciones: vi-
vid, sed otro hombre. Que vuestra caída os enseñe
que los dioses son justos, que los malvados son in-
felices, y se engañan buscando la felicidad en la
violencia, en la inhumanidad y en la mentira; en fin,
que nada es más dulce y feliz que la sencilla y cons-
tante virtud. Dadnos en rehenes a vuestro hijo Me-
trodoro con doce de los principales de vuestra
nación.
Con estas palabras Telémaco dejó a Adrasto le-
vantarse, y le tendió la mano sin recelarse de su
mala fe; pero de repente le arroja el pérfido un dar-
FENELÓN
208
do corto que tenía escondido, y que hubiera pasado
la armadura de Telémaco, si no hubiese sido divina.
Al momento Adrasto corre a guarecerse de un ár-
bol, para evitar la persecución del joven Griego.
Éste exclama entonces: Daunienses, bien lo veis, la
victoria es nuestra; el impío no se salva sino por la
alevosía. El que no teme a los dioses, teme la
muerte: al contrario, el que los teme, solo les teme a
ellos.
Diciendo esas palabras, se adelanta hacia los
Daunienses, y hace señas a los suyos, que estaban al
otro lado del árbol, para que corten el paso al alevo-
so Adrasto. Adrasto teme verse cogido, aparenta
volver, y quiere arrollar a los Cretenses que le salen
al encuentro; pero Telémaco, pronto como el rayo
lanzado por la mano del padre de los dioses desde
lo alto del Olimpo sobre la cabeza de los criminales,
cae encima de su enemigo; le agarra con mano vigo-
rosa, le echa al suelo, como el cruel aquilón derriba
las tiernas mieses que doran la campiña. Aunque
otra vez se atreve el impío a tentar si puede abusar
del buen corazón de su vencedor, éste no le escu-
cha; y metiéndole la espada, le precipita en las lla-
mas del negro Tártaro digno castigo de sus
crímenes.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
209
LIBRO XXI
Los Daunienses, muerto Adrasto, tienden las manos a
los aliados en señal de paz, y les piden un rey de su nación.
Néstor, inconsolable con la pérdida de su hijo, se ausenta de
la asamblea de los caudillos, en donde muchos opinan que se
debe repartir el país de los vencidos, y ceder a Telémaco el
terreno de Arpi. Telémaco, muy lejos de aceptar semejante
oferta, demuestra que el interés común de los aliados es elegir
a Polidamas rey de los Daunienses, dejándoles sus tierras; en
seguida persuade a estos pueblos a que den la comarca de
Arpi a Diomedes llegado casualmente. Acabadas así las
turbulencias todos se separan para volver a sus respectivos
países.
Apenas sucumbió Adrasto, cuando todos los
Daunienses, lejos de lamentar su derrota y la pérdi-
da de su jefe, se regocijaron de recobrar su libertad,
FENELÓN
210
y tendieron las manos a los aliados en señal de paz y
de reconciliación. Metrodoro, hijo de Adrasto, a
quien su padre había criado con máximas de disi-
mulo, injusticia e inhumanidad, huyó cobardemente.
Un esclavo, empero, cómplice de sus infamias y
crueldades, emancipado por él, y por él colmado de
beneficios, al cual se había confiado en su fuga, no
pensó más que en su provecho propio, y le hizo
traición, matándole por detrás cuando huía, cortán-
dole la cabeza, y presentándola en el campo de los
aliados, con la esperanza de que recompensarían
profusamente un crimen que ponía término a la
guerra. Pero el malvado causó horror, y le hicieron
morir. Telémaco, habiendo visto la cabeza de Me-
trodoro, que era joven de portentosa hermosura, y
de índole excelente, a quien los placeres y malos
ejemplos habían pervertido, no pudo contener las
lágrimas. ¡Ah! exclamó, estos son los efectos que el
veneno de la prosperidad causa en un príncipe jo-
ven: cuanta más elevación y vivacidad tiene, tanto
más se aparta y aleja de todos los sentimientos de la
virtud. Y ahora tal vez me sucedería eso a mí, si la
adversidad en que, gracias a los dioses, he nacido, y
las lecciones de Mentor no me hubieran enseñado a
refrenarme.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
211
Los Daunienses reunidos pidieron, como única
condición de paz. el que se les dejara elegir de entre
ellos un rey que pudiese borrar con sus virtudes el
oprobio de que el impío Adrasto había cubierto la
corona. Dieron gracias a los dioses porque habían
derribado al tirano: se agolpaban para besarle a Te-
lémaco la mano que había bañado con la sangre de
aquel monstruo; y miraban su derrota como un
triunfo. Así cayó en un momento, sin recurso algu-
no, el poderío que había estado amenazando la
Hesperia entera, y que hacía temblar a tantos pue-
blos: no de otro modo que esos terrenos que pare-
cen firmes e inmóviles, y que, minados poco a poco,
aunque se desprecia mucho tiempo el lento trabajo
que enflaquece el pie, cuando nada indica que falta
solidez, cuando todo se ve unido, cuando nada se
mueve, corroídos los cimientos, se hunden de re-
pente y abren un abismo. Así ahonda a sus pies el
precipicio por sí mismo todo poder injusto y enga-
ñoso, por mas prosperidades que consiga con sus
violencias. El fraude y la inhumanidad socavan poco
a poco todos los fundamentos más sólidos de la
autoridad legítima: la admiran, la temen, tiemblan en
su presencia hasta que no existe; pero cae al fin por
su propio peso, y no se vuelve a levantar, porque ha
FENELÓN
212
destruido con sus propias manos los verdaderos
apoyos de la buena fe y de la justicia, que atraen el
amor y la confianza.
Los jefes del ejército se reunieron desde el día si-
guiente, para conceder un rey a los Daunienses.
Daba placer ver los dos campos confundidos con
una amistad tan inesperada, y los dos ejércitos no
formando más que uno. El sabio Néstor no pudo
asistir al consejo, porque el dolor unido a la vejez
había marchitado su corazón, como la lluvia troncha
y aja en la tarde la flor que era por la mañana al des-
puntar el alba la gala y el honor del verde campo. Se
le habían convertido los ojos en dos fuentes de lá-
grimas inagotables: huía de ellos el blando sueño
que mitiga las penas más agudas; la esperanza, que
es la vida del corazón del hombre, se había apagado
en él. Todo alimento era amargo para aquel des-
venturado anciano: la misma luz le era odiosa: su
alma no ansiaba más que dejar el cuerpo, y sumer-
girse en la eterna noche del imperio de Plutón. En
vano le hablaban todos sus amigos; su desmayado
corazón sentía repugnancia a todo afecto, como la
siente un enfermo a los alimentos mejores. A
cuanto le decían contestaba con gemidos y sollozos.
De cuando en cuando se le oía exclamar: ¡O Pisís-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
213
trato, Pisístrato, Pisístrato, hijo mío! ¡me llamas! ¡ya
te sigo, Pisístrato! ya dulcificaras mi muerte! ¡O que-
rido hijo mío! toda la felicidad a que aspiro es vol-
verte a ver en las orillas de la Estigia! Pasaba horas
enteras sin proferir una sola palabra, pero sí gimien-
do, y levantando al cielo las manos y los ojos anega-
dos en llanto.
Entre tanto los príncipes reunidos aguardaban a
Telémaco, que estaba junto al cuerpo de Pisístrato,
cubriéndole de flores a manos llenas, derramando
sobre él exquisitos aromas y vertiendo lágrimas
amargas. O mi querido compañero, le decía, nunca
me olvidaré de haberte visto en Pilos, de haberte
seguido a Esparta, ni de haberte vuelto a ver en las
playas de la grande Hesperia. Te debo mil y mil
afectuosos cuidados: yo te amaba, y tú me amabas
también: he conocido tu valor, que hubiera sobre-
pujado al de muchos Griegos famosos. ¡Ah! te ha
hecho perecer con gloria; pero ha arrebatado al
mundo una virtud naciente que hubiera igualado a la
de tu padre: sí, tu sabiduría y elocuencia en la edad
madura habrían sido semejantes a las de ese ancia-
no, admiración de toda la Grecia. Ya poseías tú esa
dulce persuasión a la cual nadie se puede resistir
cuando él habla, esas maneras sencillas y graciosas
FENELÓN
214
de contar, esa prudente moderación que es un en-
canto para calmar los ánimos irritados, esa autori-
dad que viene de la sabiduría y de la fuerza de los
buenos consejos. Cuando tú hablabas, todos te es-
cuchaban, todos se inclinaban a ti, todos deseaban
ver que tenias razón: tu palabra simple y sin atavíos
penetraba dulcemente en el alma como el rocío en
la yerba que nace. ¡Ay! ¡tantos bienes como poseía-
mos, hace algunas horas, nos han sido arrebatados
para siempre! ¡Pisístrato! quien he abrazado esta
mañana, ya no existe; no me queda de él más que un
doloroso recuerdo. A lo menos tú hubieras cerrado
los ojos de Néstor antes que nosotros hubiésemos
cerrado los tuyos, no vería lo que ve, no sería más
infeliz de todos los padres.
Después de expresarse así, Telémaco mandó la-
var la herida sangrienta que Pisístrato tenía en el
costado: hízole tender en una cama de púrpura, en
donde, con la cabeza caída y la palidez de la muerte,
parecía a un árbol nuevo que, habiendo cubierto la
tierra de sombra, y levantando al cielo su frondosa
copa, ha empezado a cortar el hacha afilada de al-
gún leñador: separado de las raíces, privado de la
tierra, madre fecunda que le nutrió en su seno, se
seca, pierde su verdor; no puede sostenerse, cae, y
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
215
las ramas que ocultaban el cielo, se arrastran en el
polvo, mustias y secas las hojas, no quedando más
que un tronco abatido y desnudo de todas sus galas.
Tal estaba Pisístrato, despojo de la muerte, cuando
llevaban su cadáver los que debían ponerle encima
de la pira. Ya la llama subía al cielo. Una fuerza de
Pilienses, con los ojos bajos y arrasados de lágrimas,
vueltas las armas hacia la tierra, le conducían lenta-
mente. No tarda el cuerpo en quemarse; las cenizas
se depositan en una urna de oro; y Telémaco, atento
a todo, confía esta urna como un gran tesoro a Ca-
límaco, ayo de Pisístrato. Guardad, le dice, estas ce-
nizas, tristes si bien preciosas reliquias del que tanto
amabais; guardadlas para su padre. Pero esperad a
que haya recobrado bastante fuerza para pedirlas, y
dádselas entonces: lo que en una ocasión irrita el
dolor, en otra le mitiga.
En seguida entró Telémaco en la asamblea de los
reyes confederados, en donde todos guardaron si-
lencio para escucharle desde que le vieron: rubori-
zóse de eso, y no fue posible hacerle hablar. Las
alabanzas que le dieron, con aclamaciones públicas,
por cuanto acababa de ejecutar, aumentaron su ver-
güenza; se hubiera querido esconder: fue la primera
vez que se halló cortado e indeciso. Por último, pi-
FENELÓN
216
dió como gracia que no le hicieran elogio alguno
mas. No es porque no me halaguen las alabanzas,
dijo, sobre todo cuando vienen de tan buenos jue-
ces de la virtud; pero temo que me halaguen dema-
siado, y las alabanzas pervierten, llenan de soberbia
y envanecen e infatúan. Es menester merecerlas y
evitarlas: los más veraces elogios se parecen a los
mentidos. Los más perversos de todos los hombres,
que son los tiranos, son los que mas se hacen alabar
por los aduladores. ¿Cuál es el placer de verse en-
salzado como ellos? Las alabanzas que más valen,
son las que me daréis estando ausente, si he tenido
la fortuna de merecerlas. Si me creéis verdadera-
mente bueno, debéis creer también que deseo ser
modesto y preservarme de la vanidad: dejadme
pues, si me estimáis, y no me alabéis, como a hom-
bre codicioso de alabanzas.
Dicho eso, Telémaco no volvió a contestar a los
que para seguían levantándole al cielo, y con cierto
aire de indiferencia no tardó en cortar los encomios
que le prodigaban. El temor de enojarle alabándolo
acabó con los elogios, pero la admiración creció,
sabiendo todos el cariño que había mostrado a Pi-
sístrato, y el celo con que había cuidado de sus exe-
quias. El ejército entero se sintió más conmovido
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
217
por las señales de la bondad de su corazón, que por
todos los prodigios de sabiduría y valor con que se
acababa de ilustrar. Es sabio, es valiente, se decían
en secreto unos a otros, es predilecto de los dioses,
y el verdadero héroe de nuestra época; es superior a
la humanidad; pero eso no es más que maravilloso,
eso no hace más que asombrarnos. Es humano, es
bueno, es fiel y tierno amigo; es compasivo, liberal,
benéfico, y todo entero de los que debe amar; es el
encanto de los que viven con él; se ha corregido de
su altivez, indiferencia y arrogancia, he ahí lo que es
de provecho, he ahí lo que va al alma, he ahí lo que
nos obliga a quererle, inspirándonos respeto a sus
virtudes todas; he ahí lo que hace que todos daría-
mos la vida por él.
Apenas se terminaron, esas conversaciones, se
habló de la necesidad de dar rey a los Daunienses.
Los más de los príncipes que asistían al consejo,
eran de parecer que debía repartirse aquel país entre
todos como tierra conquistada. Ofrecieron a Telé-
maco el fértil territorio de Arpi, que dos veces al
año da los ricos dones de Ceres, los dulces presen-
tes de Baco, y el fruto siempre verde del olivo con-
sagrado a Minerva. Esa tierra, le decían, os debe
hacer olvidar la pobre Itaca y sus cabañas, los ho-
FENELÓN
218
rrorosos peñascos de Duliquio, y los bosques enma-
rañados de Zacinto. No busquéis más a vuestro pa-
dre, que debe de haber perecido en las olas hacia el
promontorio de Cafarea, víctima de la venganza de
Nauplio y de la cólera de Neptuno: ni penséis tam-
poco en vuestra madre, que desde vuestra marcha
poseerán sus amantes; ni en vuestra patria, cuya tie-
rra no está favorecida del cielo como la que os ofre-
cemos.
Escuchaba con calma estas razones; pero las ro-
cas de Tracia y de Tesalia no son más sordas a las
quejas de los amantes desesperados, que lo era Te-
lémaco a semejantes ofrecimientos. En cuanto a mí,
les contestó, ni me mueven las riquezas ni las deli-
cias: ¿qué vale poseer mayor extensión de tierra, y
mandar a mayor número de hombres? tener más
cuidados y menos libertad, bastante desgraciada ya
la vida para los más prudentes y moderados, sin te-
ner que añadirle el trabajo de gobernar a otros
hombres indóciles, turbulentos, injustos, falaces y
desagradecidos. Cuando se quiere ser señor de los
hombres en provecho propio, no pensando sino en
el mando, en los placeres, en la gloria personal, se es
impío, se es tirano, se es el azote de la humanidad.
Cuando, al contrario, no se aspira a gobernar a los
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
219
hombres sino conforme a los verdaderos principios,
para bien de ellos, se es menos su señor que su tu-
tor; no se tiene más que trabajo, y ese infinito; y se
dista mucho, de querer extender más lejos la autori-
dad. El pastor que no se come el rebaño, que le de-
fiende de los lobos arriesgando la vida, que vela
noche y día para guiarle a buenos pastos. no se cui-
da de aumentar el número de sus carneros ni de
quitarle al vecino los suyos: eso sería acrecentar su
fatiga. Aunque yo nunca baya gobernado, añadía, he
aprendido en las leyes y de los sabios varones que
las han hecho lo penoso que es dirigir las ciudades y
los reinos. Yo me doy por contento con mi pobre
Itaca, por más pobre y reducida que sea: harta gloria
tendré, si en ella reino con justicia, piedad y valor; y
aun no reinaré sino demasiado pronto. Plegue a los
dioses que mi padre, salvado del furor de las olas,
vuelva a reinar hasta la más extremada vejez, y que
yo pueda aprender de él por mucho tiempo cómo
se han de refrenar las propias pasiones para saber
moderar las de todo un pueblo.
