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L
Harriet Beecher Stowe
LA CABAÑA DEL TÍO TOM
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ÍNDICE
CAPÍTULO I. En el que se presenta al lector a un hombre humanitario
CAPÍTULO II. La madre
CAPÍTULO III. Marido y padre
CAPÍTULO IV Una tarde en la cabaña del tío Tom
CAPÍTULO V Donde se explican los sentimientos de las mercancías hu-
manas al cambiar de dueño
CAPÍTULO VI. El descubrimiento
CAPÍTULO VII. La lucha de la madre
CAPÍTULO VIII. La huida de Eliza
CAPÍTULO IX. En el que parece que el senador es sólo humano
CAPÍTULO X. Se llevan la mercancía
CAPÍTULO XI. En el que la mercancía humana adopta un estado de ánimo
poco recomendable
CAPÍTULO XII. Un incidente propio del comercio legítimo
CAPÍTULO XIII. La colonia cuáquera
CAPÍTULO XIV Evangeline
CAPÍTULO XV Sobre el nuevo amo de Tom y varios otros asuntos
CAPÍTULO XVI. El ama de Tom y sus opiniones
CAPÍTULO XVII. La defensa del hombre libre
CAPÍTULO XVIII. Las experiencias y opiniones de la señorita Ophelia
CAPÍTULO XIX. Más experiencias y opiniones de la señorita Ophelia
CAPÍTULO XX. Topsy
CAPÍTULO XXI. Kentucky
CAPÍTULO XXII. «La hierba se seca, la flor se marchit
CAPÍTULO XXIII. Henrique
CAPÍTULO XXIV Presagios
CAPÍTULO XXV La pequeña evangelista
CAPÍTULO XXVI. La muerte
CAPÍTULO XXVII. «Esto es lo último de la tierra»
CAPÍTULO XXVIII. Reencuentro
CAPÍTULO XXIX. Los desamparados
CAPÍTULO XXX. El almacén de esclavos
CAPÍTULO XXXI. La travesía
CAPÍTULO XXXII. Lugares oscuros
CAPÍTULO XXXIII. Cassy
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CAPÍTULO XXXIV La historia de la cuarterona
CAPÍTULO XXXV Señales
CAPÍTULO XXXVI. Emmeline y Cassy
CAPÍTULO XXXVII. La libertad
CAPÍTULO XXXVIII. La victoria
CAPÍTULO XXXIX. La estratagema
CAPÍTULO XL. El mártir
CAPÍTULO XLI. El joven amo
CAPÍTULO XLII. Una auténtica historia de fantasmas
CAPÍTULO XLIII. Resultados
CAPÍTULO XLIV El libertador
CAPÍTULO XLV Comentarios finales
CAPÍTULO PRIMERO
EN EL QUE SE PRESENTA AL LECTOR A UN HOMBRE
HUMANITARIO
A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban
sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien
amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los
caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy se-
rios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora
dos
caballeros.
Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de
ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y for-
nido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfarrón de un
hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía
llamativamente un chaleco multicolor, un pañuelo azul con lunares
amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy
acorde con su aspecto general. Las manos eran grandes y rudas y
cubiertas de anillos; llevaba una gruesa cadena de reloj repleta de
enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tinti-
near con patente satisfacción en el calor de la conversación. Ésta
estaba totalmente exenta de las limitaciones de la Gramática de
Murray, y salpicada regularmente con diversas expresiones pro-
fanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la con-
versación nos hará transcribir.
Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la orga-
nización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición
cómoda si no opulenta. Como hemos apuntado, estaban los dos
inmersos en una seria conversación.
––Así dispondría yo el asunto ––dijo el señor Shelby.
––No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, se-
ñor Shelby ––dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.
––Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común;
desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal,
honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.
––Quiere usted decir honrado para ser negro ––dijo Haley, sir-
viéndose una copa de coñac.
––No, quiero decir que Tom es un hombre bueno, formal, sensato
y piadoso. Se convirtió a la religión hace cuatro años en una reu-
nión, y creo que se convirtió de verdad. Desde entonces, le confío
todo lo que tengo: dinero, casa, caballos, y lo dejo ir y venir por los
alrededores; y siempre lo he encontrado honrado y cabal en todas
las cosas.
Algunas personas no creen que haya negros piadosos, Shelby ––
dijo Haley, con un movimiento candoroso de la mano––, pero yo
sí. Había un tipo en este último lote que llevé a Orleáns: era como
un mitin religioso oír rezar a ese individuo; y era bastante tranquilo
y callado. Me dieron un buen precio por él también, pues lo com-
pré barato a un hombre que tuvo que venderlo todo; así pues gané
seiscientos con él. Sí, creo que la religión es una cosa valiosa en un
negro, cuando es de verdad, he de decirlo.
––Bien, Tom tiene religión de verdad, sin duda ––respondió el
otro––. El otoño pasado, le dejé ir solo a Cincinnati a hacer nego-
cios en mi lugar y me trajo a casa quinientos dólares. «Tom», le
dije, «me fio de ti porque creo que eres buen cristiano y se que no
me engañarías». Tom volvió, desde luego, como ya lo sabía yo.
Cuentan que algunos tipos rastreros le dijeron: «Tom, ¿por qué no
te largas al Canadá?» y él respondió: «El amo conga en mí y no
podría hacerlo», eso me contaron. Me da pena desprenderme de
Tom, he de confesarlo. Debería usted cogerle por toda la deuda,
Haley; y si tuviera usted conciencia, lo haría.
––Pues tengo tanta conciencia como se puede permitir cualquier
hombre de negocios, sólo un poco para ir tirando, como si dijéra-
mos ––dijo chistoso el comerciante––; y estoy dispuesto a hacer
cualquier cosa razonable para contentar a mis amigos, pero lo que
pide usted es un poco excesivo ––el comerciante suspiró pensativo
y se sirvió más coñac.
––¿Cómo quedamos, entonces, Haley? ––preguntó el señor Shel-
by, después de una pausa incómoda.
––¿No tiene usted un niño o una niña que pueda meter en el lote
con Tom?
––Bien, ninguno que me sobre; a decir verdad, si no fuera absolu-
tamente necesario, no vendería a ninguno. La verdad es que no me
hace gracia desprenderme de ninguno de mis muchachos.
En este momento, se abrió la puerta y entró en la habitación un
pequeño cuarterón de entre cuatro y cinco años. Había algo hermo-
so y atractivo en su aspecto. El cabello negro, suave como la seda
y de color azabache, caía en rizos brillantes alrededor de su rostro
redondo con hoyuelos en las mejillas, mientras que unos grandes
ojos negros, llenos de fuego y dulzura, se asomaban bajo unas pes-
tañas largas y pobladas y miraban con curiosidad por el aposento.
Un alegre traje de cuadros rojos y amarillos, cuidadosamente cor-
tado y entallado, resaltaba su belleza exótica; y un curioso aire de
seguridad mezclado con timidez demostraba que estaba acostum-
brado a que su amo se fijara en él y le hiciera mimos.
––Hola, Jim Crow ––dijo el señor Shelby, silbando y lanzando un
racimo de pasas en dirección al niño––, recoge esto, vamos.
El muchacho salió corriendo en pos de su premio mientras se reía
su amo.
––Ven aquí, Jim Crow ––dijo. Se acercó el muchacho y el amo le
dio golpecitos en la cabeza y le acarició la barbilla.
––Vamos, Jim, demuestra a este caballero lo bien que sabes bailar
y cantar.
El muchacho comenzó a cantar con voz clara y rica una de esas
canciones salvajes y grotescas de los negros, acompañando su can-
ción con muchos movimientos cómicos de las manos, los pies y el
cuerpo entero, todo al compás de la música.
––¡Bravo! ––gritó Haley, echándole un cuarto de naranja. Vamos,
Jim, anda como el viejo tío Cudjoe cuando le da el reuma ––dijo su
amo.
En el acto las flexibles extremidades del muchacho adoptaron la
apariencia de la deformidad y la distorsión mientras, con la espalda
encorvada y el bastón de su amo en la mano, andaba a trompicones
por la habitación con su rostro de niño dibujando una mueca de do-
lor, escupiendo a diestro y siniestro como un viejo.
Los dos caballeros se rieron estrepitosamente.
––Ahora, Jim, muéstranos cómo el viejo Robbins canta el salmo
––el muchacho rechoncho alargó la cara de manera sorprendente,
con gravedad imperturbable, y comenzó a entonar nasalmente un
salmo
––¡Hurra, bravo! ¡Qué chico! ––dijo Haley––; que me aspen si
ese muchacho no es todo un caso. ¿Sabe lo que le digo? ––dijo de
repente, golpeando al señor Shelby en el hombro––, incluya usted
a este muchacho y cerraremos el trato, se lo prometo. Venga ya, no
diga usted que no es un buen trato.
En ese momento se abrió suavemente la puerta y entró en la habi-
tación una joven cuarterona de unos veinticinco años. Sólo hacía
falta una mirada al muchacho para identificarla como su madre.
Tenían los mismos ojos oscuros y expresivos con largas pestañas,
los mismos rizos de cabello sedoso y negro. Su cutis moreno mos-
traba un rubor perceptible en las mejillas que se oscureció cuando
se percató de la mirada osada de franca admiración del desconoci-
do fija en ella. Su vestido se ceñía perfectamente a su cuerpo resal-
tando sus formas armoniosas; la mano de delicada factura y el pie
y el tobillo pequeños no escapaban a la mirada perspicaz del co-
merciante, acostumbrado a evaluar con una mirada las ventajas de
un buen ejemplar femenino.
––¿Y bien, Eliza? ––preguntó su amo cuando ella se detuvo para
mirarlo vacilante.
––Buscaba a Harry, señor, si no le importa y el muchacho se le
acercó de un salto mostrándole su botín, que había recogido en la
falda de su vestido.
––Pues llévatelo, entonces ––dijo el señor Shelby; y ella se retiró
deprisa con su hijo en brazos.
––Por Júpiter ––dijo el comerciante, mirándolo con admiración––
¡ése sí que es un buen artículo! Podría usted hacerse rico cuando
quisiera con esa muchacha en Nueva Orleáns. He visto a más de
cien hombres pagar al contado por muchachas menos guapas.
––No quiero hacerme rico con ella ––dijo secamente el señor
Shelby; y, para cambiar de tema, descorchó otra botella de vino y
pidió la opinión de su compañero al respecto.
––¡Excelente, señor, de primera! ––dijo el tratante; y volviéndose
y dando palmaditas en el hombro de Shelby, añadió––: Vamos,
¿qué me dice de la muchacha? ¿Qué le doy? ¿Cuánto quiere?
––Señor Haley, ella no está en venta ––dijo Shelby––. Mi esposa
no se desprendería de ella ni por su peso en oro.
––¡Bah! Las mujeres siempre dicen esas cosas, porque no entien-
den de números. Usted demuéstrele cuántos relojes, plumas y chu-
cherías pueden comprar con su peso en oro, y cambiará de idea, me
figuro.
––Ya le digo, Haley, que no se hable más del asunto; he dicho
que no, y es que no ––dijo Shelby con decisión.
––Bueno, pero me dará al muchacho, ¿verdad? ––dijo el comer-
ciante––. Tiene que reconocer que me porto bien al conformarme
con él.
––¿Para qué demonios quiere usted al niño? elijo Shelby.
––Bueno, pues, un amigo mío se va a dedicar a este negocio y
quiere comprar muchachos guapos y criarlos para el mercado. Sólo
de primera calidad, para venderlos como camareros y cosas así a
los ricos, a los que pueden pagar por los guapos. Realza la calidad
de una de estas casas solariegas tener a un muchacho realmente
guapo para abrir la puerta y servir. Se pagan bien; y este diablillo
es un niño tan gracioso y dotado para la música, que sería perfecto.
––Prefiero no venderlo ––dijo el señor Shelby pensativo––. El
caso es que soy un hombre humanitario y no me gustaría quitarle el
hijo a su madre, señor.
––No me diga; vaya, algo parecido, ya, lo comprendo per-
fectamente. Es muy desagradable tener tratos con las mujeres a ve-
ces, a mí no me gusta nada que se pongan a gritar y a chillar. Son
muy
desagradables; pero yo, como soy hombre de negocios, evito
tales escenas. Bien, aleje usted a la muchacha un día, o una semana
o así; se hace la operación discretamente y todo habrá acabado an-
tes de que vuelva. Su esposa podría comprarle pendientes, o un
vestido nuevo, o algo así, para compensarle.
––Me temo que no.
––¡Dios me ampare, le digo que sí! Estas criaturas no son como
la gente blanca, desde luego; superan las cosas, sólo hay que saber-
los llevar. Pues dicen ––dijo Haley con un aire franco y confiden-
cial–– que este tipo de negocios endurece los sentimientos; pero a
mí no me lo parece. A decir verdad, nunca he podido hacer las co-
sas como algunos tipos las hacen en este negocio. He visto a quien
arrancaba al hijo de brazos de su madre para ponerlo a la venta,
con ella chillando como loca todo el rato; es muy mala política,
pues daña el género y a veces los estropea para el servicio. Conocí
a una muchacha muy guapa una vez en Nueva Orleans que se echó
a perder del todo por un trato así. El tipo que la vendía no quería a
su hijo, y ella era altiva cuando se enfadaba. Le digo que estrangu-
ló a su hijo con sus manos y siguió hablando de manera terrible.
Me hiela la sangre recordarlo; y cuando se llevaron al hijo y a ella
la encerraron, se volvió loca de atar y al cabo de una semana estaba
muerta. Un desperdicio, señor, de mil dólares, sólo por no saber
hacer negocios, esa es la verdad. Siempre es mejor hacer lo huma-
nitario, señor, en mi experiencia y el comerciante se repantigó en
la silla y cruzó los brazos, con un aire decidido y virtuoso, conside-
rándose como un segundo Wilberforce.
El tema parecía interesar mucho al caballero; mientras que el se-
ñor Shelby pelaba pensativo una naranja, empezó a hablar de nue-
vo, con decoroso apocamiento, como si la fuerza de la verdad le
empujara a decir unas palabras más.
––No está bien visto que uno se elogie a sí mismo, pero lo digo
porque es la verdad. Se dice que importo los mejores rebaños de
negros de todos, por lo menos eso se dice; me lo han dicho más de
cien veces, en cualquier caso, gordos y prometedores, y pierdo
menos que cualquier otro comerciante. Y yo lo achaco todo a la
organización, señor; y la humanidad, señor, si me permite, es el
pilar de la organización.
El señor Shelby, al no saber qué decir, dijo simplemente: ––
¡Vaya!
––Mis ideas han sido motivo de escarnio, señor, y de críticas. No
son bien vistas, ni son corrientes; pero yo sigo en mis trece; yo sigo
en mis trece y así me va; sí, puedo decir que he amortizado su pa-
saje ––y el comerciante se rió de su broma.
Había algo tan provocativo y original en estas dilucidaciones de
humanidad, que el señor Shelby no pudo menos que reír también.
Quizás te rías tú, también, querido lector; pero sabes que la huma-
nidad se presenta hoy día de muchas maneras peculiares, y no hay
límite a las cosas extrañas que dice y hace la gente humanitaria.
La carcajada del señor Shelby animó al comerciante a seguir.
––Es raro pero nunca he podido meterlo en la cabeza de la gente.
Veamos el caso de mi viejo socio, Tom Loker, de Natchez; era un
tipo muy listo, aunque era el mismísimo diablo con los negros, pe-
ro sólo por principio, porque jamás ha existido hombre con mejor
corazón; era su sistema, señor. Yo lo comentaba con Tom. «Bueno,
Tom», le decía, «cuando se ponen a llorar tus muchachas, ¿de qué
sirve darles en la cabeza o pegarles una paliza? Es ridículo», decía
yo, «y no sirve para nada. A mí no me parece mal que lloren», de-
cía yo, «es la naturaleza», decía, «y si la naturaleza no se desahoga
de una forma, lo hará de otra. Además, Tom», decía yo, «estropea
a tus muchachas; enferman y se ponen tristes; y a veces se ponen
feas, sobre todo las amarillas se ponen feas, y cuesta mucho trabajo
que se domestiquen. Ahora bien», decía yo, «¿por qué no las enga-
tusas y les hablas con amabilidad? Puedes creerme, Tom, una pe-
queña dosis de humanidad remedia más que tus regaños y golpes;
y es más rentable, puedes creerme». Pero Tom no alcanzaba a
comprenderlo; y me echó a perder a tantas que tuve que romper
con él, aunque tenía buen corazón y era un hombre de negocios
honrado.
––¿Y cree usted que su manera de hacer negocios es mejor que la
de Tom? ––preguntó el señor Shelby.
––Ya lo creo. Verá usted, cuando puedo, cuido de la parte des-
agradable, como la venta de los niños; alejo a las madres, pues ojos
que no ven, corazón que no siente, ya sabe, y cuando la cosa está
hecha y no tiene remedio, se resignan. No es como si fuera gente
blanca, educada para quedarse con sus hijos y sus esposas y todo
eso. Los negros bien criados no tienen expectativas de ninguna cla-
se, así que aceptan más fácilmente todas estas cosas.
––Me temo que los míos no están bien criados entonces ––dijo el
señor Shelby.
––Supongo que no; ustedes los de Kentucky miman mucho a sus
negros. Tienen ustedes buena intención, pero no es bueno para
ellos. Verá, a un negro que tiene que ir de aquí para allá en el
mundo y soportar que lo vendan a Mengano y a Zutano y a Dios
sabe quién más, no es bueno llenarle la cabeza de ideas y expecta-
tivas y educarle demasiado, porque la dureza de la vida es mucho
más difícil de soportar después. Estoy seguro de que los negros de
usted estarían muy tristes en un lugar donde algunos negros de
plantación cantarían y vitorearían como posesos. Es natural, señor
Shelby, que cada hombre crea que sus propias maneras de hacer las
cosas son las mejores; y yo creo que trato a los negros tan bien
como merecen.
––Es una felicidad estar satisfecho ––dijo el señor Shelby, enco-
giéndose ligeramente de hombros y dando muestras de incomodi-
dad.
––Entonces ––dijo Haley, después de que ambos hombres pasa-
ran un rato comiendo frutos secos en silencio––, ¿qué me dice?
––Me lo pensaré y lo hablaré con mi esposa ––dijo el señor Shel-
by––. Mientras tanto, Haley, si usted quiere que se maneje el asun-
to con la discreción que ha mencionado, más vale que lo mantenga
en secreto en este vecindario. Correrá la voz entre mis muchachos,
y no será un asunto nada discreto llevarse a alguno de mis mucha-
chos si se enteran, se lo aseguro.
––¡Desde luego, naturalmente, ni una palabra! Pero mire usted,
tengo muchísima prisa y quiero saber cuanto antes qué decide us-
ted ––dijo él, levantándose y poniéndose el abrigo.
––Pues venga esta tarde entre las seis y las siete y le contestaré ––
dijo el señor Shelby, mientras el tratante salía de la habitación con
una reverencia.
«Me hubiera gustado echarlo de una patada», se dijo cuando vio
que se había cerrado la puerta, «con ese aplomo descarado; pero
sabe que me tiene a su merced. Si alguien me hubiera dicho que
iba a vender a Tom a uno de estos bribones tratantes del sur, yo
habría dicho: “¿Es un perro tu sirviente para que hagas eso?” Y
ahora parece ser que tendrá que ser así. ¡Y el hijo de Eliza, tam-
bién! Sé que tendré un problema con mi esposa por eso, y, de
hecho, por el asunto de Tom también. Mala cosa tener deudas, ¡va-
ya! El tipo ve la ocasión y se aprovecha».
Quizás la forma más suave del sistema de la esclavitud es la del
estado de Kentucky. El predominio general de los quehaceres agrí-
colas tranquilos y paulatinos, que no necesitan de esas prisas y pre-
siones periódicas que tienen lugar en los asuntos de los estados de
más al sur, hace que la tarea del negro sea más sana y razonable;
mientras que el amo, satisfecho de seguir un estilo más gradual de
adquisición, no siente la tentación de la crueldad que siempre ven-
ce a las naturalezas débiles cuando lo que está en la balanza es la
posibilidad de una ganancia repentina y rápida, sin más contrapeso
que los intereses de los indefensos y desvalidos.
Quien visita alguna finca de allí y observa la complacencia de al-
gunos amos y amas y la lealtad cariñosa de algunos esclavos, po-
dría caer en la tentación de pensar en la popular leyenda poética de
la institución patriarcal; pero por encima de esta escena pende una
sombra ominosa ––la sombra de la ley––. Mientras que la ley con-
sidere a todos estos seres humanos, con sus corazones que laten y
sus sentimientos vivos, como una serie de objétos que pertenecen a
un amo, mientras que el fracaso, la desgracia, la imprudencia o la
muerte del amo más amable pueda hacer que cambien una vida
protegida e indulgente por otra desesperada de miseria y trabajos,
es imposible hacer nada bello ni deseable dentro de la adminis-
tración mejor regida de la esclavitud.
El señor Shelby era un hombre bastante común, amable y de buen
corazón y bien dispuesto hacia los que lo rodeaban, y nunca había
faltado nada que pudiera contribuir al bienestar fisico de los negros
de su finca. Sin embargo, se había dedicado a la especulación, se
había endeudado mucho y sus pagarés por una gran suma habían
caído en manos de Haley; esta pequeña información es la clave de
la conversación precedente.
Bien, dio la casualidad de que, al acercarse a la puerta, Eliza
había escuchado bastante de la conversación para saber que el co-
merciante quería que su amo le vendiera a alguien.
De buena gana se habría quedado escuchando detrás de la puerta
al salir, pero tuvo que marcharse deprisa porque la llamó su ama en
ese momento.
Sin embargo, le parecía haber oído al comerciante hacer una puja
por su hijo; ¿podía equivocarse? Se le encogió el corazón y co-
menzó a latir de prisa, y sin querer apretaba tanto al niño que éste
le miró atónito a la cara.
––Eliza, muchacha, ¿qué te pasa hoy? ––preguntó su ama, des-
pués de que ésta le volcara la jarra del lavabo, derribara el bastidor
y le ofreciera distraída un camisón largo en lugar del vestido de
seda que le había pedido que le trajera del armario.
Eliza dio un respingo.
––¡Oh, señora! ––dijo, alzando los ojos y, rompiendo a llorar, se
sentó en una silla y se puso a sollozar.
––Eliza, hija, ¿qué te ocurre? ––preguntó su ama.
––¡Oh, señora, señora! ––dijo Eliza––. ¡Había un tratante hablan-
do con el amo en el salón! Lo he oído.
––Bueno, tonta, ¿y qué?
––Oh, señora, ¿usted cree que el amo vendería a mi Harry? y la
pobre criatura se lanzó a una silla y se puso a sollozar convulsiva-
mente.
––¿Venderlo? ¡Qué va, tontita! Sabes que el amo no hace nego-
cios con esos tratantes sureños y que nunca querrá vender a ningu-
no de sus criados, siempre que se porten bien. Vamos, tonta,
¿quién crees que querrá comprar a tu Harry? ¿Crees que todo el
mundo lo quiere como tú, gansita? Venga, anímate y abróchame el
vestido. Vamos, arréglame el pelo con esa trenza bonita que apren-
diste el otro día, y deja de escuchar detrás de las puertas.
––Señora,
usted
nunca permitiría...
––¡Tonterías, niña! Por supuesto que no. ¿Cómo puedes hablar
así? Antes dejaría vender a uno de mis propios hijos. Pero, Eliza, te
estás enorgulleciendo demasiado de ese niño. No puede asomar la
nariz un hombre por la puerta sin que creas que ha venido a com-
prarlo.
Reconfortada por el tono seguro de su ama, Eliza siguió ágil y
mañosa con el tocado, riéndose de sus propios temores.
La señora Shelby era una dama de clase alta, hablando tanto inte-
lectual como moralmente. Además de la magnanimidad y genero-
sidad mentales que a menudo tipifican el carácter de las mujeres de
Kentucky, tenía grandes sensibilidades y principios morales y reli-
giosos, que se plasmaban en resultados prácticos realizados con
gran energía y habilidad. Su marido, que no profesaba ninguna re-
ligión en particular, reverenciaba y veneraba la consistencia de la
religiosidad de su esposa y su opinión le imponía respeto. Era ver-
dad que le daba carta blanca en todos sus esfuerzos benévolos para
el confort, instrucción y mejora de sus criados, aunque él personal-
mente no intervenía en ello. De hecho, si no creía exactamente en
la doctrina de la eficiencia del excedente de las buenas obras reali-
zadas por los santos, sí parecía pensar que su esposa tenía suficien-
te piedad y benevolencia para los dos y albergaba una vaga espe-
ranza de entrar en el cielo gracias a la sobreabundancia de cualida-
des de ella que él mismo no pretendía poseer.
Lo que más le pesaba a él, después de su conversación con el tra-
tante, era tener que informar a su esposa del negocio propuesto, y
enfrentarse a las objeciones y oposición que sabía que le espera-
ban.
La señora Shelby, totalmente ignorante de las deudas de su mari-
do y conociendo sólo la bondad habitual de su temperamento, era
sincera al reaccionar ante las sospechas de Eliza con absoluta in-
credulidad. De hecho, había descartado la idea sin pensarlo dos ve-
ces; y, ocupada como estaba con los preparativos de una visita por
la tarde, se le fue totalmente de la mente.
CAPÍTULO II
LA MADRE
Eliza había sido criada desde pequeña como favorita de su ama.
El viajero del sur debió de notar ese peculiar aire de refinamiento,
la dulzura de voz y de modales, que parecen ser un don especial de
las cuarteronas y mulatas. Estas gracias naturales de la cuarterona a
menudo van parejas con la belleza más deslumbrante y casi siem-
pre con un aspecto atractivo y agradable. Eliza, como la hemos
descrito, no es un bosquejo imaginario sino el dibujo de memoria
de una mujer que vimos hace años en Kentucky. Segura bajo los
cuidados protectores de su ama, Eliza había llegado a la madurez
sin las tentaciones que convierten la belleza en una herencia fatal
para una esclava. La habían casado con un inteligente mulato de
talento que era esclavo en una finca colindante y se llamaba Geor-
ge Harris.
