perfectamente cortadas, ni todos esos encantadores hallazgos de la arquitectura que hacen que el arte gótico
parezca renovar sus combinaciones en cada monumento.
Detrás de aquellas residencias se extendía en todos los sentidos, a veces abierto con una empalizada,
otras enmarcado con grandes árboles, como una cartuja, o almenado como una ciudadela, el recinto
inmenso y multiforme de aquella maravillosa mansión de Saint-Pol en donde el rey de Francia tenía
espacio para alojar soberbiamente a veintidós príncipes de la calidad de un Delfín, o de un duque de
Borgoña con sus servidores y todo su séquito, sin contar a los grandes señores ni al emperador cuando
venía a ver París, y sin contar tampoco a sus leones que tenían su lugar aparte en el hotel real.
Conviene precisar que sólo el apartamento de un príncipe estaba compuesto por aquel entonces de no
menos de once estancias, desde la sala de recepción hasta el oratorio, sin contar, claro, las galerías, los
baños, los baños de vapor y otros «lugares superfluos» que componían cada apartamento; sin contar, claro
está, los jardines privados de cada huésped real; sin mencionar las cocinas, las bodegas, los refectories
generales de la casa, los corrales en donde podían contarse veintidós dependencias propias del palacio,
desde el horno hasta las cavas, pasando per toda clase de juegos como el mallo, el frontón, las anillas, y
luego las pajarerías, los acuarios,las casas de fieras, las cuadras, los establos,las bibliotecas, los arsenales y
las herrerías. Esto era entonces un palacio de rey, un Louvre, una mansión Saint-Pol; una ciudad dentro de
la ciudad.
Desde la torre en donde estamos colocados, la mansión SaintPol, aunque medio oculta per las cuatro
grandes residencias a las que hemos aludido, era aún maravillosa y muy digna de contemplarse. Podían
distinguirse perfectamente, hábilmente unidas al cuerpo principal mediante galerías con vidrieras y
columnatas, los tres hoteles que Carlos V había amalgamado a su palacio; el hotel del Petit-Muce, con una
balaustrada de encaje que orlaba graciosamente su tejado; el hotel del abad de Saint-Maur, con aspecto de
fortaleza y una poderosa torre con matacanes, aspilleras y caponeras; y en la amplísima puerta sajona,
tallado el escudo del obispo entre los dos cuerpos del puente levadizo; el hotel del conde de Etampes cuyo
torreón, un tanto arrumbado en la parte más elevada, se asemejaba a la cresta almenada de un gallo; y aquí
y allá tres o cuatro bien poblados robles parecían como inmensas coliflores, y los retozos de los cisnes en
las aguas claras de los estanques con pliegues de sombra y de luz; y muchos más patios de los que se veían
trozos magníficos; el hotel de los leones con sus ojivas bajas apoyadas en pequeños pilares sajones, sus
rastrillos de hierro y sus perpetuos rugidos. Y per encima de todo este conjunto se destacaba la flechà
desconchada del Ave María y a su izquierda la residencia del preboste de París, flanqueada por cuatro
torrecillas, primorosamente caladas. En el centre, al fondo, el hotel Saint Poi propiamente dicho, con sus
variadísimas fachadas y sus enriquecimientos continuos desde Carlos V, con sus excrecencias híbridas con
que la fantasía de los arquitectos lo habían recargado hacía ya dos siglos, con todos los ábsides de sus capi-
Ilas, con todos los piñones de sus galerías, con sus mil veletas a los cuatro vientos y sus dos altas torres
contiguas, cuyo tejado cónico, rodeado de almenas en su base, asemejaba a uno de esos sombreros
puntiagudos con el ala levantada.
Prosiguiendo la ascensión de los escalones de lo que desde lejos parecía un anfiteatro después de salvar
un profundo paso en los tejados de la Ville que no era sino la huella de la calle SaintAntoine, la vista,
limitándonos siempre a los monumentos más importantes, se detenía en la mansión de Angulema, vasta
construcción de varias épocas en donde se veían partes nuevas, muy blancas, que no casaban mejor en el
conjunto que un remiendo rojo sobre un jubón azul. Sin embargo, el tejado, singularmente puntiagudo y
elevado del palacio moderno, erizado de gárgolas cinceladas y rematado con planchas de plomo, en donde
se revolvían en mil arabescos, fantásticas y deslumbrantes incrustaciones de cobre dorado; este tejado
curiosamente damasquinado, surgía elevándose con gracia por entre las oscuras ruinas del antiguo edificio
cuyos vetustos torreones, abombados por el tiempo cual barricas viejas hundiéndose sobre sí mismas y
abriéndose de arriba a abajo, parecían gruesos vientres desabrochados. Por detrás aparecía aún, alzándose
majestuoso, el bosque de torres del palacio de Tournelles. No existe un golpe de vista en todo el mundo, ni
en la Alhambra ni en Chambord, más fantástico, más aéreo ni más prodigioso que esta arboleda de torres,
campanarios, chimeneas, veletas; de espirales, de linternas caladas que parecían talladas a cincel; de
torrecillas en forma de huso, y diferentes todas en altura; algo así como un gigantesco ajedrez de piedra.
A la derecha de las Tournelles, el manojo de enormes torres, negras como la tinta, mezclándose unas
con otras y atadas, por decirlo de algún modo, por un foso circular; el gran torreón con muchas más
aspilleras que ventanas; ese puente levadizo siempre levantado y ese rastrillo siempre echado es la Bastilla
y una especie de picos negros que sobresalen por las almenas y que, de lejos, podrían confundirse con
gárgolas, son sus cañones. Bajo sus balas de hierro, al pie del formidable edificio, se ve la Porte Saint-
Antoine como escondida entre sus dos torres.
Más allá de las Tournelles, hasta la muralla de Carlos V, se extendía con ricas parcelas de hierba y de
flores una alfombra de cultivos y de parques reales, en medio de los cuales podía reconocerse, por su
laberinto de árboles y de avenidas, el famoso jardín Dedalus que Luis XI había ofrecido a Coictier. El
observatorio del doctor estaba emplazado encima del Dedalus como una gruesa columna que tuviera una
casita por capital. En ese lugar se han hecho horóscopos terribles. Allí se encuentra hoy la plaza
Royale(24).