Después de estas razones dijo Telémaco: Escu-
chad, o príncipes aquí reunidos, lo que en mi opi-
nión debo deciros por vuestro propio interés. Si
dais a los Daunienses un rey justo, los gobernará
FENELÓN
220
con justicia, y les enseñara lo útil que es guardar la
buena fe, y no usurpar a los vecinos lo suyo, lo cual
les ha sido imposible comprender bajo la domina-
ción del impío Adrasto. Mientras los gobierne un
rey sabio y moderado, nada tendréis que temer de
ellos, que os deberán ese buen rey dado por voso-
tros, y la paz y prosperidad de que disfrutarán estos
pueblos, lejos de embestiros, os colmarán de bendi-
ciones, siendo el rey y el pueblo obra toda de vues-
tra mano. Si al contrario preferís repartiros su
territorio, he aquí las calamidades que os presagio:
este pueblo, reducido a la desesperación, recurrirá
de nuevo a la guerra, combatirá justamente por su
libertad, y los dioses, enemigos de la tiranía, se pon-
drán de su parte. Si lo hacen así los dioses, tarde o
temprano os veréis confundidos, y vuestras prospe-
ridades se disiparán como el humo: les quitarán a
vuestros caudillos el consejo y la sabiduría, a vues-
tros ejércitos el valor, y la abundancia a vuestras
tierras, os alucinaréis; seréis temerarios en vuestras
empresas; impondréis silencio a los buenos varones
que intenten deciros la verdad; caeréis de repente, y
se dirá de vosotros: ¿Son esos los florecientes pue-
blos que debían dar la ley al mundo entero? y ahora
huyen de sus enemigos, siendo el ludibrio de las
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
221
naciones que los insultan: he ahí lo que los dioses
han hecho; he ahí lo que merecen las naciones in-
justas, soberbias e inhumanas. Además tened pre-
sente que si os repartís esta conquista entre
vosotros, vais a coaligar en contra vuestra a todos
los pueblos vecinos: vuestra liga, formada para de-
fender la libertad común de la Hesperia contra el
usurpador Adrasto, se hará odiosa, y vosotros seréis
a quienes todos los pueblos acusarán con razón de
querer apropiaros la tiranía universal.
Pero supongo que habéis quedado vencedores de
los Daunienses y de los otros pueblos, esa victoria
os destruirá: he aquí como. La misma empresa, de-
berá desuniros, porque no estando cimentada en la
justicia, no tendréis regla para limitar las pretensio-
nes de cada uno de vosotros, queriendo cada cual
que su parte de conquista sea proporcionada a su
fuerza: ninguno de vosotros tendrá bastante autori-
dad para llevar a cabo pacíficamente la repartición,
y eso será origen de una guerra que vuestros nietos
no verán terminada. ¿No vale más ser justos y mo-
derados, que dejarse arrastrar de la ambición con
tantos peligros, y por medio de tantas desgracias
inevitables? La sólida paz, los dulces e inocentes
placeres que la acompañan, la amistad de los veci-
FENELÓN
222
nos, la gloria que es inseparable de la justicia, la au-
toridad adquirida siendo por la buena fe los árbitros
de todos los pueblos extranjeros, ¿no son bienes
más apetecibles que la insensata vanidad de una
conquista inicua? ¡O príncipes! ¡o reyes! bien veis
que os hablo desinteresadamente: escuchad pues al
que os ama bastante para contradeciros, y para
enojaros poniéndoos delante de los ojos la verdad.
Mientras Telémaco hablaba así con una autori-
dad en nadie vista hasta entonces, y estando atóni-
tos y suspensos todos los príncipes admitiendo la
sabiduría de sus consejos, se oyó un ruido confuso
que se esparció por el campamento, y llegó hasta el
sitio en donde se tenía la junta. Un extranjero, dije-
ron, acaba de arribar a nuestras costas con gente
armada. El desconocido es de elevada presencia,
todo en él parece heroico: se conoce fácilmente que
ha padecido mucho tiempo, y que a fuerza de valor
ha superado sus trabajos. Cuando al principio le han
querido repeler los pueblos que guardan la costa,
como a un enemigo que viniera a hacer una irrup-
ción, después de sacar la espada con ademán intré-
pido, ha declarado que se defendería, si le atacaban;
pero que no pedía más que la paz y la hospitalidad.
En seguida ha presentado un ramo de olivo como
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
223
suplicante. Le han oído, ha pedido que le conduz-
can a los que gobiernan esta costa de la Hesperia, y
le traen aquí para que hable a los reyes reunidos.
Acabadas de decir esas palabras, se vio entrar al
desconocido con una majestad que sorprendió a
toda la asamblea. Se hubiera creído fácilmente que
era el dios Marte cuando concentra en las montañas
de Tracia sus huestes sanguinarias. El extranjero
comenzó a hablar así:
O vosotros, pastores de los pueblos que sin duda
estáis aquí reunidos o para defender la patria de sus
enemigos, para hacer que florezcan las leyes más
justas, escuchad a un hombre a quien la fortuna ha
perseguido. ¡Plegue a los dioses que jamás experi-
mentéis semejantes desdichas! Yo soy Diomedes,
rey de Etolia, el que hirió a Venus en el sitio de
Troya. La venganza de esa diosa me persigue por
todo el universo. Neptuno, que nada puede negar a
la hija divina del mar, me ha entregado al furor de
los vientos y las olas, que muchas veces han roto
mis naves contra los escollos. La inexorable Venus
me ha quitado la esperanza de volver a ver mi reino,
mi familia y la dulce luz en que empecé a ver el día
desde la cuna. No, ya no volveré a ver lo que más
he amado del mundo. Después de tantos naufra-
FENELÓN
224
gios, vengo a estas playas desconocidas a buscar en
ellas un poco de descanso y un asilo seguro. Si te-
méis a los dioses, sobre todo a Júpiter, que ampara a
los extranjeros; si sois inclinados a la compasión, no
me neguéis, en estas dilatadas comarcas un rincón
estéril, cualquiera desierto, algún arenal, o las rocas
más escarpadas, para fundar con mis compañeros
una ciudad que sea a lo menos una triste imagen de
nuestra perdida patria. No pedimos más que un po-
co de espacio que os sea inútil. Nosotros viviremos
en paz con vosotros en alianza estrecha: vuestros
enemigos lo serán nuestros, y entraremos en cuanto
sea de vuestro interés; no os pedimos mas que la
libertad de vivir conforme a nuestras leyes.
En tanto que así hablaba Diomedes, Telémaco
tenía los ojos puestos en él, y dejaba ver en su ros-
tro todas las pasiones. Cuando Diomedes habló de
sus largos infortunios, esperó él que fuera su padre
aquel hombre tan majestuoso.
Luego que declaró que era Diomedes, el sem-
blante de Telémaco se entristeció como se marchita
una flor que acaba de ajar el soplo cruel de los ne-
gros aquilones. Después de quejarse Diomedes de la
larga cólera de una deidad, sus palabras le enterne-
cieron, recordándole que su padre y él habían pade-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
225
cido los mismos infortunios: por último, derraman-
do lágrimas de dolor y alegría, se arrojó a Diomedes
para abrazarle.
Yo soy el hijo de Ulises, le dijo, al cual habéis
conocido, no habiéndoos sido inútil cuando os
apoderasteis de los famosos caballos de Reso. Los
dioses le han tratado tan desapiadadamente como a
vos. Si no mienten los oráculos del Erobe, todavía
vive; pero ¡ay! No vive para mí. He abandonado a
Itaca para buscarle, y ahora no puedo volver a Itaca
ni encontrar a mi padre: juzgad por mi desdicha y
compasión que me inspiran las vuestras. Esa es la
única ventaja de los desgraciados, saber compade-
cerse de los padecimientos ajenos. Aunque aquí no
soy más que un extranjero, puedo, o gran Diomedes
(porque, a pesar de las miserias que han agobiado a
mi patria en mi infancia, no me han educado tan
mal que ignore vuestra fama en los combates), pue-
do, o el más invencible de todos los Griegos des-
pués de Aquiles, proporcionaros algunos socorros.
Estos príncipes que veis son humanos, y saben que
no hay virtud, ni verdadero valor, ni gloria estable
sin humanidad. La adversidad derrama nuevo es-
plendor sobre la gloria de los grandes varones, a
quienes falta algo, cuando no han sido desgraciados,
FENELÓN
226
porque su vida no presenta ejemplos de paciencia y
firmeza: la virtud, cuando padece, conmueve dul-
cemente todos los corazones que la aman. Dejad
pues a nuestro cuidado el procuraros consuelo; que
los dioses, al traeros hacia nosotros, nos han hecho
un presente, y debemos tenernos por muy dichosos
de poder dulcificar vuestras penas.
Mientras hablaba Telémaco, Diomedes maravi-
llado le miraba atentamente, y se sentía enternecido.
Abrazábanse, como si hubieran estado unidos mu-
cho tiempo antes con íntima amistad. O digno hijo
de Ulises, exclamaba Diomedes, estoy viendo en
vuestro semblante la dulzura del suyo, en vuestras
razones su gracia, la fuerza de su elocuencia en la
vuestra, su nobleza en vuestros sentimientos, y en
vuestras ideas su sabiduría.
En esto se abraza también Filoctetes con el
grande hijo de Tideo, y ambos se cuentan sus tristes
aventuras. Díjole en seguida Filoctetes: Sin duda os
alegraréis de ver al sabio Néstor acaba de perder a
Pisístrato, único hijo que le quedaba: la vida no le
guarda ya más que un camino de lágrimas para lle-
gar al sepulcro. Venid a consolarle: un amigo des-
graciado puede ofrecer a su corazón más eficaz
consuelo que otro cualquiera. Al punto se dirigieron
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
227
a la tienda de Néstor, que apenas reconoció a Dio-
medes con la excesiva tristeza que tenía abatidos su
espíritu y sentidos. Al principio lloró Diomedes con
él, y su vista fue para el anciano un incremento de
dolor; pero poco a poco la presencia de este amigo
le fue apaciguando el ánimo. Se observó fácilmente
que sus males se mitigaban un poco con el placer de
referir lo que había padecido, y de oír lo que le ha-
bía sucedido a Diomedes.
Durante su conversación, los reyes reunidos con
Telémaco examinaban lo que debían hacer. Teléma-
co les aconsejó que dieran a Diomedes el territorio
de Arpi, y que eligieran a Polidamas rey de los Dau-
nienses, el cual era de su nación. Este Polidamas era
un famoso capitán que Adrasto, por envidia no ha-
bía querido emplear jamás, temiendo que se atribu-
yera a su habilidad parte de la gloria de sus triunfos,
que quería toda para sí. Polidamas le había adverti-
do en particular muchas veces que exponía dema-
siado su vida y la salud del estado en una guerra en
que tenía contra él tantas naciones confederadas, y
había procurado inclinarle a observar otra política
más recta y moderada con sus vecinos. Pero los
hombres que odian la verdad, odian también al que
se atreve a decirla, sin que los mueva su sinceridad,
FENELÓN
228
celo y desinterés. Una prosperidad engañosa había
endurecido el corazón de Adrasto para los consejos
saludables; sin seguirlos triunfaba todos los días de
sus enemigos; la arrogancia, la mala fe, la violencia
le aseguraban siempre la victoria, ninguno de los
contratiempos con que le amenazaban las repetidas
predicciones de Polidamas, se realizaba. Adrasto se
mofaba de una prudencia tímida que prevé siempre
inconvenientes; Polidamas se le hizo insoportable;
le alejó de todos los puestos, y le dejó consumirse
en la soledad y la pobreza.
Al pronto Polidamas se sintió agobiado por esta
desgracia; pero de el la sacó lo que le faltaba, pues le
abrió los ojos y le hizo conocer la vanidad de las
grandes fortunas, instruyóse a su costa, y se alegró
de haber sido desgraciado, aprendiendo poco a po-
co a callar, a vivir con estrechez, a nutrir pacífica-
mente su alma de la verdad, a cultivar las virtudes
secretas que son mas apreciables que las brillantes y
en fin, a no necesitar de los hombres. Fuese a vivir a
la falda del Gárgano, en un desierto, donde le servía
de techo una roca medio abovedada. Un arroyo que
caía de la montaña le apagaba la sed; algunos árbo-
les le daban frutas, y con dos esclavos que cultiva-
ban un campo reducido, y a quienes ayudaba con
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
229
sus propias manos, hallaba en la tierra el pago que
esta daba con usura a sus fatigas, no dejándole care-
cer de lo que necesitaba. Ni tenía solamente frutas y
legumbres, cultivaba además toda especie de flores
olorosas. Allí deploraba la desgracia de los pueblos
que la ambición insensata de un rey arrastra a su
ruina. Allí aguardaba a cada instante que los dioses,
justos aunque sufridos, derribaran a Adrasto.
Cuanto más crecía su prosperidad, tanto más cerca
creía ver su caída inevitable; porque la imprudencia
que sale bien de sus faltas, el poder que sube a los
últimos excesos de la autoridad absoluta, son los
precursores de la destrucción de los reyes y de los
reinos. Cuando supo la derrota y muerte de Adrasto
no manifestó la menor satisfacción, ni de haber
acertado ni de verse libre del tirano; solo gimió por
el temor de ver a los Daunienses esclavos.
Ése fue el hombre que Telémaco propuso para
reinar. Ya hacía algún tiempo que estaba enterado
de su valor y virtud; porque, siguiendo los concejos
de Mentor, no dejaba de informarse en todas partes
de las prendas y defectos de todos los que ocupaban
algún empleo considerable, no sólo entre los alia-
dos, sino también entre los enemigos. Su principal
cuidado era descubrir y examinar en donde quiera
FENELÓN
230
que fuese a los hombres que tenían alguna habilidad
especial o una virtud eminente.
Los príncipes aliados manifestaron al principio
cierta repugnancia a elevar a Polidamas a la dignidad
regia. Hemos experimentado, decían, cuan formida-
ble sea para sus vecinos un rey de los Daunienses,
cuando tiene afición a la guerra y la sabe hacer. Po-
lidamas es un gran capitán, y nos puede poner en
mucho peligro. Pero Telémaco les respondió: Poli-
damas, es verdad, sabe el arte de la guerra; más es
amigo de la paz, y esas dos cosas son las que se han
le buscar. El que conoció las desgracias, peligros y
dificultades de la guerra, es mucho más capaz de
evitarla que cualquiera otro que nada de eso conoce.
Él ha aprendido a gozar de la felicidad de una vida
sosegada; ha condenado las empresas de Adrasto;
ha previsto sus resultas funestas, Un príncipe débil,
ignorante y sin experiencia es mas de temer para
vosotros que una persona que de todo se informara,
y todo lo decidiera por sí mismo. El príncipe débil e
ignorante no verá sino por los ojos de algún privado
con pasiones, o de un ministro adulador, turbulento
y ambicioso; y así se encontrará empeñado ese prín-
cipe ciego en la guerra sin quererla hacer. Nunca
podréis estar seguros de él, porque él mismo no po-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
231
drá estarlo de sí; os faltará a la palabra; no tardará en
reduciros al extremo de tener que acabar con él, o
de que él acabe con vosotros. ¿No es más útil, más
seguro, y al mismo tiempo más justo y noble, co-
rresponder fielmente a la confianza de los Daunien-
ses, y darles un rey digno de gobernarlos?
Con ese razonamiento quedó persuadida toda la
asamblea. Fuese a proponer a Polidamas a los Dau-
nienses, que aguardaban la resolución con impa-
ciencia. Al oír el nombre de Polidamas,
respondieron: Ahora conocemos que los príncipes
aliados quieren proceder con lealtad, y hacer con
nosotros una paz duradera, pues nos proponen para
rey un varón tan virtuoso y tan capaz de gobernar-
nos. Si se nos hubiera señalado un cobarde, afemi-
nado e ignorante, hubiéramos creído que se
pretendía humillarnos y corromper la forma de
nuestro gobierno; y tan dura y artificiosa conducta
nos hubiera inspirado un vivo y profundo resenti-
miento; pero la elección de Polidamas prueba ver-
dadero candor.
Los aliados no esperan ciertamente de nosotros
sino lo que es justo y noble, pues nos dan un rey
que es incapaz de hacer cosa alguna contra la liber-
tad y la gloria de nuestra nación: así podemos pro-
FENELÓN
232
testar, a la faz de los justos dioses, que antes volve-
rán hacia su nacimiento las corrientes de los ríos,
que dejemos nosotros de amar a tan benéficos re-
yes. ¡Ojalá llegue a nuestros últimos descendientes el
recuerdo del beneficio que hoy recibimos, y se re-
nueve la paz de generación en generación, haciendo
renacer el siglo de oro en toda la costa de la Hespe-
ria!
