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Rudyard Kipling
Kim
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Capítulo I
¡Oh vosotros, los que seguís la Senda Estrecha,
guiados por el resplandor de Tophet al juicio Final,
sed condescendientes cuando los gentiles
rezan a Buda en Kamakura!
Buda en Kamakura
A pesar de las órdenes municipales, Kim estaba sentado a horcajadas
1
sobre Zam-Zammah, el viejo cañón
que se alza sobre una plataforma de ladrillo enfrente de la Ajaib-Gher (la Casa Maravillosa, como llaman
los indígenas al Museo de Lahore) (1). Quien posea a Zam-Zammah, ese «dragón que vomita fuego», posee
todo el Panjab (2), porque el gran cañón de bronce verdoso es siempre lo primero que figura en el botín del
conquistador.
A Kim no le faltaba algo de razón -acababa de desalojar de allí a puntapiés al chiquillo de Lala Dinanath-
porque era inglés, y los ingleses son dueños del Panjab. Aunque su color era tan oscuro como el de cual-
quier indígena, aunque hablaba generalmente el idioma del país, y el inglés con leve sonsonete recortado, y
aunque se asociaba con los pilletes del bazar en términos de la más perfecta igualdad, Kim era un niño
blanco, si bien de la clase más miserable. La mestiza que lo cuidaba (fumaba opio y tenía una tienda de
muebles usados en la plaza donde tienen su parada los coches de alquiler más baratos) les dijo a los misio-
neros que era hermana de la madre de Kim; ésta había sido niñera de la familia de un coronel y se casó con
Kimball O’Hara, joven sargento del regimiento irlandés de los Mavericks (3), que fue después empleado en
los ferrocarriles de Sind, Panjab y Delhi Y su regimiento regresó a Inglaterra sin él. La madre de Kim mu-
rió de cólera en Ferozepore (4), y O’Hara se volvió un borracho holgazán, que recorría la línea con aquel
niño, de ojos penetrantes, entonces de unos tres años de edad. Asociaciones benéficas y capellanes desea-
ron hacerse cargo del niño, pero O’Hara los despachó a todos, hasta que tropezó con la mujer que fumaba
opio (6), aprendió ese vicio y murió como los blancos pobres mueren en la India.
Al morir, toda su fortuna se reducía a tres papeles: uno, al cual llamaba ne varietut
2
, porque tenía estas
palabras escritas encima de su firma; otro era el «certificado de liberación», y el tercero la partida de naci-
miento de Kim. En sus gloriosas horas de opio acostumbraba a decir que esos papeles harían un hombre del
pequeño Kimball. En modo alguno debía Kim desprenderse de ellos, pues los consideraba mágicos -de esa
magia que practican los hombres en la gran Jadoo-Gher, blanca y azul, que se alza detrás del museo; la
Casa Mágica, como llamamos nosotros a la Logia Masónica (7).
1
a horcajadas: montar echando una pierna a cada lado de un caballo -aquí, del cañón.
2
ne varietur: «que no se cambie». Se refiere al nombre de la persona que firma el certificado de enrolamiento en el ejército.
(1) Lahore es la capital del Panjab, junto al río Ravi. Hoy es ciudad de Pakistán. Fue la antigua capital del imperio musulmán en la
india.. En el museo de la ciudad trabajó el padre de Kipling. El cañón fue el botín de una guerra contra los afganos en 1761.
(2) El Panjab es un territorio llano al pie del Himalaya, cruzado por cinco ríos. En 1947 se partió en dos: tres cuartas partes del país
son hoy pakistaníes, y la otra india. En total es como media España.
(3) Nombre inventado para el regimiento.
(4) Sind es hoy provincia de Pakistán, lindante con la India. Delhi es desde 1912 la capital de la India. Los británicos la ocuparon
en 1803.
(5) Es ciudad panjabí de la India actual.
(6) El opio es una droga -un narcótico, o sea que produce sopor o adormecimiento de los sentidos- que se extrae de la adormidera.
Uno de sus alcaloides es la morfina: «El opio es comida, tabaco y medicina para los asiáticos extenuados» (cap. XI).
(7) Los masones constituyen una asociación secreta, se reconocen por signas y emblemas, se agrupan en logias -locales en donde
celebran asambleas- y profesan principios filantrópicos y de fraternidad mutua. Algunas logias practican ritos secretos y la magia, de
ahí la alusión de Kipling. El «certificado de liberación» más arriba aludido es un documento en el que se constata de qué logia masó-
nica procede un miembro de ésta que se desplaza a otro lugar. El padre de Kim, dada la proverbial fraternidad entre los masones, sabe
con seguridad que ese documento lo ayudará en el futuro, como efectivamente ocurre cuando se encuentra con los clérigos y el coro-
nel Creighton.
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Su padre aseguraba que llegaría un día en que, arreglándose todo, el cuerno de Kim sería elevado entre
pilares -enormes pilares (8)- de fuerza y belleza. El coronel mismo, cabalgando al frente del regimiento
más hermoso del mundo, esperaría a Kim -al pequeño Kim, que tendría más suerte que su padre-. No-
vecientos demonios de primera clase que adoraban a un Toro Rojo sobre un campo verde, acogerían a Kim,
si no se habían olvidado de O’Hara -del pobre O’Hara, que fue jefe de pelotón en la línea de Ferozepore-.
Y se echaba a llorar amargamente, sentado en una silla rota de anea
3
que había en el porche.
Después de su muerte, la mujer cosió los tres papeles dentro de una bolsa de cuero de las que se emplean
para guardar amuletos, y con una cinta la colgó del cuello de Kim.
- Y algún día -le dijo, recordando confusamente las profecías de O’Hara-, te esperará un Toro Rojo en un
campo verde, y el coronel montado en un magnífico caballo, sí, y -añadió pasando a hablar inglés- nove-
cientos demonios (9).
3
anea: planta con hojas que se emplean para asientos de sillas.
(8) El cuerno es un símbolo de poder, y los pilares, un símbolo masón que tiene su origen en las columnas empleadas en el templo
de Salomón en Jerusalén.
(9) Los soldados del regimiento, que tiene por estandarte un toro rojo sobre campo verde.
- ¡Ah! -dijo Kim-, no se me olvidará. Llegará un Toro Rojo y un coronel a caballo; pero decía mi padre
que primero vendrían dos hombres para preparar el terreno. Mi padre afirmaba que siempre que los hom-
bres hacen magia proceden así.
Si la mujer hubiese enviado a Kim con aquellos papeles a la Jadoo-Gher local, seguramente hubiera sido
recogido por la Logia Provincial y trasladado al Orfanato Masónico de la Montaña; pero lo que había oído
hablar de magia le hizo recelar. Además, Kim tenía sus propios puntos de vista. Conforme alcanzaba el uso
de razón, aprendió a esquivar a los misioneros y a los hombres blancos de aspecto serio, que le preguntaban
quién era y qué hacía. Porque Kim, con un éxito enorme, no hacía nada. Es verdad que conocía palmo a
palmo la maravillosa ciudad amurallada de Lahore, desde la Puerta de Delhi hasta el foso exterior de la
Fortaleza; que era uña y carne con personas que llevaban una vida tan extraña que ni el mismo Harun al
Raschid
(10) la hubiera soñado jamás; que vivía una vida libre y salvaje como en los cuentos de Las mil y
una noches; pero los misioneros y los secretarios de las sociedades caritativas no podían comprender estas
bellezas.
Se le conocía en todos los barrios con el mote de «Amigo de todo el Mundo» (11); y con frecuencia, co-
mo era flexible e insignificante, llevaba recados misteriosos durante la noche a las azoteas llenas de muje-
res por encargo de elegantes jóvenes, presumidos y melosos. Se trataba de relaciones ilícitas, como es natu-
ral, y Kim lo sabía, pues conocía la maldad desde que empezó a hablar. Pero lo que más le gustaba era ju-
gar por jugar: la ronda furtiva a través de callejuelas y oscuros pasadizos; el trepar por las cañerías hasta las
terrazas para contemplar y oír a las mujeres, y la huida de terrado en terrado bajo la cálida oscuridad de la
noche. Y, sobre todo, los santones: faquires` untados de ceniza -sentados al lado de sus capillas de ladrillo,
en la margen del río, bajo la sombra de los árboles-, con quienes tenía gran familiaridad y a los que saluda-
ba cuando regresaban de pedir limosna, y aun comía con ellos en el mismo plato si nadie los veía.
(10). Fue un califa muerto en el siglo VIII, héroe de algunos cuentos de Las mil y una noches en la fastuosa Bagdad.
(11). Es un epíteto que Kim lleva, igual que los héroes épicos, motivado, pero que al confrontarse con su destino o elección conflic-
tiva designará en el futuro la magia de una infancia aún no problemática.
(12). Un faquir es un santón mahometano -o hindú, como aquí- que vive de la limosna y de la mendicidad.
La mujer que lo cuidaba le suplicaba, entre lágrimas, que llevara ropa europea (pantalones, camisa y un
sombrero roto), pero Kim encontraba más cómodo, sobre todo cuando estaba metido en ciertos asuntos,
usar la indumentaria hindú o la túnica mahometana. Uno de los jóvenes elegantes -aquel que fue encontra-
do muerto en el fondo de un pozo la noche del terremoto- le dio una vez un equipo completo de niño hindú,
propio para un pillete de la más baja casta, y Kim lo guardaba secretamente entre las vigas del almacén de
maderas de Nila Ram, situado más allá del Tribunal Supremo de Panjab, y en donde los fragantes troncos
de cedro se secan después de su descenso por el río Ravi. Cuando tenía que realizar alguna empresa, o salía
a hacer travesuras, Kim usaba ese traje y volvía a su casa al amanecer, cansado de gritar detrás de un corte-
jo de boda o de aullar en una fiesta hindú. Algunas veces encontraba en su casa algo de comida, pero lo
frecuente era que no hallase nada, y entonces se iba a comer con sus amigos indígenas.
Kim repiqueteaba alegremente con sus talones, desnudos, sobre Zam-Zammah, mientras jugaba con el
pequeño Chota Lal y Abdullah, el hijo del confitero, y de vez en cuando apostrofaba
4
al policía indígena
que estaba de servicio a la puerta. Era un fornido panjabí que sonreía con tolerancia, pues conocía a Kim
desde hacía tiempo. También lo conocía el aguador, cuyos odres
5
de piel de cabra rezumaban gotas de
agua que caían sobre el suelo reseco, y también Jawahir Singh, el carpintero del museo, inclinado ante unos
nuevos cajones de empaque. Todas las personas que veía le eran conocidas, excepto los labradores que en-
traban en la Casa Maravillosa a curiosear los objetos que se fabricaban en la provincia y sus alrededores.
Porque el museo estaba dedicado al arte y las manufacturas indias, y bajo la custodia del director que pro-
porcionaba a quien lo solicitase toda clase de informaciones.
- ¡Bájate! ¡Bájate! ¡Déjame subir! -gritaba Abdullah, trepando por una de las ruedas de Zam-Zammah.
4
apostrofaba: increpaba, insultaba.
5
odre: recipiente de cuero para contener líquidos.
- ¡Tu padre era pastelero! ¡Tu madre robaba ghi
6
! -cantaba Kim-. ¡Todos los musulmanes cayeron hace
tiempo ante Zam_Zammah!
- ¡Déjame subir! -chillaba el pequeño Chota Lal con su birrete
7
bordado en oro. Su padre tendría segu-
ramente más de medio millón de libras esterlinas, pero la India es el único país democrático del mundo.
- ¡Los indios también cayeron ante Zam-Zammah! ¡Los musulmanes los derrotaron! ¡Tu padre era paste-
lero!...
Kim se detuvo de repente, porque, doblando la esquina de la calle que conduce al animado bazar Motee,
vio aparecer a un hombre tan raro que, ni aun él, que conocía todas las castas de la India, había visto nunca
ninguno que se le pareciese. Tenía casi seis pies
8
de altura y llevaba una amplia vestidura de pliegues, de
tela fuerte y oscura semejante a la empleada para las mantas de caballos, pero ni uno solo de sus pliegues
podía indicar a Kim cuál era su profesión. De su cinturón colgaba un estuche de hierro para plumas y un
rosario de madera como el que usan todos los santones. Cubría su cabeza una especie de gorro gigantesco.
Tenía la tez amarilla y arrugada como la de Fook-Shing, el zapatero chino del bazar, y sus ojos oblicuos y
estrechos brillaban como cuentecitas de ónice
9
.
- ¿Quién es ése? -preguntó Kim a sus compañeros.
- Parece un hombre -contestó Abdullah, chupándose un dedo mientras lo miraba.
- Naturalmente. Pero no se parece a ninguno de la India que yo haya visto antes.
- Tal vez sea un santón -dijo Chota Lal, fijándose en el rosario-. ¡Mirad, entra en la Casa Maravillosa!
- No, no -decía el policía sacudiendo la cabeza-. Yo no entiendo vuestra lengua. -El guardia hablaba só-
lamente panjabí- ¡Eh!, tú, Amigo de todo el Mundo, ¿qué es lo que dice?
- Mándamelo acá -respondió Kim, agitando sus pies desnudos mientras se deslizaba al suelo desde lo alto
de ZamZammah-. Es un extranjero y tú eres un búfalo.
6
ghi: manteca clara de leche de búfala.
7
birrete: gorro.
8
pie: equivale a 30,5 cm. Por tanto el hombre medía 1,83 m.
9
ónice: piedra de color claro; ágata.
El hombre extraño dio la vuelta y se dirigió resignadamente a donde estaban los chiquillos. Era viejo y su
túnica de lana conservaba todavía, de su paso por las montañas, un fuerte olor a artemisa
10
.
- Niños, ¿podéis decirme qué es esa casa tan grande? -preguntó en correcto urdú (13).
- La Ajaib-Gher, la Casa Maravillosa.
Kim no le dio ningún tratamiento como Lala o Mian (14), porque no podía adivinar cuál era su religión.
- ¡Ah! ¡La Casa Maravillosa! ¿Se puede entrar?
- Está escrito sobre la puerta. Todo el mundo puede entrar.
- ¿Sin pagar?
- Yo entro y salgo cuando quiero y no soy ningún potentado -dijo Kim echándose a reír.
- ¡Vaya! Soy muy viejo e ignoro muchas cosas. -Y cogiendo el rosario entre sus manos se volvió hacia el
museo.
- ¿De qué casta eres? ¿Dónde está tu casa? ¿Vienes de muy lejos? -preguntó Kim rápidamente.
- Vine por Kulú... desde más allá de los Kailas..(15); pero, ¿qué sabes tú? Vengo de las montañas donde -
dejó escapar un suspiro- el aire y el agua son frescos y puros.
- ¡Ah! un catay (un chino) -dijo Abdullah orgulloso de sí mismo, porque Fook-Shing lo había echado una
vez de su tienda por escupir a un ídolo chino colocado encima del calzado.
- Un pahari (un montañés) -murmuró el pequeño Chota Lal.
- Sí, niño..., un montañés de unas montañas que tú no verás nunca. ¿Habéis oído hablar de Bhotiyal (Tí-
bet)? Yo no soy catay, sino bhotiya (tibetano), lo que vosotros habréis oído nombrar un lama... o un gurú
11
en vuestra lengua.
10
artemisa: planta aromática con propiedades medicinales.
11
gurú: religioso o director espiritual. Los lamas son los sacerdotes budistas del Tíbet.
(13). El urdú, hoy lengua oficial del Pakistán, es un variante de la familia de lenguas hindis. Kim hablará, pensará y hasta soñará en
urdú en algunos momentos decisivos de su peripecia vital. Se marca así un componente de su identidad conflictiva, la indígena o «ne-
gra», en oposición a su otro yo «blanco», el adscrito al mundo de los sahibs, de los británicos.
(14). Lala y Mian son tratamientos de respeto, el primero para un hindú y el segundo para un musulmán.
(15). Montes al norte del Himalaya que constituyen el Olimpo de la mitología brahmánica. En ellos nacen los grandes ríos Indo,
Brahmaputra y Sutledge, que riegan el Panjab.
- ¿Un gurú del Tíbet? (16) -dijo Kim-. No había visto nunca ninguno. ¿Son hindúes, entonces, los tibeta-
nos?
- Nosotros seguimos la Senda Media, viviendo tranquilamente en nuestras lamaserías, y yo viajo para vi-
sitar los Cuatro Santos Lugares (17)
antes de morir. Y ahora -dijo sonriendo be benévolamente-, vosotros,
que sois niños, sabéis tanto como yo, que soy viejo.
- ¿Has comido?
El lama rebuscó entre sus vestiduras y sacó una vieja escudilla
12
de madera para pedir limosna. Los ni-
ños lo comprendieron en seguida, porque todos los santones que habían visto mendigaban de la misma
forma.
- Pero aún no tengo ganas de comer. -Su cabeza se volvió despacio hacia el museo, como la de una vieja
tortuga a la luz del sol-. ¿Es verdad que hay muchas imágenes en la Casa Maravillosa de Lahore? -y repitió
las últimas palabras como si quisiera asegurarse de la dirección.
- Es verdad -contestó Abdullah-. Está llena de cosas paganas. ¿Es que tú también eres idólatra
13
?
- No le hagas caso -dijo Kim-. Es una casa del Gobierno y allí no hay idolatría, sino solamente un Sabih
(18) de barba blanca. Ven conmigo y te lo enseñaré.
- Los santones extranjeros se comen a los niños -balbució Chota Lal.
- Y es un extranjero y un but-paras t
14
-dijo Abdullah, el mahometano.
Kim se echó a reír.
- Es nuevo aquí ...¡Vaya! ¡Id a meteros bajo la falda de vuestras madres!... ¡Ven tú conmigo!
12
. escudilla: tazón o vasija ancha para sopas y caldos.
13
idólatra: el que adora a falsos dioses.
14
but-parast: idólatra.
(16) El Tíbet es una región de altos valles y cordilleras superiores a los 3.000 metros. En el siglo pasado el gobierno colonial britá-
nico impuso allí su protección. Desde 1912 se integró en China como territorio autónomo.
(17) Los cuatro santuarios del budismo: Lumbini, donde nació Buda; Buddh Gaya, donde meditó; Sarnath, cerca de Benarés, donde
predicó el primer sermón; y Kusinagara, donde murió. La Senda Media es, para los budistas, el rechazo de los extremos.
(18). Sahib es el tratamiento que se da en la India a los europeos; equivale a «señor». Es una palabra muy repetida en la novela, in-
dicio de esa parte de la personalidad de Kim que puede colmar su destino.
Lo guió a través del torniquete de la entrada, y el viejo, que lo seguía, se paró asombrado. En el vestíbulo
estaban instaladas las grandes esculturas grecobudistas, cuya antigüedad sólo saben los sabios, cinceladas
por hombres desconocidos, cuyas manos poseían, y no en pequeño grado, ese maravilloso toque griego,
transmitido hasta la India. Había centenares de piezas, frisos
15
con escenas en relieve, fragmentos de esta-
tuas y losas atestadas de figuras, que habían estado incrustadas en los muros de ladrillo de las viharas y
estupas (19) del norte del país, y que ahora, desenterradas y catalogadas, constituían el orgullo del museo.
Con la boca abierta de admiración iba el lama de un lado a otro, hasta que por último quedó extasiado ante
un enorme altorrelieve que representaba la coronación o apoteosis de Buda (20) Nuestro Señor. Aparecía el
Maestro sentado sobre un lotol
16
, cuyos pétalos estaban tan recortados que casi se desprendían; alrededor
lo adoraban reyes, antepasados y Budas precursores, colocados por orden jerárquico. Debajo se extendían
las aguas, cubiertas de lotos, peces y aves acuáticas; dos dewas
17
con alas de mariposa sostenían una guir-
nalda sobre su cabeza, y encima otra pareja de dewas mantenía una sombrilla, sobre la cual aparecía la co-
fia del Bodhisattva adornada con piedras preciosas.
- ¡El Señor! ¡El Señor! ¡Si es Sakia Muni mismo! -dijo el lama casi sollozando, y mentalmente empezó a
rezar la maravillosa invocación budista:
A Él la Senda, la Ley, el Sublime
A quien Maya mantiene bajo su corazón,
Señor de Ananda, el Bodhisattva.
- ¡Y aquí está! ¡Y está también la Ley Excelentísima! Bien ha empezado mi peregrinación. ¡Y qué obra!,
¡qué arte!
15
frisos: parte de una cornisa, franja de pared.
16
loto: planta acuática, muy representada en las artes asiáticas.
17
dewas: divinidades, ángeles.
(19) Vihara es un monasterio budista, y estupas son los monumentos funerarios destinados a guardar las cenizas de los grandes
maestros.
(20) Buda o Bodhisattva, llamado también Sakia Muni, es decir, «Señor de la selva de Sakia», fue hijo del rey de Kapila y de Maya.
Su discípulo se llama Ananda. También se llaman budas a los que alcanzan la iluminación y se liberan de la transmigración, estadio al
que aspira el lama Teshu.
- Por allí viene el sahib -dijo Kim, y se escabulló a un lado entre los cajones que ocupaban la nave de ar-
tes y manufacturas.
Un inglés de barba blanca contemplaba al lama, que gravemente se volvió, lo saludó, y después de vaci-
lar un momento sacó una libreta, y de ella un trozo de papel.
- Sí, ése es mi nombre -dijo el inglés, sonriendo al ver aquella escritura infantil.
- Uno de mis compañeros que hizo la peregrinación a los Santos Lugares (ahora es el abad del monaste-
rio de Lung-Cho), me dio vuestro nombre -balbució el lama-. También me había hablado de estas cosas. -
Su delgada mano, temblorosa, señaló en torno suyo.
- Bienvenido seas, ¡oh lama del Tíbet! Aquí están las imágenes y aquí estoy yo... -dijo mirando al lama
cara a cara- para aprender. Ven un momento a mi despacho. -El viejo temblaba de excitación.
El despacho no era más que un pequeño rincón aislado de la galería, alineada de estatuas, por bajos tabi-
ques de madera. Kim se tumbó al lado de la puerta de cedro con la oreja pegada a una de las grietas produ-
cidas por el calor, y siguiendo su instinto se dispuso a observar y escuchar.
Pero la mayor parte de la conversación era ininteligible para él. El lama, turbado al principio, hablaba
ahora con el director del museo sobre su lamasería de Such-zen, situada enfrente de las Rocas Pintadas y a
una distancia de cuatro meses de camino. El director sacó entonces un voluminoso libro de fotografías y le
enseñó una vista de su mismo monasterio que, desde lo alto de un elevadísimo risco
18
, domina el amplio
valle, compuesto de capas estratificadas de diversos tonos.
- ¡Sí!, ¡sí! -el lama se puso unos lentes de cuerno de artesanía china-. Ésta es la puertecita por donde en-
tramos la leña para el invierno. ¿Y vosotros, ingleses, conocéis esto? El que ahora es abad de Lung-Cho me
lo dijo, pero yo no lo quise creer. ¿El Señor, el Excelente, es aquí también honrado? ¿Y su vida es conoci-
da?
- Toda ella está grabada en las piedras. Si has descansado, ven y lo verás.
El lama se encaminó pesadamente a la sala principal, seguido por el director, y visitó toda la colección
con la reverencia de un devoto y el instinto de un artista.
18
risco: peñasco muy alto.
Incidente por incidente fue identificando toda la hermosa historia sobre las gastadas piedras, confundién-
dose de vez en cuando por los cánones griegos (21), para él poco familiares, pero entusiasmado como un
niño con cada nuevo hallazgo. Cuando en la secuencia de acontecimientos algo fallaba, como en el caso de
la Anunciación (22), el director suplía la falta por medio de fotografías y reproducciones de libros franceses
y alemanes.
Allí estaba el devoto Asita (23), el Simeón (24) de la historia cristiana, sosteniendo al Niño Sagrado so-
bre las rodillas, mientras sus padres escuchaban; seguían después varios incidentes de la vida del primo
Devadatta (25); allí estaba, maldita para siempre, la mujer perversa que acusó de impureza al Maestro; la
predicación del Bosque de los Ciervos; el milagro que asombró a los adoradores del fuego; el Bodhisattva
(26) representado como príncipe real; el nacimiento milagroso; la muerte en Kusinagara, donde el discípulo
débil se desvaneció. Las representaciones de la meditación bajo el árbol de Bohdi y la adoración del cuenco
de la limosna eran innumerables y se encontraban por todas partes. A los pocos minutos comprendió el
director que su huésped no era un simple mendigo, desgranador de cuentas de rosario, sino un hombre sa-
bio. Juntos volvieron a repasar toda la colección. El lama tomaba ra
19
, limpiaba sus lentes y charlaba a la
velocidad del tren en una atropellada mezcla de urdú y tibetano. Habiendo oído hablar de los viajes que
hicieron los peregrinos chinos Fo-Hian y Hwen-Thiang, deseó saber si había alguna traducción de sus es-
critos y respiró con satisfacción al hojear las páginas de Beal y Stanislas Julien (27).
19
rapé: tabaco en polvo. Se aspira por la nariz.
(21) En el museo de Lahore se conserva una importante colección de esculturas budistas con influencia griega. Alejandro Magno
llegó hasta el Indo en el año 326 a.C.
(22) Signos que anunciaban el nacimiento de Buda aparecieron en sueños a su madre Maya.
(23) Asita profetizó el grandioso futuro que aguardaba a Siddharta, que más tarde fue Buda.
(24) Simeón, personaje evangélico, muy anciano, que sostuvo al niño Jesús en brazos, antes de morirse, con lo que vio cumplida
una revelación (Lucas, 2,25), y quien profetizó la crucifixión de Jesucristo.
(25) Primo de Buda, y discípulo desleal. Reinó en Benarés.
(26) Buda abandonó el palacio paterno para predicar la religión. Peregrino y mendigo, reunió a algunos discípulos en Buddh Gaya,
pero lo abandonaron mientras rezaba bajo el árbol de la Ciencia (árbol de Bohdy: sabiduría). Adquirió la Suprema Sabiduría y, poste-
riormente, reencontró a sus discípulos en el Bosque de las Gacelas.
(27) Samuel Beal y Stanislas Julien tradujeron libros sobre China, el Tíbet y el budismo.
- Aquí está todo. Es un tesoro inmenso, encerrado bajo llave.
Luego se dispuso a escuchar con recogimiento los diversos fragmentos, que el director le traducía rápi-
damente al urdú. Era la primera vez que se tropezaba con la labor de los sabios europeos, quienes con ayu-
da de estos relatos y centenares de otros documentos habían logrado identificar los Santos Lugares del bu-
dismo. Después vio un gran mapa con manchas y trazos amarillos; su dedo moreno seguía el lápiz del di-
rector de un punto a otro. Allí estaba Kapilavastu; aquí el Reino Medio; allí Mahabodhi, la Meca del bu-
dismo, y allí Kusinagara, el triste lugar de la muerte del Maestro (28). El viejo inclinó un momento la cabe-
za sobre el mapa, silenciosamente, y el director encendió otra pipa. Kim se había dormido. Cuando desper-
tó, la conversación, todavía torrencial, era más comprensible para él.
- Y así fue, ¡oh Fuente de Sabiduría!, cómo decidí visitar los Santos Lugares que fueron hollados
20
por
Sus pies... Kapila y el lugar de su nacimiento; después, Mahabodhi, que es Buddh Gaya..., el Bosque de los
Ciervos..., el lugar de su muerte.
El lama bajó la voz.
- He venido solo, porque durante cinco..., siete..., dieciocho..., cuarenta años, tuve en la mente el pensa-
miento de que no se seguía bien la Antigua Ley, que está, como tú sabes, muy encubierta por una capa de
idolatrías, supersticiones y encantamientos, y aun, como dijo el chiquillo hace un momento, por but-
parasti.
- Eso sucede en todas las religiones.
20
hollados: pisados.
(28) Véase n. 17.
- ¿Tú crees? Los libros que yo leía en mi lamasería son secos y sin vigor, y hasta el último ritual con que
nos hemos oprimido los que pertenecemos a la Ley Reformada, carece de valor ante mis ojos. Y los segui-
dores del Excelente están siempre discutiendo unos con otros. ¡Todo es ilusión! ¡Sí!, maya, ilusión (29).
Pero yo tengo otras aspiraciones -su arrugado semblante amarillo se acercó a tres pulgadas del director y la
uña larga de su dedo índice repiqueteaba en el tablero de la mesa-. Vuestros sabios, en estos libros, han
seguido a los Benditos Pies por todos sus caminos; pero hay cosas que no han investigado. Yo no sé nada...,
yo nada sé..., pero deseo librarme de la Rueda de las Cosas (30) por una senda amplia y sin barreras -el
lama se sonrió con una ingenua expresión de triunfo-. Hago méritos (31) al proponerme visitar los Santos
Lugares; pero aún hay más. Escucha este pasaje. Cuando Nuestro Señor, siendo todavía un muchacho, bus-
caba compañera, los cortesanos dijeron a su padre que era aún demasiado joven para casarse. ¿Lo sabías?
El director asintió, sin presumir en qué pararía todo aquello.
- Y así prepararon la triple prueba de la fuerza entre todos los solicitantes. Y al llegar a la prueba del Ar-
co, Nuestro Señor, después de romper el que Le habían dado, pidió otro, que ninguno era capaz de tensar.
¿Lo sabías?
- Está escrito. Lo he leído.
- Y superando todos los otros blancos, la flecha voló hasta que se perdió de vista, y al caer y clavarse en
la tierra brotó un manantial y se formó un río, que por la magnanimidad de Nuestro Señor y el mérito que
adquirió en el acto de su liberación, goza de la propiedad de que aquel que se baña en sus aguas queda lim-
pio de toda mancha de pecado.
- Así está escrito -dijo el director tristemente.
El lama dio un gran suspiro.
- ¿Dónde está ese Río? Fuente de Sabiduría, ¿dónde cayó la Flecha?
- Desgraciadamente lo ignoro, hermano mío.
(29) Maya, la madre de Buda, personifica el Universo y todo cuanto encierra, eterna ilusión.
(30) La Rueda de las Cosas simboliza en la filosofía budista el ciclo de la existencia: nacimiento, muerte, reencarnación. La vida
humana rueda sobre peligros, actividades y desilusiones. Se liberan de esa rueda los que siguen las disciplinas budistas.
(31) Es una expresión muy repetida por el lama. Adquirir mérito es tener derecho a la recompensa espiritual que el budismo prome-
te por ejercer la caridad y las buenas acciones.
- No puede ser. Recuerda. Es la única cosa que no me has contado. Seguramente lo sabes. ¡Considera que
soy un viejo! Te lo pido de rodillas, ¡oh Fuente de Sabiduría! ¡Nosotros sabemos que disparó la flecha!
¡Sabemos que la flecha cayó! ¡Sabemos (32) que brotó la corriente! ¿Dónde está, pues, el Río? Mi sueño
me dijo que lo encontraría. Por eso vine. Por eso estoy aquí. Pero, ¿dónde está el Río?
- Si yo lo supiera, ¿crees que no te lo hubiera dicho en seguida?
- Encontrándolo se alcanza la liberación de la Rueda de las Cosas -prosiguió el lama absorto en sus pen-
samientos-. ¡El Río de la Flecha! ¡Piensa otra vez! Tal vez sea un arroyuelo que se seca en el verano. Pero
el Señor jamás engañaría a un viejo como yo.
- No lo sé. No lo sé.
El lama acercó su cara arrugadísima a un palmo de la del inglés.
- Ya veo que no lo sabes. Como no sigues la Ley, el misterio queda oculto para ti.
- Sí... oculto... oculto.
- Tú y yo estamos aún ligados, hermano. Pero yo... -se levantó rápidamente y el blando y espeso paño de
su túnica onduló con suavidad-, yo cortaré mis ligaduras y me libertaré. ¡Ven conmigo!
- Yo estoy aquí sujeto. Pero tú, ¿adónde vas?
- Primero a Kashi (Benarés) (33), ¿adónde mejor? Allí encontraré a uno de mi religión en un templo jainí
(34) de esa ciudad. También él busca, aunque en secreto, y de él puedo aprender muchas cosas. Tal vez
venga conmigo a Buddh Gaya. Después iré más al norte, a Kapilavastu, y allí buscaré el Río. No; lo busca-
ré por dondequiera que vaya, pues no se conoce el lugar donde cayó la flecha.
(32) La insistencia en saber se debe a que la ciencia es uno de los cuatro caminos hacia la santidad, pues la ciencia demuestra la va-
nidad del mundo exterior, el inútil apego al yo, la contingencia de los objetos. Esa búsqueda de la sabiduría, y por tanto de la perfec-
ción, es la tarea de lama. Por eso el lama Teshu comprenderá la necesidad de que Kim estudie en la mejor escuela, se forme, alcance
ciencia. «Aunque -dirá en una ocasión- los sahibs no lo saben todo.»
(33) Benarés -emplazada a unos 1.100 km. de Lahore- está a orillas del Ganges, donde se purifican los peregrinos al pie de las es-
calinatas dominadas por templos y mezquitas.
(34) El jainismo es una de las religiones de la India, fundada en el siglo VI a.C. por Jain «el victorioso», contemporáneo de Buda.
También propone conducir el alma al nirvana, o liberación de la transmigración.
- ¿Y cómo vas a hacer el viaje? Hay mucha distancia hasta Delhi y aún más a Benarés.
- Por carretera y en tren. Desde Pathankot (35), después de cruzar las montañas, vine hasta aquí en te-ren.
Se va muy de prisa. Al principio me admiraba ver aquellos altos postes de los lados, sujetando los cables -el
lama se refería a los alambres del telégrafo, que parecen subir y bajar en la marcha rápida del tren-. Pero
después estaba entumecido
21
y sentí deseos de bajar y hacer el camino andando, como es mi costumbre.
- ¿Y estás seguro de tu itinerario?
- ¡Oh! Para eso no tengo más que preguntar y entregar dinero, y los empleados se encargan de despachar-
lo todo al lugar que se desea. Esto ya lo sabía yo cuando estaba en mi lamasería por informes de toda con-
fianza -dijo el lama orgullosamente.
-¿Cuándo te vas? -el director sonreía a esta mezcla de antigua piedad y moderno progreso, que es la nota
característica de la India actual.
- Tan pronto como pueda. Visitaré los lugares en que transcurrió Su vida hasta que encuentre el Río de la
Flecha. Aquí tengo un papel en el que están escritas las horas de los trenes que van al sur.
- ¿Y cómo te las arreglas para comer? -Los lamas, por regla general, llevan siempre consigo grandes can-
tidades en metálico, pero el director quería asegurarse.
- Durante el viaje utilizo el cuenco del Maestro. Sí; tal como Él lo hizo, así lo haré yo, abandonando la
vida fácil del monasterio. Cuando dejé las montañas traía conmigo un chela (discípulo) que pedía para mí,
como ordena la Regla, pero al detenernos algún tiempo en Kulú cogió unas fiebres y se murió. Ahora no
tengo chela, pero pediré limosna yo mismo, permitiendo así que las personas caritativas adquieran mérito. -
Movió la cabeza con decisión; los sabios doctores de una lamasería jamás mendigan, pero el lama se mos-
traba entusiasta en la búsqueda emprendida.
21 entumecido: con el cuerpo rígido o torpe por la postura o falta de movimiento.
(35) Aquí terminaba el ferrocarril, al pie del Himalaya.
- Sea así -dijo el director sonriendo-. Y transige ahora conmigo para ganar méritos. Tú y yo somos perso-
nas del mismo oficio. Aquí tienes una libreta de papel inglés y lápices afilados del dos y del tres..., blando y
duro..., útiles para un escribiente. Préstame tus lentes.
El director se los probó. Estaban llenos de rayas, pero su graduación era casi exacta a la de los suyos, los
cuales colocó en las manos del lama, diciéndole:
- Prueba éstos.
- ¡Como una pluma! ¡Apenas los siento sobre la cara! -el viejo giraba la cabeza con delicia y arrugaba la
nariz-. ¡Si apenas los siento! ¡Ahora sí que veo claro!
- Son de bilaur (cristal de roca) y no se te rayarán nunca. Te los regalo, y que ellos te sirvan para encon-
trar tu Río.
- Los tomaré, lo mismo que los lápices y la libreta, como muestra de amistad entre sacerdotes..., y aho-
ra... -buscó en su cinturón, sacó el estuche de plumas y lo colocó encima de la mesa del director! (36) -
Toma este estuche como recuerdo. Es algo viejo... como yo.
Era una cajita antigua de diseño chino, de un hierro que hoy no se fabrica, y el alma coleccionista del di-
rector se había fijado en ella desde el primer momento. A pesar de sus protestas tuvo que aceptarla.
- Cuando vuelva, después de encontrar el Río, te traeré una pintura escrita de la Padma Samthora (37), tal
como las hago sobre seda en mi lamasería, y otra de la Rueda de la Vida -se rió entre dientes-, ya que am-
bos somos artesanos.
El director hubiera querido retenerlo, porque hay muy pocas personas en el mundo que posean aún el se-
creto de las clásicas pinturas budistas, hechas con plumas y pincel, combinando la pintura y la escritura.
Pero el lama echó a andar con la cabeza alta, y después de pararse un momento ante la gran estatua de un
Bodhisattva en meditación, salió apresuradamente.
(36) El director del museo ejerce la función de «donante»: da al lama informaciones y útiles para que prosiga su tarea. El santón lo
considera como un sacerdote, pues se dedica al estudio en el museo, que es un templo del saber. Como personaje es una proyección
afectiva del padre de Kipling, que trabajó en el museo de Lahore durante veinte años.
(37) La padma es el loto rosa, símbolo del nacimiento espiritual. Se representa mucho en las imágenes budistas.
Kim lo siguió como una sombra, pues lo que había oído excitaba su curiosidad enormemente. Aquel
hombre era completamente diferente de todo lo que conocía, y deseaba con templarlo a sus anchas, de la
misma manera que hubiera contemplado una nueva construcción o una festividad poco corriente en la ciu-
dad de Lahore. El lama era un nuevo hallazgo y se proponía tomar posesión de él. La madre de Kim había
sido también irlandesa.
El viejo se detuvo junto a Zam-Zammah y miró alrededor hasta que su vista cayó sobre Kim. La excita-
ción de su peregrinación había desaparecido por unos momentos, y se sentía viejo, desamparado y con el
estómago vacío.
- Está prohibido sentarse bajo el cañón -dijo el policía con brusquedad.
- ¡Hu! ¡Búho! -fue la respuesta de Kim en defensa del lama-. Siéntate bajo el cañón si lo deseas. ¿Cuándo
robaste las babuchas a la lechera, Dunnú?
La acusación era totalmente infundada, nacida bajo la inspiración del momento, pero fue lo suficiente pa-
ra hacer callar a Dunnú, quien, conociendo bien al muchacho, sabía que si continuaba gritando, su voz
atraería una legión de endemoniados pilletes del bazar.
- ¿A qué dioses has adorado en el museo? -preguntó Kim afablemente, sentándose en cuclillas al lado del
lama, a la sombra del cañón.
- No adoro a ninguno, niño. Me inclino ante la Ley Excelente.
Kim aceptó este nuevo dios sin emoción. Conocía ya varias docenas de ellos.
- ¿Y qué vas a hacer ahora?
- Mendigar. Ahora recuerdo que hace mucho tiempo que no he comido ni bebido. ¿Cuáles son las cos-
tumbres caritativas de esta ciudad? ¿En silencio, como se hace en el Tíbet, o pidiendo en voz alta?
- Los que piden en silencio, en silencio se mueren de hambre -dijo Kim repitiendo un refrán del país. El
lama intentó levantarse, pero volvió a sentarse otra vez, suspirando por su discípulo muerto en Kulú. Kim
lo contemplaba de reojo, compasivo e interesado.
- Dame el cuenco. Conozco bien a la gente de esta ciudad..., a todos los que son caritativos. Dámelo y te
lo traeré lleno.
Obediente como un niño, el viejo le entregó el cuenco. - Y ahora descansa. Yo conozco a la gente.
Corrió Kim a la tienda de una kunjri -vendedora de verduras perteneciente a la baja casta- que estaba si-
tuada enfrente de la línea del tranvía de circunvalación, hacia la parte baja del bazar Motee. La dueña cono-
cía a Kim desde hacía tiempo.
- Chico, ¿es que te has convertido en yogui (39), con ese cuenco de mendicante?
- No -repuso orgullosamente-. Es que ha llegado un nuevo santón a la ciudad..., un hombre como yo no
he visto nunca.
- Santón viejo... tigre joven -dijo la mujer encolerizada-. Ya estoy harta de nuevos santones! Vuelan co-
mo moscas alrededor de las cazuelas. ¿Acaso el padre de mi hijo es un pozo de caridad para darle a todo el
que me pide?
- No, tu hombre es más bien un yagui (mal genio) que un yogui (piadoso). Pero este santón es extraordi-
nario. El sahib de la Casa Maravillosa le ha hablado como si fuera un hermano. ¡Anda, madre, lléname esta
escudilla, que me está esperando!
- ¡Ah, claro!, esa escudilla. ¡Querrás decir ese cesto tan grande como el vientre de una vaca! Me haces
tanta gracia como el toro sagrado de Siva (40), que esta mañana se ha comido lo mejor de una canasta de
cebollas. Y encima quieres que te llene la escudilla... ¡Míralo, ahí viene otra vez!
El inmenso toro brahmán de color parduzco del barrio se abría paso a través de la abigarrada multitud,
con un plátano colgando todavía de la boca, y se dirigió en línea recta a la tienda. Conocedor de sus privi-
legios como animal sagrado, bajó la cabeza y resopló a lo largo de las canastas, metiendo el hocico en to-
das, antes de elegir lo más apetitoso, pero Kim, con su pequeño talón endurecido, le dio un certero puntapié
en el húmedo hocico azulado, y el toro, bufando de indignación, se desvió, cruzando la línea del tranvía; su
joroba temblaba de rabia.
(39) Un yogui es el que practica el yoga, disciplina que sirve para el dominio del cuerpo y el espíritu.
(40) Siva es uno de los dioses más populares. Representa el principio de la destruccción y de la regeneración. Por otra parte, las va-
cas son, como se sabe, sagradas en la India, y campan por sus respetos sin ser molestadas.
- ¡Mira! Te he ahorrado mucho más de lo que te costaría llenar tres veces el cuenco. Anda, madre; un po-
co de arroz y encima algunos pescados salados...; sí, y un poco de curry
22
con verdura.
Sonó un gruñido, que salía de la parte trasera de la tienda.
- Ha espantado al toro -dijo en voz baja la mujer, dirigiéndose a su hombre, que yacía allí acostado-. No
hay más remedio que socorrer a los pobres. -Y cogiendo el cuenco, lo trajo al instante lleno de arroz calien-
te.
- Pero mi yogui no es una vaca -dijo Kim gravemente, haciendo con sus dedos un agujero en el montón
de arroz-. Pon aquí un poco de curry y un buñuelo; yo creo que también le gustaría un poco de mermelada.
- ¡Ese agujero es tan grande como tu cabeza! -dijo la mujer con malos modos. Pero lo llenó con una ri-
quísima y humeante salsa de verduras al curry; puso encima un buñuelo, lo roció con mantequilla depurada
y a su lado colocó un trozo de mermelada ácida de tamarindo. Kim contemplaba la operación con muestras
de alegría.
- Está bien. Mientras yo esté en el bazar, no se acercará el toro a tu tienda. Es un mendigo atrevido y osa-
do.
- ¿Pues y tú? -dijo riendo la mujer-. Pero debías hablar bien de los toros. ¿No me has contado que algún
día te ayudará un Toro Rojo? Ahora ten cuidado de que no se te caiga..., y pídele al santón que me bendiga.
Tal vez sepa algo para curar los ojos ulcerados de mi hija. ¡Pídeselo también, Amigo de todo el Mundo!
Pero Kim había echado a correr y no oyó el final de la frase. Se escabullía de sus amigos pordioseros y
de los perros parias que lo rodeaban.
- Así mendigamos los que sabemos cómo hacerlo -dijo con orgullo dirigiéndose al lama, que abrió los
ojos desmesuradamente al ver el contenido de la escudilla.
- Come... y yo comeré contigo. ¡Eh!, ibhistie! -gritó Kim, llamando al aguador que pasaba por la puerta
del museo-. Tráenos agua, que aquí hay dos hombres que están sedientos.
- ¡Dos hombres! -dijo el bhistie riendo-. ¿Tendréis bastante con un pellejo lleno? Bebed en nombre del
Misericordioso.
22
curry: especia compuesta de jengibre, clavo, azafrán, etc., utilizada para cocinar varios platos (arroz, pollo...).
El aguador dejó caer un fino chorro de agua en las manos de Kim, que sorbió a la usanza del país; pero el
lama sacó una copa de sus duraderas vestiduras y bebió ceremoniosamente.
- Un pardesi (extranjero) -explicó Kim, cuando el viejo murmuró en lengua extraña algo que debía de ser
una bendición de los alimentos.
Comieron juntos con gran regocijo, dando buena cuenta de todo el contenido, y en seguida el lama sorbió
rapé, que sacó de una preciosa cajita de madera, y tomando las cuentas de su rosario las fue pasando hasta
que poco a poco se quedó dormido, con el sueño fácil de su edad, a la sombra -que se iba alargando por
momentos- de Zam-Zammah.
Kim, por distraerse, se acercó al vendedor de tabaco más próximo, que era una mahometana con mucha
vitalidad, y le pidió un apestoso cigarrillo de esa marca que usan los estudiantes de la Universidad del Pan-
jab cuando quieren imitar las costumbres inglesas. En seguida se puso a fumar y a pensar, debajo del cañón,
con la barbilla apoyada en las rodillas; el resultado de su meditación fue una repentina y furtiva carrera en
dirección al almacén de madera de Nila Ram.
La animación del anochecer en la ciudad, con las luces encendidas y el regreso de los empleados de las
oficinas del Gobierno, despertó al lama. Miró sorprendido en todas direcciones, pero nadie lo miraba a él,
excepto un granujilla hindú que llevaba un turbante sucio y un traje de color isabela
23
. De pronto, el lama
inclinó la cabeza sobre sus rodillas, y rompió a llorar.
- ¿Qué pasa? -dijo el chiquillo, de pie ante él-. ¿Es que te han robado?
- Es que mi nuevo chela (discípulo) se ha ido de mi lado y no sé dónde está.
- ¿Y qué clase de persona era tu discípulo?
- Era un muchacho que vino a ocupar el puesto del que se me murió, en recompensa del mérito que gané
al inclinarme allí ante la Ley -el lama señaló al museo-. Vino a mí para mostrarme un camino que yo había
perdido. Me guió a la Casa Maravillosa, y con su charla me animó a que hablara con el Guarda de las Imá-
genes, quien me atendió y fortaleció. Cuando estaba desmayado de hambre, mendigó para mí, como hace
un chela con su maestro. Milagrosamente me fue enviado; milagrosamente desapareció. Yo pensaba ense-
ñarle la Ley durante el viaje a Benarés.
23
Isabela: de color grisáceo-amarillo, como el melocotón.
Al oír esto, Kim quedó estupefacto, pues habiendo escuchado la conversación del museo, sabía que el
viejo decía la verdad, cosa que un indígena jamás hace con un desconocido.
- Pero ahora comprendo que me fue enviado como una advertencia. Ahora ya sé que encontraré cierto
Río que voy buscando.
- ¿El Río de la Flecha? -preguntó Kim con una sonrisa de superioridad.
- ¿Eres tú otro Enviado? -gritó el lama-. A nadie he hablado de mi Búsqueda, salvo al Sacerdote de las
Imágenes. ¿Quién eres tú?
- Tu chela -contestó Kim sencillamente, sentándose sobre los talones-. Yo no he visto a nadie como tú en
toda mi vida. Me iré contigo a Benarés. Además, creo que un hombre tan viejo como tú y que dice la ver-
dad al primero que se encuentra, tiene gran necesidad de un discípulo.
- Pero el Río..., ¿el Río de la Flecha?
- ¡Ah!, eso lo oí cuando hablabas con el inglés. Yo estaba detrás de la puerta.
El lama suspiró:
- Creí que eras un enviado sobrenatural. Tales cosas ocurren algunas veces..., pero yo no soy digno".
¿Entonces tú no sabes dónde está el Río?
- No -dijo Kim esforzándose por reír-, yo busco un Toro Rojo sobre un campo verde, que me ayudará.
Como Kim, al fin y al cabo, era un chiquillo, sentía cierto orgullo en poder demostrar al lama que él tam-
bién tenía sus proyectos. Y, como un chiquillo, no había pensado en la profecía de su padre más de veinte
minutos seguidos.
- ¿Y a qué te va a ayudar, muchacho?
- Sólo Dios lo sabe; pero así me lo dijo mi padre. Yo oí en la Casa Maravillosa tu conversación sobre
aquellos extraños lugares de las montañas, y si tú, que eres tan viejo y tan débil-tan acostumbrado a decir la
verdad-, emprendes este largo viaje por un asunto de tan poca monta, como es la busca de un río, bien pue-
do viajar yo también. Si nuestro sino es encontrar las cosas que buscamos, las encontraremos... Tú el Río,
yo mi toro y los Fuertes Pilares, y otras cosas que se me han olvidado.
(41) La sinceridad y la humildad son dos virtudes del lama que sorprenden a Kim, pues las desconocía. El monje atribuye a Kim
una presencia providencial, una intermediación sobrenatural; por algo se apoda también Amigo de las Estrellas.
- No son pilares, sino una Rueda de la cual yo me libraré.
- Es lo mismo. Tal vez me hagan rey -Kim estaba serenamente dispuesto a todo.
- Yo te enseñaré durante el viaje otros deseos mejores que ésos -y el lama dijo con voz autoritaria-: Vá-
monos a Benarés.
- Por la noche no, que el campo está lleno de ladrones. Espera hasta que sea de día.
- Pero aquí no hay dónde dormir. -El viejo estaba acostumbrado todavía al orden del monasterio, y aun-
que dormía siempre sobre el suelo, como ordena la Regla, prefería mantener cierto decoro.
- Encontraremos alojamiento en el caravasar
24
de Cachemira -dijo Kim, riendo ante su perplejidad-. Yo
tengo allí un amigo. ¡Vamos!
Los bazares, cálidos y animados, resplandecían con las luces encendidas cuando atravesaron entre la mu-
chedumbre apiñada, donde se veían tipos de todas las razas de la alta India; el lama iba de un lado a otro,
vacilante, como en sueños. Era su primera experiencia de una gran ciudad industrial; los tranvías atestados,
con el incesante chirrido de sus frenos, lo espantaban. A fuerza de tropiezos y empellones, llegó a la in-
mensa puerta del caravasar de Cachemira: esa enorme plaza cercada, que se halla frente a la estación de
ferrocarril, rodeada en su interior por una arcada de soportales, y en la cual se alojan las caravanas de came-
llos y caballos que vienen del Asia central. Todas las costumbres y razas de la gente del norte se encontra-
ban allí; unos cuidaban de los caballos atados y de los camellos arrodillados; otros cargaban y descargaban
fardos y pacas
25
; sacaban agua de los pozos, cuyas poleas rechinaban; apilaban hierba ante los sementales
de ojos feroces; golpeaban a los perros huraños; pagaban a los conductores de camellos; contrataban nue-
vos criados; gritaban, juraban, disputaban y regateaban en la atestada plaza.
24
caravasar: posada destinada a las caravanas, con un enorme patio interior.
25
paca: fardo o lío de lana, algodón, alfalfa u otra cosa prensada.
Los soportales, elevados sobre el piso en tres o cuatro escalones de ladrillo, constituían un refugio en
aquel mar turbulento. La mayor parte de ellos estaban alquilados a comerciantes, como nosotros alquilamos
los arcos de un viaducto; los espacios entre pilar y pilar, sólidamente tabicados de ladrillo o madera, forma-
ban cuartos que se cerraban con pesadas puertas y molestos candados del país. Las puertas que estaban ce-
rradas indicaban que sus dueños se hallaban ausentes y algunos garrapatos
26
rudimentarios -a veces muy
rudimentarios- hechos con tiza o pintura, decían adónde habían ido. Así: «Lutuf Ullah se ha ido al Kurdis-
tán», y debajo, en versos muy burdos: «Oh Alá, tú que consentiste a los piojos vivir en la túnica de un ka-
buli
27
, ¿por qué permites a este piojo de Lutuf vivir tan largo tiempo?»
Kim, protegiendo al lama a través de la multitud excitada y los enfurecidos animales, se dirigió, siguien-
do a lo largo de los soportales, hasta el rincón más próximo a la estación del ferrocarril, donde se alojaba
Mahbub Alí, el tratante de caballos, cuando volvía de esas tierras misteriosas que se extienden más allá de
los desfiladeros del norte.
En su corta vida, Kim había tratado varias veces con Mahbub -principalmente entre los diez y los trece
años-, y este corpulento afgano, cuya barba estaba teñida de rojo (porque era ya algo viejo y no le gustaba
lucir sus cabellos grises), conocía el valor del muchacho para enterarse de cualquier chismorreo.
Algunas veces había dado a Kim el encargo de vigilar a un hombre -cosa que no tenía nada que ver con
caballos-, de seguirle durante todo un día y dar razón de todas las personas con las que hablase. Por la no-
che Kim daba cuenta de sus observaciones, y Mahbub lo escuchaba sin decir una palabra ni hacer un gesto.
Claro es que se trataba de intrigas; Kim lo sabía, pero precisamente su mérito consistía en no decir nada a
nadie, excepto a Mahbub, el cual lo convidaba a comidas buenas y calientes que encargaba en la cantina de
la entrada del caravasar. Una vez le dio hasta ocho annas
28
.
- Aquí es -dijo Kim pegando un puñetazo en el hocico de un camello enfurecido-. ¡Eh, Mahbub Alí! -Se
paró ante un arco oscuro y se escondió detrás del aturdido lama.
26
garrapato: escritura descuidada.
27
kabuli: que es de Kabul, hoy la capital de Afganistán.
28
anna: moneda. Es la dieciseisava parte de una rupia.
El tratante de caballos estaba tendido sobre dos fardos de tapices de seda, con un bordado cinturón de
Bujará desabrochado, y fumando perezosamente en un inmenso narguile
29
de plata. Volvió ligeramente la
cabeza al escuchar el grito, y no viendo ante sí más que la alta y silenciosa figura, se rió para sus adentros.
- ¡Alá! ¡Un lama! ¡Un lama rojo! Mucha distancia hay desde Lahore a los desfiladeros. ¿Qué haces aquí?
El lama, maquinalmente, le presentó su cuenco de limosna.
- ¡Dios maldiga a los infieles! -dijo Mahbub-. Yo no doy nada a un piojoso tibetano; pero pídeles a mis
baltis
30
, que están ahí fuera, detrás de los camellos. Ellos apreciarán tus bendiciones. ¡Eh, muchachos, aquí
hay un compatriota vuestro! ¡Atendedle si tiene hambre!
Un balti de cabeza afeitada y encorvado que había venido del norte con los caballos y que era un budista
degradado, acogió al lama con cortesía, y en su lenguaje gutural y duro invitó al santón a sentarse al lado
del fuego con los mozos de cuadra.
- ¡Aléjate! -dijo Kim, empujándolo ligeramente; y el lama echó a andar, dejando al muchacho al lado de
los soportales.
- ¡Vete! -dijo Mahbub Alí, volviendo a su narguile-. Márchate pequeño hindú. ¡Dios maldiga a los infie-
les! Pídeles a aquellos de mi escolta que sean de tu fe.
- Maharajá (42) -gimió Kim siguiendo la costumbre hindú, y gozando entusiasmado de la situación-. Mi
padre ha muerto, mi madre ha muerto, mi estómago está vacío.
- Te he dicho que les pidas a mis hombres que están con los caballos. En mi escolta debe de haber algu-
nos infieles.
- ¡Oh Mahbub Alí!, pero ¿es que soy yo hindú? -dijo Kim en inglés.
El tratante no hizo el menor gesto de asombro, pero su mirada brilló bajo sus pobladas cejas.
29
narguile: pipa oriental para fumar, compuesta de un largo tubo flexible, del recipiente en que se quema el tabaco y de un vaso
lleno de agua perfumada, a través del cual se aspira el humo.
30
baltis; musulmanes de Baltistán, en Cachemira.
(42) Los maharajás son príncipes indios. Kim bromea al darle este tratamiento al tratante de caballos.
- Pequeño Amigo de todo el Mundo, ¿qué significa esto?
- Nada, ahora soy el discípulo de ese santo, y vamos juntos en peregrinación a Benarés. Está completa-
mente loco y yo estoy cansado de la ciudad de Lahore. Necesito cambiar de aire y de aguas.
- Pero, ¿para quién trabajas? ¿Por qué vienes a mí? La voz era dura por la sospecha.
- ¿Y a quién iba a acudir? No tengo dinero y no es conveniente emprender un viaje sin él. Tú venderás
muchos caballos a los oficiales, porque estos que tienes ahora son muy hermosos; los he visto. Dame una
rupia
31
, Mahbub Alí, y cuando sea rico te la devolveré.
- ¡Humm! -dijo Mahbub Alí, pensando rápidamente-. Tú nunca me has mentido. Llama al lama y escón-
dete en la oscuridad.
- ¡Oh, nuestras historias coincidirán! -dijo Kim riendo.
- Vamos a Benarés -contestó el lama en cuanto comprendió el significado de las preguntas de Alí- el mu-
chacho y yo. Yo voy en busca de cierto Río.
- Puede ser, pero, ¿y el muchacho?
- Es mi discípulo. Me ha sido enviado para que me guíe a ese Río. Sentado bajo el cañón estaba yo cuan-
do se me apareció. Tales cosas han sucedido a aquellos afortunados a quienes ha sido concedido un guía.
Pero ahora recuerdo que dijo que era de este mundo..., un hindú.
- ¿Y su nombre?
- No se lo he preguntado. ¿No es mi discípulo?
- Pero ¿cuál es su país..., su raza..., su pueblo? ¿Es musulmán..., sij (43).... hindú..., jainí.... de alta o baja
casta?
- ¿Por qué tendría que preguntárselo? En la Senda Media no hay altos ni bajos. Si él es mi chela, ¿quién
podrá separarlo de mí? Sin él yo no encontraré mi Río. -Su cabeza se balanceó solemnemente.
- Nadie lo separará de ti. Vete y siéntate entre mis baltis -dijo Mahbub Alí, y el lama salió consolado con
la promesa.
31
rupia: unidad monetaria de la India.
(43) Los sijs son una secta del Panjab que une el hinduismo y el islamismo de tendencia monoteísta -un solo dios-. Se resistieron al
dominio británico, pero fueron vencidos en 1849.
- ¿No es verdad que está completamente loco? -dijo Kim, saliendo de la oscuridad-. ¿Por qué te iba a en-
gañar, hayyi
32
?
Mahbub chupó el narguile en silencio. Después murmuró en voz bajísima:
- Ambala está en el camino de Benarés..., si es verdad que vais allí.
- ¡Bah! ¡Bah! Ya te he dicho que es incapaz de decir una mentira... No es como nosotros.
- Si quieres llevarme un mensaje a Ambala, te pagaré. El mensaje se refiere a un caballo, un semental
blanco que vendí a un oficial la última vez que vine de los pasos. Pero entonces (acércate y extiende las
manos, como si me pidieses limosna...) el pedigrí del sementa1
33
blanco no se había aún comprobado y ese
oficial, que está ahora en Ambala, me pidió que se lo aclarase -aquí Mahbub describió el caballo y el aspec-
to del oficial-. Así es que el mensaje para ese oficial será: «el pedigrí del semental blanco está totalmente
confirmado»; con eso él sabrá que vas de mi parte, y en seguida te preguntará: «¿Qué pruebas tienes?», y tú
contestarás: «Mahbub Alí me ha dado la prueba
- ¿Y todo esto para el pedigrí de un semental blanco? -dijo Kim, sonriendo y con la mirada brillante.
- Ahora te daré el pedigrí a mi modo... y también algunas palabras. -Un hombre que llevaba forraje
34
,
pasó como una sombra por detrás de Kim. Mahbub Alí alzó la voz:
- ¡Alá! ¿Eres tú el único mendigo de la ciudad? Tu madre se ha muerto, tu padre se ha muerto. Eso es lo
que les pasa a todo. Bien, bien... -se volvió como buscando a tientas en el suelo a su lado, y le tiró a Kim un
pedazo de pan musulmán, blando y grasiento-. Marchaos a descansar entre mi gente esta noche tú y el la-
ma. Mañana quizás te pueda dar trabajo.
Kim se escabulló mordiendo el pedazo de pan, y como ya esperaba, encontró una hoja de papel de seda
doblada y cubierta con hule y tres rupias de plata. Una espléndida recompensa. Sonrió, y colocó el dinero y
el papel en el estuche de cuero de sus amuletos. El lama, bien alimentado por los baltis de Mahbub, estaba
ya dormido en un rincón de uno de los establos. Kim se tumbó a su lado y se echó a reír. Comprendía que
había prestado un gran servicio a Mahbub, y ni por un solo momento creyó la historia del pedigrí del se-
mental.
32
hayyi: título que se da al musulmán que ha hecho la peregrinación a la Meca.
33
semental: cualquier animal macho destinado a la reproducción. Aquí, un caballo.
34
forraje: el pienso verde que se siega para el ganado.
Pero Kim no sospechaba que Mahbub Alí, conocido como uno de los mejores tratantes de caballos del
Panjab, rico comerciante emprendedor, cuyas caravanas penetraban profundamente en el norte lejano, esta-
ba registrado en uno de los libros secretos del Departamento de Seguridad de la India (44), como C. 25.1B.
Dos o tres veces al año, C. 25 enviaba una pequeña relación muy mal escrita, pero interesantísima y gene-
ralmente verdadera, según era confirmada por los informes de R.17 y M. 4. Sus noticias se referían princi-
palmente a los principados del otro lado de la montaña, a las exploraciones de potencias extranjeras y al
comercio de armas, y constituían una pequeña parte de la enorme cantidad de «información» con la cual
opera el Gobierno de la India. Pero, recientemente, cinco reyes confederados, que no tenían motivo alguno
para estar confederados, supieron por una bondadosa potencia del norte (45) que muchas noticias interesan-
tes de sus territorios se habían infiltrado en la India británica. Los primeros ministros de estos reyes queda-
ron consternados y tomaron sus medidas según la costumbre oriental. Sospechaban, entre otros muchos, del
bravo tratante de barba roja, cuyas caravanas penetraban en el corazón de sus países hasta las nieves leja-
nas. En su viaje de regreso sufrió la caravana al menos dos emboscadas, y los hombres de Mahbub vieron a
tres extraños rufianes
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que podrían haber sido contratados a tal efecto. Debido a esto, Mahbub evitó la
parada en la insalubre
36
ciudad de Peshawar (46) y se fue derecho y sin detenerse hasta Lahore, donde,
como conocía a sus gentes, presentía que ocurrirían incidentes curiosos.
35
rufián: granuja, tipo despreciable.
36
insalubre: insano, que daña la salud.
(44) El Servicio Secreto o de Espionaje de los Británicos, el Gran Juego, que distingue a sus agentes por una letra y un número.
(45) Lenguaje eufemístico con el que se refiere a Rusia que, por entonces, extendía su poder imperialista hacia Afganistán, con in-
cursiones en la India.
(46) Ciudad pakistaní, fronteriza; lugar estratégico para el paso de las montañas.
Mahbub Alí tenía aquel documento comprometedor, y por nada del mundo hubiera querido conservarlo
en su poder ni una hora más de lo preciso. El documento consistía en una hoja doblada de papel de seda,
envuelta en hule, y era una información sin dirección e impersonal, con cinco microscópicos pinchazos de
alfiler en una esquina, que delataban escandalosamente a los cinco reyes confederados, a la simpática po-
tencia del norte, a un banquero hindú de Peshawar, a una casa belga constructora de armas y a un goberna-
dor mahometano semiindependiente de las provincias del sur.
Este último descubrimiento era debido a R. 17, y Mahbub lo había recogido del paso de Dora (47), ya
que R. 17, por circunstancias para él desconocidas, no podía abandonar su puesto de observación. La dina-
mita era una sustancia dulce e inofensiva al lado de esa relación de C. 25; e incluso un oriental, con su pe-
culiar sentido del tiempo, no podía menos de reconocer que cuanto más pronto estuviese el documento en
manos seguras sería mejor. Mahbub no sentía ningún deseo especial de morir de muerte violenta, porque
tenía aún pendientes dos o tres contiendas de familia que quería resolver, y una vez saldadas esas cuentas,
pensaba establecerse como un ciudadano más o menos virtuoso.
Durante los dos días que transcurrieron desde su llegada, no había cruzado la puertas del caravasar, pero
había puesto ostensiblemente varios telegramas a Bombay (48), en uno de cuyos bancos tenía depositado
parte de su capital; a Delhi, en donde un empleado de su mismo clan vendía caballos al agente del estado de
Rajputana; y a Ambala desde donde un inglés le pedía con insistencia el pedigrí de un semental blanco. El
escribiente público, que sabía inglés, compuso aquellos días excelentes telegramas, como: «Creighton,
Banco Laurel, Ambata. -Caballo es árabe, como había anunciado. Siento retraso pedigrí que estoy tra-
duciendo». Y más tarde a la misma dirección: «Siento muchísimo retraso. Remitiré pedigrí». A su emplea-
do en Delhi le telegrafió: «Lutuf Ullah. Enviado telégrafo dos mil rupias a tu cuenta Banco Luchman Na-
rai». Estos telegramas entraban dentro del lenguaje comercial, pero cada uno de ellos era discutido y anali-
zado por personas que estaban interesadas y que se enteraban de ellos, gracias a que Mahbub los enviaba al
telégrafo de la estación por medio de un balti tonto, que permitía que los leyera todo el mundo.
(47) Está en la frontera con Afganistán.
(48) La segunda ciudad en población de la India, en la costa.
Cuando -siguiendo el pintoresco lenguaje de Mahbub- logró enturbiar el pozo de la curiosidad con el pa-
lo de la precaución, cayó Kim a su lado como enviado del cielo; siendo tan rápido en la acción como poco
escrupuloso, y acostumbrado a aprovechar todas las ocasiones que se le presentaban, Mahbub Alí no dudó
un momento en complicar al chiquillo en el asunto. Un lama vagabundo y un niño de baja casta podían tal
vez atraer por un momento la atención de las gentes al viajar por la India, el país de los peregrinos, pero
nadie sospecharía de ellos, y lo que era aún más importante, nadie se atrevería a robarles.
Pidió más tabaco para su narguile y meditó el caso. Poniéndose en lo peor, si al muchacho le ocurría al-
gún percance, el papel no delataba a nadie y él podría ir a Ambala, y a riesgo de despertar algunas sospe-
chas, repetir de palabra toda la historia a las personas interesadas.
Pero el informe de R. 17 era el meollo de la cuestión, y realmente sería una contrariedad que no llegase a
su destinatario. Pero Alá es grande y Mahbub Alí había hecho todo lo que podía. Kim era la única persona
en el mundo que nunca le había dicho una mentira. Esto hubiera constituido un defecto capital en el carác-
ter de Kim, pero Mahbub sabía que a los demás, y cuando trataba de sus propios asuntos o de los de Mah-
bub, Kim era capaz de mentir como cualquier oriental.
Mahbub Alí se levantó y dio la vuelta al caravasar hasta llegar a la Puerta de las Arpías
37
, que con sus
ojos pintados atrapan a los forasteros, y, después de algunos esfuerzos, logró encontrar a una muchacha
que, según sospechaba, era amiga de un lampiño pandit (49) de Cachemira que había espiado a su ingenuo
balti en el asunto de los telegramas. Aún cometió Mahbub otra tontería, pues se puso a beber con la mucha-
cha coñac perfumado, en contra de las leyes del Profeta (50), hasta que se emborrachó por completo y se
abrieron las puertas de su boca y persiguió a Flor de Delicia con los pies de la intoxicación. Al final cayó
sin sentido entre los cojines, donde Flor de Delicia, ayudada por un pandit lampiño de Cachemira, lo regis-
tró concienzudamente desde los pies a la cabeza.
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arpías: aquí, prostitutas.
(49) Un sabio.
(50) El alcohol está prohibido para los seguidores de Mahoma.
A la misma hora en que esto ocurría, Kim oyó un rumor de pasos suaves en el alojamiento de Mahbub.
El tratante, cosa rara, no había cerrado la puerta con llave, y sus hombres estaban muy entretenidos cele-
brando el regreso a la India, con un carnero debido a la generosidad de Mahbub. Un elegante y joven caba-
llero de Delhi, provisto de un manojo de llaves que Flor de Delicia había sustraído del cinturón al incons-
ciente afgano, fue abriendo todos los fardos, cajas, bolsas y alforjas de Mahbub, con más detenimiento aún
que Flor y el pandit habían registrado al propio dueño.
- Yo creo -decía Flor de Delicia desdeñosamente una hora después, con el codo apoyado en el cuerpo
exánime
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que seguía roncando- que no es más que un cerdo afgano que sólo piensa en mujeres y caballos.
Además, puede que lo haya mandado ya a estas alturas..., si es que ese papel ha existido alguna vez.
- No..., tratándose de un documento concerniente a los cinco reyes, lo llevaría muy cerca de su negro co-
razón -dijo el pandit-. ¿Habéis encontrado algo?
El hombre de Delhi se echó a reír y se arregló el turbante al entrar.
- He buscado hasta en las suelas de sus babuchas
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, como Flor ha registrado los forros de su traje. Éste
no es el hombre, será otro. No he dejado por registrar ni lo más mínimo.
- Ellos no dijeron que fuese éste precisamente -observó el pandit-. Solamente dijeron: «Comprobad si ése
es el hombre por el cual nuestros consejos se ven turbados.»
- Los países del norte están llenos de tratantes de caballos, como un abrigo viejo de piojos. Ahí están, por
ejemplo, Sikandar Khan, Nur Alí Beg y Farrukh Shah, todos jefes de cáfila (caravanas) que comercian allí -
observó Flor.
- Pero aún no han regresado -dijo el pandit-. Tú te encargarás de atraparlos más tarde.
- ¡Uf! -replicó Flor con profundo disgusto, dejando caer de su regazo la cabeza de Mahbub- Bien me ga-
no el dinero. Farrukh Shah es un oso, Alí Beg un matón, y el viejo Sikandar Khan... ¡Ay! ¡Marchaos! ¡Voy
a dormir! Este cerdo no me fastidiará hasta la aurora.
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exánime: desmayado, sin vida.
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babuchas: zapato moro, sin tacón.
Cuando despertó Mahbub, Flor le habló severamente del pecado de borrachera. Los asiáticos no se trai-
cionan nunca cuando han burlado a su enemigo; pero mientras se enjuagaba la garganta, ajustaba su cintu-
rón y salía bajo las pálidas estrellas de la mañana, Mahbub estuvo a punto de hablar.
- ¡Qué treta
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de niños! -se dijo-. ¡Como si todas las muchachas de Peshawar no hiciesen lo mismo! Pero
ha resultado bien. Dios sabe cuántos otros andarán persiguiéndome en este momento con orden de probar-
me... aun con el puñal. Ahora más que nunca es preciso que el muchacho salga para Ambala, y por ferroca-
rril, porque el asunto se hace urgente. Yo permaneceré aquí entretenido con Flor y bebiendo vino, como co-
rresponde a un comerciante afgano.
Se detuvo en el puesto segundo después del suyo. Sus hombres dormían profundamente. No había ni el
menor rastro de Kim ni del lama.
- ¡Arriba! -dijo sacudiendo a uno de los dormidos-. ¿Adónde se fueron aquellos mendigos que se queda-
ron aquí ayer por la tarde..., el lama y el muchacho? ¿Habéis echado algo en falta?
- No -gruñó el hombre-; el viejo loco se levantó al segundo canto del gallo diciendo que se iba a Benarés,
y el joven lo acompañó.
- La maldición de Alá caiga sobre todos los infieles -dijo Mahbub, satisfecho, y subió a su cuarto murmu-
rando entre dientes.
En realidad, fue Kim el que despertó al lama: Kim, que vio por el agujero de un nudo de la madera al
hombre de Delhi registrar en las cajas, comprendió en seguida que no se trataba de un ladrón vulgar, pues
se entretenía en mirar las cartas, facturas y sillas de montar... No era un simple ratero, ya que con un corta-
plumas registraba las suelas de las zapatillas de Mahbub y descosía hábilmente las costuras de las alforjas.
Al principio, Kim estuvo tentado de dar la voz de alarma, el prolongado ¡cho-or! ¡cho-or! (¡ladrón!, ¡la-
drón! ), que instantáneamente levanta a todo el caravasar como a un avispero; pero lo pensó dos veces, y
con la mano sobre sus amuletos sacó sus propias conclusiones.
40 treta: engaño, truco.
- Debe de ser el pedigrí de ese supuesto caballo lo que yo llevo a Ambala. Más vale que nos vayamos en
seguida. Los que registran los fardos con cuchillo pueden registrar también las entrañas con puñales. Segu-
ramente que hay una mujer detrás de todo eso. ¡Eh! ¡Eh! -dijo en voz baja al viejo, que dormía con sueño
ligero-. Vamos, ya es hora de irnos a Benarés.
El lama se levantó obediente y ambos salieron del caravasar como sombras.
Capítulo II
Aquel que, liberado del orgullo,
no desprecie ni a hombres ni a animales,
podrá sentir el alma del Oriente
pasar ante él en Kamakura.
Buda en Kamakura
Entraron en la estación del ferrocarril que, semejante a una fortaleza, se perfilaba negrísima sobre la in-
cierta claridad del crepúsculo; las luces eléctricas resplandecían sobre los andenes de mercancías, donde se
acumulaba todo el enorme tráfico de cereales del norte de la India.
- ¡Esto es obra de los demonios! -dijo el lama retrocediendo ante la oscura nave resonante, donde se vis-
lumbraba el suave reflejo de los raíles entre los andenes de mampostería y el laberinto de la armadura metá-
lica del techo. Permaneció de pie en medio de la gigantesca sala alfombrada, en apariencia, de cadáveres
amortajados... Eran pasajeros de tercera clase, que habían sacado sus billetes la noche anterior y estaban
durmiendo en la sala de espera. Las veinticuatro horas del día tienen igual valor para los orientales, y el
tráfico de pasajeros se regula teniendo esto en cuenta.
- Aquí es donde se paran los carruajes de fuego. Hay un hombre detrás de ese agujero -dijo Kim señalan-
do a la ventanilla del despacho de billetes-, que te dará un papel para llevarte a Ambala.
- Pero nosotros vamos a Benarés -dijo el lama con impaciencia.
- Es lo mismo. A Benarés, entonces. De prisa, ¡ya viene!
- Toma tú la bolsa.
El lama, no tan acostumbrado a los trenes como pretendía, pegó un salto cuando el correo del sur, de las
3.25 horas, hizo su entrada, rugiendo. Todos los durmientes renacieron a la vida, y la estación se llenó de
clamores y gritos, pregones de agua y dulces, llamadas de los policías indígenas, aullidos de mujeres que
recogían sus cestas, a sus hijos y sus maridos.
- Es el tren..., nada más que el te-ren. No llegará hasta aquí. ¡Espera!
Sorprendido de la inmensa candidez del lama (le había entregado una pequeña bolsa llena de rupias),
Kim sacó un billete para Ambala. El empleado murmuró algo, medio dormido, y le dio uno para la próxima
estación, situada a seis millas justas de distancia.
- No -dijo Kim examinándolo con una sonrisa burlona-. Este truco es bueno para los campesinos, pero yo
vivo en la ciudad de Lahore. Has sido muy hábil, babú (1). Pero ahora dame el billete para Ambala.
El babú le puso mala cara, pero le entregó el billete requerido.
- Ahora dame otro para Amritsar (2)-dijo Kim, que no quería gastarse el dinero de Mahbub Alí en algo
tan vulgar como un billete de tren hasta Ambala-. El precio es tanto. La vuelta es tanto. Sé cómo funcionan
los te-renes... Nunca hubo yogui más necesitado de un chela que tú -exclamó dirigiéndose alegremente al
atontado lama-. Si no hubiera sido por mí, te hubieran dejado en Mian Mir (3). ¡Ven por aquí! -Le devol-
vió el dinero, guardándose solamente un anna por cada rupia de las que había gastado en el billete a Amba-
la, como importe de su comisión, la inevitable comisión de Asia.
El lama se detuvo, remiso, ante la puerta abierta de un vagón de tercera, que iba atestado.
- ¿No sería mejor ir a pie? -dijo suspirando.
Un corpulento artesano sij (4) de tupida barba sacó por una ventanilla la cabeza.
- ¿Tiene miedo? No debe tenerlo. Me acuerdo de la primera vez, cuando yo tenía miedo de los trenes.
¡Entra! Esta cosa es obra del Gobierno.
- No tengo miedo -dijo el lama-. ¿Habrá sitio para dos?
- No hay sitio ni para un ratón -chilló la mujer de un labrador acomodado, un indio jat (5) del rico distrito
de Jullundur-. Los trenes de la noche no están tan bien atendidos como los del día, en los que hay vagones
separados para los dos sexos.
(1) Babú es el tratamiento que se da a los escribientes indios y a los bengalíes que poseen una educación inglesa, como más adelan-
te el espía Hurree Chunder. Puede equivaler a «señor».
(2) Es la ciudad santa de los sijs, en el Panjab. Es célebre su Templo de oro. Hoy Amritsar cuenta con más de medio millón de habi-
tantes.
(3) Estación militar de Lahore, situada a las afueras de la ciudad.
(4) Ver cap. I, n. 43.
(5) Etnia del Panjab. Los jat son agricultores y ganaderos.
- ¡Oh, madre de mi hijo!, podemos hacer sitio -dijo el marido, que llevaba un turbante azul-. Coge en
brazos al niño. Es un santón, ¿no lo ves?
- ¡Y mi regazo, lleno de setenta veces siete bultos! ¿Por qué no me lo sientas sobre mis rodillas, sinver-
güenza? Los hombres sois todos iguales. -La mujer miró alrededor en busca de aprobación. Una cortesana
1
de Amritsar, sentada al lado de la ventanilla, hizo un ruido despreciativo bajo el velo que cubría su cabeza.
- ¡Sube, sube! -gritó un gordo prestamista hindú, que llevaba debajo del brazo su libro de cuentas arrolla-
do en una tela. Y añadió con una sonrisa untuosa-: Se debe ser bondadoso con los pobres.
- Sí, al siete por ciento al mes y una hipoteca sobre el ternero que haya de nacer -dijo un joven soldado
dogra, que se dirigía al sur de permiso. Y todos se echaron a reír.
- ¿Va este tren a Benarés? -preguntó el lama.
- Naturalmente. ¿Adónde si no? Entra o nos dejan en tierra -dijo Kim.
- ¡Fijaos! -gritó la muchacha de Amritsar-. No ha subido nunca en tren. ¡Fijaos!
- Ayuda es lo que necesita -dijo el labrador alargando su ancha mano morena y tirando del lama hacia
arriba-. Así se hace, padre.
- Pero..., pero... yo me siento en el suelo. Sentarse en el banco es contra la Regla -dijo el lama-. Además,
me dan calambres.
- Yo digo -comentó el prestamista frunciendo los labios que en estos te-renes no hay regla que no se vea
uno forzado a infringir, y no tenemos más remedio que codearnos con todos los pueblos y castas.
- Sí, y con las mujeres más desvergonzadas -dijo la labradora, atisbando las miradas provocativas que
lanzaba la muchacha de Amritsar al joven cipayo (6).
- Ya te dije que podíamos haber ido en el carro -dijo el marido- y nos hubiéramos ahorrado algún dinero.
1
cortesana: prostituta.
(6) Cipayos son los soldados indios al servicio de Gran Bretaña. En el capítulo siguiente se alude a su rebelión de 1857 contra los
británicos.
- Sí..., para gastarnos más del doble en comida para el camino. Ya hemos discutido esto más de diez mil
veces.
- Sí, y en diez mil lenguas -gruñó el marido.
- ¡Los dioses nos ayuden!; qué sería de nosotras, pobres mujeres, si no pudiéramos hablar. ¡Anda! Éste es
de esos que no pueden mirar ni hablar a las mujeres -la labradora decía esto porque el lama, obligado por su
Regla, fingía no advertir su presencia-. ¿Y su discípulo es como él?
- Nada de eso, madre -contestó Kim rápidamente-. Y menos cuando la mujer es hermosa, y sobre todo,
caritativa con los hambrientos.
- Una respuesta de mendigo -dijo el sij riendo-. Tú te lo has buscado, hermana. -Las manos de Kim se en-
trecruzaron suplicantes.
- ¿Y adónde vas? -dijo la mujer, mientras le daba media torta que sacó de un paquete grasiento.
- A Benarés.
- ¿Sois titiriteros? -preguntó el joven soldado-. ¿Sabéis hacer algunos juegos con que entretenernos du-
rante el camino? ¿Por qué no me contesta el hombre amarillo? (7)
- Porque -dijo Kim con vehemencia- es santo, y medita sobre materias demasiado sublimes, que tú no
comprenderías.
- Eso puede ser verdad. Nosotros los sijs de Ludhiana (8) -exclamó enfáticamente- no nos calentamos la
cabeza con doctrinas. Nosotros combatimos.
- El hijo del hermano de mi hermana es naik (cabo) en ese regimiento-dijo el artesano sij con modestia-.
Hay allí también algunas compañías de dogras.
El soldado le lanzó una mirada furiosa, porque un dogra es de otra casta que un sij; el prestamista, entre-
tanto, se reía entre dientes.
- Para mí todos son lo mismo -dijo la muchacha de Amritsar.
- De eso estamos convencidos -exclamó la mujer del labrador, con intención.
- No es eso; pero todos los que sirven al Sirkar
2
con las armas en la mano forman como si fuera una her-
mandad. Existe una hermandad de la casta, pero por encima de ella -la muchacha miró alrededor tímida-
mente- está el lazo de unión del pulton..., del regimiento...
2 Sirkar: término persa que designa al Gobierno de la India.
(7) Los tibetanos tienen la piel amarilla.
(8) También es otra ciudad india del Panjab.
- Mi hermano está en un regimiento jat (9) -dijo el labrador-. Los dogras también son buenos muchachos.
- Tus sijs, al menos, eran de esa opinión -dijo el soldado, mirando con ceño al plácido viejo, que estaba
sentado en el rincón-. Tus sijs pensaban así cuando hará unos tres meses se hallaban combatiendo sobre las
lomas, en el Pirzai Kotal, contra ocho banderas de afridis (10) y llegaron en su socorro nuestras dos com-
pañías.
(9) El autor tiene mucho interés en mostrar la variedad y rivalidad de sectas y castas dei Panjab.
(10) Los afridis son un pueblo afgano. En 1877 tuvo lugar una batalla en el paso de Pirzai Kotal.
Y relató con todo detalle una acción de la frontera, donde las compañías dogras de los sijs de Ludhiana se
habían comportado heroicamente. La muchacha de Amritsar sonreía, comprendiendo que todo aquel relato
no tenía otro objeto que merecer su aprobación.
- ¡Vaya! -dijo la mujer del labrador cuando el soldado terminó de hablar-. ¿De modo que quemasteis sus
aldeas y dejasteis a los niños sin hogar?
- Habían mutilado a nuestros muertos. Pagaron un precio muy alto por la lección que les dimos. Eso fue
lo que ocurrió. ¿Ya estamos en Amritsar?
- Sí, y aquí revisan los billetes -dijo el prestamista buscando en su cinturón.
Las lámparas palidecían a la luz de la aurora, cuando entró el revisor mestizo. La revisión de los billetes
es un penoso trabajo en Oriente, donde los viajeros los esconden en los sitios más raros. Kim sacó el suyo y
el revisor le mandó que se apeara.
- Pero, ¡si yo voy a Ambala! -protestó-. Voy con este santón.
- Por mí como si quieres ir al infierno. Este billete es sólo hasta Amritsar. ¡Fuera!
Kim rompió en un mar de lágrimas pretextando que el lama era para él su padre y su madre, que él cons-
tituía el único sostén del viejo, y que el lama moriría sin sus cuidados. Todos los viajeros le pidieron al re-
visor que tuviese compasión del chiquillo -el prestamista, sobre todo, se distinguió por su elocuencia-, pero
el revisor levantó por un brazo a Kim y lo arrastró hasta el andén. El lama miraba con ojos asombrados, sin
lograr comprender lo que sucedía, y Kim, alzando más la voz, lloraba, junto a las ventanillas del vagón.
- Yo soy muy pobre. Mi padre ha muerto..., mi madre ha muerto. ¡Oh!, almas caritativas, si yo me quedo
aquí, ¿quién cuidará del viejo?
- ¿Qué es esto..., qué pasa? -repetía el lama-. Tiene que venir a Benarés. Tiene que venir conmigo. Es mi
chela. Si hay que pagar dinero...
- ¡Cállate! -susurró Kim-. ¿Somos acaso rajás
3
para tirar el dinero, cuando el mundo es tan caritativo?
3
rajás: soberanos, reyes.
La muchacha de Amritsar descendió con su equipaje, y en ella se fijó al momento la mirada siempre vigi-
lante de Kim. Las muchachas de su condición, Kim lo sabía, son siempre generosas.
- Un billete..., un pequeño tikku
4
para Ambala... ¡Oh, ladrona de corazones! -la muchacha se echó a reír-.
¿Es que no tienes caridad?
- ¿Viene del norte el santón?
- De muy lejos, viene de muy lejos allá en el norte -gritó Kim-. De las montañas.
- Hay nieve entre los pinos del norte..., en las montañas hay nieve. Mi madre era de Kulú. Toma, cómpra-
te un billete, y pídele una bendición para mí.
- Diez mil bendiciones -exclamó Kim-. ¡Oh, santo!, una mujer nos ha socorrido caritativamente, así es
que puedo irme contigo..., una mujer de corazón de oro. Corro a comprar el tikkut.
La muchacha miró al lama, que inconscientemente había seguido a Kim hasta el andén; una vez allí, el
viejo, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza para no verla, murmuró en tibetano una bendición, mientras
ella se mezclaba entre la multitud.
- Alegre vino..., alegre se va -dijo la mujer del labrador, con sarcasmo.
- Pero ha adquirido mérito -repuso el lama-. Seguramente era una monja (11).
- Sólo en Amritsar habrá más de diez mil de estas monjas -gritó el prestamista-. Entra, viejo, porque si no
el tren te dejará en tierra.
- Alcanzó para el billete, y además sobró para comprar un poco de comida -dijo Kim, saltando a su sitio-.
Ahora, come; mira, ya sale el sol.
La niebla de la mañana se desvanecía dorada, rosa, azafrán y roja a través de las verdes llanuras. Todo el
rico Panjab se mostraba espléndido bajo los rayos brillantes del sol. El lama agachaba un poco la cabeza
cada vez que pasaban los postes del telégrafo.
4
tikkut: deformación fonética del inglés ticket (billete).
(11) Un dato más, humorístico, para mostrar el desconocimiento que el lama tiene de la realidad. Su bondad se disminuye por su
ingenuidad: parece un niño entre mayores.
- Grande es la velocidad del tren -dijo el prestamista con una sonrisa condescendiente-. Estamos ya a tan-
ta distancia de Lahore, que para recorrerla a pie hubierais tardado más de dos días: a la caída de la tarde
llegaremos a Ambala.
- Y Benarés está todavía mucho más lejos -dijo el lama con aire cansado, musitando sobre los buñuelos
que le ofreció Kim. Todos los viajeros desataron sus bultos y almorzaron. En seguida, el prestamista, el
labrador y el soldado, prepararon sus pipas y llenaron el compartimento de un humo acre y sofocante, al
tiempo que escupían, tosían y disfrutaban de todo ello. El hombre sij y la mujer del labrador mascaban pan
(12), el lama aspiró rapé y rezaba el rosario, mientras Kim -con las piernas cruzadas- sonreía con el placer
de sentir el estómago lleno.
- ¿Qué ríos tenéis por Benarés? -preguntó de repente el lama, dirigiéndose a todos los pasajeros.
- Tenemos el Ganges -respondió el prestamista, una vez que se desvaneció la sonrisa general que desper-
tó aquella salida inesperada.
- ¿Y qué otros ríos?
- ¿Y qué ríos además del Ganges?
- No, es que estaba pensando en cierto Río milagroso.
- Ése es el Ganges. Quien se baña en él queda limpio de pecado y va después a la morada de los dioses.
Tres veces he ido en peregrinación al Ganges -y miró orgulloso alrededor.
- Falta te hacía -dijo el joven cipayo con sorna; y la risa de todos los viajeros estalló, ahora a costa del
prestamista.
- Limpio..., para regresar después con los dioses -murmuró el lama-, y continuar con la sucesión de vidas
una vez más..., siempre atado a la Rueda. Pero puede ser que en esto haya un error. ¿Quién creó el Ganges
en su origen?
- Los dioses. ¿De qué religión eres tú? -dijo el prestamista, asombrado.
- Yo sigo la Ley..., la Ley Excelentísima. De modo que los dioses hicieron el Ganges. ¿Qué clase de dio-
ses eran?
Todos los viajeros lo miraron confusos. Para ellos resultaba inconcebible que hubiera una persona tan ig-
norante acerca del Ganges.
- ¿Quién..., cuál es tu Dios?
(12) El pan o pan-supari es un masticatorio, de sabor acre, preparado con hojas de betel y nuez. Produce fuerte salvación de color
rojizo.
- Oíd -dijo el lama, cambiando el rosario de mano-. ¡Oídme, porque voy a hablaros de Él! ¡Oh, pueblo de
la India, escucha!
Y empezó a relatar en urdú la historia de Buda Nuestro Señor, pero, arrastrado por sus propios pensa-
mientos, pasó al tibetano y recitó textos, muchas veces citados, de un libro chino sobre la vida de Buda. Los
viajeros, condescendientes y tolerantes, lo escuchaban con reverencia. Toda la India está llena de santones
que predican en lenguas extrañas, exaltados y consumidos por el ardor de su propio celo; soñadores, charla-
tanes y visionarios. Esto ha ocurrido siempre, y siempre ocurrirá.
- ¡Hum! -dijo el soldado de los sijs de Ludhiana-. En el Pirzai Kotal había un regimiento mahometano al
lado del nuestro, y uno de sus sacerdotes..., me parece que era un naik
5
..., cuando le daba el arrebato, hacía
profecías. Pero todos los locos están protegidos por los dioses. Sus oficiales le pasaban muchas cosas por
alto.
El lama volvió al urdú, recordando que estaba en tierra extraña.
- Oíd la historia de la Flecha que Nuestro Señor disparó con el arco.
Esto era más del gusto de la concurrencia, y todos escucharon el cuento con curiosidad.
- Ahora, pueblo de la India, yo voy en busca de ese Río. ¿Sabéis vosotros algo que pueda guiarme?; por-
que todos los seres humanos vivimos en un mundo dominado por el mal.
- Es el Ganges y sólo el Ganges... el que lava de todos los pecados- musitaron los viajeros.
- Indiscutiblemente, los dioses nos son propicios en los alrededores de Jullundur (13)-dijo la mujer del
labrador asomándose a la ventanilla-. Mirad cómo han bendecido las cosechas.
- Recorrer todos los ríos del Panjab no es asunto baladí
6
-dijo su marido-. A mí me basta con un arroyo
que deje buen limo sobre mis tierras, y doy gracias a Bhumia, el dios del hogar -añadió encogiendo un
hombro bronceado y nudoso.
- ¿Tú crees que Nuestro Señor llegaría tan al norte? -dijo el lama dirigiéndose a Kim.
5
nalk: cabo.
6
baladí: sin importancia.
(13) Jullundur está al pie de! Himalaya, en el Panjab.
- Tal vez -replicó éste dulcemente, después de escupir en el suelo el rojo jugo del pan.
- El último de los grandes hombres -dijo el sij con autoridad- fue Sikander Julkarn (Alejandro Magno). A
él se debe el pavimento de las calles de Jullundur y la construcción del gran depósito de agua que se alza
cerca de Ambala. Ese pavimento se conserva todavía; y el depósito también. Pero yo no he oído nunca
hablar de tu dios.
- Déjate el pelo largo y habla panjabí -dijo bromeando el joven soldado a Kim, y repitiendo un refrán
muy corriente en el norte-. Eso es todo lo que se necesita para ser un sij.
Pero se guardó muy bien de decirlo en voz alta.
El lama lanzó un suspiro y se acurrucó, tomando el aspecto de una masa informe y descolorida. En las
pausas de la conversación se oía la salmodia: «¡Om mane pudme hum! ¡Om mane pudme hum!» (14) y el
rumor opaco de las cuentas de madera del rosario.
- La velocidad y el traqueteo me molestan -dijo, por finAdemás, chela, temo que hayamos pasado el Río.
- Calma, calma -dijo Kim-. ¿No estaba el Río cerca de Benarés? Pues aún estamos muy lejos de ese lu-
gar.
- Pero... si es verdad que Nuestro Señor vino al norte, puede ser cualquiera de estos riachuelos que hemos
cruzado.
- No sé.
- Pero tú viniste enviado a mí..., ¿no es verdad?..., por el mérito que hice allá en Such-zen. Al lado del
cañón estaba yo cuando tú te apareciste... con dos semblantes y dos atuendos (15).
- Tranquilízate. No se debe hablar aquí de estas cosas -murmuró Kim-. No hubo más que una sola perso-
na. Piénsalo bien y te acordarás. Un niño..., un niño hindú..., al lado del cañón verde.
- Pero, ¿no estaba también allí un inglés de barba blanca..., un sacerdote entre las imágenes..., que forta-
leció mi creencia en el Río de la Flecha?
(14) Significa: «¡Salve a la joya del loto!», en lengua tibetana. Es una frase frecuente en la plegaria ritual budista.
(15) El lama insinúa, de modo involuntario, perdido en un mundo extraño para él, el conflicto profundo de Kim: su dual identidad,
de educación indígena y origen británico.
- Es que él..., nosotros..., fuimos al Ajaib-Gher de Lahore, a orar ante los dioses que hay allí -explicó
Kim a la intrigada concurrencia-. Y el sahib de la Casa Maravillosa le habló, sí, de verdad, le habló como a
un hermano. Es un santo de más allá de las montañas. -Y añadió, dirigiéndose al lama-: Ahora descansa.
Dentro de poco llegaremos a Ambala...
- ¿Pero y mi Río..., el Río de mi curación?
- ... Y entonces, si quieres, iremos a pie para buscar ese Río. Los recorreremos todos..., hasta los peque-
ños regueros que limitan los campos.
- Pero ¿tú no tienes que emprender también tu propia Búsqueda? -El lama, encantado de recordarlo, se
enderezó súbitamente.
- Sí -dijo Kim siguiéndole la corriente. El muchacho se sentía completamente feliz de encontrarse en ple-
na libertad, mascando pan y contemplando a la gente nueva de este mundo inmenso y bondadoso.
- Era un toro..., un Toro Rojo que ha de venir a ayudarte... y te llevará..., ¿adónde te llevará? Se me ha
olvidado. Un Toro Rojo en un campo verde, ¿no es eso?
- No, no me llevará a ningún sitio. No es más que una historia que te conté.
- ¿De qué habláis? -dijo la mujer del labrador, inclinándose hacia delante; sus brazaletes tintinearon-. ¿Es
que los dos tenéis sueños? ¿Un Toro Rojo en un campo verde que te llevará a los cielos?..., ¿o adónde?
¿Fue una visión? ¿Hizo alguien alguna profecía? ¡En nuestra aldea, detrás de la ciudad de Jullundur, tene-
mos un Toro Rojo que elige siempre para pastar el más verde de los campos!
- Dad a una mujer una historia maravillosa y a un pájaro tejedor una hoja y un hilo, y veréis qué cosas
urden más extraordinarias -dijo el artesano sij-. Todos los santones tienen sueños, y debido a su influencia
sus discípulos alcanzan ese poder.
- Un Toro Rojo en un campo verde, ¿no era eso? -repitió el lama-. En tu anterior encarnación tal vez
hayas adquirido méritos, y el toro venga ahora a recompensarte.
- No..., no..., sólo fue una historia que me contaron..., creo que en broma. Pero así y todo, trataré de en-
contrar a mi Toro por Ambala, y tú podrás buscar tu Río y descansar del traqueteo del tren.
- Tal vez el Toro sepa... que ha sido enviado para guiarnos a los dos -dijo el lama, esperanzado como un
chiquillo. Y en seguida añadió, dirigiéndose a los viajeros y señalando a Kim-: Hasta ayer por la tarde no se
me apareció. Creo que no pertenece a este mundo.
- Muchos mendigos y santones he visto, pero en toda mi vida no había encontrado uno como este yogui y
su discípulo -dijo la mujer.
Su marido, sonriendo, apoyó ligeramente el dedo índice sobre la sien, girándolo suavemente. Pero al lle-
gar la hora de la comida, tuvieron buen cuidado de dar al lama los mejores bocados.
Y al fin..., cansados, somnolientos y llenos de polvo, llegaron a la estación de la ciudad de Ambala.
- Nosotros venimos aquí por un pleito -dijo a Kim la mujer del labrador-. Nos alojamos en casa del her-
mano pequeño del primo de mi marido. Allí hay sitio bastante en el patio para tu yogui y para ti. ¿Querrá...,
querrá darme su bendición?
- ¡Oh santo! Una mujer con el corazón de oro nos da alojamiento por esta noche. Es una tierra caritativa
esta tierra del sur. ¡Recuerda cómo hemos sido socorridos desde la aurora!
El lama inclinó la cabeza, murmurando una bendición.
- Vas a llenar de andrajosos la casa del hermano pequeño de mi primo... -empezó a decir el marido, mien-
tras se echaba al hombro la pesada pértiga de bambú.
- El hermano más joven de tu primo le debe todavía dinero al primo de mi padre por la boda de su hija -
dijo la mujer, encolerizada-. Que ponga en la cuenta la comida de estos santones. Además, el yogui, por su
parte, mendigará.
- Sí, pediré para él -dijo Kim, que sólo deseaba encontrar un refugio donde dejar al lama durante la no-
che, mientras él buscaba al inglés de Mahbub Alí y entregaba el pedigrí del semental blanco.
- Ahora -dijo el muchacho, cuando el lama estuvo a buen recaudo en el patio interior de una casa hindú
de buen aspecto, situada detrás del acantonamiento
7
- yo me voy un momento... a... a comprar víveres en el
bazar. No te muevas de aquí hasta que vuelva.
- ¿Volverás? ¿Seguro que volverás? -dijo el viejo, cogiéndolo por la muñeca-. ¿Y volverás con la misma
apariencia? ¿Es demasiado tarde esta noche para buscar el Río?
7
acantonamiento: lugar en que las tropas se instalan provisionalmente.
- Demasiado tarde y demasiado oscuro. Estáte tranquilo. Piensa en lo mucho que has caminado hoy...,
más de cien kos (16) desde Lahore.
- Yo todavía más desde mi monasterio. ¡Ay! ¡Éste es un mundo grande y terrible!
Kim se escabulló pasando tan desapercibido como siempre y llevando, entre los amuletos colgados del
cuello, su destino y el de miles de personas. Las indicaciones que le dio Mahbub Alí no dejaban duda de la
casa en que vivía el inglés, y al ver a un lacayo que conducía un tílburi
8
de regreso del club, acabó de cer-
ciorarse. Sólamente quedaba por identificar al hombre, y Kim se deslizó a través del seto del jardín, ocul-
tándose en un macizo de arbustos floridos que había cerca del porche. La casa resplandecía con todas las
luces encendidas, y la servidumbre se afanaba alrededor de varias mesas cubiertas de flores, copas de cris-
tal y cubertería de plata. Al cabo de un momento salió al jardín un inglés, vestido de etiqueta -pechera blan-
ca, traje negro-, tarareando una canción. La oscuridad era demasiado densa para ver su semblante, así es
que Kim empleó una vieja estratagema, usada por los mendigos.
- ¡Protector de los pobres!
El inglés se acercó al lugar de donde sonaba la voz.
- Mahbub Alí dice...
- ¡Ah! ¿Qué dice Mahbub Alí?
El inglés no hizo el menor intento de averiguar quién hablaba, lo cual demostró a Kim que era el hombre
a quien buscaba.