El amo había alquilado a este joven para que trabajara en una fá-
brica de bolsas, donde era considerado el mejor trabajador por su
destreza e ingenuidad. Había inventado una máquina para limpiar
el cáñamo que, teniendo en cuenta la educación y las circunstan-
cias del inventor, mostraba un genio mecánico parecido al de la
despepitadora de algodón de Whitney.
Era guapo y tenía modales agradables, y era muy querido en la
fábrica. Sin embargo, como a los ojos de la ley este joven no era un
hombre sino una cosa, todas sus cualidades superiores estaban su-
jetas al control de un amo tiránico, intolerante y vulgar. Al oír
hablar de la fama del invento de George, este caballero se acercó a
la fábrica para ver la obra de este esclavo inteligente. Lo recibió
con gran entusiasmo el empresario, que lo felicitó por poseer un
esclavo tan valioso.
Le acompañó a ver la fábrica, donde, al mostrarle la máquina,
George, animado, hablaba tan fluidamente y tenía un aspecto tan
bello y viril, allí erguido, que su amo comenzó a tener una des-
agradable sensación de inferioridad. ¿Cómo se atrevía su esclavo a
andar por el país inventando máquinas e irguiendo la cabeza entre
caballeros? No pensaba tolerarlo. Lo llevaría de vuelta, lo pondría
a trabajar con la azada y la pala y «a ver si se iba a pavonear tanto
entonces». En consecuencia, el patrón y los trabajadores se queda-
ron de piedra cuando reclamó de repente el salario de George y
anuncio su intención de llevárselo a casa.
––Pero, señor Harris ––objetó el patrón––, ¿no es un poco repen-
tino?
––¿Y qué, si es así? ¿No es mío el hombre?
––Estaríamos dispuestos a aumentar el pago de compensación.
––No sirve de nada, señor. No tengo necesidad de alquilar a mis
trabajadores si no quiero.
––Pero, señor, parece estar muy bien adaptado a este negocio.
––Puede que sí; no se adaptaba muy bien nunca a nada de lo que
yo le mandaba, sin embargo.
––Pero dése cuenta de que ha inventado esta máquina ––
interrumpió uno de los obreros, algo inoportuno.
––¡Oh, sí! Una máquina para ahorrar trabado, ¿verdad? No me
extraña que inventara eso; un negro es especialista en eso. Todos
ellos son máquinas para el ahorro del trabajo. No, ¡se marchará!
George se quedó como paralizado al oír a una potencia que sabía
irresistible pronunciar su condena. Se cruzó de brazos, comprimió
los labios, pero un volcán de sentimientos amargos ardió en su pe-
cho, enviando ríos de fuego por sus venas. Jadeaba y sus grandes
ojos negros llameaban como brasas ardientes, y hubiera podido es-
tallar en algún tipo de ebullición peligrosa si el bondadoso patrón
no le hubiera tocado el brazo, diciendo en voz queda:
––Déjate llevar, George; ve con él de momento. Intentaremos
ayudarte más adelante.
El tirano vio este susurro y adivinó su significado aunque no oyó
lo que se dijo; y le fortaleció aún más en su empeño interno de
mantener el poder que ejercía sobre su víctima.
George fue llevado a casa y puesto a trabajar en las tareas más
humildes y fatigosas de la granja. Había conseguido reprimir cada
palabra irrespetuosa; pero los ojos llameantes y la frente triste y
preocupada formaban parte de un lenguaje natural que no podía
reprimir: señales inequívocas de que un hombre no se podía con-
vertir en una cosa.
Fue durante la época feliz de su trabajo en la fábrica cuando
George conoció y se casó con su esposa. En ese período, como su
patrón confiaba en él y lo trataba bien, tenía libertad para ir y venir
a su antojo. La señora Shelby aprobó totalmente la boda y, con al-
go de la satisfacción de casamentera típica de una mujer, se alegró
de unir a su guapa favorita con uno de su misma clase que parecía
digno de ella; de modo que se casaron en el salón del ama, que
adornó personalmente con azahar el hermoso cabello de la novia y
le echó por encima el velo nupcial, que no hubiera podido posarse
en una cabeza más bella; y no faltaban guantes blancos, ni tarta, ni
vino, ni invitados que admiraron la belleza de la novia y la indul-
gencia y generosidad de su ama. Durante un año o dos, Eliza vio a
menudo a su marido y nada interrumpió su felicidad salvo la pér-
dida de dos niños, que ella amaba apasionadamente y que lloró con
una pena tan intensa que su ama le riñó dulcemente, procurando,
con solicitud matemal, mantener sus sentimientos, tan apasionados
por naturaleza, dentro de los límites de la razón y la religión.
Después del nacimiento del pequeño Harry, sin embargo, se tran-
quilizo y sosegó; y cada lazo sangrante y cada nervio palpitante,
entretejidos de nuevo con la nueva vida, parecieron restablecerse y
sanar, y hasta el momento en que su marido fue alejado tan brus-
camente de su bondadoso patrón y puesto bajo el dominio de hie-
rro de su propietario legal, Eliza era una mujer feliz.
El fabricante cumplió su palabra y fue a visitar al señor Harris
una semana o dos después de la partida de George con la esperanza
de que se le hubiera pasado el enfado a aquél, y probó todos los
argumentos para persuadirle de que volviera a colocar a éste en su
puesto anterior.
––No se moleste en hablar más ––dijo tercamente––, conozco
bien mis propios asuntos, señor.
––No pretendía inmiscuirme en sus asuntos, señor. Sólo pensaba
que podía considerar de su interés alquilarnos a su hombre bajo las
condiciones propuestas.
––Entiendo perfectamente lo que ocurre. Ya le vi guiñar el ojo y
susurrarle al oído el día en que lo saqué de la fábrica, así que no
me engaña en absoluto. Es un país libre, señor; el hombre es
mío,
y
haré con él lo que me plazca, eso es todo.
Así se esfumaron las últimas esperanzas de George; ya no le que-
daba nada más que una vida de trabajo y monotonía, amargamente
intensificada por cada gesto vejatorio y humillante que era capaz
de idear el ingenio tiránico de su amo.
Una vez dijo un jurista muy humanitario: «Lo peor que se puede
hacer con un hombre es ahorcarlo.» Pues, no; ¡hay otro destino que
es aun peor!
CAPÍTULO III
MARIDO Y PADRE
La señora Shelby se había marchado de visita y Eliza se hallaba
en el porche mirando acongojada el carruaje que se alejaba, cuando
sintió una mano en el hombro. Se giró y una alegre sonrisa iluminó
sus bellos ojos.
––George, ¿eres tú? ¡Qué susto me has dado! Pero me alegro de
que hayas venido. La señora se ha ido a pasar la tarde fuera, a
que ven a mi cuarto y podemos pasar un rato a solas.
Al decir esto, tiró de él hacia la puerta de un pequeño cuarto que
daba al porche, donde solía dedicarse a la costura al alcance de la
voz de su ama.
––¡Qué contenta estoy! ¿Por qué no sonríes? Mira a Harry, qué
grande se está haciendo ––el niño miró vergonzoso a su padre a
través de los rizos, cogido de la falda de su madre.
––¿No es hermoso? ––preguntó Eliza, levantando sus largos rizos
para besarlo.
––¡Ojalá no hubiera nacido él! ––dijo George con amargura––.
¡Ojalá no hubiera nacido yo!
Sorprendida y asustada, Eliza se sentó, apoyó la cabeza en el
hombro de su marido y rompió a llorar.
––Anda, anda, Eliza, no tenía derecho a hacerte sentir así, pobre-
cita––dijo cariñosamente él––; no tenía derecho. ¡Ojalá no me
hubieras echado la vista encima nunca! Así hubieras podido ser
feliz.
––George, George, ¿cómo puedes hablar así? ¿Qué cosa terrible
ha ocurrido o va a ocurrir? Yo creo que hemos sido muy felices,
hasta hace poco.
––Así es, cariño ––dijo George. Luego sentó a su hijo en su rega-
zo, miró fijamente sus hermosos ojos negros y pasó la mano por
sus largos rizos.
––Es igual que tú, Eliza, y tú eres la mujer más guapa que he vis-
to jamás y la más buena que espero ver nunca; pero ¡ojalá no te
hubiera visto nunca, ni tú a mí!
––¡Oh, George! ¿Cómo puedes decir eso?
––Si, Eliza, todo es miseria, miseria y más miseria. Mi vida es tan
amarga como el ajenjo; se me está consumiendo la vida. Soy un
esclavo pobre, miserable y desesperado; sólo puedo arrastrarte
conmigo y nada más. ¿Para qué sirve que intentemos hacer algo,
saber algo o ser algo en la vida? ¿Para qué sirve vivir? ¡Ojalá estu-
viera muerto!
Vamos, George, eso es malo de verdad. Sé cómo te sientes por
haber perdido tu puesto en la fábrica y es verdad que tienes un amo
duro; pero ten paciencia, por favor, y quizás algo...
––¡Paciencia! ––dijo él, interrumpiéndola––. ¿Acaso no he tenido
paciencia? ¿Dije algo cuando fue a arrancarme del lugar donde to-
dos me trataban con amabilidad? Le había dado cada centavo de
mis ganancias, y todos decían que trabajaba bien.
––¡Es terrible, lo reconozco! ––dijo Eliza––; pero después de to-
do, es tu amo, lo sabes.
––¡Mi amo! ¿Y quién lo convirtió en mi amo? Eso es lo que me
atormenta: ¿qué derecho tiene a poseerme? Yo soy tan hombre
como él. Sé más de los negocios que él; soy mejor administrador
que él; leo mejor que él; mi caligrafía es mejor que la suya, y todo
esto lo he aprendido por mí mismo y no gracias a él; he aprendido
a pesar de él, así que ¿con qué derecho me convierte en caballo de
tiro? ¿Para apartarme de las cosas que sé hacer y hago mejor que él
y ponerme a hacer lo que puede hacer cualquier caballo? Lo hace
adrede; dice que me abatirá y humillará y ¡me pone a hacer las ta-
reas más duras, desagradecidas y sucias adrede!
––¡Oh, George, George, me asustas! Nunca te he oído hablar así;
tengo miedo de que hagas algo terrible. No me extraña que te sien-
tas como te sientes, pero, por favor, ten cuidado, por mí y por
Harry.
––He tenido cuidado y he sido paciente, pero las cosas se están
poniendo peor; ya no lo aguanta mi cuerpo; él aprovecha cada
oportunidad para insultarme y atormentarme. Creía que podría
hacer bien mi trabajo y seguir tranquilamente y tener algún tiempo
libre para leer y aprender fuera de las horas de trabajo; pero cuanto
más ve que puedo hacer, más me carga de trabajo. Dice que aun-
que no digo nada, ve que tengo el diablo dentro y que él va a sa-
cármelo; pues un día de éstos saldrá de una forma que no le va a
gustar nada, te lo aseguro.
––¡Vaya por Dios! ¿Qué vamos a hacer? ––dijo Eliza con triste-
za.
––Ayer mismo ––dijo George––, cuando estaba ocupado cargan-
do piedras en un carro, el joven señorito Tom estaba allí, chas-
queando su látigo tan cerca del caballo que se asustó la pobre bes-
tia. Le pedí que lo dejara, tan gentilmente como pude, pero siguió.
Se lo pedí de nuevo, y se volvió contra mí y empezó a pegarme. Le
sujeté la mano, y gritó y pataleó y corrió hacia su padre y le dijo
que yo me peleaba con él. Este vino furioso y dijo que ya me ense-
ñaría quién era mi amo; y me ató a un árbol y cortó varillas para el
señorito, y le dijo que podía azotarme hasta cansarse, y así lo hizo.
¡Ya se lo recordaré, alguna vez! ––se oscureció la frente del joven,
cuyos ojos ardían con una expresión que hizo temblar a su joven
esposa––. ¿Quién convirtió a este hombre en mi amo? ¡Eso es lo
que quisiera saber! ––dijo.
––Pues yo siempre he creído que debía obedecer a mi amo y a mi
ama o que no sería buena cristiana ––dijo Eliza, afligida.
––Eso tiene algo de sentido, en tu caso; te han criado como a una
hija, te han dado de comer y te han vestido, te han mimado y te han
enseñado paró que estuvieras bien instruida; esos son motivos por
los que pueden pretender poseerte. Pero a mí me han pateado y
golpeado e insultado y lo mejor que me han hecho ha sido dejarme
en paz; ¿qué les debo yo? He pagado cien veces por todo lo que me
han enseñado. ¡No pienso tolerarlo y no lo toleraré! ––dijo apretan-
do los puños y frunciendo el ceño con fiereza.
Eliza tembló y calló. Nunca antes había visto a su marido de un
talante parecido, y su suave sentido de la ética pareció doblarse
como un junco ante la fuerza de su pasión.
––¿Sabes? El pequeño Carlo que tú me regalaste ––añadió Geor-
ge––, esa criatura ha sido el único consuelo que he tenido. Ha
dormido conmigo por la noche y me ha seguido durante el día, mi-
rándome como si entendiera cómo me siento. Bueno, pues el otro
día le daba de comer algunas sobras que recogí en la puerta de la
cocina, cuando apareció el amo y dijo que lo alimentaba a su costa,
que él no podía permitirse el lujo de que todos los negros tuviéra-
mos nuestro propio perro, y me mandó atarle una piedra al cuello y
echarlo al estanque.
––¡Ay, George, no lo harías!
––Yo no, pero él sí. El amo y Tom tiraron piedras a la pobre cria-
tura mientras se ahogaba. ¡Pobrecito! Me miraba tan triste como si
no pudiera comprender por qué no lo salvaba. Tuve que aguantar
que me azotaran por no hacerlo yo mismo. No me importa. El amo
se enterará de que a mí los azotes no me amaestran. Ya llegará mi
momento, si no se anda con cuidado.
––Pero ¿qué vas a hacer? Oh, George, no hagas nada malo. Si
congas en Dios e intentas hacer lo correcto, Él te amparará.
––Yo no soy cristiano como tú, Eliza. Tengo el corazón lleno de
amargura; no puedo confiar en Dios. ¿Por qué permite que las co-
sas sean como son?
––Oh, George, debemos tener fe. La señora dice que cuando to-
das las cosas nos van mal, debemos creer que Dios está haciendo
lo que más nos conviene.
––Es fácil que los que se sientan en sofás y viajan en carruajes
digan eso; pero si estuvieran donde estoy yo, les sentaría algo peor,
me imagino. Quisiera poder ser bueno; pero mi corazón está en-
cendido y no consigo reconciliarme de ninguna forma. Tampoco tú
podrías. No podrías ahora, si te dijera todo lo que tengo que decir.
Aún no lo sabes todo.
––¿Qué puede pasar ahora?
––Últimamente, el amo anda diciendo que fue tonto al dejar que
me casara con una de fuera; que odia al señor Shelby y a toda su
tribu, porque son orgullosos y se creen mejores que él, y que tú me
has dado ideas altivas; y dice que no me va a dejar venir más aquí,
y que me casará con otra y me tendré que quedar en su finca. Al
principio sólo despotricaba y refunfuñaba estas cosas; pero ayer
me dijo que debía casarme con Mina y vivir en una cabaña con
ella, o que me vendería río abajo.
––Pero estás casado
conmigo;
nos casó el sacerdote, ¡como si
fueras blanco! ––dijo simplemente Eliza.
––¿No sabes que un esclavo no puede casarse? No hay leyes al
respecto en este país; no puedo reclamarte como esposa, si a él se
le antoja separamos. Por eso quisiera no haberte visto nunca, por
eso quisiera no haber nacido; más nos hubiera valido a los dos,
más le hubiera valido a este pobre niño no haber nacido. ¡Todo es-
to también puede pasarle a él!
––¡Pero mi amo es tan amable!
––Sí, pero ¿quién sabe? El amo puede morir, y pueden venderlo a
Dios sabe quién. ¿De qué sirve que sea guapo, inteligente y alegre?
Te digo, Eliza, que por cada cosa buena o agradable que tenga o
sea tu hijo, una daga atravesará tu corazón; lo hará demasiado va-
lioso para que tú te lo quedes.
Estas palabras calaron hondas en el corazón de Eliza; apareció
ante sus ojos la imagen del tratante y se puso pálida y comenzó a
jadear como si le hubiesen asestado un golpe mortal. Miró nerviosa
hacia el porche, donde se había retirado el niño, aburrido con la
conversación seria, y donde iba de un lado a otro montado en el
bastón del señor Shelby. Estaba a punto de comunicar sus temores
a su marido, pero se contuvo.
«No, no, bastante tiene que aguantar el pobre», pensó. «No se lo
contaré. Además, no es verdad. El amo no nos engaña jamás.»
––Así pues, Eliza, hija ––dijo abatido el marido––––, no te ami-
lanes. Y adiós, porque me marcho.
––¿Marcharte, George? ¿Marcharte adónde?
––Al Canadá ––dijo él, irguiéndose––; y cuando llegue allí, te
compraré: es la única esperanza que nos queda. Tienes un amo
bondadoso, que no se negará a venderte. Os compraré a ti y al ni-
ño, ¡con la ayuda de Dios, lo haré!
––Pero será terrible si te cogen.
––No me cogerán, Eliza; antes moriré. Seré libre o moriré.
––¡No te matarás!
––No hará falta. Ellos no vacilarán en matarme; no me cogerán
vivo río abajo.
––Oh, George, ¡ten cuidado, hazlo por mí! No hagas nada malo;
no te hagas daño ni a ti mismo ni a otro. Las tentaciones son fuer-
tes, muy fuertes; pero no..., debes irte..., pero ve con cuidado y
prudencia; reza a Dios para que te ayude.
––Escucha mi plan, entonces, Eliza. Al amo se le ha ocurrido
mandarme pasar por aquí con una nota para el señor Symms, que
vive una milla más adelante. Creo que sabía que vendría aquí a
contarte las noticias. Eso le gustaría, si creyera que iba a molestar a
«la gente de Shelby», como los llama. Me iré a casa resignado del
todo, ¿sabes? como si todo hubiera acabado. He hecho algunos
preparativos, y tengo a algunas personas que me ayudarán. Un día
u otro, de aquí a una semana o así, estaré entre los desaparecidos.
Reza por mí, Eliza; quizás el Señor te escuche a ti.
––Reza tú también, George, y confía en Dios; así no harás nada
malo.
––Entonces, adiós ––dijo George, cogiéndole las manos a Eliza y
mirándole, inmóvil, los ojos. Se quedaron callados; luego hubo pa-
labras de última hora, y sollozos, y amargo llanto, pues las espe-
ranzas de un reencuentro tras la partida eran tan frágiles como una
telaraña, y se separaron marido y mujer.
CAPÍTULO IV
UNA TARDE EN LA CABAÑA DEL TÍO TOM
La cabaña del tío Tom era un edificio pequeño de madera, cerca
de «la casa», como ese negro par excellence llamaba la vivienda de
su amo. Tenía una huerta pulcra delante donde en verano medra-
ban, con esmerados cuidados, fresas, frambuesas y abundantes fru-
tas y verduras. Toda la parte delantera estaba cubierta por una gran
bignonia escarlata y una rosa de pitiminí que, enroscándose y en-
trelazándose, apenas dejaban vislumbrar los ásperos troncos de la
fachada. También en verano multitud de vistosas plantas anuales,
como caléndulas, petunias y dondiegos de noche, encontraban un
rincón donde desplegar su esplendor y eran el deleite y el orgullo
de la tía Chloe.
Entremos en la vivienda. Ya ha acabado la cena en la casa y la tía
Chloe, que presidía su preparación como cocinera principal, ha de-
legado en los oficiales subalternos de la cocina los quehaceres de
la recogida y el fregado de la vajilla, y ha salido a su propio territo-
rio acogedor para «hacerle la cena a su viejo»; por lo tanto, no du-
déis que es ella la que veis junto al fuego, vigilando con solícito
esmero los alimentos que están friéndose en una sartén y levantan-
do después con grave deliberación la tapadera de una marmita de
asar, de donde se elevan vapores sugerentes de «algo bueno». Tie-
ne la cara redonda, negra y reluciente, tan brillante que hace pensar
que la han untado con clara de huevo, tal como hace ella con sus
galletas de té. Todo su rostro regordete muestra una sonrisa de sa-
tisfacción y contento bajo el almidonado turbante a cuadros, aun-
que, si hemos de ser sinceros, delata ese vestigio de cohibición que
corresponde a la primera cocinera del vecindario, puesto univer-
salmente concedido a la tía Chloe.
Cocinera era, desde luego, hasta los huesos y el mismo centro de
su alma. No había pollo ni pavo ni pato en el corral que no se pu-
siese serio cuando la veía aproximarse con aspecto de estar re-
flexionando sobre su próximo fin; y era cierto que siempre pensaba
en embroquetar, rellenar o asar, hasta tal punto que era inevitable
que inspirase terror en cualquier ave que se preciara. Sus tortas de
maíz, con todas sus variedades de bollos, bizcochos, homazos y
otras clases demasiado numerosas para mencionarlas todas, eran
un misterio sublime para todas las pasteleras inferiores; y solía mo-
ver su grueso cuerpo con honrado orgullo y júbilo al relatar los in-
fructuosos esfuerzos de alguna de sus comadres por elevarse a las
mismas alturas que ella.
La llegada de compañía a la casa, con la preparación de comidas
y cenas «con estilo» despertaba todo el afán de su alma; y no había
visión que le gustase más que un montón de baúles apilados en el
porche, porque le hacía prever nuevos esfuerzos y nuevos triunfos.
En este momento, sin embargo, la tía Chloe se asoma a la marmi-
ta de hornear, y la dejaremos ocupada en esta encantadora opera-
ción mientras acabamos nuestra descripción de la caseta.
En un rincón había una cama, cubierta por una colcha blanca co-
mo la nieve, y al lado un pedazo de moqueta de gran tamaño. La
tía Chloe consideraba esta moqueta una muestra inequívoca de per-
tenecer a la clase superior, por lo que ésta, la cama y, de hecho, to-
do el rincón eran tratados con una consideración distinguida y eran
denominados sagrados y protegidos, en lo posible, de las incursio-
nes y profanaciones de la gente menuda. En realidad, ese rincón
era el salón del domicilio. En el otro rincón había una cama con
pretensiones más humildes, claramente designada al uso. De-
coraban la pared de encima de la chimenea unas pintorescas lámi-
nas bíblicas y un retrato del General Washington, dibujado y colo-
reado de una forma que hubiese dejado atónito a aquel héroe si por
casualidad se lo topara.
En un tosco banco del rincón, un par de niños de cabeza lanuda,
centelleantes ojos negros y mejillas rellenas y relucientes vigilaban
los primeros intentos de andar del bebé, que consistían, como suele
suceder, en ponerse de pie, mantenerse un momento en equilibrio y
desplomarse de nuevo, y cada fracaso recibía un entusiasta aplauso
como si de una gran hazaña se tratara.
Una mesa de patas algo endebles colocada delante de la chimenea
y cubierta con un mantel mostraba tazas de diseño marcadamente
alegre con sus platillos correspondientes junto con otros síntomas
de una colación inminente. En esta mesa se hallaba sentado el tío
Tom, el mejor trabajador del señor Shelby, a quien debemos da-
guerrotipar para nuestros lectores, pues es el protagonista de nues-
tra historia. Era un hombre grande y fornido, de complexión fuerte,
de un negro negrísimo y brillante y un rostro cuyas facciones ge-
nuinamente africanas se caracterizaban por una expresión de sen-
satez seria y constante, junto con una gran cantidad de bondad y
benevolencia. Tenía un aire de pundonor y dignidad en su porte,
unido a una sencillez confiada y humilde.
En este momento estaba muy ocupado con una pizarra que tenía
delante, donde procuraba copiar unas letras lenta y cuidadosamente
bajo la vigilancia del señorito George, un chico listo de trece años
de edad, con todo el aspecto de darse cuenta de la dignidad que le
confería su puesto de profesor.
Así no, tío Tom, así no ––dijo enérgicamente, cuando el tío Tom
levantó con grandes esfuerzos el rabo de la q en sentido contrario–
–; así es una q, ¿no lo ves?
––Dios me ampare, ¿será posible? ––dijo el tío Tom, mirando con
aire de respeto y admiración cómo su joven profesor garabateaba
vigorosamente innumerables cus y ges para su beneficio; luego,
cogiendo el lápiz entre sus grandes dedos torpes, se puso a comen-
zar de nuevo.
––¡Con qué facilidad los blancos hacen siempre las cosas! ––dijo
la tía Chloe, parando un momento de engrasar una sartén con un
pedazo de tocino pinchado en un tenedor y mirando orgullosa al
joven señorito George––. ¡Qué manera de escribir y de leer! Y lue-
go viene aquí por las tardes y nos lee la lección, ¡qué interesante!
––Pero, tía Chloe, tengo muchísima hambre ––dijo George––.
¿No está casi hecho el pastel del caldero?
––Casi hecho, señorito George ––dijo la tía Chloe, levantando la
tapadera para mirar adentro––, dorándose que da gusto, poniéndose
precioso. ¡Bah! Nadie los hace como yo. El otro día la señora dejó
a Sally hacer un pastel, sólo para que aprendiera, dijo. «Calle, ca-
lle, señora», le dije, «ime duele en el alma ver que se echen a per-
der de esa forma los buenos alimentos! El pastel ha subido sólo por
un lado, no tiene más forma que mi zapato, ¡vaya, vaya!».
Y con estas últimas palabras de desprecio por la ineptitud de Sa-
lly, la tía Chloe quitó la tapadera del caldero para mostrar un pre-
cioso pastel de una libra del que hubiera estado orgulloso cualquier
pastelero de la ciudad. Al hacerse patente cuál era el punto central
de la diversión, la tía Chloe se puso a trajinar en serio en los prepa-
rativos de la cena.