Propúsoles Telémaco en seguida que cedieran a
Diomedes las campiñas de Arpi para fundar en ellas
una colonia. Este nuevo pueblo, les dijo, os deberá
su establecimiento en la comarca que no ocupáis,
Acordaos de que todos los hombres deben amarse;
que la tierra es demasiado ancha para todos; que es
menester tener vecinos, y que vale más verlos que
os estén agradecidos por su acogida y estableci-
miento. Compadeceos del infortunio de un rey que
no puede volver a su patria. Polidamas y Diomedes,
unidos con los lazos de la justicia y la virtud, únicos
que son duraderos, os mantendrán en una paz pro-
funda, y os harán temer de los pueblos vecinos que
piensen en engrandecerse. Ya veis, Daunienses, que
hemos dado a vuestra tierra y a vuestra gente un
rey capaz de hacer subir al cielo vuestra gloria; dad,
por vuestra parte, pues nosotros os lo pedimos, un
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
233
terreno que os es inútil a un rey digno de toda espe-
cie de socorro.
Los Daunienses respondieron que nada podían
negar a Telémaco, siendo quien les había procurado
un rey como Polidamas. En seguida fueron a bus-
carle a su desierto y a ponerle en posesión del rei-
no. Antes de partir, dieron a Diomedes las fértiles
llanuras de Arpi para fundar en ellas un nuevo esta-
do. Los aliados se regocijaron mucho, porque aque-
lla colonia de Griegos podría ofrecer un auxilio
poderoso a su partido, en caso de que los Daunien-
ses intentaran renovar las usurpaciones, cuyo mal
ejemplo había dado Adrasto.
Todos los príncipes no pensaron ya más que en
separarse, Telémaco partió con las lágrimas en los
ojos, llevándose a los suyos, después de haber abra-
zado tiernamente al valeroso Diomedes, al sabio e
inconsolable Néstor, y al celebrado Filoctetes, digno
heredero de las flechas de Hércules.
FENELÓN
234
LIBRO XXII
Telémaco al llegar a Salento queda sorprendido de ver el
campo tan bien cultivado, y de hallar tan poca magnificencia
en la ciudad. Mentor le explica las razones de aquel cambio,
le señala los vicios que de ordinario impiden a un estado que
florezca y le propone por dechado la conducta y el gobierno de
Idomeneo; Telémaco abre su corazón a Mentor, confiándole
su inclinación a Antíope, hija de aquel rey, y su designio de
casarse con ella. Mentor alaba con él sus buenas cualidades,
le asegura que los dioses se la destinan; pero lo declara que
por de pronto no debe pensar sino en volver a Itaca, y libertar
a Penélope de las persecuciones de sus pretendientes.
Ardía en impaciencia de volver al lado de Mentor
el hijo de Ulises, y de embarcarse con él en Salento
para regresar a Itaca, donde esperaba que habría
llegado su padre cuando arribó a las costas salenti-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
235
nas, se admiró luego de toda la campiña, que había
dejado inculta y desierta, como un jardín y llena de
trabajadores diligentes, reconoció la obra de la sabi-
duría de Mentor. Después, entrando en la ciudad,
notó que había en ella muchos menos delicias de la
vida, y mucha menos magnificencia. Repugnóle la
mudanza, porque era naturalmente inclinado a todo
lo que manifiesta esplendor y cultura. Pero al mis-
mo tiempo se apoderaron de su ánimo otros pen-
samientos, al ver desde lejos a Idomeneo, que con
Mentor le salía al encuentro. Entonces se le conmo-
vió el corazón de júbilo y ternura: a pesar de todos
los triunfos que había alcanzado en la guerra hecha
a Adrasto, temió que Mentor no tuviera algo que
reprenderle, y al paso que se acercaba, inquiría en
los ojos de su maestro si se tendría que reconvenir
de algunas faltas.
Abrazó primero Idomeneo a Telémaco cual si
hubiera sido su propio hijo; en seguida Telémaco se
echó al cuello de Mentor, y le regó con lágrimas.
Mentor le dijo: Estoy contento, habéis cometido
faltas graves; pero os han servido para que os co-
nozcáis y desconfiéis de vos mismo. Más fruto saca
uno muchas veces de sus faltas que de sus más bri-
llantes hazañas. Las grandes acciones hinchan el
FENELÓN
236
corazón e inspiran una presunción peligrosa; las
faltas hacen que el hombre vuelva en sí, y que reco-
bre la prudencia que había perdido con el buen
éxito. Lo que os queda que hacer es alabar a los dio-
ses, y no querer que los hombres os alaben. Gran-
des cosas habéis hecho; pero confesad la verdad, no
sois vos por quien se han hecho. ¿No es cierto que
os han venido como una cosa extraña que había en
vos? ¿No erais capaz de frustrarlas ya por vuestra
impetuosidad, ya por vuestra imprudencia? ¿No
sentíais que Minerva os había como transformado
en otro hombre superior a vos mismo para hacer lo
que habéis hecho? La diosa ha tenido suspensos
vuestros defectos, como Neptuno, cuando calma las
tempestades, suspende las irritadas olas.
Mientras Idomeneo preguntaba con curiosidad a
los Cretenses que habían vuelto de la guerra, Telé-
maco escuchaba los sabios consejos de Mentor:
después miraba a todos lados con admiración, y le
decía: Noto un cambio cuya razón no alcanzo; ¿ha
sucedido alguna calamidad en Salento durante mi
ausencia? ¿de dónde proviene que no se encuentra
ya la magnificencia que brillaba en todas partes an-
tes de mi marcha? No veo oro, ni plata, ni piedras
preciosas: los trajes son simples; los edificios que se
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
237
fabrican son menos espaciosos y están menos ador-
nados; las artes desmayan, la ciudad se ha converti-
do en un desierto.
¿Habéis reparado en los campos que rodean la
ciudad? le contestó Mentor sonriéndose. Sí, repuso
Telémaco: he visto por todas partes honrada la la-
branza, y los campos arados. ¿Qué vale mas, añadió
Mentor, una soberbia ciudad de mármol, oro y plata
con un campo desatendido y estéril, o un campo
cultivado y fértil con una ciudad mediana y modesta
en sus costumbres? Una ciudad grande muy pobla-
da de menestrales ocupados en enervar las costum-
bres por medio de las delicias de la vida, cuando
está circundada de un reino pobre y mal cultivado,
se parece a un monstruo cuya cabeza es de enorme
tamaño, y cuyo cuerpo entero flaco y extenuado no
guarda proporción alguna con ella. Lo que consti-
tuye la verdadera fuerza y la verdadera riqueza de un
estado, es su numerosa población y la abundancia
de sus alimentos. Idomeneo tiene ahora un pueblo
innumerable e infatigable en el trabajo, que cubre
toda la extensión de su territorio: el reino entero no
es mas que una continuada ciudad, Salento no es
sino el centro de ella. Hemos transportado de la
ciudad al campo los hombres que hacían falta en el
FENELÓN
238
campo y estaban de sobra en la ciudad. Además,
hemos atraído a este país a muchos pueblos extran-
jeros. Cuanto más se multiplican estos, tanto más se
multiplican los frutos de la tierra con el trabajo: esta
multiplicación tan dulce y apacible aumenta su rei-
no más que pudiera hacerlo una conquista. No se ha
desterrado de la ciudad sino a las artes superfluas
que apartan a los pobres de la cultura de la tierra
para las verdaderas necesidades, y corrompen a los
ricos precipitándolos en, el fausto y la molicie; pero
en nada hemos perjudicado a las bellas artes ni a los
hombres que tienen verdaderas disposiciones para
cultivarlas. Así es Idomeneo más poderoso ahora
que no lo era cuando admirabais su magnificencia.
Aquel brillo deslumbrador ocultaba tanta debilidad
y miseria, que no hubieran tardado en trastornar su
imperio: en el día cuenta con muchos mas hombres,
y los alimenta con mayor facilidad. Estos hombres,
acostumbrados al trabajo, a las fatigas y al desprecio
de la vida por el amor de las buenas leyes, están dis-
puestos todos a pelear para defender las tierras que
sus propias manos han cultivado. Este estado, que
creéis decaído, no tardará en ser la maravilla de la
Hesperia.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
239
Acordaos, o Telémaco, de que en el gobierno de
los pueblos hay dos cosas perniciosísimas, a las
cuales casi nunca se aplica remedio alguno: la pri-
mera es una autoridad injusta y demasiado violenta
por parte de los reyes; la segunda es el lujo, que per-
vierte las costumbres.
Cuando los reyes se acostumbran a no reconocer
más leyes que su absoluta voluntad, y a no poner
freno a sus pasiones, todo lo pueden; pero a fuerza
de poderlo todo, minan los cimientos de su poderío;
no tienen regla cierta ni máximas de gobierno; cada
cual se esmera en adularlos; no tienen pueblos; qué-
danles solamente esclavos, cuyo número se dismi-
nuye de día en día. ¿Quién ha de decirles la verdad?
¿quién ha de poner limites a ese torrente? Todo ce-
de; los sabios huyen, se esconden y gimen. Nada
puede reducir a su cauce natural ese poder que ha
salido de sus diques sino una súbita y violenta re-
volución: muchas veces el golpe que podría mode-
rarle, suele destruirle sin recurso. Nada amenaza
tanto con una caída funesta como la autoridad lle-
vada demasiado lejos. Se debe comparar a un arco
cuando está muy tirante, que se rompe de improvi-
so, si no se afloja; pero ¿quién se atreverá a aflojar-
lo? Idomeneo estaba pervertido hasta lo más íntimo
FENELÓN
240
del corazón, por ese lisonjero poderío: había sido
destronado; pero no había podido conocer su yerro.
Ha sido menester que los dioses nos hayan enviado
aquí para que se desengañara de ese poder ciego y
desmedido que no conviene a hombres; y aun se ha
necesitado hacer casi milagros para abrirle los ojos.
El otro mal, casi incurable, es el lujo. Como la
demasiada autoridad envenena a los reyes, el lujo
envenena a toda la nación. Dícese que, el lujo sirve
para alimentar a los pobres a expensas de los ricos;
como si los pobres no pudieran ganar la vida con
más provecho multiplicando los frutos de la tierra,
sin enervar a los ricos por medio del refinamiento
de las delicias. Cuando toda una nación se habitúa a
mirar como necesarias para la vida las cosas super-
fluas, todos los días se inventan nuevas necesidades,
y no se puede pasar sin lo que treinta años antes no
se conocía. Llamase el lujo buen gusto, perfección
de las artes y cultura de una nación. Este vicio, que
trae en pos de sí otros infinitos, se alaba como vir-
tud, y extiende el contagio desde el rey hasta la úl-
tima hez del pueblo. Los parientes inmediatos del
rey quieren imitar su magnificencia; los grandes la
de los parientes del rey; las gentes medianas quieren
igualarse con los grandes, porque ¿quién se hace
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
241
justicia? Los pequeños quieren pasar por medianos,
todo el mundo hace más de lo que sus fuerzas le
permiten; unos por fausto y para hacer ostentación
de sus riquezas; otros por punto de honra mal en-
tendida, y para ocultar su pobreza. Los mismos que
tienen bastante juicio para condenar tamaño desor-
den, no lo tienen para levantar la cabeza, y dar los
primeros ejemplos de la enmienda. Una nación en-
tera se arruina, todas las condiciones se confunden.
El ansia de adquirir bienes para sufragar a un gasto
vano corrompe las almas más puras: ya no se trata
sino de ser rico; la pobreza es infamia. Sed sabio,
ingenioso, bueno, instruid a los hombres, ganad
batallas, salvad la patria, sacrificad toda vuestra ha-
cienda; seréis despreciado, si vuestros méritos no
están realzados por el fausto. Hasta los que nada
tienen quieren aparentar que poseen, y gastan como
si tuvieran; se toma prestado, se engaña, se emplean
mil artificios indignos para llegar. Pero ¿quién re-
media estos males? Es menester cambiar el gusto y
los hábitos de toda una nación, es menester darle
nuevas leyes. ¿Quién ha de acometer empresa tal,
sino un rey filósofo que con el ejemplo de su propia
moderación sepa avergonzar a los que se dan a fas-
tuosos dispendios, y favorecer a los sabios, que se
FENELÓN
242
alegrarán de verse autorizados en su honesta fruga-
lidad?
Telémaco, al escuchar ese discurso, estaba como
quien despierta de un sueño profundo: conocía la
verdad de aquellas palabras, que se grababan en su
corazón, como se imprimen en el mármol las fac-
ciones que quiere un sabio escultor, el cual les da
terneza, vida y movimiento. Telémaco no respondía
pero repasando en su mente cuanto acababa de oír,
recorría con los ojos los cambios hechos en la ciu-
dad. Después dijo a Mentor:
Habéis hecho de Idomeneo el más sabio de los
reyes: ni a él le conozco ni a su pueblo. Confieso
también que lo que habéis hecho vos aquí es de ma-
yor grandeza que las victorias que nosotros acaba-
mos de conseguir. La casualidad y la fuerza tienen
mucha parte en los sucesos favorables de la guerra,
y es menester que partamos la gloria de los com-
bates con nuestros soldados; pero vuestra obra es
toda de una sola cabeza; habéis necesitado trabajar
solo, y contra un rey y su pueblo entero, para corre-
girlos. El buen éxito de la guerra es funesto siempre
y odioso: aquí todo es obra de una sabiduría celeste;
todo es dulce, todo es puro, todo es amable, todo
revela una autoridad superior al hombre. Cuando se
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
243
busca la gloria, ¿por qué no se ha de buscar en esta
aplicación a hacer bien? ¡Oh! ¡qué mal conoce la
gloria quien espera alcanzarla sólida, devastando la
tierra y vertiendo la sangre humana!
Asomósele al rostro a Mentor la alegría que le
causaba ver a Telémaco tan desengañado de las
victorias y conquistas, a una edad en que era natural
que estuviese embriagado con la gloria recién adqui-
rida.
En seguida añadió Mentor: Es cierto que cuanto
aquí veis es bueno y laudable; pero sabed que po-
drían hacerse cosas mejores. Idomeneo modera sus
pasiones, y procura gobernar su pueblo con justicia;
sin embargo aun no dejo de cometer muchas faltas,
que son desgraciadas consecuencias de sus faltas
antiguas. Cuando los hombres se quieren separar
del mal, parece que el mal los persigue todavía mu-
cho tiempo; quédanles hábitos viciosos, una índole,
debilitada errores inveterados, y preocupaciones casi
incurables. ¡Dichosos los que jamás se han extravia-
do! esos pueden obrar bien con más perfección. Los
dioses, o Telémaco, exigirán más de vos que de
Idomeneo; porque conocéis la verdad desde vuestra
juventud, y nunca habéis estado expuesto a las se-
ducciones de una grande prosperidad.
FENELÓN
244
Idomeneo es prudente e ilustrado, continuaba
Mentor pero se ocupa demasiado de pormenores, y
no medita bastante acerca del conjunto de sus ne-
gocios para formar planes. La habilidad de un rey
que es superior a los demás hombres no consiste en
hacerlo todo por sí mismo: grosera vanidad sería
esperar realizarlo, o querer persuadir a los otros que
es uno capaz de ello. Un rey debe gobernar bus-
cando y dirigiendo a los que han de gobernar bajo
su mando: no es menester que entre en pormeno-
res, porque así desempeñaría las funciones de sus
subalternos; basta solamente con que se haga dar
cuenta, y con que sepa lo suficiente para entrar en
su examen con discernimiento. Lo que es gobernar
maravillosamente es elegir a los que han de go-
bernar, y colocarlos según su capacidad. En gober-
nar a los que gobiernan está el supremo y perfecto
gobierno: es menester observarlos, experimentarlos,
moderarlos, corregirlos, animarlos, elevarlos, reba-
jarlos, mudarlos de puesto, y tenerlos siempre en la
mano. Quererlo examinar todo por si acusa descon-
fianza, pequeñez: eso es entregarse a una emulación
de menudencias que consume el tiempo y despejo
necesarios para las cosas grandes. Para formar gran-
des designios se necesita que el ánimo esté libre y
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
245
sosegado; es menester pensar holgadamente y con
cabal desembarazo del despacho de asuntos espino-
sos. El ingenio apurado por los pormenores es co-
mo el solaje del vino, que no tiene fuerza ni regalo.