- El pedigrí del semental blanco está totalmente confirmado.
- ¿Qué pruebas tienes? -El inglés se desvió hacia el seto de rosales, que se alzaba al lado de la entrada de
coches.
- Mahbub Alí me ha dado esta prueba.
8
tilburi: carruaje descubierto, con dos ruedas grandes, tirado por una caballería; para dos viajeros.
(16) Más de 320 km., pues el kos son unas dos millas.
Kim lanzó al aire el paquetito de papeles doblados, que fue a parar al sendero, junto al inglés; pero éste lo
pisó, porque en aquel momento pasaba un jardinero dando la vuelta a la esquina de la casa. Cuando desapa-
reció el criado, el inglés recogió el paquete dejando caer una rupia -Kim pudo oír el sonido argentino
9
-, y
se dirigió a la casa sin volver la cabeza ni una sola vez. Kim se apresuró a recoger la moneda; pero, a pesar
de su educación indígena, era lo bastante irlandés por nacimiento como para no conceder al dinero sino una
ínfima parte del interés de la aventura. Lo que más le gustaba era ver el efecto de la acción; así es que, en
lugar de marcharse, se escondió entre la espesura, y, arrastrándose como un reptil, se acercó a la casa.
Como los bungalows
10
indios están siempre completamente abiertos, pudo ver cómo entraba el inglés en
una pequeña habitación, en una esquina del porche, que servía a la vez de salón y de despacho, atestada de
papeles y carteras con comunicados. El inglés se sentó ante una mesa para estudiar el mensaje de Mahbub
Alí. Su semblante, iluminado por la luz de una lámpara de petróleo, cambió de expresión y se puso som-
brío; Kim, acostumbrado como todo mendigo a leer en las fisonomías, tomó buena nota de ello.
- ¡Will, cariño! -llamó una voz de mujer-. Debes venir al salón. Dentro de un minuto llegarán.
El hombre continuó absorto en la lectura.
- ¡Will! -pronunció la voz unos minutos después-. Ya viene. Oigo a los soldados a caballo en el camino
de entrada.
El inglés salió precipitadamente, con la cabeza descubierta, al tiempo que un gran landó
11
, escoltado por
cuatro soldados de caballería indígena, se paraba ante el porche. Descendió del carruaje un hombre alto y
moreno, derecho como una lanza, seguido de un oficial joven que reía alegre.
Kim, boca abajo y pegado al suelo, casi tocaba las ruedas traseras del carruaje. Su hombre y el recién lle-
gado intercambiaron algunas frases.
- Naturalmente, señor -dijo el joven oficial con rapidez-. Cuando se trata de un caballo, todo debe pospo-
nerse.
- No tardaremos más de veinte minutos -observó el hombre de Kim-. Puede usted hacer los honores
mientras tanto..., entretenerlos...
9
argentino: plateado.
10
bungalow: casa rústica con galerías.
11
landó: carruaje de cuatro ruedas, con capotas.
- Diga usted a uno de la escolta que espere -ordenó el hombre alto; y ambos pasaron al despacho, mien-
tras el landó se marchaba. Kim vio que sus cabezas se inclinaban sobre el mensaje de Mahbub Alí, y oyó
sus voces..., una grave y respetuosa, la otra aguda y terminante.
- Ya no es cuestión de semanas. Es cuestión de días..., casi de horas -dijo el hombre de más edad-. Hace
tiempo que lo temía, pero esto -golpeó con la mano el papel de Mahbub Alí confirma mis sospechas. Gro-
gan cena aquí esta noche, ¿no es verdad?
- Sí señor; y Macklin también.
- Muy bien. Yo mismo les hablaré. El asunto, naturalmente, se llevará ante el Consejo, pero éste es un
caso en el que está justificado actuar inmediatamente. Avise usted a las brigadas de Pindi y Peshawar (17).
Esto desbaratará los permisos de verano, pero no hay nada que podamos hacerle. Todo lo que nos sucede es
culpa nuestra, por no haberlos aplastado completamente desde un principio. Bastará con ocho mil hombres.
- ¿Y la artillería, señor?
- Necesito consultar con Macklin.
- ¿Entonces, esto quiere decir la guerra?
- No, no es guerra. Es castigo. Cuando un hombre está condicionado por la acción de su predecesor...
- Pero C. 25 puede haber mentido.
- Su relato confirma otras informaciones. Prácticamente ya se delataron hace seis meses. Pero Devenish
tenía esperanza de hacer la paz. Naturalmente, ellos aprovecharon el tiempo para fortalecerse. Envíe usted
esos telegramas en seguida... con la clave nueva, no con la vieja..., la que usamos Wharton y yo. Creo que
no debemos hacer esperar por más tiempo a las señoras. Zanjaremos esta cuestión luego, en el salón de
fumar. Esto me lo estaba temiendo. Conste que no es guerra... Es castigo.
Mientras el soldado de la escolta partía al galope, Kim se arrastró dando la vuelta a la casa, hasta llegar a
la parte trasera, donde, según sus experiencias de la ciudad de Lahore, esperaba hallar comida e informes.
La cocina estaba llena de atareados marmitones
12
,
uno de los cuales despachó a Kim de un puntapié.
12
marmitones: pinches de cocina.
(17) Ver cap. I, nota 46. Pindi: Rawalpindi, en el camino a Peshawar.
- ¡Ay! -dijo, fingiendo que lloraba-. Yo no he venido más que a fregar los platos a cambio de llenarme la
barriga.
- Todo Ambala está con la misma canción. Vete de aquí. Ahora van a servir la sopa. ¿Te crees tú que los
criados del sahib Creighton necesitamos pinches que nos ayuden a preparar un banquete?
- ¡Y qué banquete! -dijo Kim mirando los platos.
- No hay por qué asombrarse; el huésped de honor es nada menos que el sahib Jang-i-Lat (el comandante
en jefe).
- ¡Oh! -dijo Kim, asintiendo con la nota gutural más correcta que puede lanzarse para expresar la admira-
ción. Ya sabía todo lo que deseaba; así que, cuando el marmitón se volvió, había desaparecido.
«¡Y todo este jaleo», se decía a sí mismo, pensando como era su costumbre en indostaní, «por el pedigrí
de un semental! Mahbub Alí debería consultarme a mí para aprender a mentir mejor. Hasta ahora todos los
recados que he llevado se referían a mujeres. Ahora es a hombres. Mejor. El hombre alto decía que iban a
preparar un gran ejército para castigar a alguien..., en algún sitio...; las órdenes se dirigían a Pindi y Pes-
hawar. Hablaban también de cañones. Debí acercarme más. ¡Éstas sí que son grandes noticias!»
A su regreso encontró al hermano pequeño del primo del labrador discutiendo minuciosamente el asunto
del pleito con aquél, su mujer y unos cuantos amigos, mientras el lama dormitaba. Después de la cena le
dieron a Kim un narguile; y se sentía casi un hombre cuando chupaba en la boquilla pulida de corteza de
coco, con las piernas estiradas a la luz de la luna, lanzando de vez en cuando sus observaciones. Sus anfi-
triones lo trataban con mucha amabilidad, porque la mujer del labrador les había relatado su visión del Toro
Rojo y su probable origen divino. Además, el lama constituía una grande y venerable curiosidad. Poco des-
pués llegó el sacerdote de la familia (un viejo y tolerante brahmán sarsut
(20) y, como es natural, entabló
una discusión teológica para impresionar a la familia. Debido a sus creencias religiosas, claro es que todos
estaban del lado de su sacerdote, pero el lama era el huésped y la novedad. Su ingénita
13
bondad y las citas
en chino que sonaban como conjuros, los impresionaban y los deleitaban extraordinariamente. En ese am-
biente sencillo y simpático, el lama se expansionaba como el propio loto del Bodhisattva, y hablaba de su
vida en las elevadas montañas de Such-zen, antes de «partir en busca de iluminación», como él decía.
13
ingénita: connatural, propia.
(18) Sacerdote de Saravista, diosa de la sabiduría, la música y la elocuencia.
En el curso de la conversación se descubrió que el lama había sido en su país maestro en el arte de calcu-
lar horóscopos y predecir el destino; y el sacerdote le rogó que explicase los procedimientos que empleaba,
y fueron nombrando cada uno en su propia lengua los nombres de los planetas y señalando al cielo, donde
las brillantes estrellas se movían a través de la profunda oscuridad. Los chiquillos de la casa tiraban impu-
nemente de sus rosarios, y el lama llegó a olvidarse por completo de la Regla, que prohíbe mirar a las muje-
res, mientras les describía las nieves perpetuas, los aludes de las montañas, los desfiladeros bloqueados por
los aludes, los remotos escarpados donde se encuentran zafiros y turquesas, y el maravilloso camino de la
meseta que conduce hasta China.
- ¿Qué opinión te has formado de él? -le preguntó el labrador al sacerdote, en un aparte.
- Que es un santo varón..., un santo varón, sin duda alguna. Sus dioses no son los verdaderos dioses, pero
sus pies marchan sobre la Senda, y sus métodos sobre los horóscopos, aunque eso está fuera de tu alcance,
son sabios y seguros.
- Decidme -interrumpió Kim indolentemente-, ¿llegaré a encontrar, como me prometieron, al Toro Rojo
sobre campo verde, tal como me fue prometido?
- ¿Qué sabes de la hora de tu nacimiento? -preguntó el sacerdote dándose importancia.
- Nací entre el primero y el segundo canto del gallo de la primera noche de mayo.
- ¿De qué año?
- No lo sé; pero en el momento en que lloré por primera vez se produjo el gran terremoto de Srinagar
(19), que está en Cachemira.
Kim sabía estos datos por la mujer que lo había criado, la cual, a su vez, los conocía por Kimball O’Hara.
El terremoto se había sentido en toda la India y durante largo tiempo sirvió de punto de referencia en el
Panjab.
- ¡Ah! -exclamó nerviosamente una mujer, porque este dato parecía establecer con mayor certidumbre el
origen sobrenatural de Kim-. ¿No nació entonces la hija de ...?
- Sí, y la madre le dio a su marido cuatro hijos en cuatro años..., todos varones -añadió la mujer del la-
brador, sentada fuera del círculo, en la oscuridad.
- Ningún iniciado en la ciencia -dijo el sacerdote- puede olvidar cómo estaban distribuidos aquella noche
los planetas en sus estancias -y empezó a dibujar en el suelo polvoriento del patio-. Por lo menos tienes
derecho a la mitad de la Estancia del Toro. ¿Qué es lo que dice tu profecía?
- Llegará un día -dijo Kim, encantado de la sensación que estaba causando- en que seré engrandecido por
medio de un Toro Rojo en un campo verde, pero primero vendrán dos hombres a disponer las cosas.
- Sí; de este modo ocurre siempre al principio de una visión. Una espesa niebla que se va aclarando len-
tamente; de pronto aparece un hombre con una escoba preparando el lugar. En seguida empieza la Visión.
¿Dices que dos hombres? ¡Claro, claro! El Sol, abandonando la estacia del Toro, penetra en la de los Geme-
los. Aquí están los dos hombres de tu profecía. Pensemos ahora. Pequeño, tráeme un palito.
(19) Srinagar es la mayor ciudad de la región de Cachemira; hoy es un país repartido entre Pakistán, India y China, tras varias gue-
rras desde 1947. Los cachemir o casimir son tejidos muy estimados y famosos, hechos con fina lana de cabra.
El sacerdote frunció las cejas, hizo unos garrapatos sobre el polvo, los borró, volvió a garrapatear signos
misteriosos..., ante la admiración de todos, menos del lama, quien con delicado instinto se abstuvo de inter-
venir.
Al cabo de media hora tiró el palito y lanzó un gruñido.
- ¡Hum! Esto dicen las estrellas. Dentro de tres días llegarán los dos hombres para preparar todas las co-
sas. Detrás de ellos vendrá el Toro: pero el signo escrito encima es el signo de la Guerra y de los hombres
de armas.
- Indudablemente se trata de un soldado de los sijs de Ludhiana, que venía con nosotros en el tren de La-
hore -dijo la mujer del labrador, llena de fe.
- ¡No es eso, no es eso! Hombres armados...; pero muchos cientos. ¿Qué relación tienes tú con la guerra?
-preguntó el sacerdote dirigiéndose a Kim-. El tuyo es un furioso signo rojo de una Guerra que estallará
muy pronto.
- No..., no -dijo el lama con ansiedad-. Nosotros no buscamos más que la paz y nuestro Río.
Kim sonrió, recordando lo que había oído en el despacho del inglés. Decididamente, era el elegido de las
estrellas.
El sacerdote borró con el pie el tosco horóscopo.
- Yo no veo más que esto. Dentro de tres días vendrá el Toro a buscarte, muchacho.
- ¿Y mi Río, y mi Río? -gimió el lama-. Yo esperaba que su Toro nos guiase a los dos hacia el Río.
- Lo siento por ese maravilloso Río, hermano -replicó el sacerdote-. Esas cosas son demasiado sublimes.
A la mañana siguiente, aunque les rogaron con insistencia que se quedasen, el lama insistió en marcharse.
Pero antes de partir le dieron a Kim un gran paquete con abundante comida y casi tres annas para las nece-
sidades del camino, y después de recibir muchas bendiciones, contemplaron, a la incierta luz de la aurora,
cómo se perdían hacia el sur los dos viajeros.
- Es una lástima que personas tan buenas como éstas no puedan librarse de la Rueda de las Cosas (20) -
dijo el lama.
(20) Metáfora insistente en boca del lama para representar el sucesivo mundo material, que gira y ata a quienes no se liberan del de-
seo.
- Nada de eso, pues de ser así sólo quedaría en el mundo gente mala, y entonces, ¿quién nos daría abrigo
y alimentos? -observó Kim, caminando alegremente bajo su carga.
- Me parece que allí corre un arroyuelo. Vayamos a ver -dijo el lama. Y saliéndose del polvoriento cami-
no se metió a campo traviesa, tropezando con un verdadero avispero de perros parias.
Capítulo III
Sí, voces de todas las Almas que se aferraban
a la Vida, que se esforzaban de peldaño en peldaño
cuando la regla de Devadatta era aún poco conocida,
El viento cálido nos conduce a Kamakura.
Buda en Kamakura
Detrás de los perros, enfurecido y blandiendo una caña de bambú, surgió un huertano de casta arain (1),
que cultivaba flores y hortalizas para el mercado de la ciudad de Ambala; era de una ralea
1
muy conocida
para Kim.
- Ese hombre -dijo el lama sin hacer caso de los perros- es grosero con los extranjeros, intemperante de
palabras y poco caritativo. Que te sirva de advertencia su conducta, discípulo mío.
- ¡Eh, mendigos desvergonzados! -gritó el labrador-. ¡Hala! ¡Fuera de aquí!
- Ya nos vamos -dijo el lama volviéndose con reposada dignidad-. Nos vamos de estos campos malditos.
- ¡Ah! -exclamó Kim con gesto dramático-. Si se te pierde este año la cosecha, no culpes de ello más que
a tu propia lengua.
El hombre arrastró los pies, con aire preocupado.
- La tierra está llena de mendigos -empezó a decir a modo de excusa.
- ¿Y cómo sabías que te íbamos a pedir limosna, mali
2
? -interrumpió Kim con acritud, empleando el mo-
te que molesta más a los hortelanos-. Todo lo que deseamos es contemplar ese río que corre al otro lado del
campo.
1
ralea: clase, casta, grupo. Tiene sentido despectivo.
2
mali: jardinero.
(1) La Constitución india de 1947 abolió las castas, aunque en la práctica no han desaparecido. El hinduismo señalaba cuatro: la sa-
cerdotal o brahmánica, la noble militar, la burguesa y la artesana; pero la fragmentación era incontable, hasta llegar a los parias, los
más pobres y despreciados. El budismo y el islamismo se oponían a ese régimen. El lama tibetano lo dice luego: no existen las castas.
- ¡Ese río! -gruñó el hombre-. ¿De qué ciudad habéis salido para no reconocer un canal artificial? Va más
recto que una flecha y yo pago el agua como si fuera oro molido. Más allá sí que encontraréis el afluente de
un río. Pero si necesitáis agua, yo os la puedo dar..., y leche también.
- No; nos vamos a ver el río -dijo el lama saliéndose del campo.
- Leche y comida -balbució el hombre, cada vez más confuso ante la imponente y extraña figura del la-
ma-. Yo..., yo no quisiera atraer daño alguno sobre mí o sobre las cosechas; pero ¡hay tantos mendigos en
estos malos tiempos!...
- Aprende-dijo el lama dirigiéndose a Kim-. La roja niebla de la cólera le impulsó a hablarnos duramente,
pero al irse aclarando sus ojos se vuelve cortés y afable. Ahora ya puedo bendecir tus campos. Cuida otra
vez de no juzgar a los hombres tan a la ligera, ¡oh, labrador!
- En un caso como éste, otros santones te hubieran maldecido a ti, del hogar hasta el establo -dijo Kim di-
rigiéndose al hombre avergonzado-. ¿Verdad que es un sabio y un santo? Yo soy su discípulo.
Y alzando la cabeza orgullosamente, echó a andar con gran dignidad por el estrecho sendero del linde.
- No existe el orgullo -dijo el lama después de una pausa-, no existe el orgullo para los que siguen la
Senda Media. - Pero tú dijiste que era descortés y de baja casta.
- Yo no dije eso, porque ¿cómo puede ser de baja casta no habiendo castas? Además, enmendó su descor-
tesía, y yo olvidé la ofensa. Él, como nosotros, está ligado a la Rueda de las Cosas; pero no dirige sus pasos
por el camino de la liberación.
El lama se paró ante el riachuelo que corría entre los campos y contempló su orilla, llena de huellas de
animales.
- ¿Y cómo te las vas a arreglar para reconocer tu Río? -preguntó Kim, agazapándose bajo la sombra de
un elevado macizo de cañas de azúcar.
- Cuando lo halle, seguramente sentiré que se me concede la iluminación. Presiento que no es éste el lu-
gar que busco. ¡Oh, tú, la más pequeña entre las corrientes!, ¿no podrías decirme dónde se halla mi Río?
Pero, de todos modos, ¡bendita seas por hacer fructificar los campos!
- ¡Mira! ¡Mira! -gritó Kim, poniéndose a su lado de un salto.
Una ondulación amarilla y parda se deslizó desde las moradas y crujientes cañas hasta la orilla, extendió
el cuello hacia el agua, bebió y quedó inmóvil... Era una inmensa cobra, de ojos sin párpados y mirada hip-
notizante.
- No tengo palo..., no tengo palo -dijo Kim-. Voy a buscar uno para matarla.
- ¿Para qué? Está en la Rueda, como nosotros...; una vida ascendente o descendente..., muy lejos de la li-
beración. ¡Grandes pecados debe de haber cometido el alma que está encerrada en esa forma (2) para verse
reducida a esa condición!
- Aborrezco a todas las serpientes -dijo Kim, quien a pesar de su educación entre los indios, no podía re-
primir el horror que sienten los blancos ante las sierpes.
- Déjala vivir. -La cobra silbó, entreabriendo el capuchón (3). ¡Que tu libertad llegue pronto, hermana! -
continuó el viejo plácidamente-. ¿Sabes tú por casualidad dónde está mi Río?
- En mi vida he visto un hombre semejante-murmuró Kim, abrumado-. ¿Es que las serpientes compren-
den tu lenguaje?
- ¿Quién sabe? -La cobra se aplastó contra el suelo entre los polvorientos anillos de su cuerpo, y el lama
pasó a escasas pulgadas de la cabeza erguida de la cobra.
- ¡Ven! -lo llamó, girando la cabeza.
- No; daré la vuelta.
- Ven; no te hará nada.
Kim dudó un momento. El lama reiteró la orden, usando una frase china que sonaba como un sortilegio
3
,
y Kim obedeció, cruzando a la fuerza el arroyuelo; la serpiente, efectivamente, no se movió.
- Nunca he visto un hombre semejante -repitió Kim enjugándose el sudor de la frente-. Y ahora, ¿adónde
vamos?
- Eso tú lo sabrás. Yo soy viejo y extranjero... y estoy muy lejos de mi país. Si no fuera porque el ferroca-
rril me llena la cabeza de un ruido endemoniado, ahora mismo me iría a Benarés..., aunque en ese caso tal
vez dejáramos atrás el Río. Busquemos otro arroyo.
3
sortilegio: adivinación mediante la magia.
(2) Esta secuencia no sólo explica una creencia de la filosofía budista (la transmigración de las almas) sino que representa una lec-
ción más en el aprendizaje de Kim; éste descubrirá que hay otro modo de ver las cosas y el mundo: con desinterés, sin competencia,
con amor franciscano y respeto por lo creado.
(3) La cobra india es una de las serpientes venenosas más temibles. Para atacar, endereza la parte anterior de su cuerpo, ensancha el
cuello (el «capuchón») y calcula la distancia y el momento de su ataque. Los famosos «encantadores» de serpientes se valen de sus
gestos, y no de la música -pues son sordas-, para fascinarlas.
Durante todo el día caminaron por las tierras de intenso cultivo, en donde el suelo produce tres y aun cua-
tro cosechas al año, y a través de campos de caña de azúcar, tabaco, rábanos blancos y noi-ko1
4
. De vez en
cuando se desviaban del camino para inspeccionar todos los arroyuelos que veían, y despertaban a los pe-
rros de las aldeas y a sus habitantes, somnolientos en la hora de la siesta. A las preguntas de los curiosos
respondía el lama con una inquebrantable simplicidad... Ellos buscaban un Río..., un Río de purificación
milagrosa. ¿Había alguien que tuviera noticias de una corriente de semejantes propiedades? A veces los
hombres se echaban a reír, pero generalmente escuchaban toda la historia hasta el final, y les ofrecían un
sitio a la sombra, un poco de leche y comida. Las mujeres se mostraban siempre amables, y los chiquillos
unas veces eran tímidos y miedosos, y otras demasiado atrevidos, como ocurre en casi todas las partes del
mundo. Al anochecer descansaron bajo el árbol de un caserío cuyas paredes y techos eran de adobe, y estu-
vieron hablando con el jefe del lugar, mientras el ganado regresaba de los pastaderos y las mujeres prepara-
ban la última comida del día. Habían dejado atrás el cinturón de huertas que rodean a la hambrienta Amba-
la, y se hallaban entre los dilatados campos verdes, donde se cultivan los productos básicos.
El jefe era un viejo afable, de barba blanca, acostumbrado a atender a forasteros. Preparó para el lama
una cama de cuerdas, le sirvió la comida caliente, le preparó una pipa y mandó a buscar al sacerdote del
lugar, por haber terminado ya las ceremonias de la tarde en el templo de la aldea.
Kim les contaba a los niños lo grande y lo bonita que era la ciudad de Lahore, el viaje por ferrocarril y
otras mil cosas acerca de las grandes poblaciones, mientras los hombres hablaban pausadamente y el gana-
do rumiaba el pienso.
- Yo no logro entenderlo -dijo al fin el jefe, dirigiéndose al sacerdote-. ¿Qué sacas tú en limpio de lo que
ha dicho? -El lama, una vez narrada su historia, rezaba quedamente el rosario.
4
nol-kol: pequeña calabaza.
- Es un peregrino -respondió éste-. El mundo está lleno de seres semejantes. ¿Te acuerdas de aquel que
vino el mes pasado..., el faquir de la tortuga?
- Sí, pero aquél tenía sus razones, porque Krishna (4) mismo se le apareció prometiéndole el paraíso, sin
la cremación en la pira, si hacía un viaje a Prayag. Pero este hombre no busca a ninguno de los dioses que
nosotros conocemos.
- Sé indulgente, es viejo, viene de muy lejos y está loco -dijo el afeitado sacerdote-. óyeme -añadió diri-
giéndose al lama-. A tres kos
5
de aquí, hacia el oeste, se halla la Gran Carretera de Calcuta.
- Pero yo voy a Benarés..., a Benarés.
- También lleva a Benarés. Esa carretera cruza todos los ríos de esta parte de la India. Mi consejo es que
descanses aquí hasta mañana y en seguida cojas la carretera (se refería a la carretera llamada el Gran Tron-
cos) probando cada una de las corrientes que cruza; porque según he podido comprender, la virtud de tu
Río no radica en sus fuentes, ni en un lugar determinado, sino que se extiende a todo su curso. De este mo-
do, si tus dioses quieren, puedes estar seguro de lograr tu liberación.
- Eso está bien pensado -el lama quedó muy satisfecho con el plan-. Empezaremos mañana y te bendigo
por mostrar una senda nueva a mis viejos pies. -Y terminó la frase con un sonsonete chino medio cantado
con voz grave. Todos, hasta el sacerdote, se impresionaron, y el jefe temió que se tratase de un hechizo
maligno; pero todo aquel que contemplaba la noble y serena faz del lama no dudaba ni un momento de sus
bondadosas intenciones.
- ¿Veis a mi chela? -dijo aspirando una gran cantidad de rapé. Su deber era devolver cortesía con corte-
sía.
- Lo veo... y lo oigo. -El jefe volvió la cabeza hacia Kim, que estaba charlando con una muchacha vestida
de azul y tirando sobre el fuego espinas crepitantes.
5 tres kos: unos 10 km.
(4) Krishna es para el hinduismo una encarnación del dios Visnú, el segundo en la trinidad hindú, de la que los otros miembros son
Brahma y Siva.
(5) Esta carretera se construyó para mejorar las comunicaciones a medida que fueron incrementándose los intereses comerciales in-
gleses, e iba en dirección noroeste partiendo de Calcuta y pasando por Asansol, Benarés y Allahabad. Con la anexión del Panjab, se
extendió hacia Agra, Delhi, Ambala, Lahore y Peshawar.
- También él tiene que llevar a cabo su propia Búsqueda. No se trata de un río, sino de un Toro. Sí, un
Toro Rojo sobre un campo verde que algún día se le aparecerá para honrarlo. Yo creo que mi chela no es
de este mundo. Se me apareció de un modo inesperado para ayudarme en mi empresa, y su nombre es el de
Amigo de todo el Mundo.
El sacerdote sonrió.
- ¡Eh, Amigo de todo el Mundo! -gritó a través del espeso humo de olor penetrante-. ¿Quién eres tú?
- El discípulo de este santón -contestó Kim.
- Pues él dice que que eres un but (un espíritu).
- ¿Pueden los but comer? -dijo Kim haciendo una mueca-. Porque yo estoy hambriento.
- No es cosa de broma -exclamó el lama-. Cierto astrólogo de esa ciudad cuyo nombre he olvidado...
- No es nada más que la ciudad de Ambala, donde dormimos la noche pasada -murmuró Kim al oído del
sacerdote.
- ¡Ah!, ¿era Ambala? Pues hizo un horóscopo y aseguró que mi chela alcanzaría su deseo al cabo de dos
días. Pero, ¿qué fue lo que dijo acerca del significado de las estrellas, Amigo de todo el Mundo?
Kim carraspeó para aclarar su garganta y miró serenamente a los aldeanos de grises barbas que lo rodea-
ban.
- El significado de mi Estrella es la Guerra (6)-respondió con aire solemne.
Estalló una risotada ante aquella pequeña y andrajosa figura que se pavoneaba bajo el enorme árbol y so-
bre el zócalo de mampostería. Si Kim hubiera sido un indígena, se habría azorado, pero la sangre blanca
que corría por sus venas le permitió mantenerse sereno.
- Sí, la guerra -repitió.
- Ésa es una profecía segura -exclamó una voz profunda-. Porque siempre hay algunas escaramuzas a lo
largo de la frontera..., según mis noticias.
6 Kim es el «Amigo de las Estrellas» porque es un enviado providencial para guiar al lama en la oscuridad de su Búsqueda. Aquí se
juega ambiguamente con otra motivación del apodo, la estrella o destino de Kim en el Servicio de Espionaje del Ejército Británico.
El que hablaba era un anciano decrépito, que había prestado su servicio al Gobierno en los días de la su-
blevación (7), como oficial indígena de un regimiento de caballería recién reclutado. Terminados sus servi-
cios, el Gobierno lo recompensó con una buena propiedad en su aldea natal, y aunque las exigencias de sus
hijos, que eran ya oficiales de barbas grises, habían mermado su caudal, era todavía una persona de impor-
tancia. Muchos oficiales ingleses y hasta algunos comisarios adjuntos, al pasar por la Gran Carretera se
desviaban para visitarlo, y, en aquellas ocasiones, se ponía el uniforme de los viejos tiempos y permanecía
más tieso que una vara.
- Pero ésta será una gran guerra..., una guerra de ocho mil hombres -la voz de Kim vibró a través del gru-
po cada vez más numeroso que se estaba congregando, con tal intensidad que él mismo se asombró.
- ¿Casacas rojas (8) o nuestros propios regimientos? -interrumpió el viejo como si estuviese hablando con
un igual. Su tono hizo que los demás hombres respetasen a Kim.
- Casacas rojas -dijo Kim a la ventura, pues en realidad no lo sabía-; casacas rojas y cañones.
- Pero..., pero el astrólogo no dijo ni una sola palabra acerca de eso -gritó el lama tomando en su excita-
ción prodigiosas cantidades de rapé.
- Pero yo lo sé. La noticia ha llegado hasta mí que soy el discípulo de este santón. Estallará una guerra...,
una guerra de ocho mil casacas rojas que se movilizarán en Pindi y Peshawar. De eso estoy seguro.
- Indudablemente, el muchacho debe de haber recogido algún rumor del bazar -dijo el sacerdote.
- Pero, ¡si no se ha movido un momento de mi lado! -exclamó el lama-. ¿Cómo lo sabe? Yo no lo sabía.
- Ese chico será un excelente ilusionista cuando muera el viejo -murmuró el sacerdote al oído del jefe-.
¿Qué nueva treta será ésta?
- Una prueba. Dame una prueba -exclamó de repente el viejo soldado con voz de trueno- Si se hubiese
declarado la guerra, mis hijos me lo hubieran dicho.
(7) La sublevación de los cipayos en 1857 (cap. II, n. 7). Este personaje, digno y estrafalario, tratado por el autor con humor y be-
nevolencia, sirve también para ofrecer otra perspectiva sobre el tema de la guerra, de la acción.
(8) Era la denominación que recibían los soldados británicos desde la Revolución Americana, debido al color de su uniforme.
- Cuando todo esté preparado, tus hijos, seguramente, serán informados; pero hay una gran distancia de
tus hijos al hombre en cuyas manos están estos asuntos. -Kim se acaloraba con el juego, que le recordaba
sus artimañas de recadero en Lahore, en las que por ganar unas paísas
6
simulaba saber más de lo que en
realidad sabía. Pero ahora obraba por móviles más elevados; su propia excitación y el deseo de demostrar
su poder. Así es que, tomando aliento, prosiguió:
- ¿El viejo me pide que le dé una prueba? ¿Pueden ordenar los subalternos las idas y venidas de ocho mil
casacas rojas... y de los cañones?
- No -respondió el viejo, como si Kim fuese su igual. - ¿Conoces tú al que da esas órdenes?
- Lo he visto.
- Lo reconocerías?
- Lo conozco desde que era teniente de la top-khana (artillería).
- ¿Es un hombre alto; un hombre alto y moreno, que anda así? -Kim dio unos pasos tan tieso como si fue-
ra un palo.
- Sí. Pero eso no es ninguna prueba, pues cualquiera puede verlo. -La multitud contenía el aliento durante
todo este diálogo.
- Eso es verdad... Pero aún te diré más. Fíjate ahora. Lo primero, el gran hombre anda así. Luego, piensa
así -Kim se puso el dedo índice en la frente y, a continuación, lo bajó hasta la mandíbula-. Luego contrae
los dedos así. Luego se coloca la gorra bajo el brazo izquierdo. -Kim ilustraba con la acción todos los mo-
vimientos, y permanecía tan inmóvil como una cigüeña.
El viejo lanzaba gruñidos inarticulados en el colmo de su asombro, y todos los reunidos temblaban.
- Así es..., así es..., así es... Pero ¿qué es lo que hace cuando va a dar una orden?
- Primero se rasca el cogote de este modo. En seguida apoya un dedo en la mesa y hace un sorbeteo con
la nariz. Después dice así: «Llame usted a tales y cuales regimientos. Avise usted a tales cañones.»
6
paísa: moneda de cobre, equivalente a la cuarta parte del anna. Un rupia tiene 64 paísas (aunque, desde 1957, tiene 100 paísas).
El viejo soldado se levantó rígidamente, y saludó, cuadrándose.
- «Porque» -Kim iba traduciendo al idioma indígena las órdenes terminantes que había escuchado en la
oficina de Ambala-, «porque», dice él: «deberíamos haber hecho esto hace ya mucho tiempo. No es guerra;
es... castigo. ¡Sniff
- Basta, te creo. Lo he visto y lo he oído en medio del humo de las batallas. Es Él.
- Yo no vi humo -la voz de Kim cambió al tono monótono y alucinado que emplean los que dicen la bue-
naventura a la vera del camino-. Yo vi todo esto en la oscuridad. Primero apareció un hombre que aclaró
todas las cosas. En seguida, varios hombres a caballo. Después vino él, envuelto en una aureola de luz. El
resto ya lo he contado. Viejo, ¿es o no es verdad lo que he dicho?
- Es Él. Sin duda alguna, es Él.
La concurrencia lanzó un suspiro entrecortado, mirando alternativamente, ya al viejo soldado, que aún
estaba en posición de firmes, ya a Kim, cuya figura andrajosa se recortaba contra la luz purpúrea del cre-
púsculo.
- ¿No os dije..., no os dije que no era de este mundo? -exclamó el lama orgullosamente-. Es el Amigo de
todo el Mundo. Es el Amigo de las Estrellas.
- Y menos mal que esto de la guerra no nos concierne a nosotros -gritó un hombre-. Oye, joven adivino,
si tienes ese don en todos los momentos, yo quisiera consultarte. Tengo una vaca con manchas rojas, que
bien pudiera ser hermana de tu Toro...
- No lo creas. Mis Estrellas no tienen nada que ver con tu ganado.
- Pero está muy enferma -interrumpió una mujer-. Mi hombre es un búfalo; debía haber escogido mejor
sus palabras. ¿Puedes decirme si se pondrá buena?
Si Kim hubiera sido un muchacho como los demás, habría seguido presumiendo de adivino; pero todo
aquel que conoce palmo a palmo la ciudad de Lahore y convive durante trece años con los faquires de la
Puerta de Taksali no puede menos de conocer también la naturaleza humana.
El sacerdote lo miró de reojo, amargamente, con sonrisa desencantada y llena de frustración.
- ¿Es que no hay sacerdote en la aldea? -gritó Kim-. Yo creí haber visto uno muy ilustre hace un momen-
to.
- Sí..., pero... -empezó a decir la mujer.
- Pero tanto tu marido como tú esperabais ver curada a la vaca sin más gastos que dar las gracias.
El tiro dio en el blanco; porque aquel matrimonio era el más tacaño de todo el lugar.
- No está bien estafar a los templos. Regálale al sacerdote un ternero joven, y a menos que los dioses es-
tén muy incomodados con vosotros, antes de un mes la vaca dará leche.
- Eres un experto mendigo -ronroneó el sacerdote, satisfecho-. No hubiera obrado mejor un hombre inte-
ligente de cuarenta años. Estoy seguro de que has enriquecido al viejo.
- Un poco de harina, otro poco de manteca y un puñado de cardamomos
7
-replicó Kim sonrojado por la
lisonja
8
, pero todavía con cautela-. ¿Hay alguien que se enriquezca con eso? Además, como puedes ver,
está completamente loco. Pero me sirve por lo menos mientras aprendo a conocer los caminos. Kim cono-
cía perfectamente cómo se comportaban en la intimidad los faquires de la Puerta de Taksali cuando habla-
ban entre ellos, y copiaba en todos los detalles a sus desvergonzados discípulos.
- ¿Entonces es verdad lo de su Búsqueda, o es una pantalla para otros designios? Puede tratarse de un te-
soro.
- Está loco..., loco de remate. No hay nada más.
El viejo soldado se levantó cojeando y suplicó a Kim que aceptase su hospitalidad por aquella noche. El
sacerdote le aconsejó que accediese, insistiendo por su parte en que el honor de albergar al lama pertenecía
al templo..., a lo que el lama sonrió con candidez. Kim estudió la expresión de los semblantes y dedujo im-
portantes consecuencias.
- ¿Dónde está el dinero? -murmuró en voz baja, arrastrando al lama hacia la oscuridad.
- En mi pecho. ¿Dónde iba a estar?
- Dámelo. Pronto, y sin hacer ruido; dámelo.
- Pero, ¿por qué? Aquí no hay que comprar ningún billete. - ¿Soy tu chela o no lo soy? ¿No he protegido
a tus viejos pies en el camino? Dame el dinero y por la mañana te lo devolveré. -Y, metiendo la mano por
encima de la faja del lama, sacó la bolsa.
7
cardamomo: planta medicinal.
8
lisonja: alabanza afectada, por interés.
- Bueno..., bueno-dijo el viejo sacudiendo la cabeza-. ¡Éste es un mundo grande y terrible! Nunca pude
imaginar que vivieran en él tantos hombres.
A la mañana siguiente el sacerdote estaba de muy mal talante, y el lama parecía completamente dichoso.
Kim, por su parte, había gozado de una velada interesante con el viejo soldado, que sacó el sable de caba-
llería, y manteniendo en equilibrio al muchacho sobre sus enjutas rodillas, le contó varias historias de la
sublevación y de jóvenes capitanes que hacía treinta años estaban en sus tumbas, hasta que Kim cayó ren-
dido por el sueño.
- Verdaderamente, es bueno el aire de este país -dijo el lama-. Yo siempre duermo con sueño ligero, co-
mo les pasa a todos los viejos, pero esta noche he dormido sin despertarme hasta bien entrado el día. Y to-
davía tengo la cabeza pesada.
- Bebe un poco de leche caliente -le dijo Kim que conocía unos cuantos remedios de esa clase, por algu-
nos amigos suyos que eran fumadores de opio-. Ya es hora de que emprendamos la marcha.
- El largo camino que cruza todos los ríos de la India -dijo el lama alegremente-. Vamos. Pero, oye, che-
la, ¿cómo crees que podemos recompensar a esta gente, y sobre todo al sacerdote, por sus bondades? Es
verdad que son but-paras t
9
, pero en sus vidas futuras puede que descienda hacia ellos la luz de la verdad.
¿Daremos una rupia para el templo? Tan solo se trata de una cosa hecha de piedra y pintura roja, pero noso-
tros debemos reconocer el corazón de los hombres, cuándo y dónde son buenos.
- Santo mío, ¿has emprendido el camino solo alguna vez? -Kim alzó la mirada bruscamente, al igual que
lo hacen los cuervos indios que tanto se afanan sobre los campos.
- Naturalmente, niño: desde Kulú a Pathankot..., desde Kulú, donde murió mi primer chela. Entonces,
cuando los hombres eran bondadosos con nosotros, hacíamos ofrendas, y todo el mundo se portó muy bien
durante nuestro paso por las montañas.
- En la India es muy diferente -dijo Kim con frialdad-. Sus dioses son perversos y tienen muchos brazos.
Dejémoslos tranquilos.
9
but-parast: idólatra. But: espíritu.
- Te acompañaré un rato para enseñarte el camino, Amigo de todo el Mundo..., a ti y a tu hombre amari-
llo. -El viejo soldado cruzó la calle de la aldea, todavía con poca luz, a lomos de un caballo de derrengados
jarretes
10
-. La noche pasada volvió a abrir las fuentes del recuerdo en mi seco corazón, y eso ha sido para
mí una gran alegría. Verdaderamente, se nota la guerra en el aire. Yo la huelo. ¡Mira!, he traído la espada.
Sentado sobre su pequeña cabalgadura, con las largas piernas colgando, la espada al costado y la mano
sobre el pomo, el viejo soldado miraba fieramente las llanuras que se extendían hacia el norte.
- Dime ahora otra vez cómo se te apareció Él en la visión. Sube y monta conmigo. El animal puede con
los dos.
- Soy el discípulo de este santo -dijo Kim, al tiempo que franqueaban la puerta de la aldea. Los aldeanos
parecían sentir su marcha, pero el adiós del sacerdote fue frío y distante. Había malgastado el opio en un
hombre que no llevaba consigo ni un céntimo.
- Eso está bien dicho. Yo no tengo mucha costumbre de tratar con los santones, pero el respeto es una
buena cualidad. Ya no hay respeto en estos tiempos..., ni aun cuando viene a verme el sahib Comisario.
Pero, ¿por qué siendo tu Estrella la guerra sigues a ese santón?
- ¡Pero si es un verdadero santo! -dijo Kim con vehemencia-. En su rectitud, en su palabra y en todos sus
actos, es un santo. No es como los otros. Yo no he visto ninguno como éste. Nosotros no somos titiriteros,
ni mendigos, ni decimos la buenaventura.
- Tú no lo eres, ya lo sé; pero a él no lo conozco. Sin embargo, anda bien.
Incitado por el aire fresco de la madrugada, el lama caminaba con soltura, dando largas zancadas, como
si fuera un camello. Iba absorto en su meditación, pasando maquinalmente las cuentas del rosario.
10
jarretes: el corvejón de la pata o la parte inferior de la corva.
Los viajeros marchaban ahora por el descuidado camino vecinal lleno de rodadas, que cruza la llanura
entre grandes plantaciones de mangos de oscuro follaje; la línea del Himalaya se desvanecía hacia el este,
coronada de nieve. Toda la India estaba trabajando en los campos entre el chirrido de las norias, los gritos
de los labradores detrás de las yuntas y la algarabía de los gallos. Hasta el poni sintió la buena influencia y
casi rompió al trote corto cuando Kim se agarró con una mano a la ación
11
.
- Tengo remordimientos por no haber dejado una rupia para el santuario -dijo el lama al terminar la últi-
ma cuenta de sus ochenta y una.
El viejo soldado refunfuñó bajo su barba, notando entonces el lama por primera vez su presencia.
- ¿Tú también buscas el Río? -preguntó volviéndose.
- El día está empezando -fue la respuesta-. ¿Para qué se necesita un río, si no es para regar antes de que
se ponga el sol? He venido para mostrarte un atajo que conduce a la Gran Carretera.
- Ésa es una cortesía digna del recuerdo, hombre de buena voluntad; pero, ¿por qué llevas esa espada?
El viejo soldado quedó tan avergonzado como un niño sorprendido cuando juega a ser persona mayor.
- La espada -dijo acariciándola-. ¡Oh!, eso ha sido una ventolera que me ha dado..., caprichos de viejo.
Verdad es que la policía tiene orden de que ningún hombre lleve armas en toda la India; pero -y cobrando
ánimo golpeó la empuñadura- todos los policías de los alrededores me conocen bien.
- Esas aficiones no son buenas -dijo el lama-. ¿Qprovecho se saca de matar a los hombres? (9)
- Muy poco..., lo sé por experiencia; pero si no se matase de vez en cuando a los malos, este mundo no
sería muy bueno para los soñadores que van sin armas. Y yo hablo con conocimiento del asunto, pues he
visto toda la tierra, desde más al sur de Delhi, inundada de sangre.
- ¿Qué locura fue ésa?
- Sólo los dioses, que la enviaron como una plaga, lo saben. Una locura prendió en los soldados, que se
sublevaron contra sus oficiales. Ése fue el primer mal; pero no hubiera tenido tan graves consecuencias si
hubiesen mantenido quietas las manos. Pero decidieron matar a las mujeres y a los niños de los sahibs, y en
seguida vinieron éstos del otro lado del mar y les exigieron la más estricta cuenta de sus actos.
11
ación: correa de que pende el estribo.
(9) Este debate sobre vida militar/religiosa, espada/rosario, acción/contemplación, actualiza el conflicto de Kim, su identidad dual y
confusa, su aprendizaje y su personalidad en formación. Los dos viejos son sendas perspectivas, posibles modelos contrapuestos.
- Me parece recordar que una vez llegaron a mis oídos rumores referentes a estos sucesos, pero de ello
hace ya mucho tiempo. Lo llamaban algo así como el Año Negro (10).
- ¿Qué género de vida ha sido la tuya para ignorar lo que ocurrió ese Año? ¡Un rumor, ya lo creo! Toda
la tierra lo supo y tembló.
- Nuestra tierra no ha temblado más que una sola vez...: el día en que Nuestro Señor el Excelente recibió
la Iluminación. - ¡Hum!, yo por lo menos vi temblar a Delhi; y Delhi es el ombligo del mundo.
- ¿De modo que se revolvieron contra las mujeres y los niños? Ésa fue una acción perversa y su castigo
no puede evitarse.
- Muchos de ellos hicieron grandes esfuerzos para evitarlo, pero con muy poco éxito. Yo estaba entonces
en un regimiento de caballería. Se sublevó. De seiscientos ochenta sables permanecieron fieles... ¿cuántos
dirías? Tres. Yo era uno de ellos.
- Mayor fue el mérito.
- ¡Mérito! Nosotros no considerábamos que eso fuera un mérito en aquellos días. Mi gente, mis amigos y
mis hermanos se apartaron de mí. Me decían: «El tiempo de los ingleses ha terminado. Ahora todos debe-
mos luchar por conseguir nuestra pequeña propiedad». Pero yo había hablado con los hombres de Sobraon,
de Chillianwallah, de Moodkee y de Ferozeshah, (11)y les dije: «Esperad un poco y el viento cambiará.
Éste es un mal asunto». En aquellos días cabalgué setenta millas, llevando a la mujer y al niño de un sahib
en la perilla
12
de mi montura (¡Oh! ¡Aquél sí que era un caballo digno de un hombre!). Los dejé a salvo y
volví a presentarme a mi oficial..., que era, de los cinco que teníamos, el único a quien no habían matado.
«Déme usted un empleo», le dije, «porque soy un renegado para mis paisanos y la sangre de mi primo aún
está húmeda en mi sable». «Alégrate», dijo él. «Hay mucho trabajo por delante. Cuando termine esta locura
tendrás la recompensa.»
12
perilla: parte superior del armazón de la silla.
(10) El año de la sublevación (1857).
(11) En 1841 los sijs cruzaron. el río Sutluj. En esos cuatro lugares se dieron sendas batallas que determinaron el dominio británico
en el Panjab,
- ¡Ay!, ¿es que hay una recompensa cuando la locura ha pasado? -murmuró el lama, casi para sus aden-
tros.
- En aquel tiempo no se imponían medallas a todo el que, por casualidad, había oído un arma de fuego.
¡No! Yo participé en diecinueve batallas campales, en cuarenta y seis escaramuzas de caballería y en innu-
merables pequeñas acciones. Recibí nueve heridas y me dieron una medalla con cuatro barras
3
, y más tarde
la medalla de una Orden, porque mis capitanes, que son ahora generales, se acordaron de mí cuando la em-
peratriz de la India(12) cumplió los cincuenta años de su reinado y toda la tierra se regocijó. Dijeron: «Hay
que darle la orden de la India Británica». Y la llevo ahora colgada del cuello. También me dio el Estado la
jaghir (posesión), un regalo para mí y para los míos. Los hombres de aquel tiempo (ahora son comisarios)
vienen a verme, cabalgando a través de los campos cultivados, muy erguidos en la silla, así es que toda la
gente de la aldea los ve, y hablamos de las acciones pasadas, y el recuerdo del nombre de un muerto se en-
laza con el de otro.
13
barras: listas que aparecen en escudos o medallas. Una medalla con cuatro barras era el mayor galardón.
(12) La reina Victoria ;1819-1901). Cumplió los 50 años de reinado en 1887.
- ¿Y después?
- ¡Oh!, después se van, pero no sin que los haya visto toda la aldea.
- ¿Y tu final cuál será?
- Al final me moriré.
- ¿Y después?
- Los dioses dispondrán. Jamás los he molestado con mis plegarias: yo creo que ellos no me molestarán a
mí. Mira, he notado en mi larga existencia que los que se pasan la vida incomodando a los de Arriba con
quejas y relatos, gritos y llantos, son llamados a toda prisa; como hacía mi coronel, cuando llamaba para
que se le presentaran los charlatanes de baja casta que hablaban más de la cuenta. No; yo jamás he impor-
tunado a los dioses. Ellos lo recordarán y me darán un lugar tranquilo donde pueda clavar mi lanza a la
sombra, y esperar a que lleguen mis hijos: tengo nada menos que tres -todos comandantes de caballería- en
los regimientos.
- Y ellos de la misma manera seguirán atados a la Rueda, irán de vida en vida..., de desesperación en de-
sesperación -dijo el lama para sí-. Enfebrecidos, inseguros, ávidos.
- Sí -dijo el viejo soldado, riendo-. Tres comandantes en tres regimientos. Un poco jugadores, pero tam-
bién lo soy yo. Necesitan tener buenos caballos, y hoy no se pueden tomar los caballos como en tiempos
pasados se tomaba a las mujeres. Bien, bien, mis posesiones pueden pagar todo eso. ¿Qué te crees? Es una
faja de terreno bien irrigada, pero mis labradores me engañan. Yo no sé pedir más que a cintarazos
14
.
¡Huy!, me encolerizo y los maldigo, ellos fingen arrepentirse, pero sé que a mis espaldas me llaman viejo
mono desdentado.
- ¿Y no has deseado nunca otras cosas?
14
cintarazo: golpe que se da de plano con la espada.
- Sí..., sí, millares de veces. Una espalda derecha, unas rodillas que aprieten con firmeza el flanco del ca-
ballo, una muñeca rápida, una vista penetrante, y el nervio que hace a los hombres. ¡Oh los viejos tiem-
pos..., los buenos tiempos de mi fuerza!
- Esa fuerza es debilidad.
- Así es ahora, pero hace cincuenta años podía haber demostrado lo contrario -replicó el viejo soldado,
golpeando el flaco costillar del poni con el borde del estribo.
- Pero yo sé de un Río capaz de curarlo todo.
- Ya he bebido las aguas del Ganges hasta parecer hidrópico
15
, y todo lo que logré fue una disentería
16
,
pero nada de fortaleza.
- No es el Ganges. El Río al que me refiero lava de toda mancha de pecado; ascendiendo por la lejana
orilla se tiene asegurada la Liberación. No conozco tu vida, pero tu semblante es el de un hombre honrado y
cortés. Has permanecido firme en tu Senda, prestando fidelidad en momentos difíciles, en ese Año Negro,
del cual ahora recuerdo otras historias. Ven a la Senda Media, que es el camino de la Liberación. Escucha
la Ley Excelentísima y no pienses en locos sueños.
- Habla, pues, viejo -dijo el soldado, sonriendo y medio saludando-. A nuestra edad todos somos algo
charlatanes.
El lama se acurrucó bajo un mango
17
, cuya sombra ajedrezaba su semblante; el soldado permanecía sen-
tado rígidamente sobre el caballejo, y Kim, después de cerciorarse de que por allí no había culebras, se
tumbó en un hueco entre las retorcidas raíces del árbol.
En el aire, caldeado por el sol, se sentía un adormecedor susurro de pequeñas vidas; a través de los cam-
pos llegaba el arrullo de las palomas y el somnoliento zumbido de las norias. El lama empezó a hablar con
lentitud y solemnidad. Al cabo de diez minutos, el viejo soldado bajó de su poni, para oír mejor, según de-
cía, y se sentó con las riendas pasadas por la muñeca. La voz del lama vacilaba..., las pausas se alargaban.
Kim se entretenía en vigilar a una ardilla gris. Cuando el pequeño copo de piel (13) desapareció de la rama
a la que se agarraba con fuerza, después de recriminarles por invadir su territorio, predicador y auditorio
cayeron dormidos; el viejo oficial, con la cabeza de rasgos enérgicos apoyada sobre el brazo, y la del lama,
apoyada contra el tronco del árbol, cuya sombra daba a su semblante un tono amarillo marfil.
15
hidrópico: que padece hidropesía, acumulación anormal de humor seroso -líquido- en cualquier cavidad del cuerpo.
16
disentería: diarrea.
17
mango: árbol de hasta 15 m. de altura, originario de la India, pero muy extendido en América. Su fruto se llama también mango.
(13) acopo de piel» es una metáfora de la ardilla, fundada en la pequeñez y el pelaje algodonoso (copo). Es un dato de humor que
Kipling inserta.
Un chiquillo desnudo se acercó dando traspiés, miró asombrado, y arrastrado por un rápido impulso de
reverencia, se inclinó con solemnidad ante el lama... Sólo que el rapaz era tan pequeño y tan gordo que
cayó rodando y Kim soltó una carcajada al ver las piernas regordetas agitarse en el aire. El chiquillo, asus-
tado y rabioso, empezó a dar gritos.
- ¡Eh! ¡Eh! -dijo el soldado, poniéndose en pie de un salto¿Qué es esto? ¿Quién da órdenes?... ¡Ah..., es
un chiquillo! Estaba soñando con una alarma. Pequeño..., pequeño..., no llores. ¿Me había dormido? ¡Ha
sido una falta de cortesía!
- ¡Miedo! ¡Tengo miedo! -berreaba el chiquillo.
- ¿De qué tienes miedo? ¿De dos viejos y un muchacho? ¿Cómo quieres llegar a ser un buen soldado, pe-
queño príncipe? El lama también se había depertado; pero, sin darse cuenta de lo que ocurría, comenzó a
pasar las cuentas del rosario.
- ¿Qué es eso? -preguntó el niño, cortando un puchero a la mitad-. Nunca he visto eso. Dámelo.
- Ah -dijo el lama, sonriendo y arrastrando parte del rosario por la hierba:
Es un puñado de cardamomos.
es un pedazo de ghi
18
:
es mijo
19
y ajis
20
y arroz,
¡una comida para los dos!
El niño gritó de alegría y agarró las oscuras cuentas lustrosas.
- ¡Oh! -dijo el viejo soldado-. ¿Cuándo has aprendido esa canción, tú que dices despreciar el mundo?
- La aprendí en Pathankot..., sentado en el umbral de una puerta -dijo el lama avergonzado-. Hay que ser
bondadoso con los niños.
18
ghi: manteca clara, de leche de búfala.
19
mijo: planta de origen asiático. Su grano sirve de alimento.
20
ají: pimiento muy picante.
- Según recuerdo, antes de que el sueño nos venciese, me decías que el matrimonio y la reproducción
eran peligros para la luz verdadera; piedras con las que se tropieza en la Senda (14). ¿Caen los chiquillos de
las nubes en tu país? ¿Es propio de la Senda el cantarles canciones?
- Ningún hombre es perfecto del todo -dijo el lama con gravedad, recogiendo su rosario-. Vete ahora con
tu madre, pequeño.
- ¡Lo oyes! -dijo el soldado dirigiéndose a Kim-. Está avergonzado porque ha consolado a un niño. Había
en ti un buen padre de familia que se ha perdido, hermano. ¡Vamos, chico! -añadió arrojándole una pasía-.
Los dulces siempre son dulces. -Y cuando el pequeñuelo desapareció dando cabriolas
21
a la luz del sol,
añadió-: Ellos crecen y se hacen hombres. Santón, siento mucho haberme dormido en medio de tu discurso.
Perdóname.
- Somos muy viejos -repuso el lama-. La culpa es mía. Atendí a tu charla sobre el mundo y sus locuras, y
una falta conduce a otra.
- ¡Lo oyes! Pero, ¿qué daño les haces a tus dioses por jugar con un niño? Y la canción estuvo muy bien
entonada. Vámonos, y por el camino oirás el canto de Nikal Seyn (15) ante Delhi..., el antiguo cantar.
Salieron del oscuro bosque de mangos, y la fuerte y aguda voz del viejo se extendió a través de los cam-
pos. Lamento tras lamento fue desarrollando toda la historia de Nikal Seyn (Nicholson), esa canción que
aún ahora cantan todos los hombres del Panjab. Kim iba lleno de gozo, y el lama escuchaba con profunda
atención.
- ¡Ay! ¡Nikal Seyn ha muerto..., ha muerto ante Delhi! ¡Lanceros del Norte, vengad a Nikal Seyn!
Y terminó haciendo gorgoritos y marcando el compás con la vaina de la espada sobre la grupa del poni.
21
cabriolas: brincos, saltos.
(14) La Senda es el camino espiritual que conduce al nirvana, o liberación de las dependencias materiales-el deseo-que ata a los
hombres a la Rueda de las Cosas.
(15) Fue John Nicholson, un famoso oficial muerto en el ataque a Delhi en 1857, considerado semidiós por los indígenas. Un cono-
cido poema de sir Henry Newboit recordaba sus hazañas.
- Ya estamos en el Gran Tronco -dijo después de recibir los elogios de Kim, pues el lama se había ence-
rrado en su mutismo-. Ya hace tiempo que no cabalgaba por este camino, pero tu conversación, muchacho,
ha avivado mis recuerdos. Santón, mira: el Gran Tronco, que es la espina dorsal de la India. En casi toda su
longitud está como aquí, sombreada por cuatro hileras de árboles; la parte del centro, de suelo muy duro, es
la destinada al tráfico ligero. En tiempos anteriores al ferrocarril, los sahibs pasaban por aquí a centenares.
Ahora sólo viajan carros de labradores y de gente del país. A derecha e izquierda están las carreteras ordi-
narias para las carretas pesadas: grano y algodón y madera, boas
22
, abonos y cueros. Todo el mundo viaja
por aquí seguro, porque basta recorrer algunos kos para encontrar un puesto de policía. Los policías son
ladrones que exigen dinero sin derecho (yo en vez de eso pondría patrullas de caballería de jóvenes reclu-
tas, bajo el mando de un capitán enérgico), pero al menos no toleran ningún rival. Por aquí pasan hombres
de todas las castas y clases. ¡Mirad! Brahmanes (16) y chumars (17), prestamistas y caldereros, barberos y
bunnias (18), peregrinos y alfareros..., todo el mundo yendo y viniendo. A mí me produce el efecto de un
río, del cual estoy apartado después de la crecida.
Y verdaderamente, la Gran Carretera Central, llamada Gran Tronco, constituye un espectáculo maravillo-
so. Se extiende en línea recta durante mil quinientas millas
23
, encauzando sin apreturas todo el intenso trá-
fico de la India, constituyendo un río de vida como no existe en ninguna otra parte del mundo. Los tres via-
jeros miraban la verde bóveda y el suelo, que se perdía a lo lejos, salpicado por las sombras, y la blanca
cinta manchada por la multitud, que caminaba despacio; enfrente se alzaba el puesto local de policía.
- ¿Quién lleva armas contra la ley? -preguntó a gritos un guardia echándose a reír al ver la espada del vie-
jo soldado-. ¿No basta la policía para desterrar a los maleantes?
22
bhoosa: caña cortada para pienso.
23
milla: medida inglesa equivalente a 1609 m. El Gran Tronco tenía, pues, 2400 km.
(16) Los brahmanes son miembros de la casta sacerdotal más elevada.
(17) Los chumars son curtidores de piel, pertenecientes a la baja casta.
(18) Comerciantes de cereal.
- La he traído precisamente a causa de la policía -fue la respuesta-. ¿Va todo bien en la India?
- Todo va bien, sahib Ressaldar.
- Yo soy como una vieja tortuga que saca por un momento la cabeza del caparazón y la vuelve a meter en
seguida. Sí, ésa es la carretera del Indostán. Todo el mundo pasa por este camino...
- Hijo de puta, ¿te figuras que la parte blanda de la carretera está hecha para que te rasques la espalda en
ella? Padre de todos las hijas bastardas y marido de diez mil mujeres sin vergüenza, tu madre se entregó al
demonio, inducida por su propia madre; tus tías han sido desnarigadas(19) durante siete generaciones. Tu
hermana... ¿Qué mochuelo loco te aconsejó que cruzaras tus carros en la carretera? ¿Una rueda rota? En-
tonces yo te romperé la cabeza y puedes componerlas cuando tengas tiempo.
Estas voces y el escalofriante restallido del látigo salían de un montón de polvo situado a unos cincuenta
metros, donde había volcado un carro. Una yegua de Katiwar, alta y flaca, con los ojos y los ollares
24
in-
yectados, surgió disparada de una nube de polvo resoplando y retorciéndose de dolor cuando su dueño in-
tentó dirigirla en persecución de un hombre que huía dando gritos. El jinete, de elevada estatura y barba
gris, se sujetaba sobre el enloquecido animal como si formara parte de él, al mismo tiempo que castigaba
concienzudamente al hombre a cada acometida del caballo.
La cara del viejo soldado resplandeció de orgullo.
-¡Mi hijo! -dijo rápidamente, tirando al mismo tiempo de las riendas, para que el cuello de su poni toma-
se una digna curvatura.
- ¿Y voy a ser golpeado ante la misma policía? -gritaba el carretero-. ¡Justicia! ¡Pediré justicia!...
- ¿Y tiene derecho a interrumpir el paso un mono aullador que deja caer diez mil sacos sobre las narices
de un caballo joven? Ésa es la mejor manera de echar a perder una yegua.
- Dice verdad. Dice verdad -exclamó el viejo-. Pero la yegua corre detrás del hombre.
24
ollar: orificio de la nariz de las caballerías.
(19) La mutilación de la nariz era el castigo que se aplicaba a las adúlteras.
El carretero se refugió bajo las ruedas de su carro, y desde allí profería toda clase de maldiciones.
- Son fuertes tus hijos -dijo el policía mientras se hurgaba los dientes con toda tranquilidad.
El jinete restalló por última vez su látigo y avanzó a paso largo y tendido.
- ¡Padre! -exclamó. Y paró la yegua a diez metros de distancia, saltando a tierra.
El viejo bajó de su poni en un instante, y se abrazaron como solamente en Oriente se abrazan padres e
hijos.
Capítulo IV
La Buena Suerte no es gran dama,
sino la más despreciable de las mujerzuelas.
Una jaca respingona, juguetona y cosquillosa,
difícil de montar o de enganchar.
¡Si la buscáis, os volverá la espalda!
¡Reúnete con ella y se dispondrá para marcharse!
¡Despreciadla como a una mala pécora
y acudirá a tiraros de la manga!
Dones y dádivas, ¡oh Fortuna!,
das o retienes según tu capricho.
¡No haciendo caso de la Fortuna,
la suerte me seguirá!
Los pozos de los deseos.
En seguida se pusieron a hablar en voz baja. Kim se sentó a descansar bajo un árbol, pero el lama le tira-
ba del brazo con impaciencia.
- Sigamos adelante. El Río no está aquí.
- ¡Hai mai! ¿No vamos a descansar un poco después de lo que hemos andado? El Río no se escapará. Ten
paciencia y verás cómo nos dan una limosna.
- Éste -dijo de repente el viejo soldado- es el Amigo de las Estrellas. Ayer por la tarde me dio la noticia,
pues ha visto en un sueño al hombre en persona dando las órdenes para la guerra.
- ¡Hum! -dijo su hijo, desde lo más profundo de su ancho pecho-. Lo averiguaría por los rumores del ba-
zar y se aprovechó de ello.
Su padre se echó a reír.
- Al menos no vino a pedirme un nuevo corcel y sabe dios cuántas rupias. ¿Han movilizado también los
regimientos de tus hermanos?
- No lo sé. Yo pedí licencia y vine rápidamente a verte para...
- Para que ellos no se adelantasen a pedirme. ¡Sois unos jugadores y unos manirrotos
1
! Pero tú todavía
no has tomado parte en una carga de caballería. Y para ello, realmente necesitas un buen caballo, un criado,
y una bestia de carga para las marchas. Veremos..., veremos. -Y tamborileó sobre la perilla de la montura.
- Éste no es sitio para tratar de esos asuntos, padre. Vámonos a casa.
- Pero al menos paga al muchacho: yo no llevo ni una paísa y él me trajo noticias favorables. Escucha,
Amigo de todo el Mundo, se va a emprender una guerra como dijiste.
- No como dije, sino como afirmé: la guerra -replicó Kim con dignidad.
- ¿Eh? -dijo el lama, pasando las cuentas del rosario, ansioso de emprender la marcha.
- Mi señor no molesta a las estrellas por dinero. Trajimos las noticias... eres testigo de que trajimos las
noticias y ahora nos vamos. -Kim se puso en jarras.
El hijo del viejo soldado lanzó una moneda de plata, que brilló a la luz del sol, murmurando en voz baja
contra mendigos y adivinos. Era una moneda de cuatro annas, que les permitiría comer durante algunos
días. El lama, al ver el destello, rezongó una bendición.
- Sigue tu camino, Amigo de todo el Mundo -gritó el viejo soldado, haciendo caracolear su flaca montu-
ra-. Por primera vez en mi vida he encontrado un verdadero profeta... que no perteneciese al Ejército.
Padre e hijo dieron la vuelta y partieron; el viejo iba tan derecho como el joven.
Un policía panjabí, con pantalones de lienzo amarillo, avanzó desgarbadamente, cruzando la carretera.
Había visto caer la moneda.
- ¡Alto! -gritó en un inglés muy correcto-. ¿No sabéis que hay un takkus
2
de dos annas por cabeza, que
en este caso son un total de cuatro annas, para todo el que entra en la carretera? Es orden del sirkar
3
y ese
dinero se emplea en plantar árboles y el embellecimiento de la carretera.
1
manirroto: derrochador.
2
takkus: peaje.
3
sirkar: el Gobernador.
- Y las barrigas de los policías -dijo Kim, brincando fuera del alcance de su brazo-. Medita un momento,
si es que tienes algo más que serrín en la cabeza. Tú te crees que hemos salido de la charca más próxima,
como la rana de tu suegra. ¿Has oído alguna vez el nombre de tu hermano?
- ¿Quién era su hermano? Deja en paz al muchacho -gritó un policía de mayor graduación. Estaba en cu-
clillas fumando su pipa en el porche y enormemente divertido con la disputa.
- Su hermano cogió la etiqueta de una botella de belaiteepani (agua de soda) y, pegándola en un puente,
impuso tributos durante un mes a todo el que pasaba, diciendo que era orden del sirkar. Hasta que vino un
inglés y le rompió la cabeza. ¡Ah, hermano, soy un cuervo de ciudad, no de campo!
El policía se retiró avergonzado, y Kim lo abucheó hasta que volvió a cruzar la carretera.
- ¿Ha habido alguna vez un discípulo como yo? -dijo Kim alegremente, dirigiéndose al lama-. Todo el
mundo hubiera roído tus huesos apenas te hubieras alejado diez millas de la ciudad de Lahore, si no estu-
viera yo aquí para defenderte.
- Muchas veces me pregunto si eres un aparecido del cielo o un diablillo -dijo el lama sonriendo dulce-
mente.
- Yo soy tu chela. -Y Kim se colocó al lado del lama, acompasando su paso, ese indescriptible paso de
los andarines de todas las partes del mundo.
- Ahora, marchemos -murmuró el lama. Y acompañados por el tintineo del rosario, anduvieron en silen-
cio milla tras milla. El lama, como de costumbre, iba abismado en profundas meditaciones, pero los brillan-
tes ojos de Kim lo abarcaban todo, y pensaba que este amplio y sonriente río de vida era un alivio después
de las estrechas y atestadas calles de Lahore. A cada zancada veía gente y cosas nuevas; castas ya conoci-
das y otras que le eran completamente extrañas.
Encontraron una patrulla de sansis (1), de largos cabellos y olor penetrante, que llevaban a su espalda
cestos de lagartos y otros asquerosos alimentos, e iban seguidos de flacos y escuálidos perros que olfatea-
ban sus talones. Esta gente marchaba por un lugar aparte de la carretera; andaban con un trote sostenido,
rápido y furtivo, y todas las demás castas procuraban pasar a distancia de ellos, porque los sansis están muy
contaminados. Detrás, caminando rígidamente a través de la espesa sombra, se deslizaba un presidiario
recién salido de la cárcel y que conservaba aún las huellas de los grilletes; su vientre abultado y su piel re-
luciente eran prueba de que el Gobierno alimenta a sus presos mejor de lo que pueden alimentarse muchos
hombres honrados. Kim conocía esa manera de andar, y cuando pasaron por su lado la remedó con burla.
En seguida un akali (2), de mirada extraviada y pelo enmarañado, devotamente vestido con el traje -a cua-
dros azules- de su credo, y llevando resplandecientes tejos
4
de pulido acero sobre su azul y alto turbante,
pasó majestuosamente, de regreso de uno de los Estados sijs independientes. Allí habría estado cantando las
antiguas glorias del Khalsa (3) a los príncipes educados en colegios ingleses que llevan altas botas de cam-
paña y calzones de terciopelo blanco. Kim tuvo buen cuidado de no burlarse de él, porque la cólera del al-
cali es fuerte y su brazo rápido. De vez en cuando encontraban o eran dejados atrás por alegres multitudes
de aldeanos, con trajes festivos, que regresaban de alguna feria local; las mujeres, con los niños sobre las
caderas, marchaban detrás de los hombres, mientras los chiquillos mayorcitos caracoleaban montados sobre
cañas de azúcar, arrastrando toscas locomotoras de latón de juguete que costaban medio penique, o refle-
jando el sol en los ojos de sus padres con baratos espejos. A primera vista se notaba lo que cada uno había
comprado; y si se tenía alguna duda, bastaba contemplar a las mujeres, que, juntando sus brazos morenos,
comparaban los recién adquiridos brazaletes de cristal oscuro que proceden del noroeste. Esta alegre multi-
tud marchaba lentamente, llamándose a gritos y deteniéndose a regatear con un vendedor de dulces, o a
rezar ante alguna de las capillitas -unas veces hindúes, otras musulmanas- que se suceden a ambos lados del
camino y que las castas bajas de ambas religiones se distribuyen con hermosa imparcialidad. Una ininte-
rrumpida hilera de color azul apareció de pronto, oscilando a través del polvo vibrante como una inmensa
oruga apresurada, y se esfumó al trote, con unos rápidos gritos semejantes a un cacareo marcándole el rit-
mo. Era una cuadrilla de changars (4), esas mujeres que han acaparado el servicio de todos los andenes de
los ferrocarriles del norte: casta de acarreadoras de tierra, de pies planos, grandes, y miembros hercúleos.
Vestían faldas azules y viajaban apresuradas hacia el norte en busca de un nuevo destajo; no perdían el
tiempo en el camino. Pertenecen a una casta en la que los hombres no son nada, y marchaban con los bra-
zos en jarras, altas las cabezas y moviendo las caderas como mujeres acostumbradas a cargar grandes pe-
sos. Poco después desembocó en la Gran Carretera un cortejo nupcial, acompañado de música y gritos; un
olor de caléndulas
5
y jazmín más fuerte que el hedor del polvo se esparció por el ambiente. A través de la
polvareda se tambaleaba la litera de la novia -una mancha de rojo y oropel-, mientras la enjaezada
6
jaca del
novio volvía la cabeza para arrebatar un bocado de hierba de un carro de forraje que pasaba a su alcance.
Entonces Kim se unió al coro de buenos deseos y pesadas burlas, deseando a la pareja cien hijos y ninguna
hija, como es la costumbre. Todavía más interesante y más gozosa era la aparición de algún malabarista
ambulante, acompañado de algunos monos medio domesticados, un oso jadeante y débil, o una mujer con
cuernos de chivo amarrados a los pies, que danzaba con ellos sobre la cuerda floja, espantando a los caba-
llos y haciendo prorrumpir a las mujeres en prolongados alaridos de admiración.
4
tejo: lámina redonda.
5
caléndulas: plantas de jardín de flor amarilla.
6
enjaezar: poner jaeces o adornos a las caballerías.
(1) Este párrafo y el siguiente son una pintoresca descripción de la India bulliciosa y variada, vital y miserable. «El desorden asiáti-
co», el mosaico humano de etnias, oficios y castas -sansis, akalis, sljs, changars, uryas- la diferencia de atuendos, costumbres... Los
sansis son de una casta de «intocables» que no sólo tenían perros -considerados en la India como animales indeseables-, sino que los
comían.
(2) Los akalis son una secta de los sijs.
(3) Otra denominación para los sijs; significa «los puros».
(4) Los changars son ferroviarios.
El lama no alzaba los ojos del suelo ni un solo momento. No se daba cuenta de que pasaba apresurado el
prestamista, montado en su jaca de ancha grupa, para cobrar los intereses ven cidos; o la pequeña turbamul-
ta
7
-todavía formada militarmente- de soldados indígenas de permiso, alegres de verse libres de sus calzo-
nes y polainas, gritando a voz en cuello y diciendo los requiebros
8
más desvergonzados a las mujeres más
respetables con que se cruzaban. Ni siquiera vio al vendedor de agua del Ganges, aunque Kim esperaba que
por lo menos compraría una botella de ese precioso líquido; miraba fijamente al suelo, caminando con el
mismo paso regular hora tras hora con su alma alejada de aquellos lugares. Pero Kim se encontraba trans-
portado al séptimo cielo. La Gran Carretera, en aquel sitio, está construida sobre un terraplén que la pre-
serva de las crecidas invernales, y el camino resultaba un poco elevado sobre el campo; marchaban, pues,
como por una majestuosa galería, viendo ensancharse toda la India a derecha e izquierda. Era hermoso con-
templar los carros cargados de grano y algodón, que, arrastrados por varias parejas de bueyes, serpeaban en
los caminos vecinales; el chirrido quejumbroso de sus ejes se percibía desde una milla de distancia, e iba
acercándose poco a poco, mezclado con gritos, aullidos y blasfemias, hasta que ascendiendo los carros por
la inclinada rampa de acceso, se hundían en la avenida central entre mutuos insultos de los carreteros. Era
también un hermoso espectáculo ver a los campesinos -pequeñas manchitas de rojo, azul, rosa, blanco y
azafrán- regresar a sus aldeas por grupos de en dos y de tres en tres, separándose, dispersándose y hacién-
dose cada vez más pequeños, a través de la inmensa llanura. Kim devoraba todas estas emociones, aunque
no podía expresar con palabras sus sentimientos. Se limitaba a comprar caña de azúcar pelada, y escupía
generosamente la médula sobre el suelo. De vez en cuando, el lama tomaba rapé; al fin llegó un momento
en que Kim no pudo resistir el silencio.
7
turbamulta: multitud desordenada.
8
requiebro: adulación, piropo.
- ¡Es una buena tierra..., la tierra del sur! -dijo-. El aire es bueno, el agua es buena, ¿no es cierto?
- Y todos atados a la Rueda -replicó el lama-. Atados, vida tras vida. A ninguno de éstos les ha sido mos-
trada la Senda. - Y la agitación lo hizo volver a este mundo.
- Hemos hecho una buena jornada -dijo Kim-. Seguramente que pronto llegaremos a un parao (lugar de
descanso). ¿Nos detendremos allí? Mira, ya se está poniendo el sol.
- ¿Quién nos alojará esta noche?
- Es lo mismo. El país está lleno de buena gente. Además -y bajó la voz hasta que no fue más que un su-
surro-, tenemos dinero.
La multitud se iba haciendo cada vez más compacta conforme se acercaban al lugar de descanso que
marcaba el fin de la jornada. Una hilera de puestos donde se vende tabaco y comistrajos, un montón de
leña, una comisaría de policía, un pozo, un abrevadero, un grupo de árboles, y, bajo ellos, un suelo endure-
cido por las pisadas y manchado con las cenizas blancas de lumbres apagadas. Tales son los principales
rasgos que caracterizan a un parao del Gran Tronco, si se añaden los mendigos y los cuervos..., siempre
hambrientos.
A la hora de su llegada, los rayos del sol se filtraban a través de las ramas del mango en anchas franjas de
oro; los periquitos y las palomas regresaban a centenares en busca de sus nidos; las parlanchinas siete her-
manas
9
de grises espaldas, charlaban sobre las aventuras del día, paseando en grupos de dos y tres arriba y
abajo, casi entre los mismos pies de los viajeros; y las sacudidas y agitaciones de las ramas indicaban que
los murciélagos se disponían a salir en sus nocturnas cacerías. Rápidamente, la luz pareció replegarse en sí
misma y pintó por un momento de intenso rojo escarlata los semblantes, las ruedas de los carros y los cuer-
nos de los bueyes. En seguida se hizo de noche, variando el aspecto del paisaje. Una suavísima niebla a ras
de tierra surgió como gasa azulada y sutil que se extendía a través de los campos. Y esta bruma difundía
poderosamente el humo de leña, el olor del ganado y el agradable aroma de las tortas de trigo asándose en
las cenizas. La patrulla de policía en servicio de tarde se dirigió apresuradamente hacia el puesto, con fuer-
tes toses y reiterando órdenes. La bola de carbón encendido en la cazoleta de un narguile que pertenecía a
un carretero situado a la orilla del camino, brilló con bermejo fulgor; los ojos de Kim percibieron los últi-
mos destellos del sol en las pinzas de latón.
9
sietehermanas: una especie de pájaros.
La vida del parao es muy parecida -en pequeña escala- a la del caravasar de Cachemira, y Kim se sumer-
gió en ese alegre desorden asiático que, a poco que se le conceda algún tiempo, proporciona todo lo que
puede apetecer un hombre sencillo.
Sus necesidades eran pocas, porque, como el lama no tenía escrúpulos de casta, les bastaba con la comida
ya guisada, adquirida en el puesto más próximo; pero, para mayor comodidad, compró Kim un puñado de
tortas de estiércol para encender fuego. Por todas partes, yendo y viniendo entre las pequeñas llamas de las
hogueras, los hombres se pedían aceite o grano, dulces o tabaco, dándose empellones
10
unos a otros mien-
tras esperaban turno en el pozo; y entre las voces de los hombres, se percibían las risas contenidas y los
agudos gritos de la mujeres (cuyos rostros no pueden mostrarse en público) encerradas en carros cubiertos.
10
empellones: empujones
Hoy, los indígenas bien educados opinan que cuando sus mujeres viajan -y lo hacen muy a menudo para
visitarse- es mejor y mas rápido llevarlas por ferrocarril, en departamentos convenientemente aislados; y
esa costumbre se va extendiendo cada vez más. Pero siempre hay algunos hindúes de vieja cepa que con-
servan las costumbres de sus antepasados; y sobre todo, quedan las viejas -mucho más conservadoras que
los hombres que hacia el fin de sus vidas van de peregrinación. Como estas damas están ya marchitas y no
despiertan deseos, no tienen inconveniente en quitarse el velo, en determinadas circunstancias. Después de
su larga vida de reclusión, durante la cual han estado siempre en trasiegos y cambalaches con el mundo
exterior, gustan del bullicio y la agitación del camino, de los hacinamientos de los templos y las infinitas
posibilidades de comadreos con viudas de gustos similares. Muy a menudo acontece, con gran satisfacción
de la familia que la sufre, que una vieja dama, de lengua impetuosa y voluntad férrea, se recrea viajando
por la India en esta forma: verdaderamente, las peregrinaciones son gratas a los dioses. Así ocurre que en
toda la India, lo mismo en los lugares más retirados que en los más concurridos, se tropieza frecuentemente
con un grupo de entrecanos servidores encargados de guardar y vigilar a alguna vieja dama, que permanece
más o menos encerrada y oculta en un carro tirado por bueyes. Esos criados son discretos y juiciosos, y,
cuando está presente algún europeo o indígena de casta elevada, aíslan a la persona a su cargo con las más
esmeradas precauciones; pero en los ordinarios encuentros de la peregrinación se permiten mayor lenidad
11
. La vieja dama es, después de todo, muy humana, y gusta de contemplar la vida.
Kim se fi al instante en un ruth o carro familiar que en aquel preciso momento entraba en el parao. Es-
taba brillantemente ornamentado con un dosel bordado, compuesto de dos cúpulas, como la doble joroba de
un camello. Ocho hombres le daban escolta, y dos de ellos iban armados con sables herrumbrosos, signo
seguro de que acompañaban a una persona distinguida, puesto que la gente corriente no lleva armas. Un
chorro de palabras rebosante de órdenes, quejas y chanzas, junto a lo que a un europeo le hubiera parecido
un lenguaje malsonante, surgía de detrás de las cortinas. Indudablemente, se trataba de una mujer acostum-
brada a mandar.
11
lenidad: falta de rigor, descuido.
Kim observaba a la escolta con aire crítico. La mitad de los hombres que la componían eran uryas (5) de
tierra adentro, con barbas grises y piernas delgadas. La otra mitad eran montañeses vestidos de muletón
12
,
que llevaban sombreros de fieltro; y esta mezcla hablaba por sí sola, aunque no hubiese oído el incesante
altercado entre los dos bandos. La vieja dama (6) iba de visita al sur, tal vez a casa de un pariente rico, pro-
bablemente un yerno, que le había enviado una escolta como prueba de respeto. Los montañeses debían de
ser sus propios criados (gente de Kulú o de Sangra (7). Se notaba, desde luego, que no conducía a su hija
para la boda, pues las cortinas hubieran estado corridas y la escolta no hubiera permitido que nadie se acer-
case al carro. «Debe de ser una dama de buen humor», pensaba Kim, sopesando en una mano las tortas de
estiércol y en la otra la comida, y guiando al lama con empujones del hombro. Algo podía sacarse del
encuentro. El lama no le ayudaría en absoluto, pero, como chela avispado, Kim mendigaría encantado por
los dos.
Hizo su fuego lo más cerca que su audacia le permitió del carro, esperando que alguno de los de la escol-
ta lo echase. El lama se desplomó sobre el suelo con pesadez -lo mismo que una albarda
13
cargada de fru-
tas- y volvió a su rosario.
- ¡Márchate de aquí, mendigo! -La orden fue pronunciada en lengua indostaní por uno de los montañeses.
- ¡Vaya! No es más que un pahari (montañés) -dijo Kim sin volver la cabeza-. ¿Desde cuando poseen to-
do el Indostán los burros de las montañas?
12
muletón: tela afelpada.
13
albarda: aparejo de las caballerías sobre el que va la carga.
(5) Casta de campesinas de Orissa.
(6) Esta vieja dama es un personaje muy bien perfilado, de cierta complejidad sicológica; una significativa referencia de nivel que
desempeñará un destacado papel en su relación con Kim y el lama. Reaparecerá más adelante.
(7) Kulú está al este del Panjab, ya en las montañas. Kangra también está en las montañas, pero al noroeste.
La réplica fue una rápida y brillante historia de la genealogía de Kim durante tres generaciones.
- ¡Ah! -la voz de Kim era más suave que nunca, mientras partía en trozos la torta de estiércol-. En mi país
decimos que ése es el principio de una conversación amorosa.
Una risita delgada y áspera que sonaba detrás de las cortinas picó el amor propio de los montañeses, ani-
mándolos a continuar las imprecaciones
14
.
- No está mal... no está mal-dijo Kim con calma-. Pero ten cuidado, hermano; de lo contrario, nosotros...,
nosotros, digo..., tendremos que contestarte con una maldición. Y nuestras maldiciones tienen el don de dar
en el blanco.
Los uryas se echaron a reír y el montañés avanzó hacia él con aire amenazador; de repente, alzó el lama
la cabeza y el resplandor de la hoguera que había encendido Kim iluminó su gorro gigantesco.
- ¿Qué pasa? -dijo.
14
imprecación: maldición.
El montañés se detuvo, como si se hubiese convertido en una estatua de piedra.
- Yo..., yo... -tartamudeó-. ¡Oh!, me he librado de cometer un gran pecado.
- Al fin el extranjero ha encontrado un sacerdote de su credo -murmuró uno de los uryas.
- ¡Vamos! ¿Por qué no le zurráis a ese mocoso mendigo? -gritó la vieja.
El montañés se dirigió al carro y cuchicheó con la persona que estaba detrás de la cortina. Siguió un si-
lencio absoluto, luego un murmullo.
«Esto va bien», pensó Kim, fingiendo que no veía ni oía.
- Cuando..., cuando... haya terminado de comer -dijo el montañés dirigiéndose a Kim con aire servil-,
es... esperamos que tu santo nos concederá el honor de visitar a una persona que desea hablarle.
- Después de comer tiene que dormir -respondió Kim con altivez. -No podía prever las consecuencias del
nuevo giro que tomaban los acontecimientos, pero estaba resuelto a aprovecharse de ellos-. Ahora voy a
buscarle la comida. -Esta última frase, pronunciada en voz muy alta, terminó con un gesto de abatimiento.
- Yo..., yo mismo y los demás paisanos cuidaremos de ello, si nos lo permitís.
- Lo permitimos -dijo Kim, más altivamente que nunca-. Santo, esta gente nos dará de comer.
- La tierra es buena... Todo el país del sur es bueno...; un mundo grande y terrible -murmuró el lama
somnoliento.
- Dejadle dormir -dijo Kim-, pero cuidad de tener preparada una buena comida para cuando despierte. Es
un hombre muy santo.
Uno de los uryas pronunció por segunda vez frases despectivas.
- No es un faquir, no es un mendigo de tierra adentro -continuó Kim severamente, dirigiéndose a las es-
trellas-. Es el más santo de todos los santones. Está por encima de todas las castas. Y yo soy su chela.
- ¡Ven aquí! -dijo la aguda y áspera voz detrás de las cortinas.
Y Kim se acercó, consciente de que unos ojos ocultos lo estaban mirando; un dedo huesudo de piel oscu-
ra y lleno de sortijas asomaba por el borde del carro. La conversación se deslizó así:
- ¿Quién es ese hombre?
- Un hombre extraordinariamente santo. Viene de muy lejos. Viene del Tíbet.
- ¿De qué parte del Tíbet?
- Del otro lado de las nieves..., del lugar más lejano. Conoce todas las estrellas; sabe hacer horóscopos y
augurios en los natalicios. Pero no hace estas cosas por dinero. Las hace porque es amable y por su gran
caridad. Yo soy su discípulo y me llaman el Amigo de las Estrellas.
- Tú no eres montañés.
- Pregúntaselo a él. Te dirá que las estrellas me enviaron para mostrarle el objeto de su peregrinación.
- ¡Hum! Considera, rapaz, que soy vieja y no del todo tonta. Conozco a los lamas y los reverencio, pero
así eres tú un fiel chela como mi dedo es la lanza del carro. No eres más que un hindú sin casta..., un men-
digo descarado y sinvergüenza, que te has unido al santo acaso nada más que para sacarle dinero.
- ¿Y es que no trabajamos todos para ganar dinero? -Kim cambió rápidamente de tono, para acompasarse
a la voz alterada que le hablaba-. Yo he oído... -aquello no era más que un palo de ciego-. He oído...
- ¿Qué es lo que has oído? -preguntó la vieja con brusquedad, tamborileando con el dedo.
- No recuerdo muy bien, pero se decía en el bazar (claro que debe de ser una mentira) que aun los rajás...,
los pequeños rajás de las montañas...
- Pero, a pesar de todo, de buena sangre rajput (8).
- Sí, sí, de buena sangre... Se decía que hasta esos rajás venden a las mujeres más hermosas de sus serra-
llos
15
para procurarse dinero. Las envían hacia el sur para venderlas... a los zemindars
16
y otros hombres
ricos del Oudh (9).
15
serrallo: dependencias de la casa que los musulmanes destinan alas mujeres.
16
zemindars: terratenientes.
(8) De la etnia rajput. Se consideraban descendientes de la casta originaria de los soldados. En 1817 los británicos sometieron el te-
rritorio de Rajputana, al sur del Panjab.
(9) En esta provincia nació Valmiki, el autor del poema Ramayana. Tras la revuelta cipaya, en 1857, se integró en el imperio Britá-
nico.
Si hay algo que niegan con calor los rajás de las montañas, es precisamente esta acusación; pero es una
creencia general de los bazares, cuando se discute el misterioso tráfico de esclavos de la India. La vieja
dama explicó a Kim, con voz alterada de indignación, qué género y especie de calumniador era él. Si Kim
le hubiese dicho semejante insulto cuando ella era una muchacha, aquella misma tarde hubiera sido aplas-
tado por un elefante. Y así habría ocurrido, efectivamente.
- ¡Ay! Yo no soy más que un mocoso mendigo, como acaba de decir el Ojo de Belleza -exclamó sollo-
zando con un terror desmesurado.
- ¡Ojo de Belleza!, ¿verdad? ¿Quién te crees que soy yo, para lanzarme esos requiebros de mendigo? -y,
sin embargo, se echó a reír al oír aquellas palabras ya olvidadas-. Hace cuarenta años podían habérmelo
dicho y no hubieran mentido. Sí, y aun hace treinta. Pero la culpa de todo la tiene este corretear de un lado
a otro de la India, que expone a la viuda de un rey a codearse con toda la escoria de esta tierra y a ser objeto
de mofa por parte de mendigos.
- Gran Reina -dijo Kim rápidamente, porque la sintió temblar de indignación-. Yo seré todo lo que la
Gran Reina dice que soy; pero no por eso es menos santo mi maestro. Aún no sabe que la Gran Reina le
ordenó...
- ¿Ordenó? ¿Ordenar yo a un santo..., a un maestro de la Ley..., que viniera a hablar con una mujer?
¡Nunca!
- Perdona mi estupidez. Yo creí que era una orden...
- Pues no lo era. Se trataba de una súplica. ¿Lo aclarará esto mejor?
Una moneda de plata golpeó en el barandal del carro. Kim la tomó haciendo mil zalemas
17
. La vieja da-
ma, considerando que el muchacho era a la vez los ojos y los oídos del lama, creyó conveniente ganarse su
buena voluntad.
- Yo no soy más que el discípulo del santón. Cuando termine de comer, tal vez se decida a venir.
- ¡Ah, villano y pillastre sinvergüenza! -El dedo índice lleno de joyas lo amenazó fieramente, pero al
mismo tiempo se oía la risa contenida.
17
zalema: reverencia, cortesía sumisa.
- Pero, ¿qué sucede? -murmuró Kim en su tono confidencial y acariciador, ese tono (ya lo sabía) al que
nadie se podía resistir-. ¿Es que ..., es que hay necesidad de un hijo varón en tu familia? Habla con entera
libertad, porque nosotros los sacerdotes... -Esta última frase era un plagio completo de las que pronunciaba
un faquir de la Puerta de Taksali.
- ¡Nosotros los sacerdotes! ¡Todavía no tienes edad ni para... -se detuvo cortando la frase atrevida con
una carcajada-. Créeme, ahora y siempre, nosotras las mujeres, ¡oh sacerdote!, nos ocupamos de otros asun-
tos que de tener hijos. Además, mi hija ya ha parido un niño.
- Dos flechas en el carcaj
18
valen más que una sola; y tres valen más aún. -Kim repitió el viejo refrán con
tosecilla reflexiva, mirando discretamente hacia el suelo.
- Cierto..., muy cierto. Pero quizá lo logremos en el porvenir. Lo cierto es que esos brahmanes de tierra
adentro son completamente inútiles. Yo les enviaba a menudo dinero y regalos y ellos profetizaban.
- ¡Ah! -subrayó Kim con infinito desprecio-, ¡profetizaban! -Un profesional no lo hubiera hecho mejor.
- Y hasta que no acudí a mis propios dioses, mis plegarias no dieron resultado. Elegí una hora propicia
y..., tal vez tu maestro haya oído hablar del abad de la lamasería de Lung-Cho. Le expuse a él el problema,
y he aquí que a su debido tiempo todo sucedió tal como deseaba. El brahmán de la casa del padre del hijo
de mi hija afirmó después que todo se debía a sus plegarias..., lo que es un pequeño error que pienso quitar-
le de la cabeza en cuanto lleguemos al final de este viaje. De manera que más adelante iré a Buddh Gaya
para ofrecer shraddha
19
por el padre de mis hijos.
- Allí vamos nosotros.
- Auspicio doblemente favorable -gorjeó la vieja dama-. ¡Por lo menos, otro hijo!
- ¡Amigo de todo el Mundo! -El lama había despertado y, como un niño aturdido al encontrarse en un le-
cho extraño, llamaba a Kim.
- ¡Ya voy! ¡Ya voy! -Y corrió hacia el fuego, donde encontró al lama rodeado ya de fuentes con comida;
los montañeses lo adoraban ostensiblemente y los meridionales lo miraban con acritud.
18
carcaj: aliaba, caja para flechas.
19
shraddha: ofrenda a un dios para conmemorar a un difunto.
- ¡Marchaos! ¡Apartaos! -gritó Kim-. ¿Es que creéis que comemos en público como los perros? -
Terminaron la comida en silencio, vueltos cada uno ligeramente hacia un lado, y Kim la coronó con un
cigarrillo indígena.
- ¿No te había dicho mil veces que el sur es una buena tierra? Aquí al lado tenemos una notable y virtuo-
sa dama, viuda de un rajá de las montañas, que según dice va de peregrinación a Buddh Gaya. Ella es quien
nos ha enviado esta cena; cuando hayas reposado, desearía hablar contigo.
- ¿Ha sido esto también obra tuya? -dijo el lama aspirando profundamente de su caja de rapé.
- ¿Quién ha cuidado de ti desde que empezó nuestro maravilloso viaje? -Los ojos de Kim chispeaban
mientras soltaba el humo maloliente por la nariz y se tumbaba sobre el suelo polvoriento-. ¿He dejado al-
guna vez de cuidar de tu bienestar, santo mío?
- Yo te bendigo -el lama inclinó la cabeza con solemnidad-. He conocido a muchos hombres en mi larga
vida y a no pocos discípulos. Pero ningún hombre, si es que tú eres nacido de mujer, se ha ganado mi cora-
zón como lo has hecho tú..., que eres solícito, inteligente y cortés, aunque algunas veces algo picaruelo.
- Y yo no he visto nunca un sacerdote como tú -dijo Kim contemplando arruga por arruga el benévolo
semblante amarillo-. Aún no hace tres días que emprendimos juntos el camino, y sin embargo se diría que
han transcurrido cien años.
- Quién sabe si en nuestra encarnación anterior te habré prestado algún servicio... -continuó el lama son-
riendo-. Tal vez te librara de una trampa, o habiendo caído enganchado en un anzuelo, en épocas en que la
luz aún no había descendido sobre mí, te soltase otra vez sobre las aguas.
- Tal vez -murmuró Kim calmosamente. Se sabía de memoria estas especulaciones por haberlas oído mu-
chas veces en boca de personas a quienes los ingleses consideran faltas de imaginación-. Ahora, volviendo
a esa mujer que espera en la carreta, yo creo que lo que desea es un segundo hijo para su hija.
- Eso no tiene nada que ver con la Senda -suspiró el lama-. Pero, al menos, esa mujer es de las montañas.
¡Ah, las montañas y la nieve de las montañas!
Tras levantarse, se encaminó a grandes zancadas hacia el carromato. Kim hubiera dado sus dos orejas por
acompañarlo, pero el lama no lo invitó, y las pocas palabras que podía alcanzar desde donde estaba eran
pronunciadas en una lengua extraña, pues sin duda hablaban algún dialecto montañés. Al parecer, la mujer
hacía preguntas que el lama meditaba antes de responder; de vez en cuando se oía la zumbadora cadencia
de una frase china. Con los párpados entornados contemplaba Kim la singular escena; el lama permanecía
derecho y erguido, y los grandes pliegues de su túnica amarilla se marcaban por líneas de negra sombra a la
luz de las hogueras del parao. Semejaba un añoso
20
tronco, listado por los rayos del sol poniente; frente a
él se hallaba el dorado ruth
21
lacado, resplandeciente como un joyel multicolor bajo la incierta luz. Los
dibujos de las cortinas de tisú` trabajadas en oro, subían y bajaban, deshaciéndose y formándose de nuevo,
conforme los pliegues de la tela oscilaban y temblaban agitados por la brisa nocturna; y cuando la conver-
sación se hacía más interesante, el dedo índice, cargado de sortijas, relampagueaba con chispazos de luz
entre los bordados. Por detrás de la carroza, salpicado por los puntos brillantes de las hogueras, se extendía
un fondo de vaga oscuridad, en el que apenas se vislumbraban rostros y sombras. A las ruidosas conversa-
ciones de la primeras horas de la noche había sucedido un adormecido murmullo, cuya nota más baja era la
producida por los bueyes que rumiaban incesantemente su pienso de paja, y la más aguda el punteado de un
sitar
23
que tañía una bailarina bengalí (10). La mayor parte de los hombres había terminado de comer y
chupaba con fruición sus narguiles, cuyo gorgoteo semejaba un lejano croar de ranas.
Al fin regresó el lama. Un montañés le daba escolta, llevando un cobertor de algodón guateado, que ex-
tendió cuidadosamente junto al fuego.
«Merece tener diez mil nietos», pensó Kim. «No obstante, si no hubiese sido por mí no hubiésemos reci-
bido estos regalos.»
20
añoso: viejo.
21
ruth: carromato.
22
tisú: tela de seda con hilos de oro o plata.
23
sitar: es como un laúd, el instrumento indio con cuerdas y brazo largo.
(10) Bengala es la región sur-oriental de la India, en la llanura baja del Ganges y Brahmaputra.
- Es una mujer virtuosa y muy inteligente -dijo el lama desplomándose poco a poco y doblando articula-
ción tras articulación, como un lento camello-. El mundo está lleno de caridad para aquellos que siguen la
Senda -y tendió sobre el muchacho la mitad del cobertor.
- ¿Qué te ha dicho? -preguntó Kim arrebujándose en la parte que le correspondía.
- Me ha hecho muchas preguntas y me ha planteado muchos problemas..., la mayor parte de los cuales no
eran más que historias sin fundamento que les ha oído a esos sacerdotes endemoniados que pretenden se-
guir la Senda. He respondido a algunas de sus preguntas, pero otras no eran más que tonterías. Muchos
llevan el hábito, pero pocos siguen la Senda.
- Es verdad, es verdad. -Kim empleaba ese tono reflexivo y conciliador del que desea recibir confiden-
cias.
- Pero por sus dotes naturales es mujer de espíritu muy recto. Tiene mucho interés en que vayamos con
ella hasta Buddh Gaya; por lo que he podido entender, su camino coincide con el nuestro durante varias
jornadas en dirección al sur.
- ¿Y...?
- Ten paciencia. A esto he contestado que mi Búsqueda estaba por encima de todo. Aunque conoce mu-
chas falsas leyendas, esta gran verdad de mi Río no la había oído nunca. ¡Así son los sacerdotes de las bajas
montañas! Conoce al abad de Lung-Cho, pero no sabe nada de mi Río..., ni de la historia de la Flecha.
- ¿Y...?
- Yo le he hablado de mi Búsqueda y de la Senda y de otros temas provechosos; pero ella no se preocu-
paba más que de que la acompañase y rezase para lograr un segundo hijo.
- ¡Ah! «Nosotras las mujeres» no pensamos más que en los hijos -dijo Kim medio dormido.
- Pero como nuestra ruta es la misma durante algunos días, creo que no nos apartamos de nuestra Bús-
queda acompañándola..., por lo menos hasta..., ya he olvidado el nombre de la ciudad...
- ¡Eh! -gritó Kim volviéndose y llamando con un seco susurro a uno de los uryas, que estaba situado a
pocos metros de distancia-. ¿Dónde está la casa de tus amos?
- Un poco más allá de Saharanpur (11)
-
, entre los huertos de frutales -y dio el nombre de la aldea.
(11) Al norte de Delhi. A Kim y al lama les coge de camino a Benarés. Por eso deciden acompañar a la señora.
- Ése es el sitio -dijo el lama-. Hasta allí, por lo menos, podemos ir con ella.
- Las moscas acuden a la carroña -exclamó el urya en voz baja.
- Para la vaca enferma un cuervo, para el hombre enfermo un brahmán -Kim recitó el proverbio con aire
ensimismado, dirigiéndose a las sombrías copas de los árboles que tenía sobre su cabeza.
El urya refunfuñó, callando al fin.
- ¿De modo que nos vamos con ella?
- ¿Ves alguna razón en contra? Iremos a su lado por el camino y buscaré todos los ríos sobre los cuales
cruza la carretera. Tiene muchos deseos de que la acompañe. Lo desea intensamente.
Kim ahogó la risa bajo el cobertor. Pensaba que sería divertido escuchar a la imperiosa vieja en cuanto se
recobrase del natural respeto que le inspiraba el lama.
Ya estaba casi dormido cuando el lama, repentinamente, recordó un refrán: «Los maridos de las charlata-
nas tienen una recompensa en el otro mundo». Aún le oyó Kim aspirar rapé tres veces y volvió a quedarse
dormido, riendo todavía.