––¡Eh, vosotros, Mose y Pete! ¡Quitaos de en medio, negritos!
Mericky, cariño, vete de ahí. La mamá le dará algo luego a su ne-
na. Señorito George, coja usted esos libros y siéntese con mi viejo,
y yo cogeré las salchichas y tendré la primera tanda de bollos en
sus platos en menos que canta un gallo.
––Querían que fuera a cenar a la casa ––dijo George––, pero sa-
bía demasiado bien lo que me convenía, tía Chloe. ––De veras que
sí, cariño ––dijo la tía Chloe, llenándole el plato con una pila de
bollos humeantes––; sabía que su vieja tía Chloe guardaría lo me-
jor para usted. ¡Si sabe lo que le conviene! ¡Anda ya! ––y la tía
Chloe tocó con el dedo a George de una manera que pretendía fue-
ra de lo más cómico, y se volvió hacia su sartén con gran energía.
––Y ahora, el pastel ––dijo el señorito George cuando hubo
amainado un poco la actividad de la zona de la sartén; y al mismo
tiempo, el joven blandía un gran cuchillo por encima de dicho ob-
jeto.
––¡Que Dios le bendiga, señorito George! elijo la tía Chloe, muy
seria, cogiéndole del brazo––. ¡No irá a cortarlo con ese enorme
cuchillo pesado! ¡Lo destrozará, estropeará la forma tan bonita que
tiene! Tome, aquí tengo un cuchillo fino que mantengo afilado
aposta. ¡Mírelo, pues, se corta como si fuera mantequilla! Coma,
coma, no encontrará nada mejor que eso.
––Dice Tom Lincoln ––dijo George con la boca llena que su Jin-
ny es mejor cocinera que tú.
––¡Esos Lincoln no son nadie, desde luego! ––dijo con desprecio
la tía Chloe––; quiero decir, comparados con nuestra gente. Son
bastante respetables, a su manera sencilla, pero no tienen idea de lo
que es la elegancia. Pongamos al señor Lincoln al lado del señor
Shelby, pues. ¡Dios mío! Y la señora Lincoln, ¿puede entrar en una
habitación como mi señora, tan majestuosa? ¡Calle, calle! ¡No me
hable de esos Lincoln! ––y la tía Chloe sacudió la cabeza como
una entendida del mundo.
––Pues yo te he oído decir ––dijo George–– que Jinny era buena
cocinera.
––Sí que lo he dicho ––dijo la tía Chloe–– y lo mantengo. Comi-
da buena y sencilla, eso es lo que prepara Jinny. Hace buen pan de
maíz, hierve bien sus patatas, sus tortas de avena no son extraordi-
narias, pero están bien; pero si hablamos de cosas más elevadas,
¿qué sabe hacer? Pues hace empanadas, ya lo creo, pero ¿con qué
clase de corteza? ¿Sabe hacer un milhojas ligero como una pluma
que se deshace en la boca? Bien, pues, yo fui allí cuando se iba a
casar la señorita Mary, y Jinny me mostró las empanadas de la bo-
da. Jinny y yo somos buenas amigas, ¿sabe? No dije palabra, pero,
¡vaya, señorito George! Yo no hubiera podido dormir en una sema-
na si hubiera hecho unas empanadas así. No valían nada en absolu-
to.
––Supongo que Jinny pensó que estaban estupendas ––dijo Geor-
ge.
––¡Pues ya lo creo que lo pensó! ¿No las mostraba a todo el
mundo, la muy inocente? Ahí está la cuestión: Jinny
no sabe.
Dios,
si la familia no son nadie, ¿cómo se puede esperar que ella sepa?
¡No es culpa suya! Señorito George, no sabe usted cuántos privile-
gios tiene por su familia y su educación ––suspiró la tía Chloe,
haciendo girar los ojos con la emoción.
––Desde luego, tía Chloe, conozco todos mis privilegios en cuan-
to a pasteles y empanadas ––dijo George––. Pregúntale a Tom
Lincoln si no presumo de ellos cada vez que nos vemos.
La tía Chloe se recostó en su sillón y se permitió soltar una es-
pontánea carcajada ante la gracia del señorito, y siguió vendo hasta
que empezaron a correr las lágrimas por sus negras mejillas relu-
cientes, alternando este ejercicio con golpecitos y codazos dirigi-
dos al señorito Georgey, diciéndole que callara y que era un caso,
que seguro que la iba a matar, un día de aquellos; y entre una pre-
dicción sanguinaria y otra, soltaba otra carcajada más fuerte y de
más duración que la anterior, hasta que George empezó a creer que
era verdad que era un individuo muy peligroso por lo ocurrente, y
que le convendría tener cuidado con su manera de expresarse «con
tanta gracia».
––Conque se lo dijo usted a Tom, ¿eh? ¡Dios de mi vida! ¡Las
cosas que hacen los jóvenes! ¿Presumió ante Tom? ¡Dios de mi
alma! Señorito George, haría usted reír a una sabandija.
––Sí ––dijo George––, le dije: «Tom, tendrías que ver las empa-
nadas de la tía Chloe, ésas sí que son buenas», le dije.
––Es una pena que no las pueda ver Tom ––dijo la tía Chloe, cu-
yo buen corazón parecía sufrir mucho con la idea de tamaña igno-
rancia por parte de Tom––. Debería usted invitarle a cenar un día
de éstos, señorito George ––añadió––; sería un bonito gesto. ¿Sabe,
señorito George? No debería sentirse por encima de nadie por los
privilegios que tiene, pues los privilegios nos son dados; debemos
recordar siempre eso ––dijo la tía Chloe, con aspecto bastante se-
rio.
––Bueno, tengo la intención de invitar a Tom un día de la semana
que viene ––dijo George––; y tú, esmérate mucho, tía Chloe, y lo
dejaremos de piedra. Le haremos comer tanto que no se recuperará
en quince días, ¿verdad?
––Sí, sí, desde luego ––dijo, encantada, la tía Chloe––; ya lo verá.
¡Señor, señor, cuando pienso en algunas de nuestras cenas! ¿Se
acuerda de la empanada de pollo que hice cuando dimos la cena
para el General Knox? Yo y la señora por poco nos peleamos por
culpa de la costra. No sé qué les pasa a las señoras, pero a veces,
cuando una tiene muchísima responsabilidad, podríamos decir, y
está muy seria y ocupada, ¡a las señoras les da por dar vueltas por
ahí metiendo las narices! Y la señora quería que lo hiciera así y
que lo hiciera asá, hasta que al final me puse un poco impertinente
y le dije: «Señora, mire esas manos suyas tan blancas con sus de-
dos largos, relucientes de sortijas, como azucenas salpicadas de ro-
cío; y ahora mire mis grandes manos negras y gordotas. ¿No le pa-
rece que el Señor me creó a mí para hacer las empanadas y a usted
para quedarse en el salón?» Vaya, así de descarada me puse, seño-
rito George.
––¿Y qué dijo mamá? ––preguntó George.
––¿Decir? Bueno, se rió con los ojos, esos grandes y hermosos
ojos suyos, y dijo: «Bien, tía Chloe, creo que tienes razón», dijo; y
se marchó al salón. Tenía que haberme dado en la cabeza por ser
tan descarada, pero así están las cosas. ¡No puedo hacer nada con
una dama en la cocina!
––De todas formas, te luciste con aquella cena, recuerdo que lo
dijo todo el mundo ––dijo George.
––¿Verdad que sí? Como que me quedé detrás de la puerta del
comedor ese mismo día y vi cómo el general pasó el plato tres ve-
ces para que le pusieran más de esa misma empanada, y dijo: «Se-
ñora Shelby, usted debe de tener una cocinera fuera de lo común.»
¡Señor! ¡No cabía en mí de gozo! Y el general sabe lo que es coci-
nar ––dijo la tía Chloe, irguiéndose ufana––. Un hombre muy
agradable, el general. Es de una de las primerísimas familias de
Virginia. El general sí que entiende, tanto como yo. Verá, cada
empanada tiene sus secretos, señorito George; pero no todo el
mundo sabe cuáles son o cómo deben ser. Pero, él sí, el general sí;
lo sé por los comentarios que hizo. Sí, él conoce los secretos.
El señorito George había llegado ya a aquella situación a la que
puede llegar incluso un muchacho (en circunstancias excepciona-
les, cuando no se puede comer ni un bocado más) y, por lo tanto,
tenía tiempo de fijarse en el montón de cabezas lanudas y ojos bri-
llantes que los observaban, hambrientos, desde el rincón contrario.
––¡Eh, vosotros, Mose y Pete! ––dijo, rompiendo generosos tro-
zos de comida y tirándoselos–– queréis un poco, ¿verdad? Vamos,
tía Chloe, hazles algunos bollos.
Se retiraron George y Tom a un banco cómodo junto a la chime-
nea mientras la tía Chloe, después de hacer una buena cantidad de
bollos, colocó la nena en su regazo y comenzó a llenar de bollos la
boca de ésta y la suya propia y distribuir otros a Mose y a Pete, que
parecían preferir tomárselos mientras rodaban por el suelo debajo
de la mesa, haciéndose cosquillas y tirándole de los pies al bebé de
vez en cuando.
––Dejadlo ya, ¿queréis? ––dijo la madre, dando patadas bajo la
mesa de cuando en cuando, cada vez que el revuelo se hacía exce-
sivo––. ¿No sabéis portaros cuando vienen los blancos a veros?
Callad ahora, ¿queréis? ¡Más vale que andéis con cuidado u os ba-
jaré un ojal cuando se marche el señorito George!
Es difícil saber qué significado escondía esta terrible amenaza; lo
cierto es que su horrible ambigüedad no parecía impresionar en ab-
soluto a los jóvenes pecadores a los que iba dirigida.
––¡Bueno, bueno! ––dijo el tío Tom––, están tan llenos de vida
que no se pueden estar quietos.
En este momento salieron los muchachos de debajo de la mesa y,
con las caras y las manos embadurnadas de melaza, empezaron a
besar enérgicamente al bebé.
––¡Idos ya! ––dijo la madre, apartando las cabezas lanudas––.
¡Quedaréis pegados y no habrá manera de separaros, si seguís así!
¡Id a la fuente a lavaros! ––dijo, secundando sus amonestaciones
con un bofetón, que resonó de manera formidable aunque sólo
consiguió arrancars carcajadas a los muchachos, que salieron
atropelladamente, chillando de alegría.
––¿Habéis visto alguna vez unos muchachos más molestos? ––
dijo la tía Chloe, bastante complacida, mientras sacaba una vieja
toalla, que guardaba para tales emergencias, la mojaba con agua de
una tetera agrietada y empezaba a limpiar de melaza la cara y las
manos de la pequeña; después, habiéndole sacado tanto brillo que
relucía, la depositó en el regazo de Tom y se dispuso a recoger la
cena. El bebé llenó el intervalo tirándole a Tom de la nariz, rascán-
dole la cara y hundiendo las manos regordetas en su cabello lano-
so; esta última ocupación parecía brindarle una satisfacción espe-
cial.
––¿No es una criatura perfecta? ––dijo Tom, apartándola de sí pa-
ra verla de cuerpo entero. Después se levantó, la colocó en su am-
plio hombro y se puso a brincar y bailar con ella, mientras el seño-
rito George le chasqueaba el pañuelo, y Mose y Pete, ya de vuelta,
rugían como osos hasta que la tía Chloe declaró que «le reventaban
la cabeza» con su ruido. Como, según decía ella misma, esta ope-
ración quirúrgica era un acontecimiento cotidiano en la cabaña, su
declaración no mitigó en absoluto la diversión hasta que todos no
hubieron rugido, revoloteado y bailado hasta quedarse tranquilos
por lo extenuados.
––Bueno, pues, espero que hayáis acabado ––dijo la tía Chloe,
ocupada en sacar una carriola rudimentaria––; vosotros, Mose y
Pete, meteos ahí, porque nosotros tenemos una reunión.
––Oh, mamá, no queremos. Queremos ver la reunión, las reunio-
nes son tan curiosas. A nosotros nos gustan.
––Venga, tía Chloe, métela de nuevo y déjalos que se queden le-
vantados ––dijo el señorito George terminantemente, dando un
empujón a la burda máquina.
La tía Chloe, una vez salvadas las apariencias, parecía en-
cantadísima de guardar la cama, diciendo al mismo tiempo: ––
Bueno, quizás les sirva para algo.
En esto, los presentes se convirtieron en un comité para deliberar
sobre los arreglos y preparativos de la reunión.
––Lo que no sé es dónde se va a sentar todo el mundo ––dijo la
tía Chloe. Ya que la reunión se celebraba todas las semanas en casa
del tío Tom desde hacía muchísimo tiempo, sin más sillas que aho-
ra, parecía haber esperanzas de encontrar una solución en esta oca-
sión.
––El viejo tío Peter rompió las patas de la silla más vieja la se-
mana pasada con sus cantares ––intervino Mose.
––¡Anda ya! No me sorprendería que las hubieras arrancado tú,
que fuera una travesura tuya ––dijo la tía Chloe.
––Bueno, se sostendrá si se apoya en la pared ––dijo Mose.
––Entonces, no debe sentarse ahí el tío Peter, porque siempre se
mueve cuando se pone a cantar. Casi cruza la habitación de un sal-
to la semana pasada ––dijo Pete.
––¡Señor, señor! Haz que se siente en ella, entonces ––dijo Mo-
se––, y cuando empiece «Venid, santos y pecadores, oíd lo que
cuento», se irá al suelo ––y Mose imitó a la perfección el timbre
nasal del viejo, desplomándose en el suelo para ilustrar la supuesta
catástrofe.
––Vamos ya, pórtate bien ––dijo la tía Chloe––; ¿no te da ver-
güenza?
Sin embargo, el señorito George se unió a las carcajadas del
transgresor y dijo convencido que Mose era «todo un tipo», por lo
que la reprimenda materna pareció perder fuerza.
––Bueno, viejo ––dijo la tía Chloe––, tendrás que traer esos barri-
les.
––Los barriles de mamá son como los de la viuda sobre los que
leía el señorito George en el buen libro: nunca fallan ––dijo Mose
al oído de Pete.
––Pues uno de ellos se vino abajo la semana pasada, desde luego
––dijo Pete––, y los tiró a todos en mitad de los cantos; eso sí era
fallar, ¿no?
Durante este aparte entre Mose y Pete, los demás habían metido
dos toneles vacíos en la cabaña, los habían asegurado con piedras a
cada lado para evitar que rodaran y habían colocado tablas encima;
esta operación, junto con la colocación de algunos cubos y palan-
ganas y la distribución de unas sillas desvencijadas, dio fin a los
preparativos.
––El señorito George lee tan bien que estoy segura de que se
quedará a leer para nosotros ––dijo la tía Chloe––; así será mucho
más interesante.
George consintió de buena gana, pues siempre estaba dispuesto a
hacer lo que ponía de relieve su importancia. Pronto se llenó la
habitación de un grupo abigarrado de gente, desde el patriarca ca-
noso de ochenta años a la muchacha y el muchacho de quince.
Chismorrearon sobre varios temas sin importancia, como dónde la
tía Sally había conseguido su nuevo pañuelo rojo y que «la señora
iba a regalarle a Lizzie el vestido moteado de muselina en cuanto
le preparasen su nuevo traje», y que el señor Shelby pensaba com-
prar un nuevo potro alazán, que sería otra contribución a la gloria
del lugar. Unos cuantos de los devotos que pertenecían a familias
del vecindario tenían permiso para asistir y traían un interesante
surtido de noticias sobre lo que se decía y hacía en tal o cual casa,
que circulaba con la misma libertad que el mismo tipo de informa-
ción circula en ambientes más elevados. Después de un rato, co-
menzaron las canciones, para el evidente deleite de todos los re-
unidos. Ni siquiera la entonación nasal era capaz de estropear el
efecto de unas voces buenas por naturaleza cantando unas melodí-
as salvajes y briosas a la vez. Algunas de las letras eran de los
himnos comunes y conocidos que se cantaban en las iglesias de los
alrededores, y a veces de tipo más primitivo e indefinido, aprendi-
do en los campamentos.
El estribillo de una de ellas, que cantaron con gran energía y de-
voción, decía así:
Morir en el campo de batalla,
morir en el campo de batalla,
gloria para mi alma.
Otra favorita repetía muchas veces las palabras:
Oh, voy a la gloria. ¿No quieres venir conmigo?
¿No ves cómo los ángeles me llaman?
¿No ves la ciudad de oro y el día interminable?
Hubo otras que mencionaban sin cesar «las orillas del Jordán»,
«los campos de Canaán» y «la nueva Jerusalén», pues la mente de
los negros, apasionada e imaginativa, es siempre atraída por him-
nos y expresiones de naturaleza vívida y pintoresca; y, mientras
cantaban, algunos se reían, algunos lloraban y algunos batían pal-
mas o se estrechaban las manos con alegría, como si realmente
hubieran alcanzado el otro lado del río.
Siguieron varias exhortaciones o relaciones de experiencias y se
entremezclaron con las canciones. Una anciana de pelo cano, que
hacía tiempo no trabajaba pero era muy venerada como una espe-
cie de crónica del pasado, se levantó y dijo, apoyada en un bastón:
––Bien, hijos míos, bien, me alegro de oíros y veros a todos de
nuevo, pues no sé cuándo me iré a la gloria; pero estoy preparada,
hijos; tengo mi atado todo preparado y mi sombrero puesto, sólo
espero que venga la diligencia para llevarme a casa; a veces, du-
rante la noche, creo que oigo el traqueteo de las ruedas y siempre
estoy ojo avizor; vosotros, preparaos también, porque os digo a to-
dos, hijos ––dijo, golpeando el suelo fuertemente con el bastón––,
¡que la gloria es una cosa tremenda! Es una cosa tremenda, hijos,
no sabéis nada de ella, es maravillosa ––y se sentó la vieja, rendida
del todo, con lágrimas cayéndole a chorro, mientras todo el grupo
empezó a cantar:
Oh, Canaán, luminoso Canaán,
me voy a la tierra de Canaán.
El señorito George, a petición, leyó los últimos capítulos del
Apocalipsis, interrumpido constantemente por frases como: «Oh,
Señor», «Escuchad eso», «Imaginadlo» o «¿De veras vendrá todo
eso?».
George, que era un muchacho espabilado y bien instruido por su
madre en cuestiones religiosas, al verse objeto de la admiración
general, contribuyó, con loable seriedad, con comentarios propios
de vez en cuando, por lo que lo respetaron los jóvenes y lo bendije-
ron los viejos; y todos estuvieron de acuerdo en que «un sacerdote
no lo haría mejor que él» y que «era realmente asombroso».
El tío Tom era una especie de patriarca de asuntos religiosos en el
vecindario. Dotado de un temperamento en el que predominaba la
ética, junto con una mayor amplitud de miras y una educación su-
perior a la de la mayoría de sus compañeros, era tratado con gran
respeto por ellos, como una especie de sacerdote; y el estilo senci-
llo, espontáneo y sincero de sus exhortaciones hubiera podido edi-
ficar a personas más instruidas. No había nada que pudiera superar
la sencillez conmovedora y la sinceridad candorosa de sus oracio-
nes, enriquecidas con el lenguaje de las Sagradas Escrituras, que
parecía haber absorbido de tal manera que ya formaba parte de su
ser y salía de sus labios de manera inconsciente; en términos de un
viejo negro pío, «rezaba que daba gusto». Y tal efecto tenían sus
oraciones sobre la devoción de su público que a menudo parecía
existir peligro de que se perdieran del todo entre las abundantes
respuestas que suscitaban a su alrededor.
Mientras se desarrollaba esta escena en la cabaña de un hombre,
otra muy diferente ocurría en las salas del amo.
El comerciante y el señor Shelby estaban sentados juntos en el
comedor antes mencionado, en una mesa cubierta de papeles y
utensilios de escritorio.
El señor Shelby estaba ocupado con unos fajos de billetes que,
una vez contados, empujaba en dirección al comerciante, que los
contaba también.
––Está bien ––dijo el comerciante––; ahora hay que firmar.
El señor Shelby cogió apresuradamente los contratos de compra y
venta y los firmó, con el aire de un hombre que realiza deprisa un
asunto desagradable, y luego los empujó junto con el dinero. Haley
sacó un pergamino de una gastada valija y, después de mirarlo un
instante, lo pasó al señor Shelby, quien lo cogió con un gesto de
ansia reprimida.
––¡Ya está hecho! ––dijo el señor Shelby con tono meditabundo;
y con un gran suspiro, repitió––: ¡Ya está hecho! ––No parece us-
ted muy satisfecho, me da la impresión ––dijo el comerciante.
––Haley––dijo el señor Shelby––, espero que recuerde usted que
prometió, por su honor, que no vendería a Tom sin saber qué clase
de gente lo compra.
––Pues usted lo acaba de hacer, señor ––dijo el comerciante.
––Obligado por las circunstancias, como bien sabe usted ––dijo,
arrogante, Shelby.
––Bueno, a lo mejor me obligan a mí, también ––dijo el comer-
ciante––. Sin embargo, haré lo posible por conseguir un buen pues-
to para Tom; en cuanto a tratarlo yo mal, descuide usted. Si hay
alguna cosa por la que doy gracias al Señor, es por no ser una per-
sona cruel.
Después de las descripciones que había hecho anteriormente de
sus principios humanitarios, al señor Shelby le tranquilizaron poco
estas manifestaciones; pero como era lo mejor que podía hacer da-
das las circunstancias, permitió que se marchase el comerciante en
silencio, y se puso a fumar a solas un cigarro.
CAPÍTULO V
DONDE SE EXPLICAN LOS SENTIMIENTOS DE LAS
MERCANCÍAS HUMANAS AL CAMBIAR DE DUEÑO
Los señores Shelby se habían retirado a sus aposentos a pasar la
noche. El se encontraba repantigado en una gran poltrona, revisan-
do algunas cartas que habían llegado en el correo de la tarde, y ella
estaba de pie ante el espejo, deshaciendo ella misma los complica-
dos rizos y trenzas con los que la había peinado Eliza, porque
había mandado a ésta a la cama al ver su aspecto ojeroso y su ros-
tro pálido. Esta tarea naturalmente trajo a su mente la conversación
que había sostenido con la muchacha por la mañana; volviéndose
hacia su marido, dijo con indiferencia:
––Por cierto, Arthur, ¿quién era ese tipo vulgar que has plantado
en nuestra mesa hoy?
––Se llama Haley ––dijo Shelby, moviéndose inquieto en el si-
llón y sin levantar los ojos de la carta.
––Haley. ¿Quién es, y qué quería aquí, si puedo preguntártelo?
––Pues es un hombre con el que hice algunos negocios la última
vez que estuve en Natchez ––dijo el señor Shelby.
––¿Y por eso se sintió libre de venir aquí a cenar, como Pedro por
su casa?
––No; lo invité yo. Tenía algunas cuentas pendientes con él ––
dijo Shelby.
––¿Es tratante de negros? ––preguntó la señora Shelby, al notar
cierta turbación en la actitud de su marido.
––¿Qué te ha hecho pensar eso, querida? ––preguntó Shelby, le-
vantando la vista.
––Nada; sólo que vino Eliza después de cenar, muy agitada, llo-
rando y gimiendo, y dijo que hablabas con un comerciante y que lo
oyó hacer una oferta por su hijo. ¡Qué tonta es!
––Conque eso dijo, ¿eh? ––dijo el señor Shelby, volviendo a
ocuparse de su papel, lo que pareció absorber del todo su atención
durante algunos momentos, sin darse cuenta de que lo llevaba boca
abajo.
«Tendrá que saberse», se dijo mentalmente, «¿qué más da ahora
que después?».
––Le dije a Eliza ––dijo la señora Shelby, cepillándose aún el ca-
bello–– que era más tonta que tonta, y que tú no tenías tratos con
ese tipo de personas. Claro que yo sabía que tú no pensabas vender
a ninguno de nuestra gente, y menos a un tipo así.
––Bien, Emily ––dijo su marido––, eso es lo que siempre he pen-
sado y hecho, pero el caso es que ahora no tengo más remedio por
el estado de mis negocios. Tendré que vender a algunos de mis
braceros.
––¿A ese individuo? ¡Imposible! Señor Shelby, no hablarás en
serio.
––Siento decirte que sí ––dijo el señor Shelby––. He accedido a
vender a Tom.
––¿Qué? ¿A nuestro Tom, esa criatura buena y fiel, tu leal criado
desde niño? ¡Oh, señor Shelby! Y además le has prometido la li-
bertad, tú y yo le hemos hablado de ello cien veces. Puedo creer
cualquier cosa ahora, hasta puedo creer que serías capaz de vender
al pequeño Harry, el único hijo de la pobre Eliza ––dijo la señora
Shelby, en un tono entre la tristeza y la indignación.
––Pues, ya que quieres saberlo, así es. He acordado vender tanto
a Tom como a Harry; y no sé por qué me tienen que recriminar,
como si fuese un monstruo, por algo que hace todo el mundo todos
los días.
––Pero, ¿por qué a éstos, entre todos los que hay? ––dijo la seño-
ra Shelby––. Si tienes que vender a alguno, ¿por qué a éstos?
––Porque se venderán más caros que ninguno, por eso. Pero po-
dría elegir a otro, si tú quieres. El tipo hizo una oferta por Eliza, si
eso te viene mejor ––dijo el señor Shelby.
––¡Qué canalla! ––dijo la señora Shelby fogosamente.
––No quise oír hablar de ello, ni por un momento; por respeto a
tus sentimientos, sería incapaz, así que no me juzgues tan mal.
––Querido ––dijo la señora Shelby, dominándose––, perdóname.
Me he precipitado. Me ha sorprendido la noticia, no estaba prepa-
rada, pero me dejarás interceder por estas pobres criaturas. Tom es
un hombre noble y fiel, aunque sea negro. Creo, señor Shelby, que
llegado el caso, incluso daría su vida por ti.
––Lo sé, estoy seguro. ¿Pero de qué sirve todo esto? No puedo
remediarlo.