Los que así gobiernan, siempre se determinan por lo
presente, sin extender sus miras a lo futuro: déjanse
llevar del negocio del día en que están, y éste siendo
el único que los tiene ocupados, los absorbe, y les
apoca el entendimiento; porque no se juzga sana-
mente de los negocios sino comparándolos entre sí,
y ordenándolos todos de manera que presenten
consecuencia y proporción. Faltar a esa regla de go-
bierno es imitar a un músico que se contentara con
hallar sonidos armoniosos, sin cuidarse de unirlos y
combinarlos para formar una composición dulce y
apasionada. Es también imitar al arquitecto que cre-
yera acabada su obra, por tener juntas grandes co-
lumnas, muchas piedras labradas, sin pensar en el
orden de la construcción ni en las proporciones de
los adornos que mientras construyera una sala, no
se acordara de que sería menester una escalera co-
rrespondiente, o cuando trabajara en el cuerpo del
edificio, no pensara en el patio ni el portal. Seme-
jante obra no sería sino un conjunto monstruoso de
partes magníficas, que no podrían convenir unas
FENELÓN
246
con otras, y lejos de honrar al autor, sería un mo-
numento eterno de su vergüenza; porque haría ver
que no había tenido capacidad bastante para abrazar
en su mente el plan general de todo su trabajo, y
que era ingenio de una índole mezquina y subalter-
na. No lo dudéis, mi querido Telémaco, el gobierno
de un reino pide cierta armonía como la música y
exactas proporciones como la arquitectura.
Si queréis que me sirva todavía de la compara-
ción de esas artes, yo os haré conocer cuan medio-
cres son los hombres que gobiernan ocupándose de
los pormenores. El que en un concierto no canta
más que ciertas cosas, por más perfectamente que
las cante, no pasa de ser un cantor: el que lleva el
concierto y que arregla a la vez todas las partes, es el
verdadero maestro de música. Del mismo modo el
que labra las columnas, o levanta un lado del edifi-
cio, no es más que un albañil; pero el que ha ideado
toda la fábrica, y tiene en la cabeza todas las pro-
porciones, ese es el arquitecto. Así los que instruyen
más expedientes, los que trabajan mas, y despachan
más asuntos, son los que gobiernan menos; no son
sino oficiales subalternos. La verdadera inteligencia
que dirige el estado, es la del que sin hacer nada, lo
hace hacer todo, que piensa, que inventa, que pene-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
247
tra lo venidero, recapitula lo pasado, que compone,
que adapta, que prepara de antemano, que se aferra
continuamente, para luchar contra la fortuna, como
un nadador contra el torrente del agua, que vela no-
che y día porque nada dependa del acaso.
¿Creéis, Telémaco, que un gran pintor se afana
desde por la mañana hasta por la noche para despa-
char más prontamente sus obras? No, esa premura,
ese trabajo servil apagarían todo el fuego de su ima-
ginación; no trabajaría ya de ingenio, y es menester
que todo lo haga irregularmente y por inspiración
cuando su gusto le mueve y cuando le excita el áni-
mo. ¿Creéis que pasa el tiempo moliendo colores y
preparando pinceles? No, esa es ocupación de sus
discípulos. Él se reserva la parte de pensar; no se
cuida más que de trazar los rasgos atrevidos que dan
a sus figuras nobleza, vida y pasión. Tiene en su
cabeza las ideas y sentimientos de los héroes que
quiere representar: transpórtase a los siglos en que
han vivido, y se pone en todas las circunstancias en
que han estado: a ese entusiasmo necesita añadir
cierto juicio que le contenga, para que todo sea ver-
dadero, exacto y proporcionado. ¿Creéis que sea
menester, Telémaco, menos elevación de ingenio y
de esfuerzos de pensamiento para formar un gran
FENELÓN
248
rey que para formar un gran pintor? Deducid pues
por conclusión que la tarea de un rey debe ser pen-
sar en grandes proyectos, y buscar los hombres ca-
paces de llevarlos a cabo bajo su dirección.
Telémaco le respondió: Me parece que he enten-
dido cuanto habéis dicho; pero si las cosas fueran
así, un rey se vería engañado muchas veces, no en-
trando por sí mismo en los pormenores. Vos sois
quien se engaña, replicó Mentor: lo que impide el
ser engañado es el conocimiento general del gobier-
no. Las gentes que no tienen principios en los nego-
cios, y que carecen de verdadero discernimiento
para juzgar a los demás, van siempre como a tientas:
es casualidad que no se engañen; no saben siquiera
exactamente lo que buscan, ni a qué se deben incli-
nar; no saben mas que desconfiar, y desconfían mas
bien de los hombres honrados que les contradicen,
que de los engañosos que les adulan. Al contrario
los que tienen principios de gobierno y conoci-
miento de los hombres, saben lo que deben buscar
en ellos, y los medios de conseguirlo: conocen, a lo
menos en general, si las personas de que se valen
son los instrumentos propios para sus designios, y si
entran en su miras para tender al objeto que se pro-
ponen. Además, como no se entregan a pormenores
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
249
fatigosos, conservan el entendimiento más despeja-
do para ver de una ojeada la totalidad de la obra, y
observar si camina hacia el fin principal. Si son en-
gañados, a lo menos no lo son en lo esencial. Están
al mismo tiempo fuera del alcance de esas pobres
envidias que señalan una inteligencia limitada y una
alma baja: comprenden que no es posible evitar el
engaño a los grandes negocios, porque es menester
servirse de hombres en ellos, y los hombres son tan
a menudo engañosos. Más se pierde con la irresolu-
ción en que arroja la desconfianza que se perdería
con dejarse engañar un poco. Por feliz debe tenerse
el que no es engañado sino en las cosas medianas:
las grandes no dejan por eso de seguir adelante, y
eso es lo único que debe inquietar a un hombre
grande. Con severidad se ha de reprimir el engaño,
cuando se descubra; pero es menester hacer cuenta
con él, si no se quiere ser verdaderamente engaña-
do. Un artesano en su tienda todo lo ve con sus
ojos, todo lo hace con sus manos; pero un rey no
puede verlo ni oírlo todo en un grande estado. Lo
único que debe hacer es lo que no puede hacer otro:
lo único que debe ver es lo que pertenece a la reso-
lución de las cosas importantes.
FENELÓN
250
Por último Mentor dijo a Telémaco: Los dioses
os aman y os preparan un reinado lleno de sabidu-
ría. Cuanto aquí veis, se ha hecho menos para glo-
ria de Idomeneo que para enseñanza vuestra. Todas
las sabias instituciones que admiráis en Salento, no
son más que un bosquejo de lo que haréis en Itaca
algún día, si correspondéis con vuestras virtudes a
vuestros altos destinos. Más ya es tiempo que par-
tamos; Idomeneo nos tiene preparado un bajel para
volver a nuestra patria.
A continuación Telémaco, aunque no sin traba-
jo, le reveló a su amigo una inclinación que le hacía
mirar a Salento con pena. Tal vez, le dijo, me culpa-
réis de enamorarme demasiado fácilmente por don-
de quiera que paso; pero mi corazón me
reconvendría sin cesar, si os ocultase que amo a
Autiope, hija de Idomeneo. No, mi querido Mentor,
no es una pasión ciega como la ocasión de que me
habéis curado en la isla de Calipso he sondeado bien
la profundidad de la herida que el amor me hizo, no
pudiendo todavía pronunciar el nombre de Eucaris
sin estremecerme; el tiempo y la ausencia no le han
borrado del alma. Esta experiencia funesta me en-
seña a desconfiar de mí. Pero lo que yo siento por
Antiope nada tiene de aquello: no es un amor vio-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
251
lento, es inclinación, aprecio, convencimiento de
que sería dichoso si pasara la vida con ella. Si los
dioses me vuelven a mi padre, y me permiten elegir
una mujer, Antiope será mi esposa. Lo que me en-
canta más en ella es su silencio, su modestia, su re-
cato, su asiduidad en el trabajo, su habilidad para las
labores de lana y el bordado, su aplicación a gober-
nar toda la casa de su padre desde que su madre ha
muerto, su desprecio de los vanos adornos, el olvi-
do o la ignorancia misma de su hermosura en que
parece que está. Cuando Idomeneo le manda guiar
al son de las flautas los bailes de las jóvenes Creten-
ses, se le tendría por la festiva Venus, que va segui-
da de las Gracias. Cuando la lleva consigo a la caza
por los bosques parece majestuosa y diestra en dis-
parar el arco, como Diana en medio de sus ninfas,
ella sola no lo sabe, y todo el mundo la admira.
Cuando entra en los templos de los dioses, llevando
en la cabeza los canastillos con las cosas sagradas, se
creería que es ella misma la deidad que habita en los
templos. ¡Con qué timidez, con qué religión la he-
mos visto ofrecer sacrificios y desarmar la cólera de
los dioses, cuando ha sido menester expiar alguna
falta, o conjurar algún funesto presagio! En fin,
cuando se ve rodeada de doncellas con una aguja de
FENELÓN
252
oro en la mano, se cree que es la misma Minerva
que ha tomado en la tierra una forma humana y que
inspira a los hombres las bellas artes: anima a las
otras a trabajar; les aligera el trabajo y el fastidio con
la dulzura de su voz, cantando las maravillosas his-
torias de los dioses: la delicadeza de sus bordados
supera la más exquisita pintura. ¡Dichoso el hombre
a quien un dulce himeneo una con ella! No tendrá
que temer sino el perderla y sobrevivirle.
Invoco a los dioses por testigos, mi querido
Mentor, que estoy pronto a partir: yo amaré a An-
tiope toda mi vida; pero no retardará un momento
mi vuelta a Itaca. Si otro debe poseerla, pasaré el
resto de mis días en la tristeza y la amargura; pero
en fin la dejaré, aunque sepa que la ausencia puede
hacérmela perder. No quiero hablarle a ella ni hablar
a su padre de mi amor: porque no debo hablar de él
sino a vos solo, hasta que Ulises, vuelto a su trono,
me haya declarado su consentimiento. Por ahí po-
déis conocer, mi querido Mentor, cuan diferente es
esta inclinación de la llama con que me habéis visto
ciego por Eucaris.
Mentor respondió: O Telémaco, convengo en
esa diferencia. Antiope es dulce, sencilla y recatada;
sus manos no desdeñan el trabajo; prevé con mucha
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
253
antelación, y provee a todo; sabe callar, y obra con
presteza y sin precipitación; a todas horas está ocu-
pada; nunca se confunde, porque hace cada cosa a
su tiempo: el buen orden de la casa de su padre es
gloria que la realza más que su hermosura. Aunque
de todo se cuide, y tenga que reprender, negar, aho-
rrar, cosas que hacen aborrecidas a las mujeres, sin
embargo se ha granjeado el cariño de toda la casa: lo
cual consiste en que no hay en ella como en las
otras mujeres ni pasión, ni tenacidad, ni ligereza, ni
capricho: bástale una mirada para que la entiendan,
temiendo todos disgustarle: manda con claridad, y
solamente lo que se puede hacer; es bondadosa en
reprender, y cuando reprende, anima. El corazón de
su padre encuentra en ella el descanso que el viajero
extenuado por los ardores del sol halla en la sombra
sobre la fresca yerba. Tenéis razón, Telémaco, An-
tiope es un tesoro digno de buscarse en las regiones
más apartadas. Su entendimiento, como su cuerpo,
jamás se adorna con vanos atavíos su imaginación,
aunque viva, está moderada por su juicio no habla
sino por necesidad; y cuando abre la boca, corren de
sus labios la dulce persuasión y las gracias candoro-
sas. Desde que empieza a hablar, calla todo el mun-
do, y ella se ruboriza, faltando poco para que
FENELÓN
254
suprima lo que ha querido decir, cuando advierte
que con tanta atención la escuchan. Apenas la he-
mos oído hablar.
¿Os acordáis, Telémaco de un día que su padre la
hizo venir? Presentóse con los ojos bajos, cubierta
de un gran velo, y no habló sino para templar el
enojo de Idomeneo que quería castigar rigorosa-
mente a uno de sus esclavos: al principio participó
de su sentimiento, y luego le fue calmando, hasta
que le hizo oír lo que podía disculpar al desdichado,
y, sin que el rey se pudiera creer reconvenido de su
demasiado arrebato, le inspiró afectos de justicia y
compasión. Cuando Tetis acaricia al viejo Nereo, no
aplaca con más dulzura las olas irritadas. Así Antio-
pe, sin arrogarse autoridad alguna ni prevalerse de
sus encantos, manejará el corazón de su esposo,
como ahora pulsa su lira, cuando quiere hacer reso-
nar la más tierna armonía. Os lo repito, Telémaco,
ese amor es merecido; los dioses os la destinan: vos
la amáis con un amor juicioso; es menester aguardar
a que Ulises os la dé. Alabo el que no hayáis querido
declararle vuestros sentimientos; y sabed que, si hu-
bierais empleado algún medio indirecto para infor-
marla de vuestros designios, os habría desairado,
dejando de teneros en estimación. Antiope no em-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
255
peñará su fe a nadie; darála a quien su padre quiera,
y no será esposa sino de un hombre que tema a los
dioses y llene mejor todas las condiciones del deco-
ro. ¿Habéis reparado como yo que se presenta aun
menos y baja más los ojos desde vuestra vuelta? Ella
sabe lo que os ha sucedido de afortunado en la gue-
rra; no ignora vuestro nacimiento ni vuestras aven-
turas, ni cuanto los dioses os han favorecido: eso es
lo que le inspira tanta modestia, tanto recato. Va-
mos, Telémaco, vamos a Itaca; quédame solo el ha-
ceros encontrar a vuestro padre, y poneros en
estado de obtener una esposa digna del siglo de oro:
aunque fuese una pastora de la fría región de la Al-
gida, en vez de ser como es hija del rey de Salento,
deberéis daros por muy feliz de poseerla.
FENELÓN
256
LIBRO XXIII
Idomeneo quiere retardar la despedida de sus huéspedes, y
propone a Mentor varios asuntos embarazosos, asegurándole
que no podrá arreglarlos sin su ayuda. Mentor le explica
como se debe comportar, e insiste en llevarse a Telémaco.
Idomeneo prueba a detenerlos excitando en éste su pasión por
Antiope e invítalos a una cacería, a que dispone que su hija
asista. Antiope va a ser despedazada por un jabalí y la salva
Telémaco, a quien después cuesta mucho separarse de ella y
despedirse del rey su padre; pero animado por Mentor, vence
su pena, y se embarca para su patria.
Idomeneo, que temía la partida de Telémaco y
Mentor, no pensando más que en diferirla, hizo pre-
sente a Mentor que sin él no podía arreglar cierta
disidencia que se había suscitado entre Diofanes,
sacerdote de Júpiter Conservador, y Heliodoro, sa-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
257
cerdote de Apolo, sobre los presagios que se sacan
del vuelo de las aves y de las entrañas de las vícti-
mas.
¿Por qué, le respondió, queréis meteros en las
cosas sagradas? Dejadlas a la decisión de los Etrus-
cos, que conservan la tradición de los oráculos más
antiguos, y están inspirados para ser intérpretes de
los dioses: emplead, vuestra autoridad solamente en
sofocar esas disputas en su nacimiento. No mostréis
parcialidad ni aversión; contentaos con apoyar la
decisión competente cuando esté pronunciada:
acordaos de que un rey debe ser sumiso a la reli-
gión, y no entrometerse en arreglarla: la religión
viene de los dioses, y está sobre los reyes. Si los re-
yes se mezclan en la religión, en lugar de protegerla,
la pondrán en servidumbre. Son tan poderosos, y
los demás hombres tan débiles, que todo correrá
peligro de alterarse al gusto de los reyes, si se les
hace entrar en las cuestiones que tocan a las cosas
sagradas. Dejad pues que las resuelvan con absoluta
libertad los amigos de los dioses, y ceñíos a castigar
a los que no se sometan a su juicio, cuando éste se
declare.
FENELÓN
258
En seguida se lamentó Idomeneo del embarazo
en que le ponía una multitud de procesos entre va-
rios particulares, para cuya sentencia le apuraban.
Decidid todos los casos nuevos, fue la respuesta
de Mentor, los cuales van a servir luego de máximas
generales de jurisprudencia, para la interpretación
de las leyes; pero no os encarguéis jamás de juzgar
las causas particulares, que todas se os echarían en-
cima de tropel; seríais el único juez de vuestro pue-
blo, y los demás jueces, vuestros subalternos,
vendrían a ser inútiles; os hallaríais abrumado, y los
negocios de menor cuantía os robarían a los de
grande importancia, sin lograr dar salida a todo el
despacho de los asuntos inferiores. Guardaos pues
de enredaros, en semejante laberinto: remitid los
pleitos particulares a los jueces ordinarios, y no ha-
gáis más que lo que ningún otro puede hacer para
aliviaros: de ese modo desempeñaréis entonces, las
verdaderas funciones de rey.
Me acosan además para que disponga ciertos ca-
samientos, decía Idomeneo. Las personas de naci-
miento distinguido, que me han seguido a la guerra,
y sirviéndome han perdido cuantiosas haciendas,
desean encontrar una especie de remuneración ca-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
259
sándose con ciertas doncellas ricas; y no tengo más
que decir una palabra para procurarles esas ventajas.