El claro cristal de la aurora despertó al mismo tiempo a hombres, gallos y bueyes. Kim se incorporó y
bostezó, desperezándose y sacudiéndose con delicia. Veía el mundo en su verdadero aspecto; por todas
partes lo rodeaba el bullicio, que tanto le gustaba...; animación y griterío, el enganche de las correas, el
aguijoneo de los bueyes, el chirrido de las ruedas, hogueras que se encendían para la cocción de los alimen-
tos, y escenas variadas con cada giro de la mirada complacida. La niebla de la mañana se disipó en una
espiral plateada. Una patrulla de verdes papagayos salió volando y gritando en busca de algún río lejano;
todas las poleas de los pozos cercanos empezaron su trabajo. La India entera despertaba, y Kim se en-
contraba en medio de ella, más despierto y más excitado que nadie, mascando un palito que usaba como
mondadientes, absorbiendo por todos sus poros las costumbres del país que conocía y amaba. No tenía ne-
cesidad de preocuparse por el alimento..., no tenía que gastar ni un cowrie
24
en los puestos, alrededor de
los cuales se amontonaba la gente. Ahora era el discípulo de un santo, incorporado a la comitiva de una
vieja dama de gran voluntad y poder. Todo estaba preparado, y cuando los avisaran respetuosamente, no
tendrían más que sentarse y comer. Por otra parte -Kim contenía la risa sólo de pensarlo, mientras se lim-
piaba los dientes-, su anfitriona contribuiría a aumentar las delicias del camino. Cuando los bueyes se acer-
caron resoplando y mugiendo bajo el yugo, el muchacho los examinó con atención. Si acaso andaban de-
masiado aprisa -lo que era bien difícil-, gozaría de un agradable asiento sobre la lanza; el lama seguramente
se acomodaría al lado del conductor, y la escolta, naturalmente, seguiría a pie. La vieja dama, como de cos-
tumbre, hablaría sin freno, y por lo que había podido apreciar, su conversación no pecaría por falta de inte-
rés. Ya en aquel momento estaba ordenando, regañando y (preciso es decirlo) maldiciendo a los criados por
su tardanza.
24
cowrie: conchas pequeñas y blancas que se usaban como moneda.
- Dadle la pipa. En nombre de los dioses, dadle la pipa y tapad esa boca condenada -gritó un urya, atando
los informes bultos de los camastros-. Es igual que los papagayos que chillan al amanecer.
- ¡Los bueyes delanteros! ¡Ay! ¡Sujetad a esos bueyes delanteros! -gritaba la vieja, porque sus bueyes se
habían enganchado los cuernos en el eje de un carro cargado de grano, y reculaban dando vueltas-. Hijo de
búho, ¿adónde vas? -añadió dirigiéndose al carretero, quien sonreía burlonamente.
- ¡Ai! ¡Ya¡! ¡Ya¡! Esa que está dentro es la reina de Delhi, que va a rogar por su hijo -replicó el hombre
desde lo alto de su elevada carga-. ¡Paso a la reina de Delhi y a su primer ministro, el mono gris que trepa
por su propia espada! -Inmediatamente detrás venía otra carreta que transportaba un cargamento de corte-
zas para una curtiduría de tierra adentro, y su conductor añadió unos cuantos requiebros a los del conductor
del carro de grano, mientras los bueyes del ruth reculaban una y otra vez.
De pronto, a través de las agitadas cortinillas, surgió una granizada de insultos. No fue muy larga, pero sí
de una intención tan aviesa
25
que sobrepasaba cuantos denuestos
26
había escuchado Kim hasta entonces.
El desnudo pecho del carretero palpitaba de asombro, mientras que, inclinándose ante la voz con reverentes
zalemas, saltó del carro y ayudó al séquito que conducía aquel torbellino de palabras a la carretera princi-
pal. Una vez allí, la voz le recompensó diciéndole con qué clase de mujer se había casado y lo que ésta es-
taría haciendo durante su ausencia.
25
aviesa: perversa, mal intencionada.
26
denuestos: ofensas graves.
- ¡Oh, shabash
27
! -murmuró Kim, incapaz de contenerse, al tiempo que el carretero se escabullía aver-
gonzado.
- ¿No he hecho bien? Es un escándalo y una vergüenza que una pobre mujer no pueda ir a rezar a sus
dioses sin ser insultada por toda la basura del Indostán..., y que tenga que tragar gali (insultos) como los
hombres comen ghi. Pero gracias a que tengo aún la lengua expedita
28
... Hay ocasiones en que una o dos
palabras bien dichas van que ni pintadas. ¡Y aún no me habéis traído el tabaco! ¿Quién es el tuerto y des-
venturado bastardo que no me ha preparado aún la pipa?
Un montañés introdujo apresuradamente la pipa en el carro, y la difusión del humo espeso a través de las
cortinillas indicó que la paz se había restablecido.
Si Kim el día anterior había caminado orgulloso sintiéndose discípulo de un santón, aquel día su orgullo
se había centuplicado al encontrarse formando parte de una comitiva semirregia, donde tenía un puesto
destacado bajo la protección de una vieja dama de encantadores modales y de infinitos recursos. Los hom-
bres del séquito, con las cabezas cubiertas al estilo del país, marchaban a cada lado del carro levantando
enormes nubes de polvo.
El lama y Kim caminaban un poco separados; Kim mascaba su trozo de caña de azúcar y no se apartaba
por nadie, dada su condición de sacerdote. Desde allí oía a la vieja, cuya charla sonaba incesantemente,
como un descascarillador de arroz. La vetusta dama hacía que sus criados le fuesen contando todo lo que
pasaba en la carretera, y en cuanto se alejaron un poco del parao, descorrió las cortinas y se puso a mirar,
con el velo cubriéndole una tercera parte de la cara. Sus hombres no la miraban directamente a la cara
cuando ella les dirigía la palabra, y así se respetaban las conveniencias sociales.
Un inglés moreno, casi cetrino
29
, superintendente de policía e irreprochablemente uniformado, pasó al
trote sobre un caballo cansado, y al comprobar por el séquito qué clase de persona era la anciana, decidió
divertirse a su costa.
27
shabash: ¡Bien hecho!
28
expedita: desembarazada, ligera.
29
cetrino: color aceitunado claro.
- ¡Oh, madre! ¿Es ésta la costumbre de las zenanas
30
? ¡Figúrate que pasa un inglés y ve que no tienes na-
riz!
- ¿Qué? -replicó la vieja con voz aguda-. ¿Que tu propia madre no tiene nariz? ¿Por qué lo aireas así, en
medio del camino?
Fue una buena réplica. El inglés alzó el brazo como hombre tocado en un combate de esgrima. Ella se
echó a reír e inclinó la cabeza.
- ¿Es que esta cara puede hacer flaquear la virtud de nadie? -dijo alzando el velo y mirándolo fijamente.
Su semblante no era nada encantador; pero el jinete, al mismo tiempo que refrenaba las riendas, la llamó
Luna del Paraíso, Perturbadora de la Integridad, y otros fantásticos epítetos que consiguieron redoblar las
risas de la anciana.
- Éste es un nut-cut (pillastre) -dijo-. Todos los agentes de la policía son nut-cut, pero los wallahs
31
son
los peores. Sí, hijo mío, tú no has podido aprender todo eso desde tu llegada de Belait (Europa). ¿Quién te
ha amamantado?
- Una pahareen..., una montañesa de Dalhousie, madre mía. Y guarda tu belleza bajo la sombra, ¡oh Dis-
pensadora de Delicias! -dijo alejándose.
- Eso es tener buena educación -dijo la vieja sentenciosamente, atiborrándose de pan-. Ésas son las per-
sonas que deben supervisar la justicia. Éstos conocen la tierra y las costumbres del país. Los otros, los que
acaban de llegar de Europa, amamantados por mujeres blancas y que aprenden nuestras lenguas en los li-
bros, son peores que la peste. Además, molestan a los reyes. -Y empezó a contar, dirigiéndose a todo el
mundo, una larguísima historia referente a un joven policía ignorante, que había molestado a un rajá de las
montañas -un primo lejano suyo- con motivo de un trivial pleito por unas tierras, terminando el relato con
una cita de un libro bien poco devoto.
30
zenanas: habitaciones donde están encerradas las mujeres hindúes. Como el serrallo de los musulmanes.
31
wallahs: superintendentes de policías.
En seguida la vieja cambió de humor y ordenó a uno de su escolta que preguntase al lama si querría ca-
minar a su lado para conversar sobre temas religiosos. De este modo Kim se quedó de nuevo atrás, en me-
dio del polvo, y volvió a mascar su caña de azúcar. Durante una hora o más, la gorra gigantesca del lama se
mostraba como una luna a través de la polvareda; y por lo que pudo pescar, dedujo Kim que la mujer llora-
ba. Uno de los uryas se excusó de su rudeza de la noche anterior, diciendo que nunca había encontrado a su
señora de tan buen talante, y atribuía eso a la presencia del extraño sacerdote. Personalmente creía en los
brahmanes, aunque, como todos los indígenas, estaba siempre en guardia contra su astucia y codicia. Sin
embargo, cuando los brahmanes asediaban con sus demandas de mendigo a la madre de la mujer de su
amo, y cuando ella los mandaba a paseo encolerizándolos de tal forma que maldecían a todo el cortejo (lo
que fue la verdadera causa de que se lisiara el segundo buey del tiro y de que la noche anterior se rompiera
la lanza del carro), entonces estaba dispuesto a aceptar a cualquier sacerdote de cualquier religión de la
India o fuera de ella. A esto Kim asintió prudentemente e hizo observar al urya que el lama no aceptaba
dinero, y que el coste de los alimentos quedaría pagado con creces por la buena suerte que de allí en adelan-
te acompañaría a la caravana. Les recitó historias de la ciudad de Lahore, y entonó una o dos canciones que
hicieron reír a la escolta. Como era un ratón de ciudad y estaba bien al corriente de las últimas coplas pro-
ducidas por los compositores más de moda -que son mujeres en su mayor parte-, Kim tenía una gran supe-
rioridad sobre aquellos hortelanos de una pequeña aldea con árboles frutales situada al sur de Saharanpur,
pero quiso dejar que esa superioridad fuese reconocida por ellos poco a poco.
A mediodía se apartaron a un lado del camino para almorzar alejados del polvo, y la comida fue buena,
abundante y decentemente servida sobre platos de limpias hojas. Dieron las sobras a algunos mendigos,
para cumplir así con lo que está mandado, y se tumbaron para fumar sibaríticamente
32
durante largo rato.
La vieja se había retirado detrás de las cortinillas, pero se mezclaba con absoluta libertad en la conversa-
ción, y sus criados discutían y la contradecían como hacen todos los criados en Oriente. Ella comparaba la
frescura y los pinos de las montañas de Kangra y Kulú con los mangos del sur; relató una historia referente
a algunos antiguos dioses locales, ocurrida en la frontera del territorio de su marido; se quejó abiertamente
del tabaco que en aquel momento estaba fumando; injurió a todos los brahmanes, y especuló sin reserva
acerca del nacimiento de muchos nietos varones.
32
sibaríticamente: con mucho deleite.
Capítulo V
He aquí que a mi propio hogar de nuevo he regresado...
y he sido perdonado, admitido y alimentado...
¡acogido por carne de mi carne,
de nuevo hermano de mi propia sangre!
Para mí aderezan el ternero más cebado,
pero las cáscaras tienen mayor encanto.
Creo que mis cerdos me convienen más,
así que me vuelvo de nuevo a las pocilgas.
El hijo pródigo
La perezosa y desordenada comitiva se puso de nuevo en marcha, y la vieja durmió hasta que llegaron al
próximo lugar de descanso. La jornada había sido muy corta y faltaba una hora para la puesta del sol, así es
que Kim empezó a buscar la manera de entretenerse.
- ¿Por qué no te sientas a descansar? -le preguntó uno del séquito-. Sólo a los demonios y a los ingleses
se les ocurre andar de un lado a otro sin motivo.
- No hagas nunca amistades con los demonios, los niños o los monos. Nadie sabe nunca lo que van a
hacer -dijo uno de sus compañeros.
Kim les volvió la espalda desdeñosamente -no tenía ganas de volver a oír la vieja conseja del demonio
que se arrepintió de jugar con los niños- y se puso a pasear ociosamente por el campo.
El lama lo seguía. Durante todo el día había inspeccionado con afán todas las corrientes que cruzaron, pe-
ro en ningún momento sintió ese arrobamiento
1
que debía indicarle el hallazgo de su Río. Además, el pla-
cer de poder hablar con alguien en una lengua razonable y de ser respetado y considerado como consejero
espiritual por una dama aristocrática, había apartado un poco sus pensamientos de la Búsqueda. Por otra
parte, dotado de una profunda fe, estaba dispuesto a emplear en su empresa todo el tiempo que hiciese falta
para llevarla a cabo y no sentía nada de esa impaciencia propia de los hombres blancos.
1
arrobamiento: embeleso, desentenderse de todo por admiración o placer.
- ¿Adónde vas? -dijo llamando a Kim.
- A ninguna parte; ha sido un trayecto corto y todo esto... -respondió Kim señalando al frente- es nuevo
para mí.
- No se puede negar que es una mujer inteligente e instruida. Pero es muy difícil meditar cuando...
- Todas las mujeres son iguales -afirmó Kim, como podía haberlo hecho Salomón.
- Delante de mi lamasería se extiende una amplia plataforma de piedra -murmuró el lama recogiendo su
gastado rosario-. Sobre ella he dejado marcadas las huellas de mis pies..., yendo y viniendo acompañado de
éstas.
Y recogiendo las cuentas de su rosario, empezó a rezar el «Om mane pudme hum» (1) de su devoción,
agradecido por la frescura de la tarde, la quietud y la ausencia de polvo.
Una tras otra, todas las cosas de la llanura atraían la mirada ociosa de Kim. Su paseo no tenía más objeto
que contemplar el aspecto de unas chozas cercanas cuya forma le era desconocida.
Llegaron a una amplia extensión de pastos -que aparecía marrón y púrpura a la luz de la tarde- en cuyo
centro se alzaba un denso bosquecillo de mangos. A Kim le sorprendió que en ese sitio tan a propósito no
hubiese ninguna capilla: el muchacho observaba estas cosas como podía haberlo hecho un sacerdote. Al
otro extremo de la llanura aparecieron cuatro hombres, empequeñecidos por la distancia, que marchaban en
fila. Kim los miró atentamente haciendo pantalla con sus manos, y captó el brillo del latón.
- ¡Soldados, soldados blancos! -dijo-. Veamos.
- Siempre aparecen soldados cuando vamos solos. Pero yo no he visto nunca soldados blancos.
- No hacen nada, excepto cuando están borrachos. Escóndete detrás de este árbol.
Se agazaparon entre los gruesos troncos, a la fresca sombra del bosquecillo de mangos. Dos de las figuri-
tas se pararon; las otras dos avanzaron con aire indeciso. Eran los exploradores de un regimiento en marcha
y se habían adelantado, como de costumbre, para elegir dónde acampar. Llevaban unas estacas de cinco
pies con ondulantes banderolas, y se llamaban a gritos unos a otros, mientras se diseminaban por la amplia
llanura.
(1) Ver cap. II, nota 14.
Al fin se adentraron en el bosquecillo de mangos, marchando cansadamente.
- Aquí o en las inmediaciones..., las tiendas de los oficiales bajo los árboles, supongo, y los soldados nos
colocaremos fuera. ¿Han marcado ésos el sitio para las carretas de bagajes'?
Los soldados gritaron de nuevo a sus camaradas, y la bronca respuesta sonó tenue y melodiosa, debilitada
por la distancia. - Clava aquí la bandera, entonces -dijo uno de ellos.
- ¿Qué es lo que están haciendo? -preguntó el lama maravillado-. Éste es un mundo grande y terrible.
¿Cuál será el emblema de esa bandera?
El primero de los soldados clavó una estaca a poca distancia de ellos, hizo un gesto de descontento, la
arrancó, conferenció con su compañero, que contemplaba la sombreada pradera cubierta de verdor, y la
volvió a plantar.
Kim los miraba con toda atención, y la respiración anhelante y agitada silbaba entre sus labios. Los sol-
dados se alejaron hacia la claridad del sol poniente.
- ¡Oh santo, mi horóscopo! ¡Lo que dibujó en el polvo el sacerdote de Ambala! Recuerda lo que dijo.
Primero vienen dos... feraces
3
... para prepararlo todo..., en un lugar oscuro, como sucede siempre al princi-
pio de una visión.
- Pero esto no es una visión -observó el lama-. Esto es la Ilusión del mundo y nada más.
- Y después viene el Toro..., el Toro Rojo sobre el campo verde. ¡Mira! ¡Allí está!
Y señaló la bandera, que ondeaba agitada por la brisa de la tarde, a menos de diez pies de distancia. No
era más que una simple banderola de señales, sólo que el regimiento, siempre puntilloso en cuestiones de
pasamanería, la había adornado con el emblema de su regimiento, el Toro Rojo, que es el timbre
4
de los
Mavericks, el gran Toro Rojo sobre el verde del campo irlandés.
- Ahora, al verlo, me acuerdo -dijo el lama-. Verdaderamente, es tu Toro. También es verdad que vinie-
ron dos hombres a prepararlo todo.
2
bagaje: equipaje militar.
3
ferashes: mensajeros, sirvientes.
4
timbre: insignia que se coloca encima del escudo de armas.
- Son soldados..., soldados blancos. ¿Qué fue lo que dijo el sacerdote? «Tu signo del Toro es el signo de
la guerra y de los hombres armados». Santo mío, esto se refiere a mi Búsqueda.
- Verdad, es verdad -el lama miraba atentamente el emblema, que brillaba como un rubí en la oscuridad-.
El sacerdote de Ambala dijo que tu signo era el signo de la guerra.
- ¿Qué hacemos ahora?
- Esperar. Vamos a esperar.
- ¡Hasta la oscuridad se aclara! -dijo Kim. Nada más natural que al descender el sol, sus últimos rayos
horizontales se filtrasen entre los árboles, difundiendo por el bosquecillo nimbos
5
de pálida luz dorada du-
rante unos minutos; pero a Kim le pareció aquello el remate de la profecía del brahmán de Ambala.
- ¡Escucha! -dijo el lama-. ¡Se oye el redoble de un tambor... allá lejos!
Al principio, el sonido, diluido en el aire encalmado, recordaba el latido de una arteria de la sien. Pero
bien pronto se destacó del rumor confuso una nota aguda.
- ¡Ah! La música -explicó Kim. El sonido de las bandas de los regimientos le era muy familiar, pero el
lama se sorprendió al oírlo.
En el lejano confín de la llanura surgió una columna de polvo y la brisa les transmitió la melodía...
Nosotros imploramos vuestra condescendencia
para contaros todo lo que sabemos
del desfile con los Guardias de Mulligan
hasta más abajo en el Puerto de Sligo.
Aquí hicieron su entrada las agudas lenguas de los pífanos (2).
Con las armas al hombro,
desfilamos..., desfilamos
desde el Parque de Phoenix
a la bahía de Dublín.
Los tambores y los pífanos
¡qué dulcemente suenan cuando marchamos..., marchamos...,
marchamos con los Guardias de Mulligan!
5
nimbos: halos, destellos de luz.
(2) La metáfora alude al mensaje y la música de los pífanos. Los pífanos son flautines militares de tono muy agudo.
Era la banda de los Mavericks, que tocaba mientras las tropas desfilaban para acampar; porque el regi-
miento iba de marcha con todos los bagajes. La ondulante columna avanzó por la llanura llevando la impe-
dimenta
6
a retaguardia, se dividió en dos ramas divergentes, se esparció como un hormiguero, y...
- Pero, ¡esto es brujería! -dijo el lama.
La pradera se llenó de tiendas que parecían surgir montadas ya de los carros. Otra avalancha humana in-
vadió el bosquecillo, instaló en silencio una inmensa tienda y levantó ocho o nueve más a su costado. Des-
embalaron ollas, sartenes y otros fardos, de los cuales se hizo cargo una multitud de criados indígenas; ¡y
he aquí que el bosque de mangos se convirtió en una ordenada ciudad, mientras ellos observaban!
- Vamos -dijo el lama, retrocediendo espantado, mientras las hogueras chisporroteaban y los oficiales
blancos penetraban en la tienda-comedor, arrastrando los sables con sonido metálico.
6
impedimenta: el bagaje, el equipaje de la tropa.
- Escóndete en la sombra. No pueden ver más allá de la luz de las hogueras -dijo Kim contemplando aún
la bandera. Nunca hasta entonces había visto la rutinaria operación de establecer un campamento en menos
de treinta minutos por un regimiento veterano.
- ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! -exclamó el lama-. ¡Allí viene un sacerdote!
Bennett, el capellán de la Iglesia Anglicana que prestaba sus servicios en el regimiento, se acercaba co-
jeando, vestido de negro y cubierto de polvo. Uno de sus fieles se había permitido hacer algunas observa-
ciones groseras acerca del brío del capellán y, para demostrar lo contrario, Benett había hecho toda la jor-
nada a pie con el resto de los soldados. Su traje negro, la cruz de oro colgando de la cadena del reloj, la cara
afeitada y el negro sombrero de copa baja y alas anchas, lo hubieran señalado como santón en cualquier
lugar de la India. Se dejó caer sobre una silla plegable, cerca de la puerta de la tienda-comedor, y se quitó
las botas. Tres o cuatro oficiales se congregaron a su alrededor, riendo y bromeando de su hazaña.
- La conversación de los hombres blancos carece por completo de dignidad -dijo el lama, juzgando nada
más que por el tono-. Pero observando a ese sacerdote me parece por su aspecto que debe de ser muy sabio.
¿Crees que podría entendernos si le habláramos de nuestras cosas? Yo le hablaría con gusto de mi Búsque-
da.
- Nunca le hables a un hombre blanco hasta que haya comido -dijo Kim citando un viejo proverbio-.
Ahora comerán..., y yo creo que no es la hora de pedirles limosna. Volvamos al parao y luego vendremos
otra vez. Indiscutiblemente, era un Toro Rojo..., mi Toro Rojo.
Mientras el séquito de la vieja dama les sirvió la comida, ambos se hallaban abstraídos, así es que nadie
osó romper su silenciosa reserva, pues no trae suerte incomodar a los huéspedes.
- Ahora -dijo Kim hurgándose los dientes- volveremos a ese sitio; pero tú, ¡oh santo!, debes esperar un
poco alejado, pues tus pies son más pesados que los míos y yo estoy impaciente por saber más cosas acerca
de ese Toro Rojo.
- Pero, ¿cómo puedes tú entender su conversación? -replicó el lama, inquieto-. Camina más despacio, que
la noche está oscura.
Kim dejó sin contestación la pregunta.
- He visto un sitio cerca de los árboles donde puedes sentarte y esperar a que yo te llame. No -dijo al no-
tar que el lama hacía un gesto de protesta-; recuerda que se trata de mi Búsqueda..., la Búsqueda de mi Toro
Rojo. El signo de las estrellas no era para ti. Yo conozco algo de las costumbres de los soldados blancos, y
siempre me gusta ver cosas nuevas.
- ¿Qué es lo que no conocerás tú de este mundo? -El lama se acurrucó, obediente, en un pequeño hoyo
del suelo, situado a menos de cien yardas
7
del bosquecillo de mangos, que recortaba su silueta oscura co-
ntra el cielo salpicado de estrellas.
- Estáte aquí hasta que te llame. -Kim se deslizó en la oscuridad. Ya suponía que habría centinelas apos-
tados alrededor del campamento, pero se sonrió al oír las pesadas botas de uno de ellos. Un muchacho que
puede escabullirse corriendo en una noche de luna por los terrados de la ciudad de Lahore, aprovechando la
más pequeña sombra y los rincones más oscuros para escapar de su perseguidor, no va a detenerse por una
simple línea de soldados, aunque estén bien adiestrados. Aún les hizo el honor de pasar arrastrándose por
entre una pareja, y corriendo, parándose, agachándose y aplastándose contra el suelo, fue avanzando hasta
la tienda-comedor, que se destacaba por su mayor iluminación, y oculto tras el tronco de un mango, esperó
a que una palabra o frase casual le proporcionaran alguna pista.
Su único pensamiento era obtener informes completos acerca del Toro Rojo. Por los conocimientos que
tenía de los hombres (y las limitaciones de Kim eran tan curiosas y repentinas como sus intuiciones), supo-
nía que los novecientos demonios de la profecía de su padre adorarían al Toro Rojo después de puesto el
sol, de la misma manera que los indios adoran a la Vaca Sagrada. Esto le parecía completamente natural y
lógico, y el sacerdote de la cruz dorada sería, por tanto, la persona indicada para consultar sobre ese asunto.
Por otra parte, recordando a los sacerdotes de severo semblante de quienes se había librado en la ciudad de
Lahore, sentía cierto temor de que éste pudiese ser un impertinente curioso que quisiera saber demasiadas
cosas. Pero, ¿no le habían profetizado en Ambala que su destino significaba guerra y hombres de armas?
¿No era verdad que él, el Amigo de las Estrellas, el Amigo de todo el Mundo, poseía los más espantosos
secretos? Finalmente, y como resultado de todo su coloquio, Kim consideró que esta aventura (aunque él
no conocía la palabra inglesa) era un lance estupendo..., una deliciosa continuación de sus antiguas corre-
rías a través de los terrados, y al mismo tiempo el remate de su profecía sublime. Embargado por estos pen-
samientos, se fue arrastrando con el vientre en tierra hacia la puerta de la tienda-comedor, manteniendo
agarrada con una mano la bolsa de los amuletos, que llevaba colgada del cuello.
7
cien yardas: unos 90 m.
El espectáculo que presenció confirmaba sus sospechas. Los sahibs adoraban a su dios (3), ya que en el
centro de la mesa -pues era el único adorno que usaban cuando iban de maniobras- se veía un toro dorado,
procedente de un saqueo del palacio de verano de Pekín; un toro dorado, de tono rojizo, con la cabeza baja
y rampando sobre un fondo de verde oscuro. Los sahibs alzaban las copas, gritando confusamente en su
honor.
Era costumbre del reverendo Arthur Bennett alejarse de la mesa cuando terminaba el brindis, y como
aquel día estaba cansado por haber hecho toda la marcha a pie, sus movimientos eran más torpes que de
ordinario. Kim estaba contemplando todavía su animal sagrado, colocado sobre la mesa, y tenía la cabeza
ligeramente levantada, cuando al salir, el capellán tropezó con su hombro derecho. Kim se encogió bajo la
presión de la bota y, rodando hacia un costado, derribó a Bennett, quien, como hombre de acción que era,
agarró por la garganta al muchacho, casi estrangulándolo. Kim empezó entonces a darle desesperados pun-
tapiés en el vientre. El capellán se incorporó jadeante, sin abandonar su presa, volvió a rodar por el suelo, y
al fin logró arrastrar en silencio a Kim hasta su propia tienda. Como los Mavericks eran unos bromistas
empedernidos, el inglés consideró prudente guardar silencio hasta obtener una completa información.
- Pero, ¡si es un chiquillo! -dijo al conducir su presa hasta la luz de la linterna, que colgaba del palo de la
tienda. Entonces, zarandeándolo severamente, le gritó:
- ¿Qué estabas haciendo ahí? Eres un ladrón. ¿Choor? ¿Mallum?
8
8
¿Choor? ¿Mallum?: ¿Ladrón? ¿Me oyes?
(3) Brindaban con vino.
Sus conocimientos de indostaní eran muy limitados, y Kim, enojado y maltrecho, intentó mantener la
personalidad que se le había atribuido. Mientras recobraba el aliento, estaba inventando una historia absolu-
tamente verosímil referente a su parentesco con un pinche de cocina, pero al mismo tiempo no quitaba ojo
del brazo izquierdo y del sobaco del capellán. Cuando creyó llegado el momento oportuno, se escabulló en
busca de la puerta, pero un largo brazo surgió de repente y le agarró por el cuello, rompiéndose el cordón
del amuleto y quedando éste en las manos del capellán.
- Déme usted eso. ¡Oh, déme usted eso! ¿Se ha roto? Déme usted los papeles.
Las palabras eran inglesas..., ese recortado y metálico inglés de los indígenas, y el reverendo quedó sor-
prendido.
- Un escapulario -dijo abriendo la mano-. No, es una especie de talismán. ¿Cómo es ..., que hablas in-
glés? Los chiquillos que roban son castigados. ¿Lo sabías?
- Yo ..., yo no robo. -Kim saltaba desesperado, como un terrier ante la amenaza de una estaca-. ¡Oh, dé-
melo! Es mi talismán'. No me lo quite usted.
El capellán no le prestó la más mínima atención, pero dirigiéndose a la puerta de la tienda llamó en voz
alta. A poco apareció un hombre gordo y recién afeitado.
- Necesito su consejo, padre Víctor -dijo Bennett-. He encontrado a este muchacho en la oscuridad y al
lado de la tiendac-omedor. En otras circunstancias, lo habría castigado y dejado marchar, porque creo que
es un ladronzuelo. Pero parece ser que habla inglés y da mucha importancia a un talismán que lleva atado
alrededor del cuello, por lo cual solicito su ayuda.
Creía Bennett que entre él y el cura de la Iglesia Calica Romana (del contingente irlandés) existía un
abismo infranqueable (4); pero lo cierto es que siempre que la Iglesia Anglicana tenía que resolver algún
problema humano llamaba en su auxilio a la Iglesia de Roma. El aborrecimiento que oficialmente profesa-
ba Bennett a la Mujer Escarlata
(5) -y a su manera de actuar- sólamente se igualaba con el respeto que per-
sonalmente le merecía el padre Víctor.
9
talismán: amuleto, objeto con virtudes mágicas.
(4) Kim es también espejo para reflejar pluralidad de creencias, ideas, gentes. En este pasaje se contrastan diversos credos y actitu-
des. Los dos clérigos demuestran un desdén dogmático por otras religiones: los no cristianos son para ellos gentiles, el lama un faquir
y su Búsqueda una blasfemia. El padre Bennett es más intransigente y arrogante que el padre Víctor.
(5) Nombre dado por los protestantes a la Roma pontificia.
- Un ladrón que habla inglés, ¿no es eso? Echemos un vistazo a su talismán. No, eso no es un escapula-
rio, Bennett -dijo alargando la mano.
- Pero nosotros no tenemos ningún derecho a abrirlos. Unos buenos azotes ...
- Yo no soy un ladrón -protestó Kim-. Usted me ha molido ya todo el cuerpo a golpes. Déme mi amuleto
y déjeme marchar.
- No tan de prisa; veamos primero -dijo el padre Víctor, desdoblando tranquilamente el ne varietur del
pobre Kimball O'Hara, su «certificado de liberación» y la partida de nacimiento de Kim. Sobre esta última,
O’Hara -con una confusa idea de hacer algo en favor de su hijo- había garrapateado docenas de veces
«Cuiden del muchacho. Por favor, cuiden del muchacho», firmando con su nombre completo y su número
del regimiento.
- ¡Por todos los diablos! -exclamó el padre Víctor, pasando los papeles al señor Bennett-. ¿Sabe usted lo
que es esto?
- Sí -dijo Kim-. Son míos y quiero marcharme.
- No entiendo bien -murmuró Bennett-. Probablemente, el muchacho los habrá traído a propósito. Esto
puede ser una nueva astucia para mendigar.
- En ese caso, jamás he visto un mendigo más ansioso de escapar. Lo que aquí parece haber es una coin-
cidencia feliz y misteriosa. ¿Cree usted en la providencia, Bennett?
- Sin duda.
- Bien; yo creo en los milagros, que viene a ser lo mismo. ¡Por todos los diablos! ¡Kimball O’Hara! ¡Y su
hijo! Pero entonces ha nacido en este país, y yo mismo casé a Kimball con Annie Shott. ¿Cuánto tiempo
hace que posees estas cosas, muchacho?
- Desde que era un chiquillo.
El padre Víctor se le acercó rápidamente, y entreabriendo su túnica dijo:
- Vea usted, Bennett, no es de piel muy oscura. ¿Cómo te llamas?
- Kim.
- ¿O Kimball?
- Tal vez. ¿Me deja usted marchar?
- ¿Qué más?
- Me llaman Kim Rishti Ke. Esto es, Kim de los Rishti.
- ¿Qué es eso de... Rishti?
- I... rishti... eso era el regimiento... de mi padre.
- ¡Ah, ya: Irish (irlandés)!
- Sí. Eso era lo que me decía mi padre. Cuando mi padre vivía.
- ¿Vivía?
- Vivía. Naturalmente, se ha muerto..., se ha ido.
- ¡Oh! ¿Qué manera de expresarse es ésa?
Bennett interrumpió:
- Tal vez haya sido injusto con el muchacho. Evidentemente, es blanco, aunque no se han ocupado de él.
Estoy convencido de que lo he lastimado. Yo no creo que el alcohol...
- Déle usted un vaso de jerez y déjele descansar un poco en el catre. Ahora, Kim -continuó el padre Víc-
tor-, nadie te hará daño. Bebe eso y háblanos de ti. La verdad, si no tienes inconveniente.
Kim tosió un poco mientras devolvía el vaso vacío y meditó un momento. El caso era extraordinario, pe-
ro había que proceder con cautela. A lo chiquillos que merodean alrededor de los campamentos los echan,
generalmente, después de darles una paliza. Pero a él no le habían pegado; indudablemente, el amuleto lo
protegía, y parecía como si el horóscopo de Ambala y las pocas palabras que recordaba de los soliloquios
10
de su padre, fueran milagrosamente bien recibidos. Además, ¿por qué aquel sacerdote gordo parecía tan
impresionado, y por qué le había dado el vaso de ardiente vino amarillo el otro sacerdote delgado?
- Mi padre murió en la ciudad de Lahore cuando yo era muy pequeño. La mujer que tenía la tienda de
kabarri
11
cerca de la parada de los coches de alquiler... -empezó a decir Kim con decisión, no muy seguro
de si le convendría decir la verdad.
- ¿Tu madre?
10
soliloquio: lo que se habla a solas.
11
kabarri: trapería, tienda de trastos y objetos usados.
- ¡No! -contestó con un gesto de disgusto-. Mi madre murió al nacer yo. Mi padre sacó esos papeles de la
Jadoo-Gher (6)..., ¿no se dice así? -Bennett asintió- porque él tenía... buena reputación. ¿Cómo lo dicen
ustedes? -Bennett volvió a asentir-. Mi padre me lo contó. También me dijo, y el brahmán que hizo el dibu-
jo sobre el polvo en Ambala lo confirmó hace dos días, que yo encontraría un Toro Rojo sobre un campo
verde y que el Toro me ayudaría.
- ¡Vaya disparate! -murmuró Bennett.
- ¡Por todos los diablos! ¡Y qué país! -exclamó el padre Víctor-. Sigue Kim.
- Yo no he robado. Además, precisamente ahora soy el discípulo de un hombre muy santo. Está ahí fuera
sentado. Nosotros vimos venir a dos hombres con banderas para prepararlo todo. Así ocurre siempre en los
sueños o cuando va a verificarse una..., una profecía. Por eso comprendí al momento que mi horóscopo era
verdad. Vi al Toro Rojo sobre campo verde, y según mi padre decía: «¡Novecientos demonios pukka
12
y el
coronel montado a caballo cuidarán de ti cuando encuentres al Toro Rojo!». Yo no sabía lo que hacer al ver
el Toro Rojo, pero me marché y volví de nuevo, cuando ya estaba oscuro. Deseaba contemplarlo otra vez y
lo vi rodeado de todos... los sahibs, que lo estaban adorando. Yo creo que el Toro me protegerá. El santo
me lo dijo también. Ahí fuera está esperando. ¿No le haréis nada si lo llamo y viene? Es muy santo. Podrá
confirmar todo lo que yo digo, y sabe que no soy un ladrón.
- «¡Los oficiales adorando a un toro!». ¿Qué demonios quiere decir eso? -dijo Bennett-. «¡Discípulo de
un santón!». ¿Está loco este muchacho?
- ¡Verdaderamente, es el hijo de O’Hara! El hijo de O’Hara, aliado con el poder de las tinieblas. Ya bas-
taba con que su padre lo estuviera... cuando se emborrachaba. Debemos llamar al santón. Tal vez sepa algo
más.
- Él no sabe absolutamente nada -dijo Kim-. Yo os lo enseñaré si venís conmigo. Es mi maestro. Y en se-
guida nos iremos.
- ¡Por todos los diablos! -era todo lo que podía decir el padre Víctor, mientras Bennett salía, manteniendo
agarrado con fuerza el hombro de Kim.
12
pukka: verdadero. Esta palabra se emplea en muchas ocasiones.
(6) La logia masónica. (Ver cap. I, n. 7).
Encontraron al lama en el sitio en que se había dejado caer.
- La Búsqueda ha terminado para mí -gritó Kim en lengua indígena-. He encontrado al Toro, pero Dios
sabe lo que sucederá ahora. Estos hombes no te harán daño. Vamos a la tienda del sacerdote gordo, con ese
hombre delgado, y veremos en qué para todo esto. Todo es nuevo y ellos no entienden el hindi. No son más
que unos borricos sin domesticar.
- No está bien burlarse de su ignorancia -replicó el lama-.Yo estoy contento si tú lo estás, chela.
Con dignidad y confianza penetró el lama en la tienda, saludó a las dos Iglesias en su calidad de clérigo,
y se sentó al lado del brasero. El forro amarillo de la tienda, reflejado por la luz de la lámpara, daba a su
semblante un tono rojizo.
Bennett lo miraba con el desdén de una religión que engloba a las nueve décimas partes del mundo bajo
el título de «gentiles».
- ¿Cuál ha sido el final de tu Búsqueda? ¿Qué presente te ha traído el Toro? -dijo el lama dirigiéndose a
Kim.
- Me pregunta «¿Qué van ustedes a hacer?» -Bennett miraba con indecisión al padre Víctor, y Kim se
atribuyó el papel de intérprete para sus propios fines.
- Yo no entiendo qué clase de relaciones podrá tener el muchacho con ese faquir; probablemente será su
víctima o su cómplice -empezó a decir Bennett-. Nosotros no podemos permitir que un muchacho inglés...
Admitiendo que sea hijo de un masón, cuanto más pronto vaya al Orfanato Masónico, mejor.
- ¡Ah! Ésa es la opinión de usted como secretario de la Logia del Regimiento -interrumpió el padre Víc-
tor-; pero bien podemos decirle al viejo qué pensamos hacer con el muchacho. No parece un mal sujeto.
- Mi experiencia es que nadie es capaz de sondear en la mentalidad oriental. Ahora, Kimball, yo deseo
que traduzcas a ese hombre lo que voy a decirte, palabra por palabra.
Kim escuchó las primeras frases y empezó a traducir de la siguiente forma:
- Santo mío, ese imbécil delgado que parece un camello dice que yo soy el hijo de un sahib.
- Pero, ¿cómo...?
- ¡Oh, es verdad! Lo sabía desde que era pequeño, pero él sólo lo ha descubierto al quitarme el amuleto
que llevaba en el cuello y examinar todos los papeles. Dice que el que nace sahib debe ser siempre un sahib
y entre los dos se proponen que me quede en el regimiento o enviarme a una madrasa (escuela). Ya otras
veces me ha ocurrido esto mismo, pero siempre he podido escapar. El tonto gordo piensa una cosa, y el que
parece un camello piensa otra. Pero eso no me importa nada. Puede que tenga que pasar aquí una noche y
tal vez la siguiente. Ya me ha ocurrido otras veces. Pero me escaparé y volveré a buscarte.
- Diles que eres mi chela. Cuéntales cómo viniste a mí cuando yo estaba desfallecido y desorientado.
Háblales de nuestra Búsqueda, y seguramente te dejarán marchar.
- Ya se lo he contado, pero se ríen y hablan de la policía para asustarme.
- ¿De qué estáis hablando? -preguntó el señor Bennett.
- Únicamente dice que si ustedes no me dejan marchar le perjudicarán en sus asuntos..., sus asuntos ur-
gentes y personales -esta última frase era una reminiscencia de sus relaciones con un empleado euroasiático
del servicio de canales, pero sólamente consiguió arrancar una sonrisa, que le molestó-. Y si ustedes pudie-
sen comprender de qué asuntos se trata, no tendrían tanto empeño en meterse en lo que no les importa.
- ¿De qué se trata entonces? -preguntó el padre Víctor con emoción al contemplar el semblante del lama.
- Hay en este país un Río que busca con gran interés. Fue originado por una Flecha que... -Kim pateó en
el suelo con impaciencia, conforme traducía su pensamiento de la lengua indígena a un inglés chabacano-.
Sí, fue lanzada, como ustedes ya sabrán, por nuestro Señor Buda, y el que se lava en él queda purificado de
todos sus pecados y tan blanco como el algodón en rama -Kim había oído algunas veces a los misioneros-.
Yo soy su discípulo y es preciso que encontremos el Río. Es para nosotros una cuestión del mayor interés.
- Repite eso otra vez -dijo Bennett. Kim obedeció, amplificando el relato.
- ¡Pero eso es una gran blasfemia! -gritó la Iglesia Anglicana.
- ¡Bah! ¡Bah! -dijo el padre Víctor con simpatía-. Yo daría cualquier cosa por poder hablar la lengua in-
dígena. ¡Un río que lava todos los pecados! ¿Y cuánto tiempo hace que lo estáis buscando?
- ¡Oh, muchos días! Ahora lo que deseamos es que nos dejen marchar para seguir buscándolo. Como ven
ustedes, aquí no está.
- Entiendo-dijo gravemente el padre Víctor-. Pero el chico no puede seguir en compañía del viejo. Sería
otra cosa, Kim, si no fueses el hijo de un soldado. Dile que el regimiento te tomará a su cargo y hará de ti
un hombre tan bueno como tu..., tan bueno como puede ser un hombre. Dile que si cree en milagros, debe
creer que...
- No se debe jugar con su credulidad -interrumpió Bennett.
- No hago semejante cosa. Él debe creer que la llegada del muchacho aquí... con su propio regimiento...,
buscando a su Toro Rojo, es una cosa milagrosa. Considere usted las pocas probabilidades de este encuen-
tro, Bennett. ¡Sólamente este niño en toda la India, y precisamente nuestro regimiento entre todos los de-
más, para que él se lo encontrara! Hay en este hecho una predestinación. Sí, dile que es kismet
13
. Kismet,
¿mallum? (¿Entiende usted?).
Y se volvió hacia el lama, a quien lo mismo le podía estar hablando de Mesopotamia.
- Dicen -los ojos del viejo se animaron al escuchar la voz de Kim- que el significado de mi horóscopo se
ha revelado ya, y que habiendo vuelto -aunque tú sabes bien que yo vine por mera curiosidad- a encontrar a
mi propio pueblo y al Toro Rojo, debo ir a una madrasa y transformarme en un sahib. Ahora voy a fingir
que estoy conforme, porque poniéndose en lo peor, todo será tener que hacer unas cuantas comidas lejos de
ti. Pero pronto escaparé y te seguiré por la carretera de Saharanpur. Por lo tanto, santo mío, no te apartes de
la mujer de Kulú; por ningún motivo te alejes de su carroza hasta que yo vuelva. Ya no cabe duda de que
mi signo es de guerra y hombres armados. ¡Mira: me han dado a beber vino y me han sentado en un lecho
de honor! Mi padre debió de ser un gran personaje. Si ellos me colman de honores, bien está. Si no, bien
está también. Ocurra lo que ocurra, en cuanto me canse volveré a buscarte. Pero permanece con esa rajputi-
na (7), o perderé tus huellas... ¡Oh!, sí -dijo el muchacho- ya le he contado todo lo que ustedes me indicaron
que le dijera.
- Y no es necesario que espere -dijo Bennett buscando en los bolsillos del pantalón-. Ya averiguaremos
los detalles más tarde, le daré una ru...
13
kismet: sino, destino.
(7) La vieja señora del capítulo anterior.
- Espere usted un poco. Tal vez le tenga cariño al muchacho -dijo el padre Víctor, deteniendo el ademán
del otro clérigo. El lama sacó el rosario y se cubrió los ojos con el ala de su enorme gorro.
- ¿Qué es lo que dice ahora?
- Dice... -explicó Kim alzando una mano- dice que se callen, que quiere hablarme. Ustedes no compren-
den ni una palabra de lo que dice, y si lo interrumpen, tal vez les empiece a soltar terribles maldiciones.
Cuando coge las cuentas del rosario de ese modo, comprende usted, necesita que le dejen tranquilo.
Los dos ingleses se sentaron un poco confundidos, pero en la mirada de Bennett se adivinaban amenazas
para Kim en cuanto fuera encomendado al brazo religioso.
- Sahib e hijo de un sahib... -la voz del lama estaba preñada de aflicción-. Pero ningún blanco conoce la
tierra y las costumbres de esta tierra como tú. ¿Cómo puede ser eso verdad?
- ¿Qué importa, santo mío? Recuerda que nuestra separación sólo durará una o dos noches. Recuerda que
yo puedo transformarme rápidamente. Todo será de nuevo como cuando te hablé por primera vez bajo
Zam-Zammah, el gran cañón...
- Como un niño vestido a usanza de los blancos..., cuando entré en la Casa Maravillosa. La segunda vez
eras un hindú. ¿Cuál será la tercera encarnación? -dijo sonriendo triste mente-. ¡Ah, chela, qué daño has
causado a este viejo, porque mi corazón se ha inclinado hacia ti!
- Y el mío hacia ti. Pero, ¿cómo iba yo a adivinar que el Toro Rojo me trajese estas consecuencias?
El lama se cubrió de nuevo la cara y agitó el rosario nerviosamente. Kim permanecía a su lado y en cucli-
llas, agarrado a uno de los pliegues de su vestidura.
- ¿De modo que resueltamente el muchacho es un sahib -continuó el viejo quedamente-, un sahib como el
que tenía a su cargo las imágenes de la Casa Maravillosa? -La experiencia que tenía el lama de los hombres
blancos era muy limitada. Daba la impresión de estar recitando una lección-. Entonces, es natural que haga
lo mismo que hacen los demás sahibs. Debe volver con su propia gente.
- Durante un día, una noche y un día -suplicó Kim.
- ¡No, marcharte, no! -dijo el padre Víctor que, viendo a Kim dirigirse hacia la puerta, colocó ante él su
fuerte pierna.
- Yo no entiendo las costumbres de los blancos, pero el sacerdote de las imágenes de la Casa Maravillosa
de la ciudad de Lahore era más cortés que este hombre delgado. El muchacho será separado de mí. ¿Trans-
formarán a mi discípulo en un sahib? ¡Ay de mí! ¿Cómo encontraré ahora mi Río? ¿Es que ellos no tienen
discípulos? Pregúntaselo.
- Dice que está muy triste porque ya no podrá encontrar su Río. Dice que por qué no tienen ustedes discí-
pulos y por qué no nos dejan tranquilos. Necesita ser lavado de todos sus pecados.
Ni Bennett ni el padre Víctor supieron qué contestar.
Kim continuó en inglés, acongojado por el sufrimiento del lama:
- Si ustedes nos dejan marchar ahora, nos iremos tranquilamente y no robaremos nada. Seguiremos bus-
cando ese río, como hacíamos antes de que me cogieran. ¡Ojalá que no hubiera encontrado nunca al Toro
Rojo! ¡Ojalá!
- Ésta es la mejor jornada que has hecho en pro de ti mismo, joven -dijo Bennett.
- ¡Dios mío! No sé cómo consolarlo -exclamó el padre Víctor, contemplando al lama con interés-. No
puede llevarse al muchacho consigo, y sin embargo, es un buen hombre..., estoy seguro de que es un buen
hombre. ¡Bennett, si usted le da esa rupia, le echará las peores maldiciones!
Y todos permanecieron silenciosos durante tres..., cuatro..., cinco minutos, sin escuchar más que el rumor
de las respiraciones. Al fin el lama alzó la cabeza y miró vagamente a través del espacio.
- ¿Y yo me precio de seguir la Senda? -dijo amargamente-. El pecado es mío y el castigo es para mí. Yo
creí -porque ahora veo que fue sólo una ilusión- que tú habías sido enviado para ayudarme en la Búsqueda.
Así mi corazón se entregó a ti libremente, por tu caridad y tu cortesía y la sabiduría de tus pocos años. Pero
aquellos que siguen la Senda no deben permitir que el fuego de ningún deseo ni afecto penetre en su alma,
porque todo es Ilusión. Como dice... -y citó la frase de un texto chino viejísimo, la apoyó con otra, y refor-
zó éstas con una tercera-. Yo me he desviado de mi Senda, chela mío. No fue culpa tuya. Yo me deleitaba
ante el espectáculo de la vida, de la gente nueva en las carreteras y de tu alegría al ver esas cosas. Yo estaba
satisfecho de ti porque te ocupabas de mi Búsqueda y sólo de mi Búsqueda. Y ahora estoy afligido porque
te separan de mí y porque el Río está lejos. ¡Es que he infringido la Ley! (8)
- ¡Por todos los diablos! -dijo el padre Víctor, que, ducho en las artes del confesionario, sentía el dolor de
cada una de aquellas frases.
- Ahora veo que el signo del Toro Rojo era un signo para ti lo mismo que para mí. Todo Deseo es rojo...
y pernicioso. Haré penitencia y encontraré, solo, a mi Río.
- Pero al menos vuelve a buscar a la mujer de Kulú -dijo Kim-; de lo contrario te perderás por los cami-
nos. Ella te alimentará hasta que yo vuelva a reunirme contigo.
El lama hizo un ademán para indicar que tenía resuelto lo que debía hacer.
- Ahora -y su tono se alteró al dirigirse a Kim- ¿qué harán contigo? Al menos yo, adquiriendo mérito,
puedo borrar mis pecados anteriores.
- Ellos piensan hacer de mí un sahib. Pero pasado mañana volveré a estar contigo. No te aflijas.
- ¿Qué clase de sahib? ¿Como ése o como aquél? -y señaló al padre Víctor-. ¿Como uno de aquellos que
vi esta tarde..., hombres que llevaban espadas y pisaban fuerte?
- Tal vez.
- Eso no me gusta. Esos hombres siguen el impulso del deseo y no alcanzan más que el vacío. Tú no de-
bes ser de esa clase.
- El sacerdote de Ambala dijo que mi Estrella era la guerra -añadió Kim-. Yo se lo preguntaría a estos
imbéciles..., pero no hay necesidad. Me escaparé esta noche, pues ya he logrado lo que quería, que no era
más que ver cosas nuevas.
Kim hizo dos o tres preguntas en inglés al padre Víctor, traduciendo las contestaciones al lama. Al fin di-
jo:
- Quiere que les haga a ustedes esta pregunta: «¿De modo que lo separan de mí y no pueden decirme lo
que van a hacer de él? Díganmelo antes de que me vaya, porque no es cosa sencilla educar a un mucha-
cho.»
(8) Retoma el monje la seguridad en sí mismo y en sus creencias. La figura del lama se acrecienta con sus «debilidades» -como el
afecto y preocupación por su chela- que le apartan del camino de la liberación. No está exento de tentaciones, sometido por su inge-
nuidad e inexperiencia al desvalimiento «en un mundo grande y terrible». La ayuda de Kim le es imprescindible, o eso parece hasta
ahora, pues es su complemento: un niño nada ingenuo y con una experiencia de la vida infrecuente para su edad.
- Te enviaremos a la escuela. Más adelante, ya veremos. ¿Te gustaría ser soldado, Kimball?
- Gorah-log (hombres blancos). ¡Ah, no! ¡Ah, no! -Kim sacudió la cabeza con violencia. Su carácter no
se acomodaba ni poco ni mucho a la disciplina y la rutina del cuartel-. No quiero ser soldado.
- Tú serás lo que te manden -dijo Bennett-. Y debes estar agradecido de que te socorramos.
Kim sonrió compasivamente. Si aquella gente se forjaba la ilusión de que él era capaz de hacer lo que no
le acomodase, tanto mejor.
Surgió otra larga pausa. Bennett se agitaba con impaciencia y apuntó la idea de llamar a un centinela para
despachar al faquir.
- ¿Los sahibs ofrecen la enseñanza gratuita, o la venden? Pregúntaselo -dijo el lama; y Kim lo tradujo.
- Dicen que se paga dinero al maestro, pero que el regimiento lo pagará... Mas ¿para qué te ocupas en
eso? Si sólo es por una noche.
- Y... ¿esta enseñanza es mejor si se paga más dinero? -El lama no hacía caso de los planes de Kim refe-
rentes a una huida inmediata-. No es malo pagar por la enseñanza; contribuir a que aprenda el ignorante es
siempre un mérito. -El rosario se movía furiosamente como un ábaco
l4
. En seguida se dirigió a sus opreso-
res.
- Pregúntales cuánto dinero hay que pagar para conseguir enseñanza buena y apropiada y en qué ciudad
se imparte.
- Bien -dijo en inglés el padre Víctor cuando Kim le hubo hecho la traducción-. Eso depende. El regi-
miento pagaría por ti todo el tiempo que estuvieses en el Colegio de Huérfanos; también podrían alistarte
en la Orfanato Masónico del Panjab (ni él ni tú podéis comprender lo que esto significa); pero el mejor co-
legio adonde puede ir un niño en la India es el de San Javier in Partibus (9), que está en Lucknow. -Se tardó
algún tiempo en traducir esto, porque Bennett deseaba cortar el diálogo.
14
ábaco: cuadro con diez alambres, en cada uno de los cuales hay diez bolas movibles, usado en las escuelas para enseñar a contar.
(9) El colegio de jesuitas lleva el nombre del misionero navarro San Francisco Javier, que llegó a la India en 1542. Murió en 1562
en Japón. «In partibus», abreviación de «in partibus infidelium», en tierra de infieles, se dice de un territorio de misiones. En realidad,
el colegio de Lucknow descrito es La Martiniére College, un edificio construido por un francés.
- Quiere saber cuánto cuesta -dijo Kim plácidamente.
- Doscientas o trescientas rupias anuales. -El padre Víctor hacía un rato que ya no se asombraba de nada.
Bennett, impaciente, no comprendía una palabra.
- Él dice que escriban el nombre y la cantidad en un papel y que se lo den, y dice que ponga usted su
nombre debajo, porque dentro de algunos días le escribirá una carta. También dice que usted es un buen
hombre. Y que ese otro es un majadero. Y que se va a marchar.
El lama se levantó de repente y salió de la tienda exclamando:
- ¡Y ahora, otra vez a mi Búsqueda!
- ¡Que va a caer en manos de los centinelas! -gritó el padre Víctor, dando un salto para detener al lama-;
pero no puedo dejar al muchacho. -Kim hizo un rápido movimiento para seguir al anciano, pero se contuvo.
No se oyó dar el alto afuera. El lama había desaparecido.
Kim se sentó tranquilamente en el catre del capellán. Por lo menos, el lama le había prometido permane-
cer con la mujer rajputina de Kulú, y lo demás carecía de importancia. Al mismo tiempo, le gustaba que por
su causa estuviesen tan interesados los dos padres. Hablaban mucho y en voz baja; el padre Víctor parecía
intentar convencer de algún plan al señor Bennett, que se mostraba incrédulo. Todo esto era muy nuevo y
fascinante, pero Kim tenía mucho sueño. Fueron acudiendo a la tienda otras personas; una de ellas era, sin
duda alguna, el coronel como había profetizado su padre, y le hicieron infinidad de preguntas, principal-
mente acerca de la mujer que lo cuidaba, a todo lo cual respondió Kim la verdad. No parecían creer que
aquella mujer fuese una buena tutora.
Después de todo, no se trataba más que de la última de sus experiencias. Más pronto o más tarde (cuando
quisiese), se escaparía, perdiéndose en la inmensa e informe masa gris de la India, fuera del alcance de pa-
dres y coroneles. Mientras tanto, si los sahibs estaban dispuestos a dejarse impresionar, él haría lo posible
por darles gusto. También él era un hombre blanco.
Después de una larga discusión, de la que no comprendió ni una sola palabra, lo pusieron en manos de un
sargento, que recibió instrucciones de no dejarlo escapar. El regimiento iba con dirección a Ambala, y Kim
sería enviado, en parte a expensas de la Logia y en parte por suscripción, a un lugar llamado Sanawar.
- Mi coronel, éste es un milagro que sobrepasa todo lo que se puede imaginar -dijo el padre Víctor, des-
pués de haber hablado durante diez minutos seguidos sin respirar-. Su amigo el budista ha escurrido el bul-
to, luego de tomar nota de mi nombre y dirección. Yo no puedo asegurar si pagará por la educación del
muchacho o si estará preparando alguna brujería por su propia cuenta. -Y añadió, dirigiéndose a Kim:
- De todos modos, debes estar agradecido a tu amigo el Toro Rojo. Nosotros haremos de ti un hombre en
Sanawar..., aunque sea al precio de convertirte en protestante.
- Ciertamente..., ciertamente -dijo Bennett.
- Pero ustedes no van a Sanawar -observó Kim.
- Claro que vamos, pequeño. Es la orden del comandante en jefe, que es algo más importante que el hijo
de O’Hara.
- Ustedes no van a Sanawar. Ustedes van a la guerra. Hubo un estallido de risa en la abarrotada tienda.
- Cuando conozcas a tu regimiento un poco mejor aprenderás a distinguir una marcha de maniobras de un
orden de batalla, Kim. Nosotros esperamos ir a la guerra alguna vez, pero no ahora.
- Bueno, eso ya lo sé. -Kim lanzó su flecha otra vez a la ventura. Si no iban a la guerra, al menos no sabí-
an nada de la conversación que él había oído en el porche en Ambala.
- Ya sé que ustedes no van ahora a la guerra; pero yo les digo que tan pronto como lleguen a Ambala los
enviarán a la guerra..., la nueva guerra. Una guerra de ocho mil hombres, además de los cañones.
- Pues sí que conoces detalles. ¿Es que también te dedicas a hacer profecías? Lléveselo usted, sargento.
Déle el uniforme de un tambor, y tenga cuidado de que no se le escape de entre las manos. ¿Quién dice que
ha pasado la edad de los milagros? Lo mejor que puedo hacer es meterme en la cama. Me da vueltas la ca-
beza.
Una hora después, en el otro extremo del campamento, silencioso como un animal salvaje, se hallaba
sentado Kim, después de haber sido bañado y vestido con un traje horrible, cuya tela le raspaba los brazos y
piernas.
- Es un pajarillo muy divertido -decía el sargento-. Vino acompañado de un brahmán de semblante amari-
llo; llevaba los certificados de la Logia de su padre colgando del cuello, y decía sabe Dios qué cosas de un
Toro Rojo. El brahmán se evaporó sin más explicaciones, y el muchacho, sentado con las piernas cruzadas
en el catre del capellán, empezó a profetizar que estallaría una guerra sangrienta. La India es una tierra sal-
vaje para un hombre criado en el temor de Dios. Yo le he amarrado la pierna al palo de la tienda, por si
acaso pensaba desaparecer por el techo. ¿Qué es lo que decías sobre la guerra?
- Ocho mil hombres, además de los cañones -dijo Kim-. Muy pronto lo veréis.
- ¡Pues sí que es un consuelo, diablillo! Acuéstate entre los tambores
15
, y a dormir. Esos dos muchachos
que tienes al lado velarán tu sueño.
15
tambores: los muchachos encargados de tocarlos.
Capítulo VI
Ahora recuerdo camaradas ...
antiguos compañeros en mares recientes ...
cuando comerciábamos con oropimente
1
entre los salvajes.
Esto era hace treinta años,
y, diez mil leguas hacia el sur,
no conocían al noble Valdés,
pero a mí sí que me conocían y querían.
Canción de Diego Valdés
Por la mañana, muy temprano, fueron recogidas las blancas tiendas, que desaparecieron rápidamente en
los furgones, y los Mavericks tomaron una carretera secundaria que conducía a Ambala, pero que pasaba
lejos del parao. Kim, caminando penosamente al lado de un carro de bagajes y bajo el fuego de los comen-
tarios de las mujeres de los soldados, no se hallaba tan confiado como la noche anterior. Además, pronto
notó que era objeto de una estrecha vigilancia... El padre Víctor por un lado y el señor Bennett por el otro.
Hacia el mediodía la columna se paró de repente. Un ordenanza montado sobre un camello, traía una car-
ta para el coronel. Éste la leyó y habló con un comandante. A una media milla por detrás, Kim oyó un ron-
co y alegre clamor que se propagó hasta él a través de la espesa polvareda. Éste notó que alguien le tocaba
en la espalda, gritando:
- ¡Dinos cómo lo supiste, diablillo del infierno! Padre, pruebe usted a ver si lo hace hablar.
Un poni se colocó a su lado y Kim sintió que lo alzaban hasta la perilla de la montura del cura.
- Ahora vemos, hijo mío, que tu profecía de anoche ha resultado verdad. Tenemos orden de embarco ma-
ñana en Ambala en el tren con destino al frente.
- ¿Qué es eso? -preguntó Kim, porque embarco y frente eran palabras desconocidas para él.
- Que vamos a la guerra, como tú la llamas.
1
oropimente: mineral de color limón que se emplea en tintorería.
- Claro que van ustedes a la guerra. Ya lo dije anoche.
- Lo dijiste, pero, por todos los diablos, ¿cómo lo sabías? Los ojos de Kim resplandecieron, mientras que
con los labios apretados y la cabeza baja pensaba en cosas imposibles de expresar. El capellán avanzó a
través del polvo, y tanto los soldados como los sargentos y los subalternos se llamaban mutuamente la
atención sobre el muchacho. El coronel, que estaba a la cabeza de la columna, lo miró con curiosidad.
- Probablemente -dijo- sería algún rumor del bazar. Pero aun así... -añadió refiriéndose al papel que tenía
en la mano- ¡que me ahorquen si lo entiendo! ¡Esto no se ha decidido hasta hace unas cuarenta y ocho
horas!
- ¿Hay mucha gente como tú en la India? -preguntó el padre Víctor-. ¿O es que eres un lusus naturae
2
?
- Ahora que ha resultado verdad lo que dije -interrumpió el muchacho-, ¿me dejarán ustedes volver para
buscar a mi viejo? Como no se haya quedado con la mujer de Kulú, temo que se muera.
- Por lo que he podido apreciar al verlo, creo que es tan capaz de cuidar de sí mismo como tú. No. Nos
has traído suerte y vamos a hacer de ti un hombre. Te llevaré al carro de bagajes y volveré a verte esta tar-
de.
2
lusus naturae: capricho de la naturaleza, prodigio (del latín).
Durante el resto del día Kim fue objeto de distinguida consideración por parte de algunos centenares de
hombres blancos. La historia de su aparición en el campamento, el descubrimiento de su parentesco y su
profecía no perdieron interés al ser repetidos de boca en boca. Una mujer blanca y gorda hasta la deformi-
dad que estaba sentada sobre un montón de ropa de cama, le preguntó misteriosamente si creía que su ma-
rido regresaría de la guerra. Kim reflexionó gravemente y contestó que sí, y la mujer le dio de comer. Esa
alegre comitiva, en la que de vez en cuando sonaba la música, esa multitud que hablaba y reía con tanta
facilidad, le recordaba en muchos aspectos las fiestas de la ciudad de Lahore (1). Además, como hasta en-
tonces no se notaban indicios de tener que efectuar trabajos duros, decidió conceder al espectáculo toda su
atención. Por la noche salieron a buscarlos otras bandas de música, que acompañaron a los Mavericks hasta
su campamento, situado cerca de la estación de ferrocarril de Ambala. Aquella noche fue interesantísima.
Los soldados de los demás regimientos acudían a visitar a los Mavericks. Los Mavericks, por su parte, salí-
an también a hacer visitas. Las patrullas destacadas para hacerlos regresar se encontraron con las de otros
regimientos, encargados del mismo cometido; al final, las trompetas tocaron llamada furiosamente, convo-
cando a más patrullas con sus oficiales para dominar el tumulto. Los Mavericks tenían que mantener la
reputación de juerguistas, pero a la mañana siguiente se presentaron correctamente formados en los andenes
de la estación, y Kim, que se quedaba con las mujeres, los enfermos y los niños, se sorprendió a sí mismo
despidiéndolos con gritos de entusiasmo, mientras el tren se alejaba. La vida de sahib no carecía de encan-
tos hasta el momento, pero los saboreaba con gran precaución. Después de la despedida lo obligaron a ir
bajo la custodia de un tamborcillo a unos acuartelamientos vacíos de paredes encaladas, los suelos cubier-
tos de broza
3
, bramantes
4
y papeles; los techos de las salas desiertas devolvían sonoramente el eco de sus
pasos solitarios. Siguiendo la costumbre de los indígenas, se envolvió en un coy
5
a rayas y se echó a dor-
mir. Un hombre encolerizado penetró pisando fuerte por el porche, despertándolo y diciéndole que era el
maestro de escuela. Fue lo suficiente para que Kim se encerrase en su concha. Con muchos esfuerzos había
podido llegar a descifrar las diversas órdenes escritas en inglés de la policía de la ciudad de Lahore, y eso
porque afectaba a sus necesidades. Además, entre los diversos huéspedes de la mujer que lo cuidaba hubo
una vez un alemán muy raro que pintaba decorados para el teatro ambulante parsi (2); ese alemán le conta-
ba a Kim que había peleado en las barricadas del «cuarenta y ocho» (3), y que por lo tanto -al menos tales
fueron las razones que entendió el muchacho- le enseñaría a escribir a cambio de la comida. A fuerza de
golpes Kim llegó a escribir las letras, pero no conservaba de ellas buen recuerdo.
3
broza: desperdicio.
4
bramante: cordel fino de cáñamo.
5
coy: tejido de lona que, colgado de los extremos, sirve para dormir en los barcos. Estas lonas estaban en el campamento y Kim se
aprovecha para envolverse en ella y dormir en el suelo como los indios.
(1) Kipling registró los mejores materiales del mundo angloindio del XIX. Se le reprocha, no obstante, la falta de veracidad en la
descripción de la vida militar, por falta de sensibilidad para establecer los contactos adecuados. G. Orwell no encuentra en las obras de
Kipling los «sofocantes cuarteles de Lucknow, cerveza, combates, ahorcamientos y crucifixiones, olor a orines de caballo, campamen-
tos arrasados por el cólera, concubinas indígenas, la última muerte en los cuarteles...», aspectos todos ellos que él experimentó cuando
fue oficial de policía en Birmania.
(2) Los parsis eran originarios de Persia, huidos de los musulmanes debido a la persecución religiosa a que se les sometió. Se asen-
taron en Bombay.
(3) Se refiere a las oleadas revolucionarias de 1848 en Francia.
- Yo no sé nada. ¡Márchese! -dijo, presintiendo algo desagradable. A esto respondió el hombre cogiéndo-
lo por una oreja y arrastrándolo hasta una sala situada en una nave alejada, donde se hallaban sentados en
bancos una docena de educandos de tambor, y le dijo que se estuviese quieto, ya que no sabía hacer otra
cosa. Kim obedeció esta orden puntualmente. El hombre explicó cosas y más cosas durante media hora,
haciendo líneas blancas sobre un negro encerado, y Kim continuó su siesta interrumpida. El cariz que iban
tomando las cosas le disgustaba sobremanera, porque aquello era la escuela y la disciplina que se había
pasado evitando las dos terceras partes de su corta vida. De repente se le ocurrió una idea magnífica, y se
quedó muy sorprendido de no haber pensado antes en ello.
Al fin el maestro los despidió, y Kim fue el primero que salió corriendo a través del porche, hacia el aire
libre y soleado.
- ¡Eh, tú! ¡Alto! ¡Detente! -gritó a su espalda una voz aguda-. Estoy encargado de tu custodia y tengo ór-
denes de no perderte de vista. ¿Adónde vas?
Era el joven tamborcillo que había estado pegado a sus talones toda la tarde, un muchacho gordo y peco-
so de unos catorce años y a quien Kim aborrecía desde las suelas de las botas hasta las cintas del gorro.
- Al bazar..., a comprar dulces... para ti -dijo Kim después de pensarlo.
- Bien, pero el bazar está fuera de los límites. Si vas allí, nos castigarán. Vuélvete.
- ¿Cuánto es lo más cerca que podemos ir? -Kim no sabía lo que quería decir límites, pero quería ser cor-
tés..., por el momento.
- ¿Cómo cerca? Querrás decir lo más lejos adonde podemos ir. Podemos ir hasta aquel árbol que hay al
lado del camino.
- Entonces me voy allí.
- Bueno. Yo no voy; hace demasiado calor. Desde aquí puedo vigilarte. No sacarás nada en limpio con
escaparte. Si lo hicieras te pescarían en seguida por el traje. Llevas el uniforme del regimiento. No habría ni
una sola patrulla en Ambala que no te trajese de vuelta en menos tiempo del que emplearas en huir.
Esto no le impresionó a Kim tanto como el convencimiento de que su pesada vestimenta lo haría reventar
de cansancio en cuanto intentara correr. Se dirigió con desgana hacia el árbol situado en la curva del cami-
no que conduce al bazar, y se puso a contemplar a los indígenas que pasaban. La mayor parte de ellos eran
criados del cuartel, pertenecientes a la casta más baja. Kim llamó a voces a un barrendero, que le contestó
rápidamente con una frase de innecesaria insolencia, convencido de que el muchacho europeo no lo enten-
dería. La réplica veloz y grosera lo desengañó. Kim puso en ella toda su alma aprisionada, aprovechando
aquella última ocasión que se le presentaba de insultar a alguien en el idioma que mejor conocía. (4)
- Y ahora vete al bazar y, al primer escribiente que encuentres, le dices que venga. Quiero escribir una
carta.
(4) Kim pierde su libertad. Un momento decisivo. Como se dice luego, no es sólo la disciplina, la vigilancia y los golpes lo desfa-
vorable, sino el «alma aprisionada», el sentimiento de soledad.
- Pero..., pero ¿qué clase de hijo de blanco eres tú, que necesitas un escribiente del bazar? ¿Es que no te-
néis maestro en el cuartel?
- Sí; y el infierno está plagado de ellos. ¡Haz lo que te he dicho, od (5)! ¡Tu madre se casó bajo una cesta!
¡Criado de Lal Beg -Kim conocía al dios de los barrenderos-, corre a hacer lo que te digo, o si no empeza-
remos otra vez la conversación!
6
El barrendero echó a correr a toda prisa para zafarse de él. - Hay un chiquillo blanco junto al cuartel, es-
perando bajo un árbol, que no es un chiquillo blanco -balbució dirigiéndose al primer escribiente con quien
se tropezó-. Te necesita urgentemente.
- ¿Pagará? -dijo el aseado escribiente recogiendo con parsimonia el pupitre, la plumas y el lacre.
- No lo sé. No es como los demás muchachos. Puedes ir a verlo. Merece la pena.
Kim bailaba ya de impaciencia cuando el delgado y joven kayeth
6
surgió a la vista. En cuanto lo tuvo al
alcance de su voz empezó a maldecirlo.
- Lo primero que tienes que hacer es pagarme -dijo el escribiente-. Las malas palabras han hecho subir el
precio. Pero, ¿quién eres tú que estás vestido de esa manera y hablando de ese modo?
- ¡Ah! Eso lo verás en la carta que vas a escribirme. Nunca en tu vida has oído una historia semejante.
Pero no tengo prisa. Otro escribiente me servirá. La ciudad de Ambala está tan llena de ellos como la de
Lahore.
- Cuatro annas -dijo el escribiente, sentándose y extendiendo su tapete a la sombra de una de las naves
abandonadas del cuartel.
Kim, instintivamente, se puso en cuclillas a su lado -como sólo saben hacerlo los indígenas- a pesar de
los abominables pantalones, que se le pegaban a las piernas.
6
kayeth: de la casta de escribientes.
(5) Los od son una casta baja de barrenderos.
(6) Kim reacciona con violencia. La violencia engendra violencia, y hasta parece consustancial al ejercicio del poder, a la acción, a
la vida de sahib. En el lado opuesto está el mensaje contemplativo y pacífico del lama. Kipling soslaya o sustrae el conflicto: la acción
cambia la realidad (los británicos construyen carreteras, ferrocarriles, fábricas...), pero es dañina y muchas veces injusta. «Si no se
matase de vez en cuando a los malos, este mundo no sería muy bueno para los soñadores», decía el viejo soldado en el capítulo III, en
respuesta al lama.
El escribiente lo miraba de reojo.
- Ése es el precio que se les pide a los sahibs -dijo Kim-. Ahora dime el precio verdadero.
- Anna y media. ¿Y quién me asegura que una vez escrita la carta no echarás a correr?
- No puedo alejarme más allá de este árbol; además, hay que tener en cuenta el sello.
- Yo no cobro comisión sobre el precio del sello. Pero ¿qué clase de chiquillo blanco eres tú?
- Ya lo verás en la carta, que es para Mahbub Alí, el tratante de caballos del caravasar de Cachemira, en
Lahore. Es amigo mío.
- ¡Qué cosa más rara! -murmuró el escribiente, mojando la pluma en el tintero-. ¿Hay que escribirla en
hindi?
- Naturalmente. A Mahbub Alí. Vamos. ¡Empieza!: He llegado con el viejo hasta Ambala en el tren. En
Ambala llevé a su destino las noticias del pedigrí de la yegua baya.
Después de lo que había visto en el jardín no se atrevía a escribir nada sobre sementales blancos.
- Espera un poco. ¿Qué tiene que ver una yegua baya...? ¿Ese Mahbub Alí es el gran tratante?
- ¿Qué otro va a ser? Yo he sido criado suyo. Vuelve a mojar la pluma. Sigue: Cumplí la orden al pie de
la letra. Después fuimos a pie en dirección a Benarés, pero al tercer día tropezamos con un regimiento.
¿Has terminado?
- Sí, pulton
7
-murmuró el escribiente, todo oídos.
- Fui al campamento y me cogieron, y por el amuleto que llevaba colgado del cuello, y que tú ya cono-
ces, se averiguó que yo era hijo de alguno que perteneció al regimiento, lo cual estaba de acuerdo con la
profecía del Toro Rojo, de la que, como sabes, todo el mundo está al corriente en el bazar. -Kim esperó a
que esta flecha se clavara en el corazón del escribiente; carraspeó para aclarar su garganta, y continuó-: Un
sacerdote me vistió y me dio un nombre nuevo... Otro sacerdote, sin embargo, era imbécil. El traje es muy
pesado, pero yo soy un sahib y mi corazón está triste. Me envían a la escuela y me pegan. No me gusta el
aire ni el agua de estos lugares. Ven a ayudarme, Mahbub Alí, o envíame algún dinero, porque yo no tengo
bastante para pagar al que me escribe esta carta.
7
pulton: «regimiento», la última palabra que escribió.
- «Al que me escribe esta carta».
-
Mía es la culpa por haber sido engañado. Eres tan listo como Husain
Bux, que falsificaba los sellos del Tesoro en Nucklao (7). Pero, ¡qué historia! ¡Vaya historia! ¿Por ventura
es verdad?
- No conviene decir mentiras a Mahbub Alí. Es mucho mejor ayudar a sus amigos prestándoles un sello.
Cuando venga el dinero te pagaré.
El escribiente refunfuñó con acento de duda, pero sacó un sello de su pupitre, lacró la carta, la entregó a
Kim y se marchó. El nombre de Mahbub Alí era respetado en toda Ambala.
- Ésa es la manera de ganar méritos con los dioses -gritó Kim, despidiéndose.
- Cuando venga el dinero me tienes que pagar el doble -gritó el hombre volviendo la cabeza.
- Te estaba vigilando -dijo el tamborcillo a Kim, cuando éste regresó al porche- ¿Qué estabas parloteando
con aquel negro?
- Hablaba con él.
- Tú te entiendes con los negros, ¿verdad?
- ¡Nooo! ¡Nooo! Sólo hablo un poco. ¿Qué vamos a hacer ahora?
- El trompeta tocará a rancho en menos de medio minuto. ¡Ay, Dios! ¡De qué buena gana hubiera ido al
frente con el regimiento! Es terrible estar aquí, donde no hacemos más que ir a la escuela. ¿No te parece
odiosa esta vida?
- ¡Oh, síí!
- Yo me escaparía si supiera dónde ir, pero como dicen los hombres, en esta condenada India se acaba
siempre a la larga por caer prisionero. No se puede desertar sin que lo cojan a uno. Estoy completamente
harto de todo esto.
- ¿Has estado en Gran Bre..., Inglaterra?
- ¡Bah! He venido con la última expedición de tropas acompañado de mi madre. Parece mentira que no
hayas comprendido en seguida que he estado en Inglaterra. Eres un ignorante pordiosero. Tú te has criado
en medio del arroyo, ¿verdad?
(7) Así pronuncian los nativos Lucknow.
- Sí. Cuéntame algo de Inglaterra. Mi padre vino de allá.
Kim, aunque se guardó muy bien de demostrarlo, no creyó ni una sola palabra de las cosas que le contó
el tamborcillo acerca del barrio de las afueras de Liverpool, que constituía toda su Inglaterra. Y así fue pa-
sando el tiempo con pesada lentitud hasta la hora de la comida..., una comida desabrida
8
que les sirvieron a
los niños y a unos pocos inválidos en el rincón de un dormitorio. Si no hubiera sido por la carta que había
escrito a Mahbub Alí, Kim casi hubiera llegado a deprimirse. Estaba acostumbrado a la indiferencia de las
multitudes de indígenas; pero la soledad absoluta entre los hombres blancos lo agobiaba. Así es que se ale-
gró cuando, en el transcurso de la tarde, un soldado gordo lo condujo a presencia del padre Víctor, que
habitaba en la otra ala del cuartel, del cual se hallaba separada por un patio lleno de polvo que servía para
hacer la instrucción. El sacerdote estaba leyendo una carta escrita en inglés con tinta morada. Cuando entró
Kim, lo mi con más curiosidad que nunca.
- ¿Y qué, hijo mío, te gusta esta vida, por lo menos lo que de ella has probado? No mucho, ¿verdad? De-
be de ser duro..., muy duro para un animal salvaje. Ahora, escucha. He recibido una epístola sorprendente
de tu amigo.
- ¿Dónde está? ¿Está bien? ¡Ah! Si sabe cómo escribirme, estoy tranquilo.
- Le tienes afecto, ¿verdad?
- Naturalmente que le tengo afecto. Él también me lo tiene a mí.
- Así parece desprenderse de la carta. No sabe escribir en inglés, ¿verdad?
- No. Al menos, que yo sepa. Pero seguro que encontró a un escribiente que conoce muy bien el inglés, y
le ha escrito la carta. Supongo que lo entiende.
- Eso lo explica todo. ¿Sabes tú algo de sus asuntos económicos?
El semblante de Kim mostraba claramente que lo ignoraba.
- ¿Cómo podría saberlo?
8
desabrida: insípida, sin sabor.
- Eso es lo que yo me pregunto. Y ahora, escucha, si es que puedes encontrarle a esto pies ni cabeza. Pa-
saremos el preámbulo... Está escrita desde la carretera de Jagadhir... «Sentado al borde del camino, medi-
tando gravemente, y confiando en ser favorecido con la aprobación de Su Señora en el paso que voy a dar,
que suplico a Su Señora para que se sirva ponerlo en ejecución por amor de Dios Todopoderoso. La edu-
cación, si es buena, es la mayor de las bendiciones. De otro modo no sirve para nada». ¡A fe mía, lo que es
esta vez el viejo ha dado en el clavo! «Si Su Señoría accede a dar al muchacho la mejor educación en Ja-
vier» (supongo que se referirá a San Javier in Partibus), «bajo las condiciones que tratamos en la conver-
sación que sostuvimos en su tienda el 15 del corriente» (¡aquí un toque del estilo comercial!), «que dios
Todopoderoso bendiga a Su Señoría y a sus sucesores hasta la tercera y la cuarta generación y» (¡ahora,
escucha!) «confíe en este humilde servidor de Su Señoría para el pago de la adecuada remuneración en
hund
9
, una anualidad de trescientas rupias, para una costosa educación en San Javier de Lucknow, y le
ruego me conceda un corto plazo para remitirle la cantidad expresada, en hundi, que enviaré a cualquier
lugar de la India que Su Señoría disponga. Este servidor de Su Señoría no tiene al presente sitio fijo donde
reposar la cabeza, pero se dirige a Benarés en tren, para librarse de persecución de vieja que habla mucho
y de tener que residir en Saharanpur, empleado en servicios domésticos». ¿Qué demonios significa todo
esto?
- Yo supongo que ella le rogaría que fuese su puro (su sacerdote) en Saharanpur. Pero él no habrá queri-
do aceptar, a causa de su Río. ¡Realmente hablaba mucho aquella mujer!
- ¿Tú lo entiendes? Yo no entiendo ni jota. «Así es que me voy a Benarés, donde encontraré dirección y
remitiré rupias para muchacho, a quien quiero más que a las niñas de mis ojos, y por amor de Dios Todo-
poderoso ruego dé cumplimiento a esta educación, y vuestro demandante considerará siempre como un
deber y se obliga moralmente a rezar sin descanso por Su Señoría. Escrito por Sobrao Satai, Suspenso
examen de ingreso Universidad de Alahabad, para el Venerable lama Teshu, sacerdote de Such-zen, que
busca un Río, dirección al cuidado del templo de los Tirthankers(8) Benarés. P.S. -Agradeceré tenga en
cuenta muchacho es niñas de mis ojos, y que las trescientas rupias serán enviadas anualmente, en hundi.
En el nombre de Dios Todopoderoso». ¿Y ahora, quieres decirme si es esto un rapto de locura delirante o la
proposición de un negocio? Te lo pregunto a ti, porque yo ya he llegado a perder la chaveta.
- Dice que me enviará trescientas rupias todos los años, y por lo tanto las enviará.
9
hundí: pagaré.
(8) Templo de budistas.
- Así es como tú lo ves, ¿no es eso?
- Naturalmente. ¡Si él lo dice!
El cura se puso a silbar; al poco rato se dirigió a Kim como si fuese un igual.
- Yo no lo creo, pero lo veremos. Tú debías salir hoy para el Orfanato Militar de Sanawar, donde el regi-
miento te atendería hasta que alcanzases la edad del alistamiento. Allí te hubieran educado en la religión
anglicana. Bennett lo arregló todo para que se hiciera así. Por otro lado, si vas a San Javier recibirás una
educación mucho mejor y..., y puedes entrar en la verdadera religión. ¿Entiendes mi dilema?
Kim no veía más que al lama yendo hacia el sur en tren, sin tener a nadie que pidiese limosna para él.
- Pero como hace todo el mundo, voy a contemporizar. Si tu amigo envía el dinero desde Benarés -¡por
todos los diablos!, ¿de dónde va a sacar las trescientas rupias un miserable mendigo?-, irás a Lucknow y yo
pagaré el viaje, porque no debo tocar el dinero de la suscripción, al intentar, como lo hago, convertirte en
católico. Si tu amigo no envía el dinero, irás al Orfanato Militar a expensas del regimiento. Le concedo tres
días de plazo, aunque no creo ni una sola palabra de todo esto. Y si no cumpliera en el pago de los plazos
futuros...; pero eso ya no es cosa mía. ¡Alabado sea Dios! Por este mundo no se puede ir más que paso tras
paso. Y han enviado a Bennett al frente y me dejan a mí aquí. Pero él no podía sospechar que ocurrieran
todas estas cosas.
- ¡Oh, sí! -dijo Kim vagamente. El cura se inclinó hacia delante.
- Daría con gusto la paga de un mes por saber lo que pasa dentro de tu redonda cabecita.
- No pasa nada -dijo Kim rascándosela. Estaba pensando en si Mahbub Alí sería tan espléndido como pa-
ra enviarle una rupia. En ese caso, podría pagar al escribiente y enviar cartas al lama dirigidas a Benarés.
Tal vez Mahbub Alí le hiciera una visita la próxima vez que viniese hacia el sur con los caballos. Segura-
mente, ya sabría el tratante que la carta que había entregado Kim al oficial en Ambala había ocasionado la
gran guerra que hombres y chiquillos discutían con tanta barahúnda
10
a la hora de la comida en el cuartel.
Pero si Mahbub Alí lo ignoraba, no convenía decírselo, porque el tratante era severo con los muchachos
que sabían o pretendían saber demasiado.
10
barahúnda: ruido, confusión.
- Bueno, hasta que tenga nuevas noticias -la voz del padre Víctor interrumpió sus pensamientos- puedes
salir y jugar con los demás chicos. Te enseñarán algunas cosas, pero no creo que sean de tu agrado.
Al fin terminó aquel pesado día. Al ir a acostarse le instruyeron en el modo de doblar la ropa y limpiar
sus botas, mientras los demás chiquillos se burlaban. Al amanecer, lo despertaron las cornetas; el maestro
lo cogió después del desayuno, le puso bajo la nariz una página llena de caracteres indescifrables, a los que
dio nombres sin sentido, y lo vapuleó
11
sin razón. Kim se puso a meditar sobre el modo de envenenarlo con
opio, que pediría prestado a un barrendero del cuartel, pero pensó que, como comían todos juntos en una
sola mesa (y esto era una de las cosas que más repugnaba a Kim, que prefería dar la espalda a todo el mun-
do mientras comía (9), la empresa podía ser peligrosa. Entonces trató de escaparse a la aldea donde el sa-
cerdote había narcotizado al lama, a la aldea aquella donde vivía el viejo soldado. Pero a cada intento que
hizo, centinelas de agudísima vista obligaban a retroceder a la pequeña figura encarnada. Los pantalones y
la guerrera entorpecían lo mismo su cuerpo que su alma, así es que desistió del proyecto y se abandonó,
como hacen los orientales, al tiempo y a la suerte. Tres días de tormento pasaron así en las enormes salas
blancas y resonantes. Por las tardes paseaba escoltado por el tamborcillo, pero toda su conversación se re-
ducía a las pocas palabras inútiles que al parecer constituían las dos terceras partes de las injurias que em-
plea el hombre blanco. Kim las conocía ya y las despreciaba desde hacía mucho tiempo. El tambor, ofendi-
do de su silencio y de su falta de interés, le pegaba, como es natural. Además no le gustaba ir por los baza-
res que estaban dentro de límites autorizados y acostumbraba a llamar «negro» a todos los indígenas; los
criados y los barrenderos le decían a la cara cosas horribles, pero como lo engañaban con su actitud defe-
rente, no se daba cuenta de ello. Esto, en parte, consolaba a Kim de las palizas que recibía.
11
vapulear: golpear, azotar.
(9) Éstos y otros detalles del capítulo describen las costumbres cotidianas de británicos e indios, dos mundos contrastados.
En la mañana del cuarto día un castigo inesperado sorprendió al tamborcillo. Habían ido juntos hacia el
hipódromo de Ambala y regresó solo, llorando y diciendo que el joven O’Hara, a quien él no le había hecho
nada de particular, había llamado a gritos a un negro de barba roja montado a caballo, y que este negro lo
había hecho correr de un lado a otro golpeándolo con un látigo al que no se podía sustraer, y, cogiendo al
joven O’Hara, se lo había llevado a todo galope. Estas noticias llegaron al padre Víctor, que puso cara de
pocos amigos. Ya estaba bastante sorprendido con la carta que acababa de recibir del templo de los Tirt-
hankers, de Benarés, en la que venía incluido un pagaré de un banco indígena por valor de trescientas ru-
pias, y una extraña plegaria a «Dios Todopoderoso». El lama se hubiera molestado aún más que el cura si
hubiese visto cómo había traducido el escribiente del bazar su frase «para adquirir mérito».
- ¡Por todos los diablos! -decía el padre Víctor, agitando el pagaré-. Y ahora se ha escapado con otro de
sus amigos protestantes. Yo no sé ya qué será mejor, si que lo traigan o que se pierda de una vez. Para mí
esto es incomprensible. ¿Cómo demonios, sí, a ellos me refiero, puede un mendigo procurarse dinero para
educar niños blancos?
A tres millas de allí, en el hipódromo de Ambala, Mahbub Alí, refrenando un gris semental de Kabul y
sosteniendo a Kim sobre la perilla de la montura, estaba diciendo:
- Pero, Amigo de todo el Mundo, hay que tener en cuenta mi reputación y mi honor. Todos los sahibs que
son oficiales de todos los regimientos, y toda Ambala conocen a Mahbub Alí. Me han visto cómo te cogía y
cómo castigaba al otro muchacho. Ahora mismo nos están viendo a través de esta llanura. ¿Cómo voy a
llevarte conmigo, o qué explicación voy a dar de tu desaparición, si te dejo bajar del caballo y escapar a
través de los sembrados? Me meterían en la cárcel. Ten paciencia. Cuando se es una vez sahib, se es siem-
pre sahib. Cuando seas hombre, ¿quién sabe?, quedarás agradecido a Mahbub Alí.
- Llévame hasta más allá de los centinelas, donde pueda quitarme este traje colorado. Dame dinero y me
iré a Benarés a reunirme otra vez con el lama. Yo no quiero ser sahib, y acuérdate de que fui yo quien en-
tregó el mensaje.
El semental pegó de repente un bote salvaje. Mahbub Alí, sin poderlo remediar, lo había herido con el
extremo agudo del estribo. (Mahbub no pertenecía a esa abundante clase de modernos tratantes que llevan
botas inglesas y espuelas). Kim comprendió que Mahbub Alí se había traicionado a sí mismo.
- Ése fue un asunto de poca monta. Sólamente que como te cogía de paso en tu camino a Benarés... El
sahib y yo lo hemos olvidado ya. Envío tantas cartas y tantos mensajes a personas que me piden datos sobre
caballos, que me confundo entre unos y otros. ¿No se trataba de una yegua baya
12
cuyo pedigrí deseaba
tener el sahib Peters?
Kim comprendió en seguida la trampa que le tendió. Si se hubiera manifestado conforme con que se tra-
taba de una «yegua baya», Mahbub Alí habría sospechado que el muchacho sabía algo, por su misma faci-
lidad en aceptar la falsa versión. En consecuencia, Kim respondió:
- ¿Yegua baya? No. No olvido con esa facilidad mis mensajes. Se trataba de un semental blanco.
- Sí, eso era. Un blanco semental árabe. Pero tú me escribiste que era una yegua baya.
- ¿Y quién le dice la verdad a un escribiente del bazar? -respondió Kim, mientras sentía la palma de la
mano de Mahbub apoyada sobre su corazón.
- ¡Eh! ¡Mahbub, villano, párate! -gritó una voz, y se le acercó un inglés montado en una jaquita de jugar
al polo
12
-. Te he estado intentando localizar por todas partes. Ese kabuli que llevas marcha bien. Supongo
que estará en venta.
- Estoy esperando un potro hecho a medida por los dioses para el difícil y delicado deporte del polo. No
tiene igual. Es...
- Capaz de jugar al polo y servir la mesa. Sí. Ya conozco todo eso. Pero, ¿qué demonios llevas ahí?
- Un chico -dijo Mahbub Alí gravemente- a quien estaba golpeando otro muchacho. Su padre fue un sol-
dado blanco en tiempos de la gran guerra (10). El chico creció en la ciudad de Lahore. Cuando era chiquitín
jugaba con mis caballos. Ahora creo que quieren hacer de él un soldado. El regimiento en que sirvió su
padre y que salió al frente la semana pasada, lo acaba de atrapar. Pero él dice que no quiere ser soldado. Yo
me lo he llevado para darle un paseo. Dime dónde está el cuartel y te conduciré allí.
12
baya: de color blanco amarillento.
13
polo: (palabra de origen tibetano) juego a caballo, en campo de hierba, entre dos equipos de cuatro caballeros cada uno. Cada ji-
nete lleva un mazo para golpear una pelota de madera hacia la portería contraria. Gana quien mete más goles.
(10) La segunda guerra afgana (1878-1880).
- Déjame marchar. Ya encontraré el cuartel yo solo.
- Y si te escapas, ¿quién dirá luego que no ha sido por mi culpa?
- Ya volverá al cuartel a la hora de cenar. ¿Adónde podría escaparse? -preguntó el inglés.
- Ha nacido en este país. Tiene amigos. Se irá a donde le dé la gana. Es un chabuk sawai (muchacho inte-
ligente). No necesita más que cambiar de traje para convertirse en un abrir y cerrar de ojos en un chiquillo
indio de baja casta.
- ¡Ya será menos! -El inglés observó al chico con mirada crítica, mientras Mahbub se dirigía hacia los
cuarteles. Kim apretó los dientes con rabia. Mahbub se burlaba de él como únicamente sabe hacerlo un
afgano renegado, pues seguía diciendo:
- Lo enviarán a una escuela; le pondrán unas botas pesadísimas; lo envolverán en este traje, y entonces
olvidará todo lo que sabe. Dime en qué parte del cuartel vives.
Kim señaló -ya que no podía hablar- al edificio donde habitaba el padre Víctor, que destacaba cerca de
ellos, blanquísimo.
- Puede ser que se convierta en un buen soldado -continuó Mahbub reflexivamente-. Por lo menos, será
un buen ordenanza
14
pues yo lo envié una vez para que llevara un mensaje desde Lahore. Un mensaje refe-
rente al pedigrí de un semental blanco.
Esto era añadir un insulto odioso a una ofensa aún más terrible; y el sahib, a quien tan astutamente había
entregado aquella carta que fue origen de la guerra, lo había oído todo. Kim se imaginó a Mahbub Alí ar-
diendo en las hogueras del infierno por su traición, pero para sí mismo no divisaba más que una larga línea
gris de cuarteles, escuelas y más cuarteles. Dirigió una mirada suplicante al semblante firmemente escul-
pido del inglés, en el que no se notaba el más mínimo viso de haberlo reconocido, pero ni aun en aquel
momento desesperado se le ocurrió pedir protección al hombre blanco ni traicionar a Mahbub Alí. Y Mah-
bub Alí miraba intencionadamente al inglés, quien a su vez contemplaba a Kim, que estaba temblando, pero
sin rechistar.
14
ordenanza: soldado al servicio de un oficial. También se llama ordenanza o subalterno el recadero de una oficina.
- Mi caballo está bien amaestrado -dijo el tratante-. Otro en su lugar hubiera coceado, sahib.
- ¡Ah! -dijo al fin el inglés, frotando la sudorosa cruz
15
de su jaquita con el mango de la fusta-. ¿Quién es
el que quiere convertir a este muchacho en un soldado?
- Según me ha dicho, es el mismo regimiento que lo encontró, y especialmente el padre de ese regimien-
to.
- ¡Allí está el padre! -gritó Kim con voz ahogada, mientras el padre Víctor, destocado, descendía hacia
ellos desde el porche.
- ¡Por todos los diablos, O’Hara! -exclamó-. ¿Cuántos amigos de otras razas tienes en Asia? -gritó mien-
tras Kim descendía del caballo y permanecía quieto e indefenso frente a él.
- Buenos días, padre -dijo el coronel alegremente-. Ya lo conocía a usted por su reputación y pensaba ve-
nir a saludarlo antes de que sucediese este incidente. Yo soy Creighton.
- ¿Del Servicio Etnológico? (11) -dijo el padre Víctor. El coronel asintió-. Le aseguro que tengo un gran
placer en verle, y, además, le estoy muy agradecido por haberme devuelto al muchacho.
- No me lo agradezca a mí, padre. Además el muchacho no pensaba escaparse. Usted no conocerá al vie-
jo Mahbub Alí -el tratante permanecía impasible sobre su caballo-. Ya lo conocerá usted cuando lleve un
mes en la guarnición. Es quien nos vende todos nuestros pencos. Pero ese muchacho es una cosa curiosa.
¿Podría contarme algo acerca de él?
- ¿Que si puedo contarle...? -contestó rápidamente el padre Víctor-. ¡Si es usted el único hombre que
puede ayudarme en mis tribulaciones! ¡Contarle! ¡Por todos los diablos, pero si no estoy deseando otra cosa
que contárselo a alguien que conozca a los indígenas!
15
cruz: la parte más alta del lomo.
(11) Nombre eufemístico del Servicio de Espionaje. La etnología es el estudio de razas y pueblos. Al amparo del «Servicio Etnoló-
gico» trabajaba el Servicio de Espionaje.
Un criado dio la vuelta a la esquina. El coronel Creighton alzó su voz, hablando en urdú:
- Bueno, Mahbub Alí, ¿qué te propones al decirme todas estas historias sobre la jaca? No pienso darte ni
una paísa más sobre las trescientas cincuenta rupias que te he ofrecido.
- El sahib está sofocado y colérico después de la galopada -contestó el tratante, con la mirada maliciosa
de un perfecto histrión
16
-.
Dentro de un momento podrá apreciar las condiciones de mi jaca con más clari-
dad. Yo esperaré hasta que termine su conferencia con el padre. Esperaré bajo aquel árbol.
- ¡El diablo te lleve! -dijo riendo el coronel-. Eso es lo que sucede cuando se mira a uno de los caballos
de Mahbub. Es una auténtica sanguijuela, padre. Espera, pues, si es que no te importa perder el tiempo,
Mahbub. Ahora, padre, estoy a sus órdenes. ¿Dónde está el chico? ¡Ah!, se ha ido a charlar con Mahbub.
¡Qué muchacho más raro! ¿Tendría usted la bondad de mandar que lleven mi yegua a que descanse a la
sombra?
Se dejó caer sobre una silla, desde la cual se distinguía claramente a Kim y a Mahbub Alí, que estaban
conferenciando bajo el árbol. El padre se dirigió al interior de la casa en busca de cigarros.
Creighton oyó que Kim decía amargamente:
- Confía en un brahmán más que en una serpiente; en una serpiente más que en una prostituta, y en una
prostituta más que en un afgano, Mahbub Alí.
- Toda da igual -la gran barba roja onduló solemnemente-. Los niños no deberían ver el tapiz en el telar
hasta que el dibujo apareciese con claridad. Créeme, Amigo de todo el Mundo, te he prestado un gran ser-
vicio. Ya no te harán soldado (12).
«¡Ah, viejo taimado
17
!», pensaba Creighton. «No estás equivocado. Ese muchacho no debe desperdiciar-
se, si es verdad que tiene tales cualidades.»
- Perdóneme si le hago esperar un minuto -gritó el padre desde dentro-, pero estoy buscando los docu-
mentos referentes al caso.
16
histrión: cómico, bufón.
17
taimado: astuto.
(12) El afgano Mahbub Alí, musulmán, usa con frecuencia refranes y sentencias. Esta escena lo muestra como hábil tratante, rega-
teador y oportunista, pero quiere a Kim y no le es desleal en esta ocasión, aunque pusiera en peligro su vida con el mensaje del semen-
tal.
- Si por mediación mía llegas a alcanzar la protección de ese sahib coronel valiente y sabio, y alcanzas
honores, ¿qué gracias no darás a Mahbub Alí cuando seas un hombre?
- No, no; yo te supliqué que me dejaras emprender de nuevo el camino, en donde yo estaría a estas horas
completamente a salvo, y tú me has vendido al inglés. ¿Cuánto dinero te ha dado por mi sangre?
«¡Qué diablillo más listo!», dijo para sus adentros el coronel, mordiendo el cigarro y volviéndose afa-
blemente hacia el padre Víctor:
- ¿Qué cartas son ésas que está entregando al coronel el cura gordo? ¡Ponte al lado del caballo, como si
estuvieses contemplando la brida! -dijo Mahbub Alí.
- Una carta de mi lama, que escribió desde la carretera de Jagadhir, diciendo que pagará trescientas rupias
todos los años para mi enseñanza.
- ¡Oh! ¡Vaya con el gorro rojo! ¿Y en qué escuela?
- ¡Dios sabe! Creo que está en Nucklao.
- Sí. Hay allí una gran escuela para los hijos de los sahibs y de los medio sahibs. La vi una vez que fui
allá a vender caballos. ¿De modo que el lama también quiere al Amigo de todo el Mundo?
- Sí; y él no decía mentiras, ni me entregó otra vez al cautiverio.
- No me choca que el padre no sepa cómo desenredar la maraña. ¡Qué de prisa le está hablando al sahib
coronel! -dijo Mahbub conteniendo la risa-. ¡Por Alá! -su mirada perspicaz recorrió el porche en un instan-
te-, tu lama ha enviado algo que tiene todo el aspecto de ser un pagaré. En alguna ocasión he hecho algunos
pequeños negocios con hundís. El sahib coronel lo está examinando.