––¿Por qué no hacer un sacrificio monetario? Yo estoy dispuesta
a sobrellevar las desventajas que me correspondan. Ay, señor
Shelby, he intentado, de todo corazón, he intentado cumplir con mi
deber de mujer cristiana con estas pobres criaturas dependientes y
sencillas. Los he cuidado, los he instruido, los he vigilado, y hace
años que conozco todas sus pequeñas alegrías y desgracias; ¿cómo
voy a ir con la cabeza alta entre ellos si, por unas miserables ga-
nancias, vendemos a un ser tan buenísimo, fiel y confiado como el
pobre Tom, arrancándole en un momento todo lo que le hemos en-
señado a amar y apreciar? Les he inculcado los deberes familiares,
de padres e hijos, de maridos y mujeres; ¿cómo puedo dejar que se
sepa que no nos importa ningún vínculo, ningún deber, ninguna
relación, por sagrado que sea, comparado con el dinero? He habla-
do con Eliza de su hijo, de sus deberes para con él como madre
cristiana, para cuidarlo, rezar por él y educarlo según el cristianis-
mo; ¿qué puedo decir ahora, si tú lo arrancas de aquí y lo vendes a
un hombre profano y sin principios sólo por ahorrar un poco de di-
nero? Le he dicho que un alma vale más que todo el dinero del
mundo; ¿cómo va a creerme cuando ve que nosotros vendemos a
su hijo? Y su venta quizás lleve a la destrucción de su cuerpo y de
su alma.
––Lamento que lo veas así, de verdad que lo lamento ––dijo el
señor Shelby––, y respeto tus sentimientos, también, aunque no
pretendo compartirlos del todo; pero te digo ahora, solemnemente,
que es inútil, no tiene remedio. No quería decirte esto, Emily pero,
hablando claro, es una cuestión de vender a estos dos o venderlo
todo. O se van ellos, o se va
todo.
Haley se ha hecho con una hipo-
teca que, si no la saldo inmediatamente, se llevará todo por delante.
He rascado y arañado y pedido prestado y he hecho de todo menos
mendigar, y aún hacía falta el precio de estos dos para cubrir la
deuda, por lo que tuve que cederlos. A Haley le hacía gracia el ni-
ño; quiso arreglar el asunto de esta forma y ninguna otra. Yo me
hallaba en su poder y tuve que ceder. Si te sientes así por la venta
de ellos dos, ¿te sentirías mejor si se vendiera
todo?
La señora Shelby se quedó de pie como si la hubieran golpeado.
Finalmente, volviéndose al tocador, apoyó la cara en las manos y
soltó una especie de gemido.
––¡Es la maldición de Dios sobre la esclavitud! ¡Una cosa cruel,
cruel y maldita, una maldición para el amo y una maldición para el
esclavo! Estaba loca al pensar que podía sacar algo bueno de un
mal tan devastador. Es pecado tener un esclavo bajo leyes como las
nuestras, siempre me ha parecido que era así, de niña siempre lo
pensaba, y aun más después de abrazar la religión; pero pensaba
que podía dorar la píldora; pensaba que con la bondad y los cuida-
dos y la instrucción, podría hacer que la condición de los míos fue-
se mejor que la libertad, ¡que loca estaba!
––Eh, esposa, ¡te estás volviendo abolicionista!
––¡Abolicionista! Si supieran ellos lo que sé yo sobre la es-
clavitud, ¡podrían hablar! No nos hace falta que nos digan nada
ellos; tú sabes que yo nunca he pensado que estuviera bien la es-
clavitud, que nunca he querido poseer esclavos.
––Pues en eso te diferencias de muchos hombres sabios y píos ––
dijo el señor Shelby––. ¿Te acuerdas del sermón del señor B. del
domingo pasado?
––No quiero oír tales sermones; nunca quiero volver a oír al se-
ñor B. en la iglesia. Quizás los sacerdotes no puedan remediar el
mal, no puedan curarlo, pero ¡defenderlo!, no me parece de sentido
común. Y creo que a ti tampoco te pareció gran cosa ese sermón.
––Bien ––dijo Shelby––, tengo que decir que estos clérigos a ve-
ces llevan las cosas más allá de lo que nos atreveríamos los pobres
pecadores. Los hombres del mundo debemos cerrar los ojos ante
una serie de cosas y tragar con cosas que no nos convencen del to-
do. Pero no nos hace ninguna gracia cuando las mujeres y los clé-
rigos nos quieren llevar la delantera en cuestiones de humildad o
moral, esa es la verdad. Pero ahora, querida, espero que compren-
das que es necesario y te des cuenta de que he hecho el mejor trato
que permitían las circunstancias.
––Sí, sí ––dijo la señora Shelby impaciente, tocando distraída su
reloj de oro––. No tengo muchas joyas buenas ––añadió pensativa–
–, pero ¿este reloj no sirve para nada? Fue caro en su día. Si por lo
menos pudiera salvar al hijo de Eliza, daría todo lo que tengo.
––Lo siento mucho, muchísimo, Emily ––dijo el señor Shelby––,
siento que te lo tomes así, pero no sirve de nada. El caso es, Emily,
que ya está hecho; ya se han firmado los papeles de la venta y los
tiene Haley en su poder; y debes dar gracias de que las cosas no
estén peor. Ese hombre ha tenido la posibilidad de arruinamos a
todos, y ahora está bastante bien de dinero. Si lo conocieras como
lo conozco yo, creerías que nos habíamos librado por los pelos.
––¿Tan duro es, entonces?
––No exactamente un hombre cruel, pero un hombre inflexible:
un hombre que vive sólo para el comercio y las ganancias, frío, de-
cidido y tan inexorable como la muerte y la tumba. Vendería a su
propia madre por un buen precio, y eso sin desearle ningún mal.
––¡Y este desgraciado es el dueño del bueno de Tom y del hijo de
Eliza!
––Bien, querida, el caso es que me resulta bastante duro; odio
pensarlo. Y Haley quiere apresurar las cosas y tomar posesión ma-
ñana mismo. Voy a sacar el caballo a primera hora y marcharme.
No puedo ver a Tom, de verdad que no; y tú harías bien si prepara-
ras un paseo a algún sitio y te llevaras a Eliza contigo. Que ocurra
mientras ella no esté.
––¡No, no! ––dijo la señora Shelby––; ¡me niego a ser cómplice o
ayudante en esta empresa cruel! ¡Iré a ver al pobre Tom, que Dios
lo ampare, en su desgracia! Verán, por lo menos, que al ama le im-
portan y que sufre por ellos. En cuanto a Eliza, no quiero pensarlo.
¡Que el Señor nos perdone! ¿Qué hemos hecho, para tener que pa-
sar por esta necesidad cruel?
Ni por un momento sospecharon los señores Shelby que había al-
guien escuchando esta conversación
Había un gran armario en su dormitorio, con una pequeña puerta
que daba al corredor exterior. Cuando la señora Shelby despachó a
Eliza, le vino a la mente febril y nerviosa de ésta la idea de este
armario y ahí se había escondido y, con el oído pegado a la abertu-
ra de la puerta, no perdió ni una palabra de la conversación.
Cuando se apagaron las voces, se levantó y se alejó furtivamente.
Pálida, tiritando, con las facciones rígidas y los labios comprimi-
dos, parecía un ser diferente de la mujer suave y apocada que había
sido hasta entonces. Se deslizó cuidadosamente por el pasillo, se
detuvo un instante en la puerta de su ama, donde elevó las manos
en una plegaria silenciosa, y después se volvió y se escabulló a su
cuarto. Era una habitación discreta y ordenada en la misma planta
que la de su ama. Había una ventana agradable por la que entraba
el sol, donde solía sentarse a coser; había una pequeña librería, y
varios adornos alineados junto a los libros, regalos de Navidad; su
ropa sencilla estaba en el armario y la cómoda: resumiendo, éste
era su hogar, y, en conjunto, había sido un hogar feliz. Pero allí en
la cama yacía su hijo dormido, los largos rizos envolviendo su ros-
tro inconsciente, la boca rosada semiabierta, las manos gordezuelas
extendidas por encima de la colcha y una sonrisa de oreja a oreja
iluminándole la cara.
«¡Pobre hijo, pobre mío!» se dijo Eliza, «¡te han vendido! ¡Pero
tu madre te salvará!».
No cayó ni una lágrima sobre la almohada; en circunstancias co-
mo éstas, el corazón carece de lágrimas: sólo gotea sangre, y va
perdiéndola poco a poco en silencio. Cogió un papel y un lápiz y
escribió deprisa:
«Ay, señora, querida señora, no me considere ingrata, no piense
mal de mí, pero he oído todo lo que han dicho usted y el señor esta
noche. Voy a intentar salvar a mi hijo, ¡no me culpará usted! ¡Dios
la bendiga y le pague toda su bondad!»
Después de doblar esta nota y escribir el nombre, se acercó al ca-
jón y preparó un paquete de ropa para su hijo y se lo ató firmemen-
te a la cintura con un pañuelo; y la memoria de una madre es tal
que, incluso con los terrores de la ocasión, no se le olvidó incluir
en el paquete uno o dos de sus juguetes preferidos, dejando fuera
un loro de vivos colores para distraerlo cuando tuviera necesidad
de despertarlo. Le costó trabajo despertar al pequeño dormilón; pe-
ro, tras algún esfuerzo, éste se incorporó y se puso a jugar con el
pájaro, mientras su madre se ponía el sombrero y el chal.
––¿Adónde vas, madre? ––preguntó, al acercarse ella a la cama
con su abriguito y su gorro.
Su madre se acercó y le miró tan seria a los ojos que adivinó en-
seguida que ocurría algo extraño.
––Calla, Harry––dijo ella––. No debes hablar fuerte o nos oirán.
Iba a venir un hombre malo a robarle a su madre al pequeño Harry
y llevárselo en la oscuridad, pero su madre no le dejará. Va a po-
nerle el abrigo y el gorro a su hijito y van a salir corriendo para que
el hombre feo no lo coja.
Diciendo estas palabras, había abrochado el abrigo del niño y,
cogiéndolo en brazos, le susurró que se estuviera muy callado.
Abriendo la puerta de su cuarto que daba al porche exterior, salió
silenciosamente.
Hacía una noche brillante y fría, cuajada de estrellas, y la madre
envolvió bien con el chal a su hijo, que se colgó de su cuello para-
lizado por un miedo impreciso.
El viejo Bruno, un gran perro de Terranova que dormía al fondo
del porche, se levantó gruñendo al acercarse Eliza. Ésta pronunció
su nombre con voz queda y el animal, gran favorito suyo y compa-
ñero de juegos, movió la cola y se dispuso a seguirla inmediata-
mente, aunque se veía que daba muchas vueltas, dentro de su ru-
dimentaria cabeza de perro, al posible significado de una expedi-
ción tan indiscreta a medianoche. Parecía estorbarlo mucho alguna
vaga idea de imprudencia o impropiedad, pues se paraba a menudo
y miraba pensativo primero a ella y después a la casa, y, después,
como si la reflexión lo hubiera tranquilizado, emprendía nueva-
mente el camino en pos de ella. Unos minutos más tarde llegaron a
la ventana de la casita del tío Tom y Eliza se detuvo y golpeó sua-
vemente en el cristal de la ventana.
La reunión religiosa de casa del tío Tom se había prolongado has-
ta muy tarde con el canto de los himnos y, como el tío Tom se
había permitido entonar unos cuantos largos solos después, el re-
sultado era que, aunque era entre las doce y la una, él y su respeta-
ble esposa no estaban aún dormidos.
––¡Señor, señor! ¿Qué es eso? ––dijo la tía Chloe, levantándose
de un salto para correr la cortina––. ¡Que me aspen si no es Lizy!
Ponte la ropa rápido, hombre. Está el viejo Bruno, también, hus-
meando por ahí. ¿Qué demonios pasará? Voy a abrir la puerta.
Y, fiel a su palabra, abrió de golpe la puerta y la luz de la vela de
sebo que había encendido Tom apresuradamente iluminó el rostro
desencajado y los oscuros ojos extraviados de la fugitiva.
––¡El Señor te bendiga! ¡Da miedo verte, Lizy! ¿Te has puesto
enferma o qué te ha pasado?
––Me escapo, tío Tom y tía Chloe... me llevo a mi hijo... el amo
lo ha vendido.
––¿Vendido? ––preguntaron ambos al unísono, levantando las
manos desconcertados.
––¡Sí, lo han vendido! ––dijo firmemente Eliza––. Me he escon-
dido en el armario del cuarto del ama esta noche y he oído cómo el
amo le decía que había vendido a mi Hany y a ti, tío Tom, a un tra-
tante; y que él se marchaba esta mañana a cabalgar y que el hom-
bre venía a tomar posesión hoy.
Tom se quedó durante este discurso con las manos levantadas y
los ojos dilatados como soñando. Lenta y paulatinamente, al com-
prender su significado, más que sentarse se dejó caer en su vieja
silla y apoyó la cabeza sobre las rodillas.
––¡Que el buen Señor tenga piedad de nosotros! ––dijo la tía
Chloe––. ¡Parece mentira que haya ocurrido esto! ¿Qué ha hecho,
para que lo venda el amo?
––No ha hecho nada, no es por eso. El amo no quiere vender, y el
ama... siempre es buena. La he oído rogar y suplicar por nosotros.
Pero él le ha dicho que era inútil; que tenía deudas con este hom-
bre, y que lo tenía en su poder. Y que, si no saldaba la deuda, aca-
baría teniendo que vender la casa y a toda la gente y marcharse. Sí,
le he oído decir que no tenía elección entre vender a estos dos o
venderlo todo, que el hombre lo había puesto entre la espada y la
pared. El amo ha dicho que lo siente, pero tendríais que haber oído
al ama. ¡Si ella no es cristiana y un ángel, nunca ha habido ningu-
no! Soy mala por dejarla de esta manera, pero no tengo más re-
medio. Ella misma ha dicho que una sola alma valía más que todo
el mundo; y este muchacho tiene alma y, si dejo que se lo lleven,
¿quién sabe que será de ella? Debe de ser lo correcto, pero si no lo
es, ¡que Dios me perdone, porque no tengo más remedio que
hacerlo!
––Bien, viejo ––dijo la tía Chloe––, ¿por qué no te vas también?
¿Vas a esperar a que te embarquen río abajo, adonde matan a los
negros de trabajo y hambre? ¡Antes me moriría que ir allí! Tienes
tiempo... márchate con Lizy... tienes salvoconducto para ir y venir
cuando quieras. ¡Venga, date prisa! Yo juntaré tus cosas.
Tom levantó despacio la cabeza, miró triste pero serenamente al-
rededor y dijo:
––¡No, no! Yo no me voy. Que se vaya Eliza, está en su derecho.
Yo no le diría que no se fuera, no está en su naturaleza quedarse;
pero has oído lo que ha dicho. Si hay que venderme a mí o a toda
la gente de la casa, y todo se tiene que ir al traste, pues ¡que me
vendan a mí! Supongo que puedo soportarlo como cualquiera ––
añadió, el pecho sacudido convulsivamente por una especie de
suspiro o sollozo––. El amo siempre me ha encontrado dispuesto, y
siempre me encontrará. Nunca he traicionado su confianza, ni he
usado el salvoconducto para nada que no fuera honorable, y nunca
lo haré. Es mejor que me vaya yo solo que disolverlo y venderlo
todo. No es culpa del amo, Chloe; él te cuidará a ti y a los pobres...
En esto se volvió hacia la burda carriola repleta de cabecitas la-
nudas y se desmoronó. Se apoyó en el respaldo de la silla y se cu-
brió el rostro con las grandes manos. Unos sollozos roncos, fuertes
y desgarrados sacudieron la silla y grandes lágrimas cayeron al
suelo a través de sus dedos; lágrimas como las tuyas, lector, que
regaron el ataúd de tu primogénito; lágrimas como las tuyas, lecto-
ra, cuando oíste el llanto de tu hijo moribundo. Porque él era un
hombre, lector, y tú eres otro. Y tú, lectora, aunque lleves seda y
joyas, no eres mas que una mujer y, en las grandes desgracias y
adversidades, todos sentimos la misma pesadumbre.
––Y ahora ––dijo Eliza de pie en la puerta––, he visto a mi mari-
do esta misma tarde y no me imaginaba lo que iba a suceder. Lo
han empujado al límite de sus fuerzas y hoy me ha dicho que se va
a escapar. Intentad comunicaros con él, si podéis. Decidle cómo
me voy y por qué, y decidle que voy a intentar llegar a Canadá.
Decidle que lo quiero y si no lo veo nunca más ––se volvió y se
quedó con la espalda vuelta hacia ellos durante un momento, y
después añadió, con voz cascada––, decidle que sea tan bueno co-
mo pueda y que procure reunirse conmigo en el reino de los cielos.
Llamad a Bruno ––añadió––. Cerrad la puerta detrás. El pobre
animal no debe ir conmigo.
Con unas cuantas últimas palabras y lágrimas, con unos cuantos
adioses y buenos deseos, aferrando a su pecho a su hijo sobresalta-
do y asustado, se alejó silenciosamente.
CAPÍTULO VI
EL DESCUBRIMIENTO
Los señores Shelby no se durmieron enseguida después de su di-
latada conversación de la noche anterior y, en consecuencia, se le-
vantaron algo más tarde de lo normal por la mañana.
––Me pregunto qué estará haciendo Eliza ––dijo la señora Shel-
by, después de tocar el timbre repetidas veces sin obtener respues-
ta.
El señor Shelby estaba de pie ante el espejo del tocador afilando
su navaja cuando se abrió la puerta y entró un muchacho de color
con el agua para que se afeitara.
––Andy ––dijo su ama––, acércate a la puerta de Eliza y dile que
la he llamado tres veces. ¡Pobrecita! ––añadió suspirando para sus
adentros.
Andy regresó inmediatamente con los ojos muy abiertos por el
asombro.
––¡Cielos, señora! Los cajones de Lizy están todos abiertos y sus
cosas todas tiradas por ahí. ¡Creo que se ha largado!
El señor Shelby y su esposa se dieron cuenta de la verdad en el
mismo instante. Él exclamó:
––Entonces es que sospechaba algo y se ha marchado.
––¡Gracias a Dios! ––dijo la señora Shelby––. Espero que así sea.
––¡Hablas como una loca, esposa! Estaré en un buen apuro si se
ha marchado. Haley se dio cuenta de que vacilaba al venderle a es-
te niño, y creerá que lo he planeado yo para quitarlo de en medio.
¡Empañará mi honor! ––y el señor Shelby salió apresuradamente
de la habitación.
Durante un cuarto de hora, hubo carreras de aquí para allá, ex-
clamaciones, puertas que se abrían y cerraban y rostros de todos
los colores asomándose por todas partes. Sólo una persona, que
hubiera podido esclarecer los hechos, se quedó callada: la cocinera
jefe, tía Chloe. En silencio y con una turbia nube ensombreciendo
sus facciones generalmente alegres, seguía con la preparación de
las galletas del desayuno como si no oyera ni viera nada del bulli-
cio de su alrededor.
Poco después, una docena de diablillos se posaron como cuervos
en la barandilla del porche, cada uno empeñado en ser el primero
en dar parte de su desgracia al nuevo amo.
––Estará furioso, apuesto lo que sea ––dijo Andy.
––¡Lo que va a renegar! dijo el pequeño y negro Jake.
––Sí, porque ya lo creo que le gusta renegar ––dijo Mandy, la de
los rizos––. Lo oí ayer en la cena. Lo oí todo entonces, pues me
metí en el armario donde guarda el ama las jarras grandes y oí cada
palabra ––y Mandy, que en su vida había pensado en lo que signi-
ficaba cada palabra que oía más que si fuera un gato negro, adoptó
un aire de sabiduría superior y se pavoneaba por ahí, olvidando
añadir que, aunque se encontraba realmente enroscada entre las ja-
rras a la hora mencionada, estuvo profundamente dormida todo el
tiempo.
Cuando por fin apareció Haley con sus botas y sus espuelas, le
llovieron las malas noticias de todas partes. No decepcionó a los
bribonzuelos del porche, que esperaban oírlo «renegar», al hacerlo
con una fluidez y un calor que deleitaron a todos sobremanera,
mientras saltaban de un lado a otro fuera del alcance de su fusta; y,
todos gritando, se desplomaron en un revoltijo de risotadas sobre el
marchito césped de debajo del porche, donde patalearon y dieron
voces hasta hartarse.
––¡Si pudiera coger a esos pequeños diablos! ––murmuró Haley
entre dientes.
––¡Pero no nos puede coger! ––dijo Andy con un aspaviento de
triunfo, dirigiendo una sarta de muecas indescriptibles a la espalda
del desgraciado tratante, fuera ya del alcance de sus oídos.
––¡Vaya, Shelby, es un asunto extraordinario! ––dijo Haley, en-
trando bruscamente en el salón––. Parece ser que se ha escapado
esa muchacha con su hijo.
––Señor Haley, se halla presente la señora Shelby––dijo el señor
Shelby.
––Le ruego me perdone, señora ––dijo Haley, con una pequeña
reverencia, el ceño aún fruncido––; pero digo, como ya he dicho,
que es un asunto extraño. ¿No es verdad, señor?
––Señor, si quiere usted comunicarse conmigo, debe guardar las
formas de un caballero. Andy, llévate el sombrero y la fusta del
señor Haley. Tome asiento, señor. Sí, señor; lamento decir que la
joven, alterada al enterarse directa o indirectamente de este asunto,
ha cogido a su hijo durante la noche y se ha marchado.
––Tengo que decirle que esperaba recibir un trato justo en este
caso ––dijo Haley.
––Bien, señor ––dijo el señor Shelby, volviéndose bruscamente
hacia él––, ¿cómo debo interpretar ese comentario? Si cualquier
hombre cuestiona mi honor, sólo le puedo dar una respuesta.
Esto azoró un poco al comerciante, que dijo con un tono de voz
algo más bajo que «era condenadamente injusto embaucar a un
hombre que ha hecho un trato correcto».
––Señor Haley ––dijo el señor Shelby––, si no creyera que tiene
motivos para sentirse decepcionado, no habría tolerado la manera
descortés en que ha entrado en mi salón esta mañana. Sin embargo,
le diré lo siguiente, puesto que lo requieren las apariencias: no
permitiré que haga ninguna insinuación sobre mí, como si fuera
cómplice de cualquier injusticia en este asunto. Además, me siento
obligado a proporcionarle toda la ayuda que pueda en cuanto al uso
de caballos, sirvientes, etc., para que recupere su propiedad. Así
que, en resumidas cuentas, Haley ––dijo, cambiando de pronto su
tono de frialdad mesurada por el habitual de cordial franqueza––,
lo mejor que puede hacer es mantener el buen humor y desayunar,
y ya veremos lo que podemos hacer.
En esto se levantó la señora Shelby y dijo que sus compromisos
impedían que pudiera estar presente en la mesa del desayuno aque-
lla mañana; delegó en una mulata muy respetable para que le sir-
viera el café al caballero desde el aparador, y salió de la habitación.
––A su vieja no le cae muy bien este su humilde servidor ––dijo
Haley, en un torpe intento de mostrarse campechano.
––No estoy acostumbrado a que hablen de mi esposa con seme-
jante libertad ––dijo secamente el señor Shelby.
––Perdón, perdón, sólo bromeaba ––dijo Haley, con una risa for-
zada.
––Algunas bromas son menos agradables que otras ––replicó
Shelby.
«Se siente condenadamente libre, ahora que he firmado aquellos
papeles, ¡maldita sea su estampa!», murmuró Haley para sí, «se ha
crecido mucho desde ayer».
La caída de un primer ministro en la corte nunca provocó ondas
de reacción más grandes que la noticia de la suerte de Tom entre
sus iguales de la finca. Era el tema de conversación que estaba en
boca de todos, y no se hacía nada en la casa o en el campo sino
discutir el probable resultado. La huida de Eliza ––un hecho sin
precedentes en el lugar también contribuía a estimular la excitación
general.
El negro Sam, como se le solía llamar por ser unos tres tonos más
negro que ningún otro hijo de ébano del lugar, daba vueltas al
asunto en todas sus fases y desde todos los puntos de vista, con un
alcance de visión y un esmero por cuidar de su propio bienestar
dignos del mejor patriota blanco de Washington.
«No hay mal que por bien no venga, ésa es la verdad», sentenció
Sam, subiéndose más los pantalones y colocando hábilmente un
largo clavo en lugar del botón que faltaba en sus tirantes, operación
de genialidad mecánica que pareció encantarle. «Sí, sí, no hay mal
que por bien no venga», repitió. «Bien, si Tom ha caído, queda si-
tio para que suba otro negro, y ¿por qué no este negro? Esa es la
idea. Tom va cabalgando por el país con las botas limpias y un pa-
se en el bolsillo, tan elegante como Cuffee, pero ¿quién es? Ahora,
¿por qué no puede hacerlo Sam? Eso es lo que yo quisiera saber.»
––¡Sam, eh, Sam! El amo quiere que prepares a Bill y Jerry ––
dijo Andy, interrumpiendo el soliloquio de Sam.
––¿Eh? ¿Qué pasa ahora, hijo?
––Pues supongo que no estás enterado de que Lizy se ha largado
con su hijo.
––¡Cuéntaselo a tu abuela! ––dijo Sam con un desprecio infinito
–; si lo sabía yo bastante antes que tú; este negro no se chupa el
dedo, ¿qué te crees?
––De todas formas, el amo quiere que aparejes a Bill y Jerry, y
que tú y yo vayamos con el señor Haley a buscarla.
––¡Bien, así se hacen las cosas! ––dijo Sam––. Hay que acudir a
Sam para estos menesteres. Él es el negro apropiado. A que la cojo
yo; ¡ya verá el amo de lo que es capaz Sam!
––Pero, Sam, más vale que te lo vuelvas a pensar, porque el ama
no quiere que la cojan, y te despellejará.
––¡Caramba! ––dijo Sam, abriendo mucho los ojos––. ¿Cómo lo
sabes?