Es verdad, contestó Mentor, que bastaría una
palabra vuestra; pero esa sola palabra os saldría de-
masiado cara. ¿Querríais quitarles a los padres la
libertad y consuelo de elegir a sus yernos, y por con-
secuencia a sus herederos? Eso fuera imponer a to-
das las familias la más rigorosa esclavitud, y haceros
responsable de las desgracias domésticas de vues-
tros ciudadanos. Hartas espinas tienen los casa-
mientos sin añadirles además esa amargura. Si tenéis
fieles servidores que recompensar, dadles tierras
incultas; agregad a ellas distinciones y hombres pro-
porcionados a su categoría y servicios; aumentad el
pago, si es menester, con dinero de vuestros aho-
rros; pero jamás os redimáis de vuestras deudas sa-
crificando las jóvenes ricas a disgusto de sus padres,
Idomeneo pasó de ese a otro punto. Los Sibaritas,
decía, se quejan de que les hemos usurpado tierras
que les pertenecían, para darlas como campos in-
cultos que labrar a los extranjeros que hemos atraí-
do desde hace poco a Salento; ¿debo ceder a esos
pueblos? Si cedo, cualquiera creerá que le basta in-
ventar pretensiones para darnos la ley.
FENELÓN
260
No es justo, repuso Mentor, creer a los Sibaritas
en su propia causa; pero tampoco lo es creeros a
vos en la vuestra, ¿Quién pues ha de ser juez? repli-
Telémaco. Ninguno puede serlo en su propio
litigio, prosiguió Mentor; pero se debe tomar por
árbitro a un pueblo vecino que a ninguna de las
partes sea sospechoso: por ejemplo, los Sipontinos:
esos no tienen interés alguno contrario a los vues-
tros.
Mas ¿he de someterme yo, replicó Idomeneo, al
juicio de cualquier árbitro? ¿no soy rey? ¿tiene obli-
gación un soberano de reconocer el fallo de los ex-
tranjeros para determinar la extensión de su
dominio?
Mentor anudó así su discurso: Supuesto, que os
queréis mantener firme, debéis de estar muy seguro
de la razón de vuestro derecho; por otra parte, los
Sibaritas no ceden, y sostienen que el suyo es in-
contestable. En semejante estado de sentimientos
contrarios, o es menester que un árbitro os avenga,
o que decida la suerte de las armas: no hay medio. Si
entrarais en una república en que no hubiese ma-
gistrados ni jueces, y en que cada familia se creyese
con derecho de hacerse justicia por sí y con la fuer-
za en todas sus pretensiones con los vecinos, deplo-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
261
raríais su desgracia, y os horrorizaríais de tan es-
pantoso desorden, viendo armarse a unas familias
contra otras. ¿Creéis que los dioses miran con me-
nos horror el mundo entero, que es la república
universal, cuando cada pueblo, que no es otra cosa
en ella que una gran familia, se arroga el derecho
absoluto de tomarse por su mano y con la fuerza la
justicia que pretende tener en sus pretensiones con
los otros pueblos vecinos? Un particular que posee
un campo, a título de herencia de sus mayores, no
puede mantenerse en él sino por la autoridad de las
leyes y el juicio del magistrado: si quisiera conservar
por la fuerza lo que la justicia le ha dado sería casti-
gado severísimamente como sedicioso. ¿Pensáis que
los reyes pueden emplear desde luego la violencia
para sostener sus pretensiones, dejando de recurrir
antes a todos los medios de la dulzura y de la hu-
manidad? ¿No es la justicia más sagrada e inviolable
para los reyes con respecto a comarcas enteras, que
para las familias con respecto a algunas tierras la-
bradas? ¿Será injusto y espoliador el que toma algu-
nas aranzadas de campo, y justo y héroe el que
arrebata provincias? Si uno se preocupa, si se enga-
ña, si se obceca en los intereses mezquinos de los
particulares, ¿no se ha de temer todavía más enga-
FENELÓN
262
ñarse, obcecarse en los grandes intereses del estado?
¿Se dará uno razón a sí mismo en materia en que
con tanto fundamento debe cualquiera desconfiar
de sí? ¿No se ha de temer el engañarse en caso en
que el error de un hombre solo acarrea consecuen-
cias horrorosas? El error de un rey que sus preten-
siones lisonjean, suele causar estragos, hambres,
matanzas, pérdidas y la depravación de las costum-
bres: calamidades cuyas resultas funestas alcanzan
hasta los siglos más remotos. Un rey, que siempre
está rodeado de aduladores, ¿no debe temer que le
adulen en semejantes circunstancias? Si acepta un
árbitro para que arregle sus diferencias, muestra
equidad, buena fe, moderación. Al mismo tiempo
publica las sólidas razones en que se apoya su cau-
sa.. El árbitro elegido es un medianero amistoso, y
no un juez de rigor. A sus decisiones no va a darse
una aquiescencia ciega, aunque se haya de tener mu-
cho miramiento hacia él: no pronuncia un fallo a
manera de Juez soberano, sino que propone térmi-
nos, y por sus consejos se sacrifica algo para con-
servar la paz. Si a pesar del esmero con que un rey
ha tratado de conservar la paz, viene la guerra, le
queda a lo menos el testimonio de la conciencia, la
estimación de sus vecinos, y el justo amparo de los
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
263
dioses. Idomeneo, persuadido con ese razona-
miento, consintió en que los Sipontinos fuesen me-
diadores entre él y los Sibaritas.
Viendo entonces el rey que se le frustraban
cuantos medios ponía para retener a los dos ex-
tranjeros, probó a sujetarlos con un lazo más fuerte.
Había notado que Telémaco amaba a Antiope, y
esperó servirse de aquella pasión para encadenarle.
Con ese objeto la hizo cantar muchas veces en los
festines. Condescendió ella con el deseo de su padre
por no desobedecerle; pero con tanta modestia y
melancolía que se dejaba ver la pena que la afligía
mientras cantaba. Idomeneo quiso también que
cantara la victoria ganada a los Daunienses y a
Adrasto; pero Antiope no pudo resolverse a cantar
las alabanzas de Telémaco; se excusó con respeto, y
su padre no se atrevió a obligarla. Su voz dulce y
patética penetraba en el corazón del hijo de Ulises, y
el joven se conmovía todo. Idomeneo, que tenía los
ojos fijos en él, se regocijaba de ver su turbación.
Telémaco empero no se daba por entendido de los
designios del rey, no pudiendo dejar de enternecerse
sin embargo, aunque la razón triunfara al cabo del
sentimiento; porque no era ya aquel Telémaco, en
otro tiempo avasallado por una pasión tiránica en la
FENELÓN
264
isla de Calipso. Mientras Antiope cantaba, guardaba
él un profundo silencio; luego que cesaba de cantar,
Telémaco se apresuraba a volver la conversación a
otro cualquiera objeto.
El rey, no pudiendo conseguir su intento por ese
medio tomó por último la determinación de hacer
una gran cacería, de cuya diversión quiso que parti-
cipara su hija. Antiope lloró, rehusando asistir a ella;
pero le fue forzoso cumplir con lo mandado de una
manera absoluta por su padre. Monta en un caballo
fogoso y echando espuma semejante a los que Cas-
tor domaba para los combates: manéjale sin difi-
cultad, y la sigue con ardor una multitud de
doncellas, en medio de las cuales se parece a Diana
en los bosques. El rey, que la mira, no se cansa de
verla; al contemplarla, olvida todas sus pasadas des-
gracias. Telémaco la ve también, y le encanta más
aun la modestia de Antiope que su destreza y sus
gracias todas.
Los perros iban dando alcance a un jabalí de
enorme tamaño y furioso como el de Calidon: sus
largas cerdas eran duras y erizadas como dardos; los
ojos le despedían centellas llenos de sangre y fuego;
oíanse desde lejos sus resoplidos, como el rumor de
los vientos sediciosos cuando Eolo, para calmar las
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
265
tempestades, los encierra en su caverna: con sus
colmillos, largos y torcidos como la hoz afilada de
los segadores, cortaba los troncos de los árboles.
Cuantos perros se atrevían a acercársele, quedaban
despedazados; y los más denodados cazadores que
le perseguían, temían herirle.
Antiope, veloz en la carrera como los vientos, no
temió acosarle de cerca: dispárale la jabalina, que le
entra por encima de la paletilla. La sangre del feroz
animal corre, y le embravece; vuélvese a la que le ha
herido. De repente el caballo de Antiope, a pesar de
sus bríos, se espanta y retrocede; el monstruoso ja-
balí cae sobre él, como las pesadas máquinas de de-
rribar las murallas de las ciudades fuertes. El corcel
vacila y da en tierra: Antiope se ve en el suelo, sin
poder evitar el golpe fatal del colmillo de la fiera
enfurecida contra ella. Pero Telémaco, atento al pe-
ligro de Antiope, se había ya apeado. Arrójase más
pronto que los relámpagos entre el caballo caído y
el jabalí que vuelve a vengar su sangre, y le mete casi
todo el largo dardo que tiene en la mano al tremen-
do animal, que cae lleno de rabia.
Al instante le corta Telémaco la cabeza, que
asusta todavía vista de cerca, y pasma a todos los
cazadores y se la presenta a Antiope. Ruborízase
FENELÓN
266
ella, y consulta con los ojos a su padre, que después
de haberse sobrecogido de susto, está arrebatado de
alegría de verla fuera de peligro, y le hace señal de
que debe aceptar el regalo. Al tomarla, dijo a Telé-
maco: Recibo de vos con agradecimiento otro don
mayor, pues os debo la vida. Apenas hubo proferi-
do esas palabras, temió haber dicho demasiado, y
bajó los ojos. Telémaco entonces, viendo su turba-
ción, no se atrevió a decirle más que: ¡Dichoso el
hijo de Ulises, que ha conservado tan preciosa vida!
¡y más dichoso aún si pudiera pasar la suya junto a
vos! Antiope, sin responderle, se confundió de re-
pente entre sus jóvenes compañeras, y volvió a
montar a caballo.
Desde aquel instante hubiera Idomeneo prome-
tido su hija a Telémaco; pero aguardó a que se in-
flamara más su pasión dejándole en la
incertidumbre, y aun creyó que así le detendría en
Salento el deseo de asegurar su casamiento. Así dis-
curría Idomeneo en su interior; pero los dioses
burlan la sabiduría de los hombres. Lo que debía
retener a Telémaco, fue precisamente lo que aceleró
su viaje; porque lo que empezaba a sentir le hizo
con razón desconfiar de sí misino.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
267
Mentor puso doble esmero en inspirar a Teléma-
co un impaciente deseo de regresar a Itaca y al
mismo tiempo instó a Idomeneo para que le dejara
partir. Ya estaba presta la nave; porque arreglaba
todos los momentos de la vida de Telémaco, para
elevarle a la más alta gloria, y no le permitía estar en
cada lugar más que lo necesario para ejercitar su
virtud, y hacerle adquirir experiencia. Mentor había
cuidado de tener dispuesta aquella embarcación
desde la llegada de Telémaco.
Pero Idomeneo, que había visto con grande re-
pugnancia tales preparativos, cayó en una tristeza
mortal, en un desconsuelo digno de lástima, en
cuanto llegó el momento de que sus dos huéspedes,
de quienes tantos auxilios había recibido, le aban-
donaran. Se encerraba en los sitios más secretos de
su casa: allí se desahogaba gimiendo, y derramando
lágrimas; no se cuidaba de alimentarse; el sueño no
mitigaba sus amargos pesares; se secaba, se consu-
mía con sus angustias. Como un árbol lozano que
cubre de sombra el suelo con sus frondosas ramas,
y cuyo tronco empieza a roer un gusano, destruyen-
do los delicados conductos por donde corre el jugo
que le nutre, aunque los vientos no le han desgaja-
do, aunque la tierra le alimenta complacida, aunque
FENELÓN
268
el hacha del labriego le ha respetado siempre, se va
deteriorando sin saberse la causa de su mal, y se
marchita y se deshoja desnudándose de sus galas, y
se reduce a un tronco cubierto de una corteza rota y
a ramas secas: así parecía Idomeneo en su aflicción.
Telémaco enternecido no se atrevía a hablarle;
temiendo el día de la separación, buscaba pretextos
para diferirle, y hubiera permanecido mucho tiempo
en esa incertidumbre, si Mentor no le hubiese di-
cho: Me complazco en veros tan mudado. Habéis
nacido duro y altivo; nada os movía sino vuestras
conveniencias e intereses; pero al cabo sois hombre,
y empezáis por la experiencia de vuestros males a
compadecer los de los otros. Sin esa compasión, no
se gobierna a los hombres con bondad, virtud ni
capacidad; con todo, es menester no llevarla al ex-
tremo, ni dar en la flaqueza del sentimiento. Yo ha-
blaría de buena gana con Idomeneo para hacer que
consienta en nuestra marcha, y os ahorraría el em-
barazo de una conversación tan desagradable; pero
no quiero que la mala vergüenza y la timidez se
apoderen de vuestro corazón. Necesitáis acostum-
braros a mezclar el valor y la firmeza con la amistad
tierna y afectuosa. Es menester huir de aumentar la
aflicción de los hombres sin necesidad; pero es me-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
269
nester también tomar parte en sus penas, cuando no
se puede evitar el causárselas, y amortiguar el golpe
que es imposible quitarles enteramente. Precisa-
mente por eso mismo, replicó Telémaco, preferiría
yo que vos fueseis, y no yo, quien le diera a Idome-
neo la noticia de nuestra partida. Mentor le dijo al
punto: Os engañáis, mi querido Telémaco: habéis
nacido como los hijos de los reyes, criados en la
púrpura, que quieren que todo se haga a su manera,
y que toda la naturaleza obedezca a su voluntad, sin
tener fuerza para resistir cara a cara a nadie. No es
eso porque se interesen por los hombres y teman
afligirlos sino porque no quieren, por conveniencia
propia, ver semblantes tristes y descontentos a su
alrededor. Las penas y miserias de la humanidad no
les mueven, si no las tienen delante de los ojos:
cuando de ellas se les habla, se enfadan y entriste-
cen: para agradarles, es menester decir siempre que
todo va bien; y mientras están rodeados de placeres,
no quieren ver ni oír cosa que interrumpa su alegría.
¿Se ha de reprender, castigar, desengañar a alguien,
resistir a las instancias y pasiones de un importuno?
antes que hablar ellos mismos con una afable ente-
reza, siempre le darán el encargo a cualquiera. En
esas ocasiones preferirían dejarse arrancar las gracias
FENELÓN
270
más injustas, echarían a perder los negocios más
importantes, por falta de saber oponerse a las per-
sonas con quienes han de tratar todos los días. Se-
mejante debilidad, que todos les conocen, hace que
cada cual procure sacar su provecho: se insta, se
importuna, se acosa, y acosando se logra lo que se
pretende. Al principio se les adula e inciensa para
insinuarse; pero después que se ha ganado su con-
fianza, y que se ocupa cerca de ellos puestos de al-
guna autoridad, se les lleva lejos, se les impone el
yugo, bajo el cual gimen, y que muchas veces quie-
ren sacudir en vano, porque toda la vida pesa sobre
su cuello. Ponen su punto en que nadie crea que se
dejan gobernar, y siempre son gobernados, no pu-
diendo pasar sin serlo; porque se parecen a los dé-
biles sarmientos de una vid que no teniendo fuerza
para sostenerse, se enredan al tronco de cualquiera
árbol corpulento.
Yo no permitiré que caigáis en esa falta, Teléma-
co, porque hace a un hombre incapaz de gobernar.
Ahora sois tan tierno que no os atrevéis a hablar a
Idomeneo, y desde que salgáis de Salento, no volve-
réis a pensar en su aflicción: no os enternece su
dolor; su presencia es la que os embaraza. Id a ha-
blar a Idomeneo vos mismo: aprended en esta oca-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
271
sión a ser cariñoso y firme a la vez: manifestadle
vuestro sentimiento de dejarle; pero mostradle con
tono resuelto la necesidad de nuestra partida.