- ¿Y qué me importa a mí todo eso? -dijo Kim con aire de cansancio-. Tú te irás y ellos me volverán a
llevar a esas salas vacías, donde no hay ningún sitio a propósito para dormir y donde los otros muchachos
me pegan.
- No lo creo así. Ten paciencia, chiquillo. Todos los pathanes
18
no son desleales..., excepto cuando tratan
de caballos.
18
pathan: habitantes de una zona entre Afganistán y el Panjab, de religión musulmana.
Pasaron cinco..., diez..., quince minutos, durante los cuales el padre Víctor estuvo hablando con vehe-
mencia o haciendo preguntas que el coronel respondía.
- Ahora, ya le he dicho a usted todo lo que sé acerca del muchacho, desde el principio hasta el fin; y esto
es un gran alivio para mí. ¿Ha oído usted alguna vez nada parecido?
- Como quiera que sea, el viejo ha enviado el dinero. Los pagarés de Gobind Sahai son conocidos y acep-
tados desde aquí hasta China -dijo el coronel-. Cuanto más conoce uno a los indígenas, menos se puede
decir lo que harán en esta o aquella circunstancia.
- Eso es un consuelo para mí, por confesarlo el jefe del Servicio Etnológico. Lo más notable es esta mez-
cla de Toros Rojos y Ríos de Purificación (¡pobre idólatra, Dios lo ampare!), y pagarés y certificados ma-
sónicos. ¿Es usted masón por casualidad?
- ¡Caramba!, sí que lo soy, ahora que pienso en ello. Ésta es una razón más -dijo el coronel distraídamen-
te.
- Me alegro de que vea usted en ello una razón más. Pero, como estaba diciendo, esta mezcla de cosas es
lo que está fuera de mi alcance. ¿Y la profecía que hizo a nuestro coronel, cuando estaba sentado en mi
cama, con su pequeña túnica desgarrada mostrando su piel blanca? ¿Y el que la profecía resultase verdad?
En San Javier se encargarán de curar todas esas cosas sin sentido común. ¿No le parece a usted?
- Rocíelo usted con agua bendita -dijo riendo el coronel. - Le aseguro que muchas veces creo que debería
hacerlo. Pero confío en que harán de él un buen católico. Ahora, lo que me preocupa es lo que sucederá si
el viejo mendigo...
- Lama, lama, mi querido amigo; y algunos son caballeros en su país.
- Bueno, el lama entonces..., si no págase el año que viene... Está bien dotado para, como buen negocian-
te, tomar una decisión bajo la inspiración del momento, pero cualquier día puede morirse. Además, tomar
el dinero de un gentil para dar al niño una educación cristiana...
- Pero ya dijo explícitamente lo que deseaba; al parecer, en cuanto supo que el muchacho era blanco,
planteó el asunto teniéndolo en cuenta. Yo daría con gusto mi paga de un mes por haber oído la explicación
que diera de todo esto en el templo de los Tirthankers de Benarés. Mire usted, padre, yo no pretendo saber
mucho de las cosas de los indígenas, pero si él dice que paga, pagará..., vivo o muerto. Creo que sus here-
deros asumirían la deuda. Mi consejo es que envíe usted al muchacho a Lucknow. Si su compañero el cape-
llán anglicano piensa que usted se le ha adelantado...
- ¡Mala suerte para Bennett! Lo han enviado al frente en lugar de a mí. Doughty me declaró inútil para el
servicio. ¡Como vuelva vivo Doughty, pienso excomulgarlo
19
! Seguramente Bennett estará bastante satisfe-
cho con...
- La gloria, y le deja a usted la religión. ¡Por supuesto! Además, yo no creo que a Bennett le importe. En
todo caso, écheme usted la culpa a mí. Yo... le recomiendo muy fervientemente que envíe el muchacho a
San Javier. Puede ir en ferrocarril con un pase, como huérfano de soldado, y así se evitan los gastos del
viaje. Con el fondo de suscripciones del regimiento se le puede comprar un equipo. La logia se evitará los
gastos de la educación y esto la pondrá de buen humor. Es sencillísimo. Yo voy a Lucknow la semana
próxima y me ocuparé del muchacho durante el viaje...; encargaré a mis criados que tengan cuidado de él, y
todo se arreglará.
- Es usted una buena persona.
- No lo crea usted. No soy una buena persona. Es que el lama nos ha enviado el dinero con una finalidad
clara y, no pudiendo devolvérselo, no tenemos más remedio que hacer lo encargado. Esto está claro, ¿no es
verdad? El martes, si le parece bien, me lleva usted al muchacho a la estación, en el tren de la noche con
dirección sur. Esto es, dentro de tres días. En tres días no puede darle a usted mucho que hacer (13).
- Me quita usted un gran peso de encima; pero ...y de esto, ¿qué hacemos? -dijo sacudiendo el pagaré-.
Yo no conozco a Gobind Sahui ni a su banco, que, a lo mejor, no es más que un agujero en la pared.
- ¡Cómo se conoce que no ha sido usted nunca un oficial subalterno y con deudas! Yo lo cobraré si lo
prefiere, y le enviaré los comprobantes en perfecto orden.
19
excomulgar: apartar a un fiel de la Iglesia, prohibiéndole el uso de sacramentos.
(13) El coronel inglés se perfila como personaje sutil y hábil. Es irónico, poco escrupuloso, descreído y pragmático.
- ¡Pero usted..., con todo el trabajo que tiene! Es una carga...
- No me molesta lo más mínimo. Comprenda usted que, como etnólogo, el asunto me interesa sobrema-
nera. Además, me conviene porque puedo obtener de todo ello unas notas para un trabajo que estoy hacien-
do por encargo del Gobierno. La transformación del emblema de un regimiento, como lo es el Toro Rojo de
ustedes, en una especie de amuleto que busca el muchacho, es muy interesante.
- No sé cómo darle las gracias.
- Una cosa puede usted hacer. Todos nosotros, los que nos dedicamos a la etnología, somos celosísimos
de los descubrimientos de los demás. Claro es que estos descubrimientos no tienen interés más que para
nosotros mismos, pero ya sabe usted cómo son los coleccionistas de libros. Bueno, yo le ruego que no diga
una sola palabra ni directa ni indirectamente, acerca del lado asiático del carácter del muchacho..., de sus
aventuras, de su profecía, y de todo lo demás. Más tarde yo le arrancaré todos los detalles al muchacho con
maña y... ¿comprende usted?
- Comprendo. Usted hará con ello un maravilloso relato. No diré ni una sola palabra hasta que lo vea im-
preso.
- Gracias. Esto conmueve el corazón de un etnólogo. Bueno, debo marcharme, porque es la hora de al-
morzar. ¡Cielos! ¿Aún está allí Mahbub Alí? -alzó la voz, y el tratante se le acercó saliendo de la sombra de
los árboles-. Bien, ¿qué hay?
- Con respecto al potro -dijo Mahbub Alí -tengo que decirle que cuando un potro ha nacido para jugar al
polo y sigue la pelota sin haberle enseñado..., cuando un potro como ése conoce el juego por intuición...,
entonces yo digo que es una equivocación destrozarle el cuello enganchándolo en un carro pesado, Sabih
(14).
- También yo lo creo así, Mahbub. El potro será destinado únicamente a jugar al polo. (Esta gente no
piensa en nada más que en los caballos, padre.) Ya te veré mañana, Mahbub, si es que tienes algo semejante
que venderme.
El tratante saludó como lo hacen los jinetes, con un amplio giro de la mano derecha.
(14) Se establece una analogía entre el polo y el espionaje: Kim es como un potro, con aptitudes, pero falto de instrucción y doma.
- Ten un poco de paciencia, Amigo de todo el Mundo -murmuró dirigiéndose al desolado de Kim-. Tu
fortuna está hecha. Dentro de poco irás a Nucklao, y... aquí tienes dinero para pagar al escribiente. Espero
que nos veremos muchas veces. -Y salió galopando hacia la carretera.
- Escúchame -dijo el coronel dirigiéndose a Kim desde el porche y hablándole en el lenguaje del país-.
Dentro de tres días vendrás conmigo a Lucknow, y verás y oirás cosas nuevas a partir de entonces; por lo
tanto, estáte quieto durante estos tres días, y no te escapes. Irás a la escuela de Lucknow.
- ¿Podré ver allí a mi santo? -gimoteó Kim.
- Por lo menos, Lucknow está más cerca de Benarés que Ambala. Es posible que yo te tome bajo mi pro-
tección. Mahbub Alí lo sabe y se enfadaría si te volvieses a la carretera otra vez. Y acuérdate...: me han
dicho muchas cosas que no olvidaré.
- Esperaré -dijo Kim-, pero los muchachos me pegarán. En aquel momento el corneta tocó a rancho.
Capítulo VII
¿Para utilidad de quién están equilibrados los soles fecundos
con estúpidas lunas y estrellas que ocultan estrellas?
Deslízate entre ellos, tu llegada pasará inadvertida.
Los Cielos tiene sus guerras sublimes, como la tierra las suyas, mezquinas.
Heredero de esta agitación, de este espanto, de esa refriega
(Atado siempre por el pecado de Adán, de los padres, del tuyo propio);
¡Escudriña, averigua tu horóscopo y di
qué planeta redime tu raído destino o lo condena!
SIR JOHN CHRISTIE
Por la tarde el maestro de escuela de la cara roja le dijo que «habían cercenado
1
su autoridad»; lo que
Kim no comprendió hasta que se le ordenó que se marchara a jugar. Entonces corrió al bazar en busca del
joven a quien debía un sello.
- Ahora voy a pagarte -dijo Kim con aire de príncipe-, y necesito que escribas otra carta.
- Mahbub Alí está en Ambala -dijo el escribiente con tono desenvuelto que, debido a su profesión, consti-
tuía una oficina de informaciones poco fiable.
- No es para Mahbub Alí, sino para un sacerdote. Coge la pluma y escribe en seguida: Al lama Teshu, el
santo de Bhotiyal
2
, que busca un Río y que habita ahora en el templo de los Tirthankers, en Benarés. ¡To-
ma más tinta! Dentro de tres días voy a Nucklao, a la escuela de Nucklao. El nombre de la escuela es Ja-
vier. Yo no sé dónde está la escuela, pero está en Nucklao.
- Yo conozco Nucklao -interrumpió el escribiente-. Y conozco también la escuela.
- Dile dónde está y te daré media anna.
La pluma de caña garrapateó durante un momento afanosamente.
1
cercenado: disminuido.
2
Bhotiyal: Tíbet.
- Con esto no puede tener pérdida -dijo el escribiente alzando la cabeza-. ¿Quién es ese que nos está vigi-
lando desde el otro lado de la calle?
Kim miró rápidamente y vio al coronel Creighton vestido con pantalones de franela de jugar al tenis.
- ¡Ah!, es un sahib, amigo del cura gordo de los cuarteles. Me está indicando que me acerque.
- ¿Qué estás haciendo? -preguntó el coronel cuando Kim se le acercó corriendo.
- Yo..., no me estoy escapando. Envío una carta a Benarés para mi santón.
- Es verdad, no había pensado en ello. ¿Le has dicho que soy yo quien te lleva a Lucknow?
- No, no se lo he dicho. Si no me cree, lea la carta.
- ¿Y por qué razón no has citado mi nombre al escribirle a tu santón? -preguntó el coronel con una sonri-
sa extraña. Kim hizo de tripas corazón.
- Me han dicho más de una vez que no conviene escribir los nombres de extraños que estén mezclados en
cualquier asunto, pues en muchas ocasiones sucede que proyectos bien pensados fracasan por citar nombres
propios.
- Te han enseñado bien -replicó el coronel, y Kim se ruborizó-. Me he dejado la petaca
3
en el porche del
edificio donde vive el padre. Llévamela a casa esta tarde.
- ¿Dónde está su casa? -dijo Kim. Con su rápida inteligencia comprendió que la pregunta era una prueba
a que lo sometía, y se puso en guardia.
- Pregúntale a cualquiera en el bazar -contestó el coronel, marchándose.
- Dice que se ha olvidado la petaca -explicó Kim volviéndose a donde estaba el escribiente-. Y que se la
lleve esta tarde a su casa. Ya está terminada la carta; sólo falta poner tres veces: ¡Ven a buscarme! ¡Ven a
buscarme! ¡Ven a buscarme! Ahora te pagaré el sello y la echaré al correo.
Se levantó para marcharse; pero, asaltado por un nuevo pensamiento, le preguntó:
- ¿Quién es ese sahib de cara enfadada que ha perdido la petaca?
3
petaca: estuche donde se guardan cigarros.
- ¡Ah!, no es más que el sahib Creighton, el más tonto de todos los sahibs, porque es un sahib coronel sin
regimiento.
- ¿Y en qué se ocupa?
- ¡Dios sabe! Siempre está comprando caballos que no monta y haciendo preguntas raras sobre las cosas
que ha hecho Dios, como plantas y piedras, y las costumbres de la gente. Los tratantes lo llaman el padre de
los tontos, porque se le engaña fácilmente en cuestión de caballos. Mahbub Alí dice que está más loco que
los demás sahibs.
- ¡Ah, ya! -dijo Kim, y se marchó. Sus experiencias le habían permitido adquirir ciertos conocimientos
del carácter de las personas, y pensó que a los tontos no les suelen dar informes que ocasionan la moviliza-
ción de ocho mil hombres dotados de artillería; ni el Comandante en Jefe de la India trata a los tontos con la
deferencia que Kim había visto; ni el tono de Mahbub Alí hubiera cambiado cada vez que mencionaba el
nombre del coronel, si éste hubiese sido tonto de veras. En consecuencia -y esto hizo que Kim empezara a
dar saltos-, allí había algún misterio y probablemente Mahbub Alí espiaba por cuenta del coronel, del mis-
mo modo que Kim lo había hecho tantas veces por cuenta de Mahbub. Y además era evidente que el coro-
nel, lo mismo que Mahbub Alí, apreciaba a las personas que no aparentaban ser demasiado inteligentes.
Con esto se alegró aún más de no haber descubierto que sabía dónde estaba la casa del coronel y, cuando
de regreso a los cuarteles, averiguó que éste no se había olvidado la petaca, se puso contentísimo. Aquél era
un hombre como los que a él le gustaban: una persona misteriosa y retorcida que ocultaba su juego. Bueno,
¿y esa persona era tonta?; sí, sí, tan tonta como él.
Pero no reveló ninguno de sus pensamientos cuando el padre Víctor le sermoneó durante tres largas ma-
ñanas acerca de un nuevo lote de dioses de mayor y menor rango totalmente desconocidos para él; sobre
todo, le habló de una diosa llamada María, que, según pudo deducir, no era otra que la Bibi Miriam de la
teología de Mahbub Alí (1). Tampoco mostró la más mínima emoción cuando, después del sermón, lo llevó
el padre Víctor de tienda en tienda, comprando artículos para su equipo; ni se quejó cuando le dieron de
patadas los tamborcillos, envidiosos porque lo enviaban a una escuela de mayor categoría; pero esperaba
con anhelo el desarrollo de los acontecimientos. El padre Víctor, que era un buen hombre, lo condujo a la
estación, lo acomodó en un departamento vacío de segunda clase, inmediato al de primera que ocupaba el
coronel Creighton, y se despidió de él con verdadero afecto.
(1) También la Virgen María es santa para los musulmanes (Bibi Miriam: literalmente, la Señora María).
- En San Javier te convertirán en un hombre, O’Hara; en un hombre blanco, y espero que en un hombre
bueno. Ya tienen noticia de tu llegada, y el coronel cuidará de que no te pierdas ni te extravíes por el cami-
no. Te he dado unas nociones de religión (al menos, eso espero) y, acuérdate bien: cuando te pregunten cuál
es tu religión, contesta que eres católico, o mejor aún, católico romano, aunque no soy muy aficionado a
esta expresión.
Kim encendió un apestoso cigarrillo -había tenido la precaución de hacer buena provisión de ellos en el
bazar- y se tumbó para meditar. Esta travesía en solitario era muy diferente del alegre viaje hacia el sur que
había hecho con el lama en un vagón de tercera. «Los sahibs no saben divertirse cuando viajan», pensó.
«¡Hai mai! ¡Yo voy de un lado a otro como una pelota! Es mi kismet. Nadie puede evitar su kismet. Pero
tengo que rezar a Bibi Miriam y soy un sahib». Se miró las botas tristemente. «No. Yo soy Kim. El mundo
inmenso se extiende ante mí, y yo no soy más que Kim. ¿Y quién es Kim?» (2). Se puso a meditar sobre su
propia identidad, cosa que nunca había hecho hasta entonces, y acabó por marearse. Él, Kim, en medio del
rugiente torbellino de la India, no era más que un ser insignificante que iba hacia el sur, ignorando qué era
lo que el destino le depararía.
En aquel momento lo mandó llamar el coronel y charlaron durante largo rato. Según pudo sacar en lim-
pio, se esperaba de él que fuera diligente y se incorporase al Servicio Topográfico de la India como cadene-
ro
4
. Si se portaba bien y aprobaba los exámenes pertinentes, ganaría treinta rupias mensuales a los diecisie-
te años, y el coronel Creighton procuraría encontrarle un empleo conveniente.
4
cadenero: en topografía, el que mide con la cadena, o sea, un conjunto de piezas de alambre grueso, enlazadas como los eslabo-
nes, que se emplea para las mediciones topográficas. Se alude con ello a la misión de espionaje a la que Kim será destinado.
(2) Kim reflexiona por primera vez sobre su identidad. Al compararse con una pelota, se continúa la analogia establecida entre el
juego del polo y the Great Game, el espionaje. La incertidumbre sobre su destino, sobre su Kismet, le disminuye en un mundo, que ve
ahora inmenso.
Al principio, Kim, aun esforzándose mucho, no llegaba a entender más que una palabra de cada tres y,
comprendiendo su error, el coronel pasó a expresarse en un urdú fluido y pintoresco, lo que colmó al mu-
chacho de satisfacción. Era imposible que fuese tonto un hombre que hablaba ese lenguaje tan a la perfec-
ción, un hombre que se movía tan fina y silenciosamente, y cuyos ojos eran tan distintos de los ojos inex-
presivos y embotados que tienen los demás sahibs.
- Sí, y debes aprender a trazar caminos, montañas y ríos..., y a conservar su impresión en la mente hasta
que tengas ocasión de trasladarla al papel. Tal vez algún día, cuando seas cadenero y trabajemos juntos, te
diga yo: «Cruza esas montañas y dime qué es lo que hay al otro lado». Entonces alguno de los nuestros
observará: «En aquellas montañas vive una gente muy mala, que matará al cadenero si se presenta como un
sahib». ¿Qué harías en ese caso?
Kim meditó un momento si le convendría aceptar el envite que el coronel le ofrecía.
- Diría lo mismo que el otro hombre -dijo al fin.
- Pero, ¿y si yo te dijera: «Te daré cien rupias por saber lo que ocurre al otro lado de las montañas..., por
un dibujo de un río y algunas noticias de lo que dice la gente en las aldeas»?
- ¿Qué quiere usted que le conteste? No soy más que un chico. Espere usted a que sea hombre. -Pero, al
ver que el coronel fruncía el entrecejo, añadió-: Pero creo que en pocos días lograría ganar las cien rupias.
- ¿De qué modo?
Kim sacudió la cabeza con resolución.
- Si yo dijera cómo pensaba hacerlo, alguien podría oírme y adelantárseme. No conviene dar de balde las
cosas que uno sabe.
- Dímelo ahora -interrumpió el coronel ofreciéndole una rupia. La mano de Kim se alargó para cogerla,
pero a mitad de camino retrocedió.
- No, sahib, no. Ya sé el precio que tiene mi respuesta, pero no sé aún las causas por las que se me hace
la pregunta.
- Tómala, te la regalo -dijo Creighton, lanzando al aire la rupia-. Tienes mucho talento. No dejes que te lo
emboten
5
durante tu estancia en San Javier. Hay allí muchos chicos que desprecian a los negros (3).
5
embotar: debilitar.
(3) Los «negros» son los indígenas. Denominación despectiva en boca de los británicos.
- Sus madres fueron vendedoras en el bazar -replicó Kim. Ya sabía que no hay aborrecimiento que iguale
al que sienten los mestizos por sus cuñados.
- Es verdad, pero tú eres sahib y el hijo de un sahib. Por lo tanto, no te dejes arrastrar en ningún momento
por ese desprecio a los negros. He conocido algunos muchachos que, al poco tiempo de estar al servicio del
Gobierno, aparentaban no entender el lenguaje ni las costumbres de los negros. Esa ignorancia les costó
una reducción de la paga. No hay pecado tan grave como la ignorancia. Acuérdate siempre de esto.
Durante el curso de las veinticuatro horas que duró el viaje hacia el sur, el coronel llamó varias veces a
Kim, extendiéndose siempre sobre los mismos temas.
«Así que todos tiramos del mismo carro», dedujo Kim al final, «el coronel, Mahbub Alí y yo... cuando
sea cadenero. El coronel me utilizará como lo hizo Mahbub Alí. Esto está bien, porque me permitirá volver
de nuevo a los caminos. Esta ropa no resulta más llevadera con el uso.»
Cuando llegaron a la estación de Lucknow, que estaba atestada de gente, no encontró ni rastro del lama,
pero disimuló su decepción, mientras el coronel lo acomodaba en un ticca-gartri
6
con todo su nuevo equi-
po y lo enviaba solo a San Javier.
- No te digo adiós porque volveremos a vernos -dijo-. Nos veremos muchas veces si conservas tu talento.
Pero aún tenemos que ponerte a prueba.
- ¿Y no la pasé ya cuando aquella noche te llevé -Kim empleaba ya el tum que se usa entre los iguales- el
pedigrí de un semental blanco?
- Mucho es lo que se gana olvidando, hermanito -dijo el coronel lanzándole una mirada que lo dejó hela-
do mientras se retiraba al carruaje apresuradamente.
Cerca de cinco minutos tardó en reponerse de la impresión. Luego respiró el aire nuevo apreciativamente.
- Una ciudad rica -dijo- Más rica que Lahore. ¡Qué buenos deben de ser los bazares! Cochero, llévame a
dar una vuelta por los bazares.
6
ticca-garri: carruaje de alquiler.
- Tengo orden de conducirte a la escuela. -El cochero empleó el tú, lo cual es una grosería cuando lo em-
plea un indígena dirigiéndose a un blanco. Kim lo disuadió de su error con unas cuantas frases claras y
fluidas, pronunciadas en hindú; en seguida trepó hasta el asiento del pescante
7
y, una vez aclaradas las co-
sas, paseó durante un par de horas, de un lado a otro, contemplando, comparando y gozando con lo que
veía. No hay ninguna ciudad -exceptuando a Bombay, que es la reina de todas- más hermosa, en un estilo
charro
8
, que la ciudad de Lucknow, tanto si se la contempla desde el puente sobre el río, como desde lo
alto del Imambara, que domina las áureas cúpulas de la Chutter Munzil (4), y la arboleda frondosa sobre la
cual se asienta la ciudad. Reyes y más reyes la adornaron de fantásticas construcciones, la dotaron con sus
limosnas, la atestaron de guardias reales y la empaparon en sangre. Es Lucknow el centro de toda pereza,
de toda intriga y de todo lujo, y comparte con Delhi el título de hablar el más puro urdú.
- Es una hermosa ciudad..., una ciudad preciosa.
El cochero, como natural de Lucknow, estaba muy orgulloso de esos elogios y le contó a Kim cosas
asombrosas en los sitios donde un guía inglés no le hubiese hablado más que de la Sublevación.
- Ahora vámonos a la escuela -dijo al fin el muchacho. La enorme y antigua escuela de San Javier in Par-
tibus consta de varias construcciones blancas de poca altura, que se alzan sobre amplios terrenos cerca del
río Gumti y a alguna distancia de la ciudad.
- ¿Qué clase de gente hay ahí dentro? -preguntó Kim.
- Sahibs jóvenes..., unos demonios; pero si quieres que te diga la verdad, aunque yo he llevado y traído a
muchos de ellos desde la estación, nunca he visto ninguno que tuviera el aire de ser más endemoniado que
tú..., este joven sahib a quien llevo ahora.
7
pescante: asiento exterior desde donde el cochero gobierna las caballerías.
8
charro: recargado de adornos y colores.
(4) 'Imambara' es una torre desde la que se divisa el 'Chutter Munzil', edificio que sirvió de serrallo de un antiguo gobernante, y que
estaba decorado con cúpulas, símbolo de la realeza.
Como es natural -ya que nadie le había enseñado a considerar el trato con ellas como algo inapropiado-,
Kim pasó buena parte del día con una o dos señoritas frívolas que estaban asomadas a elevadas ventanas de
cierta calle, y en el intercambio de galanterías se portó admirablemente (5). Estaba a punto de admitir la
última insolencia del cochero, cuando sus ojos repararon -se estaba haciendo de noche- en una figura senta-
da junto a una de las columnas encaladas que flanqueaban la puerta que se abría en el muro.
- ¡Para! -gritó-. ¡Para aquí! Aún no voy a la escuela.
- ¿Y quién me pagará todas estas idas y venidas? -dijo el cochero con malhumor-. ¿Estás loco, mucha-
cho? Antes fue una bailarina, ahora es un sacerdote.
Kim se había precipitado de cabeza en la carretera, y ya estaba acariciando los pies polvorientos que
asomaban bajo la sucia túnica amarilla.
- Te estoy esperando aquí desde hace día y medio -empezó a decir el lama con su voz suave-. No, tenía
un discípulo conmigo. El amigo mío del templo de los Tirthankers me proporcionó un guía para este viaje.
Vine en tren desde Benarés en cuanto recibí tu carta. Sí, estoy bien alimentado y no necesito nada.
- Pero, ¿por qué no permaneciste con la mujer de Kulú, oh santo? ¿Cómo te las arreglaste para ir a Bena-
rés? Mi corazón ha estado triste desde que nos separamos.
- La mujer me agotaba con su constante charla y con sus peticiones de ensalmos (9) para tener más nie-
tos. Me separé de su compañía, permitiéndole, no obstante, que adquiriese méritos haciéndome regalos. Por
lo menos es una mujer pródiga y yo le prometí que iría a buscarla si me apremiaba la necesidad. Entonces,
encontrándome completamente solo en este mundo grande y terrible, me acordé del te-ren para Benarés,
donde conocía a un peregrino como yo, que moraba en el templo de los Tirthankers.
9
ensalmo: modo supersticioso de curar con oraciones y aplicación de varias medicinas.
(5) Hay en todo el libro cinco o seis breves secuencias referidas al mundo de la prostitución o de las relaciones sexuales. Hemos
visto dos: el encuentro de Mahbub Alí con una prostituta en Lahore (cap. I), llamada Flor de Delicia, y en el viaje en tren (cap. II) de
«la muchacha de Amritsar», que socorre a Kím y al lama: «las muchachas de su condición, Kim lo sabía, son siempre generosas».
Kim ejerció de recadero, y para citas nocturnas «trepaba hasta las terrazas para contemplar a las mujeres y escuchar sus cantos...»
(cap. I). Kipling escribe este libro para jóvenes lectores y por ello; puritanismo victoriano aparte, es muy poco explícito en lo referido
a la sexualidad de Kim.
- ¡Ah! Tu Río -dijo Kim-. Se me había olvidado el Río.
- ¿Tan pronto, chela mío? Yo nunca lo he olvidado; pero en cuanto me separé de ti no se me ocurrió más
que ir al templo y solicitar consejo porque, mira, la India es enorme, y tal vez otros hombres sabios con
anterioridad a nosotros (aunque no hubiesen sido más que dos o tres) hubieran dejado alguna noticia sobre
el lugar de nuestro Río. Hay divergencia de opiniones acerca de esto en el templo de los Tirthankers; unos
opinan de un modo y otros de otro. Son una gente muy cortés.
- Me alegro de que sea así; pero ahora, ¿qué vas a hacer? - Adquirir mérito, ayudándote para que llegues
a ser un sabio, chela mío. El sacerdote de aquel grupo de hombres que sirven al Toro Rojo me escribió que
todo se haría como yo deseaba. Le mandé el dinero suficiente para un año y en seguida me vine, como pue-
des comprobar, para presenciar tu entrada por las Puertas de la Sabiduría. Día y medio he estado esperando,
no porque me sintiera guiado por el afecto hacia ti, pues eso es contrario a la Senda, sino porque, como
dicen en el templo de los Tirthankers, habiendo pagado por tu educación, es mi deber inspeccionar el final
de este asunto. Ellos han resuelto todas mis dudas con gran claridad. Yo tenía el temor de que, quizás, mi
venida obedecía al deseo de verte, mal aconsejado por la roja niebla del afecto... Pero no es así... Además,
yo estoy turbado por un sueño.
- Pero seguramente, santo mío, no te has olvidado de nuestro camino y de todo lo que sucedió en él. ¿No
habrás venido también por el deseo de verme?
- Los caballos se están enfriando y ya ha pasado la hora del pienso -dijo el cochero, lamentándose.
- ¡Vete a Jehannum y quédate allí con la desvergonzada de tu tía! -respondió Kim por encima del hom-
bro-. Estoy solo en el mundo, no sénde iré ni qué me sucede (6). Puse toda mi alma en la carta que te
escribí. Quitando a Mahbub Alí, y eso que es un pathan, yo no tengo más amigo que tú, santo mío. No te
vayas.
(6) Ésta es la primera consecuencia de su nuevo destino: la soledad y la preocupación por su futuro, sentimientos ajenos a él hasta
entonces, y más bien propios de sahib.
- Ya he meditado acerca de eso -replicó el lama con voz vacilante-. Y está clarísimo que de vez en cuan-
do debo adquirir méritos (antes de que encuentre mi Río), cerciorándome de que tus pies siguen la senda de
la sabiduría. Lo que puedan enseñarte, yo no lo sé; pero el sacerdote me escribió que ningún hijo de sahib
en toda la India recibiría mejor educación que tú. Así que, de vez en cuando, regresaré de nuevo. Y tal vez
llegues a ser como aquel sahib que me regaló estos lentes -el lama los limpió cuidadosamente- en la Casa
Maravillosa de la ciudad de Lahore. Ésa es mi esperanza, porque aquel hombre era Fuente de Sabiduría;
más sabio que muchos abades... Por otra parte, es posible que te olvides de mí y de nuestros encuentros.
- Si yo como de tu pan -exclamó Kim apasionadamente-, ¿cómo es posible que pueda olvidarte?
- No..., no -dijo el lama apartando al muchacho-. Debo volver a Benarés. De vez en cuando, ahora que ya
conozco las costumbres de los escribientes de esta tierra, te enviaré una carta, y un día u otro vendré a ver-
te.
- Pero, ¿adónde dirigiré yo mis cartas? -dijo Kim sollozando, agarrado a la túnica del viejo, y olvidándo-
se por completo de que era un sahib.
- Al templo de los Tirthankers, de Benarés. Ése es el lugar de retiro que he escogido hasta que encuentre
mi Río. No llores; porque, mira, todo Deseo es Ilusión y una nueva atadura a la Rueda. Entra por las Puer-
tas de la Sabiduría. Yo te veré entrar... ¿No me quieres? Pues entonces, vete, o mi corazón estallará... Ya
volveré otra vez. Te aseguro que volveré.
El lama vio al ticca-garri penetrar con estruendo en el recinto del colegio, y se alejó aspirando con fuerza
entre zancada y zancada.
«Las Puertas de la Sabiduría» rechinaron al cerrarse.
Los muchachos nacidos y educados en la India tienen costumbres especiales que no se parecen a las de
ningún otro país del mundo, y sus maestros emplean para educarlos unos métodos que desconcertarían a los
profesores ingleses. Por lo tanto, es poco probable que al lector le interesen las experiencias como estudian-
te de San Javier de Kim, entre doscientos o trescientos muchachos precoces, la mayor parte de los cuales no
había visto nunca el mar. Cuando estalló el cólera en la ciudad sufrió muchos castigos por escaparse fuera
de los límites marcados. Esto ocurrió antes de que aprendiera a escribir en un inglés pasable, y, por lo tanto,
se veía obligado a recurrir a un escribiente del bazar. Fue denunciado, como es natural, por fumar y por su
costumbre de insultar con frases tan fuertes como nunca se habían oído ni aun en San Javier. Aprendió a
lavarse con la ceremoniosa escrupulosidad que emplean los indígenas, quienes en su fuero interno conside-
ran a los ingleses más bien sucios. También tomó parte en las bromas que es costumbre gastar a los pacien-
tes culís
10
, que mueven los abanos
11
de los dormitorios, donde los muchachos se revuelven inquietos las
noches cálidas contándose cuentos hasta la aurora; poco a poco fue midiendo sus fuerzas contra sus más
confiados camaradas.
Los padres de sus condiscípulos eran empleados de ferrocarriles, telégrafos y servicios del Canal; oficia-
les de baja graduación, una veces jubilados ya, y otras activos como coman dantes en jefe del ejército de
algún Rajá feudatario
12
; otros eran capitanes de la marina india, pensionistas del Gobierno, hacendados,
altos comerciantes o misioneros. Algunos eran los hijos menores de las antiguas familias euroasiáticas que
han arraigado en Dhurrumtollah (7) -como los Pereiras, De Souzas y Da Silvas-. Sus padres podían muy
bien haberlos enviado a Inglaterra para su educación, pero preferían aquel colegio, en donde ellos mismos
habían pasado su juventud, y las generaciones de muchachos de piel cetrina se sucedían en San Javier. Sus
casas solariegas se extendían desde Howrah de las gentes del ferrocarril hasta los acuartelamientos abando-
nados, como Monghyr y Chunar; y unas veces se trataba de plantaciones de té perdidas en el camino de
Shillong (8), otras de aldeas situadas en Oudh y en el Decan donde sus padres eran grandes terratenientes;
misiones a más de una semana de distancia del ferrocarril más próximo; puertos de mar a mil millas hacia
el sur, desafiando las ásperas rompientes del Indico; plantaciones de quinos
13
situadas todavía más al sur.
El mero relato de sus aventuras (que a ellos les parecían la cosa más natural del mundo) en sus viajes de ida
y regreso al colegio, bastaría para poner los pelos de punta a cualquier muchacho de Occidente. Estaban
acostumbrados a caminar solos a través de centenares de millas de jungla, donde existía siempre la delicio-
sa oportunidad de tener que demorarse por los tigres; pero, en cambio, no se hubieran atrevido a bañarse en
el Canal de la Mancha un día del agosto inglés, y, por su parte, los muchachos ingleses del otro lado del
mundo no hubieran podido permanecer inmóviles mientras un leopardo olfateaba su palanquín
14
. Eran mu-
chachos de quince años, alguno de los cuales había permanecido durante día y medio sobre una isla en me-
dio de un río en plena inundación, tomando como por derecho propio el mando de un campamento de faná-
ticos peregrinos que regresaban de un santuario; había entre ellos algunos de más edad que, una vez en que
las lluvias fueron tan intensas que borraron las huellas del camino que conducía a las posesiones de su pa-
dre, requisaron en nombre de San Francisco Javier los elefantes de un Rajá que encontraron por casualidad,
y perdieron las inmensas bestias en un cenagal
15
movedizo. Uno de los muchachos contaba, y ninguno lo
ponía en duda, que había ayudado a su padre a rechazar con los rifles desde el porche un ataque de akas (9)
en el tiempo en que estos cazadores de cabezas se atrevían a asaltar las plantaciones aisladas.
10
cull: trabajador no cualificado que, en la India o China, realiza las faenas más penosas y mal pagadas.
11
abano: especie de abanico grande colgado del techo.
12
feudatario: que pagaban tributos a cambio de protección, como en el sistema feudal.
13
quino: de las cortezas del quino (llamadas quina) se extrae un líquido medicinal contra la fiebre, la
quinina.
14
palanquín: silla de manos para llevar a personajes.
15
cenagal: lodazal, lugar embarrado.
(7) Es el área de Calcuta. Nótense los apellidos de origen portugués. La zona había tenido contactos comerciales con Portugal desde
el viaje de Vasco de Gama (1498).
(8) La capital de Assan.
9 Una tribu muy belicosa de las montañas.
Y relataban todas estas historias con ese tono apacible y desapasionado propio de los naturales del país,
mezclándolas con fantásticas observaciones aprendidas inconscientemente de sus nodrizas indígenas, y con
giros que demostraban que acababan de ser traducidas en ese momento del idioma familiar. Kim observaba,
escuchaba y mostraba su aprobación. Esto no se parecía a la charla insustancial de los educandos de tam-
bor, sino que se relacionaba con la vida que él conocía y comprendía en parte. Aquella atmósfera le com-
placía; así es que prosperaba a pasos agigantados. Cuando empezó a apretar el calor, le dieron un traje de
dril
16
blanco, y disfrutó de comodidades corporales, nuevas para él, así como de ejercitar su rápida inteli-
gencia en las tareas que le encomendaban. Su aguda comprensión hubiera entusiasmado a un profesor in-
glés, pero en San Javier estaban acostumbrados a ese primer ímpetu de las mentes, desarrolladas por el sol
y el medio, y ya sabían que era seguido de una paralización que tiene lugar a los veintidós o veintitrés años.
A pesar de todo, Kim recordaba que no debía llamar demasiado la atención. Cuando en las noches cálidas
se contaban unos a otros las historias de que habían sido protagonistas, Kim no atrajo jamás la atención
sobre sí relatando sus aventuras; porque en San Javier se mira mal a los muchachos que «se juntan con los
indígenas». Allí nadie debe olvidar nunca que es un sahib, y que algún día, cuando se aprueben los exáme-
nes, tendrá autoridad sobre los indígenas. Kim tomó nota de esto, porque empezó a comprender para qué
servían los estudios. Pronto llegaron las vacaciones, que duran de agosto a octubre; las largas vacaciones
impuestas por el calor y las lluvias. A Kim le dijeron que tendría que ir al norte, a una estación de las mon-
tañas situada detrás de Ambala, en donde el padre Víctor se haría cargo de él.
16
dril: tela fuerte de algodón o hilo.
- ¿Una escuela de cuartel? -dijo Kim, que preguntaba mucho y aún pensaba más.
- Sí; me figuro que será eso -contestó el profesor-. No te perjudicará que te controlen para evitar que
hagas diabluras. Puedes ir con el joven De Castro hasta Delhi.
Kim pensó en este asunto, dándole todas las vueltas imaginables. Había trabajado de firme, como le
aconsejó el coronel. Pero las vacaciones de un muchacho son cosa suya -las conversaciones de sus camara-
das le habían ilustrado sobre este asunto- y una escuela de cuartel resultaba un tormento insoportable des-
pués de la estancia en San Javier. Además -y esto era algo mágico, más valioso que cualquier otra cosa-,
sabía escribir. En tres meses había descubierto cómo pueden comunicarse entre sí dos hombres sin necesi-
dad de intermediarios, al coste de media anna y unos pocos conocimientos. No había tenido noticias del
lama, pero el camino se extendía ante él. Kim anhelaba ya sentir la suave caricia del barro blando des-
lizándose entre los dedos de los pies, y se le hacía la boca agua al pensar en el cordero estofado con mante-
quilla y col, en el arroz espolvoreado de cardamomos de intenso aroma y teñido de azafrán, en las cebollas
y los ajos y los grasientos dulces prohibidos de los bazares. En la escuela del cuartel le darían de comer
carne de ternera casi cruda, servida en fuentes, y tendría que fumar a hurtadillas. Pero... él era un sahib y
estaba en San Javier, y ese cerdo de Mahbub Alí... No, no pondría a prueba la hospitalidad del tratante, y,
sin embargo... Pensando a solas acerca de esto en el dormitorio, llegó a la conclusión de que en cierto modo
había sido injusto con Mahbub.
El colegio estaba desierto; casi todos los profesores se habían marchado; el pase para el ferrocarril que le
había dado el coronel Creighton, estaba en su poder, y Kim se alegraba de no haber gastado el dinero del
coronel ni el de Mahbub en darse a la buena vida. Todavía era dueño de dos rupias y siete annas. Su baúl
nuevo, marcado con las letras «K. O”H.», y su petate se encontraban en el dormitorio vacío. «Los sahibs
están siempre ligados a su equipaje», se dijo Kim señalando los bultos con la cabeza. «Vosotros os estaréis
aquí quietecitos hasta que vuelva». Y se marchó recibiendo la lluvia templada y sonriendo maliciosamente,
en busca de cierta casa cuya fachada había sido observada por él hacía ya tiempo...
- ¡Vete de aquí! ¿Sabes qué clase de mujeres vivimos en este barrio? ¡Qué vergüenza!
- ¿Te crees que nací ayer? -dijo Kim sentándose en cuclillas, como los indígenas, sobre unos cojines de la
habitación de aquel piso alto-. Necesito un poco de tinte y tres yardas de tela para una broma. ¿Es eso mu-
cho pedir?
- ¿Quién es ella? Siendo un sahib, eres muy joven aún para hacer esas diabluras.
- ¡Oh!, ¿ella? Es la hija de cierto maestro de escuela de un regimiento. Ya me ha pegado su padre dos ve-
ces porque salté la tapia con esta ropa. Ahora quiero ir vestido de ayudante del jardinero. Los viejos son
muy celosos.
- Eso es verdad. No muevas la cara mientras te aplico el zumo.
- No me pongas demasiado negro, Naikan
17
. No quiero que ella me vea como un hubshi (negro).
- ¡Oh!, el amor no se para en esas cosas. ¿Qué edad tiene?
- Creo que doce años-dijo el sinvergüenza de Kim-. Ponme un poco también en el pecho. Puede ser que
el padre me rasgue la ropa, y si aparezco pío
18
... -añadió echándose a reír.
La muchacha trabajó afanosamente, mojando un paño en un platillo que contenía el tinte oscuro, más
persistente que el jugo del nogal.
- Ahora manda a por tela para el turbante. ¡Maldita sea; mi cabeza está sin afeitar! Y con toda seguridad,
el padre me arrancará el turbante.
- No soy barbero, pero haré lo que pueda. ¡Tú has nacido para ser un conquistador! ¿Y todo este disfraz
es sólo para una tarde? Ten en cuenta que el tinte no se irá por mucho que te laves -dijo, retorciéndose de
risa, mientras los brazaletes y las ajorcas
19
tintineaban sonoramente-. Bueno, ¿y quién me va a pagar todo
esto? La misma Huneefa no te hubiera teñido mejor que yo.
- Ten confianza en los dioses, hermana mía -dijo Kim con gravedad, haciendo toda clase de muecas
mientras se le secaba el tinte-. Además, ¿has ayudado a pintar de este modo a un sahib alguna vez?
- Nunca. Pero una broma no es dinero.
- Vale mucho más.
- Chaval, eres sin duda el más desvergonzado hijo de Saitán
20
que he visto en mi vida. ¿Te parece bien
malgastar así el tiempo de una pobre muchacha y salir después diciendo: «no tienes bastante con haberme
ayudado a preparar esta broma»? Llegarás lejos en este mundo. -Y le saludó con gesto burlón y haciendo la
cortesía que emplean las bailarinas.
17
Naikan: cortesana, prostituta.
18
pío: caballería cuyo pelo, blanco en el fondo, presenta manchas de otro color.
19
ajorca: pulsera.
20
Saitán: en término musulmán, Satán, el diablo.
- Bueno, date prisa y córtame el pelo como sea. -Kim se balanceó sin levantar los pies del suelo y sus
ojos brillaban de alegría al pensar en los buenos días que se le avecinaban. Le dio cuatro annas a la mucha-
cha y desapareció por la escalera convertido hasta en el menor detalle en un chiquillo hindú de baja casta.
Lo primero que hizo fue dirigirse a un figón
21
,
donde se atracó de cosas extravagantes y grasientas.
En los andenes de la estación de Lucknow vio al joven De Castro, acalorado y completamente lleno de
salpullido
22
, penetrar en un compartimento de segunda clase. Kim se instaló en uno de tercera del que fue
alma y vida. Explicó a sus compañeros de viaje que era ayudante de un juglar y que, habiéndose puesto
enfermo de fiebres, se había quedado rezagado e iba a reunirse con su amo en Ambala. Conforme variaban
los viajeros, cambiaba Kim la historia o la adornaba con los recursos de su viva imaginación, que se pre-
sentaba aún más exuberante por haber estado durante tanto tiempo privado de hablar el lenguaje indígena.
Aquella noche no hubo en toda la India un ser humano más feliz que Kim. Al llegar a Ambala bajó del tren
y echó a andar hacia el este, chapoteando sobre los campos recién regados, en dirección a la aldea donde
vivía el viejo soldado.
Aproximadamente en aquel mismo instante, el coronel Creighton, que se hallaba en Simla, recibía un te-
legrama de Lucknow en el que le decían que el joven O’Hara había desaparecido. Mahbub Alí estaba tam-
bién en la ciudad vendiendo caballos, y una mañana que se encontraron galopando en el hipódromo de An-
nandale, el coronel le confió el asunto.
- Eso no es nada -dijo el tratante-. Los hombres son como los caballos. A veces necesitan sal, y si no la
encuentran en el pesebre irán a lamerla de la tierra. El muchacho se ha lanzado otra vez al camino por algún
tiempo. La madrasa
23
1o ha cansado. Me lo figuraba. Para otra vez lo llevaré conmigo. No se apure, sahib
Creighton. Esto es lo mismo que si una jaca de polo rompiese las ligaduras para aprender a jugar por sí
sola.
- Entonces, ¿tú no crees que haya muerto?
- Las fiebres podrían matarlo. Las demás cosas no me inspiran el menor cuidado por el muchacho. Un
mono no se cae de los árboles.
A la mañana siguiente, y en el mismo sitio, el semental de Mahbub se colocaba al lado del coronel.
21
figón: casa de comidas, taberna.
22
salpullido: granos, picaduras en la piel.
23
madrasa: el colegio.
- Ha sucedido lo que yo pensaba -dijo el tratante-. El muchacho ha llegado por lo menos hasta Ambala y
desde allí me ha escrito una carta. Probablemente, en el bazar se habrá enterado de que yo estaba aquí.
- Léemela -dijo el coronel con un suspiro de alivio.
Era absurdo que un hombre de su posición se tomase tanto interés por un pequeño vagabundo criado en
la India; pero el coronel se acordaba de la conversación en el tren, y a menudo, durante los meses transcu-
rridos, se había sorprendido a sí mismo pensando en aquel muchacho silencioso y extraño que demostraba
tener tanta seguridad en sí mismo. Claro es que su evasión representaba el colmo de la insolencia; pero, al
menos, revelaba valor y resolución.
Los ojos de Mahbub resplandecieron mientras paraba su caballo en el centro de la pequeña llanura, adon-
de nadie podía acercarse sin ser visto.
- «El Amigo de las Estrellas, que es el Amigo de todo el Mundo...»
- ¿Qué es eso?
- El mote que le dábamos en la ciudad de Lahore. «El Amigo de todo el Mundo se toma licencia para
marcharse a donde quiera. Volverá otra vez el día señalado. Mandad a buscar el baúl y la ropa de cama; y
si ha cometido alguna falta, que la Mano de la Amistad desvíe el Látigo de la Calamidad». Todavía queda
algo más; pero...
- No importa; léelo.
- «Hay cosas que no comprenden los que comen con tenedor. Es conveniente comer con las manos de vez
en cuando. Aplaca con tus palabras a los que no entiendan esto, para que al regreso puedan estar propi-
cios». Claro es que el estilo en que está escrita la carta es obra del escribiente, pero ¡de qué manera tan pru-
dente ha expuesto el asunto! Nadie que no esté en el secreto puede adivinar lo más mínimo.
- ¿Es eso la Mano de la Amistad desviando el Látigo de la Calamidad? -dijo el coronel echándose a reír.
- Piense en lo prudente que es el muchacho. Como le dije antes, necesitaba volver otra vez al camino. No
conociendo aún su ocupación...
- No me atrevería yo a asegurarlo -murmuró el coronel. - Se dirige a mí para que interceda. ¿No está ad-
mirablemente pensado? Además, dice que volverá. Ahora no hace más que perfeccionar sus conocimientos.
¡Piense en esto, sahib! Ya lleva tres meses en el colegio. No estará acostumbrado a ese bocado (10). Yo,
por mi parte, me alegro: el potro aprende el juego.
- Sí, pero otra vez no debe ir solo.
- ¿Por qué? Bien solo iba antes de tener la protección del sahib coronel. Y cuando ingrese en el Gran jue-
go (11) tendrá que ir solo..., solo y con peligro de su cabeza. Entonces, si escupe, o estornuda, o se sienta de
manera distinta que la gente del pueblo a quien espía, puede costarle la vida. ¿Por qué obstaculizarlo ahora?
Recuerde lo que dicen los persas: El chacal que vive en los desiertos de Mazanderan, sólo puede ser cazado
con perros de Mazanderan (12).
- Es cierto. Es cierto, Mahbub Alí. Y si no le ocurre nada, por mi parte estoy conforme. Pero no por eso
deja ser insolente su conducta.
- Ni siquiera a mí me dice adónde va. No es tonto. Cuando se canse vendrá a buscarme. Ya es hora de
que lo coja por su cuenta el curandero de perlas (13). El muchacho madura rápidamente, en opinión de los
sahibs.
La profecía se cumplió al pie de la letra. Un mes después, Kim se encontró ya anochecido con Mahbub,
que había ido a Ambala a recoger una partida de caballos. Cabalgaba solo por la carretera de Kalka, le pidió
una limosna, recibió una blasfemia por toda respuesta y le replicó en inglés. No había nadie alrededor que
pudiese oír la exclamación de asombro que lanzó Mahbub.
- ¿En dónde has estado metido?
- Arriba y abajo..., abajo y arriba.
- Vámonos bajo aquel árbol, donde no llueva, y cuéntamelo.
(10) Una vez más, se utiliza una metáfora de los caballos para aludir a la «doma» de Kim. Éste no se ha acostumbrado al «bocad
o «freno» al que lo quieren someter.
(11) El Servicio de espionaje.
(12) Una provincia de Persia (Irán).
(13) El sahib Lurgan (cap. IX).
- Estuve algún tiempo con un viejo cerca de Ambala; después, con una familia de esta ciudad a quien co-
nozco. Con uno de ellos fui hacia el sur y llegamos hasta Delhi. Es una ciudad maravillosa. De allí salí para
el norte conduciendo el buey de un teli (vendedor de aceite); pero me ente de que había una gran fiesta en
Patiala y allá me fui en compañía de un pirotécnico. Fue una gran fiesta. (Kim se restregó la barriga). Vi
Rajás y elefantes con galas de plata y oro; pero prendieron de una vez todos los fuegos artificiales y murie-
ron once hombres, entre ellos el pirotécnico; yo volé por los aires y caí sobre una tienda, pero no me hice
daño. Después volví al rê1
24
con un tratante sij, a quien serví de criado sólo por la comida, y ahora estoy
aquí.
- ¡Shabash!
25
-exclamó Mahbub Alí.
- Pero, ¿qué dice el sahib coronel? Yo no quiero que me peguen.
- La Mano de la Amistad ha desviado el Látigo de la Calamidad; pero otra vez, cuando te escapes, ven-
drás conmigo. Es demasiado pronto.
- Lo bastante tarde. He aprendido a leer y escribir un poco en inglés en la madrasa. Pronto seré todo un
sahib.
- ¡Qué te parece! -dijo Mahbub, riendo y contemplando la pequeña figurita completamente empapada que
bailaba bajo la lluvia-. Salaam (14), sahib -continuó saludándole irónicamente-. Bueno, ¿estás cansado de
andar por la carretera, o quieres venir conmigo a Ambala y trabajar con los caballos?
- Me voy contigo, Mahbub Alí.
24
rél: el tren.
25
¡shabash!: ¡Bien hecho!
(14) Fórmula árabe de saludo.
Capítulo VIII
Algo debo a la Tierra, que me soporta,
más a la vida, que me alimenta;
pero mucho más a Alá, que dotó a mi cerebro
de dos partes bien distintas.
Preferiría ir sin vestidos ni zapatos,
sin amigos, tabaco o alimentos,
antes que abandonar por un instante
una de las dos partes de mi cerebro.
Entonces, en nombre del cielo, cambia tu color rojo por el azul -dijo Mahbub Alí, aludiendo al color hin-
dú del despreciable turbante de Kim (1).
Kim le contestó con el antiguo refrán: «Cambiaré mi fe y la ropa de mi cama, pero deberás pagarlo tú.»
El tratante rió con tanta gana que casi se cayó del caballo. El cambio se hizo en una tienda de las afueras
de la ciudad, y Kim, al menos por su aspecto exterior, parecía un mahometano.
Mahbub alquiló un cuarto cerca de la estación del ferrocarril, y mandó que le trajeran una comida magní-
fica, con dulces de requesón y almendras (nosotros lo llamamos balushai) y tabaco de picadura fina de
Lucknow.
- Esto es mejor que la otra carne que comí con el sij -dijo Kim sonriendo, mientras se sentaba en cucli-
llas-, y por supuesto que estas cosas no se comen en mi madrasa.
- Tengo ganas de que me cuentes algo de esa madrasa -dijo Mahbub, atiborrándose de grandes albóndi-
gas de cordero con especias, fritas con manteca, y con repollos y cebollas doradas de acompañamiento-.
Pero antes dime, con todo detalle y con sinceridad, cómo te escapaste, porque, Amigo de todo el Mundo... -
añadió, desabrochándose su cinturón pronto ya a estallar-, no es frecuente que un sahib, hijo de sahib se
escape de ese modo.
(1) Los hindúes llevan turbante rojo, los musulmanes azul.
- ¿Cómo van a escaparse? No conocen la tierra. Fue muy fácil -dijo Kim, y relató la historia. Cuando lle-
gó al disfraz y a su conversación con la muchacha del bazar, Mahbub Alí no pudo mantener la seriedad y
rompió a reír a carcajadas y a golpearse el muslo con la mano.
- ¡Shabash! ¡Shabash! ¡Oh, estuvo bien hecho, pequeño! ¿Qué dirá a esto el curandero de turquesas?
Ahora, cuéntame con calma todo lo que te pasó después..., pero poco a poco, sin omitir nada.
Paso a paso contó Kim todas sus aventuras, entre golpes de tos, producidos por efecto del aromático ta-
baco en sus pulmones.
- Ya decía yo -murmuró Mahbub-. Ya decía yo que el potro se escapaba para jugar al polo. La fruta está
madura..., sólo que tiene que aprender a medir distancias con su paso y a manejar la vara de medir y la brú-
jula. Escúchame ahora: yo he apartado de tus espaldas el látigo del coronel, lo que no es un pequeño servi-
cio.
- Es verdad -dijo Kim, fumando serenamente-. Todo eso es verdad.
- Pero no por eso creas que me parece bien ese vagabundeo tuyo de aquí para allá.
- Eran mis vacaciones, hayyi
1
. Durante muchas semanas he sido un esclavo. ¿Por qué no iba a marchar-
me cuando la escuela está cerrada? Piensa, además, que viviendo a costa de mis amigos y trabajando para
ganarme la comida, como hice con el sij, he evitado un enorme gasto al sahib coronel.
Los labios de Mahbub se contrajeron bajo su bigote mahometano bien recortado.
- ¿Qué representan unas cuantas rupias -el pathan extendió su mano abierta descuidadamente- para el sa-
hib coronel? Tiene sus motivos para gastarlas; no lo hace por cariño hacia ti.
- Eso -dijo Kim lentamente- ya lo sabía yo hace mucho tiempo.
- ¿Quién te lo dijo?
- El sahib coronel mismo. No con esas mismas palabras, pero sí lo bastante claro para que lo entienda
quien no tiene la cabeza demasiado dura. Sí, me lo dijo en el te-ren cuando fuimos a Lucknow.
1
Ver cap. I, n. 32 .
- Será como dices. Entonces te voy a contar otra cosa, Amigo de todo el Mundo, aunque al decírtela pon-
go mi cabeza en tus manos.
- Ya la tuve en mi poder -dijo Kim con profundo placer -aquel día en Ambala, cuando me estaba pegando
el tamborcillo y tú me subiste en el caballo.
- Mira, habla un poco más claro. Todo el mundo puede decir mentiras menos tú y yo. Porque ten en cuen-
ta que también tu vida está en mis manos y me bastaría levantar un dedo...
- También lo sé -dijo Kim mientras aplicaba la bola de carbón al rojo a su cigarro-. Hay entre nosotros un
lazo indisoluble. Claro que tu fuerza es mayor que la mía, porque, ¿quién iba a echar de menos a un mu-
chacho muerto a palos, o arrojado a un pozo a la vera del camino? Mientras que mucha gente de aquí y de
Simla y de los pasos de más allá de la montañas se preguntaría: «Qué le ha sucedido a Mahbub Alí», si
apareciera muerto entre sus caballos. Seguramente el sahib coronel haría pesquisas para averiguarlo. Pero
ten en cuenta -el semblante de Kim tomó una expresión maliciosa- que sus pesquisas no durarían mucho
tiempo para evitar que la gente se preguntase: «¿Qué tiene que ver el sahib coronel con ese tratante de ca-
ballos?». Mientras que yo, si viviese...
- Pero como seguramente morirías...
- Puede ser. Por eso digo si viviese, yo, y sólo yo, sabría que una noche, un hombre, tal vez un vulgar la-
drón, había penetrado en el soportal que tiene Mahbub Alí en el caravasar y allí lo había matado, no sin
hacer antes o después registro sistemático en su montura, su equipo y hasta entre las suelas de sus zapati-
llas. ¿Serían éstas noticias para el coronel, o tal vez me diría (aún no se me ha olvidado que me envió a
buscar una petaca que no se había dejado olvidada): «¿Y qué tengo yo que ver con Mahbub Alí?»
El ambiente estaba cargado de humo. Después de una larga pausa, Mahbub Alí exclamó admirado:
- ¿Y con todas esas cosas en tu cabeza, puedes acostarte y levantarte entre los hijos de los sahibs en la
madrasa, y aprender dócilmente las lecciones de tus maestros?
- Es una orden -murmuró Kim suavemente-. ¿Quién soy yo para discutir una orden?
- Eres un completo hijo de Eblis (2) -dijo Mahbub Alí-. Pero ¿qué historia es ésa del ladrón y del regis-
tro?
(2) El príncipe de los demonios, según la creencia musulmana.
- Una cosa que descubrí la noche en que mi lama y yo descansamos en un local vecino al tuyo en el cara-
vasar de Cachemira. La puerta estaba abierta, lo que no creo sea costumbre de Mahbub Alí. El ladrón se
acercó seguro de que no volverías en algún tiempo. Yo apliqué el ojo al agujero de un nudo en la madera
del tabique. El ladrón buscaba algo, no una manta, ni estribos, ni bridas, ni cacharros de bronce, sino algo
muy pequeño y que debía de estar escondido con mucho cuidado. Además, ¿por qué rasgaba con una nava-
ja las suelas de tus zapatillas?
- ¡Ah! -dijo Mahbub, sonriendo-. Y al ver estas cosas, ¿qué explicación te diste a ti mismo, Pozo de la
Verdad?
- Ninguna. Puse la mano en el amuleto, que estaba en contacto con mi piel, y, recordando el pedigrí de un
semental blanco que encontré al morder un pedazo de pan musulmán, me marché a Ambala, sintiendo que
sobre mí pesaba una confianza excesiva. En aquel momento, si hubiera querido, tu cabeza estaba perdida.
No tenía más que decirle a aquel hombre: «Aquí tengo un papel que no puedo leer y que se refiere a un
caballo». ¿Qué hubiera pasado entonces? -Kim miró a Mahbub arquendo las cejas.
- Entonces, después de eso beberías agua dos veces..., tal vez tres. Pero no creo que más de tres -dijo
simplemente Mahbub.
- Es verdad. Yo pensé un poco en eso, pero más que nada pensé en que te quería, Mahbub. Por consi-
guiente fui a Ambala, como ya sabes, pero (y esto aún no lo sabes) me escondí tumbado en la hierba del
jardín, para ver lo que hacía el sahib coronel Creighton después de leer el pedigrí del semental blanco.
- ¿Y qué hizo? -Kim había cautivado grandemente el interés del tratante.
- ¿Vendes las noticias o las proporcionas por afecto? -contestó Kim.
- Las vendo y... las compro -Mahbub cogió una moneda de cuatro annas de su cinturón y se la enseñó.
- ¡Ocho! -dijo Kim mecánicamente, siguiendo la costumbre de regatear, tan común en Oriente.
Mahbub se echó a reír y se guardó la moneda.
- Es demasiado fácil comerciar en este mercado, Amigo de todo el Mundo. Dímelo por afecto. La vida de
uno está en manos del otro.
- Muy bien. Yo vi llegar al sahib Jang-i-Lat a un banquete. Lo vi entrar en el despacho del sahib Creigh-
ton. Los vi leer el pedigrí el semental blanco y oí las órdenes que daban para empezar la guerra.
- ¡Ah! -Mahbub asintió con la mirada encendida-. La partida estuvo bien jugada. Esa guerra ha terminado
ya y, según esperamos, el mal ha sido atajado de raíz gracias a mí y a ti. ¿Qué hiciste después?
- Utilicé esa información como anzuelo para conseguir comida y prestigio entre los habitantes de una al-
dea cuyo sacerdote narcotizó a mi lama. Pero yo me había llevado la bolsa del viejo, así que el brahmán no
le encontró nada. Así que al día siguiente estaba enfadadísimo. ¡Ja, ja! ¡También utilicé la información
cuando caí en poder del regimiento blanco con su Toro!
- Eso fue una tontería. La información no está destinada para arrojarla a troche y moche como si fueran
bolas de estiércol, sino para usarlas con parquedad..., como el bhang
2
.
- Eso creo yo también ahora. Además, no me sirvió de mucho. Pero de esto hace ya tanto -Kim hizo un
ademán con su manita morena, como para descartar todo el pasado-; y desde entonces, sobre todo por las
noches, cuando estaba en la madrasa tendido bajo los abanos, he pensado mucho sobre estas cosas.
- ¿Me permites preguntar hasta dónde te han conducido tus divinos pensamientos? -dijo Mahbub sarcás-
ticamente, acariciando su barba escarlata.
- Lo permito -dijo Kim variando de tono-. Según dicen en Nucklao ningún sahib debe confesar a un ne-
gro que ha cometido una falta.
La mano de Mahbub se lanzó sobre su pecho, porque llamar a un pathan «negro» (kala admi) es un in-
sulto que se lava con sangre. Luego recordó y dijo riendo:
- Habla, sahib: tu negro escucha.
- Pero yo no soy un sahib, y confieso que cometí una falta cuando te maldije aquel día en Ambala, al
creer que me estaba traicionando un pathan. En aquel momento estaba loco, pues acababan de capturarme
y deseaba matar al tamborcillo de casta inferior. Ahora comprendo, hayyi, que aquel día tuviste razón, y
veo claramente mi camino para ser de utilidad. Permaneceré en la madrasa hasta que haya madurado
2
bhang: hachís, marihuana.
- Bien dicho. Para ese juego, lo que principalmente necesitas aprender son los números, la medida de las
distancias y el uso de la brújula. Allá en las montañas hay uno que te está esperando para enseñarte.
- Aprenderé todas esas cosas, pero con una condición: que cuando esté cerrada la madrasa, durante las
vacaciones, pueda disponer de mi tiempo sin cortapisas de ninguna clase. Pídeselo de mi parte al coronel.
- ¿Y por qué no se lo pides tú mismo en el idioma de los sahibs?
- El coronel es un servidor del Gobierno. Basta una sola palabra para que lo trasladen de un lado a otro, y
además tiene que preocuparse de su ascenso. (¡Mira cuánto he aprendido en Nucklao!). Además, al coronel
no lo conozco más que hace tres meses, y en cambio conozco a cierto Mahbub Alí desde hace seis años.
¡Queda convenido! Iré a la madrasa. En la madrasa aprenderé. En la madrasa me convertiré en un sahib.
Pero cuando la madrasa se cierre, necesito que me dejen libre y que pueda marcharme con mi gente. ¡De
otro modo me moriría!
- ¿Y se puede saber quién es tu gente, Amigo de todo el Mundo?
- La gente de esta enorme y hermosa tierra (3)
-contestó Kim abarcando con su mano la salita de paredes
de barro, en donde, a través del humo espeso del tabaco, ardía en su vasija una lámpara de aceite. Además,
quiero ver otra vez a mi lama. Y, por otra parte, necesito dinero.
- Como todos -dijo Mahbub con gesto desolado-. Te daré ocho annas, porque ahora se saca poco del ga-
nado, y esa cantidad debe bastarte durante varios días. En cuanto al resto estoy conforme y no necesitamos
hablar más del asunto. Date prisa en aprender, y dentro de tres años, y tal vez en menos tiempo, podrás ser
una ayuda... incluso para mí.
- ¿Es que te he sido hasta ahora un estorbo? -preguntó Kim con una sonrisa infantil.
- No me hagas preguntas -refunfuñó Mahbub-. Ahora eres mi nuevo ordenanza. Vete y acuéstate entre
mis hombres. Están cerca del extremo norte de la estación, cuidando de los caballos.
(3) Kim recobra su identidad de la infancia, una inmersión en el mundo perdido tras su ingreso en el internado. Tiene ahora unos
catorce años.
- Pero me enviarán a patadas hacia el extremo sur de la estación si no llevo una autorización tuya.
Mahbub rebuscó en su cinturón, mojó su pulgar en tinta china y marcó la impresión de su dedo en un tro-
zo de suave papel blanco del país. Desde Balj a Bombay, todo el mundo conocía la impresión de esa huella
de bastas estrías, surcada diagonalmente por la señal de una antigua cicatriz.
- Basta con que enseñes esto a mi capataz. Yo iré por la mañana.
- ¿Por qué camino? -preguntó Kim.
- Por el de la ciudad. No hay más que uno. Y en seguida volveremos a buscar al sahib Creighton. Ya te
he ahorrado una paliza.
- ¡Por Alá! ¿Qué significa una paliza cuando lo que peligra es la cabeza?
Kim salió sin hacer ruido, hundiéndose en la oscuridad de la noche; dio la vuelta a la mitad de la casa,
pegándose a los muros, y marchó en dirección contraria a la estación durante una milla. En seguida, dando
una amplia vuelta, retrocedió poco a poco, pues necesitaba tiempo para inventar una historia por si acaso le
hacían preguntas los servidores de Mahbub.
Éstos se hallaban acampados en un terreno baldío cerca de la vía férrea, y como eran indígenas, no es
preciso decir que no habían descargado todavía los vagones donde estaban los caballos de Mahbub. Estos
vagones estaban situados entre otros que traían un cargamento de caballos del país adquiridos por la com-
pañía de tranvías de Bombay. El capataz, un mahometano consumido de aspecto tísico, dio a Kim el quién
vive, pero se tranquilizó en seguida al ver la señal del dedo de Mahbub.
- El hayyi me ha favorecido dándome un empleo a su servicio -dijo Kim con aire impertinente-. Si tienes
alguna duda, espera a que venga por la mañana. Mientras tanto, déjame un sitio junto al fuego.
Se produjo en seguida el correspondiente parloteo sin objeto que emprenden siempre los indígenas de ba-
ja casta en cuanto se les presenta la ocasión. Al fin languideció la conversación, y Kim se tumbó detrás del
pequeño grupo que formaban los criados de Mahbub y casi bajo las ruedas de uno de los vagones para los
caballos, tapándose con una manta prestada. Ahora bien, un lecho situado entre pedazos de ladrillo y restos
de balasto
3
en una húmeda noche, rodeado de caballos y de baltis
4
que no se han lavado en su vida, no
resultaría muy agradable a la mayor parte de los muchachos blancos, pero Kim se sentía a sus anchas. Ese
cambio de escenario, de empleo y de medio era el aire que necesitaban respirar sus naricillas, y el pensar en
las literas blancas e impecables de San Javier, colocadas en fila bajo los abanos, le producía tanta alegría
como recitar en inglés la tabla de multiplicar.
«Soy muy viejo», pensaba medio dormido. «Cada mes que pasa me hago un año más viejo. Era muy jo-
ven y sobre todo muy tonto cuando llevé a Ambala el mensaje de Mahbub. Y aun en aquellos días en que
estaba con el regimiento blanco, era muy joven y muy pequeño y no sabía nada. Pero ahora cada día que
pasa aprendo más y dentro de tres años me sacará el coronel de la madrasa y me dejará volver a la carretera
con Mahbub en busca de pedigrís de caballos..., o tal vez me envíe a mí solo, o encuentre a mi lama y me
vaya con él. Sí, eso es lo mejor. Me iré otra vez con mi lama, sirviéndole de chela en cuanto vuelva a Bena-
rés». Sus pensamientos se hacían cada vez más lentos y confusos. Estaba a punto de caer en un maravilloso
mundo de ensueño cuando sus oídos captaron un susurro fino y agudo, que se destacaba débilmente del
rumor confuso procedente de las inmediaciones de la hoguera. Procedía de detrás de las planchas de hierro
del vagón donde estaban los caballos.
- ¿De modo que no está aquí?
- ¿Dónde iba a estar ahora sino de francachela
5
en la ciudad? ¿A quién se le ocurre buscar una rata en un
estanque de ranas? Vámonos. Éste no es nuestro hombre.
- Tenemos la orden de impedir a todo trance que cruce los Pasos por segunda vez.
- Contrata a una mujer para que lo drogue. Sólo cuesta unas rupias, y no quedan pruebas.
- Sí, excepto la mujer. En este asunto debe procederse con mayor seguridad; y recuerda el precio que han
puesto a su cabeza.
- Ya, pero la policía tiene largo el brazo y nosotros estamos lejos de la frontera. ¡Si por lo menos fuera
esto Peshawar!
3
balasto: capa de grava entre las traviesas del ferrocarril.
4
balti: musulmán de Baltistán en Cachemira.
5
francachela: comida en la que varias personas se reúnen para divertirse.
- ¡Ah! En Peshawar -murmuró la segunda voz-. Peshawar, que está lleno de parientes suyos..., sembrado
de escondrijos con candados y de mujeres tras cuyas faldas se ocultaría. Sí, Peshawar nos convendría tanto
como Jehannum.
- Entonces, ¿cuál es tu plan?
- ¡Imbécil...! Ya te lo he dicho más de cien veces. Esperar hasta que venga a acostarse, y entonces, un
disparo certero. Los vagones están situados entre ellos y nosotros. No tenemos más que cruzar las vías co-
rriendo y escapar. Ni siquiera verán de dónde salió el tiro. Esperemos aquí al menos hasta que amanezca.
¿Qué clase de faquir eres tú, que tiemblas ante una corta espera?
«¡Vaya!», pensó Kim manteniendo cerrados los ojos. «Una vez más se trata de Mahbub. ¡Es indudable
que no conviene vender a los sahibs el pedigrí de un semental blanco! A lo mejor, Mahbub ha vendido
además otra información. ¿Y ahora qué vas a hacer tú, Kim? Yo no sé dónde estará a estas horas Mahbub, y
si viene, antes que amanezca lo matarán. Eso no te conviene, Kim. Y no es asunto que pueda denunciarse a
la policía, pues perjudicaría a Mahbub», y casi se rió en voz alta. «Y no recuerdo ninguna lección, de las
que aprendí en Nucklao, que pueda servirme en esta ocasión. ¡Por Alá! Aquí está Kim y allí ellos. Entonces
lo primero de todo es que Kim se despierte y se marche de tal modo que no sospechen nada. Cuando un
hombre tiene una pesadilla se despierta así...»
Se apartó la manta de la cara y se levantó repentinamente, haciendo ese terrible gorgoteo y lanzando ese
aullido sobrenatural que constituye la manera característica de despertarse un asiático cuando lo acomete
un mal sueño.
- ¡Urr-urr-urr-urr! ¡Ya-la-la-la! ;Narain!
6
¡El churel! ¡El churel!
El churel es el fantasma maléfico de una mujer que ha muerto al dar a luz. Ronda por los caminos solita-
rios, con los pies vueltos hacia atrás, y conduce a los hombres al tormento.
El aullido tembloroso de Kim se hizo cada vez más intenso, hasta que al fin dio un salto y, tambaleándo-
se soñolientamente, se alejó, mientras los del campamento lo maldecían por haberlos despertado. A unas
veinte yardas más arriba de la línea férrea se dejó caer de nuevo al suelo, cuidando de que los espías oyesen
sus quejidos y sus gruñidos, con los que hacía como que se recobraba. Al cabo de un momento se dirigió
rodando hacia la carretera y se escabulló en la espesa oscuridad.
6
Narain: nombre propio utilizado como exclamación en hindi.
Continuó su camino rápidamente hasta que llegó a una atarjea
7
,
escondiéndose en ella y no asomando
más que la cabeza por fuera de la bóveda. Desde allí podía vigilar todo el tráfico nocturno sin ser visto.
Pasaron dos o tres carros y el sonido de sus cascabeles se perdió en la dirección de los suburbios; poco
después cruzó un policía tosiendo y uno o dos caminantes que cantaban para alejar los malos espíritus. En
seguida se oyó el golpe seco de las pisadas de un caballo herrado.
«¡Ah! Esto se parece más a Mahbub Alí», pensó Kim en el momento en que el caballo se espantaba al
ver la cabeza que asomaba por encima de la atarjea.
- ¡Eh, Mahbub Alí! -murmuró-. ¡Ten cuidado!
El caballo paró en seco hasta doblar los corvejones y fue guiado a la fuerza hacia la atarjea.
- No se me ocurrirá más -dijo Mahbub- llevar un caballo herrado para salir por las noches. Recogen todos
los huesos y todos los clavos de la ciudad. -Se bajó del caballo, y al inclinarse para levantarle una de sus
manos e inspeccionar el casco, colocó su cabeza a menos de un pie de distancia de la de Kim-. Quieto..., no
te levantes -murmuró-. La noche está llena de ojos.
- Dos hombres esperan tu llegada detrás de los vagones de los caballos. Te pegarán un tiro en cuanto te
tiendas a dormir, porque han puesto precio a tu cabeza. Lo he oído mientras dormía al lado de los caballos.
- ¿Los viste?... ¡Estáte quieto, Señor de los Demonios! -añadió furioso dirigiéndose al caballo.
- No.
- ¿Estaba uno de ellos vestido como un faquir?
- Uno de ellos le dijo al otro: «¿Qué clase de faquir eres tú que tiemblas ante una corta espera?»
- Bueno. Vuélvete al campamento y échate a dormir. Esta noche no moriré.
Mahbub hizo dar la vuelta a su caballo y desapareció. Kim se arrastró por la atarjea hasta llegar a un pun-
to situado enfrente del lugar donde se había dejado caer por segunda vez, cruzó la carretera arrastrándose
como una comadreja y se arrebujó otra vez bajo la manta.
7
atarjea: construcción de ladrillo que recubre cañerías.
«Por lo menos, ya lo sabe Mahbub», pensó satisfecho. «Por cierto que habló como si ya lo esperase. No
creo que esos dos tipos le saquen provecho alguno a la vigilancia de esta noche.»
Pasó una hora, y aunque se había propuesto con la mejor voluntad del mundo permanecer despierto toda
la noche, Kim se durmió profundamente. De vez en cuando pasaba un tren nocturno rugiendo sobre los
raíles a veinte pies de su cabeza; pero Kim sentía toda la indiferencia del oriental ante el mero ruido, y todo
aquel estrépito no lograba perturbar su hermoso sueño.
Mahbub, en cambio, estaba bien despierto. Lo que más le molestaba era que intentasen matarlo personas
que no pertenecían a su propia tribu y que ni siquiera estaban complicadas en sus intrascendentes aventuras
amorosas. Su primer y natural impulso fue cruzar la vía un poco más abajo y, volviendo en seguida hacia
arriba, coger por la espalda a los que con tan buenas intenciones lo esperaban, y matarlos tranquilamente.
Pero reflexionó, apenado, que la otra rama del Gobierno, que estaba completamente desligada de la que
dirigía el coronel Creighton, exigiría explicaciones muy difíciles de dar; ya sabía que al sur de la frontera
basta uno o dos cadáveres para que todo el mundo se inquiete ridículamente. Como no le habían molestado
desde que envió a Kim con el mensaje para Ambala, creía que al fin había logrado desvanecer todas las
sospechas.
Entonces se le ocurrió una idea extraordinariamente brillante.
«Los ingleses siempre dicen la verdad», se dijo, «con lo que, a los que somos del país, nos hacen quedar
siempre como a estúpidos. ¡Por Alá! ¿Debo yo decirle la verdad a un inglés? ¿Para qué sirve la policía del
gobierno, si permite que le roben los caballos en el mismo vagón a un pobre kabuli? ¡Aquí todo va tan mal
como en Peshawar! Debería presentar una queja en la estación. Pero mejor será que me dirija a un joven
sahib de ferrocarriles. Son muy celosos de su deber, y si cogen a los ladrones se lo anotarán en la hoja de
servicios.»
Amarró su caballo fuera de la estación y se dirigió caminando hacia el andén.
- ¡Hola, Mahbub Alí! -le dijo un joven superintendente de Tráfico del Distrito, que estaba esperando para
hacer un recorrido por la línea del ferrocarril; un joven alto, con pelo de estopa, cara de caballo y vestido
con un traje blanco y sucio-. ¡Qué le trae a usted por aquí? Vendiendo jamelgos..., ¿eh?
- No; ahora no me preocupo de mis animales. Vine a ver a Lutuf Ullah. Tengo ahí en la vía un cargamen-
to de caballos en un vagón en el extremo norte de la estación. ¿Podrían robármelos sin conocimiento de la
compañía de ferrocarril?
- Yo diría que no, Mahbub. En todo caso, si se los robaran, podría usted quejarse de nosotros.
- Es que he visto a dos hombres que han estado toda la noche bajo las ruedas de uno de los vagones. Pero
los faquires no roban caballos, así es que no me he preocupado más de ellos. Voy a ver si encuentro a Lutuf
Ullah, mi socio.
- ¿Qué diantre está usted diciendo? ¿Y no le ha dado la menor importancia? Afortunadamente, se ha tro-
pezado conmigo. ¿Cómo dice usted que eran esos hombres?
- No eran más que unos faquires. Probablemente sólo tratarán de robar un poco de grano en los vagones.
Hay muchos por toda la línea. Pero el Estado no notará la pérdida. Yo he venido a buscar a mi socio Lutuf
Ullah...
- No piense usted más en su socio. ¿Dónde están situados los vagones con sus caballos?
- Un poco más acá del lugar más lejano en donde hacen lámparas para los trenes.
- La cabina del cambio de agujas. Sí, ya sé.
- Y sobre la vía que está más cerca de la carretera; hacia la derecha, mirando en esta dirección. En cuanto
a Lutuf Ullah, es un hombre alto y con la nariz torcida, que lleva un galgo persa... ¡Eh!
El muchacho había salido corriendo para despertar a un joven y entusiasta policía, pues, como había di-
cho, la compañía del ferrocarril había sido víctima de muchos robos en la estación de mercancías. Mahbub
Alí se rió entre dientes, bajo su barba teñida.
- Echarán a andar con sus botas pesadas, meterán un ruido atroz y luego se sorprenderán de no encontrar
a ningún faquir. Son unos muchachos muy inteligentes el sahib Barton y el sahib Young.
Esperó indolentemente algunos minutos, esperando verlos apresurarse vía arriba, listos para entrar en ac-
ción. Una locomotora ligera pasó por delante de la estación, y pudo vislumbrar al joven Barton que iba en
la cabina.
«He sido injusto con el muchacho. No tiene un pelo de tonto», se dijo Mahbub Alí. «Perseguir a los la-
drones utilizando un carro de fuego es un buen invento.»
Cuando al amanecer regresó Mahbub Alí a su campamento, nadie creyó que merecía la pena contarle los
sucesos de la noche. Nadie, excepto un joven mozo de cuadra que acababa de entrar al servicio del gran
tratante y a quien Mahbub llamó a su diminuta tienda para que le ayudase a empaquetar algunas cosas.
- Ya lo sé todo -murmuró Kim inclinándose sobre las monturas-. Vinieron dos sahibs en el te-ren. Yo co-
rría en la oscuridad, de un lado a otro, pero por este costado de los vagones, mientras el te-ren se movía
lentamente arriba y abajo. De pronto cayeron sobre los dos hombres que estaban sentados debajo del va-
gón... (Hayyi, ¿dónde meto este montón de tabaco? ¿Lo lío en un papel y lo pongo debajo del saco de la
sal?) Sí..., y los derribaron. Pero uno de ellos golpeó a un sahib con su cuerno de antílope. (Kim se refería a
los negros cuernos de antílope que constituyen las únicas armas de los faquires en esta vida). Corrió la san-
gre. De manera que el otro sahib, después de dejar sin sentido a uno de ellos, acometió en seguida al otro
con una pistola que había caído de las manos del sahib herido. Y todos gritaban como si se hubiesen vuelto
locos.
Mahbub sonrió con celestial resignación.
- ¡No! Eso más bien que dewanee (esta palabra puede tomarse en dos sentidos: como locura y como un
caso de delito común) es nizamut (un caso criminal). ¿Un arma dices? Eso representa diez buenos años de
encierro en la cárcel.
- Entonces se quedaron muy quietos, y me parece que estaban medio muertos cuando los cargaron en el
te-ren. Sus cabezas se movían así. Y hay mucha sangre en la vía. ¿Quieres venir a verla?
- Ya he visto bastante sangre en mi vida. Van a la cárcel de cabeza, y estoy seguro de que darán nombres
falsos y de que durante mucho tiempo nadie se los encontrará por los caminos. Eran enemigos míos. Tu
destino y el mío parece que están ligados por el mismo lazo. ¡Qué historia para contársela al curandero de
perlas! Ahora, arregla en seguida las monturas y los trastos de cocina. Vamos a descargar los caballos y
saldremos de inmediato para Simla.
Rápidamente -tal como los orientales entienden la rapidez-, con largas explicaciones, con insultos y mu-
cha palabrería innecesaria, con descuido, en medio de cien contratiempos producidos por las cosas que se
olvidaban, levantaron el desordenado campamento y condujeron la media docena de entumecidos e inquie-
tos caballos por la carretera de Kalka, con el frescor del amanecer despejado por la lluvia. Kim no tenía
nada que hacer, pues era considerado como el favorito de Mahbub por todos aquellos que deseaban estar a
bien con el pathan. Y así fueron avanzando a cortas jornadas y parándose a cada momento en los albergues
del camino. Encontraron a muchos sahibs que viajaban por la carretera de Kalka, y según decía Mahbub
Alí, todo sahib joven que se estime en algo, se cree en el deber de dar su opinión sobre caballos, y aunque
esté cargado de deudas hasta el cuello, se considera en la obligación de aparentar que va a comprar. Por esa
razón, todos los sahibs que viajaban en coche se iban deteniendo unos tras otros y entablaban conversación
con ellos. Algunos llegaban incluso a apearse de sus vehículos y palpar las patas de los caballos, haciendo
preguntas insustanciales o, a causa de su ignorancia del idioma indígena, insultando groseramente al imper-
turbable tratante.
- La primera vez que comercié con los sahibs, y eso fue cuando el sahib coronel Soady era Gobernador
del Fuerte Abazai e inundó por despecho los terrenos donde acampaba el comisario -explicó Mahbub a
Kim, mientras descansaba bajo la sombra de un árbol y el muchacho le llenaba la pipa-, yo no sabía hasta
dónde llegaba su imbecilidad, y esto me sacaba de quicio. Como ocurrió una vez... -y contó una historia
relativa a una frase, usada incorrectamente con la mayor inocencia, que hizo que Kim se desternillase de
risa-. Ahora ya sé, sin embargo, -añadió exhalando el humo lentamente-, que a ellos les sucede lo que a
todo el mundo: en unas cosas son muy entendidos y en otras completamente tontos. Porque es una tontería
emplear una palabra inconveniente cuando se dirige uno a un desconocido, pues, aunque en el corazón no
haya intención alguna de ofender, ¿cómo lo va a saber el desconocido? Lo más probable es que busque la
verdad con una daga
8
.
- Es cierto. Muy cierto -dijo Kim con solemnidad-. Por ejemplo, los tontos hablan de un gato cuando una
mujer va a parir. Yo los he oído.
8
daga: espada corta.
- Sí..., y por ello, cuando se está en la situación en la que tú te encuentras, te conviene recordar esto con
las dos clases de rostros. Entre los sahibs, no olvidando nunca que eres un sahib; entre la multitud de la
India, recordando siempre que eres... -e interrumpió la frase con una sonrisa de confusión.
- ¿Qué soy yo? ¿Musulmán, hindú, jainí o budista? Es una cosa difícil de averiguar.
- Lo que eres, sin duda alguna, es un descreído, y por lo tanto te condenarás. Así lo dice mi Ley, o por lo
menos yo lo creo así. Pero además eres mi querido pequeño Amigo de todo el Mundo. Así lo dice mi cora-
zón. Este asunto de las religiones es como los caballos. El hombre inteligente sabe que los caballos son
útiles... Y que de todos puede sacarse provecho. Y por lo que a mí respecta, si no fuera porque soy un buen
sunní
9
y aborrezco a los hombres de Tirah, podría pensar lo mismo de todas las religiones. Ahora bien, es
una cosa comprobada que una yegua de Katiwar, sacada de los arenales árabes en donde se ha criado y tras-
ladada al oeste de Bengala, se derrumba al poco tiempo, y que un semental de Balj (y seguramente nada
superaría a los caballos de Balj, si no tuviesen las espaldas un poco pesadas) no serviría de nada en los
grandes desiertos del norte, al lado de los camellos para la nieve que allí he visto. Por eso digo que las reli-
giones son como los caballos. Cada una de ellas sólo tiene valor en su propio país (4).
- Pues mi lama dice una cosa completamente distinta.
- ¡Oh! Tu lama es un viejo soñador de Bhotiyal. Amigo de todo el Mundo, en el fondo de mi alma estoy
enfadado contigo. No entiendo cómo puedes verle tantos méritos a un hombre tan poco conocido.
- Eso es cierto, hayyi; pero yo los veo, y a él se inclina mi corazón.
9
sunní: musulmán ortodoxo, por oposición a la secta shiah, a la que pertenecen los habitantes de Tirah.
(4) La religiosidad de Mahbub es superficial. Como se dice luego, «era muy religioso cuando tenía tiempo». Incumple las leyes de
su credo, pues bebe alcohol y se emborracha (cap. I), no hace las abluciones... Por otra parte, esa falta de una sólida fe religiosa es
pareja de su falta de escrúpulos como espía para los británicos. Mahbub es un hombre pragmático.
- Y el suyo hacia ti, según he podido averiguar. Los corazones son como los caballos. Van y vienen de un
lado a otro, a pesar del bocado y la espuela. Dale un grito a Gul Sher Khan para que afiance más firmes los
postes donde está amarrado el semental bayo. No quiero que tengamos una pelea de caballos en cada lugar
de descanso; y al pardo y al negro tendremos que encerrarlos en seguida... Ahora, óyeme. ¿Necesitas ver al
lama de nuevo, para tranquilizar tu espíritu?
- Eso es una de las partes de mi contrato -dijo Kim-. Si no lo veo y lo apartan de mí, me escaparé de esa
madrasa de Nucklao y..., y una vez que me haya ido, ¿quién me encontrará?
- Es verdad. Jamás ha habido un potro amarrado con una cuerda más delgada. -Mahbub asintió con la ca-
beza.
- No tengas miedo -Kim hablaba como si hubiese podido desaparecer en aquel mismo momento por arte
de magia-. Mi lama ha dicho que vendrá a verme a la madrasa.
- Un mendigo y su cuenco de limosna en presencia de aquellos jóvenes sahibs...
- ¡No todos! -Kim lo interrumpió con un bufido-. Muchos de ellos tiene lo blanco del ojo azulado y las
uñas ennegrecidas con sangre de baja casta. Son hijos de metheeranees
10
..., cuñados de los bhungi (barren-
deros).
No es necesario que continuemos con el resto del pedigrí; pero Kim expuso lo que pensaba con claridad
y sin acaloramiento, mientras mascaba un trozo de caña de azúcar.
- Amigo de todo el Mundo -dijo Mahbub alargándole la pipa para que la limpiase-, he tropezado en mi
vida con muchos hombres, mujeres y niños y no pocos sahibs, pero nunca he visto ninguno tan desvergon-
zado como tú.
- ¿Y por qué? Si a ti siempre te digo la verdad...
- Tal vez por eso mismo... Este mundo está lleno de peligros para los hombres honrados. -Mahbub Alí se
levantó del suelo, ajustó su cinturón y se dirigió hacia donde estaban los caballos.
- ¿O te la vendo?
Hubo algo en el tono de Kim que hizo pararse y girar a Mahbub.
- ¿Qué nueva diablura es ésa?
- Dame ocho annas y te lo diré -saltó Kim sonriendo-. Tiene que ver con tu tranquilidad.
- ¡Ah, demonio! -exclamó dándole la moneda.
10
metheeranees: barrendera.
- ¿Te acuerdas de aquel asuntillo de los ladrones, por la noche..., allí en Ambala?
- ¿Cómo voy a olvidarlo, si querían quitarme la vida? ¿Por qué lo dices?
- ¿Te acuerdas del caravasar de Cachemira?
- Te voy a tirar de las orejas dentro de un momento, sahib.
- No es preciso, pathan. Sólo quería decirte que el segundo faquir, aquel a quien los sahibs golpearon
hasta dejar sin sentido, era el mismo que registró todos tus efectos en Lahore. Le vi la cara cuando lo subí-
an a la locomotora. Exactamente el mismo hombre.
- ¿Y por qué no me lo dijiste antes?
- ¿Para qué? Ahora está en la cárcel y estará allí encerrado durante algunos años. No conviene decir más
de lo que es preciso en un momento dado. Además, entonces no necesitaba dinero para comprar dulces.
- ¡Allah kerim!
11
-dijo Mahbub Alí-. ¿Serás capaz algún día de vender mi cabeza por unos pocos dulces si
te da por ahí?
Kim recordará durante toda su vida aquel largo y lento viaje en que fueron desde Ambala, pasando por
Kalka y los jardines de Pinjore, hasta Simia
(5). Una repentina crecida del río Gugger arrastró a un caballo
(seguramente era el mejor de todos) y por poco sumerge a Kim entre los guijarros arrastrados por la co-
rriente. Más tarde un elefante del Gobierno provocó una desbandada de los caballos, y como había buenos
pastos por la zona, tardaron más de un día y medio en volverlos a reunir de nuevo. Después se encontraron
a Sikandar Khan, que regresaba con unos cuantos jamelgos
12
invendibles, -los restos de su reata-, y Mah-
bub, que tenía en la uña del dedo meñique más conocimientos de los caballos que Sikandar Khan en todas
sus tiendas, tuvo que comprar dos de los peores, y eso representó ocho horas de laborioso chalaneo
13
y el
consumo de una cantidad enorme de tabaco. Pero el viaje era una continua delicia; el sinuoso camino as-
cendía y descendía, aproximándose cada vez más a los contrafuertes de las montañas; los tonos rosados del
sol de la mañana, que se extendían sobre las nieves lejanas; los cactos de incontables brazos que se alinea-
ban en hileras sobre los flancos pedregosos de las colinas; el susurro del agua en millares de acequias; el
parloteo de los monos; los solemnes cedros, trepando uno tras otro con ramas que se inclinan hacia abajo;
la perspectiva de la llanura que se extendía bajo ellos; el resonar incesante de los cuernos de los tonga
14
y
la impetuosa aparición de sus caballos delanteros al dar la vuelta a una curva; las paradas para hacer ora-
ción (Malibub era muy religioso y no escatimaba ni las abluciones en seco
15
ni las oraciones, cuando el
tiempo no lo apremiaba); las tertulias nocturnas en los lugares de acampada, mientras los caballos y los
bueyes rumiaban juntos solemnemente, y los arrieros
16
, impasibles, referían las novedades de la carrete-
ra..., todas estas cosas hacían que el corazón de Kim saltara de gozo dentro de su pecho.
Pero cuando terminen el canto y la danza -dijo Malibub Alí-, vendrá el sahib coronel, y eso ya no es tan
agradable.
- Es una hermosa tierra, es una hermosísima tierra ésta de la India; pero la región de los Cinco Ríos
(6) es
la más hermosa de todas -replicó Kim como si recitara-. A ella me escaparé si
11
¡Allah Keriml: ¡Alá sea compasivo!
12
jamelgo: caballo flaco y desgarbado.
13
chalaneo: mañas y persuasiones que se emplean en la compraventa de caballos y otros animales.
14
tonga: carruaje ligero de dos ruedas.
15
abluciones en seco: lavarse para purificarse, según la ley religiosa de los musulmanes. Si falta agua, sirve la arena o el polvo («en
seco»).
16
arriero: el que trajina y conduce a las bestias de carga.
(5) Simia, al pie del Himalaya, en un contrafuerte a más de 2.000 m. de altura, era la capital de verano del Gobernador, los funcio-
narios de rango y la alta sociedad de la colonia. Contaba con paiacios, mansiones, teatros; paseos, balnearios, clubes... También
Kìpling veraneó allí.
(6) El Panjab.
Malibub Alí o el coronel intentan tratarme mal. Y en cuanto me haya escapado, ¿quién me encontrará?
¡Mira, hayyi!, ¿es aquélla la ciudad de Simla? ¡Alá! ¡Vaya ciudad!
- El hermano de mi padre, que era ya viejo cuando se inauguró en Peshawar el pozo del sahib Mackerson,
se acordaba aún de cuando no había más que dos casas en Simla.
Malibub condujo sus caballos por debajo de la carretera principal a los bazares inferiores de Simla: un si-
tio tan abarrotado como un hormiguero, que trepa desde el fondo del valle hasta el Ayuntamiento, con un
ángulo de cuarenta y cinco grados. El hombre que conozca bien ese barrio puede desafiar a toda la policía
de la capital estival de la India, pues porche con porche, callejuela con callejuela y pasadizo con pasadizo
se comunican entre sí del modo más sofisticado. Allí viven quienes atienden a las necesidades de la alegre
ciudad: los jhampanis, que arrastran los lindos rickshaws
17
donde van las bellas señoritas por la noche, y
que se pasan jugando hasta el amanecer; allí viven también los especieros, los vendedores de aceites,
anticuarios, leñadores, sacerdotes, carteristas y funcionarios indígenas del Gobierno; allí discuten las
cortesanas los asuntos que al parecer constituyen el más profundo secreto del Consejo de la India; allí se
reúnen todos los sub-subagentes de la mitad de los Estados indígenas. Allí fue donde alquiló Malibub un
cuarto en casa de un ganadero mahometano, cuya cerradura era mucho más segura que la de su cuchitril de
Lahore. En aquel cuarto se verificó, además, una milagrosa transformación, pues al anochecer penetró en él
un mozo de cuadra mahometano y una hora más tarde salía de allí un mozalbete euroasiático -el tinte de la
muchacha de Lucknow era de lo mejor-vistiendo un traje de confección que le sentaba muy mal.
- Ya he hablado con el sahib Creighton -le dijo Malibub Alí-, y por segunda vez la Mano de la Amistad
ha desviado el Látigo de la Calamidad. Dice que has perdido sesenta días en el camino y que, por lo tanto,
es demasiado tarde para enviarte a la escuela de la montaña.
17
rickshaws: carruajes ligeros de dos ruedas, tirados por hombres -los jhampanis-, muy usados en el Oriente.
- Ya he dicho que las vacaciones son de mi propiedad. Yo no pienso ir otra vez a la escuela. Es una de las
condiciones de mi compromiso.
- El sahib coronel no está al corriente de esa condición. Tienes que alojarte en casa del sahib Lurgan has-
ta que llegue el momento de regresar a Nucklao.
- Preferiría alojarme contigo, Mahbub.
- Tú no tienes idea del honor que te hacen. El mismo sahib Lurgan ha preguntado por ti. Tienes que subir
a la montaña y seguir el camino que hay en lo alto, y allí debes olvidar por algún tiempo que me conoces y
que en tu vida has hablado con Mahbub Alí, el que vende caballos al sahib Creighton, a quien tú tampoco
conoces. Acuérdate de esta orden.
Kim asintió.
- Bien -dijo-, ¿y quién es el sahib Lurgan?
Pero al sorprender la mirada, aguda como una espada, que le lanzó Mahbub, añadió:
- Indudablemente, yo no he oído eñ mi vida ese nombre. ¿Es por casualidad -continuó en voz baja- uno
de nosotros? - ¿Qué es eso de uno de nosotros, sahib? -replicó Mahbub Alí en el tono que acostumbraba a
usar con los europeos-. Yo soy un pathan; tú eres un sahib y el hijo de un sahib. El sahib Lurgan tiene una
tienda situada en el barrio europeo de Simia. Todo el mundo lo conoce. Pregunta... y, Amigo de todo el
Mundo, ten en cuenta que se trata de una persona a la que es preciso obedecer hasta en el menor parpadeo.
La gente dice que hace magia, pero eso a ti no te importa. Sube la colina y pregunta. Ahora empieza el
Gran juego (7).
(7) El trabajo en el Servicio Secreto.
Capítulo IX
S’doaks era hijo de Yelth el Sabio,
jefe del clan del Cuervo
Itswoot el Oso lo tuvo a su cuidado
para convertirlo en hechicero.
Era listo y muy rápido para aprender,
valiente y temerario para obrar:
¡Y bailó la espantosa danza de Kloo-Kwallie
para divertir a Itswoot el Oso!
Leyenda de Oregón
Kim avanzó con corazón animoso sobre este nuevo giro de la rueda de su vida. Volvería por algún tiem-
po a ser un sahib. Con esta idea, llegó a la ancha calle que se extiende bajo el Ayuntamiento de Simia y
buscó a alguien a quien impresionar. Un niño hindú, de unos diez años, estaba acurrucado bajo un farol.
- ¿Dónde está la casa del señor Lurgan? -preguntó Kim.
- No entiendo inglés -fue la respuesta, y Kim repitió la pregunta en idioma indígena.
- Yo te acompañaré.
Y marcharon juntos a través del crepúsculo misterioso, lleno de los ruidos de la ciudad, que se extendía
por la ladera de la colina, y respirando el aroma de los cedros que cubren el Jakko (1), y que se destacaban
sombríos sobre el cielo estrellado. Las luces de las casas, esparcidas por la pendiente, constituían, por de-
cirlo así, un segundo firmamento. Unas estaban fijas, pero otras pertenecían a los rickshaws de despreocu-
pados ingleses que hablaban a gritos y salían a cenar.
- Aquí es -dijo el guía de Kim; y se paró ante un porche situado al mismo nivel de la carretera principal.
No tenía puerta, sino una simple cortina de juncos con cuentas de vidrio, que dividía la luz de una lámpara
que ardía en el interior.
(1) La colina sobre la que está Simia.
- Ya está aquí -dijo el niño en una voz que parecía un susurro, y desapareció. Kim comprendió en seguida
que aquel niño había sido apostado para que le sirviera de guía, pero con ademán de atrevimiento separó la
cortina y entró. Un hombre de barba negra, con una visera verde sobre los ojos, estaba sentado ante una
mesa, y, uno a uno, iba ensartando pequeños glóbulos luminosos en un brillante hilo de seda
(2) con sus
manos blancas y menudas, mientras canturreaba en voz baja... Kim se dio cuenta de que más allá del círcu-
lo iluminado por la lámpara, la sala estaba llena de cosas que despedían esa fragancia peculiar a todos los
templos de Oriente. Una bocanada de almizcle
1
, una ráfaga de sándalo
2
y enervante esencia de jazmín lle-
garon hasta las ventanas de su nariz.
- Aquí estoy -dijo Kim finalmente, hablando en indígena, pues el olor que percibía le hizo olvidar que
debía presentarse como un sahib.
- Setenta y nueve, ochenta, ochenta y una -contaba el hombre en voz baja, ensartando perla tras perla con
tal velocidad que Kim apenas percibía el movimiento de sus dedos. Al fin se quitó la visera verde y miró a
Kim fijamente durante medio minuto inacabable. Las pupilas de sus ojos se dilataban o se comprimían a su
antojo hasta convertirse en cabezas de alfiler. Había un faquir en la Puerta de Taksali que tenía esa misma
facultad, lo que le permitía ganar mucho dinero, sobre todo cuando maldecía a mujeres estúpidas. Kim con-
templaba con interés al ensartador de perlas. Su poco respetable amigo el faquir podía además mover las
orejas lo mismo que una cabra, así es que Kim sintió una decepción al ver que el otro no podía imitarlo.
