Una hora más tarde, Miguel Strogoff dormía con sueño algo agitado, en una de esas
camas rusas que tan duras parecen a los extranjeros. El día siguiente, 17 de julio, sería
su gran día.
Las cinco horas que le quedaban aún por pasar en Nijni-Novgorod le parecían un
siglo. ¿Qué podía hacer para ocupar la mañana, como no fuese deambular por las calles
como la víspera? Una vez tomado su desayuno, arreglado el saco y visado su
podaroshna en la oficina de policía, no tenía nada más que hacer hasta la hora de la
partida. Pero como no estaba acostumbrado a levantarse después que el sol, se vistió,
colocó cuidadosamente la carta con las armas imperiales en el fondo de un bolsillo
practicado en el forro de la túnica, apretó el cinturón sobre ella, cerró el saco de viaje y
echándoselo sobre los hombros salió de la posada. Como no quería volver a la Ciudad
de Constantinopla, liquidó su cuenta, contando con almorzar a orillas del Volga, cerca
del embarcadero.
Para mayor seguridad, Miguel Strogoff volvió a presentarse en las oficinas de la
compañía para reafirmarse de que el Cáucaso partía a la hora que le habían anunciado.
Un pensamiento le vino entonces a la mente por primera vez. Ya que la joven livoniana
había de tomar la ruta de Perm, era muy posible que tuviera el proyecto de embarcar
también en el Cáucaso, con lo que no tendrían más remedio que hacer el viaje juntos.
La ciudad alta, con su kremln, cuyo perímetro medía dos verstas y era muy parecido
al de Moscú, estaba muy abandonada en aquella ocasión; ni siquiera el gobernador
vivía allí. Sin embargo, la ciudad baja estaba excesivamente animada.
Miguel Strogoff, después de atravesar el Volga por un puente de madera guardado
por cosacos a caballo, llegó al emplazamiento en donde la víspera se había tropezado
con el campamento de bohemios. La feria de Nijni-Novgorod se montaba un poco en
las afueras de la ciudad y ni siquiera la feria de Leipzig podía rivalizar con ella. En una
vasta explanada situada más allá del Volga se levanta el palacio provisional del
gobernador general, que tiene la orden de residir allí mientras dura la feria, ya que a
causa de la variada gama de elementos que a ella concurrian, necesitaba una vigilancia
especial.
Esta explanada estaba ahora llena de casas de madera, simétricamente dispuestas, de
forma que dejaban entre ellas avenidas bastante amplias como para que pudiera circular
libremente la multitud. Una aglomeración de casas de todas formas y tamaños
constituía un barrio aparte y en cada una de estas aglomeraciones se practicaba un
género determinado de comercio. Había el barrio de los herreros, el de los cueros, el de
la madera, el de las lanas, el de los pescados secos, etc. Algunas de estas casas estaban
construidas con materiales de alta fantasía, como ladrillos de té, bloques de carne
salada, etc., es decir, con las muestras de aquellos artículos que los propietarios
ofrecían a los compradores con esa singular forma de reclamo tan poco americana.
En esas avenidas bañadas en toda su extensión por el sol, que había salido antes de
las cuatro, la afluencia de gente era ya considerable. Rusos, siberianos, alemanes,
griegos, cosacos, turcos, indios, chinos; mezcla extraordinaria de europeos y asiáticos
comentando, discutiendo, perorando y traficando. Todo lo que se pueda comprar y
vender parecía estar reunido en esa plaza. Porteadores, caballos, camellos, asnos,
barcas, carros, todo vehículo que pudiera servir para el transporte estaba acumulado
sobre el campo de la feria. Cueros, piedras preciosas, telas de seda, cachemires de la
India, tapices turcos, armas del Cáucaso, tejidos de Esmirna o de Ispahan, armaduras
de Tiflis, té, bronces europeos, relojes de Suiza, terciopelos y sedas de Lyon,
algodones ingleses, artículos para carrocerías, frutas, legumbres, minerales de los
Urales, malaquitas, lapizlázuli, perfumes, esencias, plantas medicinales, maderas,
alquitranes, cuerdas, cuernos, calabazas, sandías, etc. Todos los productos de la India,
de China, de Persia, los de las costas del mar Caspio y mar Negro, de América y de
Europa, estaban reunidos en aquel punto del globo.
Había un movimiento, una excitación, un barullo y un griterío indescriptibles y la
expresividad de los indígenas de clase inferior iba pareja con la de los extranjeros, que
no les cedían terreno sobre ningun punto. Había allí mercaderes de Asia central que ha-