Telémaco no se atrevía ni a resistirse a Mentor,
ni a ver a Idomeneo: estaba avergonzado de su te-
mor, y no tenía valor para vencerle: vacilaba, daba
dos pasos, y volvía al instante para alegar a Mentor
cualquiera nuevo motivo de dilación. Pero bastaba
una mirada de Mentor para quitarle la palabra, y di-
sipar todos sus especiosos pretextos. ¿Es este, decía
Mentor sonriéndose, el vencedor de los Daunienses,
el libertador de la grande Hesperia, el hijo del sabio
Ulises, el que después de él debe ser el oráculo de la
Grecia? ¡Y no se atreve a decirle a Idomeneo que no
puede retardar la vuelta a su patria para ver a su pa-
dre! ¡O pueblo de Itaca, cuan infeliz serás si algún
día tienes por rey a quien se deje dominar de una
mala vergüenza, y sacrifique los mayores intereses a
sus debilidades en las cosas más pequeñas! Ved
cuanta diferencia hay, Telémaco, entre la bizarría en
los combates y el valor en la conducta: no habéis
temido las armas de Adrasto, y teméis la tristeza de
Idomeneo. He ahí lo que deshonra a los príncipes
que han acabado las mayores hazañas: después de
haber parecido héroes en la guerra se muestran los
FENELÓN
272
últimos de los hombres en las ocasiones ordinarias
en que otros se conducen con vigor.
Telémaco, sintiendo la verdad de estas palabras,
y herido de la reconvención, partió de repente sin
escucharse a sí mismo; pero no bien llegó a verse en
donde estaba Idomeneo sentado con los ojos bajos,
decaído y agobiado de tristeza, ambos se temieron
uno a otro, y no se atrevían a mirarse. Sin hablar se
entendían, temiendo cada cual que el otro rompiera
el silencio, hasta que los dos se echaron a llorar. En
fin Idomeneo, impelido por el exceso del dolor, ex-
clamó: ¿De qué sirve buscar con esmero la virtud, si
tan mal recompensa a los que la aman? ¡Después de
haberme hecho conocer mi flaqueza, me abando-
nan! Pues bien, volveré a caer en todas mis desgra-
cias: que no me hablen más de gobernar bien; no,
me es imposible, estoy cansado de los hombres.
¿Adónde queréis ir, Telémaco? Vuestro padre no
existe; buscaisle en vano: Itaca está en poder de
vuestros enemigos, y os harán perecer si volvéis:
alguno de ellos será ya esposo de vuestra madre.
Quedaos aquí; seréis mi yerno y mi heredero; reina-
réis después de mi muerte, durante mi vida también
tendréis un poder absoluto: mi confianza no tendrá
límites. Si sois insensible a todas esas ventajas, a lo
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
273
menos dejadme a Mentor, que es todo mi recurso.
Hablad, respondedme, no me cerréis vuestro cora-
zón, tened piedad del más desventurado de los
hombres. ¡Qué! ¿nada decís? ¡Ah! entiendo cuan
crueles son conmigo los dioses: aun me lo hacen
sentir más rigorosamente que en Creta, cuando con
mis manos inmolé a mi propio hijo.
Al cabo Telémaco le respondió con la voz turba-
da y temerosa: Yo no soy mío: los hados me llaman
a mi patria. Mentor, que posee la sabiduría de los
dioses, me manda en su nombre partir. ¿Qué que-
réis que haga? ¡Renunciaré a mi padre, a mi madre, a
mi patria, que debe serme todavía más cara que
ellos? Destinado a ser rey, yo no puedo seguir una
vida dulce y sosegada, ni ceder a mis inclinaciones.
Vuestro reino es más rico y poderoso que el de mi
padre; sin embargo mi deber es preferir el que los
dioses me destinan al que vos tenéis la bondad de
ofrecerme. Me tendría por feliz si Antiope fuera mi
esposa, sin esperanza de vuestro reino; mas, para
merecerla, es menester que vaya adonde mis debe-
res me llaman, y que mi padre sea quien os la de-
mande para mí. ¿No me habéis prometido enviarme
a Itaca? ¿No he combatido contra Adrasto por vos
en unión de los aliados, contando con vuestra pro-
FENELÓN
274
mesa? Tiempo es ya de que piense yo en reparar mis
infortunios domésticos. Los dioses, que me han
confiado Mentor, han dado también a Mentor al
hijo de Ulises para que cumpla sus destinos. ¿Que-
réis que pierda a Mentor después de haberlo perdi-
do todo? No tengo bienes, ni asilo, ni padre, ni
madre, ni patria asegurada; solamente me queda un
varón sabio y virtuoso, que es el don más precioso
de Júpiter. Decidid vos mismo si podré renunciar a
él, y consentir en que me abandone. No, antes mo-
riría. Arrancadme la vida la vida es nada; pero no
me quitéis a Mentor.
A medida que Telémaco hablaba, su voz se for-
talecía, se disipaba su timidez. Idomeneo no sabía
qué responder, y sin embargo no podía convenir
con lo que el hijo de Ulises le decía. Cuando no po-
día ya hablar, a lo menos procuraba con sus miradas
y gestos inspirar compasión. En aquel momento
vio aparecer a Mentor, que le dijo estas graves pala-
bras:
No os aflijáis: nos separarnos; pero la sabiduría
que preside a los consejos de los dioses quedará con
vos: creed solamente que habéis tenido demasiada
dicha en que Júpiter nos haya enviado aquí para sal-
var vuestro reino, y apartaros de vuestros extravíos.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
275
Filocles, que os hemos restituido, os servirá con
fidelidad: el temor de los dioses, la afición a la vir-
tud, el amor a los pueblos, la compasión de los
desdichados, animarán siempre su corazón. Escu-
chadle, servios de él con toda confianza y sin envi-
dia. El mayor servicio que podéis obtener de él es
que os diga todos vuestros defectos sin contempla-
ciones. El principal valor de un buen rey está en
buscar verdaderos amigos que le adviertan de sus
faltas. Si tenéis ese valor, nuestra ausencia no os
perjudicará, viviréis feliz; pero como la adulación,
que se desliza como una serpiente, vuelva a encon-
trar el camino de vuestro corazón, para inspiraros
desconfianza contra los consejos desinteresados, os
perdéis. No os dejéis abatir flojamente por el dolor;
esforzaos a seguir la virtud. He dicho a Filocles lo
que debe hacer para aliviaros, y a que jamás abuse
de vuestra confianza: puedo responderos de él: los
dioses os le han dado como a mí me han dado a
Telémaco. Cada cual debe seguir valerosamente su
destino: es inútil afligirse. Si alguna vez llegáis a ne-
cesitar de mí, después que haya vuelto a Telémaco a
su padre y a su país, vendré a veros. ¿Qué haría yo
que me pudiera procurar un placer más grato? Yo
no busco en la tierra bienes ni autoridad: no quiero
FENELÓN
276
más que ayudar a los que buscan la justicia y la vir-
tud. ¿Podré yo olvidarme jamás de la confianza y
amistad que me habéis manifestado?
Con esas palabras se sintió Idomeneo cambiado
de repente, y su corazón se tranquilizó, como Nep-
tuno con el tridente calma las olas embravecidas y
las más negras borrascas: quedábale solo un dolor
dulce y sosegado, o más bien que dolor vivo, cierta
melancolía, y sentimiento de ternura. El valor, la
confianza, la virtud, la esperanza en el amparo de
los dioses volvieron a renacer en él.
¡Con que! le dijo, mi querido Mentor, ¿es me-
nester perderlo todo, y no desanimarse? A lo menos
acordaos de Idomeneo cuando lleguéis a Itaca, en
donde vuestra sabiduría os colmará de prosperidad.
No olvidéis que Salento ha sido obra vuestra, y que
aquí dejáis a un rey desventurado que no espera si-
no en vos. Partid, digno hijo de Ulises, ya no os
detengo, que no es mi intento resistir a los dioses
que me han prestado tan rico tesoro. Partid también
vos, Mentor, el mayor y más sabio de todos los
hombres (si la humanidad puede hacer lo que os he
visto hacer, y si no sois alguna deidad bajo esa for-
ma ajena para enseñara los débiles e ignorantes),
conducid al hijo de Ulises, más feliz en teneros que
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
277
en haber vencido a Adrasto. Partid ambos; yo no
puedo hablar, perdonad mis suspiros. Id, vivid, sed
dichosos juntos: a mí no me queda en el mundo
más que el recuerdo de haberos poseído aquí. ¡O
hermosos días! ¡días demasiado felices! ¡días cuyo
precio no he conocido bastante! ¡días tan rápida-
mente pasados!¡nunca volveréis! ¡nunca verán mis
ojos lo que ven!
Mentor se aprovechó de este momento para la
marcha, y abrazó a Filocles, que le inundó de lágri-
mas sin poder hablar. Telémaco fue a tomar la ma-
no de Mentor para desasirse de las de Idomeneo;
pero Idomeneo, tomando el camino del puerto, se
puso entre Mentor y Telémaco: mirábalos, y gemía,
empezaba palabras interrumpidas con sollozos, y
ninguna le era posible acabar.
En esto se oyen gritos confusos en la orilla del
mar, cubierta de marineros; tesan las jarcias, izan las
velas, levántase el viento favorable. Telémaco y
Mentor se despiden llorando del rey, que los tiene
abrazados estrechamente largo rato, y que los sigue
con los ojos hasta lo más lejos que alcanza.
FENELÓN
278
LIBRO XXIV
Durante la navegación, Telémaco se hace explicar por
Mentor muchas dificultades acerca de la manera de gobernar
bien los pueblos, entre otras la de conocer los hombres, para
no emplear sino a los buenos, y no dejarse engañar de los
malos. Cuando están para terminar esta conversación, la
calma del mar los obliga a dar fondo en una isla adonde aca-
baba de arribar Ulises. Allí le ve y habla Telémaco sin cono-
cerle; pero al ver que se embarca, siente una turbación
interior cuya causa no puede concebir. Mentor se la explica, le
consuela, asegúrale que pronto se reunirá con su padre, y
prueba su piedad y paciencia retardando su partida para
ofrecer un sacrificio a Minerva. Por último la diosa, oculta
bajo la figura de Mentor, recobra su forma y se da a conocer,
hace ver a Telémaco sus últimas lecciones, y desaparece. Des-
pués de lo cual Telémaco llega a Itaca y encuentra a Ulises
su padre en casa del fiel Eumeo.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
279
Ya se hinchan las velas, levan las áncoras, y pare-
ce que la tierra huye. El piloto experimentado divisa
a lo lejos las montañas de Leucates, cuya cima se
esconde en un torbellino de heladas escarchas, y los
montes Acroceraunios, que todavía muestran al
cielo una frente orgullosa, después de haberlos con-
fundido tantas veces el rayo.
Durante la navegación, Telémaco decía a Men-
tor: Ahora creo entender las máximas de gobierno
que me habéis explicado. Al pronto me parecían
como un sueño; pero poco a poco se van desenvol-
viendo en mi espíritu, y se me presentan con clari-
dad: como todos los objetos parecen lóbregos y
confusos por la mañana a los primeros resplandores
del alba, y luego se perciben como si fueran saliendo
de un caos, cuando la luz, que crece insensiblemen-
te, los distingue y les restituye, por decirlo así, sus
figuras y matices naturales. Persuádome en efecto
de que el punto esencial del gobierno es el discernir
la índole diferente de cada ingenio para elegir y apli-
car a cada cual según su capacidad; pero me queda
que saber todavía como se puede conocer los hom-
bres.
FENELÓN
280
A eso le respondió Mentor: Para conocer a los
hombres, es menester estudiarlos y para estudiarlos
se necesita ver a muchos y tratar con ellos. Los re-
yes deben hablar con sus súbditos, hacer que ellos
hablen, consultarlos, y ensayarlos en empleos su-
balternos de que les hagan darles cuenta, para ver si
son aptos para más altas funciones. ¿Cómo habéis
aprendido en Itaca, mi querido Telémaco, a conocer
los caballos? A fuerza de tenerlos y de notar sus de-
fectos y perfecciones con las gentes experimentadas.
De la misma manera hablad a menudo de las pren-
das y faltas de los hombres con varones prudentes y
virtuosos, que hayan estudiado mucho tiempo su
carácter, y aprenderéis insensiblemente como son, y
lo que es permitido esperar de ellos ¿Qué es lo que
os ha enseñado a conocer los buenos y los malos
poetas? La frecuente lectura y la reflexión entre per-
sonas que tenían gusto poético. ¿Qué es lo que os
ha hecho adquirir el discernimiento de la música? La
misma aplicación a observar, los buenos músicos.
¿Cómo se puede confiar en que se gobernará bien,
cuando no se conoce a los hombres? ¿y cómo se ha
de adquirir ese conocimiento, si nunca se vive con
ellos? No es vivir con ellos verlos, verlos en público,
porque así no se dicen más que cosas indiferentes y
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
281
preparadas con arte: se trata de verlos en particular,
de sacar de su corazón los más profundos pensa-
mientos que en él guardan, de sondearlos por todas
partes, y de penetrar bien en su interior para descu-
brir sus principios. Pero se necesita empezar sa-
biendo lo que el hombre debe ser, para llegar a
juzgar con tino el corazón humano: es menester
saber cual sea el verdadero mérito, para discernir al
que le tiene del que no le tiene.
Háblase continuamente de virtud y de mérito, sin
saber lo que precisamente es el mérito y la virtud.
Para la mayor parte de los que se honran con hablar
de ambas cosas a toda hora, no son sin embargo
más que dos bellos nombres, dos palabras sin senti-
do determinado. Son indispensables, para conocer a
los que son sensatos y virtuosos, principios ciertos
de justicia, de razón y de virtud. Se necesita saber
cuales son las máximas de un gobierno bueno y sa-
bio, para conocer a los hombres que tienen esas
máximas y a los que de ellos se apartan con falsa
sutileza. En una palabra, para medir muchos cuer-
pos, es menester una medida constante: para juzgar
de los hombres, es menester del mismo modo la
regla de los principios fijos a la cual se adapten to-
dos nuestros juicios. Importa saber de cierto cual es
FENELÓN
282
el objeto de la vida humana, y el fin que se debe
proponer el que gobierna a los hombres. Ese objeto
único y esencial es no querer jamás la autoridad y la
grandeza por el provecho propio; porque esa pre-
tensión ambiciosa sólo llegaría a satisfacer un orgu-
llo tiránico, y en las infinitas penas del gobierno, se
debe sacrificar todo a que los hombres sean buenos
y felices. De otro modo se va a tientas y al acaso
toda la vida, como un bajel en alta mar, sin piloto
que consulte las estrellas, y sin conocer las costas
hacia donde hace rumbo; no puede excitar el nau-
fragio.
Muchas veces no saben los príncipes lo que han
de buscar en los hombres, por no saber en que con-
siste la verdadera virtud. Ésta tiene para ellos algo
de áspera; les parece demasiado rígida e indepen-
diente; los espanta y enoja, y al fin se inclinan al la-
do de la adulación. Desde que lo hacen, les es
imposible hallar sinceridad ni virtud, y corren detrás
de una vana fantasma de mentida gloria que los
vuelve indignos de la gloria verdadera. No tardan en
acostumbrarse a creer que no hay en la tierra virtud,
porque los buenos conocen a los malvados, pero los
malvados no conocen a los buenos, y ni aun pueden
creer que los haya. Semejantes príncipes no saben
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
283
más que desconfiar de todos por igual; se esconden,
se encierran, recelan de las cosas más leves, temen a
los hombres, y se hacen temer de ellos. No atre-
viéndose a presentarse como son, huyen de la luz.
Aunque no quieran ser conocidos, los conocen,
porque la maligna curiosidad de sus súbditos lo pe-
netra y adivina todo; mientras ellos a nadie conocen.
Las gentes interesadas que los rodean, se regocijan
de verlos inaccesibles. Un rey inaccesible a los
hombres, lo es también a la verdad: cuanto le pudie-
ra abrir los ojos, se mancilla con infames calumnias
y se aparta de él. Esa clase de reyes pasa la vida en
una grandeza salvaje y feroz, temiendo continua-
mente que los engañen, como los engañan siempre
sin poderlo evitar y sin dejar de merecerlo. En
cuanto no se trata mas que con un reducido número
de personas; se expone uno a contagiarse con sus
pasiones y sus errores, porque hasta los buenos tie-
nen sus faltas y preocupaciones. Además así se abre
la puerta a los chismosos, gente vil y de mala ralea,
que se alimenta con veneno y emponzoña las cosas
más inocentes, que aumenta las leves, que inventa el
mal por no dejar de hacer daño, y que por su interés
juega con la desconfianza y la indigna curiosidad de
un príncipe débil y asombradizo.