- No te asustes -dijo de repente el señor Lurgan.
- ¿De qué me he de asustar?
- Dormirás aquí esta noche, y permanecerás conmigo hasta que llegue el momento de volver a Nucklao
(3). Es una orden.
- Es una orden -repitió Kim-. Pero, ¿en dónde voy a acostarme?
1
almizcle: sustancia aromática que se extrae del almizclero, animal parecido al cabrito.
2
sándalo: planta olorosa.
(2) Pasaba por un hilo cuentas, enhebraba perlas.
(3) Lucknow, donde está el colegio.
- Aquí, en este cuarto -dijo el sahib Lurgan señalando con su mano la oscuridad que se extendía detrás de
él.
- Bueno -dijo Kim tranquilamente-. ¿Ahora?
Lurgan asintió y alzó la lámpara sobre su cabeza. Al ampliarse el círculo de la luz, se destacaron en los
muros una colección de mascarillas tibetanas propias para la danza de los demonios, que estaban colgadas
sobre las túnicas bordadas de trasgos y furias
3
, que se emplean en esas tétricas
4
ceremonias: caretas con
cuernos, caretas de gestos espantosos, caretas representando un terror irracional. En un rincón, un guerrero
japonés, en cotas
5
de malla y adornado de plumas, lo amenazaba con una alabarda
6
y una veintena de lan-
zas, khandas y kuttars
7
reflejaban la indecisa claridad. Pero lo que más interesó a Kim más que todas aque-
llas cosas -ya había visto caretas para la danza de los demonios en el Museo de Lahore- fue la aparición del
niño hindú de ojos tiernos que lo había conducido hasta la puerta y que ahora estaba debajo de la mesa de
perlas con las piernas cruzadas y sonriéndole con sus labios rojos.
«Me parece que el sahib Lurgan quiere asustarme. Y estoy seguro de que ese mocoso que está debajo de
la mesa daría cualquier cosa por verme temblar.»
- Este sitio -dijo en voz alta- es como la Casa Maravillosa. ¿Dónde está mi cama?
El sahib Lurgan señaló un jergón indígena que había en un rincón al lado de las repugnantes caretas, se
llevó la lámpara y dejó la sala en la más completa oscuridad.
- ¿Era ése el sahib Lurgan? -preguntó Kim mientras se acurrucaba en el suelo. Nadie contestó. Guiado
por la respiración del niño hindú, cruzó a gatas la habitación y empezó a dar puñetazos en la oscuridad,
gritando:
- ¡Responde, demonio! ¿Es ésa la manera de engañar a un sahib?
Le pareció oír en la oscuridad el eco de una risa ahogada. No podía ser su tierno compañero porque esta-
ba llorando. Así es que Kim alzó la voz, llamando:
3
trasgos: duendes; furias: demonios.
4
tétrico: grave, triste.
5
cota: armadura que cubre el cuerpo.
6
alabarda: lanza con una cuchilla en forma de media luna.
7
khandas y kuttars: espadas y dagas.
- ¡Sahib Lurgan! ¡Eh, sahib Lurgan! ¿Es que has dado orden a tu criado de que no hable conmigo?
- Es una orden. -La voz venía de su espalda y Kim se estremeció.
- Muy bien. Pero acuérdate -murmuró mientras volvía a buscar el cobertor- de que mañana por la mañana
te he de dar una paliza. No me gustan los hindúes.
La noche no fue nada agradable, pues el aire del cuarto estaba impregnado de voces y de músicas. Kim se
despertó dos veces porque oyó que alguien pronunciaba su nombre. La segunda vez emprendió una investi-
gación, que concluyó al darse un golpe en la nariz contra una caja que, sin duda, hablaba en lenguaje
humano, pero con un acento que nada tenía de humano. La caja parecía terminar en una trompeta de hojala-
ta, que estaba unida por cables a otra caja más pequeña que había en el suelo (al menos esto fue lo que pudo
averiguar Kim por el tacto). Y la voz que salía de la trompeta era muy áspera y zumbaba extraordinaria-
mente. Kim se frotó la nariz y se enfureció, pensando, como lo hacía generalmente, en hindi.
«Esa manera de obrar podría pasar con un mendigo del bazar, pero yo soy un sahib e hijo de sahib y lo
que representa aún mucho más, un estudiante de Nucklao. Sí (aquí pasó a hablar en inglés), un alumno de
San Javier. ¡Malditos los ojos del señor Lurgan! Esto es una especie de aparato como una máquina de co-
ser. Ha sido un gran atrevimiento el suyo..., pero nosotros los de Lucknow no nos asustamos por tan poca
cosa... ¡No!». Después, en hindi: «¿Qué ganará con hacer esto? No es más que un comerciante y estoy en
su tienda. Pero el sahib Creighton es coronel, y me parece que el sahib Creighton debe haberle dado órde-
nes para que proceda así. ¡Qué paliza le voy a dar a ese hindú mañana por la mañana! ¿Qué es esto?»
La caja de la trompeta estaba expeliendo una ristra de los insultos más sofisticados que Kim había oído
nunca, con una voz tan aguda y desagradable que le puso los pelos de punta por un instante. Cuando el en-
demoniado aparato tomó aliento, el ruido de la máquina, parecido al de las de coser, tranquilizó a Kim.
- ¡Chûp! (estáte quieta) -gritó y otra vez sonó la risita ahogada que le hizo exclamar-: ¡Chûp!, o te rompo
la cabeza.
La caja no le hizo el menor caso. Arrancó con fuerza la trompeta de hojalata y notó que algo se levantaba
con un golpe seco. Evidentemente, había alzado una tapa. Si acaso había un demonio en el interior, ahora le
había llegado su hora, ya que -olfateó- así olían las máquinas de coser que hay en el bazar. Ya arreglaría él
a aquel espíritu endemoniado. Se quitó la chaqueta y la metió dentro de la abertura de la caja. Una cosa
larga y redonda cedió ante la presión; se oyó un zumbido y la voz se detuvo..., como pasa cuando se ataru-
ga
8
una chaqueta doblada tres veces dentro de la maquinaria del cilindro de cera de un costoso fonógrafo.
Kim reanudó el sueño con la conciencia tranquila.
A la mañana siguiente notó cómo el sahib Lurgan lo estaba mirando.
- ¡Ah! -dijo Kim, firmemente resuelto a comportarse como un sahib-. Había ahí una caja que, durante la
noche, me insultó. Así es que la paré. ¿Era suya esa caja?
El hombre le tendió la mano.
8
atarugar: atestar, llenar apretando.
- Chócala, O'Hara -dijo-. Sí, la caja era mía. Tengo esas cosas porque les gustan a mis amigos los Rajás.
Ésta se ha roto, pero lo doy por bien empleado. Sí, mis amigos los reyes son muy aficionados a los jugue-
tes..., y yo también algunas veces. Kim lo miró de arriba abajo de reojo. Era un sahib porque llevaba ropa
de sahib, pero el acento de su urdú y la entonación de su inglés demostraban que era cualquier cosa menos
un sahib. Lurgan pareció comprender lo que pasaba por la mente de Kim antes de que el muchacho abriese
la boca, y no se tomó la molestia de darle explicaciones, al contrario de lo que habían hecho el padre Víctor
y los profesores de Lucknow. Y lo más agradable de todo era que trataba a Kim como a un igual de sangre
asiática.
- Siento mucho que no puedas pegar esta mañana a mi chiquillo. Dice que te va a matar con un cuchillo o
con veneno. Está celoso, así es que lo he mandado a un rincón y en todo el día no pienso dirigirle la pala-
bra. Hace un momento que ha intentado matarme. Así es que tienes que ayudarme a preparar el almuerzo.
En este momento está el chiquillo demasiado celoso para fiarse de él.
Un genuino sahib importado de Inglaterra se hubiera sorprendido mucho ante este relato. El sahib Lurgan
lo expuso tan llanamente como Mahbub Alí solía contar sus pequeños asuntos en el norte.
El porche trasero de la tienda estaba construido sobre el flanco escarpado de la colina y dominaba los ca-
ñones de las chimeneas vecinas, como ocurre en todas las casas de Simla. Pero la tienda fascinaba a Kim
más aún que la comida, auténticamente persa, que preparó el sahib Lurgan con sus propias manos. El Mu-
seo de Lahore era más grande, pero aquí había más maravillas: dagas fantasmales (4) y ruedas de oración
(5) procedentes del Tíbet; collares de turquesas y de ámbar
9
en bruto; ajorcas
10
de jade verde; palitos de
incienso pulcramente empaquetados en tarros, incrustados de granates
11
en bruto; las caretas de demonios
de la noche pasada y una pared cubierta de tapices de un color azul intenso; figuras doradas de Buda y al-
tarcillos portátiles de laca; samovares
12
rusos con turquesas en la tapa; juegos de finísima porcelana de la
China, en rarísimas cajas octogonales hechas de caña; crucifijos de marfil amarillo, procedentes nada me-
nos que del Japón, según decía el sahib Lurgan; detrás de unos desvencijados y podridos biombos se amon-
tonaban algunas alfombras arrolladas formando fardos polvorientos, malolientes; aguamaniles
13
persas
para lavarse las manos después de las comidas; incensarios de cobre mate, que no eran ni chinos ni persas y
que estaban adornados con frisos de monstruos fantásticos, corriendo unos detrás de otros; cinturones des-
lustrados de plata, que se ceñían como si fueran de cuero sin curtir; horquillas de jade, marfil y plasma
14
;
armas de todas las especies y tamaños, mezcladas con otras mil cosas extravagantes, se hallaban embala-
das, o apiladas, o simplemente tiradas por el suelo, dejando libres únicamente los alrededores de la desven-
cijada mesa de madera donde trabajaba generalmente el sahib Lurgan.
9
ámbar: resina fósil de color amarillo, empleada en cuentas de collares.
10
ajorcas: brazaletes.
11
granate: piedra preciosa de varios colores.
12
samovar: aparato de metal -cobre, generalmente- que sirve para obtener y conservar el agua hirviendo, sobre todo para la prepa-
ración del té.
13 aguamanil: palangana para lavarse las manos, o la jarra de pico para verterla.
14
plasma: ágata de color verde oscuro.
(4) Son dagas ceremoniales utilizadas en danzas rituales para alejara los espíritus malignos.
(5) Se trata de cajas cilíndricas que contienen oraciones y que se ponen en funcionamiento al girarlas manualmente.
- Estas cosas no valen nada -dijo su huésped, siguiendo la mirada de Kim-. Las compro porque son boni-
tas, y algunas veces las vendo... si me gusta el aspecto del comprador. Pero mi verdadero trabajo está en la
mesa..., parte de él.
Aquella mesa resplandecía a la luz de la mañana, toda llena de destellos rojos, azules y verdes, entre las
cuales se destacaba de vez en cuando el intenso fulgor blanco-azulado de algún diamante. Kim abrió sus
ojos admirado.
- Estas piedras están muy sanas. No las perjudicará tomar el sol. Además, valen poco. Pero cuando se tra-
ta de piedras enfermas, es otra cosa -dijo llenando otra vez el plato de Kim-. No hay nadie más capaz que
yo de curar una perla enferma y de devolver el color azul a las turquesas. Y no menciono siquiera los ópa-
los (cualquier imbécil sabe curarlos), pero a las perlas enfermas no sabe curarlas nadie más que yo. ¡Figúra-
te si yo muriera! ¡Entonces no quedaría nadie en el mundo!... ¡Seguramente no! Tú no sabes nada en abso-
luto de joyas. Bastará con que algún día llegues a entender algo sobre las turquesas.
Se levantó dirigiéndose al otro extremo del porche, para llenar de agua, con el filtro, la pesada jarra de
arcilla porosa.
- ¿Quieres beber?
Kim asintió. El sahib Lurgan, que estaba situado a quince pies de distancia, dejó caer una mano sobre la
jarra. En el mismo instante, ésta apareció al lado del codo de Kim, llena hasta media pulgada del borde; el
blanco mantel mostraba solamente una arruguita que indicaba el camino por donde había resbalado la jarra.
- ¡Ah! -dijo Kim en el límite del asombro-. Esto es magia. -La sonrisa del sahib Lurgan mostró que el
cumplido le había hecho efecto (6).
- Lánzamela.
- Se va a romper.
- Te digo que me la lances.
Kim la arrojó a la ventura, pero se quedó corto y la jarra se aplastó contra el suelo, rompiéndose en cin-
cuenta pedazos, mientras el agua se escurría a través de la gruesa tablazón del porche.
- Ya dije que se rompería.
- Es igual. Mírala. Mira el pedazo más grande.
Este pedazo presentaba en su concavidad un poco de agua que reflejaba la luz y resplandecía como si
fuese una estrella. Kim lo miraba intensamente; el sahib Lurgan le puso suave mente una mano sobre la
nuca, se la acarició dos o tres veces, y susurró:
- ¡Mira! Se está reconstruyendo otra vez, pieza a pieza. Primero, el pedazo grande se unirá con los dos
que tiene a derecha e izquierda... a derecha e izquierda. ¡Mira!
Ni aun en peligro de muerte hubiera podido Kim volver la cabeza. La ligera presión lo mantenía sujeto
como en un cepo, y la sangre le producía un agradable hormigueo por todo el cuerpo. Había una pieza
grande de la jarra donde antes había tres, y sobre ella se dibujaba como una sombra la silueta completa de
la vasija. A través de ella podía ver el porche, pero se espesaba y oscurecía con cada nuevo latido del pulso.
Sin embargo, la jarra -¡qué despacio acudían ahora los pensamientos!-, la jarra se había aplastado ante sus
ojos. Otra ráfaga de fuego le bajó por el cuello cuando el sahib Lurgan movió la mano.
(6) Esta tienda del sahib Lurgan es como otra aula donde Kim aprende técnicas necesarias para el ejercicio del espionaje. De nuevo
se repite el proceso de todo rito iniciático: un maestro ejerce demostraciones de su superior ciencia, y el discípulo demuestra su apro-
vechamiento superando diversas pruebas.
- ¡Mira! Se está formando otra vez -dijo el sahib Lurgan. Hasta entonces Kim había estado pensando en
hindi; pero le sobrecogió un fuerte temblor, y con un esfuerzo desesperado, como el del nadador que, ante
la vista de tiburones, surge con casi todo el cuerpo fuera del agua, su mente saltó de la oscuridad que lo
estaba envolviendo y se refugió en... ¡la tabla de multiplicar en inglés!
- ¡Mira! Se está formando otra vez-susurró el sahib Lurgan.
La jarra se había aplastado -sí, aplastado-, no la palabra indígena, no iba a pensar en ella, sino en aplas-
tado, en cincuenta pedazos, y dos por tres son seis, y tres por tres son nueve, y cuatro por tres doce. Se afe-
rró desesperadamente a la repetición. El contorno sombrío de la jarra se iba aclarando como una neblina
cuando se frotan los ojos. Allí estaban los pedazos rotos; allí estaba el agua derramada secándose al sol, y a
través de las grietas de la tablazón del porche se veía, dividido en franjas, el blanco muro de la casa de aba-
jo, y ¡tres por doce eran treinta y seis!
- ¡Mira! ¿Se está formando otra vez? -preguntó el sahib Lurgan.
- Pero... si se ha aplastado, se ha aplastado -jadeó Kim. El sahib Lurgan había estado murmurando en voz
baja durante más de medio minuto. Kim inclinó la cabeza a un costado-. ¡Mire! ¡Dekho! Está allí tal y con-
forme estaba.
- Está allí tal y conforme estaba -dijo Lurgan observando a Kim con atención, mientras el muchacho se
rascaba la mica-. Entre la mucha gente con quien he probado a hacer esto, tú eres el primero que lo ha visto
así -añadió enjugando el sudor de su frente.
- ¿Es que también esto era magia? -preguntó Kim con aire de sospecha. El hormigueo de la sangre había
desaparecido y se sentía más despabilado que nunca.
- No, eso no era magia. Se trataba únicamente de ver si había un defecto en la joya. A veces, joyas al pa-
recer muy hermosas se rompen en pedazos cuando las maneja un hombre entendido. Por eso antes de mon-
tarlas es preciso tener mucho cuidado. Dime, ¿viste la forma de la jarra?
- Un instante. Iba creciendo y saliendo del suelo como si fuese una flor.
- Y entonces, ¿qué hiciste? Quiero decir, ¿en qué pensaste?
- Sabía que estaba rota, así que, creo, eso fue lo que pensé... y estaba rota.
- ¡Hum! ¿Había probado alguien a hacerte esta prueba de magia antes que yo?
- Si así fuera -dijo Kim-, ¿crees que hubiera dejado que me la hiciesen de nuevo? Habría echado a correr.
- Y ahora no tienes miedo, ¿eh?
- Ahora no.
El sahib Lurgan lo miró con más atención que nunca.
- Ya le preguntaré a Mahbub Alí..., ahora no, pero dentro de unos días vendrá -murmuró-. Estoy contento
contigo..., sí, pero no estoy contento contigo. Tú eres el primero que se ha salvado por sí mismo. Hubiera
querido saber lo que... Pero tienes razón. Esas cosas no se le dicen a nadie..., ni aun a mí. Se dirigió hacia la
parte oscura de la tienda y se sentó ante la mesa, frotándose las manos suavemente. Un débil y ronco sollo-
zo se oyó tras la pila de alfombras. Era el niño hindú, que, obediente, estaba de cara a la pared; sus delga-
dos hombros se estremecían de pena.
- ¡Ah! Está celoso, muy celoso. No me chocaría que intentara envenenarme otra vez el desayuno, y me
obligara a preparármelo de nuevo.
- Kubbee..., kubbee; nahin (¡Nunca..., nunca; no!) -fue la entrecortada respuesta.
- O que intentara matar a este otro chico.
- Kubbee..., kubbee nahin.
- ¿Qué crees que hará? -dijo volviéndose rápidamente hacia Kim.
- No lo sé. Déjele que se marche; quizá sea mejor. Tal vez se escape. ¿Por qué quiere envenenarlo?
- Porque me quiere mucho. Supón que quisieras tú mucho a alguna persona, y vieras que llegaba otro, y
que el hombre a quien tú tanto querías se ocupase más de él que de ti, ¿qué harías? (7)
Kim meditó un instante. Lurgan repitió la pregunta lentamente en el idioma indígena.
(7) No sólo las cualidades, sino también el atractivo de Kim es causa de su fácil amistad con todo el mundo. Los celos de su «blan-
do» compañero que se arroja «apasionadamente» a los pies del curandero de perlas pudieran tener una ambigua proyección afectiva.
- Yo no envenenaría a ese hombre -dijo Kim reflexionando-, pero le pegaría una paliza al muchacho..., si
es que ese muchacho quisiera también a mi hombre. Pero lo primero de todo sería preguntarle si eso era
verdad.
- ¡Ah! Es que él supone que todo el mundo, a la fuerza, debe quererme.
- Entonces es muy tonto.
- ¿Oyes tú? -dijo el sahib Lurgan dirigiéndose a los hombros que se agitaban-. El hijo de sahib piensa que
eres tonto. Ven acá y la próxima vez que padezca tu corazón no uses el arsénico blanco de un modo tan
claro. ¡Seguramente que el demonio Dassim presidía hoy nuestra mesa! Me hubiera sentado muy mal, chi-
quillo, y entonces hubiera venido un extraño a hacerse cargo de las joyas. ¡Ven acá!
El niño, con los ojos hinchados de tanto llorar, salió arrastrándose de detrás del fardo y se arrojó a los
pies del sahib Lurgan, apasionadamente, con un remordimiento tan fuerte, que hasta Kim quedó impresio-
nado.
- ¡Yo cuidaré de los cuencos de tinta (8), yo guardaré fielmente tus joyas! ¡Oh, tú que eres mi padre y mi
madre, échalo! -gritó señalando a Kim con una sacudida hacia atrás de su talón desnudo.
- Todavía no..., todavía no. Dentro de poco tiempo se irá. Pero ahora debe aprender..., en una nueva ma-
drasa..., y tú serás su maestro. Juega con él al Juego de las joyas. Yo llevaré la cuenta.
El niño se secó inmediatamente las lágrimas, se dirigió presuroso a la trastienda, y volvió con una bande-
ja de cobre.
- ¡Dámelas tú! -le dijo al sahib Lurgan-, para que procedan de tu mano y no pueda decir luego que yo las
conocía.
- Poco a poco..., poco a poco -replicó el hombre, y de un cajón de la mesa sacó un puñado de baratijas,
que cayeron tintineando sobre la bandeja.
- Ahora -dijo el niño agitando un periódico viejo- míralas todo el tiempo que quieras, extranjero. Cuénta-
las, y si lo necesitas, cógelas con la mano. A me basta con una mirada. -Y se volvió de espaldas orgullo-
samente.
- Pero, ¿en qué consiste el juego?
(8) Se utilizan como ayuda para la hipnosis. También para predecir el futuro, como si se tratara de una bola de cristal.
- Cuando tú las hayas contado y manoseado y estés seguro de recordarlas todas, yo las cubriré con este
periódico, y tienes que darle cuenta al sahib Lurgan de lo que conserves en la memoria. Yo, por mi parte,
escribiré mi relación.
- ¡Ah! -El instinto de competición se había despertado en Kim. Se inclinó sobre la bandeja. Allí no había
más que quince piedras-. Esto es fácil -dijo, después de pasado un minuto. El niño colocó el periódico sobre
las piedras refulgentes y se puso a escribir en un libro de cuentas indígena.
- Hay cinco piedras azules bajo el periódico: una grande, otra más pequeña, y tres chicas -dijo Kim apre-
suradamente-. Hay cuatro piedras verdes y una que tiene un agujero; una amarilla a través de la cual se pue-
de mirar, y una que parece la boquilla de una pipa. Hay dos piedras rojas, y... y... he contado quince, pero
se me han olvidado dos. ¡No! Espera un poco. Una era de marfil, pequeña y oscura, y... y... espera un poco.
- Uno, dos... -El sahib Lurgan contó despacio hasta diez. Kim sacudió la cabeza.
- ¡Atiende a mi relación! -interrumpió el chiquillo, riendo alegremente-. En primer lugar, hay dos zafiros
defectuosos, uno de dos quilates y el otro de cuatro, según puedo juzgar. El zafiro de cuatro quilates está
roto en una esquina. Hay una turquesa del Turquestán, plana y con vetas negras y que tiene dos ins-
cripciones: una con el Nombre de Dios, en oro, y la otra, que está resquebrajada, porque procede de uña
vieja sortija, y no la puedo leer. Ya tenemos las cinco piedras azules. Hay cuatro esmeraldas estropeadas,
pero una de ellas está agujereada por dos sitios y la otra un poco tallada...
- ¿Sus pesos? -dijo el sahib Lurgan, impasible.
- Tres, cinco, cinco y cuatro quilates, poco más o menos. Hay una pieza de viejo ámbar verdoso, que pro-
cede de una pipa, y un topacio tallado de Europa. Hay un rubí de Birmania que pesa dos quilates, sin nin-
gún defecto, y una espinela
15
, defectuosa, que pesa dos quilates. Hay un marfil de la China tallado que re-
presenta a una rata sorbiendo un huevo; y por último hay -¡ja, ja!- una bolita de cristal del tamaño de un
guisante, engastada sobre una hoja de oro.
Y al terminar palmoteó alegremente.
- Puede ser tu maestro -dijo el sahib Lurgan sonriendo.
15
espinela: piedra preciosa de color rosa violáceo.
- ¡Bah! Pero él sabe el nombre de las piedras -dijo Kim sonrojándose-. ¡Probemos otra vez! Pero con co-
sas corrientes, que las conozcamos los dos lo mismo.
Repitieron el juego otra vez, con objetos varios sacados de la tienda y aun de la cocina, y siempre le ven-
ció el niño, ante el asombro de Kim.
- Vendadme los ojos..., dejadme sólo tocar las cosas una vez y, aunque tú las veas, te ganaré -dijo el niño
desafiándolo. Kim pataleó enojado cuando el niño le demostró que no se trataba de un alarde.
- Si se tratara de hombres... o de caballos -dijo-, lo haría mejor. Este juego con tenacillas y tijeras y cu-
chillos es demasiado poca cosa para mí.
- Aprende primero..., enseña después -dijo el sahib Lurgan-. ¿No puede ser tu maestro?
- Claro que sí. Pero, ¿cómo lo hace?
- Repitiéndolo muchas veces hasta hacerlo a la perfección..., porque es algo que merece la pena.
El chiquillo hindú, que no cabía en sí de contento, dio unos golpes a Kim en la espalda, diciéndole:
- No te desesperes. Yo mismo te enseñaré.
- Y yo cuidaré de que te enseñe bien -añadió el sahib Lurgan hablando siempre en el idioma de los indí-
genas-, porque excepto este niño mío (que ha sido tonto en comprar tanto arsénico, porque si me lo hubiera
pedido, yo mismo se lo habría dado), excepto este niño mío, yo no he conocido a nadie con más aptitudes
para aprender que tú. Todavía tenemos diez días por delante antes de que tengas que regresar a Nucklao,
donde no te enseñan nada... y cuesta mucho dinero. Y ahora espero que seamos todos buenos amigos.
Fueron aquéllos unos días de locura, pero Kim gozó demasiado durante este tiempo para pensar en ello.
Por las mañanas repetían el juego de las joyas: unas veces con verdaderas piedras preciosas, otras con pilas
de espadas y dagas, a veces con fotografías de indígenas. Por la tarde, él y el niño hindú montaban guardia
en la tienda sentados, y sin decir una sola palabra, detrás de un fardo de alfombras o de un biombo
16
, y
desde allí observaban a los numerosos y variados visitantes de la casa del señor Lurgan. Unos eran peque-
ños Rajás (cuyas escoltas tosían en el porche) que venían a comprar curiosidades, tales como fonógrafos y
juguetes mecánicos; había señoras en busca de collares y caballeros que, según creía Kim (pero su imagi-
nación tal vez estaba viciada por sus experiencias anteriores), iban en busca de las señoras; indígenas de las
cortes feudatarias e independientes, cuya finalidad aparente era la reparación de un collar roto (cascadas de
luz derramadas sobre la mesa), pero cuyo verdadero propósito era obtener dinero para jóvenes Rajás o en-
furecidas maharanis
17
. Entraban también babús
18
, a quienes el sahib Lurgan hablaba con grave austeridad,
acabando por darles dinero en plata acuñada o billetes de curso legal. A veces se reunían algunos indígenas,
teatralmente vestidos con largas levitas, que discutían de metafísica en inglés y en bengalí, para mayor edi-
ficación
19
del sahib Lurgan, quien se interesaba siempre por los asuntos religiosos. Al final de la jornada,
tanto Kim como el muchacho hindú (cuyo nombre variaba a voluntad de Lurgan) tenían que hacer un relato
completo de todo lo que habían visto y oído: su opinión sobre el carácter de cada una de las personas, de-
ducido de su fisonomía, conversación y modales, así como su juicio acerca del motivo por el que en verdad
venían. Después de cenar, el sahib Lurgan se dedicaba a lo que podría llamarse el arte del disfraz, en cuyo
juego ponía un interés de lo más instructivo. Sabía caracterizar maravillosamente las caras; con un toque de
pincel aquí y una línea por allá, las convertía en imposibles de reconocer. La tienda estaba llena de toda
clase de trajes y turbantes, y Kim se vestía unas veces como un joven mahometano de buena familia, o co-
mo un vendedor de aceite, y una vez (lo que le hizo pasar una velada muy alegre) como el hijo de un terra-
teniente oudh, con todos los aderezos de su complicadísimo traje. El sahib Lurgan tenía una vista de lince
para advertir el más pequeño fallo en la composición del tipo; y sentado en un deslucido sofá de madera de
teca
20
explicaba durante media hora cómo hablaban, o caminaban, o tosían, o escupían o estornudaban las
personas de tal o cual casta y, puesto que el «cómo» importa poco en este mundo, el «porqué» de todas las
cosas.
16
biombo: mampara plegable para hacer separaciones en una habitación.
17
maharani: esposa de un príncipe indio.
18
babú: indios con educación inglesa. Tratamiento.
19
edificación: dar buen ejemplo.
20
teca: árbol que se cría en la India, de madera muy dura.
El niño hindú se portaba en este juego bastante torpemente. Su inteligencia, rápida como una bicicleta
cuando se trataba de llevar la cuenta de las joyas, no podía plegarse a penetrar en el alma de la persona que
trataba de imitar; pero en Kim se despertaba un demonio que cantaba de alegría al cambiar de indumentaria
y, con ella, los gestos y la manera de hablar.
Llevado por el entusiasmo, quiso mostrar una tarde al sahib Lurgan cómo pedían limosna a la vera del
camino los discípulos de cierta casta de faquires a quienes conoció en Lahore, y qué frases emplearía para
dirigirse a un inglés, a un granjero panjabí camino de la feria y a una mujer sin el velo. El sahib Lurgan rió
a carcajadas y le ordenó que permaneciese en la trastienda tal como estaba (con las piernas cruzadas, unta-
do de cenizas y la vista extraviada) y sin moverse durante media hora. Al cabo de este tiempo, penetró en la
estancia un enorme y obeso babú
(9) cuyas pantorrillas, ceñidas por medias, temblaban al andar como si
fuesen de gelatina a causa de la grasa, y Kim arremetió contra él, con un chaparrón de groseras burlas. El
sahib Lurgan, y esto molestó mucho a Kim, contemplaba al babú y no hacía caso de las payasadas que
hacía aquél.
- Creo-dijo el babú tranquilamente, mientras encendía un cigarrillo-, soy de la opinión de que se trata de
un trabajo de lo más extraordinario y eficiente. A no ser porque yo estaba advertido, hubiera creído que...
que... usted me estaba tomando el pelo. ¿Cuánto tiempo tardará aproximadamente en convertirse en un efi-
ciente cadenero? Porque entonces tendré que reclamarlo.
- Eso es lo que tiene que aprender en Lucknow.
- Entonces, ordénele usted que temine pronto. Buenas noches Lurgan. -El babú se alejó con el aire de una
vaca que atravesase un fangal.
Cuando por la noche tuvieron que hacer el relato de las visitas del día, el sahib Lurgan le preguntó a Kim
quién se imaginaba que sería aquel hombre.
- ¡Dios sabe! -contestó el muchacho alegremente. Su tono tal vez hubiera engañado a Mahbub Alí, pero
no al curandero de perlas enfermas.
(9) Este babú, el espía Hurree Chunder, se incorpora a la peripecia de Kim y tendrá destacada importancia en adelante.
- Eso es verdad. Dios lo sabe, pero yo quiero saber lo que piensas tú.
Kim observó de reojo a su compañero, que tenía algo en la mirada que parecía exigir la verdad.
- Yo..., yo creo que me necesitará cuando salga de la escuela, pero... -añadió confidencialmente, al ver
que el sahib Lurgan hacía un gesto de aprobación- no entiendo cómo le es posible a ese hombre disfrazarse
ni hablar varios idiomas.
- Más tarde comprenderás muchas cosas. Se dedica a escribir historias para cierto coronel. Es persona
muy respetada sólo en Simla, y es de notar que no tiene nombre conocido, sino solamente un número y una
letra, como es costumbre entre nosotros.
- ¿Y su cabeza también está puesta a precio, como la de Mah..., y la de todos los demás?
- Todavía no. Pero si un muchacho que está en este momento sentado aquí mismo, se levantase y fuese
(¡mira, la puerta está abierta!) hasta cierta casa que tiene un porche pintado de rojo y está situada detrás del
teatro viejo, en el bazar de abajo, y murmurase a través de los postigos de esa casa: «Hurree Chunder Moo-
kerjee fue quien hizo la delación el mes pasado», ese muchacho recibiría como recompensa una bolsa llena
de rupias.
- ¿Cuántas? -preguntó Kim rápidamente.
- Quinientas..., mil..., las que pidiese.
- Muy bien. ¿Y cuánto tiempo viviría ese muchacho después de entregar esa información? -dijo riéndose
en las barbas del sahib Lurgan.
- ¡Ah! Eso es para pensárselo muy bien. Si fuese muy listo, tal vez pudiera vivir hasta el final del día...,
pero no pasaría de la noche. No, lo que es a la noche no llegaría, de ninguna manera.
- Entonces, ¿qué sueldo tendrá ese babú, para que den tanto dinero por su cabeza?
- Ochenta..., tal vez ciento..., o ciento cincuenta rupias; pero en estas cosas la paga es lo de menos. De
vez en cuando, Dios hace que nazcan hombres (y tú eres uno de ellos) que sienten una profunda pasión por
las acciones en las que se expone la vida a cambio de averiguar cosas. Hoy se trata de los asuntos de un
lugar lejano, mañana de inspeccionar una montaña escondida, y otro día de descubrir a algunos hombres
próximos a nosotros que hayan cometido alguna tontería contra el Estado. Hay muy pocas personas capaces
de hacer eso, y entre esas pocas, no más de diez se distinguen entre todas. Una de esas diez es el babú, aun-
que parezca raro. ¡Qué grande y hermoso debe de ser este oficio, cuando es capaz de enardecer hasta el
corazón de un bengalí!
- Es verdad. Pero los días pasan muy despacio para. Aún soy un chiquillo y apenas hace dos meses
que aprendí a escribir anglesi
23
. Aún ahora no lo puedo leer de corrido. ¡Y pensar que aún faltan años, años
interminables para llegar a ser cadenero!
- Ten paciencia, Amigo de todo el Mundo -Kim se sobresaltó al oír su apodo-. Ojalá pudiera disponer de
algunos de esos años que a ti te pesan tanto. Durante el corto tiempo que has estado conmigo, te he probado
de varias formas de poca importancia. No tengas cuidado; no se me olvidará nada cuando dé cuenta por
escrito al sahib coronel. -Y entonces, cambiando de repente al inglés, añadió echándose a reír:
- ¡Caramba! O’Hara, creo que vales mucho; pero no debes enorgullecerte ni irte de la lengua. Ahora tie-
nes que volver a Lucknow y ser un buen chico y no ocuparte más que de los libros, como dicen los ingle-
ses, y tal vez en las vacaciones próximas, si tú quieres, vuelvas otra vez aquí. -Kim puso mala cara-. ¡Ah!,
conste que he dicho si quieres. Pero ya me figuro adónde preferirás ir.
Cuatro días después, Kim y su pequeño baúl ocuparon un asiento, previamente reservado, en la parte
trasera de una tonga con destino a Kalka. Su compañero de viaje era el babú, que parecía una ballena. Con
un chal arrollado alrededor de su cabeza, y sentado sobre su rolliza pierna izquierda, enfundada en una me-
dia calada, temblaba y tiritaba al sentir el aire frío de la madrugada.
«¿Cómo es posible que este hombre sea uno de los nuestros?», pensaba Kim mientras contemplaba su
espalda gelatinosa estremeciéndose con el traqueteo del carruaje; y esta re flexión lo transportó a los más
deliciosos sueños. El sahib Lurgan le había dado cinco rupias (una suma espléndida), y la seguridad de su
protección si se portaba bien en el colegio. Al contrario que Mahbub Alí, el sahib Lurgan le había hablado
explícitamente de la recompensa que alcanzaría siendo obediente, y Kim se sentía satisfecho. ¡Si algún día,
como el babú, pudiese gozar de la dignidad de «una letra y un número» y tener su cabeza puesta a precio!
Pero llegaría el día en que tendría todo eso y más aún. ¡Un día en que sería tan grande como Mahbub Alí!
En lugar de unas cuantas azoteas, el campo de sus operaciones abarcaría la mitad de la India; espiaría a
reyes y a ministros, de la misma manera que en tiempos pasados había espiado a vakils (letrados) y a los
recaderos de los abogados en la ciudad de Lahore por cuenta de Mahbub Alí. Mientras tanto, se alzaba ante
él la necesidad imperiosa, y no del todo desagradable, de regresar a San Javier. Habría muchos alumnos
nuevos con quienes condescender e historias que escuchar sobre aventuras durante las vacaciones. El joven
Martin, hijo del plantador de té de Manipur, había alardeado de que iría armado de un rifle a dar una batida
a los cazadores de cabezas. Eso tal vez fuera verdad, pero, seguramente, el joven Martin no había volado a
través de un patio del palacio de Patiala como consecuencia de la explosión de los fuegos artificiales; ni
había... Kim empezó a repasar en la memoria todas sus aventuras de los tres meses últimos. Con seguridad
podía dejar estupefacto a todo San Javier (incluso a los muchachos mayores que ya se afeitaban) si le estu-
viera permitido contar todas sus hazañas. Pero, claro, sobre eso no había que hablar ni una sola palabra. Ya
llegaría el tiempo en que su cabeza tendría precio, según le había asegurado el sahib Lurgan; y si hablaba
más de la cuenta, no sólo perdería la ocasión de alcanzar ese precio, sino que el coronel Creighton se des-
haría de él y quedaría expuesto a las iras del sahib Lurgan y de Mahbub Alí durante el poco tiempo que le
restase de vida.
21
anglesi: inglés.
«Y así perdería Delhi a cambio de un pescado», pensó, aplicando el refrán. Era necesario olvidar sus va-
caciones (siempre quedaba el recurso de inventar unas pintorescas aventuras), y, como había dicho el sahib
Lurgan, trabajar.
De todos los muchachos que regresaron a San Javier, desde Sukkur, entre las arenas, hasta Galle, bajo las
palmeras, no había ninguno, seguramente, más lleno de buenos deseos que Kimball O'Hara cuando se diri-
gía en el coche dando tumbos camino de Ambala detrás de Hurree Chunder Mookerjee, cuyo nombre en los
libros de cierta sección del Servicio Etnológico era R. 17.
Y por si requería algún estímulo adicional, el babú se encargó de suministrarlo. Después de una copiosa
comida en Kalka, se puso a hablar largo y tendido. ¿De modo que Kim se dirigía al colegio? Entonces él,
un M.A. (10) de la Universidad de Calcuta, tenía el deber de explicarle las ventajas de la enseñanza. Era
preciso obtener buenas notas atendiendo debidamente al latín y a La excursión, de Wordsworth (11) (todo
eso era griego para Kim). El francés también era imprescindible y el más correcto podía aprenderse en
Chandernagore
(12), que está a pocas millas de Calcuta. Pero un hombre podía ir muy lejos, como le ocu-
rría a él, sólo con estudiar a fondo las obras de teatro llamadas Lear y julio César (13), por las que sienten
los profesores una gran predilección. Lear no contenía tantas alusiones históricas como Julio César; este
libro costaba cuatro annas, pero podía adquirirse, de segunda mano, por dos annas en el bazar Bow. Aún
más importante que Wordsworth o los autores eminentes Burke y Hare
(14), era la ciencia de la topografía.
Un muchacho que se haya examinado de estas materias -para las cuales no sirve de nada darse un atracón
de libros-, era capaz de levantar mentalmente el plano de un terreno, plano que podía venderse luego por
grandes sumas de monedas de plata, sin más trabajo que darse un paseo provisto de una brújula, un nivel y
una vista perspicaz. Pero como en ocasiones no era conveniente llevar consigo una cadena de agrimensor,
era necesario que el muchacho conociera la longitud exacta de su paso, de tal modo que aun cuando se vie-
se privado de lo que Hurree Chunder llamaba «ayudas adventicias»
22
, pudiera, sin embargo, medir las dis-
tancias. Para llevar la cuenta de millares de pasos, la experiencia había enseñado a Hurree Chunder que
nada superaba a un rosario de ochenta y una o ciento ocho cuentas, porque esos números «son divisibles y
subdivisibles en muchos múltiplos y submúltiplos». Entre el constante ir y venir del inglés al idioma verná-
culo, Kim pudo seguir el hilo de la idea principal, que le interesó muchísimo. Se trataba de una nueva habi-
lidad que un hombre podía conservar en su cabeza; y por el aspecto que presentaba el largo y ancho mundo
que se desplegaba ante él, parecía que, cuantas más cosas supiera un hombre, mejor para él.
22
ayudas adventicias: ayudas externas, extrañas.
(10) Maestro en Artes. Equivale a una licenciatura en humanidades.
(11) Poeta británico muerto en 1820.
(12) Ciudad a 150 km. de la costa, en el golfo de Bengala.
(13) Dos de las más famosas tragedias de Shakespeare.
(14) Burke fue político y escritor, mientras que Hare era autor de libros de viaje. Pero hay un equívoco cómico: otro Burke y Hare
fueron dos asesinos, estranguladores, que vendían luego los cadáveres a la escuela de anatomía, en Edimburgo.
Después de haber hablado durante hora y media, añadió el babú:
- Yo espero que algún día tendré el placer de conocerte oficialmente. Ad interim
23
, y te ruego me perdo-
nes por usar esta expresión, te daré esta caja de betel
24
, que es un objeto de considerable valor y me costó
dos rupias no hace más que cuatro años. -Era un objeto de latón de mala calidad en forma de corazón, y
tenía en su interior tres compartimientos para llevar el eterno fruto de la areca, cal de conchas y pan
(15);
pero los tres departamentos estaban ahora llenos de frasquitos de píldoras-. Esto es una recompensa por tu
buena caracterización como santón. Como eres tan joven, supones que siempre vas a estar bueno y no te
preocupas de tu salud. Pero es una cosa muy molesta ponerse enfermo cuando se está comprometido en un
asunto. Yo soy muy aficionado a las medicinas, y las uso también para curar a la gente pobre. Son buenas
medicinas de procedencia oficial..., quinina y cosas parecidas. Te las regalo como recuerdo. Y ahora, adiós.
Tengo que resolver un asunto privado y urgentísimo en esta misma carretera.
Descendió del carruaje tan silenciosamente como un gato, en plena carretera de Ambala, llamó a un ek-
ka
25
que pasaba, y se alejó entre cascabeleos, mientras Kim, en el colmo del estupor, daba vueltas a la caja
de betel de latón entre las manos. El historial de la educación de un muchacho no interesa a nadie más que
a los padres, y ya es sabido que Kim era huérfano. En los libros de San Javier in Partibus consta que, al
final de cada trimestre, se enviaba un informe de los progresos de Kim al coronel Creighton y al padre Víc-
tor, de quien se recibía el dinero para su formación a su debido tiempo. Además, según consta también en
los citados libros, el muchacho mostró una gran aptitud para los estudios matemáticos, así como para la
cartografía, y ganó un premio (La vida de lord Lawrence (16), encuadernación en piel, dos tomos, nueve
rupias y ocho annas) por su aprovechamiento en estas materias; durante este período jugó en el once (17)
de San Javier contra el colegio mahometano Allyghur, contando por entonces catorce años y diez meses.
También consta que fue revacunado por aquella misma época (de lo que deducimos que hubo otra epidemia
de viruela en Lucknow). Algunas notas escritas con lápiz en el margen de un antiguo justificante de revista
26
,
nos dicen que fue castigado varias veces por «estar conversando con personas inadecuadas» y parece ser
que otra vez fue sometido a duros castigos por «ausentarse durante un día entero en compañía de un men-
digo». Eso ocurrió la vez aquella en que saltó por encima de la verja y le estuvo suplicando al lama durante
todo el día, a la orilla del Gumti, que le permitiera acompañarle en la carretera en las siguientes vacaciones,
aunque no fuera más que un mes... o una semanita, y el lama se negó rotundamente afirmando que todavía
no había sonado la hora de reunirse. Lo que tenía que hacer Kim, según decía el viejo, mientras compartían
unas tortas, era adquirir de los sahibs la mayor sabiduría posible, y después ya hablarían. La Mano de la
Amistad en cierto modo desvió el Látigo de la Calamidad, porque seis semanas después pasó un examen de
topografía
27
elemental «con excelentes resultados», siendo entonces su edad de quince años y ocho meses.
Desde esta fecha ya no se vuelve a encontrar dato alguno. Su nombre no aparece en el registro anual de los
que son admitidos como candidatos para el Servicio Topográfico de la India, pero al lado de su nombre
aparece la frase «trasladado por nombramiento.»
23
ad interim: entretanto.
24
betel: árbol. Los orientales emplean sus hojas en la mixtura de buyo, que mascan. La «nuez betel» es el fruto de la areca, que se
mezcla con las hojas de betel y cal de concha para componer el buyo.
25
ekka: carruaje de dos ruedas, tirado por un caballo.
26
justificante de revista: lista en donde figuran los miembros de una unidad, especialmente militar.
27
topografía: arte de representar un terreno en planos.
(15) Véase cap. II, n. 12.
(16) Lord Lawrence, «el salvador de la India», organizó un ejército de nativos que liberaron Delhi durante la sublevación cipaya.
Luego fue Gobernador General.
(17) Se refiere al juego dei críquet. En éste, los jugadores intentan derribar con el lanzamiento de una pelota unas estacas verticales
(los wickets), que otro jugador del equipo contrario defiende con un bate de forma plana.
Varias veces en el transcurso de esos tres años, fue recibido el lama en el templo de los Tirthankers en
Benarés; estaba un poco más delgado y algo más amarillo, si es que eso era posible, pero cortés y tan in-
contaminado como siempre. Unas veces venía del sur, desde más al sur de Tuticorin, de donde parten esos
maravillosos buques de fuego que conducen a Ceilán, en donde hay sacerdotes que conocen el pali
28
; algu-
nas veces llegaba del húmedo y verde Oeste y de las mil chimeneas de las fábricas de algodón que rodean
Bombay, y una vez vino del Norte, tras recorrer ochocientas millas, adonde había ido con el solo objeto de
charlar un día con el Guardián de las Imágenes de la Casa Maravillosa. Al llegar, se dirigía a su celda a
grandes zancadas, atravesando los frescos corredores de mármol -los sacerdotes del templo eran muy defe-
rentes con el viejo-, se quitaba el polvo del camino, rezaba unas cuantas plegarias y partía para Lucknow,
acostumbrado ya a los trenes, en un vagón de tercera. A su regreso se notaba, como su amigo, también ob-
sesionado por la Búsqueda, le hizo observar al prior, que cesaba por algún tiempo de lamentarse de la pér-
dida de su Río, o de dibujar sus excelentes composiciones de la Rueda de la Vida, y prefería hablar de la
belleza y sabiduría de cierto chela misterioso a quien ningún sacerdote del templo había visto jamás. Había
seguido las huellas de los Benditos Pies a través de toda la India. (El director del Museo tiene aún en su
poder un maravilloso relato de sus peregrinaciones y de sus meditaciones). Ya no le restaba más deber en
su vida que encontrar el Río de la Flecha. Sin embargo, los sueños le habían revelado que esa empresa no
debía emprenderla con esperanzas de éxito, a menos que le acompañase el chela señalado para llevar la
empresa a su feliz conclusión, un chela dotado de gran sabiduría... tanta sabiduría por lo menos como la
que poseen los Guardianes de pelo blanco de las Imágenes. Por ejemplo (aquí surgía la calabaza con el ra-
pé, y los bondadosos sacerdotes jainíes (18) se apresuraron a guardar silencio):
- Hace mucho, mucho tiempo, cuando Devadatta era rey de Benarés, ¡escuchad todos el Játaka!(19), los
cazadores del rey capturaron un elefante y, antes de que recobrara la libertad, le colocaron un doloroso gri-
llete en una pata. Trató de arrancárselo con dolor y furia en su corazón, y corrió desesperado de un lado a
otro de la selva en busca de los elefantes, sus hermanos, para que se lo rompieran a pedazos. Uno a uno
fueron intentándolo trabajando con sus fuertes trompas, y fracasaron. Al fin todos fueron de la opinión que
no había poder de animal alguno que pudiera romperlo. En un bosquecillo había una cría de la manada,
recién nacida, empapada aún de la humedad del parto, cuya madre había muerto. El elefante trabado, olvi-
dando sus propios dolores, dijo: «Si no ayudo a este mamoncillo, perecerá al paso de la manada». De mane-
ra que, poniéndose sobre el recién nacido, formó con sus propias patas una fortaleza que se matuvo firme
ante el empuje de la manada en movimiento. Y solicitó de una virtuosa vaca leche para el pequeño, y éste
creció, y el elefante trabado fue su guía y su sostén. Pero un elefante tarda, ¡escuchad todos el Jâtakal,
treinta y cinco años en alcanzar la plenitud de sus fuerzas y durante treinta y cinco Lluvias el elefante tra-
bado protegió al joven, y, mientras tanto, el cepo se iba hundiendo cada vez más en su carne.
28
pali: lenguaje sagrado de los budistas.
(18) Ver cap. I, n. 34.
(19) El Játaka es un libro sagrado budista, que contiene quinientas historias sobre Buda.
»Entonces, un día el elefante joven vio el hierro medio hundido, y, dirigiéndose al viejo, dijo: «¿Qué es
eso?» «Ésta es mi desdicha», contestó el que lo había protegido. Entonces el joven metió su trompa, y
=
en
un abrir y cerrar de ojos hizo saltar el cepo, gritando: «La hora señalada ha sonado». Y de este modo el
elefante virtuoso, que había esperado pacientemente, practicando actos de bondad, fue puesto en libertad en
el momento señalado por el elefante joven, a quien había distinguido y cuidado, porque, ¡escuchad todos el
Jâtakal, el elefante era Ananda y el que rompió el anillo era nada menos que Nuestro Señor en persona...
Y sacudiendo la cabeza blandamente e inclinándose sobre el rosario tintineante; les explicó cuán ajeno
era el elefante joven al pecado del orgullo. Era tan humilde como un chela quien, viendo a su maestro sen-
tado en el polvo, ante el umbral de las Puertas de la Sabiduría, había saltado por encima de ellas (aunque
estaban cerradas) y había abrazado a su maestro delante de la ciudad entera. ¡Grande sería la recompensa
que alcanzarían ese chela y ese maestro cuando llegase la hora propicia de buscar juntos la libertad!
Así hablaba el lama sin cesar, yendo y viniendo a través de la India tan suavemente como un murciélago.
Una vieja de afilada lengua, que vivía en una casa oculta entre árboles frutales, detrás de Saharanpur, lo
honró de la misma forma que aquella otra mujer había honrado al profeta (20), pero su cámara no estaba en
modo alguno sobre la pared. El lama se sentaba en una habitación que daba al patio anterior poblado de pa-
lomas arrulladoras, mientras ella apartaba el inútil velo y charlaba de los espíritus y de los demonios de
Kulú, de nietos que aún habían de nacer y de aquel mocoso de lengua desenvuelta que se había puesto a
charlar con ella en el parao. En una ocasión el lama se alejó de la carretera Gran Tronco por debajo de Am-
bala y se encaminó, sin saberlo, a la aldea donde vivía el sacerdote que había intentado narcotizarlo; pero el
cielo bondadoso que protege a los lamas hizo que, vagando a la hora del crepúsculo por los campos, absor-
to en sus meditaciones, se encontrase de repente ante la puerta del resaldar
29
. Allí estuvo a punto de produ-
cirse un grave malentendido cuando el viejo soldado le preguntó por qué el Amigo de las Estrellas había
pasado por allí tan sólo seis días antes.
- Eso no puede ser -dijo el lama-. El muchacho ha vuelto con su propia gente.
- En este mismo rincón estaba sentado, contando mil historias divertidas, hace cinco noches -insitió el
huésped-. Verdad es que se desvaneció repentinamente al amanecer, después de charlar lleno de alegría con
mi nieta. Crece muy de prisa, pero es el mismo Amigo de las Estrellas que me trajo la noticia cierta de la
guerra. ¿Es que os habéis separado?
- Sí... y no -replicó el lama-. Nosotros... no nos hemos separado por completo, pero aún no ha llegado el
momento de que volvamos juntos a la carretera. Ahora está adquiriendo conocimientos en otro lugar. No
tenemos más remedio que esperar.
- Así será, puesto que tú lo dices...; pero, entonces, si no era ese muchacho, ¿por qué estuvo hablando de
ti todo el tiempo?
- ¿Y qué dijo? -preguntó el lama con ansiedad.
- Palabras cariñosas..., más de cien mil..., que tú eres su padre y su madre, y cosas así. Es una lástima que
no se aliste al servicio de la Reina. No tiene miedo a nada.
Estas noticias llenaron de confusión al lama, pues por aquel entonces aún no sabía lo religiosamente que
cumplía Kim el contrato hecho con Mahbub Alí, ratificado a la fuerza por el coronel Creighton...
- No hay manera de mantener alejado al potro joven del juego -dijo el tratante cuando el coronel le indicó
que ese vagabundear por la India durante las vacaciones era una cosa absurda-. Si se le niega el permiso de
ir y venir por donde se le antoje, hará oídos sordos a la prohibición. Y entonces, ¿quién será capaz de pillar-
lo? Sahib coronel, sólamente una vez cada mil años nace un caballo tan bien dispuesto para el juego como
este potro que tenemos ahora. Y necesitamos hombres (21).
29
resaldar: capitán de caballería nativo.
(20) Alude al pasaje bíblico de la mujer de Sunem que hospedó al profeta Elías (Libro de los Reyes, 4, 40), habilitándole un aposen-
to en su casa.
(21) Observa cómo, en los últimos parágrafos, Kipling cambia varias veces de escenario y personajes. Este párrafo final pretende
servir de nexo de unión con el capítulo siguiente.
Capítulo X
Vuesto halcón está demasiado tiempo encerrado, señor. No es un halcón niego
1
sino un halcón volandero que ya cazaba antes de que lo capturáramos,
en peligrosa libertad. A fe mía que si yo fuera su dueño
(como lo soy del guante en que se posa cuando se agota),
lo haría volar con un halcón adiestrado. Está ya en sazón,
completamente plumado -tan habituado a los hombres, bien curtido...
Dadle el firmamento para el que Dios lo crió,
y, ¿quién podrá arrebatarle el aire?
Cantar antiguo
E1 sahib Lurgan no empleó un lenguaje tan explícito, pero sus consejos coincidieron con los de Mahbub,
y el resultado fue favorable para Kim. Ahora, éste se guardaba mucho de salir de la ciudad de Lucknow
vestido a lo indígena, y, por ejemplo, si el tratante se encontraba en algún lugar conocido donde pudiese
recibir una carta, Kim se dirigía al mismo campamento de Mahbub y allí hacía su transformación bajo la
mirada atenta del pathan. Si el estuche de pinturas para topografía que usaba para iluminar sus mapas en el
colegio tuviera lengua para contar las aventuras de las vacaciones, podrían haberlo expulsado. Una vez fue-
ron juntos Mahbub y él hasta la hermosa ciudad de Bombay, llevando tres vagones llenos de caballos, y
Mahbub estuvo a punto de ceder a la proposición de Kim de embarcarse en un dhow
2
para cruzar el océano
índico y comprar caballos árabes del Golfo, los cuales, según sabía por un gorrón que acompañaba al tra-
tante Abdul Rahmán, alcanzaban mejores precios que los kabulis corrientes. Kim metió también la mano en
la fuente, en compañía del gran tratante, cuando éste invitó a Mahbub y a algunos otros correligionarios a
una gran comida haj
3
. El regreso de este viaje lo hicieron por mar hasta Karachi (1), y Kim adquirió sus
primeras experiencias del mareo, sentado en la escotilla
4
de proa de un vapor de cabotaje
5
, completamente
persuadido de que lo habían envenenado. La famosa caja de medicinas del babú no le sirvió de nada en
aquella ocasión, aunque Kim había tenido cuidado de llenarla de nuevo en Bombay. Mahbub tenía asuntos
que despachar en Quetta
(2), y allí Kim (según el mismo Mahbub confesaba) se ganó todos los gastos que
le había ocasionado y un poco más. Permaneció durante cuatro días como pinche de cocina en casa de un
sargento muy gordo de Intendencia, de cuyo escritorio sustrajo, aprovechando un momento oportuno, un
cuaderno de vitela
6
. De este cuaderno, durante una interminable noche calurosísima -tumbado a la luz de la
luna, detrás de una dependencia de la casa- copió Kim algunas páginas, que al parecer no se referían más
que a ganado y a ventas de camellos. En seguida volvió a colocar el cuaderno donde estaba, y, al indicárse-
lo Mahbub, abandonó el empleo sin haber cobrado, llevando en su pecho la copia, y reuniéndose con él a
seis millas de la ciudad.
1
halcón niego: el cogido en el nido.
2
dhow: barco de velas latinas empleado en las costas de la India.
3
comida haj: comida para celebrar el haj, la peregrinación a la Meca.
4
escotilla: abertura que pone en comunicación una cubierta con otra de un barco.
5
cabotaje: navegación que se hace sin perder de vista la costa.
6
vitela: piel de vaca, adobada y muy pulida.
(1) Karachi es un puerto de mar al norcestr de la India, hoy capital de Pakistán.
(2) Ciudad de Pakistán, en el paso con la cuenca del Indo.
- Ese soldado es un pez chico -le explicó Mahbub Alí-, pero ya llegará el momento de pescar al pez gor-
do. Éste no hace más que vender los bueyes a dos precios, uno para su uso particular y otro para el Gobier-
no, lo que a mí me parece que no es un pecado muy grave.
- Pero ¿por qué no me has dicho que me llevara el cuaderno y hubiéramos acabado de una vez?
- Porque entonces se hubiera asustado y se lo hubiera contado en seguida a su amo, con lo cual perdería-
mos nosotros la ocasión de apoderarnos de un gran número de fusiles nuevos que están buscando la manera
de salir por la frontera, al norte de Quetta. El juego es tan extenso que no se puede abarcar más que un
fragmento en cada momento.
- ¡Ah! -dijo Kim, y se calló. Esto ocurrió durante la tregua de los monzones
3
después de haber ganado el
premio de matemáticas. Las vacaciones de Navidad las pasó, excepto diez días que se tomó para divertirse
por su cuenta, con el sahib Lurgan, sentado la mayor parte del tiempo al lado del alegre fuego de la leña -
aquel año la carretera de Jakko estaba cubierta por cuatro pies de nieve-, y como no estaba el chiquillo hin-
dú, pues se había marchado para casarse, ayudaba a Lurgan a ensartar perlas. Lurgan le hizo aprender de
memoria capítulos enteros del Corán, hasta que Kim llegó a recitarlos con la misma cadencia y tono de un
mullah
(4). Además, le enseñó el nombre y las propiedades de muchas medicinas del país, así como las
palabras de sortilegio que es preciso pronunciar en el momento de administrarlas. Por la noche escribía
sobre pergamino encantos y maleficios; complicados pentagramas coronados de nombres de demonios,
como Murra y Awan, el Compañero de los Reyes, escritos con letras fantásticas en los vértices. Lurgan
puso aún más interés en que aprendiera a cuidar de su propio cuerpo, a curarse los accesos de fiebre y a
usar oportunamente todos los remedios sencillos para cuando se viaja. Una semana antes de que terminaran
las vacaciones, el coronel Creighton -lo que fue una mala pasada de su parte- envió a Kim un cuestionario
de examen que se refería únicamente a varas de medir, cadenas de agrimensor, limbos
7
y ángulos.
Las vacaciones siguientes salió Kim con Malibub, y esta vez, por cierto, casi se muere de sed durante la
travesía que hizo por las arenas del desierto a lomos de un camello hacia la mis teriosa ciudad de Bikaner
(5), donde los pozos están a cuatrocientos pies de profundidad, y marcados alrededor por osamentas de
camellos. Ese viaje no fue nada divertido desde el punto de vista de Kim, porque, a pesar del contrato, el
coronel le ordenó que hiciera un mapa de aquella extraña ciudad amurallada; y como no es corriente que
los niños mahometanos -ya se dediquen a cuidar caballos o a preparar las pipas de sus amos- extiendan
cadenas de agrimensor en torno a la capital de un Estado indígena independiente, Kim tuvo que recorrer
todas las distancias midiéndolas a pasos y llevando la cuenta por medio del rosario. También usaba la brú-
jula para tomar las orientaciones en cuanto se le presentaba una ocasión propicia -generalmente, después de
anochecido, cuando los camellos habían sido alimentados-, y con ayuda de su cajita con seis pastillas de
colores para uso del agrimensor, y tres pinceles, dibujó algo que se parecía en cierto modo a la ciudad de
Jeysalmir. Malibub se rió muchísimo y le aconsejó que hiciera además un informe escrito; y apoyado sobre
las tapas del voluminoso libro de cuentas, que estaba bajo los faldones de la montura favorita de Malibub,
Kim se puso a trabajar.
7
limbos: aquí, las coronas graduadas de los instrumentos para medir ángulos. También las cadenas de 10 m. que emplean los topó-
grafos se llaman limbos.
(3) Los monzones son los vientos de la región del Índico, que una parte del año soplan en una dirección y otra parte en la contraria.
(4) Lector del Corán, maestro o doctor de la ley musulmana.
(5) Antigua fortaleza en la ruta de !as caravanas, al borde del desierto de Thar.
- Debes poner todo lo que hayas visto, tocado o pensado. Escribe como si el mismo sahib Jang-i-Lat (6)
pensase venir furtivamente con un gran ejército equipado para la guerra.
- ¿Un ejército de cuántos hombres?
- De aproximadamente la mitad de un laj
8
.
- ¡Eso es una locura! Acuérdate de lo pequeños y escasos que eran los pozos en el desierto. Ni siquiera
mil hombres sedientos podrían llegar hasta allí.
- Pues escribe todo eso, así como las grietas que hay en las murallas y el sitio donde cortan la leña, y cuál
es el temperamento y la disposición del Rey. Vamos a estar aquí hasta que venda todos los caballos. Alqui-
laré un cuarto junto a la puerta de entrada de la ciudad y tú pasarás por mi contable. La puerta tiene buena
cerradura.
El informe, redactado en esa inconfundible escritura cursiva, propia de San Javier, y el mapa embadurna-
do de amarillo, pardo y carmín, todavía podía verse hace pocos años (un funcionario poco cuidadoso lo
archivó junto con las notas en borrador de la segunda expedición llevada a cabo por E. 23 al Sistan), pero a
estas alturas los caracteres escritos a lápiz deben de haber quedado casi ilegibles. Al día siguiente de su
regreso, el muchacho, sudando bajo la luz de una lámpara de aceite, tradujo a Malibub todo lo que había
escrito. El pathan se levantó y se agachó sobre sus alforjas mugrientas.
- Ya sabía yo que el trabajo sería digno de un traje de gala; así es que me traje uno ya preparado -dijo
sonriendo-. Si yo fuera el Emir
9
de Afganistán (y algún día puede que lo conozcas) te llenaría de oro la
boca. -Y fue presentando todas las prendas a lo pies de Kim: un casquete (7) en forma de cono, bordado en
oro, que era un turbante de Peshawar; una larga tira de paño para el turbante, terminada por una ancha fran-
ja de oro; un chaleco bordado de Delhi, para colocarlo sobre una camisa blanca como la leche, amplia y
flotante, que se abrochaba por el lado derecho; un pantalón bombacho verde con un cinturón de seda tren-
zada; y para que no faltase nada, añadió unas babuchas de piel de Rusia, que olían maravillosamente, y
cuyas puntas se curvaban con aire arrogante.
8
laj: un laj es 100.000. Por tanto Mahbub alude a unos 50.000 hombres.
9
Emir: príncipe árabe.
(6) El comandante en jefe.
(7) casquete: una especie de armadura que protege la cabeza. El regalo prueba el afecto paternal de Mahbub Alí. Todos los trajes le
sientan bien a Kim, porque es un poco de todo: «negro» y blanco, musulmán, hindú y cristiano. La escena tiene, además, algo de ce-
remonia iniciática: se le «arma caballero», porque, tras la instrucción y vela de las armas, está preparado para ingresar en la «orden de
espías».
- Ponerse ropa nueva los miércoles por la mañana es de buen agüero -dijo solemnemente Mahbub-. Pero
no debemos olvidar a la gente mala que habita este mundo. Así que...
Y coronó aquel regalo espléndido, que había dejado a Kim estupefacto y sin aliento, con un revólver ni-
quelado del calibre 11 y semiautomático, con cachas de nácar.
- Al principio pensé comprarte uno de calibre más pequeño, pero después me decidí por éste, que usa los
cartuchos reglamentarios; de este modo siempre se pueden adquirir municiones..., sobre todo cuando uno se
encuentra en las inmediaciones de la frontera. Levántate y deja que te vea -añadió, dándole unas palmadas
en la espalda-. ¡Ojalá que no te canses nunca, pathan!(8) ¡Ah, los corazones que van a ser destrozados!
¡Ah, las miradas de reojo, bajo la sombra de las pestañas!
Kim se giró, se puso de puntillas, se estiró cuanto pudo e, instintivamente, se llevó la mano al bigotillo
que le estaba empezando a salir. Pero de repente se lanzó a los pies de Mahbub en señal de profunda grati-
tud, acariciándolo con sus manos agitadas; su corazón rebosaba en tal forma, que le era imposible pronun-
ciar una palabra. Pero Mahbub se anticipó a sus movimientos y lo recibió en sus brazos.
(8) Se trata de un saludo pathan, al que se responde: «¡Ojalá no empobrezcas jamás!»
- Hijo mío, ¡no necesitamos decirnos ni una palabra! Pero, ¿verdad que el pequeño revólver es una pre-
ciosidad? Los seis cartuchos se descargan con un solo movimiento. Debes llevarlo en el pecho, en contacto
con la piel, y así se conservará siempre engrasado. No lo guardes en ningún otro sitio, y quiera Dios que
algún día mates a un hombre con él.
- ¡Hai mai! -dijo Kim tristemente-. Si un sahib mata a un hombre, lo ahorcan en la cárcel.
- Es verdad; pero en cuanto se da un paso más allá de la frontera, los hombres son más juiciosos. Guárda-
telo, pero antes cárgalo. ¿De qué sirve un revólver descargado?
- Cuando regrese a la madrasa, tendré que entregarlo. Allí no están permitidas las armas de fuego. ¿Me lo
querrás guardar tú?
- Hijo mío, ya estoy harto de esa madrasa, donde desperdician los mejores años de un hombre en ense-
ñarle lo que sólo se puede aprender en el camino. La locura de los sahibs no tiene principio ni fin. ¡Qué le
vamos a hacer! Tal vez ese informe escrito te ahorre algún tiempo de cautiverio y bien sabe Dios que nece-
sitamos cada vez más hombres en el juego.
Continuaron la marcha a través del desierto de sal, con la boca tapada para evitar que les entrara la arena
que arrastraba el viento, hasta llegar a Jodhpur, donde Mahbub y su gentil sobrino Habib Ullah hicieron
muchos negocios; y desde allí, Kim, tristemente embutido otra vez en su traje europeo, que se le iba que-
dando pequeño por momentos, se dirigió a San Javier en un compartimento de segunda clase. Tres semanas
después, el coronel Creighton, que se hallaba escogiendo unos puñales tibetanos en la tienda de Lurgan, se
encaró con Mahbub Alí, quien se presentó en completa rebeldía. El sahib Lurgan se reservó para actuar
como un refuerzo en caso necesario.
- ¡El potro está ya en sazón..., educado..., metido en bocado y paso, sahib! Desde este momento, cada día
que pase irá perdiendo sus buenas costumbres, si se le mantiene encerrado. Suéltele usted las riendas y dé-
jelo correr -dijo el tratante de caballos-. Lo necesitamos.
- Pero, ¡es tan joven, Mahbub!... Nada más que dieciséis años... ¿no es eso?
- Cuando yo cumplí quince años ya había matado a un hombre y engendrado a otro, sahib.
- ¡Ah, viejo pagano impenitente! -Creighton se volvió hacia Lurgan. La negra barba se inclinó, asintien-
do, ante la barba teñida de rojo del afgano.
- Yo lo hubiera empleado hace ya tiempo -dijo Lurgan-.
Cuanto más joven, mejor, pues por esa misma razón tengo siempre mis joyas de valor vigiladas por un
niño. Usted me lo envió para que lo probara. Yo lo hice por todos los medios; y ha sido el único muchacho
a quien no he podido hacerle ver cosas.
- ¿En el cristal..., en el cuenco de tinta?
10
-preguntó Mahbub.
- No. Bajo mi propia mano, como te dije. Pueden ustedes creerme. Lo que no me había ocurrido nunca.
Esto quiere decir que es bastante fuerte -aunque usted piense que son tonterías, coronel Creighton- para
lograr de cualquiera que haga lo que él desee. ¡Y eso fue hace tres años! De entonces acá le he enseñado
muchas cosas, coronel Creighton. Mi opinión es que usted lo está echando a perder.
- ¡Hum! Puede que tengáis razón. Pero ya sabéis que ahora no hay en el Servicio ningún trabajo pendien-
te donde poder emplearlo.
- Que salga..., que corra -interrumpió Mahbub-. ¿Quién va a pretender que un potro arrastre al principio
cargas pesadas? Que corra con las caravanas, como las crías de nuestros camellos blancos..., para que traiga
la suerte. Yo me lo llevaría conmigo, pero...
- Hay un pequeño asunto donde sería más útil..., en el sur -dijo Lurgan con su peculiar afabilidad, dejan-
do caer sus pesados párpados azulados.
- Lo tiene entre manos E. 23 -dijo Creighton rápidamente-. Allí no debe ir. Además, no sabe turco.
10
Véase cap. IX, n. (8) .
- Basta que se le diga al muchacho la forma y el olor de las cartas que deseamos, para que nos las traiga -
insistió Lurgan.
- No. Esa empresa es para un hombre -dijo el coronel.
Se trataba de un asunto intrincado, de una correspondencia furtiva e incendiaria, cruzada entre una perso-
na que pretendía ser la suprema autoridad de todo el mundo en los asuntos concernientes a la religión ma-
hometana, y un joven miembro de una casa real a quien habían impuesto sanciones por secuestrar mujeres
en territorio británico. El arzobispo islámico escribía en tono enfático y arrogante; el joven príncipe se mos-
traba simplemente ofendido por la disminución de sus privilegios, pero no había ninguna necesidad de que
continuase una correspondencia que algún día podría comprometerlo. De hecho, se había conseguido obte-
ner una carta, pero el autor del hallazgo fue encontrado muerto a orillas de un camino y disfrazado con el
traje de un comerciante árabe, según el parte puntual transmitido por E. 23, que se había encargado del tra-
bajo.
Estos hechos, y algunos otros que no pueden publicarse, eran la causa de que tanto Mahbub como
Creighton sacudiesen la cabeza.
- Déjele ir con su lama rojo -dijo el tratante haciendo un esfuerzo-. Le tiene mucho cariño al viejo. Y, por
lo menos, aprenderá a talonar
11
su paso por medio del rosario.
11
talonar: contar, medir.
- He tenido algún trato con el viejo..., por carta -dijo el coronel, sonriendo para sus adentros-. ¿En dónde
está?
- Danzando de un lado a otro de esta tierra, como ha hecho durante estos tres años, buscando un Río mi-
lagroso. ¡Dios maldiga a todos los...! -Mahbub se contuvo-. Cuando regresa de sus viajes se aloja en el
templo de los Tirthankers, o en Buddh Gaya. Y en seguida se va a ver al muchacho a la madrasa, según
sabemos, porque debido a eso el chico ha sido castigado dos o tres veces. Está completamente loco, pero es
un hombre pacífico. Lo conozco lo suficiente. El babú también ha tenido tratos con él. Durante estos tres
años lo hemos vigilado, y los lamas rojos no son tan corrientes en la India como para perder su rastro.
- Los babús son muy curiosos -dijo pensativamente Lurgan-. ¿Sabe usted lo que desea verdaderamente
Hurree el babú? Quiere que lo hagan miembro de la Sociedad Real (9) por las notas etnológicas que toma.
Yo le conté lo mismo que a usted, todo lo que Mahbub y el muchacho me habían relatado respecto al lama,
y Hurree el babú se va a menudo a Benarés... y hasta creo que él mismo se costea los gastos.
- No lo creo... -dijo Creighton secamente. Como que él mismo había pagado los gastos del viaje que
hacía Hurree, impulsado por la más viva curiosidad de saber qué clase de persona era el lama.
- Y varias veces, durante estos años, ha ido a visitar al lama, para que le informara acerca del lamaísmo y
las danzas del diablo, los hechizos y encantos. ¡Virgen santa! Yo mismo le hubiera contado todas estas co-
sas, que conozco hace ya muchos años. Mi opinión es que Hurree el babú se está haciendo viejo para los
trabajos del camino. Prefiere recoger datos sobre usos y costumbres. Sí, desea ser un FRS. (10)
- Hurree tiene buena opinión del muchacho, ¿verdad?
- ¡Oh!, ya lo creo... Hemos pasado varias veladas agradables en mi modesta casa..., pero me parece que
sería desaprovechar al muchacho si lo entregáramos a Hurree y a sus aficiones etnológicas.
- Yo creo que como primera prueba no estaría mal. ¿Qué te parece a ti, Mahbub? Dejaremos al muchacho
correr con el lama durante seis meses. Después, ya veremos. Mientras tanto, irá adquiriendo experiencia.
- Ya la tiene, sahib..., lo mismo que un pez conoce el agua en donde nada; pero por mil razones sería
bueno librarlo de la escuela.
(9) Fundada en 1662 para el progreso de la ciencia.
(10) Miembro de la Sociedad Real. Véase la nota anterior.
- Bueno, entonces... -dijo Creighton- puede ir con el lama, y si Hurree el babú se ocupa de vigilarlos, tan-
to mejor. Éste, al menos, no expondrá al muchacho a ningún peligro, como Mahbub. Es curioso... ese deseo
suyo de ser un FRS. Y también muy humano. En la rama etnológica está Hurree a gran altura.
Ni por dinero ni por ascensos hubiera dejado el coronel Creighton sus trabajos en el Servicio etnológico
de la India, pero en el fondo de su alma también albergaba la ambición de escribir «FRS» detrás de su
nombre. No ignoraba que ciertos honores pueden obtenerse con un poco de ingenio y la ayuda de amista-
des; pero, según su opinión, nada, salvo el trabajo -escritos que representasen una vida laboriosa-, debían
permitir el ingreso de un hombre en la Sociedad, a la cual había bombardeado durante varios años con mo-
nografías de extraños cultos asiáticos y costumbres desconocidas. De cada diez concurrentes a una de las
soirées
12
de la Sociedad Real, nueve hubieran abandonado el local por no poder aguantar más el abu-
rrimiento; pero Creighton hubiera sido el décimo, y a veces su alma anhelaba la vida fácil en las salas de
Londres abarrotadas de caballeros calvos o de pelo plateado, que desconocían por completo las fatigas del
ejército y que se dedicaban a experimentos espectroscópicos
13
, a examinar las plantas de las tundras
14
heladas, a manejar máquinas eléctricas para medir los vuelos y aparatos para hacer cortes de fracciones de
milímetros en el ojo izquierdo de un mosquito hembra. Con arreglo a la lógica y a la razón, lo que hubiera
debido desear era su ingreso en la Real Sociedad Geográfica, pero los hombres son tan caprichosos como
los niños en la elección de sus juegos. Así Creighton sonreía y mejoraba su opinión sobre Hurree el babú, al
verlo impulsado por el mismo deseo que él.
12
soirée: palabra francesa -pronunciada «suaré»- con la que se refiere a fiestas nocturnas de sociedad, veladas.
13
espectroscopio: aparato empleado en física para observar las dispersiones de la luz.
14
tundra: pradera casi esteparia de las regiones polares. En las altas tierras del Himalaya, la vegetación es escasa, sólo musgos y lí-
quenes.
Dejó caer la daga para fantasmas y se quedó mirando a Mahbub Alí.
- ¿Cuándo podremos sacar de la cuadra al potro? -dijo el tratante leyendo en su mirada.
- Hmm. Si doy ahora mismo la orden de que salga..., ¿tú qué crees que hará? En mi vida he participado
en la formación de un chico como ése.
- Vendrá a buscarme -dijo Mahbub con presteza-. El sahib Lurgan y yo lo preparamos para el camino.
- Bien. Pues, así sea. Durante seis meses correrá a su capricho; pero, ¿quién responderá de él?
Lurgan inclinó ligeramente la cabeza.
- No dirá nada de nada, si es eso lo que usted teme, coronel Creighton.
- Después de todo no es más que un niño.
- Sí; pero, en primer lugar, no sabe nada que pueda contar; y en segundo, sabe a lo que se expondría.
Además, quiere mucho a Mahbub Alí, y a mí también un poco.
- ¿Va a recibir alguna paga? -preguntó el tratante, siempre práctico.
- Se le consignará sólamente comida y agua. Veinte rupias mensuales.
Una de las ventajas del Servicio Secreto es que no tiene ningún enojoso control de gastos. Su presupuesto
es ridículo, como es natural, pero los fondos están administrados por unas pocas personas que no piden
recibos ni rinden cuentas interminables. Los ojos de Mahbub se iluminaron con el mismo apego al dinero
que podría sentir un sij. Y hasta cambió la faz impasible de Lurgan, al pensar en los años venideros, cuando
Kim entrase y se convirtiera en un experto del Gran Juego, que no cesa jamás ni de día ni de noche a través
de toda la India; y vislumbró la honra y el crédito que alcanzaría entre unos pocos elegidos, debido a este
discípulo. El sahib Lurgan había transformado a un muchacho aturdido, impertinente y mentiroso de las
provincias del noroeste, en lo que al presente era E. 23.
Pero la alegría de sus maestros fue pálida y borrosa al lado de la que experimentó Kim cuando el director
de San Javier lo llamó para decirle que el coronel Creighton había mandado a buscarlo.
- Yo creo, O’Hara, que le ha buscado a usted una plaza como ayudante de cadenero en el Departamento
de Canales: ése es el fruto de estudiar bien las matemáticas. Es una gran suerte, puesto que no tiene usted
más que diecisiete años; pero, como es natural, no será usted pukka (permanente) hasta que haya aprobado
los exámenes de otoño. También debe usted tener en cuenta que no sale al mundo para divertirse ni que su
porvenir está ya asegurado. Tiene usted que trabajar muchísimo, pero cuando llegue a ser pukka podrá co-
brar hasta cuatrocientas cincuenta rupias mensuales.
A continuación el director le dio muy buenos consejos respecto a su conducta futura, a sus costumbres y
a su moral; y otros compañeros de más edad, que no habían merecido tal honor, criticaron el favoritismo y
la corrupción como sólo saben hacerlo los muchachos angloindios. Incluso el joven Cazalet, cuyo padre era
un pensionista que vivía en Chunar, insinuó abiertamente que el interés del coronel Creighton por Kim era
completamente paternal; y Kim, en lugar de tomar represalias, ni siquiera abrió la boca. Estaba pensando en
la inmensa dicha que le reservaba el porvenir, en la carta que había recibido el día anterior de Mahbub -
escrita en un inglés muy pulido-, citándolo para aquella tarde en una casa cuyo simple nombre hubiera eri-
zado los cabellos del director.
Aquella tarde, en la estación del ferrocarril de Lucknow, al lado de las básculas de los equipajes, le decía
Kim a Mahbub:
- Esta última temporada temía que el techo se me cayese encima y me aplastara. ¡Oh, padre mío!, ¿es
verdad que ya ha terminado todo esto?
Mahbub chasqueó los dedos para mostrar hasta qué punto era aquello el fin, y sus ojos brillaron como
carbones encendidos.
- Entonces, ¿dónde tienes la pistola, ahora que ya la puedo llevar?
- ¡Despacio! Tienes medio año por delante para corretear sin ataduras. Se lo pedí con mucho interés al
sahib coronel Creighton. Recibirás veinte rupias mensuales. El viejo Gorro Rojo
(11) ya sabe que vas con
él.
- Te pagaré la dustoorie (comisión) de mi paga durante tres meses -dijo Kim gravemente-. Sí, dos rupias
mensuales. Pero lo primero que tengo que hacer es despojarme de este traje.
-Se quitó los finos pantalones de hilo y se desabrochó el cuello de la camisa-. Me he traído todo lo que
necesito para el camino. Mi baúl se lo han enviado al sahib Lurgan.
- El cual te envía muchos saludos..., sahib.
- El sahib Lurgan es un hombre muy inteligente. Pero tú, ¿qué piensas hacer?
(11) Se refiere al lama.
- Yo voy otra vez al norte, al Gran Juego. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Sigues pensando en seguir al
viejo Gorro Rojo?
- No olvides que es él quien ha hecho de mí lo que soy..., aunque él ni lo sospecha siquiera. Año tras año
ha enviado el dinero para que yo aprendiera.
- Lo mismo hubiera hecho yo... de habérsele ocurrido a esta cabeza dura -gruñó Mahbub-. Vamos. Los
faroles están ya encendidos y nadie advertirá tu presencia en el bazar. Iremos a casa de Huneefa.
Por el camino fue Mahbub dándole los mismos consejos que le dio a Lemuel (12) su madre, y curiosa-
mente, Mahbub le indicó con mucha precisión cómo Huneefa y las de su especie habían acabado con mu-
chos reyes.
- Y yo recuerdo -añadió maliciosamente- a uno que decía: «Confía en una serpiente más que en una ra-
mera, y en una ramera más que en un pathan, Mahbub Alí». (13) Exceptuando a los pathanes (yo soy uno
de ellos), todo lo demás es verdad. Y más verdad aún es esto en el Gran Juego, pues por mediación de las
mujeres todos los planes se vienen abajo, y aparecemos al amanecer con un tajo en el cuello. Así le sucedió
una vez a uno...
Y relató toda la historia con los más sangrientos detalles.
- Entonces, ¿por qué...? -Kim se detuvo al ver que Mahbub se paraba ante una inmunda escalerilla que
conducía a la cálida oscuridad de una habitación elevada, situada en el pabellón que está detrás de la tienda
de tabaco de Azim Ullah. Los que la conocen la llaman La jaula de Pájaros; tan llena está de murmullos,
silbidos y gorgeos.
La sala, con sus cojines mugrientos y sus narguiles a medio fumar, olía nauseabundamente a tabaco ran-
cio. En un rincón se hallaba tendida una mujer inmensa y deforme, vestida de gasa verde, y con la frente,
narices, orejas, cuello, muñecas, brazos, cintura y tobillos cubiertos de pesadas joyas del país. Al incorpo-
rarse sonaron como el batir de peroles de cobre; un gato flaco mayaba hambriento por la parte de fuera del
balcón. Kim se detuvo en la cortina de la puerta, un poco azorado.
- ¿Es éste el neófito
15
, Mahbub? -dijo Huneefa perezosamente, sin molestarse apenas en separar la bo-
quilla de sus labios-. ¡Oh, Buktanoos! (14) -como todas las de su clase, juraba por los espíritus demoníacos-
. ¡Oh, Buktanoos! Da mucho gusto mirarlo.
15
neófito: el recién incorporado a una religión, secta o agrupación.
(12) Una exhortación a la castidad y la templanza (Proverbios, 31, 1:9).
(13) Repite las palabras de Kim en el cap. IV.
(14) Buktanoos es un espíritu mahometano temible.
- Eso forma parte de la venta del caballo -explicó Mahbub a Kim, que se echó a reír.
- He oído esas cosas desde antes de que cumpliera una semana -replicó Kim sentado en cuclillas junto a
la luz-. Pero ¿cuál es el objeto de todo esto?
- Tu protección. Esta noche te cambiaremos de color. El dormir bajo techado te ha blanqueado como una
almendra. Pero Huneefa posee el secreto del color indeleble. No un tinte para un día o dos. También te pro-
tegeremos contra los riesgos del camino. Ése es el regalo que yo te hago, hijo mío. Quítate todas las cosas
de metal que lleves y ponlas aquí. Prepáralo todo, Huneefa.
Kim dejó a un lado su brújula, su estuche topográfico de pinturas y su caja de medicinas, recién aprovi-
sionada. Estos objetos lo habían acompañado en todos sus viajes, y como les sucede a los niños, los valora-
ba inmensamente.
La mujer se levantó despacio y avanzó con sus manos un poco adelantadas. Entonces notó Kim que era
ciega.
- No, no -murmuró la mujer-; el pathan dice verdad; mi color no se va ni en una semana ni en un mes, y
aquellos a quienes yo protejo, pueden estar tranquilos.
- Cuando se está lejos y solo, es poco agradable sufrir una erupción o coger la lepra -dijo Mahbub-.
Cuando ibas conmigo, yo podía cuidarte. Además, un pathan es de piel clara. Desnúdate hasta la cintura y
mira lo blanco que estás ahora. -Huneefa volvió a tientas de un cuarto interior-. No te preocupes, no ve. -Y
tomó un cuenco de peltre` de las ensortijadas manos de Huneefa.
El tinte tenía un aspecto azulado y espeso. Kim lo probó en la parte exterior de la muñeca, aplicándolo
con un trozo de algodón en rama; pero Huneefa lo oyó.
- No, no -gritó-; no puede hacerse así, sino con las debidas ceremonias. El tinte es lo de menos. Tengo
que darte la protección completa para el camino.
16
peltre: aleación de plomo, cinc y estaño, usada en objetos domésticos.
- ¿Jadoo? (magia) -dijo Kim un poco asustado, pues no le gustaban aquellos ojos blancos sin vista. Pero
la mano de Mahbub se apoyó en su cuello y lo hizo inclinarse hacia el suelo hasta que la nariz quedó
aproximadamente a una pulgada de la tablazón
17
.
- ¡Estáte quieto! No te ocurrirá nada malo, hijo mío. ¡Yo me ofrezco por ti en sacrificio!
Kim no veía lo que hacía la mujer, pero oyó el tintineo de sus joyas durante muchos minutos. Se encen-
dió una cerilla en la oscuridad, y percibió el chisporroteo familiar de los granos de incienso al quemarse.
Entonces el cuarto se llenó de humo denso, aromático y adormecedor. Oyó, a través de una creciente som-
nolencia, los nombres de los demonios: de Zulbazan, hijo de Eblis, que vive en los bazares y los paraos
18
,
e impulsa a cometer todas las obscenidades de los lugares de descanso; de Dulhan, que vaga invisible
alrededor de la mezquitas, se refugia en las babuchas de los creyentes y dificulta sus plegarias; y Musbut, el
señor de las mentiras y del miedo. Huneefa, unas veces murmurando en su oído, otras hablando desde una
enorme distancia, le tocaba con sus horribles dedos blandos, pero la férrea mano de Mahbub no se apartó
de su cuello hasta que, abandonándose con un suspiro, el muchacho perdió el conocimiento.
- ¡Alá! ¡Cómo ha luchado! A no ser por la droga, no hubiéramos logrado nunca que se durmiera. Debe de
ser por su sangre blanca -dijo Mahbub malhumoradamente-. Sigue ahora con el dawut (invocación). Dale la
Protección completa.
- ¡Oh, Tú que escuchas! Tú que tienes oídos para oír, acude. ¡Atiende, oh, tú que escuchas! -Huneefa
gemía, vueltos hacia poniente sus ojos muertos. El cuarto, a oscuras, se llenaba de quejidos y lamentos.
Desde el balcón surgió una imponente figura, que asomó su cabeza, redonda como una bola, y tosió ner-
viosamente.
- No interrumpa usted estas nigromancias
19
ventrílocuas, amigo mío -dijo en inglés-. Yo opino que mi
intervención debe de ser muy molesta para usted, pero ningún ilustrado observador tiene por qué preocu-
parse tanto.
17
tablazón: suelo hecho con tablas de madera.
18
paraos: los lugares de descanso en las carreteras (ver cap. IV).
19
nigromancia: magia negra, brujería, adivinación evocando a los muertos.
- ¡...Yo haré planes para arruinarlos! ¡Oh, Profeta, ten paciencia con los infieles! ¡Déjalos durante al-
gún tiempo! -el semblante de Huneefa se dirigió hacia el norte, se contrajo horri blemente, y se oyeron vo-
ces que, al parecer, le respondían desde el techo.
Hurree el babú volvió a su cuaderno de notas, tambaleándose en el antepecho de la ventana, pero su ma-
no temblaba. Huneefa, en una especie de éxtasis, producido por la droga, se retorcía de un lado para otro
sentada con las piernas cruzadas ante la exánime
20
cabeza de Kim, invocando uno tras otro a todos los de-
monios en el antiguo orden del ritual, obligándoles a apartarse de todas las acciones del muchacho.
- ¡Con Él están las llaves de las Cosas Secretas! ¡Nadie las conoce más que Él! ¡Él conoce lo que hay en
la tierra firme y en el mar! -Y otra vez se escucharon las susurrantes respuestas ultraterrenas.
- Yo..., yo supongo que no habrá nada maligno en esas operaciones -dijo el babú, contemplando cómo
temblaban y vibraban al hablar los músculos de la garganta de Huneefa, mientras ésta hablaba en distintas
lenguas-. ¿No..., no parece como si hubiese matado al muchacho? Si así fuese, yo declino ser testigo en el
proceso... ¿Cuál ha sido el último hipotético demonio que ha mencionado?
- Babuyi
21
-respondió Mahbub en el idioma indígena-. Me traen sin cuidado los demonios indios, pero
los hijos de Eblis son harina de otro costal, y ya sean jumalee (bondadosos) o jullalee (terribles), no les
gustan los kafires (15).
- ¿Entonces usted cree que lo mejor que puedo hacer es marcharme? -dijo el babú Hurree, levantándose a
medias-. Claro es que todas estas cosas no son más que fenómenos inmateriales. Spencer dice...
La crisis de Huneefa terminó, como ocurre siempre en estos casos, en un paroxismo
22
de aullidos con al-
gún espuramajo entres los labios. Luego se quedó agotada y sin movimiento al lado de Kim, y las voces
enloquecidas cesaron.
20
exánime: sin señal de vida.
21
babuyi: diminutivo afectivo de babú.
22
paroxismo: manifestación violenta de una enfermedad, con pérdida a veces del sentido.
(15) Los musulmanes llaman kafires a los infieles.
- Muy bien. Pues ya está hecho el trabajo. Quiera Dios que le sirva al muchacho; verdaderamente,
Huneefa es una maestra de dawut. Ayúdame a ponerla a un lado, babú. No tengas miedo.
- ¿Cómo voy a temer lo absolutamente inexistente? -dijo Hurree, hablando en inglés, para tranquilizarse-.
Es, sin embargo, una cosa terrible tenerle miedo a la magia, investigarla desdeñosamente, y recoger datos
para la Sociedad Real, creyendo a pies juntillas en todos los Poderes de las Tinieblas.
Mahbub se echó a reír entre dientes. Conocía al babú desde hacía mucho tiempo.
- Terminemos de teñirlo -dijo-. El muchacho está ahora bien protegido, si..., si los Señores del Aire tie-
nen oídos para oír. Yo soy un sufi (16) (librepensador), pero cuando uno puede resguardarse de una mujer,
un semental o un demonio, ¿para qué exponerse a una coz? Conduce al muchacho por el camino, babú, y
ten cuidado de que ese viejo Gorro Rojo no se lo lleve fuera de nuestro alcance. Yo necesito volver a mis
caballos.
- Muy bien -dijo Hurree el babú-. En este momento, el muchacho es un curioso espectáculo.
Hacia el tercer canto del gallo se despertó Kim, después de un sueño de millares de años. Huneefa ronca-
ba pesadamente en su rincón, pero Mahbub había desaparecido.
- Espero que no te hayas asustado -exclamó una voz untuosa por encima de su hombro-. He supervisado
la operación completa, lo que ha constituido un espectáculo muy interesante desde el punto de vista etnoló-
gico. Ha sido un dawut de primera clase.
- ¡Huy! -dijo Kim, reconociendo a Hurree el babú, que sonrió para congraciarse con él.
- Y también he tenido el honor de traerte la ropa que llevas, de parte de Lurgan. Yo no acostumbro a lle-
var estas cosas a mis subordinados, pero -añadió con una risita-, tu caso está anotado en los libros como
excepcional. Espero que el señor Lurgan tomará nota de mi acción.
Kim bostezó y se desperezó. Era para él un placer poder retorcerse y dar vueltas de nuevo, dentro de
aquella ropa holgada.
(16) El sufismo es una doctrina de una secta musulmana. Algunos sufíes se apartaban de las prácticas rituales y propendían al mis-
ticismo.
- ¿Qué es esto? -dijo mirando con curiosidad la gruesa tela empapada con los fuertes aromas del norte le-
jano.
- ¡Oh! Esto es un adecuado vestido de chela agregado al servicio de un lama lamaístico. Está completí-
simo hasta en el menor detalle -dijo Hurree, dirigiéndose al balcón para lim piarse los dientes con el agua
de una jarra de arcilla-. Yo soy de la opinión de que no es ésta la verdadera religión que profesa ese anciano
caballero, sino una subvariante del lamaísmo. Ya he enviado varios artículos -que me han rechazado- sobre
este asunto a la Asiatic Quarterly Review. Ahora bien, es curioso comprobar que el viejo caballero está
totalmente desprovisto de religiosidad. Le tiene completamente sin cuidado.
- ¿Lo conoce usted?
Hurree el babú alzó su brazo para indicar que estaba ocupado en ejecutar las ceremonias prescritas para
el rito de lavarse los dientes y otras operaciones similares, tal como es costumbre entre los bengalíes decen-
temente educados. En seguida recitó en inglés una plegaria arya-somaj de naturaleza teística`, y después se
llenó la boca con pan y betel.
- ¡Oh, sí! Me lo he encontrado varias veces en Benarés y también en Buddh Gaya, adonde fui a buscarlo
para consultarle ciertos asuntos religiosos y que me explicara la adoración de los demonios. Es un agnósti-
co (18) puro..., lo mismo que yo.
Huneefa se removió entre sueños y el babú Hurree saltó nerviosamente hacia el incensario de cobre, que
aparecía negro y descolorido a la luz del amanecer; untó un dedo en el hollín allí acumulado y se lo pasó
diagonalmente por la cara.
- ¿Quién se ha muerto en tu casa? -preguntó Kim en idioma indígena.
- Nadie. Pero a lo mejor esa bruja echa mal de ojo -respondió el babú.
- Entonces, ¿qué es lo que vas a hacer ahora?
- Te dejaré camino de Benarés, si es que piensas ir allí, y te explicaré unas cosas que nadie debe saber
excepto nosotros.
(17) El teísmo es la creencia en un Dios creador. Los arya-somaj son una secta religiosa hindú fundada por un santón panjabí el si-
glo pasado.
(18) El agnóstico niega que el entendimiento pueda acceder a las nociones de lo absoluto -por ejemplo, la existencia de Dios-, sino
sólo a lo que es relativo, lo que se aparece, lo perceptible materialmente.
- Ya estoy listo. ¿A qué hora sale el te-ren? -Se puso de pie y miró alrededor de la desolada cámara y a la
cara de Huneefa, amarilla como la cera, mientras los rayos inclinados del sol naciente iluminaban el suelo-.
¿Hay que pagar a la bruja?
- No. Ella te ha hecho un encantamiento para protegerte contra todos los demonios y todos los peligros...
en nombre de sus demonios. Tal fue el deseo de Mahbub. -Y añadió en in glés-: A mi modo de ver, es
completamente anticuado creer en estas supersticiones. Porque todo ello no es más que ventriloquia. Hablar
con el vientre... ¿eh?
Kim hizo la castañeta
23
instintivamente con los dedos, para hacer huir a cualquier demonio -ajeno, por
supuesto, a las intenciones de Mahbub- que pudiera habérsele metido dentro, debido a la manipulaciones de
Huneefa, y Hurree se burló de él otra vez. Pero cuando atravesaron el cuarto, el babú tuvo buen cuidado de
no pisar la prolongada sombra que proyectaba sobre la tablazón del suelo la figura agachada de Huneefa.
Las brujas, en sus horas propicias, pueden agarrar por los talones el alma del hombre que pise su sombra.
(19)
- Ahora debes escucharme con mucha atención -dijo el babú cuando estuvieron al aire libre-. Algunas de
estas ceremonias que hemos presenciado incluyen el suministro de un amuleto de gran eficacia para los de
nuestro Departamento. Si te registras el cuello, encontrarás un pequeño amuleto de plata, muy barato. Es el
nuestro. ¿Entiendes?
- ¡Ah, sí, hawa-dilli! (levanta-el-ánimo) -dijo Kim tentándose el cuello.
- Huneefa los hace por dos rupias y doce annas con... ¡oh!, con toda clase de exorcismos
24
. Son como los
que lleva todo el mundo, pero se diferencian en que tienen un poco de esmalte negro y llevan en su interior
un papel lleno de nombres de santos locales y cosas parecidas. Ésa es la especialidad de Huneefa, ¿te das
cuenta? Huneefa los hace expresamente para nosotros; pero en caso de que ella no lo haga, antes de repar-
tirlos les ponemos una pequeña turquesa que nos da el señor Lurgan. No hay otro sitio donde procurárselo.
Yo he sido quien ha inventado todo esto. Claro es que carece por completo de sanción oficial, pero es muy
conveniente para los subordinados. El coronel Creighton lo ignora por completo. Es un europeo. La turque-
sa está envuelta en el papel... Sí, éste es el camino para la estación de ferrocarril... Ahora, supongamos que
vas con el lama o conmigo, como espero que sucederá algún día, o con Mahbub. Y figúrate que nos encon-
tramos en un lance apurado. Yo soy un hombre miedoso..., muy miedoso..., pero me he visto en trances
peligrosos más veces que pelos tengo en la cabeza. Entonces dices: «Yo soy el Hijo del Encanto». Muy
bien.
23
castañeta: sonido producido al hacer resbalar con fuerza el dedo de en medio sobre el pulgar.
24
exorcismos: conjuros, fórmulas contra los demonios.
(19) La figura del babú Hurree es en extremo cómica. Pretencioso -sus juicios despectivos sobre el lama son contundentes- e hipó-
crita y ridículo -dice no ser supersticioso, pero se comporta como tal.
- No lo entiendo del todo. Pero no debemos exponernos a que nos oigan hablar en inglés aquí.
- No tiene importancia. Yo no soy más que un babú tratando de impresionarte con mi inglés. Todos noso-
tros, los babús, hablamos inglés para darnos pisto
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-continuó Hurree, mo viendo con desenvoltura el trozo
de tela que llevaba por encima del hombro-. Como te iba diciendo, «Hijo del Encanto» indica que puedes
ser un miembro de los Sat Bhai (los Siete Hermanos, lo que es a la vez hindi y tantra (20). Se supone vul-
garmente que esta sociedad se ha extinguido ya, pero yo he escrito muchos artículos para demostrar que
todavía está en vigor. Como comprenderás, todo ello es obra de mi invención. Muy bien. Sat Bhai cuenta
con muchos miembros, y es posible que puedan ayudarte a salvar la vida antes que los otros te rebanen el
pescuezo como si tal cosa. Lo cual es útil. Y además, estos estúpidos indígenas (cuando no están demasiado
excitados) reflexionan un poco antes de matar a un hombre que dice pertenecer a una organización deter-
minada. ¿Te das cuenta? De modo que cuando te veas en un momento de apuro, tienes que decir: «Yo soy
Hijo del Encanto», y... tal vez... encuentres una segunda oportunidad. Esto sólo debe usarse en última ins-
tancia o cuando se quieran entablar negociaciones con un extraño. ¿Lo entiendes? Bueno. Pero supongamos
ahora que yo, o cualquiera del Departamento, se te acerca vestido de un modo completamente diferente. No
me reconocerías en absoluto, a menos que yo quisiese, te apuesto lo que quieras. Algún día te lo demostra-
ré. Yo me aparezco como un comerciante de Ladakh, o cualquier otra cosa, y te digo: «¿Quiere usted com-
prar piedras preciosas?». Y tú contestas: «¿Tengo yo cara de comprar piedras preciosas?». Y en seguida yo
digo: «Aun los hombres más pobres pueden comprar turquesas o tarkeean
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darse pisto: darse importancia. En efecto, el babú abusa un poco de un lenguaje rebuscado y protocolario.
(20) Por rito, el ingreso en toda secta o clan exige una palabra o frases en clave, identificadoras de los miembros del grupo, crípti-
cas. El tantra es una secta hindú que cree en la magia, y también el nombre que reciben sus manuales.
- Eso es kichree..., un curry vegetal -dijo Kim.
- Eso es. Y tú dices: «Veamos ese tarkeean». Y en seguida replico yo: «Lo ha preparado una mujer, y tal
vez sea esto un inconveniente para su casta». Entonces tú dices: «No existe casta cuando los hombres van
a... buscar tarkeean». Y haces una pequeña pausa entre esas dos palabras, «a... buscar». Ése es todo el se-
creto. La pequeña pausa entre las palabras.
