no era amante de la caza -el sonido de un gatillo le hacía cambiar de color-, pero como él mismo decía, era
«un andariego razonablemente eficiente», y había escudriñado el inmenso valle con sus prismáticos baratos
para llevar a cabo ciertos propósitos. Por otra parte, las viejas tiendas de lona blanca se destacan desde muy
lejos sobre el fondo verde. Cuando Hurree se sentó en la era de Ziglaur, ya había visto lo que buscaba a
veinte millas de un vuelo de águila y a cuarenta por carretera, esto es, dos manchas blancas pequeñísimas,
que un día estaban en los límites de las nieves y al siguiente habían descendido aparentemente seis pulga-
das por el flanco de la montaña. Una vez limpias y dispuestas para trabajar, sus gruesas piernas desnudas
podían hacer jornadas asombrosas, y por esa razón, mientras Kim y el lama descansaban en Ziglaur hasta
dejar pasar la tormenta, bajo una choza llena de goteras, un bengalí grasiento, chorreando agua, pero siem-
pre sonriente y hablando el inglés más puro con las frases más soeces, trataba de congraciarse con dos ex-
tranjeros empapados y algo reumáticos. El babú había llegado, después de haber dado una y mil vueltas a
muchos planes descabellados, pisándole los talones a una tormenta que había hendido un pino por la mitad,
derribándolo sobre el campamento, de manera que convenció a una o dos docenas de culís muy impresio-
nados de que el día no era propicio para seguir marchando, y, puestos de acuerdo, dejaron caer sus cargas y
se negaron a seguir adelante. Estos portadores eran súbditos de un Rajá montañés cuyas tierras cultivaban
para beneficio de su señor, según es costumbre; y por si era pequeña su desgracia, los extraños sahibs los
habían amenazado con sus rifles. La mayor parte de ellos conocían los rifles y a los sahibs desde hacía mu-
cho tiempo: eran rastreadores y shikarris
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de los valles del norte, muy habilidosos para seguir a un oso o a
una cabra montesa; pero nunca habían sido tratados tan cruelmente en toda su vida. Así es que el bosque
los acogió en su seno y, a pesar de todos los gritos y juramentos, se negó a devolverlos. No había ninguna
necesidad de fingir locura, ni... (el babú había pensado en otros varios medios para asegurarse la bienveni-
da). Sacudió un poco su traje empapado, se puso los zapatos de charol, abrió su sombrilla de rayas blancas
y azules y con andares remilgados y el corazón latiéndole en la garganta, se presentó como «agente de Su
Alteza Real el Rajá de Rampur, caballeros. ¿Qué puedo hacer por Ustedes, si son tan amables de decírme-
lo?»
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shikarris: cazadores.
Los caballeros se mostraron encantados. Uno de ellos era claramente francés; el otro, ruso, y los dos
hablaban un inglés no mucho peor que el del babú. Le suplicaron interpusiese sus buenos oficios. Sus cria-
dos indígenas se habían quedado enfermos en Leh. Ellos habían continuado el camino porque tenían prisa
en conducir a Simla los trofeos de sus cacerías, para evitar que se apolillaran las pieles. Llevaban una carta
general de presentación (ante la cual se inclinó el babú, haciendo mil zalemas al estilo oriental) para todos
los funcionarios del Gobierno. No, no habían encontrado en router
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ninguna otra partida de cazadores.
Atendían ellos mismos a sus necesidades. Tenían todavía gran provisión de alimentos. Lo único que de-
seaban era reanudar la marcha lo más rápidamente posible. Al oír esto, el babú abordó a uno de los monta-
ñeses que se había agazapado entre los árboles, y después de tres minutos de charla y un poco de dinero (no
se puede economizar cuando se está al servicio del Estado, aunque el corazón de Hurree sangraba por aquel
derroche), los once culís y sus tres acompañantes reaparecieron. Por lo menos, el babú sería testigo de su
opresión.
- Su Alteza Real tendrá un gran disgusto, pero ésta no es más que gente ordinaria, grosera e ignorante. Si
vuestras señorías se dignan pasar por alto tan lamentable incidente, quedaré altamente agradecido. Dentro
de poco cesará la lluvia y podremos proseguir. ¿Han estado ustedes cazando, eh? ¡Excelentes resultados!
Mientras decía esto, saltaba ágilmente de un kilta
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a otro, bajo pretexto de sujetar los cestos cónicos. El
inglés, por regla general, trata poco con el asiático, pero nunca golpearía en la muñeca a un amable babú
por volcar accidentalmente un kilta cubierto por un hule rojo. En cambio, tampoco se hubiera empeñado en
hacer beber a un babú, por amistoso que se mostrara, ni le hubiera convidado a comer carne. Los extranje-
ros hicieron todas esas cosas y le preguntaron muchas otras -sobre mujeres principalmente-, a las cuales
Hurree respondió alegre y despreocupadamente. Le dieron un vaso de un líquido incoloro parecido a la
ginebra, y después varios más; y al cabo del rato perdió toda su gravedad. Se convirtió en un maldiciente y
habló en términos de la más libre indecencia contra el Gobierno, que le había obligado a recibir la educa-
ción de un hombre blanco y se olvidaba de proporcionarle el salario de un hombre blanco. Les contó, entre
balbuceos, historias de opresiones e injusticias, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas ante las
miserias de su patria. Se alejó tambaleándose, cantando coplas amorosas de la Bengala del sur, y cayó dor-
mido sobre el húmedo tronco de un árbol. Jamás se vio a una desafortunada víctima de la dominación in-
glesa en la India arrojarse tan tristemente en brazos de extranjeros (9).