––Se lo he oído decir esta bendita mañana al llevarle al amo el
agua para afeitarse. Me ha mandado ir a ver por qué no había ido
Lizy a vestirla, y cuando le he dicho que se había marchado, se ha
levantado y ha dicho simplemente: «Dios sea alabado»; y el amo
parecía estar furioso de verdad y le ha dicho: «Esposa, hablas co-
mo una loca.» ¡Pero, señor, señor, ella le convencerá! Sé bien lo
que pasará. Siempre es mejor estar de parte de la señora, te lo digo
con conocimiento.
Al oír esto, el negro Sam se rascó el cuero cabelludo que, si no
contenía gran sabiduría, sí contenía gran cantidad de una cualidad
muy apreciada por los políticos de todas las inclinaciones, llamada
vulgarmente «saber lo que a uno le conviene», por lo que se detuvo
a pensar muy serio y volvió a tirar de sus pantalones, que era el
método habitualmente adoptado por él para aclarar sus dudas men-
tales.
––Nunca se puede saber nada seguro sobre ninguna cosa de
este
mundo ––dijo por fin.
Sam habló como un filósofo, enfatizando este como si hubiera te-
nido gran experiencia en diferentes tipos de mundos, por lo que
sacaba sus conclusiones con conocimiento de causa.
––Yo habría estado seguro de que el ama hubiera movido cielo y
tierra para encontrar a Lizy––añadió, pensativo, Sam.
––Así es dijo Andy––; pero, ¿es que no ves tres en un burro, ne-
gro negrísimo? El ama no quiere que el señor Haley se lleve al hijo
de Lizy, eso es lo que pasa.
––¡Vaya! ––dijo Sam, con una entonación inenarrable, conocida
sólo por los que la han oído utilizar entre los negros.
––Y te diré más ––dijo Andy––; creo que debes darte prisa en
aparejar esos caballos, pero mucha prisa, porque he oído al ama
preguntar por ti, así que ya has perdido bastante tiempo.
Al oír esto, Sam empezó a moverse con gran ahínco, y apareció al
poco rato, dirigiéndose gloriosamente hacia la casa como un toma-
do, con Bill y Jerry al galope; luego, saltando hábilmente a tierra
antes de que ellos tuvieran intención de detenerse, los hizo parar en
el apeadero. El caballo de Haley, que era un potro espantadizo, re-
culaba y brincaba y tiraba fuertemente del cabestro.
––¡So, so! dijo Sam––, conque asustado, ¿eh? ––y se iluminó su
negro rostro con un extraño brillo travieso––. ¡Ya te arreglaré yo! –
–dijo.
Había un gran haya dando sombra al lugar y muchos pequeños
hayucos afilados y triangulares yacían dispersos por el suelo. Con
uno de ellos entre los dedos, se acercó Sam al potro y le dio pal-
madas y golpecitos, aparentemente empeñado en calmar su excita-
ción. Fingiendo ajustar la silla, deslizó debajo hábilmente el hayu-
co puntiagudo, de tal manera que el menor peso sobre ella molesta-
ría la sensibilidad nerviosa del animal sin dejar ningún roce ni
herida perceptible.
––¡Ya está! ––dijo, girando los ojos con una sonrisa de aproba-
ción––; ¡ya lo he arreglado!
En este momento, apareció la señora Shelby en el balcón, hacién-
dole un gesto de que se acercara. Sam se aproximó, tan empeñado
en medrar como cualquier aspirante a un puesto vacante en Was-
hington.
––¿Por qué holgazaneas de esa manera, Sam? He mandado a An-
dy a decirte que te dieras prisa.
––¡El Señor la bendiga, señora! ––dijo Sam––, los caballos no se
dejan coger en un minuto; ¡se habían alejado hasta la dehesa sur y
Dios sabe adónde!
––Sam, ¿cuántas veces te he de decir que no digas «El Señor la
bendiga» y «Dios sabe» y esas cosas? Es perverso.
––¡Ay, el Señor tenga piedad de mi alma, se me ha olvidado! No
diré nada parecido en adelante.
––Pero, Sam, si acabas de hacerlo de nuevo.
––¿Sí? ¡Ay, Señor! Quiero decir... no he querido decirlo.
––Debes tener cuidado, Sam.
––Espere usted que recupere el aliento, señora, y lo haré bien.
Tendré mucho cuidado.
––Bien, Sam, has de ir con el señor Haley, para mostrarle el ca-
mino y ayudarle. Cuida de los caballos, Sam; sabes que Jerry co-
jeaba un poquito la semana pasada;
no dejes que vayan demasiado
deprisa.
La señora Shelby dijo las últimas palabras con voz queda y gran
énfasis.
––¡Puede confiar en este chico! ––dijo Sam, girando los ojos con
un gesto cargado de intención––. ¡El Señor lo sabe! ¡Vaya! ¡No he
dicho eso! ––dijo boqueando de repente con un ridículo ademán de
aprensión que hizo reír a su ama a su pesar––. Sí, señora, cuidaré
de los caballos.
––Ahora, Andy ––dijo Sam, volviendo a su puesto bajo los
hayas––, no me sorprendería nada que el animal de este caballero
se encabrite luego, cuando lo monte. Sabes, Andy, los animales
hacen estas cosas y Sam dio un codazo a Andy en un costado con
un gesto lleno de intención.
––¡Vaya! ––dijo Andy, con aspecto de haberle comprendido en el
acto.
––Sí, verás, Andy, el ama quiere ganar tiempo ––eso está claro
para cualquier observador. Yo sólo gano un poco por ella. Ahora,
pues, suelta a todos aquellos caballos y déjalos corretear a sus an-
chas alrededor de éstos y hasta el bosque, y creo que el señor no se
marchará demasiado deprisa.
Andy sonrió de oreja a oreja.
––Verás ––dijo Sam––, verás, Andy, si algo ocurriera como que
el caballo del señor Haley empezase a actuar de forma extraña y
dar guerra, tú y yo simplemente soltamos los nuestros para ayudar-
le, ¡y
le ayudaremos,
ya lo creo que sí! ––y Sam y Andy echaron
hacia atrás las cabezas y soltaron una carcajada grave y descome-
dida, chasqueando los dedos y dando saltitos encantadísimos.
En este momento, apareció Haley en el porche. Algo apaciguado
por unas tazas de excelente café, salió sonriendo y charlando, con
el humor bastante recuperado. Sam y Andy, levantando unas mal-
trechas hojas de palmera que solían llevar a guisa de sombreros, se
fueron corriendo al apeadero para estar a punto para «ayudar al se-
ñor».
La hoja de palmera de Sam se había desembarazado de cualquier
intento de parecer entretejida en la zona del ala; y las mechas, se-
paradas y tiesas, le conferían una flamante apariencia de libertad y
rebeldía, digna de la de cualquier jefe fiyiano; mientras que, al
haberse desprendido el ala entera de la de Andy, éste se encasquetó
la copa con un golpe experto y un aire de satisfacción como di-
ciendo: «¿Quién dice que yo no tengo sombrero?»
––Bien, muchachos ––dijo Haley––, espabilaos, que no hay tiem-
po que perder.
––Claro que no, señor ––dijo Sam, acercándole a Haley las rien-
das mientras le sujetaba el estribo, a la vez que Andy desataba los
otros dos caballos.
En el mismo instante en que. Haley tocó la silla, el brioso animal
dejó el suelo con un brinco repentino que dejó tendido al amo, a
unos pies de distancia, sobre el césped blando y seco. Sam, excla-
mando frenéticamente, se lanzó a cogerle las riendas, pero sólo
consiguió que el susodicho sombrero flamante rozara los ojos del
caballo, cosa que no ayudó a aplacarle los nervios. Así que derribó
a Sam con gran vehemencia y, soltando un par de resoplidos, mo-
vió los pies en el aire y se alejó haciendo cabriolas al otro extremo
del césped, seguido por Bill y Jerry, que Andy no había olvidado
soltar, según lo acordado, sino que los espantaba con varias excla-
maciones tremendas. Siguió una escena de confusión miscelánea.
Sam y Andy corrían y voceaban, los perros ladraban aquí y allá, y
Mike, Mose, Mandy, Fanny y todos los especímenes menores del
lugar, tanto masculinos como femeninos, correteaban, batían pal-
mas, vitoreaban y chillaban con terrible oficiosidad e inagotable
energía.
El caballo de Haley, que era blanco y muy rápido y animoso, pa-
reció adoptar el espíritu de la ocasión con gran entusiasmo, y, dis-
poniendo para la cacería de un césped de casi media milla de ex-
tensión, rodeado por todas partes de tupido bosque, parecía delei-
tarse sobremanera permitiendo que sus perseguidores se acercasen
y, cuando estaban a punto de cogerlo, se alejaba con un salto y un
relincho para adentrarse en algún recoveco del bosque. Nada había
más lejos de la intención de Sam que dejar prender a alguno de la
recua hasta que a él le pareciese el momento idóneo, y los esfuer-
zos que hacía eran, sin duda, heroicos. Como la espada de Ricardo
Corazón de León, que siempre resplandecía en la línea de combate
más reñida, la hoja de palmera de Sam se veía en todos los sitios
donde menos posibilidad había de coger un caballo; allí se lanzaba
a toda velocidad gritando: «Ahora sí; ¡lo he cogido, lo he cogido!»,
de tal manera que producía un alboroto indiscriminado en el acto.
Haley corría arriba y abajo, porfiando y blasfemando y pateando
a la vez. El señor Shelby intentaba en vano gritar instrucciones
desde el porche, y la señora Shelby se reía y se admiraba alternati-
vamente desde su balcón, con alguna sospecha en tomo a la causa
de tanta confusión.
Por fin, alrededor de las doce, apareció triunfante Sam montando
a Jeny, con el caballo de Haley a su lado, bañado en sudor pero con
los ojos llameantes y los belfos dilatados, en señal de que no se
había aplacado del todo su espíritu de libertad.
––¡Está cogido! ––exclamó triunfante––. De no ser por mí, todos
hubieran reventado; ¡pero yo lo he cogido!
––¡Tú! ––rezongó Haley, de un humor de perros––. De no ser por
ti, esto no hubiera ocurrido.
––¡Que el Señor nos ampare, señor! ––dijo Sam, con voz de gran
preocupación––, ¡si no he parado de corretear y acosar hasta que
estoy hecho un mar de sudor!
––¡Vaya, vaya! ––dijo Haley––, me has hecho perder casi tres
horas con tus tonterías. Vámonos ya, sin más pérdida de tiempo.
––Pero, señor––dijo Sam con tono suplicante––, creo que preten-
de matarnos a todos, caballos incluidos. Aquí estamos a punto de
desfallecer, y todos los animales bañados en sudor. No pensará el
señor salir hasta después de comer. El caballo del señor necesita un
cepillado, mire cómo se ha manchado, y Jerry está cojo; no creo
que la señora permita que salgamos de esta manera, de ningún mo-
do. ¡Que el Señor le bendiga, señor! Podremos alcanzarla aunque
paremos. Lizy nunca ha sido gran cosa caminando.
La señora Shelby, que había oído esta conversación desde el por-
che con gran diversión, decidió aportar su grano de arena. Se
aproximó y, expresando cortésmente su preocupación por el acci-
dente de Haley, le instó a que se quedara a comer, diciendo que la
cocinera serviría la comida inmediatamente.
Así, después de sopesarlo todo y un poco a regañadientes, Haley
se dirigió al salón, mientras Sam, girando los ojos con un signifi-
cado inefable, se dirigió gravemente a los establos con los caballos.
––¿Lo has visto, Andy? ¿Lo has visto? ––preguntó Sam, una vez
que estuvieron más allá de la protección del granero y hubo atado
el caballo a un poste––. Oh, Señor, si era tan bueno como una reu-
nión verlo bailando y pateando e insultándonos. ¡Cómo lo he oído!
Tú porfía, viejo (decía yo para mí); ¿quieres tener tu caballo ahora,
o esperarás hasta cogerlo? (decía yo). Dios, Andy, creo verlo toda-
vía ––y Sam y Andy se apoyaron en el granero y se rieron hasta
hartarse.
––Tendrías que haberle visto la cara furiosa, cuando le he traído
el caballo. Oh, Señor, me hubiera matado, si se hubiera atrevido; y
ahí estaba yo, tan inocente y humilde.
––Señor, si te he visto ––dijo Andy–– eres todo un caso, ¿verdad,
Sam?
––Creo que lo soy ––dijo Sam––. ¿Has visto al ama arriba en la
ventana? La he visto reírse.
––Pues yo corría tanto que no he visto nada ––dijo Andy.
––Bueno, verás ––dijo Sam, empezando a lavar el caballo de
Haley con gran seriedad––, yo he adquirido lo que se podría llamar
el hábito de la
oservación,
Andy. Es un hábito muy importante; y
te recomiendo que lo cultives, ahora que eres joven. Levántame esa
pata trasera, Andy. Verás, Andy, la
oservación
es importantísima
para los negros. ¿No me he dado cuenta de lo que pasaba esta ma-
ñana? ¿No me he dado cuenta de lo que quería el ama, aunque ella
no lo dejó entrever? Eso es
oservación,
Andy. Creo que se puede
llamar un don. Los dones son diferentes en las diferentes personas,
pero cultivarlos ayuda mucho.
––Creo que si yo no te hubiese ayudado en tu oservación esta
mañana, no lo hubieras visto tan claro ––dijo Andy.
––Andy ––dijo Sam––, eres un muchacho prometedor, no hay
duda. Tengo una gran opinión de ti, Andy; y no me da ninguna
vergüenza cogerte las ideas. No debemos menospreciar a nadie,
Andy, porque hasta el más listo tropieza a veces. Así que vamos a
la casa ahora, Andy. Estoy seguro de que el ama nos dará algo es-
pecialmente bueno de comer esta vez.
CAPÍTULO VII
LA LUCHA DE LA MADRE
Es imposible concebir a un ser humano más desconsolado y triste
que Eliza mientras se alejaba de la cabaña del tío Tom.
Los sufrimientos y apuros de su marido y el peligro de su hijo se
mezclaron en su mente con un sentido confuso y aturdido del ries-
go que corría ella al dejar el único hogar que había conocido y se-
pararse de la protección de una amiga a quien quería y reverencia-
ba. Además, se separaba de todos los objetos conocidos, del lugar
donde había crecido, los árboles bajo los cuales había jugado, las
arboledas donde había paseado muchas tardes en tiempos más feli-
ces, al lado de su joven marido; todo lo que yacía allí bajo la escar-
chada luz de las estrellas parecía reprocharle y preguntarle adónde
iba a huir de un hogar como aquél.
Pero más fuerte que todo lo demás era el amor maternal, elevado
a un paroxismo de frenesí por la proximidad de un peligro terrible.
Su hijo tenía bastante edad para caminar a su lado, y, en otras cir-
cunstancias, lo hubiera llevado de la mano; pero ahora sólo pensar
en soltarlo de sus brazos le hacía estremecer y lo apretaba convul-
sivamente contra su pecho al avanzar rápidamente.
El suelo escarchado crujía bajo sus pies y el sonido le hacía tem-
blar; el revoloteo de cada hoja y la agitación de cada sombra entor-
pecía el flujo de su sangre y le hacía apretar el paso. Le sorprendía
la fortaleza que parecía emanar de dentro de ella, pues sentía el pe-
so del muchacho como si fuera una pluma, y cada aleteo de miedo
parecía aumentar su fuerza sobrenatural, a la vez que se escapaban
de sus labios frecuentes oraciones dirigidas al Amigo del Cielo:
«¡Señor, ayúdame! ¡Señor, sálvame!»
Si fuera tu Harry, lector, o tu Willie, que un tratante brutal iba a
arrancar de tus brazos mañana por la mañana; si tú hubieses visto
al hombre y te hubiesen dicho que los papeles estaban firmados, y
que tenías sólo desde las doce de la noche hasta la mañana para es-
caparte, ¿a qué velocidad serías capaz de caminar? ¿Cuántas millas
podrías andar en esas pocas horas, con tu hijito junto al pecho, su
cabecita somnolienta apoyada en tu hombro, los bracitos confiados
rodeándote el cuello?
Porque el niño dormía. Al principio, la novedad y el susto lo
mantuvieron despierto; pero su madre reprimía enseguida cada su-
surro y cada sonido, asegurándole que sólo si no se movía podría
salvarlo, de modo que se quedó callado cogido de su cuello; sólo le
preguntó, al notar que le vencía el sueño:
––Mamá, no hace falta que esté despierto, ¿verdad?
––No, cariño; duerme si quieres.
––Pero, mamá, si me duermo, ¿no dejarás que me cojan?
––¡No, que Dios me ayude! dijo su madre, con el rostro más páli-
do y un brillo más fuerte en sus grandes ojos negros.
––Estás segura, ¿verdad, mamá?
––¡Sí, segura! ––dijo la madre, con una voz que la asustó a ella
misma, pues parecía proceder de un espíritu interior; y el niño dejó
caer la cabecita cansada sobre su hombro y pronto se quedó dor-
mido. ¡Qué fuego y qué ánimo infundieron a sus movimientos el
tacto de aquellos cálidos brazos y el suave aliento contra su cuello!
Tenía la impresión de que la fuerza le llegaba en chorros eléctricos
desde cada movimiento del niño dormido y confiado. El dominio
de la mente sobre el cuerpo es sublime, capaz de hacer inexpugna-
bles la carne y los nervios y de templar con acero los tendones para
convertir en poderosos a los débiles.
Pasó vertiginosamente los confines de la granja, del huerto y del
bosque; y siguió adelante, dejando un objeto familiar tras otro, sin
aflojar el paso, sin detenerse, hasta que el rojo amanecer la encon-
tró en carretera abierta, a muchas millas de cualquier huella de es-
tos objetos conocidos.
Había ido con su ama a visitar a algunos parientes de ésta a la pe-
queña aldea de T., cerca del río Ohio, por lo que conocía bien la
carretera. La primera parte precipitada de su plan de huida era ir
allí, cruzando el río Ohio; después, sólo le restaba confiar en el Se-
ñor.
Cuando empezaron a circular por la carretera caballos y vehícu-
los, se dio cuenta, con esa percepción aguda propia de un estado de
excitación y que parece ser una especie de inspiración, de que su
paso acelerado y su aspecto perturbado podían despertar sospechas
y suscitar comentarios. Por lo tanto, dejó al muchacho en el suelo
y, ajustándose el vestido y el sombrero, siguió caminando a una
velocidad que le pareció correcta para salvar las apariencias. Había
puesto en el pequeño atado pasteles y manzanas, que utilizó como
recursos para acelerar el paso del niño, haciendo rodar las manza-
nas unas yardas delante de ellos para que el muchacho fuera co-
rriendo con todas sus fuerzas para alcanzarlas; esta treta, repetida
muchas veces, les hizo adelantar muchas millas.
Después de algún tiempo, llegaron a un espeso bosque atravesado
por el murmullo de un límpido arroyo. Ya que el niño se quejaba
de tener hambre y sed, cruzó con él la valla y, sentándose tras una
gran roca que les ocultaba de la carretera, le sacó el desayuno de su
pequeño paquete. El niño se sorprendió y lamentó de que no co-
miera ella; pero cuando, abrazándola, intentó introducir en su boca
un trozo de su pastel, ella creyó que la garganta se le cerraba y que
la iba a asfixiar.
––¡No, no, Harry, mi amor; la mamá no podrá comer hasta que
estés a salvo! Debemos caminar más y más hasta llegar al río ––y
se apresuró a salir a la carretera y una vez más se reprimió para
caminar a un paso regular y sosegado.
Estaba a muchas millas de cualquier lugar donde la conocieran
personalmente. Si por casualidad se encontrase con algún conoci-
do, pensaba que la bondad de la familia conocida por todos acalla-
ría cualquier sospecha, puesto que nadie supondría que ella era una
fugitiva. Como además era lo bastante blanca como para que no se
supiera, sin examinarla detenidamente, que era negra, y su hijo
también era claro, era más fácil que pasaran desapercibidos.
Con este presupuesto, se paró al mediodía en una bonita granja
para descansar y comprar algo de comida para el niño y ella, por-
que, al disminuir el peligro, se aminoró la tremenda tensión de su
sistema nervioso y se dio cuenta de que estaba cansada y ham-
brienta.
La buena mujer de la casa, amable y charlatana, estaba más bien
contenta de tener a alguien con quien hablar, y aceptó sin cuestio-
nar la declaración de Eliza de que «iba un poco más allá, para pa-
sar una semana con unos amigos», cosa que, en el fondo de su co-
razón, esperaba que resultara ser la pura verdad.
Una hora antes de la puesta del sol, entró en la aldea de T., junto
al río Ohio, cansada y con dolor de pies pero aún animada. Primero
miró el río, que, como el río Jordán, se interponía entre ella y el
Canaán de libertad del otro lado.
Era el principio de la primavera y el río estaba crecido y turbulen-
to; grandes moles de hielo flotaban de un lado a otro en las aguas
turbias. A causa de la forma peculiar de la orilla de la parte de
Kentucky, donde la tierra forma un gran recodo, había grandes
cantidades de hielo acumuladas, y el estrecho canal que rodeaba
este recodo se hallaba lleno de placas de hielo amontonadas unas
encima de otras, haciendo de barrera temporal para el hielo que
flotaba río abajo, que se apilaba creando una gran masa flotante
que llenaba todo el río y llegaba casi a la orilla de Kentucky.
Eliza se quedó quieta un momento mirando este aspecto poco fa-
vorable de las cosas. Se dio cuenta enseguida de que esa situación
debía de impedir que cruzara el transbordador habitual, y se dirigió
a una pequeña posada que había en la orilla para hacer averigua-
ciones.
La posadera, ocupada en diferentes operaciones de freír y estofar
encima del fuego, en preparación de la cena, se quedó tenedor en
mano cuando la dulce voz lastimera de Eliza la detuvo.
––¿Qué pasa? ––preguntó.
––¿No hay un transbordador o una barca que lleve a la gente a
B.? ––preguntó.
––Pues, no ––dijo la mujer––; las barcas han dejado de funcionar.
La cara de decepción y consternación de Eliza le llamó la aten-
ción y preguntó, solícita:
––¿Es que quiere usted pasar? ¿Hay alguien enfermo? Parece us-
ted preocupada.
––Tengo un hilo gravemente enfermo ––dijo Eliza––––. No me
enteré hasta anoche y he andado mucho hoy, con la esperanza de
coger el transbordador.
––¡Vaya, qué mala suerte! ––dijo la mujer, cuya compasión ma-
ternal se había despertado––; la compadezco de veras. ¡Solomon! –
–gritó desde la ventana en dirección a un pequeño cobertizo en la
parte de atrás. En la puerta apareció un hombre con delantal de
cuero y las manos muy sucias.
––Oye, Sol ––dijo–– ¿aquel hombre va a cruzar los barriles esta
noche?
––Dijo que lo intentaría, si la prudencia lo permitía ––dijo el
hombre.
––Hay un hombre que vive cerca de aquí que va a cruzar esta no-
che con un carretón, si se atreve; vendrá a cenar esta noche, así que
siéntese a esperar. Qué niño más mono ––añadió la mujer, ofre-
ciéndole un pastel a éste.
Pero el niño, agotado del todo, lloraba de cansancio.
––¡Pobre criatura! No está acostumbrado a caminar, y le he meti-
do mucha prisa ––dijo Eliza.
––Llévelo a este cuarto ––dijo la mujer, abriendo un pequeño
dormitorio donde se veía una cómoda cama. Eliza tendió al mu-
chacho cansado en ella y le cogió la mano hasta que se quedó dor-
mido del todo. Ella no había de descansar. Como fuego en los hue-
sos, la idea de su perseguidor le infundía prisas por seguir adelante,
y miró con ojos anhelantes las aguas turbulentas que se extendían
entre ella y la libertad.
En este punto debemos despedimos de ella de momento para se-
guir los pasos de sus perseguidores.
Aunque la señora Shelby había prometido que la comida iría en-
seguida a la mesa, pronto se vio, como muchas veces se ha visto,
que el hombre propone y Dios dispone. Así que, aunque la orden
fue dada en presencia de Haley y transmitida a la tía Chloe por lo
menos por media docena de mensajeros juveniles, esta dignataria
sólo respondió con algunos resoplidos muy serios y una sacudida
de cabeza y se puso a realizar cada operación de una forma inusi-
tadamente pausada y minuciosa.
Por algún motivo extraño, los sirvientes parecían compartir la
impresión general de que al ama no le molestaría mucho alguna
tardanza; y fue asombroso el número de accidentes que ocurría uno
tras otro para retrasar la marcha de las cosas. Una criatura desgra-
ciada logró derramar la salsa, por lo que hubo de prepararla
de no-
vo
, con todo esmero y cuidado, con la tía Chloe vigilándola y re-
moviéndola con tenaz precisión, respondiendo, cada vez que le
metían prisa, que «ella no iba a servir una salsa a medio ligar en la
mesa a instancias de nadie». Alguien se cayó al llevar el agua, y
tuvo que volver a la fuente a por más; otro, en medio del caos, dejó
caer la mantequilla; y de vez en cuando llegaban a la cocina, entre
risitas, noticias de que «el señor Haley estaba muy inquieto; que no
sabía estarse sentado en la silla, sino que paseaba a zancadas hasta
las ventanas y por el porche».
––¡Se lo tiene merecido! ––dijo, indignada, la tía Chloe––. Estará
peor que inquieto un día de éstos, si no se enmienda. Lo mandará
llamar su Amo, y veremos cómo queda.
––¡Irá al infierno, seguro! ––dijo el pequeño Jake.
––¡Se lo merece! ––dijo la tía Chloe, ceñuda––; ha destrozado
muchísimos corazones, os lo aseguro ––dijo, deteniéndose con un
cuchillo en la mano––; es como lo que leyó el señorito George en
el Libro de la Revelaciones: las almas llamando y llamando desde
debajo del altar, pidiendo venganza al Señor para semejante gente,
y tarde o temprano el Señor va a oírlas, ¡ya lo creo!