Kim repitió la frase de prueba.
- Perfectamente bien. Entonces yo te enseñaría mi turquesa, si diese tiempo, y entonces sabrías quién soy,
y cambiaríamos impresiones y documentos, y todas esas cosas. Y lo mismo te ocurriría con cualquiera de
nosotros. Unas veces hablamos de turquesas, y otras de tarkeean, pero siempre con esa pequeña pausa entre
las palabras. Es muy fácil. Primero, «Hijo del Encanto», si te ves en un aprieto. Puede ser que encuentres
ayuda, y puede ser que no. En seguida, lo que ya te he dicho sobre el tarkeean, si es que deseas tratar asun-
tos oficiales con un desconocido. Claro que por el momento no tienes ningún asunto oficial. Eres, ¡ja, ja!,
como supernumerario
-
(21), en período de prueba. El único en tu clase. Si fueses asiático de nacimiento,
hubieras podido ser empleado en seguida; pero este medio año de licencia es para desinglesarte, ¿compren-
des? El lama te espera, pues yo mismo, semioficialmente, le he dado cuenta de que habías aprobado todos
los exámenes, y que pronto obtendrías un empleo del Gobierno. ¡Jo, jo! Pero estás en situación de interini-
dad; de manera que si recibes la llamada de ayuda de los Hijos del Encanto debes ayudarlos. Ahora tengo
que decirte adiós, mi querido amigo, y confío que siempre salgas adelante sin dificultad.
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tarkeean: un tipo de curry (mezcla de especias).
(21) Es decir, que trabaja para el Servicio de Espionaje, pero no es fijo, definitivo.
Hurree retrocedió, dio un paso o dos entre la multitud estacionada en la entrada de la estación de Luck-
now, y... desapareció. Kim lanzó un profundo suspiro y se palpó todo el cuerpo. Sentía contra su pecho el
revólver niquelado, bajo su traje oscuro; el amuleto en su cuello; el cuenco de las limosnas, el rosario y la
daga para los fantasmas (el señor Lurgan no había olvidado nada) estaban a mano, junto con las medicinas,
la caja de pinturas y la brújula; y en un viejo y raído monedero sujeto al cinturón bordado, imitando las
púas de un puerco espín, llevaba escondida su paga del mes. Los reyes no podían ser más ricos. Compró a
un vendedor hindú dulces metidos dentro de un cucurucho de hojas y se los comió con enorme delicia, has-
ta que un policía le ordenó que se marchase de los escalones en que se hallaba sentado.
Capítulo XI
Dad al hombre que no esté práctico en su oficio,
espadas para lanzarlas y recogerlas otra vez,
monedas para rodarlas y reunirlas de nuevo,
hombres a quienes herir y curar en seguida,
serpientes a las que encantar y atraer...
y quedará herido por su propio acero,
desobedecido por sus serpientes,
engañado por su torpeza,
burlado y despreciado por su propio pueblo.
No le ocurre así al que ha nacido malabarista.
Una pizca de polvo, una flor marchita,
una fruta caída o un báculo prestado
es todo lo que necesita para afianzar su poder,
¡Ligan el hechizo o desatan la risa!
Sino un hombre que..., etc., Op. 15.
A1 instante se produjo en Kim una reacción súbita. «Ahora estoy solo..., completamente solo», pensó.
«¡En toda la India no hay nadie tan solo como yo! Si muriese hoy, ¿quién llevaría la noticia? ¿Y a quién? Si
vivo, y Dios es misericordioso, pondrán precio a mi cabeza, porque soy un Hijo del Encanto..., yo, Kim.»
Muy pocos blancos, pero sí muchos asiáticos, pueden llegar a sugestionarse repitiendo sus propios nom-
bres mentalmente y dejando mientras tanto vagar su imaginación en busca de lo que podría llamarse sus
señas de identidad. Cuando llega la vejez, ese poder desaparece generalmente, pero mientras dura puede
apoderarse de la persona en cualquier momento.
«¿Quién es Kim..., Kim..., Kim?»
Se sentó en cuclillas en un rincón de la ruidosa sala de espera, ajeno a cualquier otro pensamiento, con
las manos cruzadas en su regazo y las pupilas contraídas hasta quedar re ducidas al tamaño de cabezas de
alfiler. Al minuto siguiente..., al cabo de medio segundo..., comprendía que iba a llegar a solucionar su
enorme rompecabezas; pero como ocurre siempre en estos casos, su mente descendió de repente de aque-
llas alturas con el ímpetu de un pájaro herido, y pasándose la mano por los ojos, sacudió la cabeza.
Un bairagi (santón) hindú, de largo cabello, que acababa en aquel momento de comprar el billete, se paró
ante él, y se lo quedó mirando fijamente.
- Yo la he perdido también -dijo tristemente-. Ésa es una de las Puertas de la Senda, pero para mí hace
muchos años que se ha cerrado.
- ¿Qué dices? -murmuró Kim avergonzado.
- Estabas tratando de averiguar en el fondo de tu pensamiento cuál era la esencia de tu alma. El arrebato
vino de repente. Yo lo sé. ¿Quién, sino yo, podría saberlo? ¿Adónde te diriges?
- Hacia Kashi (Benarés).
- Ya no hay dioses allí. He hecho la prueba. Yo voy a Prayag (Allahabad) por quinta vez..., buscando la
Senda de la Iluminación. ¿De qué religión eres tú?
- Yo soy también peregrino -dijo Kim, empleando una de las frases preferidas del lama-. Aunque -añadió
olvidando por un momento sus vestidos del norte-, aunque sólo Alá sabe lo que yo busco.
El viejo se colocó bajo la axila la muleta de bairagi y se sentó sobre una vieja piel rojiza de leopardo,
mientras Kim se alzaba al oír la llamada para el tren de Benarés.
- Ten esperanza, hermano -le dijo el viejo-. Hay una larga jornada hasta llegar a los pies del Único; (1)
pero hacia allí nos encaminamos todos.
Kim se sintió menos solo después de esto, y durante el viaje de veinte millas permaneció sentado en el
atestado compartimiento, entreteniendo a sus compañeros con las más estupendas fantasías acerca de sus
dotes mágicas y las de su maestro. Benarés le pareció una ciudad especialmente sucia, aunque le era agra-
dable notar cómo respetaban sus vestiduras. Un tercio de la población, por lo menos, está constantemente
rezando a un grupo u otro de millones de deidades, así es que respetan a todo tipo de santones. Kim fue
guiado al templo de los Tirthankers, situado, aproximadamente, a una milla de la ciudad, cerca de Sarnath,
por un labrador panjabí, a quien se encontró casualmente, un kambohl de la zona de Jullundur, que ha-
biendo acudido en vano a todos los dioses de su tierra natal para que curaran a su hijo pequeño, se había
decidido a consultar en última instancia a los de Benarés.
1
kamboh: casta de campesinos del Panjab.
(1) Es el espíritu universal objeto de la meditación ascética hindú.
- ¿Eres del norte? -le preguntó abriéndose paso entre la multitud que abarrotaba las estrechas calles malo-
lientes, de modo semejante a como lo hacía su toro favorito en la aldea.
- Sí, conozco el Panjab. Mi madre era pahareen
2
; pero mi padre procedía de Amritsar, cerca de Jandiala -
dijo Kim, engrasando su expedita lengua para las necesidades del camino.
- ¿Jandiala... Jullundur? Entonces, en cierto modo, somos vecinos -y acarició tiernamente al niño que se
quejaba entre sus brazos-. ¿A quién sirves tú?
- A un hombre muy santo del templo de los Tirthankers.
- Todos ellos son muy santos..., y muy avariciosos -dijo el jat (2) con amargura-. He ido de un lado para
otro y me he pateado los templos hasta desollarme los pies, y el niño no mejora nada. Y su madre también
está enferma... Calla, pequeño... Le cambiamos de nombre cuando lo acometió la fiebre. Le pusimos ropa
de niña. No hay nada que dejásemos de hacer, excepto... yo se lo decía a su madre mientras me hacía el
equipaje para venir a Benarés (ella debía haber venido conmigo...). Le decía que nos hubiera convenido
más acudir al sultán Sakhi Sarwar
3
. Por lo menos, ya conocíamos su generosidad, pero estos dioses de las
llanuras son extraños para nosotros.
El niño se revolvió en el cojín formado por los largos brazos sarmentosos del padre, y miró a Kim a tra-
vés de sus párpados hinchados.
- ¿Y ha sido todo inútil? -preguntó Kim con verdadero interés.
- Todo inútil..., todo inútil- dijo el niño, con los labios agrietados por la fiebre.
- Por lo menos los dioses le han dado una gran inteligencia -dijo el padre con orgullo-. ¡Quién hubiera
pensado que estaba escuchando tan atentamente! Allí está tu templo. Ahora, ten en cuenta que soy un pobre
hombre..., he tratado ya con muchos sacerdotes..., pero mi hijo es mi hijo, y si un donativo a tu maestro
pudiera curarle..., ya no sé qué hacer.
2
pahareen: montañesa.
(2) Campesinos indoafganos, que hablan panjabí. Se llaman también kamboh.
(3) Famoso santuario mahometano del Panjab.
Kim meditó un momento, picado por el orgullo. Tres años antes hubiera sacado todo el provecho posible
de su situación y hubiera continuado su camino como si tal cosa; pero el respeto que le manifestaba el jat le
probaba que era ya un hombre. Además, él también había tenido fiebres una o dos veces y las conocía lo
bastante para poder reconocer la desnutrición cuando la veía.
- Dile que venga y le haré un pagaré a cambio de mi mejor yunta de bueyes, con tal que el niño se cure.
Kim se paró ante la puerta tallada del templo. Un banquero, oswal
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de Ajmir, vestido de blanco, que
había purgado allí recientemente sus pecados de usura, le preguntó qué deseaba.
- Soy el chela del lama Teshu, un santón de Bhotiyal..., que vive aquí. Me ha mandado llamar. Y estoy
aquí esperando. Díselo.
(4)Casta de contables y prestamistas.
- No te olvides del niño -gritó por encima del hombro el impaciente jat, y continuó en panjabí-: ¡Oh, san-
tón!... ¡Oh, disacípulo del santón!... ¡Oh, dioses que estáis sobre todos los mundos!... ¡Mirad sentada a
vuestra puerta la aflicción!
Este lamento es tan corriente en Benarés, que los paseantes no vuelven siquiera la cabeza para escuchar-
lo.
El oswal, en paz ya con la humanidad, llevó el mensaje en dirección a la oscuridad que se extendía al
fondo. Transcurrieron esos calmosos e incontados minutos del Oriente; porque el lama estaba durmiendo en
su celda y ningún sacerdote estaba dispuesto a despertarlo. Cuando el tintineo de su rosario rompió el silen-
cio del patio interior, donde se alzan las imágenes hieráticas de los hartas (5), un novicio susurró: «Tu chela
está aquí». Y el viejo echó a andar a grandes zancadas, olvidándose de terminar la oración.
No había hecho más que aparecer la alta figura en el umbral de la puerta, cuando el jat corrió hacia él, y
alzando al niño en sus brazos gritó:
- ¡Mira esto, santón, y si los dioses quieren, vivirá..., vivirá! Y registrando en su cinturón, sacó una pe-
queña moneda de plata.
- ¡Qué es esto? -dijo el lama volviéndose hacia Kim. Hablaba el urdú con mayor claridad que cuando se
encontraron bajo Zam-Zammah; pero el padre del niño no estaba dispuesto a permitir que charlaran en pri-
vado.
- No es más que un poco de fiebre -dijo Kim-. El niño no está bien alimentado.
- Nada le sienta bien, y su madre no está aquí.
- Si me lo permites, santón, quizá yo puedo curarlo.
- ¿Cómo? ¿Te han hecho curandero? Veamos -dijo el lama sentándose en el escalón más bajo del templo,
al lado del jat, mientras Kim, mirando de reojo, abría su cajita de betel. En la escuela había soñado muchas
veces en aparecerse al lama como un sahib, y tomarle el pelo al viejo antes de descubrirle quién era; el sue-
ño de cualquier muchacho. Se desarrollaba un verdadero drama en esta búsqueda entre los frasquitos de
tabletas, en la que Kim, abstraído, y con el ceño fruncido, se paraba de vez en cuando para pensar y mur-
muraba invocaciones en las pausas. Tenía allí píldoras de quinina y unas tabletas de carne de color marrón
oscuro (probablemente de vaca; pero eso no era asunto suyo (6). El pequeñín no quería comer nada, y, sin
embargo, empezó a chupar con avidez las tabletas, diciendo que le gustaba su sabor salado.
(5) Santos budistas, aceptados por les jainies.
- Entonces llévate seis de éstas -dijo Kim dándoselas al hombre-. Alaba a los dioses y hierve tres pastillas
en leche y las otras tres en agua. Después que haya bebido la leche, dale esto -era la mitad de una píldora de
quinina- y lo arropas bien. Después le das el agua de las otras tres, y en cuanto se despierte, la otra mitad de
esta píldora blanca. Mientras tanto, aquí tienes otra medicina marrón para que la vaya chupando durante el
camino a casa.
- ¡Oh, dioses, qué sabiduría! -exclamó el kamboh recogiendo las cosas.
Eso era todo lo que Kim podía recordar del tratamiento a que estuvo sometido en una ocasión en que tu-
vo un ataque de paludismo en otoño..., si se exceptúan las frases masculladas que profirió para impresionar
al lama.
- Ahora, vete. Y vuelve por la mañana.
- Pero el precio..., dime el precio -dijo el jat, dejando caer sus robustos hombros-. Mi hijo es mi hijo. Y
ahora que se va a poner bueno, ¿cómo voy a volver a donde está su madre y decirle que se me proporcionó
ayuda y no di en correspondencia ni una simple cazuela de requesón?
- Todos estos jats son iguales -dijo Kim afablemente-. Una vez estaba un jat en su estercolero y pasaron
por allí los elefantes del rey. «Oye -le gritó al que los conducía-, ¿por cuánto me vendes uno de esos borri-
cos?»
El jat se echó a reír a carcajadas, pero se contuvo ante el lama, y añadió excusándose:
(6) La quinina, extraída de la quina, se empleó como antipirético -medicamento contra la fiebre-. Kim entrega las tabletas de carne
como si se tratara de un medicamento; en realidad, sabe que el niño está deficientemente alimentado, y saca provecho de la credulidad
del jat. Por último, la frase «eso no era asunto suyo» debe entenderse en relación al carácter sagrado que la vaca tiene en la india,
razón por la cual no se usa en la alimentación.
- Ésos son los dichos de mi país, la misma forma de hablar. Todos los jats somos así. Mañana vendré con
el niño; y la bendición de los dioses del hogar, que son unos buenos dioses, sea con vosotros... Ahora, hijo
mío, nos haremos fuertes otra vez, ¿eh? ¡No escupas eso, príncipe! Hijo de mi vida, no escupas eso y sere-
mos otra vez hombres fuertes, atletas, y manejaremos la garrota mañana por la mañana.
Y se marchó canturreando y hablando entre dientes. El lama se volvió a Kim, y toda su vieja alma llena
de afecto resplandecía en la mirada de sus ojos oblicuos.
- Curar a los enfermos es adquirir méritos; pero primero se necesita adquirir los conocimientos. Has
obrado sabiamente, oh, Amigo de todo el Mundo.
- Tú me has hecho sabio, maestro -dijo Kim olvidando la pequeña comedia que acababa de representar;
olvidando a San Javier; olvidando su sangre blanca; olvidando hasta el Gran Juego, al inclinarse para tocar
los pies del lama, sobre el polvo del templo jainí, según la costumbre mahometana-. Todo lo que sé te lo
debo a ti. Durante tres años he comido tu pan. Pero mi tiempo ha terminado. Ya estoy libre de la escuela.
Ahora vengo a unirme a ti.
- Y ahora recibo yo la recompensa. ¡Entra! ¡Entra! ¿Todo va bien? -Pasaron al patio interior, iluminado
por los oblicuos y dorados rayos del sol de la tarde-. Ponte ahí, que pueda verte bien. ¡Así! -Contempló a
Kim con aire observador-. Ya no es un niño, sino un hombre madurado por la sabiduría y con todo el aire
de un médico. Hice bien, hice bien cuando te dejé con los hombres armados aquella noche negra. ¿Te
acuerdas de nuestro primer encuentro, bajo Zam-Zammah?
- Sí -dijo Kim-. ¿Te acuerdas tú de cuando salté del coche el primer día que fui a...?
- ¿Las Puertas de la Sabiduría? ¡Es verdad! ¿Y aquel día que comimos buñuelos junto al río, por detrás
de Nucklao? ¡Ah! Muchas veces has mendigado para mí, pero aquel día mendigué yo para ti.
- Naturalmente -añadió Kim-. Entonces era yo un alumno en las Puertas de la Sabiduría, y estaba vestido
de sahib. No te olvides, santo mío -continuó bromeando-, aún soy un sahib, gracias a ti.
- Es verdad. Ven a mi celda, chela. Eres un sahib a quien tienen mucha estima.
- ¿Cómo sabes tú eso?
El lama sonrió.
- Al principio lo supe por las cartas del bondadoso sacerdote a quien conocimos en el campamento de los
hombres armados; pero se fue a su país natal, y yo le envié entonces el dinero a su hermano. -El coronel
Creighton, que se había encargado de la tutela de Kim cuando el padre Víctor se volvió a Inglaterra con los
Mavericks, hubiera pasado difícilmente por ser el hermano del capellán-. Pero yo no entiendo bien las car-
tas de los sahibs. Necesito que me las interpreten. Así es que busqué un camino más seguro. Muchas veces,
cuando volvía de mi Búsqueda a este templo, que ha sido mi refugio, venía a verme un hombre que buscaba
también la Iluminación, un hombre de Leh, que según decía había sido hindú, pero que se había desenga-
ñado de todos esos dioses. -El lama señaló a los arhats.
- ¿Un hombre gordo? -preguntó Kim con un brillo en los ojos.
- Muy gordo; pero yo comprendí al instante que su imaginación se ocupaba en cosas completamente in-
útiles, tales como demonios y encantamientos, y la forma y el modo de preparar nuestros tés en el monaste-
rio, y los medios de que nos valemos para iniciar a los novicios. Un hombre muy preguntón; pero que era
amigo tuyo, chela. Me dijo que estabas en camino de adquirir mucho renombre como escribiente. Pero aho-
ra veo que eres médico.
- Sí, eso soy; un escribiente cuando soy sahib; pero en cuanto vuelvo a ser tu discípulo lo dejo todo de la-
do. Ya he cumplido los años de estudio fijados para mi formación.
- ¿Como si fuera el noviciado? -dijo el lama asintiendo con la cabeza-. ¿Y has terminado completamente
con la escuela? Yo no quisiera que vinieras conmigo sin haber madurado por completo.
- Ahora he terminado del todo. A su debido tiempo entraré al servicio del Gobierno como escribiente...
- No como guerrero. Eso está bien.
- Pero primero tengo licencia para vagabundear un poco contigo. Por eso estoy aquí. ¿Quién mendiga
ahora para ti? -continuó rápidamente. Empezaban a pisar un terreno peligroso. (7)
- A menudo pedía yo mismo; pero, como tú sabes, rara vez estaba aquí, excepto cuando venía para ver a
mi discípulo. He recorrido la India de un extremo a otro, a pie y en te-ren. ¡Qué tierra tan grande y tan ma-
ravillosa! Pero cuando me refugiaba aquí me encontraba como en mi propio Bhotiyal.
(7) Kim prefiere eludir el tema de su futuro trabajo, que el lama no aprobaría.
El lama contempló placenteramente la pequeña celda limpísima. Se había acomodado con las piernas
cruzadas, en la actitud del Bodhisattva al salir de su meditación, sobre un almohadón muy bajo que le ser-
vía de asiento; delante tenía una negra mesita de madera de teca, de unas veinte pulgadas de altura, llena de
tazas de cobre para el té. En uno de los rincones se alzaba un altarcito, también de madera de teca y profu-
samente tallado, con una imagen de cobre dorado que representaba a Buda en meditación, y ante ella una
lámpara, un incensario y un par de floreros de cobre.
- El Guarda de las Imágenes de la Casa Maravillosa adquirió mérito hace un año regalándome estas co-
sas-dijo, siguiendo la mirada de Kim-. Cuando se está lejos de la propia tierra estas cosas atraen los recuer-
dos; y debemos adorar al Señor, porque Él nos mostró la Senda. ¡Mira! -y le enseñó un curioso montón de
arroz coloreado, sobre el que descansaba un adorno fantástico de metal-. Cuando yo era abad en mi país,
antes de saber lo que ahora sé, hacía esta ofrenda diariamente. Esto es el Sacrificio del Universo al Señor.
Así los de Bhotiyal ofrecemos diariamente todo el mundo a la Ley Excelente. Yo también lo hago ahora,
aunque ya sé que el Excelentísimo está por encima de cualquier presión o halago -terminó, sorbiendo rapé
de su calabaza.
- Bien hecho, santo mío- murmuró Kim, dejándose caer tranquilamente sobre los cojines, feliz y algo
cansado.
- Y además, -añadió el viejo riendo entre dientes-, hago dibujos de la Rueda de la Vida. Tres días me lle-
va cada dibujo. En eso estaba ocupado, y parece ser que mis ojos se habían cerrado un momento, cuando
me avisaron de tu llegada. ¡Es tan agradable tenerte aquí! Yo te enseñaré mi arte, no por impulso del orgu-
llo, sino porque debes aprenderlo. Los sahibs no poseen toda la sabiduría de este mundo.
Sacó de debajo de la mesa una hoja de papel chino amarillo que desprendía un perfume extraño, varios
pinceles y una pastilla de tinta india. Con unos rasgos firmes, austeros y limpios, había trazado la Gran
Rueda con sus seis radios, en cuyo centro se encuentra la unión del Cerdo, la Serpiente y la Paloma (Ig-
norancia, Cólera y Lujuria), y en cuyos seis departamentos figuran todos los cielos y los infiernos y las vi-
cisitudes de la vida humana. Según dicen, el mismo Bodhisattva fue el primero que la dibujó con granos de
arroz sobre el polvo, para enseñar a sus discípulos la causa de las cosas. Muchas generaciones han pasado
haciéndola cristalizar en una maravillosa aglomeración, repleta de centenares de figuras, cada uno de cuyos
trazos tiene un significado. Poca gente hay que pueda traducir estas parábolas dibujadas; no hay veinte en
el mundo que sepan dibujarlas con seguridad sin tener delante un modelo, y no hay más que tres que sepan
a la vez dibujarlas y explicarlas.
- Yo he aprendido un poco de dibujo -dijo Kim-. Pero esto es la maravilla de las maravillas.
- La he dibujado durante muchos años -dijo el lama-. Antes podía trazar una completa mientras se con-
sumía la luz de una lámpara. Te enseñaré este arte..., después de que estés bien preparado; y te explicaré el
significado de la Rueda.
- Entonces es que vamos a regresar al camino?
- El camino y la Búsqueda. Sólo esperaba que vinieras. He tenido centenares de revelaciones en mis sue-
ños, y sobre todo, el que tuve la noche del día en que las Puertas de la Sabiduría se cerraron por primera
vez, según las cuales no llegaré nunca a encontrar mi Río sin tu concurso. Varias veces, como sabes, des-
eché estas ideas por temor de que no fuesen más que ilusiones. Por eso no te llevé conmigo aquel día en
que comimos juntos los buñuelos en Lucknow. Yo no quería que vinieses conmigo hasta que llegase el
momento preciso y favorable. He corrido desde las montañas hasta el mar, desde el mar hasta las montañas,
pero todo ha sido en vano. Entonces me acordé del Jâtaka. (8)
Y le contó a Kim la historia del elefante con el cepo, en la misma forma que lo había contado a los sacer-
dotes jamíes repetidas veces.
- No hacen falta más pruebas -añadió serenamente-. fuiste enviado a mí como una ayuda. Sin esa
ayuda mi Búsqueda resultó estéril. Por lo tanto nos iremos juntos otra vez, y el éxito es seguro.
- ¿Y adónde iremos?
- ¿Qué importa, Amigo de todo el Mundo? Yo te digo que ahora la Búsqueda es segura. Si fuese necesa-
rio, el Río brotará del suelo ante nosotros. Yo adquimérito enviándote a las Puertas de la Sabiduría, y te
di esa joya que se llama Ilustración. Tú has vuelto, lo veo ahora, convertido en un discípulo de Sakyamuni
el Médico, cuyos altares abundan en Bhotiyal. (9) Con eso es suficiente. ¡Estamos juntos y todo está como
antes, Amigo de todo el Mundo, Amigo de las Estrellas, chela mío! Hablaron de otros asuntos mundanos;
pero es de notar que el lama jamás le preguntó detalles de la vida de San Javier, ni mostró la más mínima
curiosidad acerca de las costumbres y de los hábitos de los sahibs. Su pensamiento se dirigía siempre hacia
el pasado, y revivía -frotándose las manos y riendo entre dientes- todos los incidentes de aquel primer viaje
maravilloso que habían hecho juntos. Al fin se acurrucó, quedándose dormido con el fácil sueño de los vie-
jos.
(8) El libro sagrado de los budistas.
(9) Bhotiyal: Tíbet. Sakyamunì el Médico es Buda.
Kim contempló largamente cómo se desvanecían en el patio los últimos rayos polvorientos del sol, y se
entretuvo un rato con su daga para los fantasmas y su rosario. El rumor de la ciudad de Benarés, la más
vieja de todas las ciudades de la tierra, resuena ante los dioses día y noche, y bate alrededor de las paredes
del templo, como el rugido del mar en los rompientes. De vez en cuando, un sacerdote jainí cruzaba el patio
llevando alguna pequeña ofrenda para las imágenes, y barriendo el suelo ante él para no aplastar sin querer
a ningún ser vivo. Se encendió una lámpara, y se oyó el rumor de una plegaria. Kim contempló una tras
otra las estrellas que iban apareciendo en la inmóvil y densa oscuridad hasta que cayó dormido al pie de
altar. Aquella noche soñó en indostaní, sin emplear ni una sola palabra inglesa... (10)
- Santo, hay que acordarse del niño a quien dimos la medicina -dijo Kim a eso de las tres de la madruga-
da, cuando el lama, despertando de su sueño, hubiera querido emprender de inmediato la peregrinación-. El
jat vendrá al rayar el día.
- Me has contestado bien. Con mis prisas hubiera cometido una mala acción. -Se sentó en los almohado-
nes y volvió a su rosario-. Los viejos son como los niños -dijo en tono patético-. En cuanto desean una co-
sa, ¡he aquí que debe ser hecha inmediatamente, y si no, se impacientan y lloran! Muchas veces, cuando iba
por los caminos, estuve a punto de patalear al encontrarme con el obstáculo de un carro de bueyes, o sim-
plemente por tropezar con una nube de polvo. Cuando era joven, hace ya mucho tiempo..., no me pasaba
esto. Pero no por eso he sido hoy menos injusto...
(10) Kim se identifica, en exclusiva, con su mundo indígena, el de la infancia en Lahore. Su personalidad está dividida entre dos
culturas y destinos.
- Pero tú eres viejo, sin duda alguna, santo mío.
- Sí, pero lo hecho hecho está. Una Causa ha sido lanzada a este mundo y, viejo o joven, enfermo o sano,
sabio o ignorante, ¿quién puede evitar el efecto de esa Causa? ¿Se detendría la Rueda si la hiciera girar un
chiquillo... o un borracho? ¡Chela, éste es un mundo grande y terrible!
- A mí me parece muy bueno -dijo Kim bostezando-. ¿Hay por ahí algo que comer? Desde ayer por la
tarde no he probado bocado.
- Me había olvidado de tus necesidades. Allí hay buen té de Bhotiyal y arroz frío.
- No podemos emprender el viaje con tan míseras provisiones.
Kim sentía, como todos los europeos, una gran afición a la carne, que no se puede comer dentro de un
templo jainí. Pero en lugar de salir en seguida a mendigar, entretuvo su estómago con bolas de arroz frío
hasta que llegó la aurora. Con ella vino el granjero, locuaz y balbuciente de gratitud.
- Por la noche bajó la fiebre y empezó el sudor -gritó-. Toca aquí..., ¡su piel está fresca y suave! Le gus-
tan mucho las tabletas saladas, y tomó con avidez la leche.
Separó el trapo que cubría la cara del niño, y éste sonrió a Kim con los ojos medio cerrados. Un pequeño
grupo de sacerdotes jainíes, silenciosos pero llenos de curiosidad, se reunió a la puerta del templo. Ya sabí-
an, y Kim sabía que ellos lo sabían, que el lama había encontrado a su discípulo, pero como eran personas
bien educadas, no quisieron molestarlos durante la noche con su presencia, palabras o gestos. Por eso Kim
les devolvió la fineza por la mañana.
- Agradécelo a los dioses de los jainíes, hermano -dijo, por no saber cómo se llamaban estos dioses-. La
fiebre ha bajado, efectivamente.
- ¡Mirad! ¡Vedlo! -dijo el lama radiante de alegría, dirigiéndose a sus huéspedes de tres años-. ¿Ha habi-
do alguna vez un chela parecido? Es discípulo de Nuestro Señor el Médico.
Los jainíes reconocen oficialmente a todos los dioses del credo hindú, lo mismo que a Lingam y a la Ser-
piente (11). Llevan el hilo del credo brahmánico (12) y respetan todas las prescripciones de la ley hindú
sobre las castas. Pero, en consideración a que conocían y amaban al lama, a su edad avanzada, a que busca-
ba la Senda, a que era su huésped y a que había mantenido largas conversaciones durante la noche con el
prior del templo (un metafísico librepensador tan inteligente que cortaba un pelo en el aire), acogieron sus
palabras con un murmullo de aprobación.
(11) El falo (el Lingam) y la serpiente son símbolos en el hinduismo de creacióy destrucción.
(12) Lo llevan los sacerdotes brahmanes como símbolo de su doble nacimiento: a la vida y como iniciación en su casta.
- Acuérdate -Kim se inclinó sobre el niño- de que la enfermedad puede volver a presentarse.
- No, si tú haces el hechizo adecuado -dijo el padre.
- Pero si nos vamos a marchar dentro de un momento.
- Es cierto -dijo el lama, dirigiéndose a los jainíes-. Nos vamos juntos a reanudar la Búsqueda de que tan-
tas veces os he hablado. He estado esperando a que mi chela estuviese en sazón. ¡Miradlo! Nos vamos
hacia el norte. Ya no volveré más a este lugar de descanso; ¡adiós, gente de buena voluntad!
- Pero yo no soy un mendigo. -El labrador se levantó, estrechando a su hijo entre sus brazos.
- Estáte quieto. No molestes al santo -gritó uno de los sacerdotes.
- Vete -murmuró Kim-. Ve a buscarnos bajo el puente del ferrocarril, y por amor de todos los dioses de
nuestro Panjab, llévanos comida: curry, legumbres, buñuelos fritos con manteca y dulces. Especialmente
dulces. ¡Anda corriendo!
La palidez del hambre le sentaba muy bien a Kim, que permanecía de pie, alto y delgado, envuelto en sus
amplias vestiduras de colores apagados, con una mano en el rosario y la otra en actitud de dar la bendición,
fielmente copiada del lama. Un observador inglés tal vez hubiera dicho que su postura recordaba más bien
la de los santos pintados en las vidrieras de las iglesias, cuando, en realidad, no se trataba más que de un
muchacho en la edad del crecimiento y desfallecido de hambre.
Largos y rituales fueron los adioses, tres veces terminados y tres veces reanudados. El monje estudioso
(el que había invitado al lama a venir desde el Tíbet lejano, un asceta lampiño y de faz plateada) no tomó
parte en las despedidas, pero meditaba, como de costumbre, solo entre las imágenes. Los otros se mostraron
muy afectuosos e insistieron en regalarle al anciano algunos objetos de cierta utilidad (una caja de betel, un
estuche de hierro nuevo para escribir, un zurrón
3
para la comida y otros objetos por el estilo), previniéndo-
le contra los peligros del mundo exterior y profetizándole un final feliz en su Búsqueda. Mientras tanto,
Kim, más solo que nunca, se sentaba en cuclillas en los escalones y renegaba para sus adentros en el len-
guaje de San Javier.
- Todo esto es culpa mía -fue su conclusión-. Con Mahbub Alí comía su pan o el del sahib Lurgan. En
San Javier hacía tres comidas diarias. Pero aquí tengo que procurarme yo mismo las vituallas
4
. Además, he
perdido la costumbre. ¡De buena gana me comería un plato de carne de vaca!... ¿Hemos terminado ya, san-
to?
El lama, con las manos elevadas, entonó una bendición final en un chino muy rebuscado.
- Déjame que me apoye en tu hombro -dijo cuando se cerraron las puertas del templo-. Creo que me es-
toy anquilosando.
El peso de un hombre de seis pies de altura no es fácil de soportar durante varias millas por las calles lle-
nas de gente, y Kim, que además iba cargado con bultos y paquetes para el camino, suspiró alegremente
cuando llegaron a la sombra del puente del ferrocarril.
- Aquí comeremos -dijo con aire resuelto, al tiempo que el kamboh aparecía con una cesta en la mano y
el niño en la otra, vestido con su traje azul, y sonriendo.
- ¡A comer, santones! -gritó desde cincuenta yardas. (Estaban sobre un banco de arena, bajo el primer
tramo del puente, a cubierto de las miradas de los sacerdotes hambrientos) Arroz y buen curry, tortas toda-
vía calientes bien condimentadas con hing (asafétida)
5
, requesón y azúcar. Rey de mi vida -añadió dirigién-
dose a su hijo-, demostremos a estos santones que nosotros, los jats de Jullundur, sabemos pagar su servi-
cio... He oído decir que los jainíes no consienten comer lo que no hayan guisado por sí mismos; pero, en
verdad -añadió mirando cortésmente hacia al ancho río-, donde no hay ojos no hay castas.
3
zurrón: bolsa de cuero o de pellejo, como la de los pastores, para guardar comida.
4
vituallas: víveres, comida.
5
hing: jugo de la planta asafétida.
- Y nosotros -dijo Kim dándole la espalda y llenándole el plato al lama- estamos por encima de todas las
castas.
Saborearon en silencio la buena comida. Hasta el momento de chupar de su dedo meñique el último resto
de pringosa pasta de dulce, no notó Kim que el kamboh también estaba preparado para emprender la mar-
cha.
- Si nuestro camino es el mismo -dijo bruscamente- me voy contigo. No siempre se encuentran hombres
que realicen milagros, y el niño está todavía débil. Pero no soy del todo un zopenco -y recogió su lathi, un
bastón de bambú de cinco pies, reforzado con bandas de hierro pulimentado, y lo blandió en el aire-. Los
jats tenemos fama de pendencieros, pero eso no es verdad. Y a menos que nos insulten, somos tan pacíficos
como nuestros búfalos.
- Bueno -dijo Kim-. Un buen palo es una buena razón.
El lama contemplaba plácidamente el paisaje río arriba, donde se sucedían, en larga perspectiva difusa,
las incesantes columnas de humo que surgían de las piras funerarias junto a las orillas (13). De vez en
cuando, a pesar de todas las ordenanzas municipales, el pedazo de un cuerpo medio quemado flotaba, arras-
trado por la corriente.
- De no haber sido por ti -dijo el kamboh, estrechando a su hijo contra su velludo pecho-, tal vez hoy
hubiera ido a parar allí, con este pequeño. Todos los sacerdotes dicen que Benarés es santa (cosa que nadie
duda), y que se debe desear morir en ella. Pero yo no conozco sus dioses, y todos piden dinero; y cuando se
ha hecho un acto de adoración, uno de los de la cabeza rapada jura que el acto no tiene valor alguno como
no se haga otro después. ¡Lávate aquí! ¡Lávate allí! Haz abluciones, bebe, báñate, arroja flores..., pero pá-
gale siempre al sacerdote. No, el Panjab es lo mejor para mí, y la tierra de doab
6
de Jullundur es la mejor
de todas.
6
doab: franja de tierra entre dos ríos, el Ganges y el Jumma.
(13) Las humaredas se deben a is incineración -quema- de cadáveres.
- Yo he dicho muchas veces (y creo que ha sido en el templo) que si fuese necesario, el Río brotaría a
nuestros pies. Por lo tanto, nos iremos hacia el norte -dijo el lama levantándose-. Recuerdo un lugar agra-
dable, rodeado de árboles frutales, donde se puede meditar paseando y el aire es allí fresco. Viene de las
montañas y de la nieve de las montañas.
- ¿Cómo se llama? -dijo Kim.
- ¿Cómo quieres que yo me acuerde? ¿No venías tú ...? No, eso fue después de que surgiesen de la tierra
los soldados y te llevasen. Allí estaba yo, y meditaba en una habitación próxima a un palomar, menos
cuando ella hablaba sin parar.
- ¡Ah! La mujer de Kulú. Está junto a Saharanpur -dijo Kim echándose a reír.
- ¿Cómo mueve el espíritu a tu maestro? ¿Va a pie, como penitencia por los pecados pasados? -preguntó
el jat prudentemente-. Hay mucha distancia de aquí a Delhi.
- No -dijo Kim-. Yo mendigaré para comprar un tikkut del te-ren. -En la India no conviene confesar que
se posee dinero.
- Entonces, en nombre de los dioses, tomemos el carro de fuego. Mi hijo estará mejor en los brazos de su
madre. El gobierno nos ha cargado con muchas contribuciones, pero nos ha dado una cosa buena, el te-ren,
que une a los amigos y a los ansiosos. El te-ren es una cosa maravillosa.
Y un par de horas más tarde, amontonados en uno de ellos, dormían la siesta en las horas de calor. El
kamboh hizo a Kim mil preguntas sobre el viaje del lama y sus ocupaciones, y recibió algunas respuestas
curiosas. Kim se sentía dichoso de encontrarse donde estaba, de contemplar el llanísimo paisaje del noroes-
te y de hablar con la cambiante multitud de sus compañeros de viaje. Aún hoy en día, los billetes y el tener
que entregarlos para que los piquen, representa una extraña forma de opresión para los labradores indios.
No comprenden por qué, cuando se ha pagado por la posesión de un trozo mágico de papel, gentes extrañas
han de arrancar grandes pedazos del amuleto. De este modo, las discusiones entre los viajeros y los reviso-
res euroasiáticos son largas y acaloradas. Kim intervino en dos o tres discusiones proporcionando sabios
consejos con el solo objeto de confundir al auditorio y presumir de su sabiduría ante el lama y el admirado
kamboh. Pero al llegar a la carretera de Somna, el destino le proporcionó una materia sobre la que reflexio-
nar. Cuando ya estaba el tren en marcha, subió dando tumbos al compartimento un pobre hombre, pequeño
y delgado; un mahratta,(14) según pudo deducir Kim por la forma de su turbante ajustado. Tenía un gran
rasguño en la cara, la túnica musulmana se hallaba desgarrada y llevaba vendada una pierna. Les contó que
se dirigía a Delhi, donde vivía su hijo, y que un carro se había volcado, y a poco lo mata. Kim lo contem-
plaba minuciosamente. Si, como afirmaba, había rodado varias veces por el suelo, hubiera presentado ara-
ñazos y raspaduras en la piel producidos por la grava. Pero todas sus heridas tenían los cortes limpios, y
una simple caída de un carro no era capaz de producir en un hombre un terror tan extraordinario. Al anu-
darse, con dedos temblorosos, la tela desgarrada en torno al cuello, el desconocido puso al descubierto un
amuleto de los llamados levanta-ánimos. Aunque los amuletos son muy corrientes, no suelen ir colgados de
un alambre de cobre trenzado, y, sobre todo, no llevan esmalte negro sobre plata. En el compartimento no
había nadie, excepto el kamboh y el lama. Kim fingió que se rascaba el pecho, y mostró su propio amuleto.
Al verlo, el semblante del mahratta cambió inmediatamente de expresión y colocó el suyo para que se des-
tacase claramente sobre el pecho.
(14) Raza muy poderosa de la India central.
- Sí -continuó dirigiéndose al kamboh-. Yo tenía mucha prisa, y el carro, guiado por un malnacido, metió
su rueda en una acequia y, además del daño que me hizo, perdí una fuente entera de tarkeean. Ese día no
fui un hijo del Encanto (hombre con suerte).
- Eso fue una gran pérdida -dijo el kamboh sin el menor interés. Su experiencia de Benarés le había ense-
ñado a tener cautela.
- ¿Quién lo había guisado? -preguntó Kim.
- Una mujer -respondió el mahratta alzando la vista.
- Pero todas las mujeres saben preparar el tarkeean -dijo el kamboh-. Es un buen curry, por lo que sé.
- ¡Oh, ya lo creo!; es un buen curry -dijo el mahratta.
- Y barato -añadió Kim-. Pero, ¿qué me dices de la casta?
- ¡Oh!, no existe casta cuando los hombres van a... buscar tarkeean -contestó el mahratta haciendo la ca-
dencia convenida-. ¿A quién sirves tú?
- A este santo -dijo Kim señalando al soñoliento y bienaventurado lama, que despertó con sobresalto al
escuchar la palabra conocida.
- Sí, los cielos me lo enviaron para ayudarme. Se llama Amigo de todo el Mundo. También lo llaman
Amigo de las Estrellas. Ejerce de médico, pues ya le ha llegado la hora. Grande es su sabiduría.
- Y un hijo del Encanto -dijo Kim para sus adentros, mientras el kamboh se apresuraba a encender su pi-
pa, antes de que le pidiera limosna el mahratta.
- ¿Y ése quién es? -preguntó el mahratta mirando de reojo con inquietud.
- Uno a cuyo hijo... hemos curado, y tiene, por lo tanto, una deuda de gratitud con nosotros. Siéntate al
lado de la ventanilla, hombre de Jullundur. Aquí hay un enfermo.
- ¡Hum! No me gusta mezclarme con vagabundos desconocidos. Y tampoco tengo las orejas largas. No
soy una mujer para desear enterarme de secretos que no me importan -dijo el jat, apartándose al rincón más
alejado.
- ¿Eres curandero? Yo estoy acosado por la desgracia -exclamó el mahratta, captando la señal convenida.
- Este hombre está lleno de heridas y magulladuras. Voy a curarlo -dijo Kim-. Nadie se interpuso entre tu
pequeño y yo.
- Me reprendes -dijo el kamboh dócilmente-, pero yo estoy en deuda contigo por la curación de mi hijo.
Eres un milagrero..., ya lo sé.
- Enséñame los cortes -Kim se inclinó hacia el cuello del mahratta con el corazón oprimido, porque
comprendía que aquello era una venganza debida al Gran Juego-. Ahora, cuéntame tu historia rápidamente,
hermano, mientras recito un encantamiento.
- Venía del sur, donde estuve trabajando. A uno de nosotros lo mataron a la vera del camino. ¿Te has en-
terado? -Kim negó con la cabeza. Como es natural, no sabía una palabra del predecesor de E. 23, a quien
habían matado en el sur disfrazado de comerciante árabe-. Yo había encontrado cierta carta que me habían
enviado a buscar, y me marché. Escapé de la ciudad y me dirigía al Mhwo. Tan seguro estaba de que nadie
me conocía, que ni siquiera cambié mi semblante. En Mhwo, una mujer me denunció como autor del robo
cometido en una joyería de la ciudad que acababa de abandonar. Entonces comprendí que me seguían la
pista. Escapé de Mhwo por la noche, sobornando a la policía, que a su vez había sido sobornada para que
me entregaran a mis enemigos del sur sin hacer preguntas. Entonces permanecí en la vieja ciudad de Chitor
(15) durante una semana, disfrazado de penitente, en un templo, pero no podía desembarazarme de la carta
que estaba a mi cargo. La enterré bajo la Piedra de la Reina, en Chitor, en el sitio que todos nosotros cono-
cemos.
(15) Chitar es una ciudad célebre en la historia de la India porque a principios del siglo XVI se opuso al asedio musulmán; los
hombres murieron en combate y las mujeres arrojándose a las llamas.
Kim no lo conocía, pero por nada de este mundo hubiera interrumpido el hilo del relato.
- En Chitor, ¿sabes?, estaba en país de reyes (16); porque Kotah, situado al este, está fuera de la ley de la
Reina, y al este también se encuentran Jaipur y Gwalior. Allí no hay justicia, ni nadie quiere a los espías.
Me cazaron como a un chacal mojado; pero escapé del cerco en Bandakui, donde me enteré que había una
denuncia contra mí por haber asesinado a un niño en la ciudad que acababa de abandonar. Y tenían el cadá-
ver y los testigos esperando.
- Pero, ¿no proporciona el Gobierno protección?
- Nosotros, los que pertenecemos al Juego, estamos fuera de toda protección. Si morimos, morimos. Bo-
rran nuestros nombres de los libros, y eso es todo. En Bandakui, donde vive uno de los nuestros, creí que
lograría hacerles perder mi pista cambiando de aspecto y convirtiéndome en mahratta. Entonces me dirigí a
Agra, y pensaba volver a Chitor para recobrar la carta, tan seguro estaba de haberlos despistado. Por eso
mismo no envié a nadie un tar (telegrama) diciendo dónde se hallaba la carta. Yo deseaba que el honor
fuese para mí solo.
Kim asintió; ese sentimiento era para él muy comprensible.
- Pero paseando por las calles de Agra, (17) un hombre me delató por deudas, y rodeándome de testigos,
me llevaron ante un tribunal en aquel mismo momento... ¡oh, qué listos son esos del sur! Me reconoció
como su agente de venta de algodón. ¡Así los tuesten en el infierno!
- Pero, ¿eras tú agente suyo?
- ¡No seas tonto! ¡Yo era el hombre a quien ellos buscaban por el asunto de la carta! Escapé a través del
barrio de los Carniceros y salí por la Casa del judío, quien temiendo un motín me ayudó a escapar de la
ciudad. A pie continué hasta la carretera de Somna (no tenía dinero más que para mi tikkut hasta Delhi), y
allí, mientras descansaba un momento en una zanja, atacado por la fiebre, salió un hombre de repente de
entre la maleza y me golpeó y me hirió, registrándome de pies a cabeza. ¡Y todo eso casi al lado del te-ren!
(16) Es decir, en los estados gobernados por príncipes nativos, fuera de la jurisdicción británica.
(17) Agra es una de las ciudades monumentales de la India por sus mezquitas, palacios y tumbas, como el Taj Mahai, monumento
mongol de mármoles con decoraciones de piedras preciosas.
- ¿Y por qué no te mató?
- No son tan estúpidos. Si me pescan en Delhi a instancias de los abogados por la denuncia del asesinato,
y con pruebas, me enviarán al Estado donde dicen que he cometido el delito. Allí me llevarán custodiado y
me someterán a una muerte lenta, para que sirva de escarmiento al resto de nosotros. El sur no es mi país.
Corro dando vueltas..., como una cabra tuerta. Llevo dos días sin comer. Y además, estoy marcado -añadió
tocando el inmundo vendaje de su pierna- de tal modo que me reconocerán en cuanto llegue a Delhi.
- Pero al menos, mientras estés en el te-ren no corres peligro.
- ¡Ya me lo dirás cuando estés un año en el Gran Juego! Por los hilos del telégrafo estarán transmitiendo
a Delhi todos los cargos que hay contra mí, y describiendo todos los rasguños y todos los andrajos que lle-
vo. Veinte personas..., ciento si fuese necesario, me habrán visto matar al niño. ¡Y tú no puedes ayudarme!
Kim conocía lo suficiente los métodos de ataque de los indígenas para no dudar de que el caso estaría
preparado hasta el mínimo detalle, cadáver incluido. El mahratta crispaba sus manos de vez en cuando,
lleno de dolor. El kamboh, desde su rincón, miraba resentido; el lama estaba ocupado rezando su rosario, y
Kim tentando, como hacen los médicos, el cuello del herido, meditaba un plan mientras recitaba invocacio-
nes.
- ¿Tienes tú algún encantamiento para cambiarme de aspecto? De otro modo soy hombre muerto. Cin-
co..., diez minutos a solas; si no fuera por esa premura, yo podría...
- ¿Está ya curado, milagrero? -dijo el kamboh, que se sentía celoso-. Ya has salmodiado más que sufi-
ciente.
- No. No hay cura para sus heridas, por lo que veo, a menos que permanezca sentado durante tres días
vestido de bairagi.
Ésta es una penitencia muy corriente que impone a menudo a cualquier comerciante gordo su director es-
piritual.
- Un sacerdote siempre trata de hacer nuevos sacerdotes -fue la respuesta. Como todas las personas tre-
mendamente supersticiosas, el kamboh no podía refrenarse de hablar mal del clero.
- ¿Tu hijo, entonces, también será sacerdote? Ya es hora de que le des algo más de mi quinina.
- Todos los jats somos unos búfalos -dijo el kamboh, ablandándose otra vez.
Kim frotó con un poco de sustancia amarga los confiados labios del niño.
- Yo no te he pedido nada -dijo con severidad, dirigiéndose al padre-, excepto alimentos. ¿Me vas a echar
también eso en cara? Voy a curar a otro hombre. ¿Puedo contar con tu permiso, príncipe?
Las enormes manos del hombre se alzaron suplicantes. - No..., no. No te burles así de mí.
- Me produce satisfacción curar a este hombre enfermo. Tú ganarás méritos ayudándome. ¿Qué color tie-
ne la ceniza de la cazoleta de tu pipa? ¿Blanco? Ése es un buen augurio. ¿Había cúrcuma
7
cruda entre tus
provisiones?
- Yo..., yo...
- ¡Abre tu hatillo!
En él se encontraba la usual colección de insignificancias: pedazos de tela, medicinas de curanderos, ba-
ratijas de feria, un saquito lleno de atta -harina del país, toscamente molida y de color grisáceo-, andullos
7
de tabaco campesino, boquillas para la pipa, y un paquete de curry, todo ello liado en un cobertor. Kim
revolvió estas cosas con el aire de un sabio brujo, murmurando, entretanto, invocaciones mahometanas.
- Éstos son conocimientos que aprendí con los sahibs -le susurró al lama; y en esto, cuando se tiene en
cuenta su aprendizaje en casa de Lurgan, se comprende que no decía más que la verdad-. Hay un gran in-
fortunio en la suerte de este hombre, según indican las estrellas, que, que..., le causa una gran turbación.
¿Puedo llevármelo de aquí?
- Amigo de las Estrellas, siempre has obrado bien en todas las cosas. Haz como te plazca. ¿Se trata de
otra curación?
- ¡De prisa! ¡De prisa! -jadeó el mahratta-. El tren puede detenerse de un momento a otro.
7
andullos: hoja larga de tabaco arrollada.
- Una curación contra la sombra de la muerte -dijo Kim mezclando en la cazoleta de la pipa de arcilla ro-
ja la harina del kamboh con el carboncillo y la ceniza del tabaco. E. 23, sin decir palabra, se quitó el turban-
te y dejó caer su largo pelo negro.
- Ésa es mi comida..., sacerdote -gruñó el jat.
- ¡Eres un búfalo en el templo! ¿Cómo te atreves a ir tan lejos? -dijo Kim-. He de obrar misterios delante
de los necios; pero ten cuidado con tus ojos. ¿Es que ya se te están empañando? He salvado al pequeño y
tú, como recompensa..., oh, ¡hombre sin dignidad! -El hombre se acobardó ante la mirada directa de Kim,
porque éste hablaba muy en serio-. Te maldeciré o te... -y recogiendo la envoltura del fardo, lo lanzó sobre
su cabeza ya inclinada-. Como te aventures siquiera a pretender mirar..., ni..., ni aun yo podré salvarte.
¡Siéntate! ¡Cállate!
- Estoy ciego..., y mudo. Pero, ¡no me maldigas! Ven..., ven, hijo mío, y jugaremos al escondite. Pero,
por lo que más quieras, no mires por debajo del paño.
- Ya tengo alguna esperanza -dijo E. 23-. ¿Cuál es tu plan?
- En seguida lo verás -dijo Kim, mientras le quitaba la camisa. E. 23 vaciló, con toda la resistencia que
oponen los hombres del noroeste a desnudarse delante de la gente.
- ¿Qué le importa la casta a un cuello rebanado? -dijo Kim descubriéndole el pecho-. Es preciso que te
conviertas inmediatamente en un sadhu (18) amarillo de pies a cabeza. Desnúdate..., desnúdate rápidamente
y enmaraña tu pelo sobre los ojos, mientras yo te froto con la ceniza. Ahora pondré una marca de casta en
tu frente.
Sacó de su seno la pequeña caja de pinturas para uso del agrimensor y una pastilla de laca carmesí.
- ¿No eres más que un principiante? -dijo E. 23, que se afanaba literalmente por salvar su preciada vida,
mientras se desembarazaba de sus envolturas corporales y se quedaba tan sólo en taparrabo, al mismo tiem-
po que Kim le pintaba una noble marca de casta en la frente untada de ceniza.
- No hace más que dos días que entré en el Gran juego, hermano -contestó Kim-. Úntate más ceniza por
el pecho.
- ¿Conoces... a un curandero de perlas enfermas? -Sacudió la tela de su ajustado turbante, y, con manos
hábiles, se lo arrolló por encima y por debajo de sus caderas, según la complicada disposición del ceñidor
de un sadhu.
(18) Ascetas brahmánicos, de poca categoría, en parte mendigos y en parte charlatanes.
- ¡Ah! ¿Así que conoces sus artimañas? Durante algún tiempo fue mi maestro. Ahora tenemos que emba-
durnarte las piernas. La ceniza cura las heridas. Tíznate más ahí.
- En otro tiempo fui su orgullo, pero tú vales casi más que yo. ¡Los dioses son compasivos con nosotros!
Dame eso.
Eso era una cajita de estaño con píldoras de opio, que se encontraba entre el montón de cosas que había
en el hatillo del jat. E. 23 se tragó un puñado.
- Son buenas contra el hambre, el miedo y el frío. Además, enrojecen los ojos explicó-. Ahora ya he co-
brado ánimos para jugar al juego. No nos faltan más que unas tenazas de sadhu. ¿Qué podemos hacer con la
ropa vieja?
Kim la arrolló hasta hacer un paquete muy pequeño y se lo metió entre los holgados pliegues de su túni-
ca. Con una pastilla de ocre amarillo le pintó las piernas y el pecho, trazando grandes listas sobre el fondo
de harina, ceniza y cúrcuma
8
.
- La sangre que hay en esos trapos es bastante para que te cuelguen, hermano.
- Puede ser, pero no hay ninguna necesidad de tirarlos por la ventanilla... Ya hemos terminado. -Su voz
temblaba con el júbilo de un muchacho que toma parte en el Juego-. ¡Eh, jat, vuélvete y mira!
- Los dioses nos protejan -dijo el encapuchado kamboh, emergiendo como un búfalo de los cañaverales-.
Pero... ¿adónde se ha ido el mahratta? ¿Qué es lo que has hecho?
Kim había sido adiestrado por el sahib Lurgan; y E. 23 no era, a causa de su trabajo, mal actor. En lugar
del trémulo
9
y encogido comerciante, se recostaba contra el rincón un sadhu de cabellos polvorientos, casi
desnudo, untado de ceniza y con rayas de color ocre, los ojos hinchados -el opio hace rápidos efectos en un
estómago vacío- brillantes de insolencia y llenos de bestial lascivia. Permanecía sentado sobre las piernas
cruzadas, con el pardo rosario de Kim alrededor del cuello y una yarda escasa de zaraza
10
estampada y
raída
11
echada sobre los hombros. El niño escondió la cara entre los temblorosos brazos del padre.
8
cúrcuma: planta y sustancia que se extrae de su raíz, empleada en tintorerías para teñir de amarillo.
9
trémulo: tembloroso.
10
zaraza: tela de algodón estampada.
11 raída: gastada.
- ¡No te escondas, príncipe! Viajamos con un brujo, pero no te hará daño alguno. ¡Oh, no llores...! ¿Por
qué curas un día al chiquillo para matarlo de un susto al día siguiente?
- Ese niño será afortunado toda su vida. Ha presenciado una curación milagrosa. Cuando yo era niño,
hacía hombres y caballos de barro.
- Yo también los hago. Sir Banás (19) viene por la noche y les da vida detrás del basurero junto a la coci-
na -gritó el niño. - Entonces no te has asustado de nada. ¿Eh, príncipe?
- Me asusté porque mi padre estaba asustado. Sentí que le temblaban los brazos.
- ¡Oh, gallina! -dijo Kim, y hasta el avergonzado jat se echó a reír-. Yo he hecho una curación a este po-
bre comerciante. Necesita olvidarse de sus ganancias y de sus libros de conta bilidad y permanecer tres
noches sentado a la vera del camino para apartar la malquerencia de sus enemigos. Las Estrellas están en
contra suya.
- Yo digo que cuantos menos prestamistas haya, mejor; pero sadhu o no sadhu, debería pagarme por la
tela que lleva sobre los hombros.
- ¿Ah, sí? Quien está sobre sus hombros es tu hijo..., al cual hubieras quemado en la pira funeraria hace
dos días. Pero aún tengo que decirte otra cosa. He hecho este encantamiento en tu presencia porque la nece-
sidad era muy grande. He cambiado su forma y su alma. No obstante, si por casualidad, hombre de Jullun-
dur, mencionas que lo has visto, ya sea cuando estés sentado con los ancianos bajo el árbol de la aldea, ya
en tu propia casa, o en compañía de tu sacerdote cuando bendiga tu ganado, tus búfalos serán atacados por
la peste, arderá el tejado de paja de tu casa, entrarán las ratas en el granero, y la maldición de nuestros dio-
ses caerá sobre tus campos de tal modo, que se convertirán en estériles ante tus mismos pies y detrás de tu
arado.
Esta relación formaba parte de una antigua maldición empleada por un faquir de la Puerta de Taksali en
los días de la inocencia de Kim. Pero no perdió nada al ser repetida.
(19) Sir Banás es un espíritu benefactor de la mitología hindú,
- ¡Calla, santón! Calla, por piedad! -gritó el jat-. No maldigas mi casa. ¡Yo no he visto nada! ¡Yo no he
oído nada! ¡Yo soy tu vaca! -E hizo el gesto de arrojarse al suelo para abrazar los pies de Kim, que golpea-
ban rítmicamente el suelo del vagón.
- Pero ya que te ha sido permitido que me ayudes en este asunto, prestándome una pizca de harina y un
poco de opio y otras pequeñeces más, a las cuales he honrado usándolas para mi arte, los dioses te enviarán
por ello una bendición. -De manera que Kim le dio una larguísima bendición, para inmenso alivio del hom-
bre. Ésta la había aprendido del sahib Lurgan.
El lama lo contempló a través de sus lentes, lo que no había hecho durante el proceso de transformación
del mahratta.
- Amigo de las Estrellas -dijo por fin-. Has adquirido una gran sabiduría. Ten cuidado de que no te con-
duzca al orgullo. Ningún hombre que tenga ante sus ojos la Ley habla con ligereza de cualquier asunto que
haya visto o encontrado.
- No..., no..., sin duda -gritó el granjero, temeroso de que al maestro se le ocurriera mejorar la actuación
de su discípulo. E. 23, con la boca entreabierta, estaba bajo los efectos del opio, que es alimento, tabaco y
medicina para los asiáticos extenuados.
Y de este modo, en un silencio provocado por el asombro y los malentendidos, entraron en Delhi, en el
momento en que los faroles se encendían.
Capítulo XII
¿Quién no ha deseado el mar, la vista del agua salada infinita?
¿Las olas encrespadas por el viento, que se alzan y se paran, y se lanzan y se rompen?
¿El mar liso y bruñido como el acero, levantarse ante la tormenta, enorme y poderoso, gris y sin
espuma?
¿La calma chicha sobre el regazo del Ecuador, o cuando sopla el huracán de ojos extraviados?
¿Su mar, en apariencia siempre distinto; su mar, siempre el mismo bajo diversas aparien-
cias?...
¿Su mar, que colma todo su ser?
¡Así y no de otro modo, así y no de otro modo desean los montañeses a sus montañas!
Ya he recobrado la sangre fría -dijo E.23, aprovechando la agitación que reinaba en los andenes-. El
hambre y el miedo debilitan el entendimiento, pues de lo contrario se me hubiera ocurrido antes este modo
de escapar. ¿Ves cómo tenía razón? Ahí vienen para pescarme. Me has salvado la vida.
Un grupo de policías del Panjab, con sus calzones amarillos, encabezados por un joven inglés, acalorado
y sudoroso, se abría paso entre la multitud de las inmediaciones del tren. Detrás de ellos avanzaba cautelo-
samente, y como un gato, un individuo bajo y gordo con aire de leguleyo
1
que busca parroquianos.
- Mira al joven sahib leyendo un papel. Mi descripción completa está en sus manos -dijo E. 23-. Van de
vagón en vagón como pescadores que tienden la red en el estanque.
Cuando la comitiva llegó a su compartimento, E. 23 contaba las cuentas de su rosario con un rápido mo-
vimiento de muñecas; mientras, Kim se burlaba de él acusándolo de estar tan drogado que había perdido las
tenazas para el fuego, señal distintiva del sadhu. El lama, abismado en profundas meditaciones, miraba al
frente; y el granjero miraba de reojo mientras recogía sus pertenencias.
1
leguleyo: abogado, en sentido despectivo.
- Aquí no hay más que una cuadrilla de fanáticos -dijo en voz alta el inglés, y siguió adelante, en medio
de una oleada de inquietud, porque los policías indígenas significan siempre extorsión para los indígenas de
toda la India.
- La cosa ahora -murmuró E. 23- consiste en enviar un telegrama diciendo el sitio donde está escondida
la carta que me enviaron a buscar. Y yo no puedo ir a la oficina de telégrafos con este aspecto.
- ¿No basta con haberte salvado la vida?
- No, si se deja el trabajo sin terminar. ¿No te lo dijo nunca el curandero de perlas? ¡Ahí viene otro sahib!
¡Ah!
Era un superintendente
2
de policía, alto y cetrino -llevaba cinturón, casco y espuelas muy pulimentadas-,
que avanzaba arrogante y atusándose el bigote.
- ¡Qué tontos son estos sahibs de la policía! -dijo Kim afablemente.
E. 23 miró en aquella dirección con los ojos entornados.
- Has dicho bien -murmuró con una voz distinta-. Voy a beber agua. Guárdame el sitio.
Salió tan torpemente, que casi cayó en los mismos brazos del inglés, recibiendo una retahíla de insultos
en mal urdú.
- ¿Tum mut? ¿Estás borracho? No puedes atropellar a la gente de ese modo, como si te perteneciera toda
la estación de Delhi, amigo.
E. 23, sin mover un músculo de la cara, le contestó con un chaparrón de insultos más groseros, lo cual,
como es natural, llenó de regocijo a Kim. Esto le hizo recordar a los educandos de tambor de los cuarteles
de Ambala en aquellos días terribles de su primera experiencia de la escuela.
- Mi querido loco -dijo el inglés pronunciando lentamente las palabras-. ¡Nick1e jao! Vuélvete a tu va-
gón.
Paso a paso, retirándose respetuosamente y bajando la voz, el amarillo sadhu subió al vagón maldiciendo
a la D.S.P (1) hasta la más remota posteridad, por -y al oír esto Kim por poco da un salto- la maldita Piedra
de la Reina, por el escrito bajo la Piedra de la Reina y por un surtido de dioses cuyos nombres eran comple-
tamente nuevos.
-
2
superintendente: jefe.
(1) Dirección Superior de Policía.
No sé lo que estás diciendo -interrumpió el inglés encolerizado-, pero sin duda se trata de alguna imperti-
nencia intolerable. ¡Baja en seguida!
E. 23, fingiendo no entenderlo, le presentó su billete con toda seriedad y el inglés se lo arrebató de las
manos con malos modos.
- ¡Oh zulum! ¡Qué tiranía! -rezongó el jat desde su rincón-. ¡Y todo por una sencilla broma! -el jat se
había reído burlonamente con las barbaridades que había dicho el sadhu-. Tus hechizos parece que no pro-
ducen hoy buen efecto, santón. El sadhu siguió al policía, abrumándolo con adulaciones y súplicas. La mul-
titud de pasajeros, atareados con sus chiquillos y su equipaje, no se había dado cuenta del incidente. Kim
bajó furtivamente detrás de E. 23, porque le asaltó el pensamiento de que ya había oído al encolerizado y
estúpido sahib lanzando alusiones personales en voz alta a una vieja dama, cerca de Ambala, haría unos tres
años.
- Todo está en orden -susurró el sadhu, atrapado entre el gentío desorientado, que chillaba y vociferaba,
con un galgo persa entre las piernas, y, pegada a los riñones, una jaula de halcones que no cesaban de dar
alaridos y a la que custodiaba un cetrero
3
rajputa-. En este momento estará transmitiendo las noticias de la
carta que yo escondí. Me habían dicho que estaba en Peshawar. Pero debí sospecharlo, pues, como el coco-
drilo, nunca está en el vado que se espera. Me ha sacado del compromiso, pero mi vida te la debo a ti.
- ¿Acaso es uno de los nuestros? -Kim se agachó para pasar bajo el grasiento sobaco de un camellero de
Mewar, y puso en desbandada a un grupo de charlatanas matronas sijs.
- ¡Nada menos que el más grande de todos! ¡Hemos tenido suerte! Yo le daré cuenta de lo que has hecho.
Bajo su protección estoy a salvo.
Se abrió paso a través de la multitud, que asaltaba los vagones, y se acurrucó en el suelo junto al banco
que estaba a la puerta de la oficina de telégrafos.
- ¡Vuélvete o te quitarán el sitio! No tengas miedo, hermano, por el juego... ni por mi vida. Me has dado
un respiro, y el sahib Strickland me ha conducido a puerto seguro. Puede que alguna vez trabajemos juntos
en el Juego. ¡Adiós!
3
cetrero: el que caza con azores, halcones y otras aves.
Kim se apresuró a regresar a su vagón, enorgullecido, desorientado y algo irritado, porque no poseía la
clave de los secretos que le rodeaban.
«No soy más que un principiante en el juego, eso está claro. Yo no hubiera sabido salvarme como ha
hecho el sadhu. Éste sabía que bajo la lámpara había más oscuridad (2). Nunca se me hubiera ocurrido
transmitir las noticias con la excusa de echar maldiciones... ¡Y qué listo fue el sahib! No importa, he salva-
do la vida de un...»
- ¿Dónde ha ido el kamboh, santo? -susurró al lama, al ocupar su asiento en el compartimento, que estaba
ya completamente abarrotado.
- Se asustó -le contestó el lama, con un poco de malicia-. Vio cómo transformabas en un abrir y cerrar de
ojos al mahratta en un sadhu, para protegerlo del mal, y eso lo sobrecogió. En seguida vio al sadhu caer de
golpe en manos de la policía..., todo ello como preparado por tu arte. Así es que recogió a su hijo y salió
corriendo, porque al ver cómo transformabas a un tranquilo comerciante en un desvergonzado que insultaba
a los sahibs, temía que hicieses con él algo parecido. ¿Adónde ha ido el sadhu?
- Con la policía... -dijo Kim-. Y sin embargo, yo salvé al hijo del kamboh.
El lama aspiró rapé suavemente.
- ¡Ay, chela, mira cómo te has dejado engañar! Hiciste la curación del hijo del kamboh con el solo objeto
de adquirir méritos. Pero cuando hiciste el encantamiento al mahratta, lo hiciste impulsado por el orgullo
(te estuve observando), y mirabas de reojo para ver si lograbas asombrar a un viejo muy viejo y a un igno-
rante labrador: y ése fue el origen de las calamidades y las sospechas.
Kim controló sus impulsos con un esfuerzo impropio de su edad. Le disgustaba tanto como a cualquier
otro mozalbete tener que sufrir una humillación o ser tratado con injusticia, pero comprendió que estaba en
una situación muy crítica. El tren partió de la estación de Delhi, hundiéndose en la oscuridad de la noche.
- Es verdad -murmuró-. He hecho mal en ofenderte.
(2) La metáfora alude al inteligente comportamiento de E. 23 que, en pleno barullo y a voz en grito; le comunica al policía la in-
formación que necesita, haciéndose pasar por un borracho sadhu.
- Peor que eso, chela. Tú has lanzado una acción sobre el mundo, y como la piedra arrojada a un estan-
que, así se esparcirán las consecuencias, cuyo alcance tú no puedes prever.
Esta ignorancia era conveniente, tanto para la vanidad de Kim como para la tranquilidad de conciencia
del lama, sobre todo si pensamos que en aquel momento se estaba transmitiendo a Simla un telegrama ci-
frado dando cuenta de la llegada a Delhi de E. 23, y, lo que era más importante, del paradero de una carta
que le habían encargado... sustraer. Casualmente, un policía excesivamente celoso de su obligación había
arrestado como presunto autor de un asesinato perpetrado en un Estado lejano del sur a un corredor de al-
godón de Ajmir, que, terriblemente indignado, estaba contándole su vida y milagros a cierto señor
Strickland en los andenes de la estación de Delhi, mientras E. 23 penetraba por callejuelas perdidas en el
corazón mismo de la ciudad. Dos horas más tarde, varios telegramas llegaban a manos del encolerizado
ministro de un Estado del sur, notificándole que se había perdido por completo el rastro de un mahratta
bastante magullado; y en el momento en que el perezoso tren se paraba en Saharanpur, la última onda de la
piedra que Kim había contribuido a lanzar alcanzaba los escalones de una mezquita en la lejanísima Rum
(3), interrumpiendo las plegarias de un hombre piadoso.
El lama recitó las suyas cerca de una empalizada cubierta de buganvillas
4
húmedas de rocío situada cer-
ca del andén, confortado por el claro brillo de los rayos del sol y la presencia de su discípulo.
- Pronto abandonaremos estas cosas -dijo señalando la máquina reluciente y los raíles deslumbrantes-.
Aunque el te-ren sea algo maravilloso, su traqueteo ha convertido en agua mis huesos. De aquí en adelante
respiraremos el aire libre y puro.
- Vámonos a casa de la mujer de Kulú -dijo Kim poniéndose alegremente en marcha bajo la carga de sus
fardos.
En las primeras horas de la mañana, la ruta de Saharanpur tiene un aire limpio y aromatizado. Kim pen-
saba en las mañanas de San Javier, y este recuerdo le hizo rebosar de satisfacción.
- ¿A qué vienen esas prisas? Los hombres sabios no corren de aquí para allá como las gallinas al sol. Ya
hemos hecho juntos cientos y cientos de kos, y, hasta ahora, escasamente habré estado solo contigo unos
instantes. ¿Cómo es posible que te enseñe nada, siempre rodeado de gente? ¿Cómo podría meditar sobre la
Senda, anegado bajo el torrente de su charla?
4
buganvilla: arbusto trepador.
(3) Constantinopla. El «hombre piadoso» pudiera ser el mismo califa.
- ¿Entonces es que su lengua no se calma con el paso de los años? -dijo el discípulo sonriendo.
- Ni sus ansias de hechizos. Me acuerdo de una vez que le hablaba de la Rueda de la Vida -el lama regis-
traba en su seno para buscar la última copia que había hecho- y no sentía cu riosidad más que por los de-
monios que asedian a los niños. Ella adquirirá mérito al invitarnos a su casa..., dentro de poco..., más ade-
lante..., sin prisas, sin prisas. Ahora corretearemos a nuestro gusto, confiando en la Cadena de las Cosas. La
Búsqueda no puede fracasar.
Y así fueron caminando sin prisas, cruzando y atravesando huertos cubiertos de flores -por el camino de
Aminabad, Sahigunge, Akrola del Vado y la pequeña Phulesa-, con la cor dillera de los Siwaliks (4) siem-
pre hacia el norte, y tras ella de nuevo las nieves. Después de un largo y dulce sueño bajo las impasibles
estrellas, llegó el señorial y pausado recorrido a una aldea que empezaba a despertar, con el cuenco de la
limosna alargado en silencio, con los ojos atentos, mirando de un extremo al otro del cielo, a pesar de la
Ley. En seguida volvía Kim presuroso, acallados sus pasos por blando polvo, a buscar a su maestro, que se
hallaba recostado al pie de un mango, o bajo la sombra clara de una blanca siris del Dun (5), donde comían
y bebían tranquilamente. A mediodía, después de charlar y hacer un poco de camino, dormían, volviendo a
internarse en el mundo cuando se levantaba el aire fresco de la tarde. La noche los sorprendía aventurándo-
se en nuevos territorios: alguna aldea vislumbrada tres horas antes a través de las tierras fértiles, y sobre la
que habían charlado durante el camino.
En la aldea contaban su historia -Kim recitaba cada noche una distinta-, y eran bien recibidos por el sa-
cerdote o por el jefe de la aldea, según los casos, siguiendo la costumbre del hospitalario Oriente.
(4) Aminabad y el resto son poblaciones de la fértil zona norte de Saharanpur. Los Siwaliks es una cordillera en los estribaciones
del Himalaya.
(5) Acacia del valle del Dun, entre los ríos Ganges y Junna.
Cuando se acortaban las sombras y el lama se apoyaba pesadamente en Kim, quedaba siempre el recurso
de sacar el dibujo de la Rueda de la Vida, sujetándolo bajo piedras lavadas previamente, y exponer su doc-
trina ciclo a ciclo con la ayuda del largo tallo de una planta. En lo alto se sentaban los dioses, y eran sueños
de sueños. Después estaba nuestro cielo y el paraje donde viven los semidioses, hombres a caballo, comba-
tiendo entre las montañas. Después, los tormentos afligidos sobre las bestias, las almas ascendiendo o des-
cendiendo por la escala, y a las cuales no conviene molestar. Más abajo, los Infiernos, calientes y fríos, y la
morada de las ánimas atormentadas. Que estudie el chela allí las consecuencias de comer con exceso: el
vientre hinchado y las tripas ardiendo. Y entonces, obediente, con la cabeza agachada y el dedo moreno
listo para seguir el puntero, el chela estudiaba; pero cuando volvían al Mundo Humano, atareado e infruc-
tuoso, que está situado precisamente sobre los Infiernos, su pensamiento se distraía, porque al lado del ca-
mino giraba la Rueda misma comiendo, bebiendo, comerciando, casándose y peleando..., todos cálidamente
vivos. A menudo el lama hacía de la realidad misma asunto para su lección, haciendo notar a Kim -siempre
dispuesto- cómo la carne toma millares de formas diferentes, agradables o desagradables según el juicio de
los hombres, pero que en realidad no son ni una cosa ni otra; y cómo el espíritu necio, esclavizado por el
Cerdo, la Paloma y la Serpiente (6) -codiciando nuez de betel, una nueva yunta de bueyes, o el favor de los
reyes o las mujeres- es condenado a seguir a su cuerpo a través de todos los Cielos y todos los Infiernos
para volver a empezar, dando una vuelta completa. Algunas veces acontecía que una mujer o un pobre
mendigo, contemplando aquel ritual -pues no era otra cosa-, mientras el gran mapa amarillo estaba desple-
gado, dejaba caer unas pocas flores o un puñado de cauris sobre el borde. Y estos seres humildes se mar-
chaban contentos por haber encontrado a un santón que tal vez los recordase en sus plegarias.
- Cúralos si están enfermos -dijo el lama cuando se despertaban en Kim los instintos de acción-. Cúralos
si tienen fiebre, pero no hagas encantamientos bajo ningún concepto. Acuérdate de lo que le sucedió al
mahratta.
(6) El Cerdo, la Paloma y la Serpiente en el centro de la Rueda, simbolizan la ignorancia, la codicia y la cólera; la fuente de todos
los males.
- ¿Entonces toda acción es mala? -preguntó Kim acostado bajo un gran árbol en la bifurcación del cami-
no de Dun, y contemplando las hormigas que se paseaban por su mano.
- Abstenerse de la acción es conveniente; excepto cuando se hace para adquirir mérito.
- En las Puertas de la Sabiduría nos enseñan que abstenerse de la acción no es digno de un sahib. Y yo
soy sahib.
- Amigo de todo el Mundo -dijo el lama mirando fijamente a Kim-, yo soy un viejo que se deleita con los
espectáculos ccmo hacen los niños. Para aquellos que siguen la Senda no hay blanco ni negro, ni India ni
Bhotiyal. Todos somos almas que buscan la liberación. No te importe lo que aprendiste con los sahibs.
Cuando lleguemos a mi Río quedarás libre de toda ilusión... a mi lado. ¡Ay!, mis huesos anhelan, doloridos,
ese Río, con un dolor semejante al producido por el te-ren; pero mi espíritu se alza sobre mis huesos y es-
pera. ¡La Búsqueda no puede fracasar!
- Ya me has contestade . ¿Me permites que te haga una pregunta?
El lama inclinó su majestuosa cabeza.
- Durante tres años he comido tu pan... como sabes bien. Santón mío, ¿de dónde sacabas...?
- Hay muchas riquezas (o lo que entienden por riquezas los hombres), en Bhotiyal -respondió el lama con
dignidad-. En mi país tengo la ilusión de ser venerado. Pido lo que necesito. No me ocupo de las cuentas.
Eso es cosa de mi monasterio. ¡Ay! ¡Los altos asientos negros del monasterio y los novicios en perfecto
orden!
Y empezó a contar historias (mientras dibujaba con un dedo en el polvo) sobre el grandioso y suntuoso
ritual de las catedrales protegidas contra los aludes; de las procesiones y las danzas de los demonios; de la
transformación de monjes y novicios en cerdos; de ciudades santas flotando en el aire a quince mil pies de
altura; de las intrigas entre monasterio y monasterio; de voces que suenan entre las montañas y de ese mis-
terioso espejismo que danza sobre las nieves perpetuas. Hasta le habló de Lhassa y del Dalai Lama (7), a
quien él había visto y adorado.
(7) El jefe de la religión budista recibe el título de «Dalai Lama». Es la encarnación perpetua de un buda patrón del Tíbet; y a su
muerte se reencarna antes de 49 días en un niño, que dará muestras sobrenaturales para ser reconocido. Lhassa es la metrópoli
re!igiosa del budismo, situada en el Tíbet, a 3.600 m. de altura. Miles de lamas residen en los monasterios de la zona.
Conforme iban pasando estos días largos y perfectos se alzaba una barrera cada vez mayor, que separaba
a Kim de su raza y de su idioma materno. Volvió a pensar y a soñar en idioma vernáculo, y maquinalmente
seguía todo el ceremonial que usaba el lama para comer, beber y hacer las demás cosas. El pensamiento del
viejo se volvía cada vez con mayor insistencia hacia su monasterio, conforme sus ojos contemplaban más
de cerca las nieves eternas. Su Río no le turbaba lo más mínimo. De vez en cuando, de hecho, se quedaba
contemplando fijamente una mata o un tallo de hierba, esperando, según decía, que se abriese la tierra y les
regalase con su bendición; pero le bastaba con la compañía de su discípulo, disfrutando de la suave brisa
que desciende del Dun. Esto no era Ceilán, ni Buddh Gaya, ni Bombay, ni unas ruinas cubiertas de maleza
con las que al parecer se había tropezado dos años atrás. Hablaba de aquellos lugares como un erudito des-
provisto de vanidad, como un peregrino caminando humildemente, como un viejo sabio y modesto que
iluminase sus conocimientos con brillantes intuiciones. Poco a poco, de un modo fragmentario, surgiendo
los recuerdos inspirados por cualquier incidente del camino, fue contando todas sus correrías de un lado a
otro de la India; hasta que Kim, que le había tomado cariño sin saber por qué, lo quería por cincuenta razo-
nes distintas. Así gozaron juntos de una gran felicidad, absteniéndose, como exige la Regla, de las malas
palabras y deseos impuros; no comiendo con exceso, ni durmiendo entre sábanas, ni llevando ricos vesti-
dos. Su estómago les decía la hora, y la gente les traía alimento, tal como reza el dicho. Fueron señores de
las aldeas de Aminabad, Sahaigunge, Akrola del Vado y la pequeña Phulesa, donde Kim dio su bendición a
la mujer sin alma.
Pero las noticias corren rápidamente en la India, así que bien pronto apareció a través de las tierras culti-
vadas un criado de patillas blancas, un seco y flaco urya, trayendo una cesta de frutas que contenía uvas de
Kabul y naranjas doradas, suplicándoles que honrasen con su presencia a la señora, que estaba muy apena-
da porque el lama la tuviese tan abandonada desde hacía mucho tiempo.
- Ahora me acuerdo -el lama hablaba como si aquello fuese una cosa completamente nueva-. Es virtuosa,
pero una habladora sempiterna.
Kim estaba sentado en el borde del pesebre de una vaca, contándoles cuentos a los hijos del herrero de la
aldea.
- Ella no desea más que otro hijo para su hija. No me he olvidado de ella -dijo Kim-. Déjala que adquiera
mérito. Dile que iremos.
Recorrieron en dos días once millas a través de los campos, y fueron colmados de atenciones a su llega-
da; porque la vieja dama mantenía la tradición de una espléndida hospitalidad, que imponía a su yerno, el
cual estaba dominado por las mujeres de su familia, por lo que compraba la tranquilidad doméstica pidien-
do dinero a los prestamistas. La edad no había debilitado la memoria ni la lengua de la vieja dama, y desde
una ventana del piso alto, discretamente cubierta por una celosía, y rodeada por lo menos de una docena de
servidores, piropeó a Kim de manera tal que hubiera cubierto de espanto, por sus obscenidades, a un audi-
torio europeo.
- Pero tú eres todavía aquel mocoso mendigo desvergonzado del parao -dijo chillando-. No me he olvi-
dado de ti. Lávate y come. El padre del hijo de mi hija se ha ausentado por una temporada. Y nosotras, las
pobres mujeres, nos hemos quedado mudas y sin saber qué hacer.
Como prueba de ello, riñó implacablemente a todos sus criados hasta que trajeron comida y bebida; y por
la tarde -la tarde aromatizada por el humo azulado y cobrizo de los campos- se le antojó que se instalara su
palanquín
5
en el desaliñado patio anterior, iluminado con humeantes antorchas; y allí detrás de las cortinas
entreabiertas, empezó a chismorrear.
- Si hubiese venido solo el santón le hubiera recibido de otro modo; pero con este pillastre, ¿quién puede
descuidarse?
- Maharani -dijo Kim, eligiendo, como siempre, el título más ampuloso-, ¿es culpa mía que nada menos
que un sahib, un sahib de la policía, llamase a la maharani cuyo semblante...?
- ¡Chis! Eso fue en la peregrinación. Cuando viajamos..., ya conoces el refrán.
- ¿Llamó a la maharani Ladrona de Corazones y Dispensadora de Delicias?
5
palanquín: andas o angarillas, portadas por dos o cuatro hombres, usadas en Oriente para llevar a personajes
- ¡Mira que acordarse de eso! Es verdad. Eso es lo que dijo. Era la época en que florecía mi belleza -y se
echó a reír, cloqueando como una cotorra satisfecha ante su terrón de azúcar-. Ahora cuenta tus correrías...,
es decir, todo lo que puedas contar dentro de la decencia. ¿Cuántas muchachas y cuántas casadas has deja-
do por ahí prendadas de tus ojos? ¿Venís ahora de Benarés? Yo hubiera ido otra vez este año, pero mi
hija..., no tenemos más que dos hijos varones. ¡Phaii! Tal es el efecto de esas bajas llanuras. Pero aquí en
Kulú los hombres son como elefantes. Yo quisiera pedirle a tu santón -hazte a un lado, bribón- un hechizo
contra esos tremendos cólicos por causa de los gases, que en la época de los mangos aquejan al hijo mayor
de mi hija. Hace dos años me dio un ensalmo poderoso.
- ¿Qué oigo, maestro? -dijo Kim a punto de estallar de risa al ver la acongojada faz del lama.
- Es verdad. Le di uno contra los gases.
- Contra los dientes..., los dientes... -interrumpió la vieja.
- Cúralos cuando estén enfermos -citó Kim regodeándose-, pero de ningún modo hagas encantamientos.
Acuérdate de lo que le sucedió al mahratta.
- Esto ocurrió durante la estación de las lluvias, hace dos años; ella me abrumaba con sus continuas de-
mandas -gimió el lama del mismo modo que hubiera gemido el juez Injusto-. Y así ocurre (toma nota de
ello, chela mío) que aun aquellos que siguen la Senda son apartados de ella por las mujeres ociosas. No
paró de hablar durante los tres días que el niño estuvo enfermo.
- ¡Arré! ¿Pues a quién se lo iba a contar? La madre del muchacho no sabía nada, y el padre (esto fue en
las noches del tiempo frío) «Ruega a los dioses», me dijo, créeme, y, dándose la vuelta, ¡se puso a roncar!
volviéndose del otro lado.
- Yo le di el ensalmo. ¿Qué otra cosa puede hacer un viejo?
- «Abstenerse de la acción es conveniente, excepto cuando se hace para adquirir mérito.»
- ¡Ah, chela!, si tú me abandonas me quedaré solo.
- De todos modos, lo cierto es que le salieron muy bien los dientes de leche -dijo la vieja-. Pero todos los
sacerdotes son iguales.
Kim tosió severamente. A pesar de ser joven, no aprobaba esa impertinencia.
- Importunar a los sabios a deshora es atraerse la calamidad.
6
mynah: pájaro (el estornino).
- Hay un mynahs muy charlatán -la respuesta agresiva surgió acompañada del inolvidable golpear del de-
do índice, cuajado de sortijas- más allá de los establos, que imita perfectamente la entonación del sacerdote
de la familia. Tal vez me olvide de honrar a mis huéspedes, pero si vosotros hubierais visto a mi nieto apre-
tándose el vientre (lo tenía del tamaño de una calabaza a medio crecer) con los puños y gritando: «¡Ya
vuelve el dolor!», me perdonaríais. Yo estoy casi dispuesta a darle la medicina del hakim
7
. La vende bara-
ta, y está tan gordo como el propio toro de Shiva. El hakim no se niega a proporcionar los remedios, pero
no me atreví a dárselos al niño, a causa del color sospechoso que tienen las botellas.
El lama, aprovechándose del monólogo, se había escurrido en la oscuridad hacia la habitación que le
habían preparado.
- Acaso se haya enfadado contigo -dijo Kim.
- No lo creas. Está cansado y yo lo he olvidado, pensando en mis nietos. (Sólo las abuelas deberían cui-
dar a los niños. Las madres no saben más que parirlos). Mañana, en cuanto vea lo que ha crecido el hijo de
mi hija, me escribirá el encantamiento. Y entonces también me dará su opinión acerca de las medicinas del
nuevo hakim.
- ¿Quién es el hakim, maharani?
- Un vagabundo como tú, pero es un bengalí de Dacca muy formal, un maestro en Medicina. Me quitó
una opresión que se me ponía después de las comidas, con una píldora que me hacía por dentro el efecto de
tener un demonio desencadenado. Ahora viaja por ahí vendiendo medicinas de gran valor. Hasta tiene pa-
peles impresos en anglesi en los que cuenta las cosas que ha hecho por hombres con mal de espalda y mu-
jeres debilitadas. Ha estado aquí cuatro días, pero al oír que veníais (hakims y sacerdotes son como la ser-
piente y el tigre en todas partes del mundo), sospecho que se ha esfumado.
Mientras recobraba el aliento después de esta tirada, el anciano criado, que estaba sentado en el límite
marcado por la luz de las antorchas sin que nadie lo reprendiera, murmuró:
- Esta casa es un abrevadero
8
para todos los charlatanes y... los sacerdotes. Lo que debéis hacer es cuidar
de que el niño no coma mangos..., pero, ¿quién podrá convencer a una abuela?
7
hakim: médico.
8
abrevadero: donde bebe el ganado; aquí es una metáfora, porque en la casa se acoge y alimenta a Kim, al lama y al babú.
Y alzando su voz respetuosamente, añadió:
- Sahiba, el hakim duerme después de haber comido. Está en las habitaciones situadas detrás del palomar.
Kim se encrespó como un foxterrier impaciente. Desafiar y hacer callar a un bengalí educado en Calcuta,
a un locuaz vendedor de medicinas de Dacca, sería un juego divertido. No era aceptable que el lama, y de
paso él mismo, quedasen relegados a segundo término por tal doctor. Kim conocía esos curiosos anuncios
en inglés macarrónico que aparecen en la última plana de los periódicos indígenas. Algunas veces los mu-
chachos de San Javier los traían a hurtadillas para comentarlos, riendo con sus compañeros, porque el len-
guaje de los pacientes agradecidos, que cuentan los síntomas de su enfermedad, es de lo más simple y reve-
lador. El urya, deseoso de poner frente a frente a los dos parásitos, desapareció hacia el palomar.
- Sí -dijo Kim con calculada ironía-. Todo su bagaje es un poco de agua coloreada y una gran desver-
güenza. Sus presas son reyes destronados y bengalíes bien alimentados. Y se aprovechan de los niños... que
no han nacido todavía.
La anciana dama se rió entre dientes.
- No seas envidioso. Los encantamientos valen más, ¿verdad? Nunca lo he negado. A ver si haces que tu
santón me escriba un buen sortilegio para mañana por la mañana.
- Nadie más que un ignorante osará... -pronunció una voz gruesa y áspera a través de la oscuridad, al
mismo tiempo que una sombra se acercaba, sentándose en cuclillas-. Nadie más que un ignorante osará
negar el valor de los sortilegios. Nadie más que un ignorante negará el valor de las medicinas.
- Una rata se encontró un trozo de cúrcuma y dijo: «Abriré una tienda de ultramarinos» -fue la contesta-
ción de Kim.
La batalla estaba ya empeñada, y ambos observaron cómo la vieja dama se quedaba quieta para escuchar
con atención.
- El hijo del sacerdote conoce el nombre de su nodriza y de tres dioses. Y dice: «óyeme, o te maldeciré
por los tres millones de dioses». -Decididamente, aquel ser invisible tenía una o dos flechas en su carcaj y
añadió-: Yo no soy más que un profesor de primeras letras. He aprendido con los sahibs toda la sabiduría.
- Los sahibs no envejecen jamás. Danzan y juegan como chiquillos cuando son ya abuelos. Son una raza
fuerte -interrumpió la voz desde el palanquín.
- También tengo la medicina que cura los humores cerebrales de los hombres congestionados y coléricos.
Sinà bien preparada, cuando la luna pasa por la Estancia apropiada; tengo tierras amarillas: arplan de Chi-
na, que hace recobrar a los hombres su juventud, causando asombro a los de su hogar; azafrán de Cachemi-
ra, y el mejor salep
9
de Kabul. Muchas personas han muerto antes...
- De eso estamos seguros -dijo Kim.
- ...de que conocieran el valor de mis drogas. Yo no doy a mis enfermos solamente la tinta con la cual es-
tá escrito el encantamiento, sino que les doy drogas energéticas que penetran en su interior y luchan contra
el mal.
- Y que lo hacen poderosamente -acotó la vieja dama.
La voz se lanzó a contar una larguísima historia de desgracias y bancarrota, sembrada de numerosas peti-
ciones al Gobierno.
- Si no fuera por mi mala fortuna, que rige todos los actos, ahora sería funcionario del Gobierno. Y he lo-
grado graduarme en la gran universidad de Calcuta, adonde tal vez vaya el hijo de esta casa.
- Naturalmente. Si el rapaz de nuestro vecino logra en pocos años hacerse un P. A. (Primeras Artes: la
vieja hacía uso de las iniciales inglesas, que había oído muy a menudo), muchos más premios conseguirán
en la rica Calcuta algunos niños inteligentes que conozco.
- ¡Nunca -dijo la voz- he visto un niño como ése! Nació en una hora propicia, y... si no fuese por ese có-
lico que, ¡ay!, transformándose en bilis negras puede llevárselo a la sepultura como un pichón..., está desti-
nado a vivir muchos años. Es digno de envidia.
- ¡Hai mai! -dijo la vieja dama-. Alabar a los niños es de mal agüero; si no, seguiría escuchando vuestra
charla. Pero la parte trasera de la casa está sin vigilancia, y aun en este clima templado los hombres se con-
sideran hombres, y las mujeres sabemos... El padre del niño está de viaje también y yo tengo que conver-
tirme en un chowkedar (vigilante) a mi edad. ¡Arriba! ¡Arriba! Subid el palanquín. Dejemos al hakim y al
muchacho discutir qué es lo mejor, si las medicinas o los encantamientos.
9
salep: droga obtenida de la raíz de la orquídea. También el sinà y el asplan son drogas.
¡Ah, miserables, id a traer tabaco a los huéspedes, mientras yo voy a echar un vistazo por la casa!
El palanquín se alejó tambaleándose, seguido de las antorchas que se quedaban atrás y de una horda de
perros. Veinte aldeas conocían a la sahiba, sus defectos, su lenguaje y su gran caridad. Veinte aldeas la en-
gañaban según la costumbre inmemorial, pero ninguno se hubiera atrevido a hurtar o robar en su jurisdic-
ción por nada del mundo. No por eso dejaba ella de hacer sus inspecciones con gran aparato, cuyo tumulto
podía oírse hasta medio camino de Mussuri.
Kim se calmó, como debe hacer siempre un augur
10
cuando está frente a otro. El hakim, todavía en cucli-
llas, empujó con el pie su narguile, en un gesto amistoso, y Kim aspiró el buen humo del tabaco. Los espec-
tadores esperaban un serio debate profesional, y tal vez un poco de asistencia médica gratuita.
- Discutir la medicina ante los ignorantes es lo mismo que enseñar a cantar a un pavo real -dijo el hakim.
- La verdadera cortesía -añadió Kim- consiste a menudo en no escuchar.
Esto, como puede suponerse, eran frases de ritual destinadas a causar impresión en los oyentes.
- ¡Ah! Yo tengo una úlcera en la pierna -gritó un pinche de cocina-. ¡Miradla!
- ¡Vete de aquí! ¡Márchate! -exclamó el hakim-. ¿Es acaso costumbre de esta casa incomodar a los hués-
pedes honrados? Estáis aquí amontonados alrededor como búfalos.
- Si la sahiba se enterase... -añadió Kim.
- ¡Ay! ¡Ay!, vámonos. Ellos no están aquí por nuestra señora. Cuando se curen los cólicos de su joven
shaitan, tal vez se nos permita a nosotros, los pobres...
- La señora alimentó a tu mujer cuando estuviste preso por romperle la cabeza al prestamista. ¿Quién
habla en contra de ella? -El viejo servidor se retorció salvajemente los blancos bigotes a la luz de la luna
recién salida-. Yo soy el responsable del honor de la casa. ¡Marchaos! Y se llevó a todos sus subordinados
por delante.
Entonces murmuró el hakim en voz muy baja y sin mover apenas los labios:
10
augur: el que predice el futuro mediante signos externos (vuelo de las aves, etc. )
- ¿Cómo está usted, señor O’Hara? Celebro mucho volverlo a ver.
La mano de Kim se crispó en el tubo del narguile. En un sitio cualquiera de la carretera, tal vez no se
hubiera sorprendido; pero en aquel tranquilo remanso de la vida no estaba preparado para tropezarse con el
babú Hurree. Además, le molestó que hubiese conseguido engañarlo.
- ¡Ja, ja! Telo dije en Lucknow-resurgam
11
-, me apareceré y no me conocerás. ¿Cuánto apostaste, eh?
Mascó tranquilamente unas semillas de cardamomo, pero su respiración era fatigosa.
- Pero, ¿por qué has venido aquí, babuyi
12
?
- ¡Ah! Ésa es la cuestión, como dijo Shakespeare. He venido a felicitarte por tu eficiente trabajo en Delhi.
¡Ah! Puedo asegurarte que estamos orgullosos de ti. Aquello fue hecho limpia y diestramente. Nuestro co-
mún amigo es un viejo amigo mio. Se ha visto ya en algunos trances apurados. Ahora, seguramente, se en-
contrará en alguno. Me lo contó todo; yo se lo conté al señor Lurgan; y tuvo una gran satisfacción al saber
que pasaste el examen tan airosamente. Todo el Departamento está satisfechísimos.
Por primera vez en su vida, Kim tembló de emoción a impulso del orgullo (ese orgullo que puede llegar a
ser nada menos que una trampa mortal) producido por el elogio del Departa mento, elogio tanto más cauti-
vador por venir de un colega y referirse a un trabajo apreciado por los compañeros. No hay nada en el
mundo que pueda compararse a eso. Pero la parte oriental de Kim pensó: «Los babús no viajan hasta tan
lejos para felicitar a una persona.»
- Cuéntame tu historia, babú -dijo en tono autoritario.
11
resurgam: en latín, «resurgiré, resucitaré».
12
babuyi: diminutivo de babú.
(8) Una vez más se puede comprobar el registro o modo de hablar del babú: elaborado, rebuscado. Su cultura inglesa es superficial,
pero desea marcar su diferencia respecto a los nativos. En el fondo quisiera ser tan británico como el que más. El personaje es tratado
con benévolo humor.
- Pero si no es nada. Nada más sino que yo estaba en Simla cuando llegó un telegrama acerca de lo que
nuestro común amigo decía que había escondido, y el viejo Creighton... -se interrumpió, mirando de reojo
para ver cómo tomaba Kim esa prueba de audacia.
- El sahib coronel -corrigió el muchacho de San Javier.
- Claro. Me encontró sin nada que hacer y tuve que ir a Chitor para buscar esa maldita carta. A mí no me
gusta el sur: demasiados viajes por ferrocarril; pero saqué buenas dietas del viaje. ¡Ja, ja! A la vuelta me
encontré en Delhi a nuestro común amigo. Ahora está ya tranquilo y dice que el disfraz de sadhu le sienta
admirablemente. Bueno, allí me entero de todo lo que has hecho tan bien e improvisando con rapidez ante
un apuro acuciante. Le digo a nuestro común amigo que has sabido coger el toro por los cuernos, ¡vive
Dios! Fue extraordinario. He venido a decírtelo.
- ¡Hum!
Las ranas croaban afanosas en las acequias y la luna se acercaba a su ocaso. Algunos criados salían a
comunicarse con la noche y redoblar con un tambor. La siguiente pregunta de Kim fue hecha en el idioma
vernáculo.
- ¿Cómo te las arreglaste para dar con nosotros?
- ¡Oh, eso no tiene importancia! Sabía por nuestro común amigo que vais a Saharanpur. De modo que
vengo. Los lamas rojos no pasan inadvertidos. Compro mi caja de medicinas, y realmente soy un buen mé-
dico. Voy a Akrola del Vado, y allí, hablando con unos y con otros, consigo noticias de vosotros. Toda la
gente corriente sabe lo que hacéis. Y comprendí que la vieja dama enviaría el duli
13
. Se conservan muchos
recuerdos de las visitas hechas por el lama. Sé, además, que las viejas no pueden resistirse ante las medici-
nas. Así es que soy médico y... ¿me estás escuchando?, yo creo que no lo hago nada mal. Créeme, señor
O’Hara, la gente os conoce a ti y al lama en cincuenta millas a la redonda. Así que vengo. ¿Te importa?
- Babuyi -dijo Kim contemplando fijamente la ancha cara burlona-. Yo soy un sahib.
- Mi querido señor O’Hara...
- Y espero entrar en el Gran Juego.
- Por el momento eres subordinado de mi Departamento.
- Entonces, ¿por qué hablar como los monos en los árboles? No se viene desde Simla y se cambia de traje
con el solo objeto de decir unas cuantas frases amables. No soy ningún niño. Háblame en hindi y vayamos
al meollo de la cuestión. Hasta ahora... no me has dicho ni una sola verdad. ¿Por qué has venido? Dame una
respuesta franca.
13
duli: litera hecha de bambú.
- Eso es algo tremendamente desconcertante de los europeos, señor O’Hara. Pero tú, a tu edad, ya deberí-
as saber que no se pueden pedir respuestas claras.
- Pero es que quiero saberlo -dijo Kim echándose a reír-. Si se trata de asuntos del juego, puedo ser una
ayuda. ¿Cómo voy a hacer algo si te limitas a bukh (parlotear) alrededor de la tienda?
El babú Hurree cogió la pipa y chupó hasta que el agua gorgoteó
14
de nuevo.
- Ahora hablemos en vernáculo. Agárrate al asiento, señor O’Hara... Mi venida está relacionada con el
pedigrí de un semental blanco.