FENELÓN
284
Conoced pues, conoced a los hombres, o mi
querido Telémaco, examinadlos, hacedles hablar a
unos de otros, experimentadlos poco a poco, no os
entreguéis a ninguno Aprovechaos de vuestras ex-
periencias, cuando os halléis engañado en vuestros
juicios; porque alguna vez habréis de engañaros,
siendo los perversos demasiado profundos para no
sorprender a los buenos con sus disfraces. Apren-
ded así a no precipitar vuestros juicios, ni en bien ni
en mal, acerca de nadie, pues de una y otra manera
se corre peligro: vuestros mismos errores os deben
servir de utilísima instrucción. Cuando encontréis
talento y virtud en un hombre, utilizadle con toda
confianza; porque las personas honradas quieren
que se reconozca su rectitud, y prefieren la estima-
ción y la confianza a los más ricos tesoros. Pero no
le echéis a perder dándole un poder sin límites: que
hay quien habría sido siempre virtuoso, y no lo es
ya, porque su señor le ha dado demasiada autoridad
y demasiadas riquezas. Cualquiera que tenga la dicha
de que los dioses le amen tanto que se dignen de-
jarle encontrar en su reino dos o tres amigos verda-
deros de sabiduría y constante bondad pronto
encontrará por su medio a otras personas que les
parezcan, para ocupar con ellos los puestos inferio-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
285
res. Los buenos en quienes un rey confía, le hacen
conocer lo que no podría discernir por si en los
otros súbditos.
Pero ¿debe uno servirse de los malos, cuando
son hábiles, como tantas veces lo he oído decir?
decía Telémaco. Muchas veces, respondía Mentor,
hay necesidad de servirse de ellos. En una nación
agitada y donde todo es desorden, se suelen hallar
personas injustas y artificiosas que gozan de autori-
dad; tienen empleos importantes que no se les pue-
den quitar; han ganado la confianza de algunos po-
derosos con quienes es forzoso contemporizar; y a
esos mismos malvados se necesita tratarlos con mi-
ramiento, porque se temen, y pueden trastornarlo
todo. Conviene en efecto servirse de ellos por algún
tiempo, pero se debe no perder de vista el inutili-
zarlos poco a poco. Por lo que hace a confianza
verdadera e íntima, guardaos bien de que la logren
jamás: porque pueden abusar de ella, sujetándoos
después a vuestro despecho con el secreto de que
los hayáis hecho dueños: cadena más difícil de rom-
per que todas las cadenas de hierro. Empleadlos en
negociaciones pasajeras; tratadlos bien: obligadlos
por sus mismas pasiones a que os sean fieles; pues
sólo de ese modo podréis contar con ellos; pero no
FENELÓN
286
les deis parte en vuestras deliberaciones más secre-
tas. Tened siempre la mano sobre un registro que
les haga moverse a vuestro arbitrio, y nunca les deis
la clave de vuestros pensamientos ni de vuestros
negocios. Cuando el estado vuelva a sosegarse, esté
arreglado, y le dirijan hombres sabios y rectos de
quienes estéis seguro, irán poco apoco los malva-
dos, que os veíais antes en la necesidad de emplear,
perdiendo su importancia. Entonces no será justo
cesar de tratarlos bien, porque nunca es lícito ser
ingrato, ni aun con los perversos; pero tratándolos
bien, será menester procurar que se hagan buenos.
Es necesario tolerarles ciertos defectos que se per-
donan a la humanidad; sin embargo importa rele-
varlos poco a poco de la autoridad, y reprimir los
daños que harían abiertamente, si se les dejara
obrar. Sobre todo, el que se haga lo bueno por los
malos es siempre un mal, y aunque muchas veces
sea inevitable, debe ponerse el posible esmero en
procurar poco a poco que desaparezca. Un príncipe
sabio, que no quiere sino el buen orden y la justicia,
llegará con el tiempo a no necesitar de hombres co-
rrompidos y falaces; bastantes buenos encontrará
que tengan capacidad suficiente.
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
287
No basta sin embargo encontrar hombres de
bien en una nación, es necesario formar otros. Eso
debe ser embarazosísimo, replicó Telémaco. No tal,
contestó Mentor: la aplicación con que buscáis a
los hombres hábiles y virtuosos para elevarlos, ex-
cita y anima a cuantos se sienten con inteligencia y
valor, todos se esfuerzan. ¡Cuantos no hay que se
consumen en una ociosa oscuridad, los cuales llega-
rían a ser varones eminentes, si los estimularan a
trabajar la emulación y esperanza de buen éxito!
¡Cuantos no hay, cuya miseria los arrastra a tentar
fortuna por el camino del crimen, creyendo que na-
da pueden conseguir por la senda de la virtud! Lue-
go, si no dais más que a la probidad y al talento las
recompensas y los honores, ¿cuantos de vuestros
súbditos no procuraran formarse para merecerlos?
¿Y cuantos no formaréis vos mismo haciéndoles
subir por grados desde los empleos inferiores hasta
los más elevados? Ejercitaréis su capacidad; experi-
mentaréis el alcance de su inteligencia, y probaréis la
sinceridad de su virtud. Los que lleguen a los pues-
tos importantes, se habrán educado a vuestros ojos
en los cargos subalternos. Habréislos seguido toda
su vida paso a paso, y los juzgaréis, no por sus pala-
bras, sino por la serie cabal de sus acciones.
FENELÓN
288
En estos razonamientos se entretenían Telémaco
y Mentor, cuando divisaron una nave feacense, fon-
deada en una isla pequeña, desierta y de aspecto sal-
vaje, rodeada de rocas espantosas. Al mismo tiempo
cesó el viento, y hasta parecía que los más blandos
céfiros contenían su aliento: el mar se quedó como
un espejo: las velas abatidas no podían impeler el
bajel, y fue necesario arribar a la isla, más bien esco-
llo que tierra propia para habitación de hombres.
Con otro tiempo de menos calma hubiera sido im-
posible acercarse a ella sin mucho peligro.
Los Feacenses, que aguardaban el viento, no
mostraban menos impaciencia de continuar la na-
vegación que los Salentinos. Telémaco se dirige a
ellos por entre los escarpados peñascos de la orilla,
y le pregunta al primera que encuentra si no ha visto
a Ulises, rey de Itaca, en casa del rey Alcinoo.
No era casualmente Feacense el hombre a quien
se había acercado: era un extranjero incógnito, que
tenía un aspecto majestuoso, si bien triste y abati-
do; parecía absorto en sus pensamientos, y apenas
escuchó la pregunta de Telémaco al principio; pero
al fin le respondió: Ulises, no os engañáis, ha sido
hospedado por el rey Alcinoo, como por quien te-
me a Júpiter, y practica los deberes de la hospitali-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
289
dad; mas ya no está en su casa, y le buscaríais en ella
inútilmente: ha partido para volver a Itaca, si los
dioses aplastados le permiten al cabo que alguna vez
pueda saludar sus dioses penates.
Apenas hubo pronunciado esas palabras con to-
no melancólico el extranjero, se internó precipita-
damente en un bosque espeso, y subió a lo alto de
una roca, desde donde contemplaba el mar, huyen-
do de los hombres que veía, y dando señales de la
pesadumbre que aquella detención le ocasionaba.
Tenía Telémaco los ojos clavados en él, y cuanto
más le miraba tanto mayores eran su emoción y
maravilla. Ese desconocido me ha contestado, dijo a
Mentor, como un hombre que apenas escucha lo
que le dicen, y que está lleno de amargura. Yo com-
padezco a los desgraciados desde que lo soy, y
siento que mi corazón, sin saber porqué, toma parte
en la suerte de ese extranjero. Mal me ha acogido;
apenas se ha dignado escucharme y responder; pero
me es imposible dejar de desearle que acabe de pa-
decer.
Mentor le contestó sonriéndose: He ahí para lo
que sirven las desgracias de la vida, para hacer a los
príncipes moderados y compasivos con los demás
hombres. Cuando no han bebido sino en la copa
FENELÓN
290
venenosa de la prosperidad se creen dioses; quieren
que las montañas se allanen para satisfacer a sus
caprichos; en nada tienen al género humano; de la
naturaleza entera se pretenden burlar. Si oyen hablar
de padecimientos, no saben lo que sean: para ellos
es un sueño, porque jamás han visto la distancia del
bien y del mal. Sólo el infortunio puede inspirarles
sentimientos de humanidad, y cambiar su corazón
de piedra en corazón humano: entonces conocen
que son hombres, y que deben tratar con mira-
miento a sus semejantes. Si un desconocido os da
tanta lástima, porque anda errante, como vos, en
estas rocas, ¿cuanta más deberéis tener al pueblo de
Itaca, si algún día le veis padecer; a ese pueblo que
los dioses os confiaran como un rebaño a un pastor,
y que tal vez será infeliz por vuestra ambición,
vuestro fausto, o vuestra imprudencia? porque los
pueblos no padecen sino por culpa de los reyes, que
deberían velar para impedir que padecieran.
Mientras Mentor hablaba así, Telémaco estaba
sumergido en la tristeza y el pesar: por último le
respondió con alguna emoción: Si todo eso es ver-
dad, la condición de un rey es harto desdichada..
Esclavo de todos los que parece señor, ha nacido
para ellos, a ellos se debe todo, esta encargado de
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
291
todas sus necesidades, es el hombre de todo el pue-
blo en general y en particular de cada uno. Es me-
nester que se acomode a sus flaquezas, que los
corrija como padre, que los haga buenos y dichosos.
La autoridad que al parecer posee, no es suya; nada
le es lícito para su gloria ni para su satisfacción: su
autoridad es la de las leyes, debiendo obedecerlas
para dar ejemplo a sus súbditos. Hablando con pro-
piedad, no es más que el defensor de las leyes para
hacer que ellas reinen, y a fin de mantenerlas nece-
sita velar y trabajar: es el que nos libre, el menos
descansado de todo su reino: es un esclavo que sa-
crifica su sosiego y libertad a la libertad y felicidad
públicas.
Es cierto, replicó Mentor, que el rey no es rey si-
no para cuidar de su pueblo como un pastor de su
rebaño, o como de su familia un padre; pero ¿tenéis
por desdichado a quien puede hacer bien a tantos?
Si corrige a los malos con castigos, también alienta a
los buenos con recompensas, representa a los dioses
guiando así a la virtud a todo el género humano.
¿No hay bastante gloria en hacer guardar las leyes?
La de sobreponerse a ellas es una gloria falsa, que
solo merece horror y menosprecio. Si es un perver-
so, no puede en efecto dejar de ser infeliz, porque
FENELÓN
292
no hallará paz en sus pasiones ni en su vanidad; si es
un hombre de bien, gozará del más puro y estable
de todos los placeres trabajando por la virtud, y es-
perando de los dioses una remuneración eterna.
Telémaco, agitado interiormente por una desa-
zón secreta, estaba al parecer como si no entendiera
aquellas máximas, bien que se hallase nutrido de
ellas y que las hubiese enseñado a los demás. Lleva-
do del humor negro que le dominaba, se oponía por
espíritu de contradicción y sutileza a sus verdaderos
sentimientos, rebatiendo las verdades que Mentor le
explicaba, y arguyéndole con la ingratitud de los
hombres. ¡Cómo! Decía ¡tomarse tantos afanes para
granjearos el amor de los hombres que tal vez nun-
ca os amarán, y para hacer bien a los malvados que
se valdrán de vuestros beneficios contra vos mismo!
Mentor lo respondió con paciencia: Es: necesario
contar con la ingratitud de los hombres, sin dejar
por eso de hacerles bien, debiendo servirles no
tanto por ellos como por el amor de los dioses que
así lo mandan. Nunca se pierde el bien que se hace:
si los hombres le olvidan, los dioses se acuerdan de
él y le recompensan. Además, si es la multitud in-
grata, siempre hay hombres virtuosos que agrade-
cen, vuestra virtud. La multitud misma, aunque mu-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
293
dable y caprichosa, no deja tarde o temprano de
hacer justicia a su manera al verdadero mérito.
Con todo ¿queréis evitar la ingratitud? no traba-
jéis únicamente para hacer al hombre poderoso,
rico, temible en las armas, feliz con los deleites: esa
gloria, esa abundancia, esos placeres, le corrompe-
rán: será así más perverso, y por consecuencia más
ingrato; porque le ofrecéis un don funesto, un rega-
lado tósigo. Trabajad, si, en reformar las costum-
bres, en inspirar ideas y sentimientos de justicia, de
sinceridad, de temor a los dioses, de humanidad, de
moderación, de desprendimiento, de fidelidad; ha-
ciendo buenos a los hombres, impediréis que sean
desagradecidos, y les proporcionaréis el verdadero
bien, que es la virtud, la cual, siendo como debe ser,
los unirá siempre a quien la habrá infundido en sus
corazones. De ese modo, dándoles verdaderos bie-
nes, sacaréis provecho vos mismo a vuestra obra, y
no tendréis que temer su ingratitud. ¿Debe extra-
ñarse que los hombres sean ingratos con príncipes
que no los han acostumbrado más que a la injusti-
cia, a la ambición sin límites, a la envidia de sus ve-
cinos, a la inhumanidad, la soberbia y a la mala fe?
El príncipe debe esperar de ellos lo que les ha ense-
ñado. Si al contrario con su ejemplo y su autoridad
FENELÓN
294
trabajara para hacerlos buenos, en las virtudes que
les inspirase encontraría el fruto de su trabajo; o a lo
menos su propia virtud y el amor le los dioses le
servirían de consuelo en sus equivocaciones.
Acabado apenas este discurso, Telémaco se ade-
lantó presurosamente hacia los Feacenses cuya nave
estaba detenida en la orilla. Dirigióse a un anciano
que había entre ellos, y le preguntó de donde ve-
nían, adonde iban y si no habían visto a Ulises. El
anciano le respondió: Venimos de nuestra isla que
es la de los Feacenses, y vamos a Epiro a buscar
mercaderías. Ulises, como ya os lo han dicho, ha
pasado por nuestra patria, pero ha salido de ella.
¿Quien es, añadió Telémaco inmediatamente, ese
hombre tan triste, que busca los lugares más de-
siertos, aguardando a que parta vuestra nave? Es un
extranjero, replicó el anciano, a quien no conoce-
mos; pero dicen que se llama Cleomenes, que ha
nacido en Frigia, y que un oráculo había vaticinado
a su madre, antes de su nacimiento que sería rey,
con tal que no permaneciera en su patria porque si
permanecía en ella los dioses harían sentir su cólera
a los Frigios con una peste cruel. Luego que nació,
sus padres le entregaron a unos marineros que le
llevaron a Lesbos. Allí fue criado secretamente a
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
295
expensas de su patria, que tanto interés tenía en
que estuviese lejos. Creció pronto, y se hizo robus-
to, agradable y diestro en todos los ejercicios corpo-
rales, siendo iguales los adelantos que señalaron su
gusto e ingenio en las ciencias y las bellas artes. Pero
en ninguna parte le pudieron tolerar: la predicción
de su destino llegó a ser famosa, y por donde quiera
que iba, se le reconocía al instante: todos los reyes
temían que les arrebatara la diadema. Así va errante
desde su juventud, y no puede encontrar en el
mundo un punto en donde le sea permitido dete-
nerse. Ha estado en muchos países apartadísimos
del suyo; pero apenas ha llegado a cualquiera pue-
blo, cuando se ha descubierto su nacimiento y el
oráculo que le acompaña. Por mas que se esconda, y
que en cada pueblo se entregue a un género de vida
oscuro, su inteligencia, según dicen, brilla siempre a
pesar suyo ya para la guerra, ya para las letras, ya
para los negocios más importantes: siempre se ofre-
ce en cada país una ocasión imprevista que le arras-
tra y le hace conocer del público. Su mérito forma
su desgracia, porque le hace temer y le excluye de
todos los países en que quiere habitar. Su destino es
ser estimado, querido, admirado en todas partes,
pero de todas desterrado. Ya no es joven, y sin em-
FENELÓN
296
bargo todavía no ha podido encontrar, ni en Asia ni
en Grecia, una costa en donde le hayan consentido
vivir con sosiego. Parece hombre sin ambición, y no
busca la fortuna, porque se alegraría de que jamás le
hubiese prometido el oráculo la divinidad real. Nin-
guna esperanza le queda de ver su patria, sabiendo
que no le llevaría sino el luto y las lágrimas de todas
las familias. La corona, que de tantos padecimientos
le ha sido causa, no le parece de desear, y corre en
pos de ella, contra su voluntad, de reino en reino,
mientras ella le huye como para burlarse del infeliz
hasta su vejez: ¡funesto dolor de los dioses que tur-
ba todos sus días mejores, y que no le procurara
sino fatigas en la edad en que el hombre acabado no
necesita más que descanso! Dice que va a la Tracia a
buscar algún pueblo salvaje y sin leyes, que pueda
reunir, civilizar y gobernar durante un corto espacio
de años, y que entonces, cumplido el oráculo y no
teniendo por que temerle en los otros reinos más
florecientes, se propone retirarse a una aldea de la
Caria, en donde se entregará a la agricultura, que
ama con pasión. Es hombre sabio y moderado, te-
me a los dioses, conoce bien a los hombres, y sabe,
sin estimarlos, vivir con ellos en paz. Eso es lo que
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
297
se cuenta del extranjero por quien me habéis pre-
guntado.