A la tía Chloe la admiraban mucho en la cocina y la escucharon
con la boca abierta; ahora que la cena estaba servida, todos estaban
libres para charlar con ella y oír sus comentarios.
––Esa gente arderá para siempre, seguro, ¿verdad? ––dijo Andy.
––Y yo me alegraré de verlo, ya lo creo ––dijo el pequeño Jake.
––¡Niños! ––dijo una voz que les sobresaltó. Era el tío Tom, que
había entrado y se había quedado en la puerta escuchando la con-
versación.
––¡Niños! ––dijo––, me temo que no sabéis lo que decís. Para
siempre son palabras terribles, niños; es tremendo pensar en ello.
No deberíais desearlo a ningún ser humano.
––No se lo desearíamos a nadie más que a los tratantes de almas
––dijo Andy––; nadie puede menos que deseárselo a ellos, son tan
malvados.
––¿No los denuncia la misma naturaleza? ––dijo la tía Chloe––.
¿No arrancan a los bebés del pecho de sus madres para venderlos?
Y a los pequeños que lloran y se agarran a la ropa de sus madres,
¿no los apartan de ellas para venderlos? ¿No separan a maridos y
mujeres ––dijo la tía Chloe, echándose a llorar–– cuando significa
quitarles la vida? Y mientras tanto, ellos beben y fuman y no se
exaltan por nada. Señor, si no se los lleva el diablo, ¿para qué sirve
éste? ––y la tía Chloe se tapó la cara con el delantal de cuadros y
se puso a sollozar en serio.
––Reza por aquellos que te tratan mal, dice el buen libro ––dijo
Tom.
––¡Rezar por ellos! ––dijo la tía Chloe––; ¡Señor, es demasiado
dificil! Yo no puedo rezar por ellos.
––Es la naturaleza, Chloe, y la naturaleza es fuerte ––dijo Tom––,
pero la gracia del Señor es más fuerte; además, deberías pensar en
el estado del alma de una pobre criatura capaz de hacer esas cosas,
deberías dar gracias al Señor porque tú no eres como él, Chloe. Yo
sé que preferiría que me vendieran diez mil veces a tener que ren-
dir cuentas por lo mismo que esa pobre criatura.
––Yo también lo preferiría ––dijo Jake––. Señor, ¿no lo preferi-
mos, Andy?
Andy se encogió de hombros y silbó en conformidad.
––Me alegro de que no se haya marchado el amo esta mañana,
como tenía pensado ––dijo Tom––; eso me dolió más que el ven-
derme, ya lo creo. Puede que fuera lo natural para él, pero a mí me
hubiera resultado durísimo, que lo conozco desde que era un niño;
pero he visto al amo y empiezo a reconciliarme con la voluntad de
Dios. El amo no pudo remediarlo; hizo bien, pero tengo miedo de
que las cosas se echen a perder cuando yo no esté. No se puede es-
perar que el amo ande husmeando por todas partes, como yo hago,
para tenerlo todo bajo control. Los muchachos tienen muy buenas
intenciones, pero son muy descuidados. Eso me preocupa.
En esto sonó la campana llamando a Tom al salón.
––Tom ––dijo amablemente el amo––, quiero que sepas que a es-
te señor le doy un pagaré por mil libras por si no estás cuando te
reclame; hoy va a ocuparse de otros asuntos, así que puedes coger-
te el día libre. Ve a donde quieras, muchacho.
––Gracias, amo ––dijo Tom.
––Y cuidado ––dijo el comerciante–– que no engañes a tu amo
con ninguno de tus trucos de negro, pues yo le cobraré cada centa-
vo, si no estás allí. Si él me hiciera caso, no se fiaría de ninguno de
vosotros; sois escurridizos como anguilas.
Amo ––dijo Tom, muy erguido––, yo tenía apenas ocho años
cuando la vieja ama lo puso a usted en mis brazos, y usted no tenía
ni uno. «Toma, Tom» me dijo, «éste va a ser tu joven amo; cuídalo
bien», dijo. Y ahora yo le pregunto, amo, ¿he faltado a mi palabra
o le he llevado la contraria alguna vez, sobre todo desde que soy
cristiano?
El señor Shelby se emocionó y se le llenaron los ojos de lágrimas.
––Mi buen muchacho ––dijo––, bien sabe el Señor que dices la
pura verdad; y si yo pudiera remediarlo, nadie en el mundo te
compraría.
––Y tan seguro como que soy cristiana ––dijo la señora Shelby––
, te recuperaremos en cuanto consiga reunir el dinero. Señor––dijo
a Haley––, fíjese bien a quién lo vende, y comuníquemelo.
––Sí, señor; a lo mejor ––dijo el tratante––, de aquí a un año pue-
de que lo traiga de vuelta, no muy estropeado, y se lo vuelva a
vender.
––Yo se lo compraré, entonces, y se lo pagaré bien ––dijo la se-
ñora Shelby.
––Por supuesto ––dijo el comerciante––, a mí me da igual, no me
importa a quién los venda, siempre que haga un buen negocio. Lo
único que quiero es ganarme la vida, ¿sabe, señora? Supongo que
eso es lo que queremos todos.
Tanto el señor como la señora Shelby se sintieron molestos por la
familiaridad impertinente del comerciante, y, sin embargo, ambos
veían la necesidad de frenar sus sentimientos. Cuanto más mezqui-
no e insensible parecía, más miedo tenía la señora Shelby de que
consiguiera atrapar a Eliza y su hijo y, por supuesto, más motivos
encontraba para detenerle con todas las tretas femeninas. Por lo
tanto, sonrió, asintió, charló amistosamente e hizo todo lo que pu-
do por hacer correr imperceptiblemente el tiempo.
A las dos, Andy y Sam acercaron los caballos al apeadero, apa-
rentemente muy reanimados y fortalecidos por los correteos de la
mañana.
A Sam le había reavivado la comida, y estaba lleno de fervorosa
oficiosidad. Al acercarse Haley, presumía ante Andy, con un estilo
floreciente, del éxito evidente y notable de la operación, ahora que
él «se empeñaba de verdad».
––¿Supongo que vuestro amo no tendrá perros? ––preguntó pen-
sativo Haley al ir a montar.
––Montones ––dijo Sam, triunfante––; está Bruno: ¡es estupendo!
Y, además, casi todos los negros tenemos un cachorro de alguna
clase.
––¡Bah! ––dijo Haley, y dijo algo más también, refiriéndose a los
perros, que hizo murmurar a Sam:
––No veo el sentido de maldecirlos, de cualquier forma.
––¿Pero vuestro amo no tiene perros (ya me supongo que no) pa-
ra cazar a los negros?
Sam sabía perfectamente a lo que se refería, pero mantuvo deses-
peradamente una apariencia de simpleza grave.
––Nuestros perros tienen todos muy buen olfato. Creo que son
buenos, aunque no hayan tenido práctica. Sin embargo, son buenos
perros para casi todo, una vez que los pones. Ven, Bruno ––llamó
en un susurro al pesado perro de Terranova, que se abalanzó tu-
multuosamente en dirección a ellos.
––¡Que te ahorquen! ––dijo Haley, levantándose––. Vamos, pon-
te en marcha.
Sam se puso en marcha en el acto, ingeniándoselas para hacerle
cosquillas a Andy al mismo tiempo, lo que provocó que Andy
rompiese a reír, con gran indignación de Haley, que le golpeó con
la fusta.
––Me asombras, Andy ––dijo Sam, con formidable gravedad––.
Éste es un asunto serio, Andy. No debes tomarlo a broma. Así no
ayudarás al amo.
––Tomaré el camino del río ––dijo Haley con decisión, cuando
llegaron a los confines de la hacienda––. Conozco las costumbres
de éstos: siguen las pistas de la ruta clandestina.
––Desde luego ––dijo Sam––, así es. El señor Haley ha dado en
el clavo. Bien, hay dos caminos para ir al río, la carretera de tierra
y la cañada, ¿cuál va a tomar el señor?
Andy miró inocente a Sam, sorprendido por este nuevo dato geo-
gráfico, pero confirmó inmediatamente lo que dijo, repitiéndolo
con vehemencia.
––Porque ––dijo Sam––, yo me inclino a creer que Lizy iría por
el camino de tierra, ya que va menos gente por él.
Haley, aunque era un pájaro viejo y desconfiaba por naturaleza de
la broza, estaba bastante impresionado con esta visión del asunto.
––Si no fuerais tan embusteros los dos... ––dijo, al deliberar con-
templativo durante un momento.
El tono pensativo y reflexivo con el que pronunció estas palabras
le hizo tanta gracia a Andy que se rezagó un poquito y temblaba de
tal manera que parecía correr un gran riesgo de caerse del caballo,
mientras que el rostro de Sam había adoptado una expresión de las-
timosa gravedad de lo más inconmovible.
––Por supuesto ––dijo Sam–, el amo puede hacer lo que prefie-
ra; puede tomar el camino recto, si le parece mejor; a nosotros nos
da lo mismo. La verdad es que, si lo pienso, creo que el camino
recto es el mejor, sin duda.
––Es lógico que cogiera un camino poco transitado ––dijo Haley,
pensando en voz alta y haciendo caso omiso del comentarlo de
Sam.
––No hay forma de saberlo ––dijo Sam–; las chicas son raras;
nunca hacen lo que se espera que hagan, sino generalmente todo lo
contrario. Las chicas son contradictorias por naturaleza, de modo
que si uno piensa que han ido por un camino, hay que ir por el otro
y seguro que las encuentras. Ahora, personalmente creo que Lizy
habrá ido por la carretera, así que deberemos ir por el camino rec-
to.
Esta profunda visión genérica del sexo femenino no pareció pre-
disponer a Haley a optar por el camino recto; y declaró tajantemen-
te que tomaría el otro, preguntándole a Sam cuándo llegarían allí.
––Está un poco más adelante ––dijo Sam, guiñando el ojo que es-
taba en el lado de su cabeza donde se hallaba Andy; y añadió muy
serio––––, pero he estudiado el asunto y estoy seguro de que no
deberíamos ir por ahí. Nunca lo he recorrido. Es muy solitario y
podríamos perdemos; Dios sabe dónde acabaríamos.
––No obstante ––dijo Haley––, iré por ahí.
Ahora que lo pienso, creo que he oído decir que ese camino es
todo vallado a la altura del arroyo, ¿no es así, Andy?
Andy no estaba seguro; sólo «había oído hablan» de ese camino,
pero nunca lo había pisado. En resumen, su respuesta fue estricta-
mente evasiva.
Haley, acostumbrado a sopesar las probabilidades entre mentiras
de mayor o menor magnitud, creyó que el balance caía a favor de
la carretera de tierra ya nombrada. Le pareció percibir que Sam lo
había mencionado involuntariamente en primer lugar, y achacó los
intentos desesperados de éste de disuadirle de usarla a que había
recapacitado posteriormente por no querer comprometer a Liza.
Entonces, cuando Sam señaló el camino, Haley se precipitó por
él, seguido de Sam y Andy.
De hecho, era una vieja carretera, antiguamente el camino princi-
pal al río, aunque abandonada hacía muchos años tras el trazado de
la nueva carretera. Quedaba abierta durante una hora de cabalgadu-
ra, más o menos, y después quedaba cortada por varias granjas y
vallas. Sam conocía perfectamente este hecho, a decir verdad, lle-
vaba tanto tiempo cerrada la carretera que Andy ni siquiera había
oído hablar de ella. Por lo tanto iba montando con un aire de sumi-
sión concienzuda, simplemente murmurando y quejándose de vez
en cuando de que «era muy accidentado, y hacía daño a la pata de
Jerry».
––Os advierto ––dijo Haley––, que os conozco; no me haréis
desviarme de este camino con ninguna de vuestras tretas, ¡así que
callaos!
––El amo va por donde quiere ––dijo Sam, con pesarosa sumi-
sión, guiñándole prodigiosamente el ojo al mismo tiempo a Andy,
cuyo goce estaba ya a punto de estallar.
Sam estaba de excelente humor; fingía buscar con gran di-
ligencia, y tan pronto exclamaba que veía «un sombrero de mujer»
en lo alto de alguna loma lejana, como gritaba a Andy «allí abajo
está Lizy en la hondonada», cuidando de hacer estas exclamacio-
nes siempre cuando se encontraban en un trecho muy rugoso o di-
ficil del camino, donde apresurarse suponía una inconveniencia es-
pecial para todos y de esta forma manteniendo a Haley en un esta-
do de conmoción permanente.
Después de cabalgar alrededor de una hora de esta manera, toda
la cuadrilla desembocó precipitada y tumultuosamente en el corral
de un gran rancho. No se veía ni un alma, pues todos los braceros
estaban trabajando en el campo; pero era evidente que habían lle-
gado al final del camino, puesto que el granero se extendía de ma-
nera notoria de parte a parte de la carretera.
––¿No se lo decía yo al amo? ––dijo Sam, con aire de inocencia
ultrajada––. ¿Cómo va a saber más un caballero forastero del país
que un nativo?
––¡Sinvergüenza! ––dijo Haley––; sabías esto todo el tiempo.
––¿No le he dicho que lo sabía, y no ha querido creerme? Le he
dicho al amo que estaba todo vallado y todo cerrado y que no creía
que pudiésemos pasar; me ha oído Andy.
Era todo demasiado cierto para disputarlo, y el desgraciado co-
merciante no tuvo más remedio que aguantarse la ira con el mejor
talante posible, y los tres hombres dieron la vuelta y se encamina-
ron a la carretera principal.
Gracias a las diferentes demoras, hacía unos tres cuartos de hora
que Eliza había acostado a su hijo en la taberna de la aldea cuando
llegó el grupo al lugar. Eliza se hallaba de pie mirando por la ven-
tana en otra dirección, cuando el ojo rápido de Sam la captó. Haley
y Andy estaban unas tres yardas atrás. Ante la crisis, Sam consi-
guió que el viento se le llevara el sombrero, por lo que soltó en voz
alta una interjección característica que la alertó en el acto; se retiró
rápidamente; la cuadrilla pasó delante de la ventana y se acercó a
la puerta principal.
A Eliza le dio la impresión de que se concentraron mil vidas en
ese instante. El cuarto que ocupaba tenía una puerta que daba al
río. Cogió a su hijo y se lanzó escaleras abajo hacia la corriente. El
comerciante la vio plenamente en el momento en que desaparecía
por el barranco; y, saltando del caballo y gritando a Sam y a Andy,
se abalanzó tras ella como un perro tras un ciervo. En ese momento
vertiginoso, los pies de Eliza apenas parecían tocar el suelo, y en
un momento se halló junto al agua. Ellos la seguían de cerca; ella,
armada de esa fortaleza que Dios dispensa sólo a los desesperados,
con un grito salvaje y un salto descomunal, pasó por encima de la
corriente turbulenta para alcanzar la placa de hielo. Fue un salto
desesperado, imposible sin padecer locura o desesperanza; Haley,
Sam y Andy gritaron instintivamente, alzando las manos, al verlo.
La enorme mole verde de hielo sobre la que cayó arfó y crujió al
recibir su peso, pero ella no se detuvo ni un momento. Gritando
alocada, con una energía desesperada, saltó a otra placa y a otra;
¡tropezando, brincando, resbalando, levantándose de nuevo! Sus
zapatos han desaparecido, las medias ya no están, huellas de sangre
marcan cada paso; pero no vio ni sintió nada hasta que, borrosa-
mente, como en un sueño, vio la orilla de Ohio y a un hombre que
la ayudaba a subir por el barranco.
––¡Eres una muchacha valiente, seas quien seas! ––dijo el hom-
bre, con un juramento.
Eliza reconoció la voz y el rostro de un granjero que vivía cerca
de su antiguo hogar.
––¡Oh, señor Symmes, sálveme, por favor, sálveme, escóndame!
––dijo Eliza.
––¿Qué ocurre? ––dijo el hombre– ¡pero si es la muchacha de
Shelby!
––¡Mi hijo, este niño... lo ha vendido! Ahí está su amo ––dijo,
señalando la otra orilla––. Oh, señor Symmes, usted tiene un hijito.
––Lo tengo ––dijo el hombre, al subirla, ruda aunque amable-
mente, por el empinado barranco––. Además, eres una muchacha
muy valiente. Me gusta el coraje, venga de donde venga.
Cuando llegaron a lo alto del barranco, se detuvo el hombre.
––Estaría encantado de hacer algo para ayudarte ––dijo––, pero
no tengo a donde llevarte. Lo mejor que puedo hacer es decirte que
te dirijas allí ––dijo, señalando una gran casa blanca que se alzaba
sola, junto a la calle principal de la aldea––. Vete allí; son personas
amables. Te ayudarán en cualquier tipo de peligro, son de esa clase
de gente.
––¡Que el Señor le bendiga! ––dijo Eliza de corazón.
––¡No hay de qué, no hay de qué! ––dijo el hombre––. Lo que he
hecho no tiene importancia.
––Y, señor, ¿no se lo contará a nadie?
––¡Demonios, muchacha! ¿Quién te crees que soy? Por supuesto
que no ––dijo el hombre––. Venga ya, márchate como muchacha
sensata que eres. Te has ganado la libertad y, por lo que a mí atañe,
la tendrás.
La mujer apretó a su hijo contra el pecho y se alejó firme y ve-
lozmente. El hombre se quedó mirándola.
«Puede que a Shelby esto no le parezca de buenos vecinos pero,
¿qué iba uno a hacer? Si él coge a alguna de mis muchachas en la
misma situación, puede pagarme con la misma moneda. Nunca he
podido ver a ninguna criatura esforzándose y jadeando para esca-
par, con los perros detrás persiguiéndola. Además, no veo motivo
por el que deba hacer de cazador de los demás.»
Así habló este pobre kentuckiano medio pagano, al que el no
haber recibido instrucción en relaciones constitucionales llevó a
actuar de manera casi cristiana, que, si hubiera sido de clase más
elevada y mejor enseñado, no se le hubiera permitido.
Haley se quedó viendo asombrado la escena hasta que de-
sapareció Eliza tras el barranco; entonces se volvió hacia Sam y
Andy con una mirada interrogativa.
––Esa ha sido una hazaña considerable ––dijo Sam.
––¡Creo que esa muchacha lleva los demonios dentro! ––dijo
Haley––. ¡Ha saltado como un gato salvaje! ––Bueno, pues ––dijo
Sam, rascándose la cabeza––, espero que el amo nos permita no
coger ese camino. Desde luego, yo no me siento lo bastante ágil
como para hacer eso, ¡ni hablar! ––y Sam soltó una áspera risota-
da.
––¡Te ríes tú! ––dijo el comerciante gruñendo.
––¡Que el Señor le bendiga, amo, no podía remediarlo! ––dijo
Sam, entregándose a la alegría de su alma, largo tiempo reprimida–
–. Tenía un aspecto tan curioso... saltando y brincando... el hielo
rajándose... ¡bum, paf, plas! ¡Qué saltos! ¡Señor, cómo salta! y
Sam y Andy se rieron hasta que cayeron las lágrimas por sus meji-
llas.
––¡Ya os haré reír yo! ––dijo el comerciante, dándoles en la ca-
beza con la fusta.
Los dos se escabulleron, subieron gritando el barranco y monta-
ron antes de que él pudiera alcanzarlos.
––¡Buenas noches, amo! ––dijo Sam, muy serio––. Estoy seguro
de que la señora estará preocupada por Jerry. Al señor Haley ya no
le haremos falta. ¡La señora no toleraría que cruzáramos el puente
de Lizy esta noche! y dándole jocosamente a Andy en las costillas,
emprendió la marcha a toda velocidad, seguido por Andy, oyéndo-
se durante un rato sus carcajadas transportadas por el viento.
CAPÍTULO VIII
LA HUIDA DE ELIZA
Era la hora del crepúsculo cuando Eliza cruzó tan de-
sesperadamente el río. La niebla gris del anochecer, que ascendía
lentamente del río, la envolvió en cuanto subió la ribera, haciéndo-
la invisible, y la fuerte corriente y las masas basculantes de hielo
formaban una barrera infranqueable entre ella y su perseguidor.
Por lo tanto, Haley, disgustado, regresó lentamente a la pequeña
taberna para pensar qué tendría que hacer a continuación. La mujer
le abrió la puerta de una pequeña sala, adornada con una alfombra
de trapos y con una mesa cubierta con un hule negro brillantísimo,
diversas sillas de madera de respaldo alto y unas figuras de escayo-
la de colores chillones en la repisa de la chimenea, encima de un
débil fuego humeante; aquí se sentó Haley para meditar sobre la
inestabilidad de las esperanzas y la felicidad humanas.
«¿Qué he hecho yo», se dijo a sí mismo, «para que me tomen el
pelo como si fuera un patán, como lo han hecho?», y Haley se des-
ahogó repitiendo varias veces para sí una letanía de maldiciones
que, aunque todo parece dar fe de su veracidad, preferimos, por
cuestiones de buen gusto, omitir.
Le sobresaltó la voz fuerte y disonante de un hombre que parecía
desmontar en la puerta. Acudió apresurado a la ventana.
«¡Dios mío! Si esto no es ciertamente lo que le da a la gente por
llamar Providencia», dijo Haley. «Creo que ése de ahí es Tom Lo-
ker.»
Haley salió deprisa. De pie en la barra, en un rincón de la habita-
ción, se encontraba un hombre musculoso y fornido, de seis pies de
altura y complexión corpulenta. Vestía un abrigo de piel de búfalo
con la lana hacia fuera, lo que le daba una apariencia tosca y fiera,
muy en armonía con el aire de su fisonomía. En la cabeza y el ros-
tro, todos los órganos y líneas, que delataban una violencia brutal y
tenaz, estaban en un estado de desarrollo muy avanzado. De hecho,
si nuestros lectores fueran capaces de imaginar un buldog hecho
hombre paseándose con sombrero y abrigo de hombre, no estarían
lejos de visualizar el estilo y la estampa general de su fisico. Tenía
un compañero de viaje que era, en muchos aspectos, todo lo con-
trario de él. Era bajo y delgado, ágil y felino de movimientos, con
una expresión inquisitiva y fisgona en sus inquietos ojos negros,
con los que cada rasgo de su cara parecía afilarse por simpatía; la
nariz fina y larga parecía prolongarse como si quisiera penetrar en
la naturaleza de todas las cosas; el cabello negro, fino y lacio esta-
ba peinado hacia adelante y todos sus movimientos y gestos expre-
saban una agudeza seca y precavida. El hombre grande llenó hasta
la mitad un gran vaso de licor y se lo tragó sin pronunciar una pa-
labra. El hombre pequeño se puso de puntillas y, ladeando la cabe-
za primero en una dirección y luego en la otra, tras olisquear pen-
sativo las diferentes botellas, pidió por fin, con voz fina y temblo-
rosa y un aire de gran prudencia, un whisky con hierbabuena. Una
vez servido, lo cogió y lo examinó con expresión aguda y compla-
ciente, como un hombre que considera que ha hecho lo correcto y
ha dado en el clavo, y se puso a beberlo con sorbos cortos y medi-
dos.
––Bueno, bueno, ¿quién hubiera pensado que yo iba a tener esta
suerte? Loker, ¿cómo está usted? ––dilo Haley, acercándose con la
mano extendida hacia el hombre grande.
––¡Demonios! ––fue la educada respuesta––. ¿Qué le ha traído a
estas partes, Haley?
El hombre inquisitivo, que se llamaba Marks, dejó de sorber en el
acto y, adelantando la cabeza, examinó sagazmente al recién llega-
do, como un gato mira una hoja seca en movimiento o cualquier
otro objeto digno de perseguir.
––Vaya, Tom, éste es el mejor golpe de suerte del mundo. Estoy
en un condenado apuro, y debe usted echarme una mano.
––¿Eh? ¡Pues seguro! ––gruñó su conocido complaciente––. Uno
puede estar seguro, si usted se alegra de verlo, de que algo tiene
que ganar con ello. <Cuál es el asunto esta vez?
––Éste es amigo suyo? ––preguntó Haley, mirando a Marks du-
doso––, ¿un socio, quizás?
––Sí, lo es. Oye, Marks, éste es el tipo con el que estuve en Nat-
chez.
––Encantado de conocerle ––dijo Marks, alargando una mano
larga y delgada, semejante a la garra de un cuervo––. El señor
Haley, creo.
––El mismo ––dijo Haley––. Ahora, caballeros, ya que nos
hemos encontrado con tan buena fortuna, creo que me corresponde
convidarles en este establecimiento. Entonces, viejo mapache ––
dijo al hombre de la barra––, tráiganos agua caliente, azúcar y ci-
garros y gran cantidad del
espíritu de la vida,
y nos divertiremos.
Observen, entonces, a nuestros tres próceres, a la luz de las velas
y con un buen fuego ardiendo en la chimenea, sentados alrededor
de una mesa repleta con todos los ingredientes ya enumerados de
la buena camaradería.
Haley inició una relación patética de sus cuitas peculiares. Loker
calló y le escuchó con atención, ceñudo y desabrido. Marks, que
mezclaba, ansiosa y nerviosamente, un vaso de ponche según su
peculiar gusto, levantaba de vez en cuando la mirada de su ocupa-
ción y escuchaba con gran interés la historia, metiendo la afilada
nariz casi en el rostro de Haley. El final de la historia pareció
hacerle muchísima gracia, pues se sacudieron en silencio sus hom-
bros y sus costados y sus finos labios se distendieron en señal de
enorme diversión.
Así que le han fastidiado de veras, ¿eh? ––dijo––, ¡Ji, ji, ji! Y,
además, lo han hecho con gracia.
––El asunto de los niños causa muchos problemas en este nego-
cio ––dijo Haley con tristeza.
––Si pudiéramos conseguir una raza de muchachas a las que no
les importase su prole ––dijo Marks––, les digo que creo que sería
la mejora más grande de los tiempos modernos y Marks celebró su
broma con una risita discreta a modo de introducción.