- ¿Todavía? Eso terminó hace ya mucho tiempo.
- Cuando todo el mundo haya muerto terminará el Gran juego. No antes. Escúchame hasta el final. Había
cinco reyes que preparaban una guerra hace tres años, cuando llevaste el pedigrí del semental blanco por
encargo de Mahbub Alí. Gracias a esas noticias, y antes de que tuvieran tiempo de prepararse, nuestro ejér-
cito cayó sobre ellos.
- Sí..., ocho mil hombres con cañones. Me acuerdo de aquella noche.
- Pero la guerra no llegó a estallar. Ésa es la costumbre del Gobierno. Las tropas fueron desmovilizadas,
porque el Gobierno creía que los cinco reyes estaban atemorizados; y es muy caro alimentar a las tropas en
los altos desfiladeros. Hilás y Bunár -Rajás que poseen cañones- se comprometieron mediante una subven-
ción a defender los desfiladeros contra todo el que viniera por la parte del norte. Hicieron protestas de su
amistad y su temor. -Y al llegar aquí, pasó a hablar en inglés con una risita-: Claro que yo te cuento estas
cosas extraoficialmente, para que puedas dilucidar la situación política, señor O’Hara. Oficialmente, yo me
guardo muy bien de criticar las acciones de mis superiores. Continúo. Esta solución agradó al Gobierno,
ansioso de evitarse gastos, y se hizo un contrato por cierta cantidad de rupias al mes, comprometiéndose
Hilás y Bunár a defender los desfiladeros tan pronto como se retirasen las tropas del Gobierno. En esa épo-
ca -fue después de que nos conociéramos-, yo, que había estado vendiendo té en Leh, me hice habilitado
15
del Ejército. Cuando las tropas se retiraron, me quedé detrás para pagar a los culís que estaban constru-
yendo las nuevas carreteras de la montañas. Esta construcción de carreteras formaba parte del contrato en-
tre Bunár, Hilás y el Gobierno.
14
gorgotear: sonido del agua al moverse en la pipa.
15
habilitado: el encargado de pagar los sueldos.
- Bien; ¿y después?
- Te aseguro que hacía allá arriba un frío terrible en cuanto pasó el verano -dijo Hurree confidencialmen-
te-. Yo tenía miedo de que los hombres de Bunár me cortaran la cabeza cualquier noche para robarme el
arca donde guardaba el dinero de los jornales. Mi guardia de cipayos se reía de mí. ¡Por Dios!, yo tenía un
miedo terrible. Pero eso no importa. Continúo en vernáculo... Di parte muchas veces de que esos dos reyes
estaban vendidos al Norte
(9); y Mahbub Alí, que estaba aún más hacia el norte, confirmó ampliamente mis
noticias. Nada se hizo. Pero yo tenía los pies helados y perdí un dedo. Di cuenta de que las carreteras, por
las cuales pagaba el dinero de los trabajadores, estaban destinadas a los pies de extranjeros y enemigos.
- ¿Para quién?
- Para los rusos. Eso constituía un motivo constante de burla entre los culís. Entonces me mandaron lla-
mar, para que diese mis informes de palabra. Mahbub también vino al sur. ¡Y fíjate en el final! Este año,
después de fundirse la nieve -el babú tembló otra vez-, vinieron dos extranjeros con el pretexto de cazar
cabras monteses. Llevaban escopetas, pero también cadenas, brújulas y niveles.
- ¡Oh! El asunto se aclara.
- Son recibidos por Hilás y Bunár. Hacen grandes promesas; hablan como portavoces de un kaiser
16
y
traen dádivas
17
. Recorren los valles de arriba para abajo, diciendo: «Éste es un buen sitio para construir un
parapeto; aquí podríamos construir un fuerte; allí podríamos defender la carretera contra un ejército»..., las
mismas carreteras por las cuales pagaba yo rupias y rupias mensualmente. El Gobierno lo sabe, pero no
hace nada. Los otros tres reyes, que no recibían dinero alguno por guardar los desfiladeros, denuncian por
medio de mensajeros la mala fe de Bunár e Hilás. Cuando todo el daño está ya hecho, fíjate bien..., cuando
esos dos extranjeros, con las brújulas y los niveles logran convencer a los cinco reyes de que un gran ejérci-
to ocupará los desfiladeros de un día a otro (la gente de las montañas es estúpida), me llega la orden a mí, el
babú Hurree: «Ve al norte para ver lo que hacen esos extranjeros». Yo le digo al sahib Creighton: «Esto no
es ningún pleito para que vayamos a recoger pruebas». -Y volviendo a hablar en inglés con una sacudida-:
«¡Por Dios!», dije yo, «¿por qué demonios no da usted órdenes semioficiales a algún hombre valiente para
que los envenene, por ejemplo? Si usted me permite la observación, el no proceder así constituye una laxi-
tud
18
de lo más reprobable». ¡Y el coronel Creighton se rió de mí! A esto conduce vuestro estúpido orgullo
inglés. ¡Pensáis que nadie puede atreverse a conspirar! Esto no tiene el más mínimo sentido común.
16
kaiser: emperador.
17
dádiva: regalo.
18
laxitud: dejadez.
(9) Es decir, que habían sido sobornados por Rusia para ocasionar problemas a los ingleses,
Kim fumó lentamente, dando vueltas en su rápida imaginación a todo cuanto podía comprender del asun-
to.
- Entonces, ¿vas a seguir a los extranjeros?
- No; a encontrarme con ellos. Vienen hacia Simla para enviar los cuernos y las cabezas que han cazado,
para que se las disequen en Calcuta. Son simplemente unos caballeros que cazan por deporte, y reciben del
Gobierno las mayores facilidades. Naturalmente, nosotros siempre hacemos lo mismo. Es nuestro orgullo
británico.
- Entonces, ¿qué hay que temer de ellos?
- ¡Por Dios!, no son negros. Yo puedo hacer toda clase de cosas con los negros, naturalmente. Pero son
rusos y personas sin el menor escrúpulo. Yo..., yo no quiero tener tratos con ellos sin un testigo.
- ¿Temes que te maten?
- ¡Oh, eso es lo de menos! Yo soy lo bastante spenceriano (10) para no atemorizarme por una cosa tan
pequeña como la muerte, la cual, como sabes, está ya fijada en mi destino. Pero..., pero pueden torturarme.
- ¿Por qué?
El babú Hurree chasqueó los dedos enojado.
(10) Herbet Spencer, filósofo británico. El babú quiere decir que cree en la evolución natural de todo..., y por tanto cuenta con la
muerte, lo cual no excluye el miedo al dolor, a la tortura...
- Naturalmente, yo me afiliaré a su bando en calidad de supernumerario, tal vez como intérprete, o como
un pobre hambriento con incapacidad mental, o alguna otra cosa por el estilo. Y supongo que en esas cir-
cunstancias averiguaré todo lo que pueda. Eso es tan fácil para mí como representar el papel de doctor ante
la vieja dama. Sólo que..., sólo que..., verás señor O”Hara, yo, desgraciadamente, soy asiático, lo que es un
serio inconveniente en muchos aspectos. Y además, soy bengalí..., una persona miedosa.
- Dios hizo a la liebre y al bengalí. ¿Por qué avergonzarse? -dijo Kim citando el refrán.
- Yo creo que fue el proceso de Evolución, derivado de las necesidades primordiales, pero el hecho per-
siste en todo su cui bono
19
. ¡Lo cierto es que soy terriblemente miedoso! Me acuerdo de una vez que querí-
an cortarme la cabeza en la carretera de Lhassa. (No, yo no he llegado nunca hasta Lhassa.) Me tiré al suelo
y me eché a llorar, señor O’Hara, anticipando en mi imaginación todas las torturas chinas. Yo no creo que
estos dos caballeros me torturen, pero me gusta precaverme para posibles contingencias con la ayuda euro-
pea en caso de emergencia. -Tosió y escupió los cardamomos-. Se trata de una petición oficiosa por com-
pleto, a la que puedes responder: «No, babú». Pero si no tienes ningún compromiso urgente con tu ancia-
no..., quizá podrías distraerlo; quizá pueda yo seducir su imaginación... De todos modos, me gustaría que
permanecieses en contacto oficial conmigo hasta encontrar a esos compañeros deportistas. Tengo formada
muy buena opinión de ti desde que encontré a mi amigo en Delhi. Además, yo haré mención de tu nombre
en mi informe oficial cuando se resuelva finalmente este asunto. Lo cual será una hermosa pluma para tu
chambergo
20
. A esto es a lo que vine realmente.
- ¡Hum! El final de la historia puede que sea verdad; pero, ¿y la primera parte?
19
cui bono: frase latina que significa «a cada cual, lo bueno». ¿Sabe el babú lo que dice?
(20) chambergo: sombrero militar. Es una frase figurada: el informe favorable del babú favorecería el curriculum de Kim.
- ¿Lo referente a los cinco reyes? ¡Ah! ¡Que hubiese siempre tanta verdad en todas las cosas! Mucha más
verdad de la que puedes suponer -dijo Hurree sinceramente-. ¡Qué!, vas a venir..., ¿no es cierto? Yo salgo
de aquí directamente para Dun. Allí las praderas son pintorescas y verdes. En seguida iré a Mussuri, la bue-
na vieja Mussuri Pahar, como dicen los señores y las señoras. Y después, pasando por Rampur, a Chini. Ése
es el único camino por donde ellos pueden venir. No me gusta esperar aterido de frío, pero no tenemos más
remedio que esperarlos, pues deseo regresar con ellos hasta Simla. Sabes, uno de los rusos es francés, y yo
sé bastante francés. Tengo amigos en Chandernagore.
- Verdaderamente, él se alegraría de ver otra vez las montañas -dijo Kim reflexivamente-. Toda su con-
versación de los últimos diez días ha girado alrededor de ellas. Si fuésemos juntos...
- ¡Oh! Nosotros podemos ser completamente desconocidos durante el camino, si lo prefiere así el lama.
Yo iré cuatro o cinco millas por delante. No hay prisa para Hurree (eso es un retruécano
21
europeo, ¡ja!,
¡ja! ), y vosotros vendréis detrás. Hay tiempo de sobra; ellos, seguramente, discutirán planes, tomarán datos
y levantarán planos. Me marcharé mañana y vosotros al día siguiente, si te parece bien. ¿Eh? Puedes pen-
sarlo hasta mañana. ¡Por Dios!; pero, ¡si es ya casi de día!
Bostezó con fuerza, y sin despedirse siquiera, se alejó pesadamente hacia su dormitorio. Pero Kim dur-
mió poco y pensó en indostaní:
«¡Con razón se llama grande el Juego! Hace cuatro días era yo pinche de cocina en Quetta, sirviendo a la
esposa del hombre cuyos libros robé. ¡Y eso constituía una parte del Gran juego! Del sur (y Dios sabe a qué
distancia) vino el mahratta, jugando al Gran juego con riesgo de su vida. Ahora me voy hacia el norte em-
peñado en el Gran juego. Verdaderamente, éste cruza como una lanzadera
22
a través de toda la India. Y
tomar parte y disfrutar de ello», añadió sonriendo en la oscuridad, «se lo debo al lama. Y también a Mah-
bub Alí..., y también al sahib Creighton; pero, principalmente, a mi santo. Tiene razón: éste es un mundo
maravilloso..., y yo soy Kim..., Kim..., Kim..., solo..., una persona..., en medio de todo esto. Pero veré a
esos extranjeros con sus niveles y sus cadenas...»
21
retruécano: juego de palabras, pues «prisa», en inglés, se escribe hurryy se pronuncia lo mismo que Hurree.
22
lanzadera: máquina de tejer. La metáfora es que el Gran Juego, el Servicio de Espionaje, teje su trama por toda la India.
- ¿Cuál fue el resultado del parloteo de anoche? -le preguntó el lama después de rezar sus oraciones.
- Vino un vendedor ambulante de drogas, un gorrón
23
de los que explotan a la sahiba. Pero lo confun
con argumentos y plegarias, probándole que nuestros encantamientos valen más que sus aguas coloreadas.
- ¡Ay, mis encantamientos! ¿Todavía piensa la virtuosa mujer en un nuevo nieto?
- Todavía.
- Entonces hay que escribirle el sortilegio
24
, pues si no me volverá sordo con sus quejas -dijo rebuscando
en su estuche de las plumas.
- En las llanuras hay siempre mucha gente -observó Kim-. Según creo, en las montañas hay mucha me-
nos.
- ¡Ah, las montañas y la nieve sobre las montañas! -El lama cortó un pedazo cuadrado de papel del tama-
ño que cupiera en un amuleto-. Pero, ¿qué sabes tú de las montañas?
- Están muy cerca. -Kim dejó la puerta abierta y contempló la serena y larga silueta del Himalaya, enro-
jecida por el oro de la mañana-. Yo nunca he estado allí más que cuando vestía como un sahib.
El lama respiró hondo con aire melancólico.
- Si fuéramos al norte -Kim hizo la pregunta en el momento de salir el sol-, ¿no nos ahorraríamos el calor
del mediodía, caminando por las estribaciones más bajas?... ¿Has hecho ya el encantamiento?
- Ya he escrito el nombre de siete estúpidos demonios, ninguno de los cuales vale un comino. ¡De este
modo nos apartan de la Senda las locas mujeres!
23
gorrón: aprovechado. Gorrón es el que come, bebe o se beneficia a costa ajena.
24
sortilegio: adivinación por medio de supersticiones.
El babú Hurree salió por detrás del palomar, lavándose los dientes con ritual ostentoso. Con sus carnes
abundantes, su espalda fuerte, su cuello de toro y su voz profunda, no daba en absoluto la sensación de
«una persona miedosa». Kim le hizo una señal, casi imperceptible, de que todo marchaba bien, y cuando
terminó el aseo de la mañana, el babú Hurree, con florido lenguaje, se acercó a presentar sus respetos al
lama. Comieron aparte, como es natural, y después la vieja dama, más o menos oculta detrás de una venta-
na, volvió a la cuestión vital de los cólicos producidos por los mangos verdes en las personas jóvenes. El
conocimiento del lama en medicina era completamente empírico. Creía que el estiércol de un caballo negro,
mezclado con azufre, y conservado en una piel de serpiente, constituía un remedio excelente contra el cóle-
ra; pero el simbolismo le interesaba mucho más que la ciencia. El babú Hurree aceptaba estos puntos de
vista con una encantadora buena educación; así es que el lama lo consideró como un médico cortés. Hurree
afirmó que él no era más que un inexperto aficionado a los misterios; pero al menos -y se lo agradecía a los
dioses-, sabía cuándo se sentaba en presencia de un maestro. Él había aprendido con los sahibs, que no re-
paran en gastos, en los señoriales salones de Calcuta; pero era el primero en reconocer la existencia de otra
sabiduría, la solitaria y elevada ciencia de la meditación, que estaba por encima de la sabiduría mundana.
Kim lo contemplaba con envidia. El babú Hurree a quien él conocía -untuoso, efusivo y nervioso- había
desaparecido, como también había desaparecido el descarado vendedor de medicinas de la noche anterior.
Quedaba tan sólo -refinado, cortés y atento- un docto y sensato hijo de la experiencia y de la adversidad,
recogiendo sabiduría de labios del lama. La vieja dama confesó a Kim que esas conversaciones eran muy
elevadas para ella. Le gustaban más los encantamientos escritos con mucha tinta que se podían lavar con
agua, tragárselos y acabar de una vez. ¿Para qué otra cosa servían los dioses? A ella le gustaban los hom-
bres y las mujeres, y hablaba de ellos: de reyezuelos a quienes había conocido en tiempos pasados; de su
propia juventud y belleza; de las depredaciones causadas por los leopardos y de las excentricidades del
amor asiático; de la incidencia de las contribuciones, arriendos, ceremonias fúnebres; de su yerno (de éste
especialmente, con alusiones fáciles de comprender); del cuidado de los niños y de la falta de decencia de
la época presente. Y Kim, tan interesado, por su juventud, en las cosas de este mundo como la vieja, que
pronto habría de abandonarlo, permanecía en cuclillas con los pies ocultos por el dobladillo de su túnica,
absorbiéndolo todo, mientras el lama demolía, una tras otra, todas las teorías que acerca de la curación del
cuerpo exponía el babú Hurree.
A mediodía, el babú se ató a la espalda su caja de medicinas reforzada por bandas de latón, cogió con una
mano sus zapatos de gala de charol, y con la otra una alegre sombrilla azul y blanca, y se perdió hacia el
norte en dirección al Dun, adonde, según dijo, le llamaban los reyezuelos de aquellos parajes.
- Nosotros partiremos esta tarde con la fresca, chela -dijo el lama-. Ese doctor, maestro en medicina y
cortesía, afirma que la gente que vive entre esas montañas bajas es devota y generosa y muy necesitada de
un maestro. Y en poco tiempo (así dice el hakim) llegaremos donde el aire es fresco y huele a pinos.
- ¿Os vais a las montañas? ¿Y por el camino de Kulú? ¡Oh, tres veces dichosos! -gritó la vieja dama-. Si
no fuera porque me da mucho que hacer el cuidado de la casa, cogería mi palanquín y..., pero eso sería un
atrevimiento y mi reputación se arruinaría. ¡Ja, ja!, yo conozco el camino; lo conozco paso a paso. Encon-
traréis caridad por todas partes..., que no es negada a los que son apuestos. Yo daré órdenes para las provi-
siones. ¿Queréis que vaya con vosotros un criado durante el viaje? ¿No? Entonces, dejadme al menos que
yo misma os prepare buenos alimentos.
- ¡Qué gran mujer es la sahiba! -dijo el urya de las barbas blancas cuando se oyó el tumulto en dirección
a las cocinas-. Jamás se ha olvidado de un amigo, ni tampoco se ha olvidado de un enemigo en toda su vi-
da. ¡Y su cocina..., humm! -y se frotó su escuálido estómago.
Les presentaron tortas, dulces, pollo frío guisado hasta deshacerse, con arroz y ciruelas: lo bastante para
cargar a Kim como una mula.
- Soy una vieja inútil -dijo la sahiba-. Ya nadie me quiere..., nadie me respeta..., pero hay poca gente que
pueda compararse a mí cuando después de rogar a los dioses me siento delante de las cacerolas. Volved
pronto, ¡oh gente de buena voluntad! Santón y discípulo, volved pronto. Las habitaciones están siempre
preparadas; la bienvenida siempre dispuesta... Ten cuidado con que las mujeres no persigan a tu chela con
demasiada desvergüenza. Conozco bien a las mujeres de Kulú. Y tú, chela, no dejes ni un momento al vie-
jo, pues si no echará a correr en cuanto huela de nuevo el aire de la montañas... ¡Ha¡! No pongas boca abajo
el paquete de arroz... Bendice la casa, santón, y perdona a tu servidora sus estupideces.
Se enjugó sus viejos ojos enrojecidos con una punta del velo, y dejó escapar un sonido gutural como de
gallina clueca.
- Las mujeres hablan -dijo al fin el lama-, pero eso es una enfermedad que todas padecen. Yo le he dado
un encantamiento. Está sobre la Rueda y completamente entregada a las apariencias de este mundo, pero no
por eso, chela, es menos virtuosa, hospitalaria y buena; su corazón es grande y entusiasta. ¿Quién será ca-
paz de afirmar que no adquiere méritos?
- No seré yo, santo -dijo Kim, redistribuyendo sobre sus hombros la carga de las abundantes provisiones-.
En mi pensamiento..., dentro de mi cabeza, he intentado representarme una como ella completamente libre
de la Rueda..., sin desear nada..., sin ser causa de nada..., una monja, como si dijéramos. - ¿Y qué, oh, dia-
blillo? -preguntó el lama, riendo sonoramente.
- Que no me la he podido imaginar.
- Ni yo. Pero tiene todavía millones, muchos millones de vidas por delante. Tal vez vaya adquiriendo en
cada una de ellas un poco de sabiduría.
- ¿Y se olvidará de hacer dulces con azafrán al hacer ese camino?
- Tu pensamiento está siempre ocupado en cosas indignas; ella es muy habilidosa. Pero..., ya me voy en-
contrando un poco mejor. En cuanto lleguemos a las bajas montañas estaré más fuerte. El hakim tenía razón
esta mañana cuando me decía que respirar el aire de las nieves le quita a uno veinte años de encima. Sub-
iremos a las montañas -a las elevadas montañasy oiremos durante algún tiempo el sonido del agua bajo la
nieve y el rumor de los árboles. El hakim me dijo que en cualquier momento podemos volver a las llanuras,
porque no haremos más que bordear los lugares deliciosos. El hakim posee grandes conocimientos y no es
nada orgulloso. Yo hablé con él mientras tú conversabas con la sahiba de ciertos vértigos que noto en la
nuca durante la noche, y me dijo que eran debidos al calor excesivo y que se curarían seguramente con el
aire fresco. Es asombroso que no se me haya ocurrido a mí un remedio tan sencillo.
- ¿Le contaste el motivo de tu Búsqueda? -dijo Kim, un poco celoso, pues le gustaba convencer al lama
con sus propias palabras..., y no con las artimañas del babú Hurree.
- Naturalmente. Le conté mi sueño, y cómo adquirí mérito, procurándote medios para que aprendieras.
- ¿No le dirías que yo era un sahib?
- ¿Para qué? Ya te he dicho muchas veces que nosotros no somos más que dos almas que buscan su libe-
ración. Él me dijo, y en eso tiene razón, que el Río de la Flecha brotará del suelo como yo soñé..., ante mis
pies si fuese necesario. Una vez encontrada la Senda, ¿comprendes?, que me liberará de la Rueda, ¿qué
necesidad tengo de preocuparme en buscar un sendero a través de los campos de la tierra..., que no son más
que Ilusión? Eso no tendría sentido común. Yo tengo mis sueños, que se repiten noche tras noche; tengo el
Jâtaka; y te tengo a ti, Amigo de todo el Mundo. En tu horóscopo estaba escrito que un Toro Rojo sobre un
campo verde, mira cómo no se me ha olvidado, te proporcionaría honores. ¿Quién, sino yo, ha visto que la
profecía se convirtió en realidad? Indudablemente, yo fui el instrumento. Tú encontrarás mi Río, siendo, a
la vez, mi instrumento. ¡La Búsqueda no fracasará!
Su semblante sereno y amarillo, de tono de marfil, se volvió hacia las montañas que parecían llamarlo; su
sombra se alargaba ante él, sobre el polvo.
Capítulo XIII
¿Quién no ha deseado el mar, las olas inmensas y desdeñosas?
¿El estremecimiento, el deslizamiento y el hundimiento, antes de que el bauprés emerja apuñalando a las
estrellas,
las nubes ordenadas de los alisios y bajo ellas el céfiro rugiente y ondulado,
las inesperadas borrascas que acechan detrás de los escarpados y las velas de trinquete que atruenan con sus
secos restallidos?
¿Su mar, siempre distinto en sus maravillas? ¿Su mar, siempre el mismo en cada maravilla?...
¿Su mar, que colma todo su ser?
¡Así y no de otro modo, así y no de otro modo desean los montañeses sus montañas!
Quien vuelve a las montañas, vuelve al regazo materno.» Habían cruzado los Siwaliks y el Dun casi tro-
pical, habían dejado tras de sí a Mussuri, y avanzaban hacia el norte por los estrechos senderos de la mon-
taña. Día tras día iban penetrando en la intrincada cordillera, y día tras día notaba Kim cómo resurgían las
fuerzas del lama. En las terrazas del Dun había caminado apoyado en los hombros del muchacho, y siempre
dispuesto a aprovechar todos los descansos del camino. Al pie de la empinada cuesta que conduce a Mussu-
ri se recobró de repente, como un viejo cazador al descubrir una loma bien conocida, y en aquel lugar, don-
de al parecer debía de haberse dejado caer abrumado, se ciñó la larga túnica, aspiró dos veces profunda-
mente el aire diamantino, y echó a andar por la cuesta como sólo puede hacerlo un montañés. Kim, criado y
alimentado en las llanuras, sudaba y jadeaba asombrado.
- Éste es mi país -dijo el lama-. Pero al lado de Such-zen, este terreno es más llano que un campo de
arroz.
Y con poderosos y acompasados impulsos de sus caderas trepó hacia las alturas. Pero en la marcha de
descenso por la rápida vertiente -tres mil pies
1
en tres horas- fue cuando el lama se adelantó por completo a
Kim, cuya espalda le dolía intensamente a fuerza de refrenarse para no caer, y que estuvo a punto de perder
el dedo gordo de uno de sus pies, casi cortado por la cinta vegetal de su sandalia. Mientras tanto, el lama
caminaba incansable a través de la sombra moteada de los grandes bosques de cedros; a través de los roble-
dales cubiertos de helechos, de los abedules, encinas, rododendros y pinos, saliendo otra vez a las desnudas
vertientes que la hierba tostada al sol ponía resbaladizas, y volviendo a penetrar en el frescor de las tierras
cubiertas de bosque, hasta que el roble dio paso al bambú y la palmera del valle.
Mirando hacia atrás en la hora del crepúsculo a las inmensas crestas que quedaban a su espalda, y a la in-
cierta y estrecha línea del camino por donde habían venido, el lama proyectaba, con la generosa amplitud
de miras de un montañés, nuevas marchas para el día siguiente; o se detenía en el punto culminante de al-
gún elevado desfiladero que conducía a Spiti y a Kulú, y extendía sus brazos ansiosamente hacia las altas
nieves del horizonte. Éstas resplandecían a la aurora con tono rojo encendido sobre el azul purísimo, con-
forme Kedernath y Badrinath
(1) -reyes de aquellas soledades- iban recibiendo los primeros rayos del día.
Durante toda la jornada aparecían como plata fundida bajo el sol, y por la tarde se adornaban de nuevo con
sus joyeles
2
. Al principio lanzaban suavemente sobre los viajeros un airecillo agradable de aspirar, cuando
aquéllos llegaban sofocados a lo alto de una vertiente empinada y gigantesca; pero a los pocos días, y a una
altura de nueve mil o diez mil pies, esas brisas mordían; y Kim consintió amablemente que una aldea de
montañeses adquiriese mérito regalándoles una burda
3
manta para abrigarse. El lama se sorprendió de que
hubiera quien se quejara de las brisas, cortantes como cuchillos, que a él le quitaban años de encima.
- Éstas no son más que las montañas bajas, chela. No se siente frío hasta que se llega a las verdaderas
montañas.
1
tres mil pies: casi mil metros.
2
joyeles: joyas pequeñas.
3
burda: tosca, basta.
(1) Son los dos picos más elevados de esa zona himalaya, pues sobrepasan los 6.500 m.
- El aire y el agua son buenos, y la gente es bastante devota, pero la comida es malísima -dijo Kim refun-
fuñando-; y nosotros marchamos como si fuésemos locos... o ingleses. Además, por las noches hiela.
- Un poco, tal vez; pero sólo lo bastante para hacer que los viejos huesos se regocijen luego con el sol.
No conviene deleitarse continuamente con los lechos blandos y la comida suculenta.
- Pero, al menos, podíamos ir por los caminos.
Kim sentía toda la afección de un hombre del llano por los senderos bien pisoteados, de unos seis pies de
anchura, que serpentean entre las montañas; pero el lama, como buen tibe tano, no podía contenerse y se
complacía en seguir los atajos entre los riscos o se lanzaba a las vertientes cubiertas de grava. Según expli-
caba a su discípulo cojeante, un hombre criado entre las montañas puede adivinar el curso de un sendero; y
aunque las nubes bajas podrían ser un obstáculo para cualquier extraño que se lance por un atajo, no consti-
tuyen molestia alguna para un hombre acostumbrado. Así, después de largas horas de lo que en un país
civilizado se hubiese llamado espléndido alpinismo, se paraban jadeantes en lo alto de un collado, contor-
neaban resbaladizas laderas, y descendían a través de bosques con una inclinación de cuarenta y cinco gra-
dos para volver de nuevo al sendero. A lo largo de su marcha se iban sucediendo las aldeas de los montañe-
ses -chozas de tierra y barro, y de vez en cuando, maderas rudamente labradas con un hacha- colgadas de
los escarpados como nidos de golondrinas, amontonadas en diminutas planicies a la mitad de una rápida
ladera de tres mil pies de altura; apiñadas en una rinconada entre acantilados, en donde se recogían y acti-
vaban todas las ráfagas perdidas, o agachadas contra el suelo en lo alto de una loma, para estar cerca de los
pastos de estío, a riesgo de permanecer cubiertas todo el invierno por diez pies de nieve. Y la gente -cetrina,
grasienta, vestida de sayal
4
con sus cortas piernas desnudas y rostros casi de esquimales- se congregaba al-
rededor y los adoraba. Las llanuras, corteses y bondadosas, habían tratado al lama como a un santo entre los
santos. Pero las montañas lo adoraban, como al que tiene dominio sobre todos los demonios. La religión de
aquella gente era un budismo muy degradado, mezclado con un culto a la Naturaleza tan fantástico como
sus propios paisajes y tan complicado como sus diminutos campos dispuestos en terrazas; pero reconocían
una gran autoridad al enorme gorro, al rosario tintineante y a las rarísimas frases chinas, y respetaban al
hombre que había debajo del gorro.
4
sayal: tela muy basta de lana.
- Nosotros te vimos descender por encima de la negra vertiente de los Pechos de Eua -dijo un betah
(2)
que una tarde les diera queso, leche agria y pan duro como una piedra-. Nosotros no usamos ese camino
sino cuando en el verano pacen allí las vacas preñadas. Soplan unas rachas entre aquellos peñascos que
derriban a un hombre aun en los días más serenos. Pero, ¡qué os importa a vosotros el Demonio de Eua!
Entonces fue cuando Kim, con todos los músculos doloridos, mareado por el vértigo que le producía mi-
rar hacia abajo, con los pies destrozados a fuerza de introducir dedos desesperados en grietas inapropiadas,
empezó a sentir el placer de aquellas marchas, un placer análogo al de un muchacho de San Javier, que
después de haber ganado los cuatrocientos metros lisos recibe las felicitaciones de sus compañeros. Las
montañas le hacían sudar la ghi
5
y el dulce sebo de sus huesos; el aire seco, aspirado convulsivamente al
llegar a lo alto de los crueles puertos, afirmaba y vigorizaba su pecho, y las duras pendientes creaban mús-
culos nuevos y duros en sus muslos y pantorrillas.
Con frecuencia meditaban juntos acerca de la Rueda de la Vida, mucho más ahora, que, como decía el
lama, se hallaban libres de sus tentaciones visibles. Exceptuando las águilas gri ses y la aparición de vez en
cuando de un oso que veían a lo lejos arrancando hierba y raíces en las laderas, la visión de un furioso leo-
pardo moteado devorando una cabra al amanecer en el fondo de un valle apacible, y algún que otro pájaro
de vistoso plumaje, se hallaban solos con el viento y las hierbas susurrantes bajo el viento. Las mujeres de
las chozas llenas de humo sobre cuyos techos caminaban al descender por la ladera, esposas de muchos
maridos y llenas de paperas (3), eran sucias y nada agradables de ver. Los hombres cortaban madera cuan-
do abandonaban las tareas del campo: gentes sumisas y de una simplicidad increíble. Para que la conversa-
ción agradable no les faltara, el Destino les enviaba (unas veces porque Kim y el lama lo alcanzaban en el
camino, y otras siendo alcanzados por él), al cortés médico de Dacca, que pagaba su comida en ungüentos
para curar las paperas y consejos para restaurar la paz entre hombres y mujeres. Parecía conocer las monta-
ñas tan bien como conocía sus dialectos, y explicó al lama el camino que ligaba aquellos parajes con La-
dakh y el Tíbet. Les dijo que, en el momento que quisieran, podían regresar a las llanuras, pero, mientras
tanto, para el que amase profundamente las montañas, aquel sendero podría resultar entretenido. Todo esto
no lo dijo de una sola vez, sino en diferentes encuentros que tuvieron por las tardes sobre las eras empedra-
das, cuando, desembarazado de sus enfermos, el doctor se ponía a fumar y el lama tomaba rapé, mientras
Kim contemplaba las diminutas vacas paciendo sobre los tejados, o dejaba que el alma se le fuera detrás de
los ojos a través de los golfos (4) de azul intenso situados entre las sucesivas cadenas de montañas. Y tení-
an también conversaciones secretas en los oscuros bosques, cuando el doctor buscaba hierbas y Kim lo
acompañaba, como corresponde a un médico incipiente.
- A decir verdad, señor O’Hara, yo no sé qué diantre haré cuando encuentre a nuestros amigos los depor-
tistas; pero si tienes la bondad de no perder de vista mi sombrilla, que es un excelente punto de referencia
para levantar planos, me sentiré mucho más tranquilo.
Kim contempló un momento la selva de picachos que le rodeaba.
- Éste no es mi país, hakim. Me parece más fácil encontrar un piojo en la piel de un oso.
5
ghi: mantequilla.
(2) Miembro de una tribu himalaya.
(3) La poliandria, o costumbre según la cual una mujer tiene varios maridos, es común entre algunas tribus de las montañas. Las
paperas o bocio son una enfermedad del tiroides que abulta el cuello. Es frecuente en algunos territorios montañosos, entre otras cau-
sas por falta de yodo en los alimentos.
(4) En sentido metafórico: un golfo es una extensión de mar entre dos cabos. La forma y color azul es el fundamento de la imagen.
- ¡Ah, ése precisamente es mi punto fuerte! No hay prisa para Hurree. No hace mucho tiempo estaban en
Leh. Según me dijeron, venían de Karakorum (5), con las cabezas, los cuernos y todos los despojos de la
caza. Yo no tengo más que un temor: que hayan enviado todas sus cartas y documentos comprometedores
directamente a territorio ruso desde Leh. Es natural que marchen todo lo que puedan en dirección al este,
precisamente para aparentar que no estuvieron jamás en los Estados occidentales. ¿No conoces las monta-
ñas? -preguntó mientras dibujaba con un palito en la tierra-. ¡Mira! Ellos deberían haber venido por Srina-
gar o Abbottabad (6). Ése es el camino más corto, bajando al río por Bunji y Astor. Pero como tenían mie-
do por el mal que han hecho en el oeste... -y dibujó un largo trazo de izquierda a derecha-, marcharon y
marcharon hacia el este hasta llegar a Leh (¡uf, qué frío hace allí!), y fueron Indus abajo a Han-lé (conozco
el camino) y después se dirigieron más abajo, hasta Bushahr y el valle de Chini. Todo esto lo he deducido
por un proceso de eliminación, y también haciendo preguntas a las gentes que curo tan admirablemente.
Nuestros amigos han estado mucho tiempo por estas regiones representando su papel e impresionando a
todo el mundo, así es que son conocidos en toda la zona. Ya verás cómo los pesco por los alrededores del
valle de Chini. Pero, por favor, no pierdas de vista mi sombrilla.
La cual ondulaba como una campanilla movida por el viento, ya corriendo por el fondo de los valles, ya
contorneando las faldas montañosas, y a su debido tiempo el lama y Kim, que se orientaban con la brújula,
lo alcanzaron a la caída de la tarde vendiendo ungüentos y polvos.
- ¡Nosotros hemos venido por tal y tal sitio! -decía el lama señalando con el dedo hacia las cordilleras
que se alzaban a su espalda. Y la sombrilla se deshacía en cortesías.
Cruzaron a la fría luz de la luna un puerto cubierto de nieve, y el lama, jugando y bromeando con Kim,
cayó de rodillas, como un camello bactriano (7) -esos camellos de pelo áspero que se crian entre las nieves
y se ven a menudo en el caravasar de Cachemira-. Se hundieron en el lecho de nieve ligera y pizarras em-
polvadas de nieve, y se refugiaron de un vendaval en un campamento de tibetanos que hacían descender
apresuradamente sus pequeños carneros cargados cada uno con un paquete de bórax
6
. Llegaron a lomas
cubiertas de hierba, manchadas todavía de nieve, y, atravesando bosques y praderas volvieron de nuevo a
pisar la hierba. Durante todo el camino, Kedernat y Badrinath permanecieron impasibles; y únicamente, al
cabo de muchos días de viaje, pudo Kim vislumbrar desde lo alto de un insignificante mogote
7
de diez mil
pies de altura, que algún apéndice o cuerno de los grandes señores había -aunque ligerísimamente- cambia-
do de silueta.
6
bórax: sal blanca compuesta de ácido bórico, sosa y agua.
7
mogote: montículo; comparado con otros picos, su altura de 3.000 m. es «insignificante».
(5) Macizo montañoso de Cachemira, al norte del Panjab. Karakorum significa en tibetano «piedra negra».
(6) Era, en el siglo pasado, un puesto militar fronterizo.
(7) Bactriana -o Bactria- es hoy una ciudad del Turquestán.
Al fin penetraron en un pequeño mundo aparte -un valle de muchas leguas-, donde las elevadas laderas
estaban formadas por simples cascotes y desechos desprendidos de las montañas. Allí un día de marcha no
los hacía avanzar, al parecer, a mayor distancia de la que puede recorrer un hombre intentando caminar
durante una pesadilla. Bordearon una estribación con muchas dificultades durante horas, y al terminar se
encontraron con que ¡no era más que un lejana joroba de un enorme contrafuerte destacado de la montaña
principal!
Una pradera circular se convirtió, cuando llegaron a ella, en una vasta meseta que avanzaba enormemente
hacia el valle. Tres días más tarde, no era más que un borroso pliegue en dirección al sur.
- Aquí indudablemente viven los dioses -dijo Kim, impresionado por el silencio y la impresionante en-
vergadura y extensión de las sombras de las nubes tras la lluvia-. ¡Éste no es lugar a propósito para los
hombres!
- Hace mucho, mucho tiempo -dijo el lama como si hablase consigo mismo-, le preguntaron al Señor si el
mundo duraría eternamente. A esto, el Excelente no contestó nada... Cuando estuve en Ceilán, un sabio
peregrino me lo confirmó deduciéndolo de un libro santo escrito en pali
8
. Claro es que, puesto que cono-
cemos el camino hacia la Libertad, la pregunta carecía de interés, pero ¡mira, y contempla la ilusión, chela!
¡Éstas son las verdaderas montañas! Son como mis montañas de Such-zen. ¡No hay en el mundo otras que
se les parezcan!
Sobre ellos, todavía a enorme altura sobre ellos, subía la tierra hacia la línea de las nieves, que cruzaba de
este a oeste durante centenares de millas, recta como una regla, y ante la cual se detenían hasta los abedules
más intrépidos. Encima de ella se alzaban las rocas formando tajos y bloques amontonados, esforzándose
en asomar las cabezas por encima del manto blanco que las ahogaba. Sobre éstas, a su vez, inmutables des-
de el principio del mundo, pero cambiando de aspecto a cada capricho del sol y de las nubes, se extendían
las nieves eternas. Sobre su blanca faz se podían distinguir manchas y borrones donde danzaban las tempes-
tades y los errantes torbellinos. Por debajo de los viajeros, el bosque se deslizaba milla tras milla formando
una capa de verde azulado; y al final del bosque se veía una aldea rodeada de campos desparramados en
terrazas y de praderas de empinadas vertientes; por debajo de la aldea todavía se prolongaba la pendiente,
descendiendo mil doscientos o mil quinientos pies, aunque en aquel momento la ocultaba una tormenta que
rugía y descargaba sobre el húmedo valle del fondo, donde se reúnen los arroyos que dan nacimiento al
joven Sutluj (8).
8
pali: lengua sagrada de los budistas.
(8) La minuciosa y poética descripción del paisaje muestra la admiración de Kipling por los valles y aldeas al pie del Himalaya, que
recorrió en 1885. Pero en este mundo hermoso y primitivo, feudal, Kim conocerá la violencia, en parte ajena a los nativos, resultado
de la presencia de los blancos.
Como de costumbre, el lama había conducido a Kim por un extraviado sendero de cabras, lejos del cami-
no principal, a lo largo del cual el babú Hurree, esa «persona miedosa», se había apresurado tres días antes
con una tormenta tan espantosa, que de diez ingleses, nueve no se hubieran aventurado a arrostrarla. Hurree
no era amante de la caza -el sonido de un gatillo le hacía cambiar de color-, pero como él mismo decía, era
«un andariego razonablemente eficiente», y había escudriñado el inmenso valle con sus prismáticos baratos
para llevar a cabo ciertos propósitos. Por otra parte, las viejas tiendas de lona blanca se destacan desde muy
lejos sobre el fondo verde. Cuando Hurree se sentó en la era de Ziglaur, ya había visto lo que buscaba a
veinte millas de un vuelo de águila y a cuarenta por carretera, esto es, dos manchas blancas pequeñísimas,
que un día estaban en los límites de las nieves y al siguiente habían descendido aparentemente seis pulga-
das por el flanco de la montaña. Una vez limpias y dispuestas para trabajar, sus gruesas piernas desnudas
podían hacer jornadas asombrosas, y por esa razón, mientras Kim y el lama descansaban en Ziglaur hasta
dejar pasar la tormenta, bajo una choza llena de goteras, un bengalí grasiento, chorreando agua, pero siem-
pre sonriente y hablando el inglés más puro con las frases más soeces, trataba de congraciarse con dos ex-
tranjeros empapados y algo reumáticos. El babú había llegado, después de haber dado una y mil vueltas a
muchos planes descabellados, pisándole los talones a una tormenta que había hendido un pino por la mitad,
derribándolo sobre el campamento, de manera que convenció a una o dos docenas de culís muy impresio-
nados de que el día no era propicio para seguir marchando, y, puestos de acuerdo, dejaron caer sus cargas y
se negaron a seguir adelante. Estos portadores eran súbditos de un Rajá montañés cuyas tierras cultivaban
para beneficio de su señor, según es costumbre; y por si era pequeña su desgracia, los extraños sahibs los
habían amenazado con sus rifles. La mayor parte de ellos conocían los rifles y a los sahibs desde hacía mu-
cho tiempo: eran rastreadores y shikarris
9
de los valles del norte, muy habilidosos para seguir a un oso o a
una cabra montesa; pero nunca habían sido tratados tan cruelmente en toda su vida. Así es que el bosque
los acogió en su seno y, a pesar de todos los gritos y juramentos, se negó a devolverlos. No había ninguna
necesidad de fingir locura, ni... (el babú había pensado en otros varios medios para asegurarse la bienveni-
da). Sacudió un poco su traje empapado, se puso los zapatos de charol, abrió su sombrilla de rayas blancas
y azules y con andares remilgados y el corazón latiéndole en la garganta, se presentó como «agente de Su
Alteza Real el Rajá de Rampur, caballeros. ¿Qué puedo hacer por Ustedes, si son tan amables de decírme-
lo?»
9
shikarris: cazadores.
Los caballeros se mostraron encantados. Uno de ellos era claramente francés; el otro, ruso, y los dos
hablaban un inglés no mucho peor que el del babú. Le suplicaron interpusiese sus buenos oficios. Sus cria-
dos indígenas se habían quedado enfermos en Leh. Ellos habían continuado el camino porque tenían prisa
en conducir a Simla los trofeos de sus cacerías, para evitar que se apolillaran las pieles. Llevaban una carta
general de presentación (ante la cual se inclinó el babú, haciendo mil zalemas al estilo oriental) para todos
los funcionarios del Gobierno. No, no habían encontrado en router
10
ninguna otra partida de cazadores.
Atendían ellos mismos a sus necesidades. Tenían todavía gran provisión de alimentos. Lo único que de-
seaban era reanudar la marcha lo más rápidamente posible. Al oír esto, el babú abordó a uno de los monta-
ñeses que se había agazapado entre los árboles, y después de tres minutos de charla y un poco de dinero (no
se puede economizar cuando se está al servicio del Estado, aunque el corazón de Hurree sangraba por aquel
derroche), los once culís y sus tres acompañantes reaparecieron. Por lo menos, el babú sería testigo de su
opresión.
- Su Alteza Real tendrá un gran disgusto, pero ésta no es más que gente ordinaria, grosera e ignorante. Si
vuestras señorías se dignan pasar por alto tan lamentable incidente, quedaré altamente agradecido. Dentro
de poco cesará la lluvia y podremos proseguir. ¿Han estado ustedes cazando, eh? ¡Excelentes resultados!
Mientras decía esto, saltaba ágilmente de un kilta
11
a otro, bajo pretexto de sujetar los cestos cónicos. El
inglés, por regla general, trata poco con el asiático, pero nunca golpearía en la muñeca a un amable babú
por volcar accidentalmente un kilta cubierto por un hule rojo. En cambio, tampoco se hubiera empeñado en
hacer beber a un babú, por amistoso que se mostrara, ni le hubiera convidado a comer carne. Los extranje-
ros hicieron todas esas cosas y le preguntaron muchas otras -sobre mujeres principalmente-, a las cuales
Hurree respondió alegre y despreocupadamente. Le dieron un vaso de un líquido incoloro parecido a la
ginebra, y después varios más; y al cabo del rato perdió toda su gravedad. Se convirtió en un maldiciente y
habló en términos de la más libre indecencia contra el Gobierno, que le había obligado a recibir la educa-
ción de un hombre blanco y se olvidaba de proporcionarle el salario de un hombre blanco. Les contó, entre
balbuceos, historias de opresiones e injusticias, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas ante las
miserias de su patria. Se alejó tambaleándose, cantando coplas amorosas de la Bengala del sur, y cayó dor-
mido sobre el húmedo tronco de un árbol. Jamás se vio a una desafortunada víctima de la dominación in-
glesa en la India arrojarse tan tristemente en brazos de extranjeros (9).
10
en route: por el camino (en francés).
11
kilta: zurrón, cesto cónico que se lleva a la espalda, con una tira de piel alrededor de la frente del que lo lleva.
(9) El babú Hurree se rebaja para ganarse la confianza de los extranjeros. Pero es otro ejemplo de la identidad frustrada, producto
de la colonización: ha adquirido la cultura británica, y sin embargo no es admitido en la sociedad blanca. Se siente por ello postergado.
Es, se dice luego, un símbolo del «monstruoso hibridismo del Este y del Oeste.»
- Pues todos están cortados por el mismo patrón -dijo uno de los deportistas, dirigiéndose en francés al
otro-. Cuando penetremos en la India propiamente dicha, ya lo comprobarás. Me gustaría visitar a este Ra-
já. Quizá pudiéramos contarle la buena nueva. Es posible que haya oído hablar de nosotros y desee expre-
sarnos su buena voluntad.
- No tenemos tiempo. Debemos llegar a Simla lo más pronto que podamos -replicó su compañero-. Por
mi parte, me hubiera gustado haber enviado todos nuestros informes desde Hilás, o incluso desde Leh.
- El correo inglés es mejor y más seguro. Acuérdate de que para cumplir nuestra misión hemos recibido
toda clase de facilidades, y, ¡qué diantre!, ¡ellos mismos nos las dan también! ¿No es eso una estupidez
increíble?
- Eso es orgullo, orgullo que merece y recibirá su castigo.
- ¡Sí! Luchar con otro europeo en nuestro juego merece la pena. Encierra un riesgo, pero con esta gen-
te..., ¡bah! Es demasiado fácil.
- Orgullo..., todo es orgullo, amigo mío.
«¿Para qué diantre servirá que Chandernagore (10) esté tan cerca de Calcuta y todo lo demás», pensaba
Hurree, roncando sonoramente con la boca abierta sobre el musgo húmedo, «si yo no puedo entender su
francés? ¡Hablan tan extraordinariamete deprisa! Creo que lo mejor hubiera sido rebanarles su maldito pes-
cuezo.»
Cuando se presentó a ellos de nuevo, el babú sufría un fuerte dolor de cabeza y estaba arrepentido y lo-
cuazmente temeroso de haber cometido alguna indiscreción durante su borrachera. Él sentía una profunda
afección por el Gobierno británico, que constituía la fuente de toda prosperidad y honor, y su soberano de
Rampur era de la misma opinión. Entonces los señores empezaron a burlarse de él y a repetir las frases que
había dicho anteriormente, hasta que, paso a paso, con sonrisas untuosas, muecas suplicantes y guiños de
inteligencia, el pobre babú fue desposeído de sus defensas y forzado a decir... la verdad.
Cuando más tarde le contaron a Lurgan lo sucedido, se lamentó profundamente de no haber estado en el
lugar de cualquiera de los testarudos culís que, con alfombrillas de hierba sobre las cabezas, esperaban a la
intemperie, mientras las gotas de lluvia formaban charcos en las huellas que dejaban sus pies. Todos los
sahibs que hasta entonces habían conocido -hombres toscamente vestidos que regresaban año tras año a
cazar en sus barrancos preferidos- tenían criados, cocineros y ordenanzas, que a menudo eran montañeses.
En cambio, estos sahibs viajaban sin comitiva alguna. Por lo tanto, eran unos sahibs pobres e ignorantes;
porque ningún sahib que estuviese en sus cabales se hubiese fiado de los consejos de un bengalí. Pero el
bengalí, apareciéndose de nadie sabía dónde, les había dado dinero y era capaz de entenderse con ellos en
su dialecto. Acostumbrados a los malos tratos a que los someten los de su mismo color, sospechaban que
allí debía de haber algún engaño y estaban dispuestos a echar a correr si se presentaba la ocasión.
(10) Ciudad fundada en 1686 por franceses. Allí establecieron factorías.
Entonces, a través del aire recién lavado, aspirando con delicia el olor de la tierra mojada, el babú fue
guiándolos ladera abajo, marchando orgullosamente a la cabeza de los culís, o caminando humildemente
detrás de los extranjeros. Sus pensamientos eran muchos y muy distintos. El más insignificante de ellos
hubiera interesado enormemente a sus compañeros de viaje. Pero era un guía agradable, siempre dispuesto
a señalar las bellezas del dominio de su real señor. Poblaba las montañas de todos los animales que les ape-
tecía cazar: carneros salvajes, cabras monteses, marjors
12
y osos suficientes para dar envidia a Eliseo (11).
Disertó sobre botánica y etnología con perserverante inexactitud, y su repertorio de leyendas locales -
recuérdese que había sido agente de confianza del Estado durante quince años- era inagotable.
- Decididamente, este individuo es muy curioso -dijo el más alto de los dos extranjeros-. Es como la cari-
catura de un cortesano vienés.
- Representa in petto
13
la India en transición; el monstruoso hibridismo
14
del Este y el Oeste -replicó el
ruso-. Solamente nosotros podemos tratar con los orientales.
- Éste ha perdido su propio país y no ha logrado encontrar otro. Pero siente un aborrecimiento absoluto
hacia sus conquistadores. Escucha. La noche pasada me confesó...
Bajo su sombrilla listada, Hurree aguzaba el oído y la inteligencia para atrapar las rápidas frases en fran-
cés, y no quitaba ojo de un kilta lleno de mapas y documentos -un kilta más grande que los demás y provis-
to de una doble envoltura de hule rojo-. No quería robar nada. Sólo deseaba saber qué era lo que le conve-
nía robar, y, de paso, cómo escapar después de haberlo robado. También daba las gracias a los dioses del
Indostán y a Herbert Spencer de que los extranjeros conservasen cosas dignas de ser robadas.
12
marjor: cabra salvaje del Tíbet. Las machos tienen gran cornamenta y larga crin.
13
in petto: sin reconocimiento público. Probable error de Kipling, pues más adelante modificó esta expresión por «en pequeño».
14
hibridismo: se refiere a lo que es producto o mezcla de elementos de diversa naturaleza.
(11) Elíseo es un profeta del Antiguo Testamento (Reyes 2, 2:24), quien, convertido en el objeto de burla de unos niños, los maldijo
y, de resultas de ello, dos osos del bosque destrozaron a cuarenta y dos niños.
Durante el segundo día de marcha, el camino trepaba por una cuesta empinada que conducía a una estri-
bación cubierta de hierba, situada por encima del bosque; y allí fue donde, antes de ponerse el sol, se en-
contraron los viajeros con un viejo lama -al cual los extranjeros llamaban bonzo- que se hallaba sentado
con las piernas cruzadas ante un plano misterioso, sujeto por piedras colocadas en sus esquinas, cuyo con-
tenido explicaba al joven, evidentemente un neófito
15
, de una belleza singular, aunque muy poco aseado.
La sombrilla listada había sido descubierta a la mitad de la ascensión, y Kim propuso un descanso hasta que
se acercaran a ellos.
- ¡Ah! -dijo el babú Hurree, fértil en recursos, como el Gato con Botas-. Ése es un eminente santón local.
Probablemente será súbdito de mi real señor.
- ¿Qué está haciendo? Es muy curioso.
- Está explicando una pintura sagrada..., toda ella hecha a mano.
Los dos hombres se pararon con la cabeza descubierta, bañados por los rayos inclinados del sol poniente
que atravesaban la hierba de color dorado. Los malhumorados culís aprovecharon el descanso y dejaron
caer sus fardos.
- ¡Mira! -dijo el francés-. Es como un cuadro del nacimiento de una religión..., el primer maestro y el
primer discípulo. ¿Son budistas?
- De alguna secta degradada -respondió el otro-. En las montañas no existen verdaderos budistas. Pero fí-
jate en los pliegues de su vestidura. Mírale los ojos..., ¡cuánta insolencia! ¿Por qué al verlo nos hace sentir
que nosotros somos todavía un pueblo joven? -y, al decir esto, golpeó con fuerza una hierba que sobresalía-
. Nosotros no hemos dejado nuestra huella todavía en ninguna parte. ¡En ninguna parte! Eso es lo que me
inquieta -y contempló con gesto ceñudo la plácida faz y la monumental tranquilidad de su actitud.
- Ten paciencia. Ya pondremos juntos esa huella nosotros y tu joven país. Mientras tanto, dibuja la esce-
na.
Al avanzar, la pose arrogante del babú visto de espaldas no tenía la menor relación con su respetuosa
forma de hablar o con el guiño que le hizo a Kim.
- Santón, éstos son sahibs. Mis medicinas curaron a uno de ellos de un flujo, y voy a Simla para atender a
su restablecimiento. Desean ver tu pintura...
- Curar a un enfermo es siempre una buena acción. Ésta es la Rueda de la Vida-dijo el lama-, la misma
que yo te enseñé en la choza de Ziglaur mientras llovía.
15
neófito: persona recién admitida a una religión, causa o partido.
- ... y que se la expliques.
Los ojos del lama se iluminaron ante la perspectiva de nuevos oyentes.
- Exponer la Senda Excelentísima es siempre bueno. ¿Conocen algo de hindi, como el Guarda de las
Imágenes?
- Tal vez entiendan un poco.
Encantado como un niño al que dan un nuevo juguete, el lama alzó la cabeza y empezó a recitar a pleno
pulmón la invocación de un Doctor en Teología que precede a la exposición completa de la doctrina. Los
extranjeros, apoyados en sus bastones de montañeros, escuchaban. Kim, humildemente sentado en cuclillas,
contemplaba la roja luz del sol sobre sus semblantes, así como sus sombras alargadas, que se juntaban y se
separaban. Llevaban unas polainas
16
que no eran inglesas, y unos cinturones muy raros, que le recordaban
vagamente los dibujos de un libro que había en la biblioteca de San Javier, y que se titulaba Las aventuras
de un joven naturalista en México (12). Sí, se parecían muchísimo a aquel maravilloso M. Sumichrast de la
historia, y muy poco a las personas «sin el menor escrúpulo» que le había descrito el babú Hurree. Los cu-
lís, mudos, del color de la tierra, se habían inclinado reverentes a unas veinte o treinta yardas de distancia, y
el babú, cuya suelta y floja vestidura restallaba como una bandera al ser agitada por la desapacible brisa,
permanecía de pie con el aire satisfecho de un propietario.
- Éstos son los hombres -susurró Hurree, mientras el ritual proseguía su curso y los dos blancos seguían
con la vista la brizna de hierba que pasaba de los Infiernos al Cielo y regresaba otra vez-. Todos sus libros
están en ese kilta de mayor tamaño envuelto en hule rojo -libros, informes y mapas- y yo he visto una carta
de un rey, que deben de haberla escrito Hilás o Bunár. La guardan con muchísimo cuidado. No han enviado
nada a su país ni desde Hilás ni desde Leh. De eso estoy seguro. - ¿Quién va con ellos?
- Nadie más que estos culís beegar
17
. No tienen criados. Son tan desconfiados que cocinan ellos mismos.
16
polainas: especie de media calza que cubre la pierna hasta la rodilla.
17
culis beegar: los sujetos a trabajos forzados por un señor.
(12) Obra de M. Sumichrast, autor de libros sobre animales y pájaros de México.
- Pero, ¿qué es lo que tengo yo que hacer?
- Esperar y estar alerta. Pero, por si a mí me sucediera algo, ya sabes adónde has de ir a buscar los pape-
les.
- Este asunto estaría mejor en las manos de Mahbub Alí que en las de un bengalí -dijo Kim desdeñosa-
mente.
- Existen más maneras de conseguir una querida que de derribar un muro con la cabeza.
- Mirad: aquí está el Infierno destinado a la avaricia y a la gula. Flanqueado de un lado por el Deseo y de
otro por el Hastío. -El lama se animaba cada vez más, y uno de los extranjeros dibujaba su figura a la luz
que iba desapareciendo rápidamente.
- Basta ya -dijo bruscamente-. No le entiendo una palabra, pero necesito esa pintura. Es mucho mejor ar-
tista que yo. Pregúntale si me la quiere vender.
- Ha dicho «No, señor» -replicó el babú.
Entregar el dibujo sagrado al primer extranjero que se encontrase era para el lama tan sacrílego como po-
dría serlo para un arzobispo empeñar los vasos sagrados de una catedral. Todo el Tíbet está lleno de repro-
ducciones de la Rueda de mala calidad; pero el lama era un artista al mismo tiempo que un rico abad
18
de
su monasterio.
- Tal vez dentro de tres días, o cuatro, o diez, si veo que ese sahib es un peregrino bueno e inteligente, es
posible que yo mismo le dibuje una. Pero ésa la hice sólo para iniciar a un novicio. Díselo así, hakim.
- Él desea ésta precisamente..., y por dinero.
El lama negó lentamente con la cabeza y empezó a doblar la Rueda. El ruso, por su parte, no vio más que
a un viejo desaseado que le regateaba un pedazo de papel sucio. Le arrojó un puñado de rupias y echó mano
al dibujo medio en broma, pero éste se desgarró al sujetarlo el lama con fuerza. Un sordo murmullo de
horror surgió de donde estaban los culís -algunos de los cuales eran de Spiti, y, dentro de sus posibilidades,
buenos budistas-. El lama se levantó rápidamente ante la profanación; su mano empuñó el estuche de hierro
de las plumas, que es el arma de los sacerdotes, en tanto que el babú se puso a dar saltos de angustia.
- Ahora comprendes por qué quería testigos. Son una gente sin pizca de escrúpulos. ¡Oh, Señor! ¡Señor!
¡Usted no debe pegar a un santón!
18
abad: superior de un monasterio.
- ¡Chela! ¡Ha profanado la Palabra Escrita!
Era demasiado tarde. Antes que Kim pudiese apartar al lama, el ruso le alcanzó con un puñetazo en plena
cara. Un instante después comenzó a rodar por la vertiente abajo, con Kim atenazándole la garganta. El
porrazo había despertado en la sangre del muchacho todos los desconocidos demonios irlandeses, y la caída
rápida de su enemigo hizo el resto. El lama quedó de rodillas, medio atontado; los culís cogieron sus cargas
y treparon monte arriba, tan de prisa como un hombre de las llanuras puede correr por una superficie hori-
zontal. Habían visto un sacrilegio incalificable, y eso les impulsó a escapar antes que los dioses y los de-
monios de las montañas acudieran a vengarse. El francés se dirigió hacia el lama buscando su revólver, con
una vaga idea de hacer de él un ren para rescatar a su compañero. Pero una lluvia de piedras afiladas -los
montañeses tienen muy buena puntería- lo alejó del anciano, a quien un culí de Ao-chung recogió, incorpo-
rándolo a la desbandada. Todo fue tan rápido como el anochecer en las montañas.
- Se han llevado el equipaje y las escopetas -gritaba el francés, haciendo fuego ciegamente en la oscuri-
dad del crepúsculo.
- ¡Calma, señor! ¡Calma! No tire. Yo iré a ver si puedo rescatarlo -dijo Hurree, y echó a correr por la ver-
tiente abajo, cayendo con todo el peso de su cuerpo sobre el atónito y entusiasmado Kim, que estaba gol-
peando la cabeza de su jadeante enemigo contra una piedra.
- Vuélvete a donde están los culís -le susurró el babú al oído-. Se llevan todo el equipaje. Los papeles es-
tán en el kilta que tiene el hule rojo, pero míralos todos. Coge los papeles, especialmente la murasla (la
carta del rey). ¡Vete! ¡Ahí viene el otro hombre!
Kim trepó montaña arriba. Una bala de revólver se estrelló contra una roca a su lado, y Kim se agazapó
contra el suelo como una perdiz.
- Si usted dispara -gritó Hurree- descenderán y nos matarán. Ya he rescatado al otro caballero, señor. Co-
rremos un gran peligro.
«¡Dios santo!», Kim pensaba en inglés, «estoy en un gran aprieto, pero creo que se trata de actuar en de-
fensa propia». Buscó en el pecho, sacando el regalo que le había hecho Mahbub, y con muy poca seguridad
(exceptuando algunos disparos que había hecho en el desierto de Bikaner para aprender el manejo, nunca
había llegado a hacer uso del revólver) apretó el gatillo.
- ¡Lo que yo le decía a usted, señor! -El babú parecía estar llorando-. Venga usted acá y ayúdeme a hacer
volver en sí a su compañero. Le aseguro a usted que estamos entre la espada y la pared.
Los disparos cesaron. Se oyó ruido de pies que tropezaban, y Kim echó a correr hacia arriba en la oscuri-
dad, blasfemando como un gato..., o un indígena.
- ¿Te han herido, chela? -preguntó el lama desde lo alto.
- No. ¿Y a ti? -dijo, cayendo en el centro de un grupo de abetos enanos.
- No tengo nada. Vámonos. Nos iremos con esa gente hasta Shamlegh-bajo-la-Nieve.
- Pero no antes de haber hecho justicia -gritó una voz-. Yo he cogido todos los fusiles de los sahibs..., los
cuatro. Vamos a por ellos.
- ¡Le pegó al santón.... nosotros lo vimos! ¡Nuestro ganado quedará estéril, nuestras mujeres dejarán de
parir! El alud caerá sobre nosotros cuando regresemos a casa... Como no te nemos bastante con la opresión
que padecemos... ¡Sólo nos faltaba esto!
El pequeño grupo de abetos se llenó de culís vociferantes, llenos de espanto, y capaces en su terror de
cometer cualquier
desatino. El hombre de Ao-chung hizo sonar el cerrojo de su fusil y se dispuso a iniciar el descenso.
- Espera un poco, santón; no pueden ir muy lejos; espera hasta que yo vuelva.
- Ésta es la persona que sufrió el daño -dijo el lama con la mano puesta sobre su frente.
- Por esa misma razón -fue la respuesta.
- Si esta persona olvida el daño, vuestras manos quedan limpias. Además, adquirís mérito por la obedien-
cia.
- Espérame e iremos todos juntos hasta Sharalegh -insistió el hombre.
Durante un momento, exactamente el tiempo necesario para meter un cartucho en la recámara, el lama
dudó. En seguida se levantó y apoyó un dedo en el hombro del montañés.
- ¿No has oído? Yo exijo que no se mate a nadie; yo, que fui abad de Such-zen. ¿Es que deseas reencar-
narte en una rata o en una serpiente bajo los aleros..., o en un gusano dentro del vientre de la bestia más
miserable? ¿Es que quieres...?
El hombre de Ao-chung cayó de rodillas ante él, porque la voz del lama retumbaba como un gong tibeta-
no.
- ¡Ay! ¡Ay! -gritaban los hombres de Spiti-. No nos maldigas..., no lo maldigas a él. ¡Lo ha hecho por
servirte, santón!... ¡Loco, suelta ese fusil!
- ¡Cólera sobre cólera! ¡Mal sobre mal! No se ha de matar a nadie. Dejad que los que golpean a los sa-
cerdotes sean esclavos de sus propios actos. ¡Justa e infalible es la Rueda y no se desvía ni un pelo! Ellos
nacerán muchas veces... y les servirá de tormento. -Inclinó su cabeza y se apoyó pesadamente en el hombro
de Kim.
- He estado muy próximo a cometer un gran daño, chela -susurró en la calma de muerte que reinaba bajo
los pinosHe sentido la tentación de dejar que saliera la bala; y verdaderamente en el Tíbet hubieran muerto
de una muerte larga y cruenta... Me golpeó en la cara..., en la cara... -Se desplomó pesadamente sobre el
suelo, y Kim podía oír el fatigado corazón palpitar y detenerse.
- ¿Lo habrán herido gravemente? -dijo el hombre de Aochung, mientras los demás enmudecían.
Kim, poseído de un terror mortal, se arrodilló al lado del lama.
- No -gritó apasionadamente-. No es más que un desmayo. -Entonces se acordó de que era un hombre
blanco, con todos los pertrechos de acampada de otros hombres blancos a su disposición-. ¡Abrid los kiltas!
Los sahibs traerán medicinas.
- ¡Oh! Yo conozco una -dijo el hombre de Ao-chung, echándose a reír-. No en balde he sido durante cin-
co años shikarri del sahib Yankling para desconocer esa medicina. Yo también la he probado. ¡Mirad!
Y sacó de su pecho una botella de whisky barato -como el que les venden a los guías en Leh-, y con mu-
cha habilidad vertió un poco entre los apretados dientes del lama.
- Eso fue lo que hice cuando se le torció un pie al sahib Yankling más allá de Astor. ¡Ah! Ya he curio-
seado en sus cestos, pero en Shamlegh haremos el reparto equitativo. Dale un poco más. Es una buena me-
dicina. ¡Escucha! Ya le late con más fuerza el corazón. Bájale la cabeza y frótale un poco en el pecho. Si se
hubiese estado quieto esperándome mientras yo iba a dar cuenta de los sahibs, es posible que no le hubiera
ocurrido esto. Pero tal vez intenten los sahibs cazarnos aquí. Estaría bien matarlos con su propios fusiles,
¿eh?
- Uno de ellos creo que se ha llevado su merecido -dijo Kim entre dientes-. Le pegué varias patadas en la
ingle mientras rodábamos por la pendiente. ¡Así lo hubiera matado!
- ¡Qué fácil es bravear cuando no se vive en Rampur! -dijo uno cuya choza estaba situada a pocas millas
del desvencijado palacio del Rajá-. Si perdemos la buena reputación entre los sahibs, nadie nos empleará
como shikarris nunca más.
- ¡Ah!, pero éstos no son sahibs anglesis, ni personas de carácter alegre como el sahib Fostum o el sahib
Yankling. Son extranjeros..., no hablan anglesi como los sahibs.
En aquel momento el lama tosió y se incorporó, buscando a tientas su rosario.
- Que no se mate a nadie -murmuró-. ¡Justa es la Rueda!... Daño sobre daño...
- No, santón. Aquí estamos todos -el hombre de Ao-chung acariciaba tímidamente sus pies-. A no ser que
tú lo ordenes, no mataremos a nadie. Descansa un poco. Nosotros acamparemos aquí un rato hasta que sal-
ga la luna, y en seguida nos iremos a Shamlegh-bajo-la-Nieve.
- Después de recibir un golpe -dijo sentenciosamente un hombre de Spiti-, lo mejor es dormir.
- Siento un vértigo y como si tuviera una opresión en la nuca. Déjame que recline la cabeza en tu regazo,
chela. Soy viejo, pero no estoy libre de las pasiones... Debemos pensar en la Causa de las Cosas.
- Dadle una manta. No podemos encender fuego, pues nos verían los sahibs.
- Es mejor que nos vayamos a Shamlegh. Nadie nos seguirá hasta Shamlegh.
Esto último lo dijo el hombre de Rampur, que estaba muy nervioso.
- Yo he sido shikarri del sahib Fostum, y ahora soy shikarri del sahib Yankling. A estas horas estaría yo
con el sahib Yankling si no hubiera sido por este maldito beegar (trabajo). Pon gamos a dos hombres a
hacer la guardia con los fusiles, no se les vayan a ocurrir a esos sahibs más tonterías. Yo no dejo abandona-
do a este santón.
Se sentaron un poco separados del lama, y después de escuchar durante un rato, empezaron a hacer la
ronda con un narguile, cuyo recipiente para el agua era una botella usada de betún con la marca Day and
Martin. El resplandor del carbón al rojo, al ir pasando de mano en mano, iluminaba el parpadeo de los ojos
entornados, los altos pómulos de los chinos y los cuellos de toro que se desvanecían entre los oscuros plie-
gues del sayal que se arrollaba por encima de sus hombros. Parecían gnomos salidos de alguna mágica mi-
na, trasgos de la montaña reunidos en cónclave. Y mientras ellos charlaban, las voces de las aguas que des-
cendían de las nieves que corrían alrededor iban apagándose una tras otra, conforme la helada nocturna
ahogaba y obstruía los arroyuelos.
- ¡Habéis visto cómo se ha plantado frente a todos nosotros! -dijo un hombre de Spiti con acento de ad-
miración-. Me acuerdo de una vieja cabra montés que, más allá del camino de Ladakh, hace siete estacio-
nes, nos hizo frente de la misma forma, cuando el sahib Dupont erró el tiro. El sahib Dupont era un buen
shikarri.
- No tan bueno como el sahib Yankling. -El hombre de Aochung echó un trago de whisky y pasó la bote-
lla para que circulara-. Ahora, escuchadme, a no ser que cualquiera de vosotros tenga un plan mejor que el
mío.
Nadie recogió el desafío.
- Iremos a Shamlegh en cuanto salga la luna. Allí nos repartiremos equitativamente todo el equipaje. Yo
me doy por contento con este rifle nuevo y todos sus cartuchos.
- ¿Es que te crees que los osos no ofrecen peligro más que en tu tierra?
19
-dijo uno de ellos chupando la
pipa.
- No; pero las bolsas de almizcle
20
valen ahora seis rupias cada una, y tu mujer puede quedarse con la
lona de las tiendas y alguno de los chismes de cocina. Ya arreglaremos todo esto en Shamlegh antes de que
amanezca. Y en seguida nos iremos cada uno por nuestro camino, recordando bien que nunca hemos visto a
esos sahibs ni hemos estado jamás a su servicio. Pues ellos dirán, naturalmente, que les hemos robado su
equipaje.
- Todo eso está muy bien para ti; pero ¿qué dirá nuestro Rajá?
- ¿Por quién lo va a saber? ¿Por esos sahibs que no pueden hablar nuestra lengua, o por el babú, que pre-
cisamente nos dio dinero para sus propios fines? ¿Se pondrá él al frente de un ejército contra nosotros? Y
además, ¿qué pruebas tienen? Lo que no aprovechemos lo tiramos en el muladar de Shamlegh, adonde no
ha llegado nunca la huella de ningún hombre.
- ¿Quién está en Shamlegh este verano? -Shamlegh no es más que un centro de pastos, donde sólo existen
tres o cuatro chozas.
- La Mujer de Shamlegh. Ya sabemos que aborrece a los sahibs. A los demás podremos contentarlos con
algunos regalos; hay aquí bastante para todos -y dio unos golpecitos sobre el costado del cesto más próxi-
mo, que estaba bien repleto.
- Pero..., pero...
- Ya he dicho que no son verdaderos sahibs. Todas las pieles y las cabezas las habían comprado en el ba-
zar de Leh. Conozco las marcas, y ya os las enseñé en la última marcha.
- Es verdad. Todas las pieles y las cabezas eran compradas. Algunas hasta tenían polillas.
Este argumento era muy hábil, y el hombre de Ao-chung conocía a sus compañeros.
- Y poniéndose en lo peor, yo se lo contaré al sahib Yankling, que es hombre de buen humor, y se reirá.
Nosotros no le hemos hecho daño alguno a ningún sahib de los que conocemos. Estos otros, por el contra-
rio, insultan a los sacerdotes. Nos me tieron miedo. ¡Nosotros echamos a correr! ¿Quién sabe dónde deja-
mos caer el equipaje? ¿Creéis vosotros que el sahib Yankling va a dejar que la policía del llano recorra to-
das estas montañas espantándole la caza? Hay mucha distancia desde Simla a Chini y mucha más desde
Shamlegh al muladar de Shamlegh.
19
Es decir, 'no eres sólo tú el único que quiere el rifle'.
20
almizcle: sustancia que se contiene en una glándula del almizclero macho, y que se utiliza en perfumería y medicina. El almizcle-
ro es un cérvido, sin cuernos, que vive a más de 3.000 m. de altura.
- Bueno, pero yo me llevaré ese kilta grande. El cesto que está envuelto en la tela roja y que los sahibs
empaquetaban ellos mismos todas las mañanas.
- Ésta es la prueba -dijo el hombre de Shamlegh con firmeza- de que no son sahibs de categoría. ¿Quién
oyó nunca decir del sahib Fostum o del sahib Yankling, y hasta del pequeño sahib Peel, que se pasa las
noches en vela para cazar serows
21
, quién oyó nunca decir, repito, que esos sahibs vengan a las montañas
sin un cocinero, ni un mozo de carga, ni... toda esa multitud de gente bien pagada, arbitraria y despótica en
su comitiva? ¿A qué preocuparnos por ellos? ¿Qué decías del kilta?
- Nada, que está lleno de la Palabra Escrita..., libros y papeles en los cuales escribían, y de extraños ins-
trumentos como para el culto.
- El muladar de Shamlegh recogerá todo eso.
- ¡Es verdad! Pero, ¿qué nos pasará si ofendemos a los dioses de los sahibs al hacer eso? No me gusta tra-
tar la Palabra Escrita de ese modo. Y sus ídolos de bronce son incomprensibles para mí. Este botin no es
digno de un simple montañés.
- El viejo aún está dormido. ¡Chis! Se lo preguntaremos a su chela. -El hombre de Ao-chung bebió de
nuevo, envanecido por el orgullo de ser el jefe.
- Tenemos aquí -murmuró- un kilta cuya naturaleza desconocemos.
- Pero yo no -dijo Kim con cierta precaución. El lama respiraba sin dificultad y su sueño era tranquilo, y
Kim había estado pensando en la última frase que le dijo Hurree. Como partícipe del Gran juego, en aquel
momento estaba dispuesto a respetar al babú-. Es un kilta envuelto en una tela roja, lleno de cosas maravi-
llosas que no deben ser manejadas por ignorantes.
- Ya lo dije yo; ya lo dije yo -exclamó el que transportaba aquel cesto-. ¿Crees que será nuestra perdi-
ción?
21
serow: antílope asiático.
- Si me lo dais a mí, no. Yo haré que pierda su magia. De otro modo, podrá causar muchos males.
- Un sacerdote siempre se lleva su parte -el whisky había desmoralizado al hombre de Ao-chung.
- A mí me tiene sin cuidado -respondió Kim con la astucia propia de su tierra-. ¡Repartíoslo y ya veréis lo
que os pasa!
- Yo no lo quiero. No era más que una broma. Da la orden. Aquí hay bastante para todos nosotros. Nos
separaremos al amanecer en Shamlegh.
Durante una hora más estuvieron haciendo y rehaciendo sus pequeños planes ingenuos, mientras Kim
temblaba de frío y de orgullo. Lo humorístico de la situación cautivaba por igual su alma de irlandés y de
oriental. Allí estaban los emisarios de la temible Potencia del Norte, que probablemente serían en su país
poderosos como Mahbub y como el coronel Creighton, reducidos de repente a la impotencia más absoluta.
Uno de ellos, como él sabía mejor que nadie, estaría impedido durante algún tiempo. Habían hecho prome-
sas a los reyes. Pero en aquel momento se encontraban en algún lugar pendiente abajo, sin planos, sin co-
mida, sin tiendas, sin fusiles..., y sin más guía que el babú Hurree. Y este fracaso de su Gran juego (Kim se
preguntaba a quién daría informes de ello), esta desbandada producida por el pánico, no había sido debida a
la astucia de Hurree, ni a ningún plan de Kim, sino que había surgido simple, maravillosa e inevitablemen-
te, como sucedió con la captura de los faquires amigos de Mahbub por el joven y celoso policía de Ambala.
«Allí deben de estar... sin nada; ¡y vive Dios que hace frío!; yo estoy aquí con todas sus cosas. ¡Qué en-
fadados estarán! Lo siento por el babú Hurree.»
Kim podía haberse ahorrado esta compasión, porque aunque en aquel momento el bengalí sufría agudos
dolores físicos, su alma estaba orgullosa y llena de vanidad. Una milla por debajo, en la vertiente montaño-
sa, y al extremo de un bosque de pinos, dos hombres medio helados -uno de ellos, sintiéndose muy enfermo
a ratos- alternaban las mutuas recriminaciones con los más desaforados insultos al babú, que parecía enlo-
quecido de terror. Le exigieron que trazase un plan para salir de aquella situación. El babú les explicó que
podían darse por satisfechos con haber salvado la vida; que sus culís, si no estaban acechándolos en ese
momento, se hallarían ya fuera de su alcance; que el Rajá, su señor, vivía a noventa millas de distancia, y
que si se enteraba de que habían pegado a un santón, en vez de enviarles dinero y escolta para su viaje a
Simia, seguramente los metería en prisión. Continuó extendiéndose en consideraciones acerca del pecado
que habían cometido y de sus consecuencias, hasta que le obligaron a cambiar de tema. Su única esperanza,
según les dijo, era huir, ocultándose de aldea en aldea, hasta llegar a países civilizados; y por centésima vez
se deshizo en lágrimas y preguntaba a las lejanas estrellas por qué los sahibs «habían golpeado a un san-
tón.»
Con andar diez pasos en la profunda oscuridad que los rodeaba, hubiera podido Hurree quedar fuera de
su alcance y obtener abrigo y alimentos en la próxima aldea, donde escaseaban los médicos con mucha
labia. Pero prefirió la compañía de sus honorables amos, aun a riesgo de soportar el frío, los pinchazos del
estómago, las malas palabras y hasta algún que otro golpe. Acurrucado contra el tronco de un árbol, reso-
llaba
22
quejumbrosamente.
- ¿Y ya has pensado -dijo indignado el hombre que no estaba herido- en el espectáculo que daremos,
yendo como vagabundos a través de estas montañas y entre esos aborígenes?
Hurree no había pensado en otra cosa desde hacía algunas horas, pero la pregunta no se dirigía a él.
- ¡Nosotros no podemos vagabundear! Yo apenas puedo andar -exclamó la víctima de Kim.
- Tal vez el santón tenga misericordia de nosotros debido a su buen corazón, señor; de lo contrario...
- Yo me prometo un placer infinito descargando mi revólver en el cuerpo de ese joven bonzo, en cuanto
me lo tropiece -fue la nada cristiana respuesta.
- ¡Revólveres! ¡Venganza! ¡Bonzos! -Hurree se acurrucó cuanto pudo. La guerra volvía a estallar-. ¿Es
que no tienes en cuenta para nada nuestras pérdidas? ¡El equipaje! ¡El equipaje! -El babú oía bailar, lite-
ralmente, sobre la hierba al que estaba en el uso de la palabra-. ¡Todo lo que llevábamos! ¡Todo lo que
habíamos conseguido! ¡Nuestros logros! ¡Ocho meses de labor! ¿Sabes lo que todo eso significa? «¡Verda-
deramente, nadie más que nosotros puede tratar con los orientales!» ¡Enhorabuena, lo has hecho estupen-
damente!
22
resollar. respirar con ruido.
Y continuaron hablando del mismo tema en varias lenguas, y Hurree sonreía. Kim estaba con los kiltas, y
en los kiltas se hallaban ocho meses de buena diplomacia. No había medios de comunicarse con el mucha-
cho, pero podía confiar en él. Por lo demás, quedaba en libertad de dirigir la expedición de regreso a través
de las montañas, y lo haría en tal forma, que Hilás, Bunár y cuatrocientas millas de caminos montañosos
contarían la historia durante una generación. Los hombres que no pueden dominar a sus propios culís son
poco respetados en las montañas, y el montañés tiene muy desarrollado el sentido del humor.
«Si lo hubiese preparado yo mismo», pensaba Hurree, «no hubiera salido mejor; y, por cierto, ahora que
lo pienso, claro que yo mismo lo preparé. ¡Con qué rapidez actué! ¡Precisamente cuando corría por el mon-
te abajo lo estaba pensando! La agresión fue puramente accidental, pero sólamente yo podía haber prepara-
do..., ¡ah!..., porque realmente merecía la pena. ¡Hay que pensar en el efecto moral sobre aquella gente ig-
norante! Sin tratados..., ni papeles..., ni documentos escritos..., y únicamente yo como intérprete. ¡Cómo se
reirá el coronel cuando se lo cuente! Me gustaría tener también los documentos; pero no se pueden ocupar
dos lugares simultáneamente. Esto es axiomático.» (23)
23
axiomático: evidente, incontrovertible.
Capítulo XIV
Mi hermano se arrodilla (así dice Kabir)
ante bronces y piedras, como hacen los gentiles,
pero en la voz de mi hermano escucho
mis propios sufrimientos sin respuesta.
Su Dios es el que los Hados le asignan...
Su plegaria es la de toda la humanidad..., y también la mía.
KABIR
Al salir la luna, los cautelosos culís emprendieron la marcha. El lama, reconfortado por el sueño y el al-
cohol, no necesitó más que el apoyo del hombro de Kim para caminar, con su paso silencioso y de largas
zancadas. Marcharon durante una hora sobre la hierba, salpicada de cuando en cuando por lajas
1
de pizarra,
bordearon un escarpado imperecedero y descubrieron un paisaje nuevo, completamente invisible desde el
valle de Chini. Un prado inmenso se ensanchaba en forma de abanico, ascendiendo hacia la nieve. En su
base se encontraba un pequeño rellano de menos de un acre de superficie, sobre el cual se alzaban unas
cuantas chozas de madera y adobe. Detrás de ellas -porque, según la costumbre de la montaña, se hallaban
situadas en el borde mismo de todas las cosas-, se abría un precipicio de dos mil pies de profundidad hasta
el muladar de Shamlegh, adonde ningún hombre había descendido jamás.
Los culís no hicieron el menor intento de repartirse el botín hasta que el lama quedó recostado en la me-
jor habitación del lugar, al cuidado de Kim, que le frotaba los pies según costumbre mahometana.
- Enviaremos comida y el kilta envuelto en la tela roja -dijo el hombre de Ao-chung-. Al amanecer no
quedará nadie que pueda delatarnos en modo alguno. Si quieres desprenderte de alguna cosa de las que
tiene el kilta..., mira por aquí.
1
laja: piedra plana y de poco espesor.
Y señalando la ventana -que se abría sobre el espacio, lleno de la luz de la luna reflejada por la nieve-
arrojó por ella una botella de whisky vacía.
- No te canses de esperar el ruido de la caída. Éste es el fin del mundo -y, diciendo esto, se marchó.
El lama se acercó también para mirar, apoyando las manos en el alféizar
2
; sus ojos brillaban como ópa-
los amarillos. Del inmenso abismo que se extendía ante él surgían blancos picachos, como si anhelaran la
luz de la luna. El fondo de la sima se hundía en la oscuridad tan profunda como la de los espacios interpla-
netarios.
- Éstas -dijo lentamente- son mis verdaderas montañas. Así es como debería permanecer siempre el hom-
bre, encaramado sobre el mundo, alejado de sus delicias, meditando sobre profundos problemas (1).
- Sí; si tiene un chela que le prepare el té, le doble una manta para la cabeza y espante a las vacas preña-
das.
Una lámpara humeante ardía en su nicho, pero el resplandor de la luna llena dominaba por completo, y
en esta mezcla de luces Kim se movía como un fantasma de elevada estatura, inclinado sobre las tazas y los
fardos de provisiones.
- ¡Ay! Ahora que se me ha enfriado la sangre, tengo la cabeza atontada y dolorida, y siento como si me
apretasen con una cuerda alrededor de la nuca.
- No es extraño. El golpe fue muy fuerte. Quiera Dios que el que te lo dio...
- No hubiera ocurrido nada malo a no ser por mis pasiones.
- ¿Qué ocurrió de malo? Tú salvaste a los sahibs de una muerte que merecían cien veces.
2
alféizar: vuelta que hace la pared en el corte de una puerta o ventana.
(1) La escena es evangélica: el maestro es tentado en la montaña (cuando es golpeado por el ruso en el capítulo anterior), pero su-
pera la prueba, para aleccionamiento del discípulo. La filosofía del lama se expone, a través de su experiencia, con claridad. Además
de las acciones externas, están las vivencias del alma, que pueden ser malvadas si las inspira el deseo o la pasión; y por tanto, apartan
del camino de la liberación total.
- No has comprendido bien la lección, chela -el lama descansaba sobre una manta doblada, mientras Kim
se ocupaba en los rutinarios quehaceres de todas las noches-. El golpe no fue más que una sombra sobre
otra sombra. El mal en sí mismo (¡mis piernas se fatigan a cada paso estos últimos días!) encontró otro mal
en mí: cólera, rabia y un vivo deseo de devolver el mal. Y encendiéndome la sangre, despertó un tumulto
en mi estómago y ensordeció mis oídos. -Al llegar aquí, el lama, tomando la taza de manos de Kim, se puso
a beber el té hirviendo con ritual ceremonioso-. Si yo hubiese estado libre de las pasiones, el mal no me
hubiera causado más que un daño corporal, una magulladura o una cicatriz; lo cual no es más que ilusión.
Pero mi espíritu no estaba suficientemente purificado, y se despertó en mí un deseo ardiente de dejar que lo
matasen los hombres de Spiti. Al tener que combatir este deseo, mi alma se desgarró, y esta lucha me causó
más daño que mil golpes. Hasta que no repetí las Bendiciones (quería decir, sin duda, las bienaventuranzas
budistas), no logré conquistar la calma. Pero el mal que penetró en mí por ese momento de descuido hace
su efecto hasta el final. ¡Justa es la Rueda, que no se desvía ni un pelo! Aprende la lección, chela.
- Es demasiado elevada para mí -murmuró Kim-. Todavía estoy muy excitado, y siento una gran satisfac-
ción en haber golpeado a aquel hombre.
- Ya lo noté cuando dormía apoyado en tus rodillas, allá abajo, en el bosque. Y eso me inquietaba entre
sueños..., el mal de tu alma penetraba en la mía. Y, sin embargo, por otra parte -añadió sacando el rosario-
he adquirido mérito salvando dos vidas, las vidas de aquellos que me ofendieron. Ahora necesito meditar
acerca de la Causa de las Cosas. La nave de mi alma zozobra.
- Duerme y te fortalecerás. Eso es lo más prudente.
- Meditaré; es mucho más necesario de lo que tú crees. Hora tras hora hasta el amanecer, mientras la luz
de la luna palidecía sobre los picos elevados, y lo que había sido negrura total en las laderas de las monta-
ñas se transformaba en el verde suave de los bosques, el lama permaneció con la vista fija en la pared. De
vez en cuando exhalaba el viejo un quejido. Por la parte de afuera de la puerta, cerrada con una tranca, po-
día oírse a las desconcertadas vacas, que se acercaban a preguntar por su viejo establo, mientras los habi-
tantes de Shamlegh y los culís se entregaban a un ruidoso y desenfrenado saqueo. El hombre de Ao-chung
era su jefe, y una vez abrieron las latas de conserva de los sahibs y descubrieron que estaban muy buenas,
no se atrevieron a regresar. El estercolero de Shamlegh se llenó de latas vacías.
Cuando Kim, después de una noche llena de pesadillas, salió furtivamente a lavarse la boca al aire frío de
la mañana, una mujer de piel clara con un tocado repleto de turquesas quiso hablar con él a solas.
- Los otros se han ido. Han dejado este kilta para ti, según prometieron. Yo aborrezco a los sahibs, pero
deseo que nos hagas un sortilegio a cambio, porque no queremos que la aldea de Shamlegh cobre mala fa-
ma a causa de ese... accidente. Yo soy la Mujer de Shamlegh -y le miró fijamente con ojos audaces y bri-
llantes, que contrastaban con las miradas furtivas que generalmente tienen las montañesas.
- Con mucho gusto. Pero ese encantamiento tiene que hacerse en secreto.
La mujer levantó el pesado kilta como si fuera un juguete y lo arrojó dentro de su propia choza.
- ¡Sal y atranca la puerta! Que no entre nadie hasta que haya terminado -dijo Kim.
- Pero después..., ¿podremos... hablar?
Kim volcó el kilta en el suelo: una cascada de instrumentos de topografía, libros, diarios, cartas, mapas y
correspondencia indígena perfumada con esencias extrañas. En el fondo apareció una bolsa con bordados,
que contenía un documento sellado, dorado y coloreado como los que los reyes se envían entre sí. Kim con-
tuvo la respiración, entusiasmado, y durante algún tiempo repasó la situación desde el punto de vista de un
sahib.
«Los libros no los necesito para nada. Además, son tablas de logaritmos..., topografía, supongo». Los pu-
so a un lado. «Las cartas no las entiendo, pero el coronel Creighton sí las comprenderá. Deben guardarse
todas. Los mapas, (¡los hacen mucho mejor que yo! ), por supuesto. Toda la correspondencia con los indí-
genas, ¡ah!, y sobre todo el murasla
3
». Olió la bolsa con bordados. «Ésta debe de ser de Hilás o Bunár, y
Hurree esta vez me dijo la verdad. ¡Caramba! Lo que es ahora sí que hemos hecho una buena presa. Me
gustaría que lo supiera el babú... El resto lo tiraré por la ventana». Examinó una espléndida brújula de to-
pógrafo y el extremo brillante de un teodolito
4
. Pero, después de todo, un sahib no debe robar, y aquellos
objetos podrían resultar pruebas embarazosas más adelante. Clasificó y ordenó todos los papeles manuscri-
tos, todos los mapas y las cartas de los indígenas, y formó con ellos un paquete flexible. En otro montón
apartó los tres libros sólidamente encuadernados con cierres y los cinco libritos de notas estropeados por el
uso.
3
murasla: la credencial del Rey, el documento.
4
teodolito: es un instrumento para medir ángulos.
«Las cartas y el murasla los llevaré en el pecho y bajo el cinturón, y los libros manuscritos los pondré en
el fardo de las provisiones. Pesará mucho. No. No creo que me quede nada más. Si hubiera algo más, los
culís lo habrán tirado al khud
5
. Ahora, vosotros iréis allí también». Volvió a empaquetar en el kilta todo lo
que no le servía y lo alzó hasta el alféizar de la ventana. Por debajo, y a mil pies de profundidad, se exten-
día un banco de niebla extenso, redondeado e inmóvil, que se hallaba todavía fuera del alcance de los rayos
del sol matinal. Y mil pies más abajo, las verdes copas de los pinos centenarios aparecían como un lecho de
musgo cuando una ráfaga de viento desvanecía un poco la niebla.
- ¡No! ¡Yo creo que nadie irá a buscaros!
El cesto cayó dando vueltas y derramó todo su contenido durante el descenso. El teodolito chocó contra
la punta saliente de una roca y estalló como una granada; los libros, tinteros, cajas de pinturas, brújulas y
reglas se desparramaron en el aire durante un momento, como un enjambre de abejas. Pero pronto se per-
dieron de vista, y aunque Kim, con medio cuerpo fuera de la ventana, aguzó cuanto pudo sus finos oídos,
no logró percibir ningún sonido desde el fondo del abismo.
«Con quinientas..., con mil rupias no se compraría todo eso», pensaba tristemente. «Ha sido un despilfa-
rro, pero tengo todas sus otras cosas..., todo lo que han hecho..., espero. ¿Cómo de monios me las arreglaría
para comunicárselo al babú y qué demonios se supone que debo hacer? ¡Y mi viejo, enfermo! Necesito
envolver las cartas en un trozo de hule. Esto es lo más urgente, pues si no se van a manchar con el sudor...
¡Y estoy completamente solo!». Las envolvió cuidadosamente en un paquete, doblando el rígido y pegajoso
hule en las esquinas, pues su vida andariega le había enseñado a ser tan metódico en todos los asuntos del
camino como puede serlo un viejo cazador. Después, y con el mismo cuidado, empaquetó los libros en el
fondo del saco de las provisiones.
La mujer llamó a la puerta.
5
khud: precipicio.
- Pero, ¡si no has hecho ningún encantamiento! -dijo mirando alrededor.
- No hizo falta. -Kim había olvidado por completo la necesidad de aquellas palabras milagrosas. La mu-
jer se echó a reír sin el menor respeto, al notar su confusión.
- Ninguna... para ti. Tú puedes hacer un encantamiento en un abrir y cerrar de ojos. ¡Pero piensa lo que
será de nosotros, pobre gente, cuando te hayas ido! Esta noche estaban todos demasiado borrachos para
escuchar a una mujer. ¿Es que tú también estás borracho?
- Yo soy sacerdote -dijo Kim algo repuesto; y como la mujer no tenía precisamente mal aspecto, conside-
ró oportuno insistir en su profesión.
- Yo les dije que los sahibs estarían indignados y harían averiguaciones y enviarían un informe al Rajá.
También está con ellos el babú. Los funcionarios tienen la lengua larga.
- ¿Y eso es lo que te apura? -Kim había trazado ya su plan; así es que sonrió cautivadoramente.
- No es sólo eso -dijo la mujer, extendiendo su mano áspera y morena, completamente cubierta de tur-
quesas engastadas en plata.
- Te tranquilizaré en seguida -continó Kim rápidamente-. El babú es el mismo hakim (¿has oído hablar de
él?) que ha estado vagando por las montañas de Ziglaur. Lo conozco bien.
- Sí, pero lo delatará todo si le prometen una recompensa. Los sahibs no distinguen a un montañés de
otro, pero los babús tienen ojos para los hombres y... para las mujeres.
- Llévale un mensaje de mi parte.
- Por ti soy capaz de hacerlo todo.
Kim aceptó tranquilamente la lisonja, como deben hacer todos los hombres en aquellos parajes en que
son las mujeres las que toman la iniciativa en el amor, arrancó una hoja de papel de una libreta, y con un
lápiz imborrable escribió en grosero shikast
6
, (el tipo de escritura que usan los niños traviesos cuando es-
criben porquerías en las paredes): «Tengo todo lo que han escrito: sus dibujos de la zona y muchas cartas.
Especialmente el murasla. Dime qué hago. Estoy en Shamlegh-bajo-laNieve. El viejo está enfermo.»
6
shikast: letras mayúsculas sin ligar.
- Llévale esto y seguro que cerrala boca. No puede estar muy lejos.
- Seguramente. Todavía están en el bosque, al otro lado del risco. Nuestros chiquillos fueron a vigilarlos
en cuanto empezó a amanecer, y nos han informado a gritos de sus movimientos.
Kim no pudo ocultar su asombro; del extremo del prado donde pastaban los carneros surgió un chillido
agudo y penetrante, como el de un milano. Era un niño que cuidaba del ganado, y se entendía así con algu-
nos de sus hermanos que debían de encontrarse en la lejana vertiente que desciende hasta el valle de Chini.
- Mis maridos han salido también a recoger leña -añadió la mujer sacando de su seno un puñado de nue-
ces; abrió una de ellas con mucha destreza y empezó a comérsela. Kim fingió que no se daba cuenta (2).
- ¿Sabes tú lo que significan la nueces..., sacerdote? -dijo tímidamente, alargándole las cáscaras vacías.
- Bien pensado -exclamó Kim metiendo rápidamente el pedazo de papel entre las dos cáscaras-. ¿Tienes
un poco de cera para evitar que se abran?
La mujer suspiró lánguidamente, y Kim se enterneció un poco.
- No deben pagarse los servicios hasta que se han efectuado. Llévale esto al babú y dile que te lo entregó
el Hijo del Encanto.
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! Un mago... que se parece a un sahib.
- No, un Hijo del Encanto, y le preguntas si tiene que darme alguna respuesta.
- Pero, ¿y si me contesta alguna grosería? Yo... yo tengo miedo.
Kim se echó a reír.
- Verdaderamente, estará muy cansado y muy habriento. Las montañas son malas compañeras de cama.
¡Ay ...! -tuvo en la punta de la lengua exclamar «¡madre mía!», pero lo convirtió en un «¡hermana mía!»-,
eres una mujer prudente e ingeniosa. En este momento, todas las aldeas del contorno sabrán ya lo que les ha
ocurrido a los sahibs..., ¿eh?
(2) La nuez parece tener una simbología sexual: la montañesa la muestra como indicio erótico. Kim rechazará su iniciativa. Por lo
demás, este capítulo muestra la organización matriarcal de estas aldeas.
- Es verdad. Las noticias llegaron a Ziglaur a media noche, y para mañana lo sabrán ya en Kotgarh. Las
aldeas sienten a un tiempo cólera y miedo.
- No hay ninguna necesidad. Al pasar por las aldeas di que preparen alimentos a los sahibs y los dejen
marchar en paz. Debemos procurar que abandonen discretamente nuestros va lles. Una cosa es robar..., y
otra matar. El babú se hará cargo y no nos molestará después con sus quejas. Anda, vete pronto. Necesito
estar al lado de mi maestro para atenderle cuando se despierte.
- Bueno, haré lo que has dicho. Después del servicio..., ¿no lo has prometido?..., viene la recompensa.
Soy la Mujer de Shamlegh y mando en la aldea por orden del Rajá. No me dedico, como una mujer vulgar,
a parir niños. Todo Shamlegh es tuyo: cascos, cuernos y pieles, leche y mantequilla. Tómalo o déjalo.
Y dando rápidamente la vuelta, emprendió la ascensión a la montaña en busca del sol matinal, que brilla-
ba a mil quinientos pies por encima de ellos; sus collares de plata tintinea ban sobre su voluminoso seno.
Esta vez el pensamiento de Kim se expresó en idioma indígena, mientras sellaba cuidadosamente las esqui-
nas de los paquetes envueltos en el hule.
«¿Cómo puede un hombre seguir la Senda o el Gran juego, estando siempre importunado por las muje-
res? Primero fue aquella muchacha de Akrola del Vado; después la mujer del pinche de cocina, detrás del
palomar..., eso sin contar las otras, ¡y ahora viene ésta! Cuando yo era niño no tenía importancia, pero aho-
ra soy un hombre y ellas no me quieren mirar como un hombre. ¡Nueces, ya lo creo! ¡Ja, ja! ¡En la llanura
son almendras!»
Salió para efectuar una recolección por la aldea, pero no con el cuenco de limosna, como se acostumbra
en las tierras bajas, sino con aire principesco. La población estival de Sham legh se componía únicamente
de tres familias: cuatro mujeres y ocho o nueve hombres. Todas estaban bien provistas de latas de conserva
y bebidas variadísimas, desde quinina amoniacal a vodka blanco, por haber recibido todo lo que les corres-
pondía en el reparto de la noche anterior. Hasta habían cortado en pedazos la lona de las tiendas de campa-
ña y se la habían repartido. En todas las chozas se veían cacerolas de aluminio patentadas.
Estaban convencidos de que la presencia del lama constituía para ellos una absoluta salvaguarda contra
todas las consecuencias del pillaje, y asediaban a Kim con obsequios; hasta le hacían beber chang, cerveza
de cebada que llegaba hasta aquellos parajes por el camino de Ladakh. En seguida salieron a calentarse al
sol, con la piernas colgando sobre el abismo insondable, charlando, riendo y fumando. Juzgaban a la India
y a su Gobierno por su experiencia sobre los pocos viajeros sahibs que los habían empleado como shika-
rris. Kim les oyó narrar historias de caza en las que algunos sahibs, que reposaban en sus tumbas hacía ya
veinte años, habían marrado
7
su puntería al tirar sobre cabras monteses o marjores; cada detalle de las
aventuras se destacaba como si estuviese iluminado por detrás, igual que las ramas de la copa de un árbol
se dibujan contra la luz de los relámpagos. Le explicaron sus enfermedades, y sobre todo (por ser para ellos
aún más importante), las de su pequeño ganado de patas bien firmes; le contaron sus correrías, en las que
llegaban hasta Kotgarh, donde viven extraños misioneros, y más lejos aún, hasta la maravillosa Simla, cu-
yas calles están pavimentadas de plata y en donde cualquiera, así como suena, cualquiera puede trabajar al
servicio de los sahibs, que pasan montados en coches de dos ruedas y gastan dinero a espuertas. Al cabo de
un rato, grave y abstraído, andando penosamente y con trabajo, se acercó el lama al corro que charlaba bajo
los aleros, y todos se apresuraron a dejarle un sitio muy amplio. El aire suave lo reconfortó y se sentó al
borde del precipicio, al lado del hombre más caracterizado, y cuando la conversación languidecía, se entre-
tenía dejando caer piedrecillas al abismo. Frente a ellos, y a treinta millas de distancia, a vuelo de pájaro, se
alzaba la siguiente cordillera, accidentada, cubierta de pequeñas manchas de vegetación, que en realidad
constituían enormes bosques, cada uno de los cuales precisaba, para atravesarlo y ver la luz de nuevo, un
día de marcha. Por detrás de la aldea, la montaña de Shamlegh tapaba toda la vista por el lado sur. Parecía
como si estuviesen sentados en un nido de golondrinas situado bajo el alero del tejado del mundo.