Durante la conversación, volvía Telémaco la
vista muchas veces hacia el mar, que empezaba a
agitarse. El viento levantaba las olas que se iban a
estrellar en las rocas, blanqueándolas con su espu-
ma. En aquel momento dijo el anciano a Telémaco:
Es menester que parta; mis compañeros no pueden
aguardarme. Dichas estas palabras, corrió a la orilla:
todos se embarcan; no se oye más que la confusa
gritería de los marineros, que arden con la impa-
ciencia de darse a la vela.
El desconocido, llamado Cleomenes, había co-
rrido algún tiempo por lo interior de la isla, subien-
do a la punta de todos los peñascos, y
contemplando desde allí el inmenso espacio de los
mares con profunda tristeza. Telémaco, que no le
perdía de vista, no había cesado de observar sus pa-
sos. Su corazón se enternecía en favor de un hom-
bre virtuoso, errante, desgraciado, destinado a las
cosas más altas, y juguete al mismo tiempo de una
fortuna rigorosa, lejos de su país. A lo menos, decía
entre sí, volveré tal vez a Itaca; pero ese Cleomenes
jamás podrá volver a Frigia. El ejemplo de otro más
infeliz aun que él mitigaba su pena. Por último aquel
FENELÓN
298
extranjero, viendo la nave dispuesta, había bajado
de las rocas escarpadas con la prontitud y agilidad
que Apolo, cuando en los bosques de Licia atándose
la rubia cabellera, atraviesa los precipicios para herir
con sus flechas los ciervos y los jabalíes. Ya está el
desconocido en el bajel, que corta las amargas olas y
se aleja de la tierra.
Apodérase entonces del corazón de Telémaco
una sensación misteriosa de dolor; se aflige sin sa-
ber la causa; le caen las lágrimas de los ojos, y nada
le consuela como llorar. Al mismo tiempo repara en
los marineros de Salento que están en la orilla
acostados sobre la yerba, y todos duermen profun-
damente. El cansancio y abatimiento los habían su-
mido en un dulce sueño, habiendo derramado el
poder de Minerva todas las húmedas adormideras
de la noche sobre sus miembros en medio del día.
Telémaco se queda atónito al ver el letargo universal
de los Salentinos cuando los Feacenses han estado
tan atentos y diligentes para aprovecharse del viento
favorable, pero todavía le llama más la atención la
nave feacense que va a desaparecer entre las olas,
que el ir a despertar a los Salentinos: encadena sus
ojos con sorpresa y turbación secreta aquel navío
ya lejano, cuyas velas apenas alcanza a distinguir por
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
299
lo poco que blanquean en lo azulado de las aguas.
No escucha a Mentor que le habla, y está fuera de sí
en un arrobamiento parecido al de las Ménades,
cuando tienen en la mano el tirso, y hacen resonar
con sus gritos extravagantes las orillas del Hebro, y
las montañas de Ródope y de Ismara.
Al cabo vuelve un poco de aquella especie de en-
cantamiento, y rompe en llanto. Mentor le dice en-
tonces: No me extraña, querido Telémaco, veros
llorar: la causa de vuestro dolor, desconocida para
vos, no es desconocida para Mentor: la naturaleza
habla y se hace sentir, enterneciendo así vuestro co-
razón. El extranjero que os ha producido tan viva
emoción, es el grande Ulises: lo que un viejo feacen-
se os ha contado de él, dándole el nombre Cleome-
nes, no nos es sino ficción inventada para mejor
ocultar la vuelta de vuestro padre a su reino. De
aquí va derecho a Itaca; ya está cerca del puerto, y
ve al fin los lugares tanto tiempo deseados. Vues-
tros ojos le han visto, como os lo habían presagia-
do, pero sin conocerle: pronto le veréis, y os
reconoceréis uno a otro, no pudiendo permitir los
dioses ese reconocimiento fuera de Itaca. No se ha
conmovida su corazón, menos que el vuestro; más
es demasiado prudente para descubrirse a mortal
FENELÓN
300
alguno, en un lugar en que podría exponerse a las
traiciones e insultos de los amantes de Penélope.
Ulises, vuestro padre, es el más sabio de los hom-
bres; su corazón es como un pozo profundo, de
donde sería imposible sacar un secreto. Aunque
ama la verdad, y jamás dice cosa alguna que la lasti-
me, no la revela sino por necesidad: porque la pru-
dencia le tiene los labios cerrados, como un sello
para toda palabra inútil. ¡Cuan conmovido ha estado
mientras os hablaba! ¡cuanta violencia le ha costado
el no descubrirse! ¡cuanto ha padecido al veros! Ese
era el motivo de su tristeza y abatimiento.
Mientras hablaba así Mentor, Telémaco enterne-
cido y turbado, no podía contener un torrente de
lágrimas, los sollozos le impidieron mucho tiempo
responder, hasta que al fin exclamó: ¡Ay! mi querido
Mentor, bien sentía yo que había en ese desconoci-
do algo que me llevaba hacia él, y me conmovía las
entrañas. Más ¿por qué no me habéis dicho que era
Ulises, antes de que partiera, supuesto que le cono-
cíais? ¿Por qué le habéis dejado partir sin hablarle ni
manifestar que le conocíais? ¿Qué misterio es este?
¿He de ser yo siempre infeliz? ¿Quieren los dioses
irritados tenerme como a Tántalo sediento, que el
agua engañosa burla, huyendo de sus ávidos labios?
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
301
¡Ulises! ¡Ulises! ¿os he perdido para siempre? ¡Qui-
zás no volveré a verle! ¡Acaso los amantes de Pené-
lope le harán caer en las asechanzas que a mí me
preparaban! A lo menos, si yo le siguiera, moriría
con él. ¡O Ulises! ¡o Ulises! si la tempestad no os
echa todavía sobre algún escollo (que todo lo temo
de la fortuna enemiga), tiemblo de miedo no sea
que lleguéis a Itaca con tan funesta suerte como
Agamenon a Micenas, Pero, querido Mentor, ¿por
qué me habéis envidiado mi felicidad? Ahora le
abrazaría; ya estaría con él en el puerto de Itaca; los
dos pelearíamos para vencer a todos nuestros, ene-
migos.
Mentor le contestó sonriéndose: Ved, mi querido
Telémaco, lo que es la condición del hombre: por-
que habéis visto a vuestro padre sin conocerle, os
abandonáis al mayor desconsuelo, ¡Cuanto no hu-
bierais dado ayer por estar seguro de que no había
muerto! ¡Hoy lo estáis por vuestros mismos ojos, y
esa seguridad, que debería colmaros de júbilo, os
deja en la amargura! Así siempre cuenta, por nada el
corazón enfermo, de los mortales lo que más ha de-
seado, desde que lo posee, sobrándole el ingenio
para atormentarse, por lo que todavía no ha logra-
do.
FENELÓN
302
Los dioses os mantienen suspenso de esa manera
a fin de ejercitar vuestra paciencia. Paréceos este
tiempo perdido; sabed que es el mejor aprovechado
de vuestra vida, porque os ejercita en la más necesa-
ria de todas las virtudes para los que están destina-
dos a mandar. Es menester ser paciente, para
hacerse dueño de sí y de los otros: la impaciencia,
que se cree fuerza y vigor de alma, no es mas que
debilidad e impotencia para soportar la pena. El que
no sabe aguardar y sufrir, es como el que no sabe
callar un secreto: uno y otro carecen de firmeza para
contenerse, como un hombre que corre en un carro,
y no tiene bastante fuerza en la mano para sujetar a
tiempo sus fogosos caballos, los cuales, no obede-
ciendo al freno, se precipitan y disparados derriban
y hacen pedazos al hombre débil a quien se le esca-
pan. Así arrastran al impaciente sus indómitos y fe-
roces deseos a un abismo de infortunios cuanto
mayor es su poderío, tanto más funesta le es la im-
paciencia; nada aguarda, para nada se toma el tiem-
po de calcular; todo lo violenta para satisfacerse;
desgaja las ramas para coger el fruto antes de que
esté maduro; rompe las puertas por no esperar a
que se las abran: quiere segar cuando el prudente
labrador siembra: cuanto hace de prisa y fuera de
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
303
sazón, le sale mal, y no puede durar más tiempo que
sus volubles deseos. Tales con los insensatos pro-
yectos de quien cree que todo le es posible, y que,
entregándose a sus deseos impacientes, abusa de su
poder. Para enseñaros a tener paciencia, mi querido
Telémaco, os ejercitan en ella los dioses, que al pa-
recer juegan con vos en la vida errante en que os
hacen estar, siempre incierto. Lo que anheláis, se os
presenta y huye como un sueño ligero que al des-
pertar se desvanece, a fin de que sepáis que las
mismas cosas que se creen seguras en las manos, se
acaban en el momento. Las lecciones más sabias de
Ulises no os hubieran aprovechado tanto como os
aprovecharán su ausencia y los trabajos que pasáis
buscándole.
En seguida quiso Mentor hacer la última prueba
y la más inerte con la paciencia de Telémaco. Al
instante que el joven iba a excitar con ardor a los
marineros para acelerar la partida, Mentor le detuvo
de improviso, y le propuso el hacer en la orilla del
mar un sacrificio a Minerva. Telémaco se presta con
docilidad a lo que Mentor quiere. Se erigen dos alta-
res de césped; humea el incienso; corre la sangre de
las víctimas. Telémaco dirige al cielo tiernos suspi-
ros, y reconoce la poderosa protección de la diosa.
FENELÓN
304
No bien se acabó el sacrificio, cuando siguió a
Mentor por las sendas sombrías de un cercano bos-
quecillo. Allí advierte de repente que el rostro de su
amigo toma una forma nueva: las arrugas de la
frente se desvanecen como las sombras, cuando la
Aurora con sus dedos de rosa abre las puertas del
oriente, e inflama todo el horizonte; los ojos cónca-
vos y austeros se mudan en ojos azules de una ce-
lestial dulzura, y llenos de fuego divino; la cana y
desaliñada barba desaparece; y se muestra a la vista
de Telémaco deslumbrado unas facciones nobles y
altivas con mezcla de suavidad y de gracia. Recono-
ce el semblante de una mujer con una tez más tersa
que una flor delicada recién abierta al sol. Vese la
blancura de la azucena y el carmín de las nacientes
rosas. En ese rostro brilla una juventud eterna con
una majestad simple y natural: sus cabellos sueltos
esparcen la fragancia de la ambrosia, y su traje res-
plandece como los vivos colores con que el sol, al
salir, pinta las opacas bóvedas del cielo y las nubes
que llega a dorar. La deidad no toca la tierra con el
pie; deslizase ligeramente por el aire como una ave
le hiende con sus alas: tiene en la poderosa mano
una lanza brillante, capaz de hacer temblar a las ciu-
dades y naciones más belicosas, y que al mismo
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
305
Marte causaría espanto: su voz es dulce y apacible,
pero sonora y penetrante; todas sus palabras son
dardos de fuego que se clavan en el corazón de Te-
lémaco, haciéndolo sentir no sé qué dolor delicioso:
encima del casco lleva el ave melancólica de Atenas,
y en el pecho le brilla la formidable égida. A estas
señales reconoce Telémaco a Minerva.
¡O diosa! exclama, ¡conque sois vos misma la que
os habéis dignado guiar al hijo de Ulises por el amor
de su padre! Quería proseguir, pero le faltó la voz,
esforzándose en vano a pronunciar con los labios
los pensamientos que le salían con impetuosidad de
lo íntimo del alma: la divinidad que miraba, le con-
fundía, y se hallaba como quien se siente oprimido
de un sueño hasta perder la respiración, y con la
agitación penosa de los labios no puede articular
una palabra.
Al fin Minerva le habló así. Hijo de Ulises, escu-
chadme por última vez. Yo no he instruido a mortal
alguno con el esmero que a vos; os he llevado de la
mano por medio de naufragios, regiones desconoci-
das, guerras sangrientas, y cuantos males pueden
probar el corazón del hombre. Os he mostrado con
experiencias sensibles los verdaderos y los falsos
principios para reinar. Vuestras faltas no os han sido
FENELÓN
306
menos útiles que vuestros infortunios; porque a cual
es el que puede gobernar sabiamente, sin haber pa-
decido jamás, ni haberse aprovechado nunca de las
desgracias en que sus faltas le han precipitado.
Habéis llenado, como vuestro padre, las tierras y
los mares de vuestras tristes aventuras. Id, ahora
sois digno de seguir sus huellas. No os queda más
que una corta y fácil travesía hasta Itaca, adonde
arriba en este instante: Ayudadle a combatir, y obe-
decedle como el menor de sus súbditos, para dar
ejemplo a los demás. Ulises os dará por esposa a
Antiope, con la cual seréis dichoso por haber bus-
cado menos la hermosura que el recato y la virtud.
Cuando reinéis, poned toda vuestra gloria en procu-
rar que renazca el siglo de oro: oíd a todos; creed a
pocos; guardaos de confiar demasiado en vos mis-
mo; temed engañaros; pero nunca temáis hacer ver
a los otros que habéis sido engañado.
Amad a los pueblos, sin olvidar cosa alguna de
cuanto pueda hacer que ellos os amen. El temor es
necesario, cuando el amor falta; pero es menester
emplearle siempre con pesar, como los remedios
violentos y peligrosos.
Antes de acometer cualquiera empresa, conside-
rad siempre de antemano todas las resultas; preved
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
307
los más terribles inconvenientes, y tened entendido
que el verdadero valor consiste en conocer bien to-
das los peligros, y en despreciarlos cuando son ine-
vitables. El que no quiere mirarlos, no tiene
bastante valor para soportar su vista con serenidad:
el que los ve todos, evita los que se pueden evitar, y
arrostra los demás sin conmoverse, es el único que
merece ser tenido por varón prudente y magnáni-
mo.
Huid de la molicie, del fausto, de la profusión:
gloriaos de la sencillez: que vuestras virtudes y bue-
nas acciones sean los ornamentos de vuestra perso-
na y de vuestro palacio: que sean las guardias que os
rodeen; y que de vos aprendan todos en lo que con-
siste el verdadero honor.
Nunca olvidéis que los reyes no reinan para su
propia gloria, sino para bien de sus pueblos. El bien
que hacen se extiende hasta los siglos más remotos;
el mal que hacen se propaga de generación en ge-
neración hasta la más lejana posteridad. Un mal
reinado suele ser causa de la calamidad de muchos
siglos.
Sobre todo tened cuenta con vuestro honor, que
es enemigo que llevaréis con vos por todas partes
hasta la muerte; penetrará en vuestros consejos, y os
FENELÓN
308
hará traición, si le escucháis. Ese defecto hace per-
der las ocasiones más importantes; inspira inclina-
ciones y aversiones pueriles en perjuicio de los
mayores intereses; obliga a decidir los negocios más
graves por razones mezquinas; ofusca la inteligen-
cia, mengua el valor, y vuelve al hombre desigual
débil, bajo e insoportable. Desconfiad de semejante
enemigo.
Temed a los dioses, Telémaco: ese temor es el
tesoro más rico del corazón del hombre: con él ad-
quiriréis la sabiduría, la justicia, la paz, la alegría, los
placeres puros, la verdadera libertad, la dulce abun-
dancia, y la gloria sin mancilla.
Yo os dejo, o hijo de Ulises; pero mi sabiduría
nunca os abandonará, con tal que siempre estéis
convencido de que nada os será posible sin ella.
Tiempo es de que aprendáis a ir solo. No me he
separado de vos en Egipto y en Salento, sino para
iros acostumbrando a veros privado de esa dulzura,
como se despecha a los niños, luego que es menes-
ter quitarles la leche para darles alimentos más sóli-
dos.
Apenas hubo acabado la diosa su discurso, cuan-
do se remontó a los aires, y se envolvió en una nube
de oro y azul, en que desapareció. Telémaco, sollo-
LAS AVENTURAS DE TELÉMACO
309
zando, atónito y fuera de sí, se prosternó, levantan-
do las manos al cielo, después de esto, fue a des-
pertar a sus compañeros, se apresuró a dar la vela,
llegó a Itaca, y reconoció a su padre en casa del fiel
Eumeo.
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