––Es verdad ––dijo Haley––. Nunca lo he entendido; los niños les
suponen un montón de problemas; sería lógico que se alegraran de
deshacerse de ellos, pero no es así. Es más, cuánto más problemá-
tico es un hijo y cuánto más inútil, más se aferran a él.
––Bien, señor Haley ––dijo Marks––, páseme el agua caliente. Sí,
señor, lo que usted dice es lo que siento yo y todos nosotros. Una
vez compré a una muchacha cuando era tratante, una muchacha
guapa y era bastante lista además, y tenía un hijo muy enfermizo,
con la columna torcida o algo así; y se lo di a un hombre que deci-
dió arriesgarse a criarlo, ya que no le costaba dinero; nunca se me
ocurrió que la muchacha fuera a protestar, pero, ¡Dios mío! Hay
que ver cómo se puso. A decir verdad, parecía valorar más al niño
por ser enfermizo y quejoso y engorroso; y no fingía, no: lloró y se
lamentó como si hubiera perdido a todos sus amigos. Era muy gra-
cioso verlo. ¡Señor, no hay quién entienda las ocurrencias de las
mujeres!
A mí me ocurre lo mismo ––dijo Haley––. El verano pasado, allá
en el río Rojo, me vendieron a una muchacha con un hijo de bas-
tante buen aspecto, con unos ojos tan brillantes como los de usted;
pero, cuando lo miré de cerca, vi que era ciego. Es la verdad, ciego
como un topo. Entonces, verán ustedes, pensé que no había nada
de malo en darlo sin decir nada, y lo cambié provechosamente por
un barril de whisky; pero, llegado el momento de separarlo de la
muchacha, ésta se puso como una tigresa. Era antes de ponernos en
camino, y no los tenía encadenados todavía; pues ella se sube en-
cima de una bala de algodón, como un gato, y coge un cuchillo de
la mano de uno de los braceros y durante un momento sembró el
pánico a su alrededor, hasta que vio que no había nada que hacer;
entonces se vuelve y, se tira de cabeza al río, con el hijo en brazos;
cayó ¡plas! y nunca salió.
––¡Bah! ––dijo Tom Loker, que escuchó estas historias con una
aversión apenas reprimida––, ¡son unos inútiles los dos! Mis mu-
chachas no organizan semejantes espectáculos, se lo aseguro.
––¿De veras? ¿Cómo lo consigues? ––preguntó vivamente
Marks.
––¿Conseguirlo? Pues compro a una muchacha y, si tiene un hijo
para vender, me acerco a ella y le planto el puño en la cara y le di-
go: «Oye, tú, si me dices una sola palabra, te romperé la cara. No
quiero oír ni una palabra, ni una sílaba.» Les digo: «Este niño es
mío y no tuyo; no tiene nada que ver contigo. Voy a venderlo a la
primera oportunidad; y ¡no me vengas con ningún escándalo al
respecto o te haré desear que no hubieras nacido!» Les aseguro que
se dan cuenta de que no hay nada que hacer conmigo. Las tengo
tan calladas como los peces; y si a una de ellas se le ocurre soltar
un grito, pues... ––y el señor Loker dio un golpe con el puño que
explicaba perfectamente la interrupción.
––Eso se puede llamar
énfasis
––dijo Marks, dándole a Haley en
el costado y soltando otra risita––. Tom es único, ¿eh? ¡ji, ji! Creo,
Tom, que tú consigues que
entiendan
que todas las cabezas negras
son lanudas. Nunca dudan de tus intenciones, Tom. Si no eres el
diablo, Tom, eres su hermano gemelo, ¡ya lo creo!
Tom tomó el cumplido con la debida modestia y adoptó un aspec-
to tan afable como era consistente, en palabras de John Bunyan,
«con su naturaleza perruna».
Haley, que consumía liberalmente la materia prima de la noche,
empezó a sentir un aumento y una elevación de sus facultades mo-
rales, fenómeno no poco frecuente en caballeros de condición seria
y reflexiva en circunstancias similares.
––Bueno, bueno, Tom ––dijo––, es usted terrible, como siempre
le he dicho; ¿se acuerda, Tom? Usted y yo solíamos hablar de estas
cuestiones en Natchez, y yo solía demostrarle que ganábamos lo
mismo, y nos hacíamos igual de ricos, tratándoles bien, además de
tener más posibilidades, cuando llegue lo inevitable y no quede
nada más, de ir al reino de los cielos.
––¡Bah! ––dijo Tom––. ¡Si lo sabré yo! No me ponga enfermo
con sus tonterías, que ya tengo el estómago revuelto y Tom se tra-
gó medio vaso de coñac puro.
––Bueno dijo Haley, echándose atrás en el sillón y gesticulando
de forma impresionante––, yo digo que siempre he querido llevar
el negocio para ganar dinero, en primer lugar, como cualquiera;
pero el negocio no lo es todo, pues todos tenemos alma. No me
importa quién me oiga decirlo; pienso mucho en ello, así que lo
voy a decir sin más. Creo en la religión y, un día de éstos, cuando
tenga todos los asuntos bien atados, pienso atender a mi alma y
esas cuestiones; así que, ¿para qué hacer más maldades de las ne-
cesarias? A mí no me parece nada prudente.
––¿Atender a su alma? ––repitió, desdeñoso, Tom––, habría que
tener buenos ojos para encontrarle alma a usted, ahórrese las mo-
lestias de buscarla. Si el diablo le pasara por una criba fina, no en-
contraría un alma.
––Vaya, Tom, se ha enfadado ––dijo Haley––; ¿por qué no lo
toma usted de buen grado, si hablo por su bien?
––Detenga esa mandíbula suya, pues dijo Tom, arisco––. Puedo
aguantar toda su charla menos la religiosa, ésa me da asco. Des-
pués de todo, ¿qué diferencia hay entre usted y yo? No es que us-
ted se preocupe ni un átomo más, ni que tenga más sentimientos;
es mezquindad pura y simple; quiere engañar al diablo para salvar-
se el pellejo; yo le veo el plumero. Y esta religión, como usted la
llama, es demasiado para cualquier criatura creérselo. ¡Toda la vi-
da acumulando una deuda con el diablo, para escabullirse a la hora
de pagar! ¡Bah!
––Calma, caballeros, por favor; esto no son negocios ––dijo
Marks––. Saben ustedes que hay diferentes maneras de ver todas
las cosas. El señor Haley es un hombre muy agradable, sin duda, y
tiene su propia conciencia; y tú, Tom, también tienes tu propia ma-
nera de hacer, y muy buena, Tom; pero reñir, saben, no conduce a
ninguna parte. Hablemos de negocios. Bien, señor Haley, ¿qué es
lo que pretende? ¿Quiere que nos comprometamos a coger a esta
muchacha?
––La muchacha no es asunto mío, ella es de Shelby; sólo el niño.
¡Qué tonto fui al comprar al diablillo!
––Suele ser tonto ––dijo Tom, hosco.
Vamos, vamos, Loker ––dijo Marks, mojándose los labios––. Mi-
ra, el señor Haley está a punto de ofrecemos un buen negocio,
creo; espera un momento ––estos preparativos son mi especiali-
dad––. Esta muchacha, señor Haley, ¿cómo es?
––Está muy bien: blanca y guapa y bien educada. Yo le hubiese
dado a Shelby ochocientos o mil, y me hubiera sacado un buen pi-
co.
––¡Blanca, guapa y bien educada! ––dijo Marks con los agudos
ojos, la nariz y la boca llenos de resolución––. Ya lo ves, Loker,
empezamos bien. Haremos negocio por nuestra cuenta: nosotros
los atraparemos; el niño, por supuesto, será para el señor Haley, y
llevaremos a la muchacha a Nueva Orleáns para venderla. ¿No es
maravilloso?
Tom, que había estado con la boca abierta durante esta co-
municación, la cerró de golpe, como un perro cierra la boca con un
pedazo de carne dentro, y pareció digerir la idea despacio.
––Verá usted ––dijo Marks a Haley, removiendo el ponche al
mismo tiempo––, verá usted, tenemos jueces en muchos puntos de
la ribera, que hacen trabajitos de los que nos convienen a nosotros
sin demasiados problemas. Tom se encarga de regatear y todo eso;
después yo llego todo arreglado, las botas relucientes y todo de
primera, a la hora del juramento. Tendría que ver ––dijo Marks,
enardecido de orgullo profesional–– cómo doy el pego. Un día, soy
el señor Twickenham de Nueva Orleáns; otro día, acabo de llegar
de una plantación en el río Pearl, donde tengo setecientos negros
trabajando para mí; otra vez, soy pariente lejano de Henry Clay, o
cualquier viejo importante de Kentucky. Las personas tenemos di-
ferentes talentos. Por ejemplo, Tom es estupendo cuando hay que
golpear o pelear; pero, en cambio, no sirve para mentir; no lo hace
con naturalidad; pero, si hay un hombre en el país capaz de jurar
cualquier cosa del mundo, añadiendo detalles y toques realistas con
cara muy seria, que sea más convincente que yo, me gustaría verlo,
ya lo creo. Estoy convencido de que conseguiría mi propósito aun-
que los jueces fueran más cuidadosos de lo que son. A veces hasta
quisiera que fuesen más cuidadosos, pues sería más satisfactorio
mi trabajo, más divertido, sabe usted.
Tom Loker, que, como hemos dado a entender, era un hombre
lento de pensamientos y de movimientos, interrumpió a Marks en
este punto dejando caer pesadamente el puño sobre la mesa,
haciendo tintinear las copas. ––¡Ya basta! ––dijo.
––¡Dios te proteja, Tom! ¡No hace falta que rompas todos los va-
sos! ––dijo Marks––. Guarda los puños para un momento de nece-
sidad.
––Pero, caballeros, ¿no me va a corresponder una parte de las ga-
nancias? ––preguntó Haley.
––¿No le basta que le cojamos al niño? ––dijo Loker––. ¿Qué
más quiere?
––Pero ––dijo Haley–– si les proporciono el trabajo, debe valer
algo, quizás un diez por ciento de los beneficios, una vez pagados
los gastos.
––Vaya ––dijo Loker, con un grandísimo juramento, golpeando
la mesa con su pesado puño––, si no le conozco bien a usted, Dan
Haley. ¡A mí no me va a engañar! ¿Se cree que Marks y yo nos
dedicamos al negocio de atrapar negros sólo para hacer favores a
señores como usted, sin sacar nada para nosotros? ¡Por nada del
mundo! Nos quedaremos con la muchacha sin discusión, y usted se
callará o nos quedaremos con los dos... ¿qué nos lo impide? ¿No
nos ha mostrado usted el camino? Nosotros somos tan libres como
usted para hacer lo que nos dé la gana. Si usted o Shelby nos quie-
ren perseguir, busque donde estaban las perdices el año pasado; si
las encuentra, ¡mejor para usted!
––Bueno, bueno, olvidémoslo ––dijo Haley, alarmado––. Ustedes
cojan al niño a cambio del trabajo; siempre me ha tratado con jus-
ticia, Tom, y ha cumplido su palabra.
––Ya lo sabe ––dijo Tom––; no asumo ninguna de sus mo-
jigaterías, pero llevo honradamente mis cuentas hasta con el mis-
mísimo diablo. Lo que digo que haré, lo hago, y usted lo sabe, Dan
Haley.
––Así es, así es, ya lo he dicho, Tom ––dijo Haley––; y si prome-
te tener al niño dentro de una semana en cualquier lugar que usted
diga, eso es lo único que quiero.
––Pero no es todo lo que yo quiero, ni muchísimo menos ––dijo
Tom––. No por nada tuve tratos con usted en Natchez, Haley; he
aprendido a aguantar a una anguila cuando la cojo. Tiene que soltar
cincuenta dólares al contado, o puede olvidarse de ese niño. Yo lo
conozco a usted.
––Pero, cuando tiene un trabajo que le puede proporcionar un be-
neficio limpio de mil o mil seiscientos dólares, Tom, eso es poco
razonable ––dijo Haley.
––Sí, pero tenemos trabajo contratado para las próximas seis se-
manas, más de lo que podemos hacer. Si lo dejamos todo para ir
tras los muchachos suyos y no cogemos a la muchacha al final –– y
siempre es dificilísimo coger a las muchachas ––, ¿entonces, qué?
¿Nos iba a pagar un centavo usted? Creo que lo imagino pagando,
sí. No, no; al contado los cincuenta. Si conseguimos el trabajo y es
rentable, se los devolveré; si no, esto es por las molestias. Eso es
justo, ¿verdad, Marks?
––Desde luego, desde luego ––dijo Marks con tono conciliatorio–
–; sólo es una provisión de fondos, ¿verdad? ¡ji, ji, ji! pues somos
abogados, ¿eh? Bueno, tenemos que mantener el buen humor, estar
tranquilos, ya sabe. Tom le tendrá al niño donde usted diga, ¿ver-
dad, Tom?
––Si encontramos al pequeño, se lo llevaré a Cincinnati y lo deja-
ré en casa de la abuela Belcher, cerca del desembarcadero ––dijo
Loker.
Marks había extraído del bolsillo una libreta grasienta y, sacando
un papel alargado, se sentó y, fijando la vista en él, empezó a
murmurar sobre su contenido: ––Barnes... Condado de Shelby..
muchacho, Jim, trescientos dólares, vivo o muerto. Edwards, Dick
y Lucy, marido y mujer... seiscientos dólares; Polly con dos hijos,
seiscientos dólares por ella o su cabeza. Sólo repaso nuestros asun-
tos, para ver si podemos hacer este encargo sin problemas. Loker –
–dijo, tras una pausa––, debemos poner a Adams y Springer sobre
la pista de éstos; hace tiempo que nos contrataron.
––Cobrarán demasiado ––dijo Tom.
––Yo me encargaré de eso; son nuevos en el negocio, y deben es-
perar cobrar poco ––dijo Marks, mientras continuó leyendo––. Es-
tos tres son casos fáciles, pues lo único que hay que hacer es ma-
tarlos de un tiro o jurar que los has matado; claro que no pueden
cobrar mucho por eso. Los otros casos ––dijo, doblando el papel––
pueden retrasarse un tiempo. Así que ahora vayamos con los deta-
lles. Bien, señor Haley, ¿usted vio a esta muchacha cuando llegó a
la orilla?
––Desde luego, tan claro como lo veo a usted.
––¿Y a un hombre que la ayudó a subir por el barranco? ––
preguntó Loker.
––Desde luego que sí.
––Lo más probable ––dijo Marks–– es que la hayan acogido en
algún lugar; pero la cuestión es ¿dónde? ¿Qué opinas, Tom?
––Debemos cruzar el río esta noche, sin duda ––dijo Tom.
––Pero no hay ninguna barca ––dijo Marks––. El hielo se mueve
mucho, Tom, ¿no es peligroso?
––No sé nada de eso, sólo que hay que hacerlo ––dijo Tom con
decisión.
––Vaya por Dios ––dijo Marks, inquieto––, pues, yo creo ––dijo,
acercándose a la ventana–– que está tan oscuro como boca de lobo
y, Tom...
––Resumiendo, que tienes miedo, Marks, pero no puedo remediar
eso; tienes que ir. Supongo que quieres esperar un día o dos antes
de emprender el camino, hasta que a la muchacha la hayan llevado
clandestinamente a Sandusky.
––Yo no tengo nada de miedo ––dijo Marks––, es sólo...
––¿Sólo qué? ––preguntó Tom.
––Pues la cuestión de la barca. Ya ves que no hay ninguna barca.
––He oído decir a la mujer que venía una esta noche y que iba a
cruzar un hombre en ella. Por peligroso que sea, debemos ir con él.
––Supongo que tienen buenos perros ––dijo Haley.
––De primera ––dijo Marks––. ¿Pero de qué sirven? No tiene us-
ted nada de ella para darles a oler.
––Sí, tengo ––dijo Haley, ufano––––. Aquí está el chal que de
en la cama por las prisas; también dejó el sombrero. ––¡Qué suerte!
––dijo Loker––; tráigalos aquí.
––Pero los perros podrían dañar a la muchacha, si la encuentran
de sopetón ––dijo Haley.
––Es una posibilidad ––dijo Marks––. Nuestros perros medio
destrozaron a un tipo una vez, allá en Mobile, antes de que pudié-
ramos apartarlos.
––Pues en el caso de éstos que se venden por su aspecto, no es
solución, ¿no creen? ––dijo Haley.
––Sí, creo ––dijo Marks––. Además, si la han acogido, tampoco
es solución. Los perros no sirven en los estados donde protegen a
esas criaturas, porque no puedes encontrar la pista. Sólo sirven en
las plantaciones, donde los negros, cuando corren, corren por sí so-
los, sin que nadie les ayude.
––Bien ––dijo Loker, que había salido al bar para hacer in-
dagaciones––, dicen que ha venido el hombre con la barca; así,
pues, Marks...
Este gran personaje echó una mirada desconsolada al confortable
aposento que tenía que abandonar, pero se levantó despacio para
obedecer. Después de intercambiar unas palabras más sobre los
planes, Haley, de muy mala gana, dio a Tom los cincuenta dólares
y se despidieron los tres prohombres.
Si alguno de nuestros lectores refinados y cristianos se molestan
por la sociedad en la que esta escena les introduce, les rogamos
que hagan un esfuerzo por vencer sus prejuicios. El negocio de ca-
zar negros, nos atrevemos a recordarles, está en vías de convertirse
en una profesión legal y patriótica. Si toda la tierra que va de Misi-
sipí al Pacífico deviene un gran mercado de cuerpos y almas y la
propiedad humana refrena las tendencias progresistas del siglo xix,
puede que el tratante y el cazador aún se conviertan en parte de
nuestra aristocracia.
Mientras transcurría esta escena en la taberna, Sam y Andy iban
camino de su casa en un estado de felicidad extrema.
Sam estaba de muy buen humor y expresaba su júbilo mediante
toda suerte de aullidos y exclamaciones sobrenaturales, y varios
extraños movimientos y contorsiones del cuerpo entero. A veces se
sentaba al revés, con la cara vuelta hacia la cola del caballo y, con
un hurra y una voltereta, se volvía a colocar del derecho y, ponien-
do una cara muy seria, se ponía a sermonear a Andy con un tono
altisonante por reírse y hacer el tonto. Luego, golpeándose los cos-
tados con los brazos, rompía a reír con unas carcajadas que resona-
ban en los bosques a su paso. Con todas estas maniobras, consiguió
mantener los caballos a la máxima velocidad hasta que, entre las
diez y las once, chacolotearon sus pasos en la gravilla del extremo
del balcón. La señora Shelby acudió veloz a la barandilla.
––¿Eres tú, Sam? ¿Dónde están?
––El señor Haley está descansando en la taberna; está muy fati-
gado, ama.
––¿Y Eliza, Sam?
––Ella está al otro lado del Jordán. Como si dijéramos, en la tierra
de Canaán.
––Oh, Sam, ¿qué quieres decir? ––preguntó la señora Shelby, sin
aliento y casi desmayada al darse cuenta del posible significado de
estas palabras.
––Bueno, ama, el Señor cuida de los suyos. Lizy ha cruzado el río
hasta Ohio, de manera tan espectacular como si el Señor la hubiese
transportado en un carro de fuego con dos caballos.
La vena beata de Sam siempre se agudizaba sobremanera en pre-
sencia de su ama, y se servía liberalmente de figuras e imágenes de
las Sagradas Escrituras.
––Sube aquí, Sam ––dijo el señor Shelby, que había seguido a su
esposa al porche––, y cuéntale a tu ama lo que desea saber. Anda,
anda, Emily ––dijo, rodeándola con el brazo––, tienes frío y estás
temblando; te dejas impresionar demasiado.
––¡Impresionar demasiado! ¿Acaso no soy mujer y madre? ¿No
somos responsables los dos ante Dios de esta pobre muchacha?
¡Dios mío! No nos adjudiques este pecado.
––¿Qué pecado, Emily? Tú misma debes ver que sólo hemos
hecho lo que nos hemos visto obligados a hacer.
––Tengo una terrible sensación de culpa, que, sin embargo ––dijo
la señora Shelby––, la razón no logra desvanecer.
––¡Vamos, Andy, negro, espabílate! ––gritó Sam desde debajo
del porche––, lleva los caballos al establo; ¿no oyes cómo llama el
amo? y enseguida se presentó Sam con la hoja de palmera en la
mano en la puerta del salón.
––Ahora, Sam, cuéntanos exactamente lo que ha pasado ––dijo el
señor Shelby––. ¿Dónde se encuentra Eliza, si es que lo sabes?
––Bien, señor, la vi con mis propios ojos cruzar sobre el hielo
flotante. Cruzó de forma extraordinaria; fue nada menos que un
milagro; y vi cómo la ayudó un hombre a subirse por el barranco
de la parte de Ohio, y se perdió en la oscuridad.
––Sam, creo que es algo imaginado este milagro. No es tan fácil
cruzar sobre el hielo flotante ––dijo el señor Shelby.
––¡Fácil! Nadie lo hubiera podido hacer sin la ayuda del Señor.
Pero ––dijo Sam–– fue así exactamente. Haley y yo y Andy nos
acercamos a una pequeña taberna junto al río, y yo iba un poco
adelantado (estaba tan ansioso por coger a Lizy que no me podía
refrenar por nada) y cuando llego a la ventana de la taberna, allí
estaba ella a la vista de todo el mundo y ellos estaban justo detrás
de mí. Entonces, pierdo el sombrero y armo bastante escándalo
como para despertar a los muertos. Claro que me oye Lizy y se
echa hacia atrás cuando pasa el señor Haley por la puerta; y des-
pués, le digo, salió por la puerta lateral; se fue a la orilla del río; el
señor Haley la vio y gritó y él y yo y Andy fuimos detrás de ella.
Se acercó al río y la corriente se extendía hasta diez pies de la ori-
lla y al otro lado el hielo se sacudía y zarandeaba, como si fuera un
gran islote. Nosotros nos acercamos y yo creía que ya la tenía,
cuando soltó un alarido como nunca he oído antes y allí estaba, al
otro lado del agua, sobre el hielo, y entonces siguió chillando y sal-
tando, ¡el hielo crepitaba y crujía y rechinaba y ella saltaba como
un gamo! Señor, los saltos que es capaz de dar esa muchacha no
son una cosa normal, me parece a mí.
La señora Shelby se quedó sentada inmóvil y pálida de emoción
mientras Sam contaba su historia.
––¡Bendito sea Dios, no está muerta! elijo––, pero ¿dónde está la
pobre criatura ahora?
––El Señor proveerá ––dijo Sam, haciendo girar los ojos de ma-
nera pía––. Como iba diciendo, esto ha sido la providencia, ya lo
creo, tal como siempre nos lo ha explicado el ama. Siempre hay
instrumentos que se ponen a cumplir la voluntad de Dios. Pues
hoy, si no llega a ser por mí, la hubieran apresado una docena de
veces. Porque ¿no he sido yo quien ha vuelto locos a los caballos
esta mañana, y quien los ha tenido correteando hasta la hora de
comer? ¿Y no he llevado al señor Haley a cinco millas de la carre-
tera buena esta tarde? que, si no, hubiese cogido a Lizy tan rápido
como un perro coge un mapache. Todas estas cosas son providen-
cias.
––Tendrás que usar poco este tipo de providencias, señorito Sam.
No permitiré que se utilicen estas estratagemas con ningún caballe-
ro en mi casa ––dijo el señor Shelby, todo lo serio que pudo poner-
se, dadas las circunstancias.
Es tan inútil hacer creer a un negro que uno está enfadado como a
un niño; ambos ven instintivamente la verdad del caso, a pesar de
todos los esfuerzos por mostrarles lo contrario; por lo tanto, a Sam
no le descorazonó en absoluto esta reprimenda, aunque adoptó un
aire de lastimosa gravedad y se quedó con una expresión compun-
gida de penitencia.
––El amo tiene razón, ya lo creo; ha sido feo por mi parte, no hay
duda: y, por supuesto, el amo y el ama no alentarían tales prácticas.
Soy consciente de eso; pero un pobre negro como yo se siente muy
tentado a comportarse de forma fea a veces, cuando la gente arma
tanto escándalo como aquel señor Haley; él no es un caballero, de
todas formas: una persona que ha sido criada como yo lo he sido
no puede menos que ver eso.
––Bien, Sam ––dijo la señora Shelby––, ya que pareces tener una
idea adecuada de tus propios errores, puedes ir a decirle a la tía
Chloe que te prepare un poco del jamón frío que ha sobrado de la
comida de hoy. Tú y Andy debéis de tener hambre.
––La señora es demasiado buena con nosotros ––dijo Sam, y,
haciendo una rápida reverencia, se marchó.
Se podrá percibir, como antes hemos dado a entender, que el se-
ñorito Sam tenía un talento natural que, indudablemente, le hubiera
podido elevar a una posición de eminencia en la vida política: un
talento para capitalizar todo lo que ocurre e invertirlo en acciones
que redundaran en su propio beneficio y gloria; así que, después de
hacer alarde de piedad y humildad ante los del salón, se plantó la
hoja de palmera en lo alto de la cabeza con aire gallardo y despre-
ocupado y se encaminó a los dominios de la tía Chloe, con la in-
tención de vanagloriarse abundantemente en la cocina.
«Pronunciaré un discurso para estos negros», dijo Sam para sí,
«ahora que tengo la oportunidad. ¡Señor, les arengaré hasta que se
queden patidifusos!».
Debe observarse que uno de los mayores placeres de Sam había
sido acompañar a su amo en todo tipo de reuniones políticas, don-
de, sentado en alguna valla o encaramado a algún árbol, solía que-
darse viendo a los oradores con el mayor regocijo para reunirse
después con los hermanos de su propio color, congregados por el
mismo motivo que él, y deleitarles con las parodias e imitaciones
más ridículas, realizadas con la solemnidad y pompa más imper-
turbables; y, aunque los oyentes más cercanos a él solían ser de su
mismo color, no era raro que hubiese un gran número de personas
más claras de tez que escuchaban, se reían y disfrutaban, por lo que
Sam se felicitaba sobremanera. De hecho, Sam consideraba que la
oratoria era su vocación y nunca dejaba pasar una oportunidad para
mejorar su ejecución.