De vez en cuando el lama extendía la mano, y a la más mínima sugerencia, hecha en voz baja, señalaba el
camino que conduce a Spiti y se interna hacia el norte a través del Parungla.
7
marrar: errar, fallar.
- Más allá de ese hacinamiento de montañas se encuentra De-ch,en’ (quería decir Han-lé), el gran monas-
terio construido por s'Tag-stan-ras-ch'en, y del cual es esta historia.
Y relató el cuento: una narración fantástica llena de milagros y hechicerías que dejó mudo de asombro a
todo Shamlegh. Volviéndose un poco hacia el oeste, preguntó por las verdes colinas de Kulú, y buscó Kai-
lung (3) bajo los glaciares.
- Porque de allí vine yo, en los viejos tiempos, en días ya lejanos. Vine desde Leh sobre el Baralachi.
- Sí, sí; lo conocemos -dijeron los hombres de Shamlegh, todos ellos grandes viajeros.
- Y me alojé dos noches con los sacerdotes de Kailung. ¡Ésas son las montañas que más placer me pro-
ducen! ¡Benditas sombras por encima de las demás sombras! Allí se abrieron mis ojos a este mundo; allí
encontré la Iluminación; y allí me preparé los lomos para emprender mi Búsqueda. De las elevadas monta-
ñas descendí..., ¡las altas montañas y los vientos fuertes! ¡Oh, justa es la Rueda!
Y bendijo las montañas y todos sus accidentes; los grandes glaciares, las rocas desnudas, las morrenas
8
apiladas y los desmoronados esquistos
9
; las áridas mesetas, los escondidos lagos salobres, los árboles cen-
tenarios y los fértiles vallecitos irrigados, como bendeciría un hombre agonizante a toda su familia, y Kim
quedó asombrado al contemplar la pasión con que lo relataba.
- Sí..., sí. No hay nada como nuestras montañas -murmuró la gente de Shamlegh. Y se maravillaron de
cómo podrían vivir los hombres en la terrible y calurosa llanura, donde el ganado crece hasta el tamaño de
los elefantes y no saben labrar en terrenos pendientes; donde, según habían oído decir, las aldeas se tocan
unas a otras, durante cientos y cientos de millas; donde la gente robaba en cuadrillas, y lo que dejaban los
ladrones acababa de llevárselo la policía.
Así fue deslizándose la mañana apacible, al terminar la cual descendió la mensajera de Kim por la abrup-
ta pendiente de los pastos, tan reposada como cuando emprendió la partida.
8
morrena: montón de piedras formado en el borde de un helero (que es una acumulación de hielo por debajo de las nieves perpe-
tuas).
9
esquisto: roca pizarrosa.
(3) Monasterio tibetano.
- Es que le he enviado un recado al hakim -explicó Kim, mientras ella se inclinaba ante él haciendo una
profunda reverencia.
- ¿Se unió a los idólatras? No, ahora me acuerdo que curó a uno de ellos. Ha adquirido méritos, aunque
aquel a quien curó emplease sus fuerzas para el mal. ¡Justa es la Rueda! ¿Qué dice el hakim?
- Yo temí que estuviese magullado y..., sabía que es un hombre prudente. -Kim tomó las cáscaras de nuez
pegadas con cera y leyó en inglés lo escrito por detrás de la nota: «Recibida tu atenta. Imposible abandonar
ahora actuales acompañantes, pero los conduciré hasta Simla. Después espero unirme con vosotros. In-
oportuno seguir señores encolerizados. Volved por mismo camino que vinisteis, y ya os alcanzaré. Alta-
mente satisfecho acerca correspondencia debida a mi previsión». Santo, dice que piensa escapar de la
compañía de los idólatras y reunirse con nosotros. ¿Lo esperaremos, entonces, algún tiempo en Shamlegh?
El lama dirigió una larga y amorosa mirada a las montañas y sacudió la cabeza.
- No puede ser, chela. Lo deseo con toda mi alma, pero me está prohibido. He visto la Causa de las Co-
sas.
- ¿Por qué no hemos de permanecer aquí, si las montañas te devuelven la fuerza por momentos? Acuér-
date de lo débiles y escuálidos que estábamos allá abajo en el Dun.
- Mi fortaleza no me sirvió más que para hacer el mal y olvidar mi misión. Cuando penetré en las monta-
ñas me volví camorrista y matón. -Kim tuvo que esconderse para disimular una sonrisa-. Justa y perfecta es
la Rueda, que no se desvía ni un pelo. Cuando yo era joven (hace muchísimo tiempo) hice una peregrina-
ción a Guru Ch'wan
(4) entre los álamos -añadió señalando hacia el Bhotan (5)-, donde se conserva el Ca-
ballo Sagrado.
- ¡Quietos! ¡Estaos quietos! -gritaron los de Shamlegh, todos a una-. Está hablando de Jam-lin-nin-k'or, el
Caballo que Puede Dar la Vuelta al Mundo en un Día.
(4) Otro monasterio tibetano, que todavía se conserva.
(5) Es un Estado al sur del Himalaya y norte de la India, de altas montañas y profundos valles. Los británicos establecieron un do-
minio más efectivo sobre algunas zonas fértiles a partir de 1860.
- Yo no hablaba más que a mi chela -dijo el lama con tono de suave reproche, y todos se apartaron como
la escarcha que resbala por las mañanas en los aleros expuestos al mediodíaEn aquellos días yo no buscaba
la verdad, sino conversar sobre la doctrina. ¡Todo ilusión! Bebí la cerveza y comí el pan de Guru Ch'wan.
Al día siguiente alguien dijo: «Vamos a luchar contra Sangor Gutok abajo en el valle, para averiguar (¡ob-
serva una vez más cómo la Concupiscencia está ligada a la Cólera!) qué abad presidirá todo el valle, y se
beneficiará de las ganancias de las oraciones que imprimen en Sangor Gutok». Allí fuimos, y luchamos
durante un día.
- Pero, ¿cómo, santo?
- Con nuestros largos estuches de plumas, como podría haber demostrado... Ya te digo, combatimos bajo
los álamos, tanto los abades como los monjes, y uno de ellos me hizo una brecha en la frente que me dejó a
la vista el hueso. ¡Mira! -y quitándose el gorro, mostró una arrugada cicatriz plateada-. ¡Justa y perfecta es
la Rueda! Ayer por la tarde me golpearon en la cicatriz, y después de cincuenta años recordé perfectamente
cómo me la hicieron y la cara del que me la causó; y en seguida ocurrió lo que ya presenciaste..., contienda
y estupidez. ¡Justa es la Rueda! El golpe del idólatra vino a dar sobre la cicatriz. Entonces sufrí un gran
estremecimiento, mi alma se oscureció y la barca de mi alma se meció en las aguas de la ilusión. Hasta que
llegué a Shamlegh no pude meditar acerca de la Causa de las Cosas, ni descubrir las enmarañadas raíces del
Mal. Yo he meditado durante toda esta larga noche.
- Pero, santo, tú eres inocente de todo ese mal. ¡Déjame ser tu sacrificio!
Kim estaba sinceramente apenado al ver la angustia del viejo, y la frase de Mahbub Alí se le escapó sin
darse cuenta. - Al amanecer -continuó con más gravedad, pasando las cuentas del rosario entre las lentas
frases-, descendió al fin la iluminación. Es ésta... Yo soy un viejo..., criado y alimentado en las montañas, y
sin embargo no volveré jamás a descansar entre mis montañas. Hace tres años que viajo por la India, pero...
¿podrá la tierra de que estamos hechos ser más fuerte que la Madre Tierra? Mi estúpido cuerpo ansiaba las
montañas y la nieve de las montañas cuando estaba allá abajo. Yo dije, y eso es verdad, que mi Búsqueda
no puede fracasar. Así, me dirigí a la casa de la mujer de Kulú, porque estaba en dirección del camino de
las montañas, engañándome a mí mismo. No hay que culpar al hakim. Predijo (siguiendo el impulso de mi
Deseo) que las montañas me fortalecerían. Y esta fuerza que adquirí no me sirvió más que para hacer el
mal y olvidar mi Búsqueda. Me delei con la vida y las sensualidades de la vida. Deseaba encontrar fuertes
pendientes por donde trepar, y hasta desviaba el camino por buscarlas. Contrastaba la fuerza de mi cuerpo,
que es un mal, contra las elevadas montañas. Y aun me burlé de ti cuando te faltaba el aliento bajo Jamno-
tri, y cuando no te atrevías a hacer frente a la ventisca de nieve en el desfiladero.
- Pero ¿qué mal hay en eso? Yo tenía miedo. Era justo. Yo no soy un montañés, y te admiraba por tu
nueva fortaleza.
- Recuerdo que más de una vez -añadió, descansando una mejilla sobre la mano con aire melancólico-
busqué tu alabanza o la del hakim, por la mera fuerza de mis piernas. Y así el mal siguió al mal hasta col-
mar la copa. ¡Justa es la Rueda! Toda la India durante tres años me acogió con todos los honores. Desde la
Fuente de Sabiduría de la Casa Maravillosa hasta -el lama sonrió- un chicuelo que jugaba al lado de un gran
cañón..., todo el mundo preparaba mi camino. ¿Y por qué?
- Porque te queríamos. Eso no es más que la fiebre producida por el golpe. Yo mismo todavía tiemblo y
estoy enfermo.
- ¡No! Eso era porque yo estaba sobre la Senda, afinado, como lo están los si-nen (címbalos)
(6) a los
propósitos de la Ley. Me separé de esa regla. La armonía se rompió: siguió el castigo. En mis propias mon-
tañas, junto a mi propio país, en el mismo sitio donde se produjeron mis malos deseos, vino el golpe...
¡aquí! -Se tocó la frente-. Como se castiga a un novicio cuando no pone en su sitio las tazas, así me han
castigado a mí, que fui abad de Such-zen. Sin una palabra, fíjate bien, nada más que un golpe, chela.
- Pero los sahibs no te conocían, santo.
- Éramos tal para cual. La Ignorancia y el Deseo se cruzaron en el camino con la Ignorancia y el Deseo, y
engendraron la Cólera. El golpe ha sido para mí un aviso de que yo no soy mejor que un yak
10
descarriado
y que mi sitio no está aquí. ¡Quien puede ver con claridad la Causa de un hecho, se halla próximo a la Libe-
ración! «Vuelve al Sendero», dice el Golpe. «Las montañas no son para ti. Tú no puedes elegir la Libera-
ción y al mismo tiempo permanecer esclavo de las delicias de la vida.»
- ¡Ojalá no hubiéramos encontrado a ese maldito ruso!
10
yak: toro doméstico del Tíbet.
(6) El címbalo es un instrumento musical: los platillos. El símil quiere mostrar la necesidad de armonizar los actos con las normas
religiosas.
- Nuestro Señor mismo no puede hacer que la Rueda marcha atrás. Y por el mérito que yo tenía adqui-
rido he podido comprender otro aviso. -Metió la mano en su seno y sacó la Rueda de la Vida-. ¡Mira! Lo he
comprendido después de haberlo meditado. El idólatra la ha desgarrado por completo, excepto en este ex-
tremo, donde queda unida por un espacio no más ancho que la uña.
- Ya lo veo.
- No es más lo que le resta de vida a este cuerpo. Yo he servido a la Rueda durante toda mi vida. Ahora la
Rueda me sirve a mí. Si no hubiera sido por el mérito que yo adquirí al iniciarte en la Senda, todavía hubie-
ra tenido que vivir otra vida antes de encontrar mi Río. ¿No está esto claro, chela?
Kim miró el dibujo, brutalmente desfigurado. De izquierda a derecha corría el desgarrón diagonalmente,
y desde la Mansión Undécima, donde el Deseo da nacimiento al Niño (tal como éste es dibujado por los
tibetanos), atravesaba los mundos humano y animal, hasta la Mansión Quinta, la mansión vacía de los Sen-
tidos. La lógica era inexorable.
- Antes de que Nuestro Señor fuera iluminado -continuó el lama, enrollando el dibujo reverentemente-,
fue tentado. Yo también he sido tentado, pero ya he terminado la prueba. La Flecha cayó en las llanuras...,
no en las montañas. Por lo tanto, ¿qué hacemos aquí?
- ¿No esperaremos, por lo menos, hasta que venga el hakim?
- Yo sé cuánto tiempo viviré en este cuerpo. ¿Qué puede hacer un hakim?
- Pero tú estás enfermo y excitado. No puedes caminar.
- ¿Cómo voy a estar enfermo, si veo ante mí la Libertad? -dijo poniéndose de pie torpemente.
- Entonces es preciso que consiga provisiones en la aldea. ¡Ay, otra vez ese camino fatigoso! -Kim nota-
ba que también él necesitaba descanso.
- Eso es lícito. Comamos y vayámonos. La Flecha cayó en las llanuras..., pero yo sucumbí al Deseo.
Arréglalo todo en seguida, chela.
Kim se volvió hacia la mujer con el tocado de turquesas, que se había entretenido en arrojar piedrecitas
por el precipicio. Ella, al verlo, sonrió cariñosamente.
- Encontré al babú como un búfalo perdido en un campo de maíz..., resoplando y estornudando por el
frío. Tenía tanta hambre que olvidó su dignidad y me dirigió palabras amables. Los sahibs no tienen nada -
y extendió la palma vacía de su mano-. Uno de ellos está muy enfermo del estómago. ¿Fue obra tuya?
Kim asintió, con brillo en los ojos.
- Primero hablé con el bengalí..., y después con la gente de una aldea vecina al lugar en donde están. Los
sahibs recibirán todo el alimento que necesiten..., y la gente no les cobrará nada. El botín ya está repartido.
Ese babú no hace más que decirles mentiras a los sahibs. ¿Por qué no los abandona?
- Porque tiene un corazón muy grande.
- El corazón de un bengalí no llega a ser como una nuez seca. Pero no importa... Ahora que hablamos de
nueces. Después del servicio viene la recompensa. Ya te he dicho que la aldea es tuya.
- Yo me la pierdo -empezó Kim-. Hasta hace un momento había estado haciendo planes deliciosos para
mi corazón, que... -No hay ninguna necesidad de continuar detallando todos los cumplidos que siguieron,
propios de tales ocasiones. Kim terminó suspirando profundamente... -. Pero el maestro, impulsado por una
visión...
- ¡Humm! ¿Qué pueden ver unos ojos cargados de años sino un cuenco de limosnas bien repleto?
- ...quiere volverse otra vez a las llanuras.
- Ruégale que se quede.
Kim sacudió la cabeza.
- Conozco a mi santo, y también su cólera si se le contradice -replicó con convicción-. Sus maldiciones
hacen temblar a las montañas.
- ¡Lástima que no le sirvan para evitar que le rompan la cabeza! He sabido que fuiste tú el valiente que
golpeó al sahib. Deja al santón que sueñe tranquilo un rato. ¡Quédate!
- Mujer de las montañas -dijo Kim con una austeridad que no lograba endurecer los rasgos de su ovalado
semblante juvenil-, esos asuntos son demasiado sublimes para ti.
- ¡Que los dioses se apiaden de nosotros! ¿Desde cuándo los hombres y las mujeres son otra cosa que
hombres y mujeres?
- Un sacerdote es un sacerdote. Dice que quiere marcharse en este mismo momento. Yo soy su chela y
tengo que irme con él. Necesitamos comida para el camino. En todas las aldeas lo reciben con deferencia,
pero -añadió haciendo una mueca propia de un chiquillo- la comida aquí es muy buena. Prepárame un poco.
- ¿Y si no te la diese? Soy la mujer de esta aldea.
- Entonces, te maldeciría... un poco..., no mucho, pero lo bastante para que te acordaras -dijo sin poder
contener una sonrisa.
- Ya me has echado bastantes maldiciones con tus párpados entornados y tu barbilla levantada. ¿Maldi-
ciones? ¿Quién se preocupa de simples palabras? -Apretó los puños contra el pecho-. Pero no quiero que te
vayas enfadado y pensando mal de mí, una cosechera de hierba y estiércol de vaca de Shamlegh, y, sin em-
bargo, una mujer acaudalada.
- Yo no pienso nada, sino que siento mucho marcharme porque estoy muy cansado y necesitamos comi-
da. Aquí está el saco.
La mujer se lo arrebató encolerizada.
- Me he comportado estúpidamente -dijo-. ¿Quién es tu mujer de las llanuras? ¿Blanca o de color? Yo
también fui blanca en otro tiempo. ¿Te ríes? Una vez, hace mucho tiempo, aunque no me creas, un sahib
me miró con buenos ojos. Una vez, hace mucho tiempo, vestía con trajes europeos en la casa de la Misión,
que está allá abajo -añadió señalando hacia Kotgarh-. Una vez hace mucho tiempo, era yo kiristiana y
hablaba inglés, lo mismo que los sahibs. Sí. Mi sahib me dijo que regresaría y se casaría conmigo..., sí, que
se casaría conmigo. Se fue..., yo lo había cuidado mientras estuvo enfermo..., pero no volvió más. Entonces
comprendí que los dioses de los kiristianos mentían y volví con mi gente... Desde aquel día no he vuelto a
mirar a ningún sahib. (No te rías. La crisis ya pasó, pequeño sacerdote). Tu semblante y tu manera de andar
y hablar me recordaron a mi sahib, aunque tú no eres más que un mendigo vagabundo a quien he dado li-
mosna. ¿Que vas a maldecirme? ¡Tú no puedes ni maldecir ni bendecir! -y poniéndose en jarras se echó a
reír amargamente-. Tus dioses son mentira; tus obras son mentira; tus palabras son mentira. No hay dioses
bajo los cielos, yo lo sé... Pero por un instante he creído que había vuelto mi sahib y él era mi Dios. Sí; en
otro tiempo tocaba yo el piano en la casa de la Misión en Kotgarh. Ahora doy limosna a sacerdotes que son
gentiles. -Concluyó con esta palabra inglesa, y cerró el saco, ya atestado.(7)
- Te estoy esperando, chela -dijo el lama, apoyándose en la jamba
11
de la puerta.
La mujer miró de arriba abajo con su mirada la alta figura.
- ¿Andar él? ... ¡Si no puede andar ni una milla! ¿Adónde irán esos viejos huesos?
Al oír esto Kim, que ya estaba perplejo viendo la debilidad del lama y presumiendo el peso del saco, per-
dió la paciencia. - ¿Y a ti qué te importa adónde va, mujer de mal agüero? - Nada..., pero a ti sí, sacerdote
con cara de sahib. ¿Piensas llevártelo a cuestas?
- Voy a las llanuras. Nadie debe impedir mi regreso. He luchado con mi alma hasta quedar sin fuerzas. El
cuerpo estúpido se ha rendido y estamos muy lejos de las llanuras.
- ¡Míralo! -dijo sencillamente la mujer, y se apartó para dejar que Kim apreciase la situación de total im-
potencia en que se hallaba-. Maldíceme. Tal vez así pueda volverle la fuerza. ¡Haz un encantamiento! Invo-
ca a tu gran Dios, ya que eres un sacerdote. -Y dando media vuelta se marchó.
El lama tuvo que acuclillarse, sin fuerzas, en el quicio de la puerta. Un viejo no se recobra tan pronto
como un muchacho de un golpe que lo echa a rodar por tierra. La debilidad lo obligaba a inclinarse hacia la
tierra, pero sus ojos, clavados en Kim, lo miraban animados y suplicantes.
- Eso no es nada -dijo Kim-. Lo que te debilita es este aire tan suave. ¡Dentro de un momento podremos
irnos! Es el mal de las montañas. Yo también tengo el estómago un poco indis puesto... -Y, arrodillándose a
su lado, lo consoló con las pobres palabras que primero acudieron a sus labios. En aquel momento regresó
la mujer, más erguida que nunca.
11
jamba: cualquiera de las dos piezas verticales que sostienen el dintel de las puertas.
(7) Esta mujer es para el lector de Kipling la misma que protagoniza el primer relato de Cuentos de las montañas, obra de 1886.
Allí la heroína se llama Lispeth.
- No te sirven para nada tus dioses, ¿eh? Prueba con los míos. Yo soy la Mujer de Shamlegh. -A su lla-
mada ronca acudieron sus dos maridos, seguidos de otros tres hombres que salían de un establo y conducí-
an un duli, especie de rústica litera de las montañas que usan allí para conducir a los enfermos y hacer visi-
tas oficiales-. Este ganado es tuyo -dijo la mujer sin dignarse mirarlos- por todo el tiempo que lo necesites.
- Pero no iremos por el camino de Simla. No queremos acercarnos a donde están los sahibs -gritó el pri-
mer marido.
- Éstos no se escaparán, como hicieron los otros, ni robarán el equipaje. Ya sé que dos de ellos son per-
sonas sin carácter. Sonoo y Taree, coged las angarillas
12
por detrás. -Los hombres obedecieron rápidamen-
te-. Bajadla ahora, y acostad en la camilla al santo. Yo cuidaré de la aldea y de vuestras virtuosas mujeres
hasta que volváis.
- ¿Y cuándo volveremos?
- Pregúntaselo a los sacerdotes. No me molestéis más. Colocad el saco de las provisiones a los pies; así
queda mejor equilibrado.
- ¡Oh, santo, tus montañas son más amables que las llanuras! -gritó Kim, aliviado, mientras el lama se
encaminaba, tambaleante, a la camilla-. Es un lecho de reyes..., un lugar cómodo y honorable. Y todo esto
se lo debemos a...
- Una mujer de mal agüero. Tanta falta me hacen tus bendiciones como tus maldiciones. Es orden mía y
no tuya. ¡Alzad la camilla y marchaos! ¡Oye! ¿Tienes dinero para el viaje?
Y condujo a Kim a una choza, deteniéndose ante una desvencijada caja de caudales inglesa que tenía de-
bajo de su camastro.
- No necesito nada -dijo Kim, que en lugar de estar agradecido tenía muy mal humor-. Ya estoy abruma-
do por tantos favores.
Ella lo miró con una extraña sonrisa, y le puso una mano sobre el hombro.
- Al menos, dame las gracias. Tengo una cara horrible y soy una montañesa, pero al menos, según decís
vosotros, he adquirido mérito. ¿Necesito también enseñarte a dar las gracias como acostumbran los sahibs?
-y su dura mirada se ablandó.
- Yo no soy más que un sacerdote vagabundo -respondió Kim, iluminándosele los ojos-. Tú no necesitas
ni mis bendiciones ni mis maldiciones.
12
angarillas: parihuelas; camilla hecha de dos palos con un tabladillo en medio para transportar personas enfermas, por ejemplo.
- No. Pero en un momento te podría enseñar lo que deberías hacer, si fueses un sahib. Al duli puedes al-
canzarlo luego en diez zancadas.
- ¿Y qué tal si lo adivinara? -y pasándole el brazo por la cintura, la besó en las mejillas, y añadió en in-
glés-: Muchas gracias, querida mía.
El beso es una costumbre desconocida entre los asiáticos y, tal vez, fue ésa la razón por la que la mujer
de Shamlegh se echó hacia atrás, espantada, con los ojos muy abiertos.
- Otra vez-añadió Kim- no debes confiar tanto en los sacerdotes gentiles. Y ahora, adiós -y le tendió la
mano, como hacen los ingleses. Ella se la estrechó maquinalmente-. Adiós, querida mía.
- Adiós, y... y... -la mujer iba recordando una a una las palabras inglesas- ¿volverás alguna vez? Adiós,
y..., que tu Dios te bendiga.
Media hora después, mientras la desvencijada camilla subía dando tumbos por el sendero que lleva hacia
el sudeste desde Shamlegh, Kim vio una diminuta figura a la puerta de una choza, que le decía adiós con un
trapo blanco.
- Ella ha adquirido un mérito superior al de todos los demás -dijo el lama-. Porque facilitar a un hombre
el camino de la Libertad es casi tanto como alcanzarla por sí mismo.
- ¡Hum! -dijo Kim, pensando en lo ocurrido-. Y también puede ser que yo haya adquirido méritos... Por
lo menos, no me trató como a un chiquillo. -Se sujetó mejor la parte delantera de la túnica, donde llevaba el
paquete de documentos y mapas, aseguró ese valioso saco con alimentos a los pies del lama, puso la mano
en el borde de las angarillas, y redujo su marcha al lento paso de los descontentos maridos.
- Éstos adquieren también méritos -dijo el lama después de tres millas de marcha.
- Más que eso, pues se les pagará en buena plata -observó Kim. La Mujer de Shamlegh se la había dado a
él, y él consideraba que lo más correcto era que sus hombres volvieran a ganarla.
Capítulo XV
No me apartaría por un Emperador,
ni cedería el paso a un Rey.
Ante la Triple Corona no me inclinaría,
¡pero esto es algo diferente!
Contra las Potencias del Aire no quiero combatir,
¡Dejadlo pasar, centinelas!
Tended el puente levadizo. ¡Es Nuestro Señor!
¡El Soñador cuyo sueño se hizo realidad!
El asedio de las hadas
Doscientas millas al norte de Chini, sobre los esquistos azulados de Ladakh, se encuentra el alegre sahib
Yankling, examinando las cumbres con sus prismáticos, iracundo, en busca de alguna señal de su rastreador
favorito, un hombre de Ao-chung. Pero ese renegado, con un rifle Männlincher nuevo y doscientos cartu-
chos, se encuentra en otro lugar, cazando osos almizcleros para venderlos, y el sahib Yankling se enterará
en la próxima temporada de lo muy enfermo que ha estado.
Por lo alto de los valles de Bushahr (1) -las águilas de vista penetrante del Himalaya se apartaban al ver
aquella sombrilla nueva listada de azul y blanco- apresuraba su marcha un ben galí que en otro tiempo era
gordo y de buena apariencia, pero que ahora estaba flaco y curtido por la intemperie. Ha recibido las gra-
cias de dos distinguidos extranjeros, a los que ha guiado hábilmente hasta el túnel de Mashobra (2), que
conduce a la alegre y hermosa capital de la India. No fue culpa suya si, cegado por las húmedas neblinas,
pasó sin darse cuenta por la estación telegráfica de la colonia europea de Kotgarh. No fue culpa suya, sino
de los dioses, acerca de los cuales disertaba tan cautivadoramente, el que los condujera hasta la frontera de
Nahan (3), donde el Rajá de aquel Estado los tomó por desertores del ejército británico. El babú Hurree
explicó entonces la gran posición social de que disfrutaban en su país aquellos hombres que lo acompaña-
ban, hasta que el soñoliento reyezuelo sonrió. A todo el que le preguntaba, respondía el babú contando el
incidente, muchas veces... a gritos..., de mil maneras diferentes. Mendigaba la comida, preparaba los alo-
jamientos, aplicaba oportunamente una sanguijuela (4) sobre una hinchazón de la ingle -causada por un
golpe que podía provenir de haber rodado por la vertiente pedregosa de una montaña en medio de la más
profunda oscuridad- y se hizo, en suma, indispensable. El motivo de su buena voluntad decía mucho en su
favor. Estaba persuadido de que de Rusia vendría la liberación, creencia que compartían con él millones de
siervos compañeros suyos. Era un hombre miedoso y temía no poder salvar a sus ilustres jefes de la cólera
de unos campesinos excitados. Por su parte, tanto le daba golpear a un hombre santo, pero... Se hallaba
profundamente agradecido y bastante recompensado por haber hecho «lo poco que estuvo en sus manos»
para conducir la aventura -salvo la pérdida del equipaje- al mejor término posible. Se había olvidado ya de
los golpes que recibió; hasta negaba que tales golpes hubieran existido aquella noche terrible que pasaron
bajo los pinos. No quería que le pagasen ni le recompensasen, pero si lo consideraban merecedor de ello,
¿estarían dispuestos a hacerle una carta de recomendación? Eso tal vez le fuera útil más tarde si otras per-
sonas, amigos suyos, volvían por los desfiladeros. Les suplicó que se acordasen de él en su grandeza futura,
porque «opinaba sutilmente» que él, incluso él, Mohendro Lal Dutt, M. A. de la universidad de Calcuta,
«había prestado algún servicio al Estado».(5)
(1) Provincia oriental de Cachemira.
(2) Carretera montañosa que lleva a Simia, la capital veraniega de la India.
(3) A unos 90 km de Simia.
(4) Las sanguijuelas se empleaban para sangrar a los enfermos: absorben sangre hasta ocho veces su peso.
(5) Referencia paródica al último parlamento de Otelo: «I have done the state some service, and they know't...». M. A. son las siglas
(Master of Arts) que se emplean para referirse a los Licenciados en Letras.
Los extranjeros le dieron un certificado en el que alababan su cortesía, su eficacia y su infalible habilidad
como guía. El babú lo puso en el interior de su cinturón y sollozó emocionado; ¡habían pasado tantos peli-
gros juntos! Y los dirigió en pleno mediodía a través del Paseo de Simia, que estaba abarrotado de gente,
hasta el Alliance Bank, donde los extranjeros deseaban identificarse. Y allí se desvaneció como una nube
de la mañana sobre el Jakk. (6)
Helo aquí ahora, demasiado flaco para sudar, con demasiada prisa para alardear de sus medicinas ence-
rradas en la pequeña caja con refuerzos de latón, subiendo por la ladera de Shamlegh, un hombre justo que
ha alcanzado la perfección. Contempladlo cuando, dejando a un lado todas sus presunciones de babú, apa-
rece al mediodía tumbado en una hamaca fumando mientras una mujer, que lleva en la cabeza un tocado
tachonado de turquesas, señala hacia el sur a través de las desnudas lomas. Ella dice que las camillas no
viajan tan deprisa como un hombre solo, pero los pájaros que busca deben de estar ya en la llanura. El santo
no quiso quedarse, a pesar de la insistencia de Lispeth
1
. El babú se lamenta sordamente, apresta sus volu-
minosos lomos y parte de nuevo. No le importa viajar después de anochecer; pero la extensión de sus mar-
chas -no hay nadie que pueda contabilizarla- asombraría a la gente que se burla de su raza. Los aldeanos
bondadosos, que recuerdan al vendedor de medicinas de Dacca de hace dos meses, le dan cobijo para prote-
gerlo contra los malos espíritus del bosque. Pero él sueña con los dioses bengalíes, con los libros de texto
de la universidad y con la Sociedad Real de Londres, Inglaterra. Y a la mañana siguiente, la sombrilla azul
y blanca se bambolea de nuevo, siguiendo su camino.
1
Lispeth: deformación fonética de Elisabeth. La Mujer de Shamlegh.
(6) La montaña de Simia.
Al extremo del Dun, dejando considerablemente atrás el Mussuri y con la llanura extendiéndose por de-
lante, envuelta en una nube de polvo dorado, descansa una camilla desvenci jada, en la cual -todo el mundo
lo sabe en las montañas- yace un lama enfermo que busca un Río que ha de curarlo. Las aldeas se han dis-
putado, incluso a golpes, el honor de llevarlo, porque no sólo les daba el lama su bendición, sino que el
discípulo pagaba en buena moneda: la tercera parte del precio que pagarían los sahibs. El duli ha recorrido
casi doce millas diarias -y así estaban de grasientos y desgastados los extremos de las angarillas- por cami-
nos rara vez transitados por los sahibs. La camilla cruzó sobre el paso de Nilang con una tormenta, en don-
de la nieve, como fino polvo, llenó todos los pliegues de la vestidura del impasible lama; pasó entre los
negros picos de Raieng, donde oyeron el grito de las cabras monteses a través de las nubes; inclinándose
con esfuerzo al descender las pendientes pizarrosas, y mantenida a duras penas sobre hombros y mandíbu-
las apretadas cuando contorneaban las espantosas curvas de la Carretera Tallada por debajo de Bhagirati;
balanceándose y crujiendo al trote corto y firme con que descendieron al Valle de las Aguas; apresurado a
través de las planicies húmedas del valle angosto; subiendo más y más hasta encontrarse otra vez con las
rugientes ráfagas de Kedarnath; depositado, al llegar el mediodía, bajo la sombra espesa de acogedores
robledales; llevado de aldea en aldea al frío del amanecer cuando se puede perdonar incluso a las devotas
por contestar con malas palabras a hombres santos impacientes, o a la luz de las antorchas cuando el menos
temeroso piensa en fantasmas..., el duli ha cubierto su última etapa. Los montañeses de corta estatura sudan
bajo el efecto del calor todavía no muy intenso de los bajos Siwaliks, y se reúnen alrededor del sacerdote
para recibir su bendición y su salario.
- Habéis adquirido mérito -dice el lama-. Un mérito mayor de lo que podéis sospechar. Y debéis volveros
a las montañas -añade suspirando.
- Naturalmente. A las altas montañas, tan pronto como podamos. -El conductor se rasca el hombro, bebe
agua, la escupe y se ata las sandalias de esparto. Kim -con la cara fatigada y contraída- les paga con poco
dinero que saca de su cinturón, carga con el saco de las provisiones, guarda en su seno un paquete cubierto
por un hule -son escritos sagrados- y ayuda al lama a ponerse de pie. La paz ha vuelto a los ojos del viejo, y
ya no espera que las montañas se desplomen y lo aplasten, como hizo aquella noche terrible en que tuvieron
que detenerse por la inundación del río.
Los hombres recogen el duli y se pierden de vista entre los achaparrados árboles.
El lama alza una mano hacia el murallón de los Himalayas. - No fue entre vosotras, ¡oh benditas monta-
ñas!, donde cayó la Flecha de Nuestro Señor. ¡Y nunca más volveré a respirar vuestro aire!
- ¡Pero si ya eres un hombre diez veces más fuerte con este aire puro! -dice Kim, cuya alma cansina an-
hela las amables llanuras, bien cultivadas-. Por aquí o cerca de aquí debió de caer la Flecha. Iremos muy
despacio, haciendo a lo más un kos diario, porque la Búsqueda no fracasará. Pero el saco pesa muchísimo.
- Sí, nuestra Búsqueda no fracasará. He vencido una gran tentación.
No hacían más que jornadas de dos millas, y los hombros de Kim tenían que soportar todo el peso de
ellas: la carga de un viejo, la carga del saco de las provisiones en el cual iban los libros, la carga de los ma-
nuscritos junto a su pecho y los detalles de la rutina diaria. Al amanecer mendigaba, extendía la alfombra
para la meditación del lama, sostenía la cansada cabeza del viejo en su regazo durante los calores del me-
diodía, espantándole las moscas hasta que le dolía la muñeca, mendigaba otra vez por las tardes y frotaba
los pies del lama, el cual le recompensaba con promesas de Libertad para hoy, mañana o todo lo más al día
siguiente.
- Nunca hubo un chela como tú. A veces dudo si Ananda hizo más por Nuestro Señor. ¿Y tú eres sahib?
Cuando yo era un hombre (hace mucho tiempo), me olvidaba de ello. Pero ahora que te contemplo tan a
menudo, recuerdo en todo momento que eres un sahib. Es extraño.
- Tú has dicho muchas veces que no hay negro ni blanco. ¿Por qué me atormentas diciéndome esas cosas,
santo mío? Deja que te frote el otro pie. Eso me aflige. Yo no soy sahib. Soy tu chela, y la cabeza me pesa
mucho sobre los hombros.
- ¡Ten un poco de paciencia! Alcanzaremos juntos la Liberación. Entonces, tú y yo, desde la orilla opues-
ta del Río, contemplaremos nuestras vidas pasadas, como veíamos en las montañas el camino que habíamos
recorrido en jornadas anteriores. Tal vez haya sido yo alguna vez sahib.
- Puedo jurar que no hubo jamás un sahib como tú.
- Pues yo estoy seguro de que el Guarda de las Imágenes de la Casa Maravillosa fue un sabio abad en su
vida anterior. Pero ahora, ni aun con sus lentes logro ver claro. Cuando miro con fijeza, se me ponen las
sombras en la vista. No importa, ya sabemos los engaños del pobre y estúpido cuerpo: sombra que se con-
vierte en otra sombra. Aún estoy atado por la ilusión del Tiempo y el Espacio. ¿Cuánto habremos caminado
hoy en la carne?
- Tal vez medio kos -tres cuartos de milla, y había sido una marcha muy penosa.
- Medio kos. ¡Bah! Con el espíritu he caminado diez mil millares. ¡Todos están ligados, envueltos y en-
cenagados en estas cosas sin sentido! -y contempló su mano flaca, de venas azu ladas, que pasaba con
grandes trabajos las cuentas del rosario-. ¿Has sentido en algún momento deseos de abandonarme, chela?
Kim pensaba en el paquete envuelto por la tela impermeable y en los libros que llevaba en el saco de las
provisiones. Si alguien debidamente autorizado se ocupara tan sólo de llevar los a su destino, el Gran juego
podría continuar, pues a él no le importaba demasiado en ese momento. Estaba cansado, tenía la cabeza
ardiendo, y le hacía padecer mucho una fuerte tos.
- No -dijo casi bruscamente-. Yo no soy un perro ni una culebra, para morder cuando he aprendido a
amar.
- Tú eres demasiado cariñoso conmigo.
- Ni siquiera eso. He hecho una cosa sin consultarte. He mandado un mensaje a la mujer de Kulú, por
medio de la mujer que nos dio leche de cabra esta mañana, diciéndole que tú estabas un poco débil y nece-
sitabas una camilla. No me explico cómo fui tan estúpido para no habérseme ocurrido hacerlo cuando en-
tramos en el Dun. Permaneceremos aquí hasta que vengan a buscarnos con la camilla.
- Eso me satisface. Es una mujer con un corazón de oro, como tú dices, pero una habladora..., un poco
habladora.
- No te molestará. Ya he cuidado de eso también. Santo mío, mi corazón está triste por mis muchos des-
cuidos -y un sollozo histérico estalló en su garganta-. Te he obligado a hacer recorridos demasiado largos;
no siempre te he procurado buen alimento; no me he preocupado del calor; me he puesto a hablar con la
gente del camino y te he dejado solo... He... he... ¡Hai mail Pero te quiero..., y ahora es ya demasiado tar-
de... No era más que un niño... ¡Oh, no haber sido entonces un hombre!... -y abrumado por la tensión, la
fatiga y el peso que había recaído sobre sus pocos años, Kim se dejó caer sollozando a los pies del lama.
- ¿Qué confusión es ésta? -dijo el lama cariñosamente-. Tú no te has apartado ni un pelo del Camino de la
Obediencia. ¿Descuidarme? Hijo mío, yo he vivido de tu fortaleza, como un árbol se alimenta de la cal de
un muro nuevo. Día tras día, desde que salimos de Shamlegh, he estado robándote las fuerzas. Por lo tanto,
tu debilidad no proviene de ningún pecado que hayas cometido. Es el Cuerpo, el necio y estúpido Cuerpo,
el que habla ahora. No el Alma confiada. ¡Tranquilízate!, y por lo menos aprende a conocer el mal contra el
que luchas. No es más que un hijo de la tierra..., nacido de la ilusión. Iremos con la mujer de Kulú. Así ad-
quirirá mérito alojándonos, y especialmente cuidándome a mí. Tú quedarás libre hasta que te vuelvan las
fuerzas. Me había olvidado del estúpido Cuerpo. Si hay culpa de alguien, es mía. Pero nosotros estamos
demasiado próximos a las Puertas de la Liberación para ir sopesando culpas. Yo podría elogiarte, pero ¿pa-
ra qué? Dentro de poco..., de muy poco..., nos hallaremos por encima de todas las necesidades.
Y de este modo acarició y consoló a Kim con sabias frases y solemnes citas acerca de esta bestia mal
comprendida, nuestro Cuerpo, que, sin ser más que un espejismo, insiste en hacerse pasar por el Alma, os-
cureciendo la Senda y multiplicando enormemente los males innecesarios.
- ¡Vamos! ¡Vamos! Hablemos de la mujer de Kulú. ¿Crees tú que me pedirá nuevos encantos para sus
nietos? Cuando yo era joven, hace muchísimo tiempo, me sentí también poseído de esas quimeras, y de
algunas más, y fui a consultar a un abad, un hombre muy santo que buscaba la verdad, aunque yo entonces
no lo sabía. ¡Siéntate y escucha, hijo de mi alma! Le conté mi historia. Y él me dijo: «Chela, aprende esta
verdad. Hay muchas mentiras en el mundo y no pocos mentirosos, pero no hay mentiroso alguno como
nuestro cuerpo, si se exceptúan las sensaciones de nuestro cuerpo». Pensando en esto me consolé, y por su
gran magnanimidad me permitió que tomase el té en su presencia. Permíteme ahora que tome yo el té, por-
que estoy sediento.
Riendo entre lágrimas, Kim besó los pies del lama y se puso a preparar el té.
- Tú apoyas sobre mí tu cuerpo, santo mío, pero yo encuentro apoyo en ti para muchas cosas. ¿Lo sabías?
- Tal vez lo haya adivinado -los ojos del lama centellearon-. Hemos de cambiar eso.
Pero cuando apareció, entre reprimendas y chirridos y dándose aires de importancia en el aire abrasador,
el palanquín preferido de la sahiba, enviado desde una distancia de veinte millas y dirigido por el viejo
criado urya de pelo entrecano, y cuando llegaron a la casona blanca desordenadamente ordenada situada
detrás de Saharanpur, el lama tomó sus medidas.
Después de cambiar los saludos de rigor, dijo la sahiba alegremente desde una ventana:
- ¿De qué valen los consejos de una vieja a un viejo? Ya te lo dije..., ya te lo dije, santo, que no perdieras
de vista a tu chela. ¿Lo hiciste? ¡No me lo digas! Ya lo sé. Ha estado correteando con mujeres. ¡Mira esos
ojos hundidos y esa línea reveladora que desciende de la nariz! ¡Ya lo han cazado! ¡Qué vergüenza! ¡Y
siendo un sacerdote!
Kim la miró, pero se hallaba demasiado abatido para sonreír, y solamente pudo negar con la cabeza.
- No es cosa de broma -dijo el lama-. Ya no es tiempo de bromas. Venimos aquí para asuntos serios. En
las montañas cogí yo una enfermedad del alma y él una enfermedad del cuerpo. Desde entonces he vivido
de sus fuerzas..., alimentándome de él.
- Los dos sois unos niños..., el joven y el viejo -dijo la sahiba, pero no volvió a bromear-. Veremos si mi
hospitalidad os cura. Esperad un rato y luego charlaremos de las hermosas y amadas montañas.
Por la noche -como su yerno había regresado, no necesitaba efectuar la inspección alrededor de la granja-
, se puso al corriente del meollo de la cuestión, que le fue explicado en voz baja por el lama. Las cabezas de
los dos ancianos hacían a un tiempo signos de asentimiento. Kim se había retirado, tambaleándose, hasta
una habitación en la que había un camastro, y dormitaba empapado en sudor. El lama le había prohibido
colocar la alfombra y preparar la comida.
- Ya sé, ya sé, ¿quién sino yo podría saberlo? -dijo la vieja-. Nosotros, que ya descendemos hacia las pi-
ras funerarias, nos agarramos de la manos de los que ascienden desde el Río de la Vida con las jarras llenas
de agua (sí, con las jarras llenas de agua hasta los bordes). He sido injusta con el muchacho, ¿Te prestó su
fortaleza? Es cierto, los viejos se alimentan diariamente de los jóvenes. Ahora tenemos que ocuparnos de su
restablecimiento.
- Tú has adquirido mérito muchas veces...
- Mis méritos... ¿Qué significan? Un viejo saco de huesos siempre guisando para los hombres que ni si-
quiera preguntan «¿Quién ha guisado esto?». No obstante, si ese mérito se pudiese almacenar para mi nie-
to...
- ¿El que tuvo dolores de vientre?
- ¡Y pensar que el santo se acuerda de eso! Tengo que decírselo a su madre. ¡Es un honor singularísimo!
«¡El que tuvo dolores de vientre!»..., el santo lo recordó al momento. Qué orgullosa se va a poner su madre.
- Mi chela es para mí tan querido como un hijo para los no iluminados.
- Di más bien que un nieto. Las madres no tienen la sabiduría de nuestros años. Si llora un niño, se creen
que se hunden los cielos. Pero una abuela se halla más alejada del dolor del parto y del placer de darles el
pecho, y puede discernir perfectamente si el lloro es simple maldad o se trata de gases. Y ya que has habla-
do de los cólicos..., la otra vez que estuvo aquí el santo, tal vez me considerara importuna por apremiarlo
para que me diese encantamientos.
- Hermana -dijo el lama usando esta palabra cariñosa que emplean a veces los monjes budistas para diri-
girse a una monja-, si los encantamientos te consuelan...
- Valen más que diez mil médicos.
- Decía que si te sirven de consuelo, yo, que fui abad de Such-zen, te haré tantos como quieras. Nunca he
visto tu cara... - Eso hasta los monos que roban nuestros nísperos lo consideran una suerte. ¡Ja, ja!
- Pero como dijo aquel que duerme allí -exclamó el lama señalando la puerta cerrada de la habitación de
los huéspedes, que se hallaba situada al otro lado del patio-, tú tienes un corazón de oro..., y él, espiritual-
mente, es mi verdadero «nieto».
- ¡Bien! Y yo soy la vaca del santo. -Aquello era hinduismo puro, pero el lama no se lo tuvo en cuenta-.
Soy vieja, he llevado hijos en mi vientre. ¡Oh, y en otros tiempos podía complacer a los hombres!; pero
ahora, en cambio, los curo. -El lama oyó el tintineo de los brazaletes, que sonaban como si la dama se re-
mangase para entrar en acción-. Yo lo cogeré por mi cuenta, lo curaré, lo atiborraré y lo pondré bueno del
todo. ¡Hai!, ¡ha¡! Nosotros los viejos aún servimos para algo.
Por eso, cuando Kim, con todos los huesos doloridos, abrió los ojos, e hizo un intento de ir a la cocina
para recoger el alimento de su amo, notó que lo sujetaban con violencia y des cubrió en la puerta una vieja
figura envelada
2
, seguida del criado de barba entrecana, que le dijo con todo detalle las cosas que no podía
hacer bajo ningún concepto.
- «Yo debo ir ...», ¡tú no vas a ir a ningún sitio! ¿Qué? ¿Una caja con llave donde guardar los libros sa-
grados? ¡Ah, eso es otra cosa! ¡Los cielos no permitan que yo me interponga entre un sacerdote y sus ple-
garias! Te la traerán y tú guardarás la llave.
Colocaron un cofre debajo del camastro, y Kim metió en él la pistola de Mahbub, el paquete de las cartas
envuelto en hule, los libros con cierre y los diarios, lanzando un suspiro de alivio, pues, por uno de esos
sentimientos absurdos, el peso de todo aquello sobre sus hombros no era nada ante la opresión que le ejer-
cían sobre su pobre cabeza. Por las noches le dolía el cuello por ese motivo.
- Tu enfermedad es poco común entre los jóvenes, desde que han abandonado el cuidado de sus mayores.
El único remedio es dormir y tomar ciertas medicinas -dijo la sahiba; y Kim se abandonó gozoso al vacío,
que lo atemorizaba y lo calmaba al mismo tiempo.
2
envelar: cubrir con velo.
La vieja dama se puso a preparar brebajes en algún misterioso equivalente asiático de una destilería: pó-
cimas que olían apestosamente y sabían aún peor. Estuvo al lado de Kim mientras se las tomaba, y se in-
formó exhaustivamente cuando las eliminó. Declaró zona prohibida el patio anterior y reforzó sus órdenes
por medio de un hombre armado. Bien es verdadque el tal criado tenía unos setenta años y que su espada
envainada carecía de hoja; pero representaba la autoridad de la sahiba, y carros cargados, criados parlan-
chines, terneras, perros, gallinas y otras criaturas semejantes describían un amplio círculo al pasar por allí.
Pero lo mejor de todo fue que, cuando el cuerpo de Kim quedó purificado, la vieja mandó a buscar de entre
la multitud de parientes pobres que se amontonaban en la parte trasera de la casa -perros domésticos, los
llamaríamos nosotros- a la viuda de un primo suyo, muy habilidosa en lo que los europeos, que no saben
una palabra de eso, llaman masaje. Y las dos mujeres acostaron al muchacho en dirección este-oeste, para
que las misteriosas corrientes telúricas
3
que estremecen el barro de nuestros cuerpos pudieran ayudar y no
estorbar la operación, y lo desarmaron durante toda una larga tarde: hueso a hueso, músculo a músculo,
ligamento a ligamento y, finalmente, nervio a nervio. Reducido por el manoseo a pulpa insensible, medio
hipnotizado por el constante desajuste y reajuste del complicado chador
- 4
que velaba sus ojos, Kim se hun-
dió en un sueño insondable de treinta y seis horas, sueño que le esponjaba como la lluvia después de la se-
quía.
Entonces la vieja dama lo alimentó, y puso a toda la casa en danza con sus gritos. Ordenó que mataran
aves de corral, mandó que le trajeran verduras, y el pacífico jardinero, hombre de pocas luces, casi tan viejo
como ella, sudó copiosamente para cumplir sus órdenes; se proveyó de especias, y leche, y cebollas, así
como de pececitos del riachuelo..., de limas para hacer sorbetes, de codornices cazadas con trampa y de
hígados de pollo en brocheta
5
, con jengibre.
3
telúricas: de la tierra.
4
chador: velo o pañuelo para la cara.
5
brocheta: estaquilla con que se sujetan o ensartan las aves para asarlas.
- Tengo alguna experiencia de este mundo -dijo inclinándose sobre las colmadas fuentes- y no hay más
que dos clases de mujeres: las que quitan las fuerzas a un hombre y las que se las devuelven. En otro tiem-
po yo fui de las primeras y ahora soy de las segundas. No..., no presumas de sacerdote conmigo. Ha sido
una broma. Pero si ahora el refrán no puede aplicarse a tu caso, ya lo comprobarás cuando salgas otra vez al
camino. Prima -esto a la pariente pobre, siempre dispuesta a ensalzar la caridad de su benefactora-, su piel
se está poniendo tan reluciente como la de un caballo recién almohazado
6
. Nuestro trabajo es semejante al
del que talla las joyas que van a ser lanzadas a las bailarinas..., ¿no es verdad?
Kim se incorporó y sonrió. La terrible debilidad se había desprendido de su cuerpo como un traje andra-
joso. Su lengua sentía la comezón
7
de la charla en libertad, cuando una semana antes el pronunciar la más
mínima palabra parecía llenarle la boca de cenizas. El dolor del cuello (se lo debía de haber contagiado el
lama) había desaparecido, al mismo tiempo que los dolores de dengue
8
y el mal sabor de boca. Las dos
viejas, un poco más cuidadosas ahora con sus velos -aunque no mucho-, cacarearon tan alegremente como
las gallinas que habían entrado picoteando a través de la puerta.
- ¿Dónde está mi santo? -preguntó Kim.
- ¿Qué te parece el muchacho? Tu santo está bien -dijo la vieja malintencionadamente-, aunque no es mé-
rito suyo. Si yo conociera un encanto para devolverle la sensatez, lo compraría aunque tuviera que vender
mis joyas. ¿Le llamas santidad a rehusar la comida que yo misma le guisé y a corretear durante dos noches
seguidas por los campos con el estómago vacío, para caerse al final en un arroyo? Y luego, cuando casi ha
destrozado lo poco que has dejado de mi corazón con tus preocupaciones, me dijo muy tranquilamente que
había adquirido mérito. ¡Oh, cómo se parecen todos los hombres! No; no fue eso...; me dijo que había que-
dado limpio de todos los pecados. Yo podía haberle dicho que también lo estaba antes de que se pusiera
como una sopa. Ahora ya está bien..., esto sucedió hace una semana..., ¡pero a mí me saca de tino tanta
santidad! Un niño de tres años no haría más chiquilladas. Pero no te apures por el santo. No te quita los ojos
de encima cuando no anda por ahí vadeando nuestros arroyos.
- Yo no recuerdo haberlo visto. Sólo recuerdo que los días y las noches pasaban para mí como franjas
blancas y negras, abriéndose y cerrándose. No estaba enfermo, sólamente estaba fatigado.
- Un letargo que se presenta de manera natural unas docenas de años después. Pero ahora ya ha pasado
todo.
6
almohazar: limpiar con rascadera.
7
comezón: picazón.
8
dengue: enfermedad epidémica caracterizada por la fiebre y dolores en los miembros del cuerpo.
- Maharani-dijo Kim; pero al contemplar la mirada de sus ojos empleó otro título más familiar-. Madre,
te debo la vida. ¿Cómo podré darte las gracias? Bendita sea tu casa mil veces y...
- No bendigas la casa. -Es imposible transcribir las palabras exactas que empleó la vieja dama-. Da las
gracias a los dioses como sacerdote, si quieres, pero a mí dámelas como si fueras un hijo. ¡Santo cielo!
¿Acaso te he zarandeado y levantac o y abofeteado y retorcido los diez dedos del pie para que ahora me
acribilles la cabeza con frases de ritual? En alguna parte tu madre te echó al mundo para que le destrozaras
el corazón. ¿Qué le decías a tu madre, hijo mío?
- Madre mía, yo no tuve madre -dijo Kim-. Según me han dicho, murió cuando yo era muy pequeño.
- ¡Hai mail Entonces nadie podrá decir que yo le he robado sus derechos..., cuando emprendas el camino
otra vez y esta casa no sea para ti más que una más entre las muchísimas utilizadas como refugio y olvida-
das, después de concederle una bendición que a nada compromete. No importa; para nada necesito bendi-
ciones, pero..., pero... -añadió golpeando el suelo con el pie, y dirigiéndose a la pariente pobre-. Llévate las
bandejas a la cocina. ¿Es que quieres dejarlas aquí para que se pudran, mujer de mal agüero?
- También..., también yo tuve un hijo en mis tiempos, pero se murió -se lamentó la postrada figura de la
hermana detrás del chador-. Ya sabes que se murió. Estaba esperando tus órdenes para llevarme las bande-
jas.
- La que tiene mal agüero soy yo -gritó arrepentida la vieja dama-. Las que ya descendemos hacia los
chattris (las grandes sombrillas que se alzan sobre las piras funerarias donde los sacerdotes reciben sus úl-
timos emolumentos
9
) nos asimos con ansiedad a los portadores de chattis (jarras de agua; la vieja dama se
refería a la gente joven llena del orgullo de la vida; pero este juego de palabras es muy chabacano). Cuando
no se puede danzar en la fiesta, tenemos que contentarnos con mirarla desde una ventana, y las mujeres se
pasan toda la vida haciendo el papel de abuelas. Tu maestro me ha dado ya todos los encantos que yo de-
seaba para el primogénito de mi hija, debido a que..., ¿no es eso?, se halla completamente libre de pecados.
El hakim ha perdido categoría estos días y a falta de mejor empleo tiene que entretenerse en envenenar a
mis criados.
9
emolumentos: pagos.
- ¿Qué hakim es ése, madre?
- Aquel mismo hombre de Dacca que me endosó la píldora que me desgarró las entrañas. Hace una se-
mana se nos apareció como un camello descarriado, diciendo que tú y él os habíais hecho hermanos de san-
gre en el camino hacia Kulú, y fingía sentir gran ansiedad por tu salud. Estaba muy delgado y hambriento;
así es que di órdenes para que saciasen... su hambre y su ansiedad.
- Si está aquí, quisiera verlo.
- Come cinco veces diarias y se entretiene en sajarles forúnculos
10
a mis criados para librarse de una
apoplejía
11
. Siente tal ansiedad por tu salud, que se planta en la puerta de la cocina y se entretiene con las
sobras. Se quedará. No nos libraremos nunca de él.
- Envíamelo aquí, madre -el brillo volvió por un momento a los ojos de Kim-. Yo intentaré que se vaya.
- Enviaré por él, pero echarlo sería una mala recompensa. Por lo menos tuvo la buena idea de sacar del
arroyo al santo; por lo cual ha adquirido mérito, aunque el santo no lo dijera.
- Es un hakim muy sabio. Envíamelo, madre.
- ¿Un sacerdote alabando a otro sacerdote? ¡Qué milagro! Pero si se trata de un amigo tuyo (aunque bien
disputabais la última vez que os juntasteis aquí), yo haré que lo traigan amarrado y..., y después le serviré
una cena de casta
(7),
hijo mío... ¡Levántate y disfruta del mundo! ¡Quedarse en la cama es el origen de
setenta males... hijo mío!
Desapareció rápidamente para levantar un verdadero huracán en la cocina y, casi inmediatamente detrás
de ella, penetró el babú vestido con una túnica amplia como la de un emperador romano, con una papada
tan colgante como la de Tito, destocado, con zapatos de charol nuevos, de nuevo recuperadas las grasas,
exhalando alegría y saludos ceremoniosos (8).
10
sajar forúnculos: abrir forúnculos, granos purulentos de la piel.
11
apoplejía: suspensión súbita de la acción cerebral debida a derrames sanguíneos.
(7) Cena preparada con la debida ceremonia hindú y la estricta observancia de las leyes de casta.
(8) Su entrada es un tanto teatralera y cómica. Tito fue un emperador romano del siglo I.
- ¡Por Dios, señor O’Hara, me alegro mucho de verte! Voy a tener la amabilidad de cerrar la puerta. Es
una lástima que te encuentres enfermo. ¿Te encuentras muy mal?
- ¡Los papeles..., los papeles del kilta! ¡Los mapas y la murasla! -Kim sacó la llave con impaciencia por-
que la principal necesidad de su alma era verse libre de aquella carga.
- Tienes toda la razón. Ése es el correcto punto de vista oficial que hay que adoptar. ¿Lo tienes todo?
- Cogí del kilta todo lo que estaba manuscrito; el resto lo tiré por la montaña abajo.
Desde donde estaba Kim pudo oír el chirriar de la llave en la cerradura, el ruido pegajoso del hule al des-
pegarse y un rápido restregar de papeles. Lo que más le había apesadum brado durante los ociosos días de
su enfermedad, sin razón alguna, era el peso de aquellos papeles que yacían bajo su cama..., creándole una
responsabilidad que no podía compartir con nadie. Así se explica que experimentara un hormigueo por todo
el cuerpo cuando Hurree, saltando como un elefante, le estrechó las manos otra vez.
- ¡Esto es estupendo, extraordinario, señor O’Hara! ¡Ja, ja!... Has arramblado con todas las bazas... ¡Bien
me decían ellos que habían perdido el trabajo de ocho meses! ¡No tienes idea de cómo me pegaron!... ¡Mi-
ra, aquí está la carta de Hilás! -Y leyó en voz alta un par de renglones en persa literario, que es el empleado
tanto en la diplomacia autorizada como en la fraudulenta-. El señor sahib Rajá acaba de cometer una buena
metedura de pata. Tendrá que explicar oficialmente por qué diantre le ha estado escribiendo cartas de amor
al zar`. Estos mapas están muy bien hechos..., y aquí aparecen complicados en la correspondencia tres o
cuatro primeros ministros de estos contornos. ¡Por Dios, señor! El Gobierno británico cambiará la sucesión
de Hilás y Bunár y nombrará nuevamente herederos al trono. «Traición de lo más infame»..., pero no en-
tiendes nada, ¿verdad?
- ¿Lo tienes ya todo en tu poder? -dijo Kim, pues eso era lo único que le preocupaba.
(9) Cartas de alianza al emperador de Rusia, en contra de los intereses británicos.
- Puedes estar bien seguro de que sí -el babú escondió todo el tesoro entre sus vestiduras, como sólo sa-
ben hacerlo los orientales-. Irán directamente a la oficina. La vieja dama se cree que voy a ser aquí un acce-
sorio permanente, pero me marcharé con todas estas cosas... en seguida. El señor Lurgan se sentirá orgullo-
so. Oficialmente eres un subordinado mío, pero yo citaré tu nombre en el informe verbal. Es una lástima
que no nos permitan hacer los informes por escrito; nosotros los bengalíes sobresalimos en esa ciencia
exacta. -Tiró la llave a Kim y le mostró el cofre vacío.
- Bueno; está bien. Yo estaba cansadísimo. Mi santo también se encontraba enfermo. ¿Es cierto que se
cayó en...?
- ¡Oh, sí! Soy muy buen amigo suyo, te lo puedo asegurar. El comportamiento del viejo, cuando yo me
presenté aquí en tu busca, era muy extraño, lo que me hizo sospechar que acaso tuviera él los papeles. Así
es que lo acompañé en sus meditaciones y discutí con él sobre temas etnológicos. Yo soy ahora aquí una
persona insignificante al lado del valor de sus encantamientos. ¡Caramba, O’Hara!, ¿te has dado cuenta de
que al viejo le dan ataques? Pues sí, te lo aseguro, cataléptico
12
, si no es que también padece de epilepsia
13
.
Yo lo encontré en ese estado debajo de un árbol in articulo mortis
14
; pero de pronto se levantó y se zambu-
lló en un río, y si no hubiera sido por mí se ahoga. Yo lo saqué.
- ¡Eso ocurrió por no estar yo allí! -dijo Kim-. Podría haberse muerto.
- Sí, podría haberse muerto, pero ahora ya está seco y asegura haber experimentado la transfiguración. -
El babú se dio unos golpecitos en la frente con aire malicioso-. Yo tomé nota de todo lo que ha dicho para
enviarlo a la Sociedad Real..., in posse. (10) Debes darte prisa y ponerte bien del todo para volver a Simla,
y allí te contaré en casa de Lurgan toda mi historia. Ha sido una aventura espléndida. Llevaban los bajos del
pantalón muy rotos, y el viejo Rajá Nahan los tomó por soldados europeos que habían desertado.
12
catalepsia: accidente nervioso repentino que inmoviliza el cuerpo en cualquier posición en que se lo ponga, quedando en suspen-
so las sensaciones.
13
epilepsia: enfermedad caracterizada por accesos repentinos con desmayos y convulsiones.
14
in articulo mortís: expresión latina que significa «en trance de muerte».
(10) Significa «en potencia» (del latín). Los latinismos y la expresión redicha del espía babú contribuyen no sólo a caracterizar su
personalidad, sino a dar a la escena una tonalidad graciosa. Es un personaje a propósito para quitar al espionaje dramatismo o crítica,
en favor de la con`escendencia lectora.
- ¿Los rusos? ¿Cuánto tiempo estuvieron contigo?
- Uno era francés. ¡Oh, días y días! Pero ahora la gente de la montañas se cree que todos los rusos son
unos mendigos. ¡Caramba! No tenían una maldita cosa que no les hubiera con seguido yo. Y a la gente or-
dinaria... les conté, ¡ah!, tales historias y anécdotas...; ya te las contaré cuando vayas a casa del viejo Lur-
gan. ¡Saldremos..., una noche a celebrarlo! Nos hemos apuntado un buen tanto. ¡Sí, y me dieron un certifi-
cado! Eso fue lo mejor de todo. ¡Tendrías que haberlos visto en el Alliance Bank, tratando de identificarse!
¡Y gracias al Dios todopoderoso, arramblaste con todos los papeles! Ahora no te ríes mucho, pero ya te
reirás cuando estés bueno. Y yo me voy en seguida a la estación. Con esta aventura lograrás un gran re-
nombre. ¿Cuándo vendrás? Nosotros estamos muy orgullosos de ti, aunque nos has tenido muy intranqui-
los. Especialmente a Mahbub.
- ¡Ah, Mahbub! ¿Dónde está?
- Vendiendo caballos por estas proximidades.
- ¡Aquí! ¿Y a santo de qué? Habla despacio. Tengo la cabeza todavía un poco espesa.
El babú bajó la cabeza un tanto avergonzado.
- Bien, ya sabes que yo soy un hombre miedoso y que no me gustan las responsabilidades. Te encontra-
bas enfermo y yo no sabía dónde demonios estaban los papeles, ni siquiera cuán tos habíamos cogido. Así
es que, en cuanto llegué aquí, le puse un telegrama privado a Mahbub (que se hallaba en las carreras de
Mirut) explicándole cómo estaban las cosas. Se presenta aquí con sus hombres, hace amistad con el lama y
luego me llama idiota y es muy descortés...
- Pero ¿por qué..., por qué?
- Eso es lo que yo me pregunto. Yo únicamente le sugiero que, por si alguien había robado los papeles,
me gustaría tener a mi lado unos cuantos hombres fuertes y valientes capaces de robárselos a su vez al la-
drón. Tú ya sabes que son de una importancia capital y Mahbub Alí desconocía por completo el lugar don-
de estabas.
- Pero, ¿es que iba a robar Mahbub Alí en casa de la sahiba? Tú estás loco, babú -exclamó Kim indigna-
do.
- Yo quería los papeles. ¿Supongamos que ella los hubiera robado? Esto no pasa de ser una hipótesis
práctica, creo yo. No te parece bien, ¿eh?
Un refrán indígena -imposible de transcribir aquí- mostró la absoluta desaprobación de Kim.
- Bueno -dijo Hurree encogiéndose de hombros-, sobre gustos no hay nada escrito. Mahbub también es-
taba muy enfadado. Ha vendido caballos por estos alrededores y dice que la vieja dama es pukka (una ver-
dadera dama) y que no se rebajaría jamás a cometer una acción tan villana. A mí no me importa. Ya tengo
los papeles y me alegro mucho de haber contado con el apoyo moral de Mahbub. Como te decía, soy un
hombre muy miedoso, pero no sé cómo me las arreglo, que cuanto más miedo tengo en más aprietos me
meto. Así es que celebré mucho que vinieras conmigo a Chini y ahora estaba muy contento de tener cerca a
Mahbub. La vieja dama se porta a veces muy groseramente conmigo y con mis magníficas píldoras.
- ¡Alá sea misericordioso! -dijo Kim alegremente-. ¡Qué criatura tan increíble es un babú! ¡Y este hom-
bre caminó solo, si es verdad que lo hizo, con unos extranjeros encolerizados porque les habían robado!
- ¡Bah, eso no fue nada cuando se cansaron de pegarme; pero perder los documentos era algo verdadera-
mente serio. Mahbub ha estado también a punto de pegarme, y se ha pasado todo el tiempo haciendo com-
pañía al lama. De aquí en adelante me dedicaré a mis investigaciones etnológicas. Y ahora, adiós, señor
O”Hara. Aún puedo coger, si me doy prisa, el tren de Ambala de las cuatro y veinticinco. Nos esperan bue-
nos días cuando le contemos la historia al señor Lurgan. Informaré oficialmente de tu mejoría de salud.
Adiós, mi querido amigo, y otra vez, cuando te emociones, haz el favor de no emplear frases mahometanas
yendo vestido con traje tibetano.
Le dio dos veces la mano -era un babú de pies a cabeza- y abrió la puerta. Cuando los rayos del sol po-
niente iluminaron su semblante, radiante de alegría, se transformó de nuevo en el humilde curandero de
Dacca.
«Les robó a los extranjeros», pensaba Kim olvidando la parte que había tomado en el juego. «Los enga-
ñó. Les mintió como un bengalí. Y le dieron un chit (carta de recomendación). Y se burló de ellos con ries-
go de su vida... Yo no me hubiera atrevido nunca a acercarme a ellos después de los pistoletazos...; y luego
dice que es un hombre miedoso..., y sí que es un hombre miedoso. Yo necesito volver al mundo otra vez.»
Al principio sus piernas le flojeaban como si fueran de trapo, y el resplandor del aire soleado lo deslum-
bró. Se sentó junto a la pared encalada, mientras repasaba en su mente los incidentes del largo viaje con el
duli, la debilidad del lama y, ahora que había desaparecido el estímulo de la conversación, sentía también
una profunda compasión de sí mismo, como les ocurre a todos lo enfermos. Su cerebro turbado se desligaba
de todo lo que le rodeaba, como un potro salvaje huye de la espuela una vez que la ha probado. Sentía una
gran tranquilidad al pensar que los despojos del kilta se hallaban seguros..., lejos de sus manos..., lejos de
su poder. Intentó pensar en el lama -preguntándose por qué se habría caído en un río-, pero el espectáculo
del mundo que se veía a través de las puertas del patio anterior rompió el hilo de sus pensamientos. Enton-
ces se puso a mirar los árboles y los anchos campos con las chozas con techos de paja, medio escondidas
entre las cosechas... Las contemplaba con extraños ojos, incapaz de captar su tamaño, su proporción y el
uso de las cosas..., y estuvo mirando, inmóvil, durante media hora. Mientras tanto sentía, aunque no podía
expresarlo con palabras, que su alma iba desligándose de cuanto le rodeaba: como si fuera una rueda denta-
da desconectada de cualquier maquinaria, como aquella inútil rueda dentada perteneciente a una trituradora
de azúcar de mala calidad, que estaba allí tirada en un rincón. La brisa lo acariciaba suavemente, las coto-
rras le gritaban, y el ruido que hacía la gente en la parte trasera de la poblada casa -querellas, órdenes y
disputas- llegaba hasta sus sordos oídos.
«Yo soy Kim. Yo soy Kim. ¿Y qué es Kim?», su alma repetía esta pregunta sin cesar.
No tenía ganas de llorar -en su vida había sentido menos ganas de llorar- y de repente unas estúpidas lá-
grimas le resbalaron por las mejillas, y con un fuerte estremecimiento sintió que las ruedas de su ser se en-
granaban de nuevo en la máquina del mundo. Las cosas que un minuto antes se reflejaban en su pupila co-
mo objetos extraños, adquirieron de repente sus justas proporciones. Los caminos servían para marchar
sobre ellos, las casas para vivir en su interior, el ganado para apacentarlo, los campos para ser labrados y
los hombres y las mujeres para charlar con ellos. Todas las cosas eran reales y verdaderas -sostenidas sóli-
damente sobre sus pies; perfectamente comprensibles-, barro de su mismo barro, ni más ni menos. Se sa-
cudió como hace un perro cuando se le posa una pulga en la oreja, y salió al campo. La sahiba, a quien le
iban dando cuenta de todos los movimientos de Kim, dijo:
- Dejadle marchar. Yo he hecho lo que me correspondía; el resto debe hacerlo la Madre Tierra. Cuando el
santo vuelva de sus meditaciones, avisadle.
Sobre la cima de una pequeña colina situada a media milla de la casa que se alzaba como una atalaya so-
bre los campos recién labrados, había una carreta vacía al pie de una higuera joven de Bengala; los párpa-
dos de Kim, acariciados por el aire suave, le pesaban como el plomo cuando llegó a lo alto de la colina. El
suelo era de buena tierra limpia: no de hierbas frescas, que por el mero hecho de vivir están ya a medio
camino de la muerte, sino de tierra llena de esperanza que contiene la semilla de toda vida. Kim la sintió
con los dedos de los pies, la palpaba con las palmas de las manos, y, suspirando sensualmente, se tumbó
cuan largo era a la sombra de la carreta inmovilizada con unos tacos de madera. Y la Madre Tierra se portó
tan fielmente como la sahiba. Su aliento le penetraba, devolviéndole el equilibrio que había perdido al per-
manecer tanto tiempo acostado en un catre, alejado de sus buenas corrientes. Su cabeza pendía inerte sobre
su pecho y las manos abiertas se rendían ante su poder. El árbol de extensas raíces que lo cobijaba, y aun la
madera del carro que tenía al lado, muerta ya y trabajada por la mano del hombre, sabían muy bien lo que
deseaba Kim, aunque él lo ignoraba. Hora tras hora transcurrió en aquel sopor más profundo que el sueño.
Hacia la puesta del sol, cuando las vacas regresaban a sus establos levantando nubes de polvo por todo el
horizonte, se acercaron el lama y Mahbub Alí, caminando con precaución, porque en la casa les habían
dicho dónde había ido Kim.
- ¡Por Alá! ¡Qué locura quedarse aquí a campo descubierto! -murmuró el tratante-. Cien veces le podrían
haber disparado..., pero esto no es la frontera.
- Y nunca hubo en el mundo un chela como él-dijo el lama, repitiendo la historia mil veces contada-,
tranquilo, bondadoso, sabio, de buen carácter, siempre alegre durante los viajes, sin olvidar nunca nada,
instruido, sincero y cortés. ¡Grande será la recompensa!
- Sí, ya conozco al muchacho..., como te he dicho. - ¿Y no posee todas esas cualidades?
- Algunas de ellas; pero yo aún no he logrado encontrar un encantamiento como los tuyos para que deje
de mentir por completo. En verdad que lo han cuidado bien.
- La sahiba tiene un corazón de oro -dijo el lama con entusiasmo-. Lo cuida como si fuera un hijo suyo.
- ¡Hum! La mitad de la India parece dispuesta a obrar del mismo modo. Yo no deseaba más que cercio-
rarme de que el muchacho no sufría daño alguno y estaba aquí por su propia voluntad. Como tú sabes, él y
yo éramos viejos amigos antes de que emprendieseis vuestra peregrinación.
- Y ése es el lazo que nos une -dijo el lama sentándoseNosotros estamos ya al final de la peregrinación.
- Y no fue gracias a ti si no terminó para siempre hace una semana. Ya oí lo que te dijo la sahiba cuando
te llevaban en la cama de campaña -exclamó Mahbub riéndose y dándose un tirón de la barba recién teñida.
- En aquel momento meditaba yo sobre otros asuntos. Pero el hakim de Dacca (11) interrumpió mis me-
ditaciones.
- De no haber procedido así -esto lo dijo en pashto
15
por razón del decoro-, hubieras terminado tus medi-
taciones en el umbral ardiente del Infierno..., por ser un descreído y un idó latra, a pesar de tu simplicidad
infantil. Pero ahora, Gorro Rojo, ¿qué vas a hacer?
- Esta misma noche -las palabras sonaban lentamente, vibrantes de triunfo-, esta misma noche el mucha-
cho estará tan libre como yo de toda mancha de pecado..., tan seguro como lo estoy yo, en cuanto abandone
su cuerpo, de librarse de la Rueda de las Cosas. Yo tengo un presagio -y apoyó la mano sobre el dibujo
desgarrado que conservaba en su seno- de que mis días están contados; pero le daré una protección que le
durará toda la vida. Acuérdate de que yo he alcanzado la Sabiduría, como ya te dije hace tres noches.
«Debe de ser verdad, como dijo el sacerdote de Tirah cuando robé la mujer de su primo, que soy un sufi
(librepensador), ya que aquí me tienes», se dijo Mahbub, «aceptando sin protestar las más impensables
blasfemias...». Ya recuerdo la historia -dijo en voz alta-. Según eso, el muchacho irá a Jannatu l'Adn (los
jardines del Edén); pero ¿cómo? ¿Es que piensas matarlo? ¿O pretendes ahogarlo en ese río maravilloso de
donde te sacó el babú?
15
pashto: la lengua de afganos y pathanes.
(11) El babú Hurree.
- Yo no fui sacado de ningún río -dijo el lama tranquilamente-. Te has olvidado de lo que ocurrió. Yo en-
contré el río gracias a mi Sabiduría.
- ¡Ah, sí! Es verdad -tartamudeó Mahbub, entre indignado y alegre-. Me había olvidado del curso exacto
de los acontecimientos. Lo encontraste a sabiendas.
- Y decir que yo le quitaría la vida es..., no un pecado, sino locura simplemente. Mi chela me ayudó a en-
contrar el Río. Es justo que él quede de limpio pecado..., conmigo.
- Sí, necesita una buena limpieza. Pero, ¿y después, viejo..., y después...?
- ¿Qué importancia tiene eso? Él alcanzará el Nibban
16
..., la Iluminación..., como yo.
- Bien dicho. Yo tenía miedo de que se montase en el Caballo de Mahoma y se echase a volar. (12)
- No..., él debe seguir siendo un profesor.
- ¡Ah! ¡Ahora ya lo entiendo! Ése es el paso adecuado para el potro. Debe continuar siendo un profesor.
El Estado tiene una necesidad urgente de funcionarios como él, por ejemplo.
- Para eso fue educado. Yo adquirí mérito dando limosna con ese propósito. Una buena acción no muere
jamás. Él me ayudó en mi Búsqueda. Yo le ayudé a él en la suya. Justa es la Rueda, oh, tratante del Norte.
Que sea un profesor o funcionario, ¿qué importa? Al final alcanzará la Liberación. El resto es ilusión.
- ¿Que no importa? ¿Cuando yo tengo que llevármelo conmigo más allá de Balj dentro de seis meses? Yo
vine con diez caballos lisiados y tres hombres fornidos -gracias a ese gallina del babú- para robar por la
fuerza a un muchacho enfermo de la casa de una vieja. ¡Y pensar que tenga yo que permanecer mano sobre
mano mientras un joven sahib es conducido, Alá sabe a qué cielo idólatra, por un viejo Gorro Rojo! ¿Y soy
yo el que está bien reputado como un jugador nada despreciable del Gran juego? Pero el loco se ha encari-
ñado con el muchacho; y yo debo de estar algo loco también.
16
Nibban: el nirvana.
(12) Mahbub Alí opone en estos diálogos un contrapunto burlón, descreído, pero el lama persiste en su convicción e inocencia. No
obstante, luego formulará sobre el afgano un juicio preciso: «carece por completo de cortesía, y se deja engañar por la sombra de las
apariencias.»
- ¿Qué oración es ésa? -dijo el lama, mientras las frases en pashto se derramaban sobre la barba roja.
- No tiene importancia, pero ahora que ya he averiguado que el muchacho, aunque destinado a ir al Paraí-
so, puede seguir prestando sus servicios al Gobierno, me siento más tranquilo. Debo volver con mis caba-
llos, pues se está haciendo de noche. No lo despiertes, no tengo ganas de oír cómo te llama maestro. - Pero
si es mi discípulo. ¿Cómo quieres que me llame?
- Ya me lo ha dicho -exclamó Mahbub, riéndose para ocultar su acceso de sentimentalismo-. Yo no com-
parto del todo tus creencias, Gorro Rojo..., si es que te importa un asunto de tan poca monta.
- Eso no tiene importancia -dijo el lama (13).
- Eso pensaba; y por lo tanto tú, que estás libre de pecado y recién purificado, y tres cuartas partes aho-
gado, no te sorprenderás cuado me oigas decir que te creo un buen hombre..., un hombre muy bueno.
Hemos charlado mucho durante cuatro o cinco noches, y, aunque yo no soy más que un tratante, todavía
reconozco, como dice el refrán, la santidad más allá de las patas de un caballo. Sí; y veo también por qué
nuestro Amigo de todo el Mundo puso su mano en las tuyas al principio. Trátalo bien y permítele que vuel-
va al mundo como un profesor, cuando le hayas..., dado un baño de pies en el río, si consideras indispen-
sable ese tratamiento para el potro.
- ¿Y por qué no sigues tú mismo la Senda y así podrías acompañar al muchacho?
Mahbub quedó estupefacto ante la enorme insolencia de la pregunta, a la cual hubiera contestado con al-
go más de un golpe si se la hubiesen hecho al otro lado de la frontera. Pero el humorismo de la situación
conquistó su alma mundana.
- Despacio..., despacio..., una pata cada vez, como saltó los obstáculos el caballo castrado en la carrera de
Ambala . Ya iré al Paraíso más adelante..., ya he avanzado bastante por ese camino... y he hecho muchos
progresos..., lo que debo a tu simplicidad. ¿No has mentido nunca?
- ¿Para qué?
(13) Hay que observar cómo todos los personajes -Kim, la sahiba, el babú, el tratante Mahbub- tienen un sentido de la religiosidad
externo, difuso, ritual. El lama, en cambio, que admite la pluralidad de religiones, vive una filosofía de la vida sin resquicios, com-
prometida e íntima.
- ¡Oh, Alá, escuchadlo! ¡«Para qué» en este mundo tuyo! ¿Y nunca hiciste mal a ningún hombre?
- Una sola vez... con un estuche de plumas..., antes de adquirir prudencia.
- ¿De verdad? Eso hace que tenga mejor opinión de ti. Tus enseñanzas son buenas. Has desviado a un
hombre, a quien yo conozco, de la senda del mal -dijo riéndose a carcajadas-. Vino aquí con el pensamiento
de cometer un dacoity (asalto a mano armada). Sí, a rajar, a robar, a matar, y a llevarse lo que deseaba.
- ¡Una gran locura!
- Sí, y una terrible vergüenza. Así lo ha comprendido después de hablar contigo..., y con algunas otras
personas, hombres y mujeres. De manera que renunció a ello; y ahora tiene pensado ir en busca de un babú
grande y gordo y darle una paliza.
- No entiendo ni una palabra.
- ¡Ni Alá lo permita! Algunos hombres son fuertes por sus conocimientos. Tu fuerza es más grande toda-
vía, Gorro Rojo. Consérvala..., creo que lo harás. Si el muchacho no te sirve bien, dale un tirón de orejas.
Y ajustando su ancho cinturón de Bujaria, el pathan se alejó en el pálido resplandor del crepúsculo con
su aire de perdonavidas, y el lama descendió de las nubes lo suficiente para contemplar sus anchas espal-
das.
- Carece por completo de cortesía, y se deja engañar por la sombra de las apariencias. Pero habla bien de
mi chela, que pronto va a recibir su recompensa. ¡Rezaré la plegaria!... Des pierta, ¡oh, afortunado entre
todos los nacidos de mujer! ¡Despierta! ¡Ha sido encontrado!
Kim salió de los profundos pozos en que se hallaba abismado, y el lama esperó a que bostezara a sus an-
chas, chasqueando como es debido los dedos para ahuyentar los malos espíritus.
- He dormido cien años. ¿Dónde...? Santo mío, ¿estás aquí desde hace mucho tiempo? Yo salí a buscarte,
pero -añadió riendo medio dormido-me dormí por el camino. Ahora ya estoy bien del todo. ¿Has comido?
Vayamos a la casa. Hace ya mucho tiempo que no me cuido de ti. ¿Te alimenta bien la sahiba? ¿Quién te
ha dado friegas en las piernas? ¿Cómo estás de tus dolencias..., del vientre y el cuello, y el zumbido de los
oídos?
- Ya ha desaparecido todo eso..., todo. ¿No lo sabías?
- No sé nada, salvo que no te he visto desde hace mucho tiempo. ¿Qué es lo que había de saber?
- Es extraño que no te llegara el conocimiento, cuándo todos mis pensamientos iban hacia ti.
- No te puedo ver la cara, pero tu voz suena como un gong (14). ¿Te ha convertido en un hombre joven la
cocina de la sahiba? Kim contempló la figura sentada con las piernas cruzadas, que se perfilaba, negra co-
mo el azabache, contra el verde opalino del crepúsculo. Así está sentado el Bodhisattva de piedra que se
alza frente al torniquete registrador del Museo de Lahore.
El lama no respondió. Con la excepción del tintineo del rosario y el eco lejano de los pasos de Mahbub,
el silencio suave y humeante de las noches indias los envolvía por todas partes. - ¡óyeme! Traigo grandes
noticias.
- Pero...
La larga mano amarilla hizo un ademán ordenando el silencio. Kim replegó los pies bajo su túnica, obe-
deciendo.
- ¡óyeme! ¡Traigo grandes noticias! La Búsqueda ha terminado. Ahora viene la recompensab.. De este
modo. Cuando estábamos entre las montañas, viví de tus fuerzas hasta que la rama joven se dobló y quedó
casi desgarrada. Cuando bajamos de las montañas, estaba preocupado por ti y por otros asuntos que embar-
gaban todo mi ser. La barca de mi alma navegaba sin dirección; yo no podía ver la Causa de las Cosas. Así
es que, en cuanto llegamos aquí, te entregué a los cuidados de la virtuosa mujer. No comí nada. No be
agua. Y, sin embargo, no lograba descubrir la Senda. Me instaban a que tomara alimentos y gritaron ante
mi puerta cerrada. Y entonces me retiré a un hoyo bajo un árbol. No comí. No bebí. Durante dos días y dos
noches permanecí meditando con la mente abstraída, respirando acompasadamente de la manera estableci-
da... A la segunda noche -tan grande fue mi recompensa-, el Alma sabia se desprendió del necio Cuerpo y
quedó libre. Hasta entonces jamás lo había conseguido, aunque muchas veces había estado a punto de lo-
grarlo. ¡Considéralo bien, porque fue una maravilla!
(14) El gong es un gran disco de bronce que es golpeado con una maza recubierta de tela. Convoca a las ceremonias. El lama Teshu
premiará a Kim con el relato en, exclusiva de su experiencia mística, con la que ve cumplido su destino y alcanzado su objetivo de
lograr la sabiduría suprema, la liberación. Más que una confidencia afectuosa, es un mensaje, un legado paternal. Aunque para Kim,
«esas cosas sean demasiado elevadas.»
- Sí, una maravilla; indudablemente. ¡Dos días y dos noches sin comer! Pero, ¿dónde estaba la sahiba? -
dijo Kim en voz baja.
- Sí, mi alma quedó libre, y remontándose como un águila vio que no había allí ni el lama Teshu ni nin-
guna otra alma. Lo mismo que una gota se desvanece en el seno del líquido, así alcanzó mi alma la Gran
Alma, que está más allá de todas las cosas. En aquel momento, elevado por la contemplación, vi toda la
India, desde Ceilán en el mar, hasta las montañas y mis propias Rocas Pintadas de Such-zen. Vi todos los
campos y las aldeas donde hemos descansado alguna vez. Las vi a un tiempo y en el mismo lugar, porque
estaban dentro del Alma. Por lo cual conocí que el alma había pasado más allá de la ilusión del Tiempo, del
Espacio y de las Cosas. Y entonces me di cuenta de que era libre. Te vi acostado en un camastro y te vi
rodando por la montaña agarrado al idólatra: al mismo tiempo, y en el mismo sitio, en mi Alma que, como
te digo, había tocado la Gran Alma. También vi el estúpido cuerpo del lama Teshu tendido y al hakim de
Dacca arrodillado a su lado y gritándole al oído. Después mi Alma quedó completamente sola y no vi nada
porque, habiéndome hundido con la Gran Alma, yo era ya todas las cosas. Y medité durante millares y mi-
llares de años, libre de pasiones, plenamente consciente de las Causas de todas las Cosas. De repente, una
voz gritó: «¿Qué será del muchacho si mueres?», y sufrí una enorme sacudida por la piedad que me inspi-
rabas; y dije: «Volveré con mi chela para que no pierda la Senda»; y en esto mi Alma, que es el Alma del
lama Teshu, se desprendió de la Gran Alma con sacudidas, anhelos, y náuseas y sufrimientos que no pue-
den contarse. Como los huevos del pez, como el pez del agua, como el agua de la nube, como la nube del
aire denso, así brotó, así saltó, así se alejó, así se desprendió el Alma del lama Teshu de la Gran Alma. En-
tonces una voz gritó: «¡El Río! ¡Dirígete al Río!», y miré hacia el mundo, que, como he dicho antes, era
todo y uno en el tiempo y en el espacio, y vi claramente que a mis pies corría el Río de la Flecha. En aquel
momento mi Alma encontró el obstáculo de algún mal o algo parecido del que no estaba completamente
limpia y que descansaba sobre mis brazos y se enroscaba alrededor de mi cintura; pero conseguí rechazarlo
y me precipité, como un águila en su vuelo, al lugar donde se encontraba el Río. Y así, por tu salvación, fui
apartando mundo tras mundo. Yo vi debajo de mí el Río, el Río de la Flecha, y descendí hacia él, y sus
aguas me cubrieron; y de este modo me encontré de nuevo en el cuerpo del lama Teshu, pero libre de peca-
do, y el hakim de Dacca me sostenía la cabeza sobre las aguas del Río. ¡Está aquí! ¡Está detrás del bosque-
cillo de mangos..., aquí mismo!
- ¡Allah Kerim!
17
¡Menos mal que el babú estaba allí a tu lado! ¿Te mojaste mucho?
- ¿Quién se preocupa de semejante cosa? Recuerdo que el hakim cuidaba del cuerpo del lama Teshu. Lo
sacó con sus propias manos del agua sagrada, y después vino tu tratante del norte con unas angarillas y va-
rios hombres, y pusieron el cuerpo en ellas y lo llevaron a casa de la sahiba.
- ¿Qué dijo la sahiba?
- Yo meditaba entonces metido dentro de aquel cuerpo y no oí nada. De manera que la Búsqueda ha ter-
minado. Por el mérito que yo he adquirido, el Río de la Flecha está aquí. Y brotó ante nuestros pies como te
he dicho. Yo lo he encontrado. Hijo de mi Alma, yo he apartado a mi Alma del Umbral de la Liberación
para librarte a ti de todo pecado... para que seas, como yo, libre e inmaculado. ¡Justa es la Rueda! ¡Nuestra
salvación es segura! ¡Ven!
Y cruzando las manos sobre el regazo, sonrió como puede hacerlo un hombre que ha ganado la salvación
para él y para el ser querido.
17
¡Allah Kerim!: ¡Alá sea alabado!
LA RUEDA DE LA VIDA
La representación de la Rueda de la Vida se ha usado desde tiempos remotos como una ayuda visual para
la enseñanza de la doctrina budista. Se trata de una compleja red de símbolos cuya explicación puede servir
de introducción al pensamiento budista.
La Rueda de la Vida es sostenida por Yama, el Juez de los Muertos (figura exterior), como un espejo en
el que debe contemplarse el observador para que reflexione sobre su conducta.
Círculo central. La identidad, el ego de cada persona es pura ilusión. Los tres elementos que crean la ilu-
sión de esa identidad son el cerdo (ilusión, engaño), el gallo (ataduras de la vida, codicia) y la serpiente
(odio y repugnancia), cada uno de los cuales se alimenta del otro.
En el anillo que circunda el círculo anterior aparecen las personas que van pasando de un ámbito a otro
de la experiencia. En la parte sobre fondo negro descienden hacia la zona del infierno, y en la opuesta as-
cienden hacia la iluminación.
En los seis segmentos de la Rueda se representan los diferentes estadios de la experiencia; cada uno de
ellos contiene una figura de Buda. En el superior (a), el reino de la bienaventuranza y el placer, residen los
Devas. Es sólo un estadio transitorio, pues está en la Rueda de la Vida. Buda tiene en la mano un instru-
mento musical. A su derecha (b) aparecen los Asuras, ansiosos de poder, intentando arrebatar, mediante la
fuerza, los frutos del Árbol de los Deseos, que tiene sus raíces en su reino; a ellos se opone el ejército guia-
do por Indra. Buda sostiene en la mano una espada. A la izquierda (c) del segmento superior podemos
apreciar el ámbito de los hombres, con todas las actividades a las que se dedican: simboliza la libertad de
elección. Aquí se representa la opción del ascetismo, por ello Buda sostiene un cuenco de limosna y un
bastón. Los espacios inferiores de la Rueda muestran el mundo de las Desdichas. En el centro (d) tenemos
el Reino del Dolor (Niraya), en donde las criaturas son atormentadas debido a los pecados que han cometi-
do. La llama que Buda sostiene quiere simbolizar la purificación a que pueden someterse todos los que se
hallan en este reino. A su derecha (e) puede verse el Mundo de los Animales, que representa el sometimien-
to pasivo y ciego al instinto y la necesidad (en ellos se pueden reencarnar los humanos). Pueden liberarse
de esta región mediante el uso de la palabra -la razón- y eso es lo que representa el libro de Buda. Por últi-
mo, el segmento a la izquierda del Infierno (f) es el reino de los Espíritus Insatisfechos, con los estómagos
hinchados, incapaces de saciar su hambre y su sed; el agua que se transforma en fuego es el símbolo de sus
ataduras: cuanto más se bebe, más sed se tiene. Para aliviar su dolor, un dios los alimenta de amrit, el elixir
de los dioses.
Finalmente, en el anillo exterior se representan doce estadios por los que necesariamente habrá de pasar
cualquier ser humano; aunque no están ordenados de manera cronológica, existe una relación de interde-
pendencia. En la figura que está a la izquierda de la superior (1), vemos un cadáver transportado por un
anciano a la pira funeraria. Esta imagen de la muerte está relacionada con el nacimiento -o reencarnación-,
que queda simbolizada en la siguiente figura (2) por una mujer dando a luz. Para dar a luz es necesario con-
cebir, y eso se representa en la pareja (3) que hace el amor en la cama. El deseo que se requiere para ello es
simbolizado en el hombre que coge frutas de un árbol (4) y en aquél al que una mujer sirve té (ä). Pero en
ocasiones el deseo es muy intenso y la flecha en los ojos de la siguiente figura (6) viene a significar el im-
pacto de las cosas sobre los sentidos. La imagen siguiente (7), dos amantes enlazados, nos explica la rela-
ción de los sentidos con las cosas, y las seis ventanas de la casa (8) -que en esta versión de la Rueda no
aparecen- los seis sentidos del hombre -la mente es el sexto-. La conciencia es representada en las dos figu-
ras siguientes: huésped de un organismo vivo y sensorial (barquero y barca) (9) y saltando de uno a otro
objeto como lo hace un mono (10). La imagen del alfarero moldeando una vasija (11) nos muestra la forma
concreta de cada conciencia. Por último, la ignorancia se simboliza por una mujer ciega que sigue a un
hombre de una cuerda (12).
El mensaje central del budismo es la liberación de este ciclo de la Rueda de la Vida. Esta liberación no
significa huida de la Rueda, pues la Iluminación comporta el percatarse del mundo de las apariencias y del
Nirvana, el estado de Iluminación.
La reencarnación puede darse en cualquiera de los seis segmentos de la Rueda en función del estado
emocional de la persona en el momento de su muerte.
(Autor de la ilustración: Sherapalden Beru)
GLOSARIO
DE TÉRMINOS HINDÚES
afridi: pueblo afgano.
ají: pimiento muy picante.
¡Allah Kerim!: ¡Alá sea alabado!
anna: moneda. Es la dieciseisava parte de una rupia.
aka: tribu belicosa de las montañas.
akali: secta de los sijs.
arhat: santo budista.
asplan: un tipo de droga.
babú: indios con educación inglesa; es también un tratamiento.
babuyi: diminutivo afectivo de babú.
balti: musulmán de Baltistán en Cachemira.
betah: miembro de una tribu himalaya.
bhang: hachís, marihuana.
bhoosa: caña cortada para pienso.
Bhotiyal: Tíbet.
Bibi Miriam: Virgen María.
brahmán: miembro de la casta sacerdotal más elevada.
Buktanoos: espíritu mahometano temible.
but: espíritu.
but-parast: idólatra.
caravasar: posada destinada a las caravanas, con un enorme patio interior.
changar: ferroviarios.
¿Choor? ¿Mallum?: ¿Ladrón? ¿Me oyes?
chumar: curtidor de piel perteneciente a la casta baja.
cipayo: soldado indio al servicio de Gran Bretaña.
cowrie: conchas pequeñas y blancas que se usaban como moneda.
culí: trabajador no cualificado que, en la India o China, realiza las faenas más penosas y mal pagadas.
culís beegar: los sujetos a trabajos forzados por un señor.
curry: especia compuesta de jengibre, clavo, azafrán, etc., utilizada para cocinar varios platos (arroz, po-
llo...).
dewas: divinidades, ángeles.
dhow: barco de velas latinas empleado en las costas de la India.
doab: franja de tierra entre dos ríos, el Ganges y el Jumma.
duli: litera hecha de bambú.
Eblis: príncipe de los demonios, según la creencia musulmana.
ekka: carruaje de dos ruedas, tirado por un caballo.
estupa: monumento funerario destinado a guardar las cenizas de los grandes maestros.
faquir: santón mahometano o hindú que vive de la limosna y de la mendicidad.
ferashes: mensajeros, sirvientes.
ghi: manteca clara de leche de búfala.
gurú: religioso o director espiritual.
haj: la peregrinación a la Meca.
hakim: médico.
hayyi: título que se da al musulmán que ha hecho la peregrinación a la Meca.
hing: jugo de la planta asafétida.
hundi: pagaré.
jat: o kamboh, etnia del Panjab que se dedica a la agricultura.
kabarri: trapería, tienda de trastos y objetos usados.
kafir: para los musulmanes, infiel.
kamboh: casta de campesinos del Panjab.
kayeth: casta de escribientes.
khalsa: otra denominación para los sijs. Significa «los puros».
khandas: espadas.
khud: precipicio. kos: unos 3,2 km.
kilta: zurrón, cesto cónico que se lleva a la espalda, con una tira de piel alrededor de la frente del que lo
lleva.
kismet: sino, destino.
kuttars: dagas.
laj: cien mil.
lala: tratamiento de respeto para un hindú.
lama: sacerdote budista del Tíbet.
madrasa: colegio.
maharajá: príncipe indio.
maharani: esposa de un príncipe indio.
mahratta: raza muy poderosa de la India central.
mali: jardinero.
marjor: cabra salvaje del Tíbet. Los machos tienen gran cornamenta y larga crin.
metheeranees: barrendera.
mian: tratamiento de respeto para un musulmán.
mullah: lector del Corán, doctor de la ley musulmana.
murasla: la credencial del Rey, el documento.
mynah: pájaro (el estornino).
naik: cabo.
naikan: cortesana, prostituta.
Narain: nombre propio utilizado como exclamación en hindi.
Nibban: el nirvana.
noi-kol: pequeña calabaza. od: casta baja de barrenderos.
oswal: casta de contables y prestamistas.
padma: loto rosa, símbolo del nacimiento espiritual.
pahareen: montañesa.
paísa: moneda de cobre, equivalente a la cuarta parte del anna. Un rupia tiene 64 paísas (aunque, desde
1957, tiene 100 paísas).
pali: lengua sagrada de los budistas.
pan: o pan-supari, es un masticatorio de sabor acre, preparado con hojas de betel y nuez.
pandit: sabio.
paraos: los lugares de descanso en las carreteras.
parsi: etnia originaria de Persia.
pashto: la lengua de afganos y pathanes.
pathan: habitante de una zona entre Afganistán y el Panjab, de religión musulmana.
pukka: verdadero.
pulton: regimiento.
rajá: soberano, rey.
rél: el tren.
resaldar: capitán de caballería nativo.
rickshaw: carruaje ligero de dos ruedas, tirado por hombres -los jhampanis-, muy usado en el Oriente.
ruth: carromato.
rupia: unidad monetaria de la India.
sadhu: asceta brahmánico de poca categoría, en parte mendigo y en parte charlatán.
sahib: tratamiento que se da en la India a los europeos («señor»).
Saitán: en término musulmán, Satán, el diablo.
salaam: fórmula árabe de saludo.
salep: droga obtenida de la raíz de la orquídea.
samovar: aparato de metal -cobre, generalmente- que sirve para obtener y conservar el agua hirviendo,
sobre todo para la preparación del té.
sansi: casta de «intocables» que come perros.
serow: antílope asiático.
shabash: ¡Bien hecho! shikarri: cazador.
shikast: letras mayúsculas sin ligar.
shraddha: ofrenda a un dios para conmemorar a un difunto.
sij: secta del Panjab que une el induismo y el islamismo.
siná: tipo de droga.
Sirkar: término persa que designa al Gobierno de la India; es también el gobernador.
sitar: es como un laúd, el instrumento indio con cuerdas y brazo largo.
sunní: musulmán ortodoxo, por oposición a la secta shiah, a la que pertenecen los habitantes de Tirah.
tarkeean: un tipo de curry (mezcla de especias).
takkus: peaje.
ticca-garri: carruaje de alquiler.
tonga: carruaje ligero de dos ruedas.
urya: casta de campesinas de Orissa.
urdú: una variante de la familia de las lenguas hindis.
vihara: monasterio budista.
wallahs: superintendentes de policías.
yak: toro doméstico del Tíbet.
yogui: asceta hindú que practica el yoga.
zemindars: terratenientes.
zenanas: habitaciones donde están encerradas las mujeres hindúes. Como el serrallo de los musulmanes.
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