Pues bien, entre Sam y la tía Chloe había habido, desde antiguo,
una especie de lucha encarnizada o más bien una frialdad acusada;
pero como ahora Sam estaba interesado en cuestiones de aprovi-
sionamiento como base necesaria y patente de sus operaciones, de-
cidió que en esta ocasión se comportaría de forma especialmente
conciliatoria; pues sabía que, aunque sin duda se cumplirían al pie
de la letra las «instrucciones del ama», ganaría mucho si además se
hacía con la simpatía de todos. Por lo tanto, apareció ante la tía
Chloe con una expresión conmovedoramente alicaída y resignada,
como alguien que ha padecido fatigas inconmensurables en nom-
bre de un semejante perseguido, se dilató explicando que el ama le
había mandado acudir a la tía Chloe para que le repusiera lo que
fuera menester para compensar la pérdida de sólidos y líquidos de
su organismo, y así reconocía inequívocamente su derecho y su
supremacía en la cocina y todo lo referente a ella.
Funcionó a la perfección. Ningún ser pobre, sencillo y virtuoso
fue engatusado nunca por las atenciones de un político en plena
campaña electoral más fácilmente que la tía Chloe fue embaucada
por la afabilidad del señorito Sam; y si hubiera sido el mismísimo
hijo pródigo, no lo hubiesen colmado de más munificencia mater-
nal; y pronto se encontraba sentado, feliz y glorioso, delante de una
gran cazuela que contenía una especie de
olla podrida
con todo lo
que se había servido en la mesa durante los últimos dos o tres días.
Sabrosos bocados de jamón, dados dorados de torta, fragmentos de
pastel de cada forma geométrica imaginable, alones, mollejas y
muslos de pollo: todo aparecía en una mezcla pintoresca; y Sam,
monarca de todo lo que veía, con la hoja de palmera alegremente
ladeada, mirando condescendiente a Andy, sentado a su derecha.
La cocina estaba repleta de compadres suyos que habían llegado
corriendo de las diferentes cabañas y se habían apretujado para en-
terarse del final de las proezas del día. Había llegado la hora de
gloria para Sam. Se ensayó la historia del día con toda suerte de
adornos y barnices que pudieran realzar su envergadura; pues Sam,
como algunos de nuestros diletantes de moda, jamás permitía que
una historia perdiese brillo al pasar por sus manos. La narración
arrancaba grandes carcajadas, que eran retomadas y prolongadas
por los más menudos, que yacían, en gran número, en el suelo y se
posaban en cada rincón. En el apogeo del alboroto y las risas, sin
embargo, Sam se mantuvo inmutable y serio y sólo hacía girar los
ojos de cuando en cuando y echaba diversas miradas burlonas a su
público, sin abandonar la altura ampulosa de su discurso.
––¿Veis, compatriotas ––dijo Sam, alzando enérgicamente un
muslo de pavo––, veis lo que hace este negro para defenderos a to-
dos, sí, a todos vosotros? Porque el que intenta coger a uno de no-
sotros es como si intentara cogernos a todos, es el mismo principio,
eso está claro. Y cualquiera de estos negreros que vienen olis-
queando por aquí, se las tendrá que ver conmigo, yo soy con el que
tiene que tratar; es a mí a quien tenéis que acudir, hermanos; yo
defenderé vuestros derechos, ¡los defenderé con mi último aliento!
––Pero, Sam, me has dicho esta misma mañana que ibas a ayudar
a este señor Haley a coger a Lizy; me parece a mí que lo que dices
no cuadra ––dijo Andy.
––Te digo ahora, Andy––dijo Sam, con tremenda superioridad––,
que no hables de lo que no entiendes; los chicos como tú, Andy,
tenéis buenas intenciones, pero no se puede esperar que
colusitéis
los grandes principios de acción.
Andy puso cara de increpado, especialmente por la dificilísima
palabra «colusitar», que, para la mayoría de los miembros juveni-
les de la compañía, pareció dar punto final al argumento, mientras
que Sam prosiguió.
––Eso era
conciencia,
Andy; cuando pensé en ir tras Lizy, creía
realmente que lo quería el amo. Cuando me di cuenta de que el
ama quería lo contrario, era más conciencia todavía, pues siempre
se saca más quedándose de parte de las señoras, así que ya ves que
soy persistente de cualquier forma y sigo la conciencia y me adhie-
ro a los principios. Sí,
principios
––dijo Sam, agitando entusiasta
un cuello de pollo––, ¿para qué sirven los principios si no somos
persistentes? Quiero saberlo. Toma, Andy, puedes tomarte este
hueso; queda algo de carne.
Ya que el público de Sam estaba pendiente de sus palabras, no
tuvo más remedio que seguir.
––Este asunto de la persistencia, compañeros negros ––dijo Sam,
con aspecto de tocar un tema incomprensible––, la persistencia es
una cosa que casi nadie ve clara. Pues, veréis, cuando un tipo de-
fiende algo un día y lo contrario al día siguiente, la gente dice (y
con razón) que no es persistente ––acércame ese pedazo de torta,
Andy––. Pero examinémoslo de cerca. Espero que los caballeros y
el sexo bello me perdonen por utilizar una comparación algo vul-
gar. ¡Bien! Pues quiero subir a lo alto de un pajar. Bien, pongo mi
escalera en un lado, pero no funciona; entonces, porque ya no lo
intento más ahí, sino que apoyo la escalera en el lado contrario,
¿no soy persistente? Sí que soy persistente al querer subir al pajar
por el lado donde esté mi escalera; ¿no lo entendéis todos?
––Es para lo único que has sido persistente, bien lo sabe el Señor
––murmuró la tía Chloe, que empezaba a estar algo nerviosa; pues
la diversión de la noche le parecía algo así como lo que llaman las
sagradas escrituras: «vinagre después de sal».
––Desde luego que sí ––dijo Sam, levantándose repleto de cena y
gloria, para la perorata final––. Sí, camaradas y damas del sexo
contrario en general, tengo principios, y estoy orgulloso de tener-
los; pues son necesarios en esta época y en todas las épocas. Tengo
principios y me adhiero a ellos muy fuerte, sigo cualquier cosa que
me parece un principio; no me importaría que me quemaran vivo;
me acercaría a la hoguera y diría: «aquí estoy para derramar mi
sangre por mis principios, por mi patria, por los intereses de la
sociedad en general».
––Bueno ––dijo la tía Chloe––, uno de tus principios tendrá que
ser acostarte a alguna hora de la noche y no tener a todo el mundo
levantado hasta el amanecer; vamos, todos los pequeños que no
queráis cobrar, más vale que os esfuméis deprisa.
––Negros todos ––dijo Sam, moviendo la hoja de palmera con
benignidad––, os doy mi bendición; idos a la cama, ahora, como
buenos muchachos.
Y, con esta patética bendición, se dispersó la reunión.
CAPÍTULO IX
EN EL QUE PARECE QUE EL SENADOR ES SOLO
HUMANO
La luz de un fuego alegre iluminaba la alfombra de una sala aco-
gedora y refulgía en las tazas de té y la tetera bruñida mientras el
senador Bird se quitaba las botas para introducir los pies en un
hermoso par de zapatillas nuevas, que le había hecho su esposa
cuando él se encontraba ausente en circuito senatorial. La señora
Bird, que tenía aspecto de estar encantadísima, supervisaba los
preparativos de la mesa y dirigía comentarios exhortativos de vez
en cuando a unos cuantos jovencitos juguetones que se entregaban
a todas aquellas modalidades de inenarrables cabriolas y travesuras
que han consternado a las madres desde el diluvio universal.
––¡Tom, sé bueno y deja en paz el picaporte! ¡Mary, Mary, no ti-
res de la cola del gato, pobre minino! ¡Jim, no debes subirte a esa
mesa, no, no! No sabes, querido, qué sorpresa nos has dado presen-
tándote aquí esta noche ––dijo por fin, cuando encontró un hueco
para dirigirse a su marido.
––Sí, sí, se me ocurrió hacer una escapadita para pasar la noche y
disfrutar de la comodidad del hogar. ¡Estoy muerto de cansancio y
me duele la cabeza!
La señora Bird miró una botella de alcanfor que se veía tras la
puerta entornada del armario y parecía meditar la posibilidad de
acercarse a ella, pero se interpuso su buen esposo.
––¡No, no, Mary, nada de medicinas! Una taza de tu buen té case-
ro y un poco de vida familiar es lo único que quiero. ¡Legislar es
una ocupación cansada!
Y sonrió el senador como si le hiciera gracia la idea de sa-
crificarse en bien de su país.
––Bien ––dijo su esposa, una vez hubo amainado un poco la acti-
vidad de la mesa––, ¿qué habéis estado haciendo en el Senado?
Era una cosa bien rara que la bondadosa señora Bird se calentase
la cabeza sobre qué ocurría en la casa del estado, ya que conside-
raba, muy sensatamente, que tenía bastante con los asuntos de la
suya propia. Por lo tanto, el señor Bird, sorprendido, abrió mucho
los ojos y dijo:
––Nada de gran importancia.
––Bien; pero ¿es verdad que han aprobado una ley prohibiendo a
la gente dar de comer y beber a las pobres personas de color? He
oído decir que pensaban hacer una ley así, ¡pero no creí que ningu-
na legislatura cristiana fuera a aprobarla!
––¡Vaya, Mary, te estás convirtiendo en político de repente!
––¡Tonterías! Me importa un comino toda tu política en general,
pero esto me parece una cosa muy cruel y poco cristiana. Espero,
querido, que no se haya aprobado semejante ley.
––Sí, se ha aprobado una ley prohibiendo ayudar a los esclavos
que vienen aquí desde Kentucky, querida; esos abolicionistas han
armado tanto escándalo que han puesto muy nerviosos a nuestros
amigos de Kentucky, y parece necesario, además de benévolo y
cristiano, que nuestro estado haga algo para aplacar su nerviosis-
mo.
––¿Y cómo es la ley? ¿No nos prohibirá cobijar por una noche a
aquellas pobres criaturas o darles algo bueno de comer y un poco
de ropa vieja antes de ponerlos tranquilamente en camino?
––Pues, sí, querida; eso sería ayudar y encubrir a un criminal.
La señora Bird era una mujercita tímida y vergonzosa de unos
cuatro pies de altura, con mansos ojos azules, un cutis de meloco-
tón y la voz más dulce y suave del mundo; en cuanto a valor, era
bien sabido que un pavo la podía asustar al primer graznido y que
un simple perro casero la subyugaba nada más enseñarle los dien-
tes. Su marido y sus hijos eran todo su mundo, y reinaba sobre
ellos más con súplicas y persuasión que mandando o riñendo. Sólo
una cosa era capaz de excitarla y era una provocación contra su na-
turaleza inusitadamente dócil y compasiva: cualquier cosa que se
aproximaba a la crueldad le despertaba un apasionamiento aún más
alarmante e inexplicable por la suavidad habitual de su carácter.
Aunque generalmente era la madre más complaciente y fácil de
convencer del mundo, sus hijos recordaban con respeto un castigo
ejemplar que les había impuesto una vez porque los encontró con-
chabados con varios niños desvergonzados del vecindario tirando
piedras a un gatito indefenso.
––¿Sabes qué? ––solía contar el señorito Bill––, estaba asustado
en esa ocasión. Madre vino hacia mí de tal forma que la creí loca, y
me zurró y mandó a la cama sin cenar antes de que pudiera saber
qué había pasado; y después la oí llorar en mi puerta, lo que me
hizo sentir peor que lo demás. ¿Sabes qué? ––decía–– ¡nosotros no
volvimos a tirar piedras a un gato jamás!
En esta ocasión, se levantó rápidamente la señora Bird con las
mejillas encendidas, cosa que mejoró considerablemente su aspec-
to general, se acercó a su marido con aire resuelto y le dijo con to-
no decidido:
––Bien, John, quiero saber si tú crees que semejante ley es co-
rrecta y cristiana.
––No me matarás si digo que sí, ¿verdad?
––Nunca lo hubiera creído de ti, John; ¿no lo habrás votado tú?
Así es, mi bello político.
––¡Vergüenza debería darte, John! ¡Pobres criaturas sin hogar! Es
una ley malvada, ultrajante y abominable y yo, por mi parte, la
quebrantaré a la primera oportunidad que tenga; y ¡espero tener
oportunidad, de veras que lo espero! ¿Adónde irán a parar las cosas
si una mujer no puede ofrecer una cena caliente y una cama a unas
pobres criaturas hambrientas por el mero hecho de ser esclavos, y
que hayan abusado de ellos y los hayan oprimido toda su vida?
¡Pobres!
––Pero, Mary, escúchame. Tus sentimientos son buenos, querida,
e interesantes, y yo te quiero por tenerlos; pero, querida, no debe-
mos dejar que nuestros sentimientos dominen nuestro juicio; debes
considerar que son sentimientos privados y aquí se trata de inter-
eses públicos; existe tal estado de agitación pública, que debemos
relegar nuestros sentimientos privados.
––Bien, John, no sé nada de política pero sé leer la Biblia, y en
ella leo que debo dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y
consolar al desesperado; y ¡pienso seguir la Biblia!
––Pero en los casos en los que obrar así puede suponer un mal
público...
––Obedecer a Dios jamás acarrea un mal público. Sé que no es
posible. Siempre es lo más seguro, en conjunto, hacer lo que El nos
manda.
––Escúchame ahora, Mary, y te expondré un razonamiento muy
claro para demostrarte...
––¡Tonterías, John! Puedes hablar toda la noche y no podrás de-
mostrarlo. Yo te pregunto, John, ¿tú echarías de tu puerta a una
pobre criatura temblorosa y hambrienta por ser un fugitivo? ¿Lo
harías?
Si hemos de decir la verdad, nuestro senador tenía la desgracia de
ser un hombre con una naturaleza especialmente humanitaria y ac-
cesible y nunca había sido su fuerte echar a alguien que tuviese
problemas; y lo peor para él en este momento de la discusión era
que su mujer lo sabía y por supuesto dirigía su asalto a un punto
indefendible. Por lo tanto él recurrió al medio habitual y común de
ganar tiempo en tales casos: dijo «ejem» y tosió varias veces, sacó
el pañuelo y se puso a limpiar las gafas. A la señora Bird, cuando
vio la condición indefensa del territorio del enemigo, su conciencia
no le impidió aprovecharse de su ventaja.
––¡Me gustaría verte hacerlo, John, de verdad que sí! Echar a una
mujer de casa durante una nevasca, por ejemplo; o quizás preferirí-
as meterla en la cárcel, ¿no? ¡Sí que servirías para eso!
––Desde luego, sería una obligación muy penosa ––comenzó a
decir el señor Bird con tono moderado. ––¡Obligación, John, no
utilices esa palabra! ¡Sabes que no es una obligación, que no puede
serlo! Si la gente no quiere que se escapen los esclavos, que los tra-
ten bien: esa es mi doctrina. Si yo tuviera esclavos (y espero no te-
nerlos nunca), correría el riesgo de que quisieran escaparse de mí o
de ti, John. Te digo que las personas no se escapan cuando son fe-
lices; y cuando se fugan, pobres criaturas, ya padecen bastante con
el frío y el hambre y el miedo, sin que todo el mundo se vuelva co-
ntra ellos; así que, con ley o sin ley, yo no lo haré nunca, ¡lo juro
por Dios!
––Mary, Mary, deja que razone contigo.
––Odio el razonamiento, John –– especialmente en temas de este
estilo ––. Vosotros los políticos tenéis una forma de darle la vuelta
a una cosa sencilla; y no lo creéis ni vosotros mismos a la hora de
ponerlo en práctica; tú no serías más capaz que yo de hacerlo.
En este punto crítico, el viejo Cudjoe, el factótum negro, se aso-
mó a la puerta y pidió que la señora se acercase a la cocina; nuestro
senador, bastante aliviado, miró a su mujer con una mezcla capri-
chosa de diversión y fastidio y se sentó en el sillón y empezó a leer
los periódicos.
Un momento más tarde se oyó la voz de su mujer en la puerta, di-
ciendo con un tono vivo y urgente: John, John, quiero que vengas
aquí un momento.
Este dejó el periódico y se dirigió a la cocina, donde lo sobresaltó
lo que apareció ante sus ojos: una mujer joven y esbelta, aterida de
frío, con la ropa rota y un zapato de menos, dejando ver un pie sin
media herido y sangrante, yacía inconsciente entre dos sillas. Su
rostro tenía la estampa de la odiada raza, pero nadie quedaría indi-
ferente ante su belleza triste y patética, y su pétrea delgadez, su as-
pecto frío, inmóvil y cadavérico hicieron estremecer al senador.
Aguantó la respiración y se quedó quieto. Su esposa y su única
criada negra, la vieja tía Dinah, estaban ocupadas en hacerla volver
en sí, mientras que el viejo Cudjoe tenía al muchacho sobre el re-
gazo y le estaba quitando los zapatos y los calcetines y frotándole
los piececitos helados.
––¡No me digan que no es digna de ver! ––dijo, compasiva, la
vieja Dinah––; parece ser que el calor ha hecho que se desmayara.
Tenía un aspecto razonable cuando ha entrado a preguntar si podía
calentarse un rato aquí; y mientras yo le preguntaba de dónde ve-
nía, se ha desplomado. Creo que nunca ha hecho trabajos duros, a
juzgar por el aspecto de sus manos.
––¡Pobrecita! ––dijo la señora Bird compasivamente, y en ese
momento la mujer abrió lentamente los ojos oscuros y grandes y la
miró sin verla. De repente cruzó su rostro una expresión de sufri-
miento y se levantó de un salto, preguntando––: ¡Oh! ¿Han cogido
a mi Harry?
Al oír esto, el niño se levantó y corrió hacia ella con los brazos
levantados. ––¡Oh, está aquí, está aquí! ––exclamó ella––. ¡Oh, se-
ñora! ––dijo enloquecida a la señora Bird ¡protéjanos, no permita
usted que lo atrapen!
––Nadie les hará daño en esta casa, pobre mujer ––dijo alentado-
ra la señora Bird––. Está usted a salvo, no tema. ––¡Que Dios la
bendiga! ––dijo la mujer, tapándose la cara entre sollozos; el pe-
queño, al verla llorar, intentó encaramarse en su regazo.
Con los muchos y bondadosos cuidados femeninos que nadie dis-
pensaba mejor que la señora Bird, la pobre mujer se calmó por fin.
Le prepararon el sofá a modo de cama, cerca del fuego, y poco
después quedó profundamente dormida, con el niño, que parecía
estar igualmente agotado, durmiendo en sus brazos, porque la ma-
dre resistió los intentos bien intencionados de apartárselo e, incluso
dormida, lo tenía cogido con un férreo abrazo como para evitar que
le burlasen la vigilancia.
El señor y la señora Bird habían vuelto al salón, donde, por extra-
ño que parezca, no se hizo ninguna referencia por parte de ninguno
de los dos a la conversación anterior, sino que la señora Bird se en-
tregó a su labor de calceta y el señor Bird fingió leer el periódico.
––Me pregunto quién será ––dijo el señor Bird por fin, soltando
el periódico.
––Cuando se despierte después de descansar un poco, nos lo dirá
––dijo la señora Bird.
––¡Oye, esposa! ––dijo el señor Bird después de contemplar en
silencio el periódico.
––¿Sí, querido?
––Supongo que no le vendría alguno de tus vestidos, ni sacando
la orilla, ¿verdad? Parece bastante más grande que tú.
Se dibujó una sonrisa apenas perceptible en los labios de la seño-
ra Bird al contestar: «Ya veremos.»
Otra pausa, y el señor Bird empezó de nuevo: ––¡Oye, esposa!
––¿Qué quieres?
––¿Sabes? Esa vieja capa de fustán que sólo usas para taparme
cuando duermo la siesta después de comer, podrías dársela, pues
necesita ropa.
En ese momento se asomó Dinah para decir que la mujer estaba
despierta y quería ver a la señora.
Los señores Bird se fueron a la cocina, seguidos por los dos hijos
mayores, porque a esa hora la más pequeña ya había sido deposita-
da sana y salva en la cama.
La mujer estaba incorporada en el sofá junto a la chimenea. Mi-
raba fijamente las llamas con una expresión sosegada y des-
corazonada, muy diferente de la agitación enloquecida de antes.
––¿Me ha llamado? ––preguntó la señora Bird con tono suave––.
Espero que se encuentre usted mejor ahora, pobre mujer.
La única respuesta fue un suspiro largo y tembloroso; pero alzó
los oscuros ojos y los fijó en ella con una expresión tan desvalida y
suplicante que a la pequeña dama le saltaron las lágrimas.
––No debe usted temer nada; aquí somos sus amigos, pobre mu-
jer. Dígame de dónde viene y qué quiere ––dijo. ––He venido de
Kentucky ––dijo la mujer.
––¿Cuándo? preguntó el señor Bird, haciéndose cargo del inter-
rogatorio.
––Esta noche.
––¿Cómo ha venido?
––Cruzando sobre el hielo.
––¡Cruzando sobre el hielo! ––dijeron todos los presentes.
––Sí ––dijo la mujer lentamente––. Lo he hecho. Con la ayuda de
Dios, he cruzado por el hielo, porque me perseguían, me pisaban
los talones, y no había otro remedio.
––¡Diablos, señorita! ––dijo Cudjoe–– el hielo está todo roto y se
balancea y tambalea en el agua.
––¡Lo sé, lo sé! ––dijo ella frenética––, ¡pero lo he hecho! Nunca
me hubiera creído capaz; no pensaba poder conseguirlo, pero no
me importaba. Sólo hubiera muerto si no lo conseguía. El Señor
me ayudó; nadie sabe lo que puede ayudar el Señor hasta que lo
intenta ––dijo la mujer con los ojos llameantes.
––¿Era usted esclava? ––preguntó el señor Bird.
––Sí, señor; pertenecía a un hombre de Kentucky.
––¿La trataba mal?
––No, señor; era buen amo.
––¿Y su ama la trataba mal?
––No, señor; mi ama siempre ha sido buena conmigo.
––¿Qué la ha impulsado a dejar una buena casa, entonces, y fu-
garse, para pasar todos estos peligros?
La mujer dirigió a la señora Bird una mirada aguda y escrutadora,
y no se le escapó que vestía de luto.
––Señora ––le dijo de repente–– ¿ha perdido usted a un hijo?
La pregunta era inesperada, y cayó sobre una herida abierta, pues
hacía sólo un mes que habían enterrado a un hijo queridísimo de la
casa.
El señor Bird se volvió y se acercó a la ventana, y la señora Bird
rompió a llorar; luego, recobrando el habla, dijo:
––¿Por qué lo pregunta? He perdido a un pequeño.
––Entonces puede comprenderme. Yo he perdido a dos, uno tras
otro, y los he dejado allí enterrados al marcharme; sólo me queda-
ba éste. Nunca me dormía sin tenerlo cerca; era todo lo que tenía.
Era mi consuelo y mi orgullo, día y noche; y, señora, me lo iban a
quitar, lo iban a vender, allá en el sur, señora. Iba a estar solo, un
niño que nunca en la vida se ha separado de su madre. No podía
soportarlo, señora. Sabía que yo no iba a servir para nada si lo
vendían; así que, cuando me enteré de que habían firmado los pa-
peles y que ya estaba vendido, lo cogí y salí por la noche; y me
dieron caza, el hombre que lo compró y algunos hombres de mi
amo, y estaban justo detrás de mí, y los oí. Salté sobre el hielo; y
cómo crucé no lo sé, pero cuando me di cuenta, había un hombre
ayudándome a subir por el barranco.
La mujer no sollozó ni lloró. Estaba en un estado donde se secan
las lágrimas; pero todos los que la acompañaban, cada uno a su es-
tilo, daban muestras de sincera compasión.
Los dos chiquillos, después de hurgar desesperadamente en los
bolsillos en busca de los pañuelos que las madres saben que nunca
se encuentran allí, se habían lanzado desconsolados a las faldas del
vestido de su madre, donde sollozaban y se limpiaban los ojos y
narices a sus anchas. La señora Bird tenía la cara oculta tras el pa-
ñuelo. La vieja Dinah, el honrado rostro negro surcado por las lá-
grimas, exclamaba «¡Que el Señor tenga piedad de nosotros!» con
el fervor de una reunión religiosa, mientras que el viejo Cudjoe,
frotándose los ojos enérgicamente con los puños y haciendo una
cantidad descomunal de muecas variopintas, le respondía en la
misma clave, con gran fervor. Nuestro senador era un hombre de
estado y por supuesto no se podía esperar que él llorase, como los
demás mortales, por lo que dio la espalda a los reunidos y miró por
la ventana y parecía estar muy ocupado en carraspear y limpiarse
las gafas, sonándose la nariz de vez en cuando de una forma alta-
mente sospechosa si hubiera habido alguien en condiciones de ob-
servarlo de forma crítica.
––¿Por qué me ha dicho que tenía un amo bondadoso? ––exclamó
de repente, ahogando una especie de sollozo y volviéndose rápido
a mirar a la mujer.
––Porque era un amo bondadoso, tengo que decirlo, y mi ama era
bondadosa también, pero no pudieron remediarlo. Debían dinero, y
de alguna forma los tenía en su poder un hombre al que se vieron
obligados a complacer. Yo los escuché y oí al amo decírselo al
ama, mientras ella rogaba y suplicaba en mi nombre, y él le dijo
que no podía evitarlo y que los papeles ya estaban firmados, y en-
tonces cogí al niño y me fui de casa y vine aquí. Sabía que era in-
útil intentar vivir si seguían adelante, porque este hijo es lo único
que tengo.
––¿No tiene usted marido?
––Sí, pero pertenece a otro hombre. Su amo lo trata muy mal y
casi nunca le deja ir a verme; se porta cada vez peor con él y ahora
amenaza con venderlo en el sur; parece que no lo voy a ver más.
El tono sosegado con el que la mujer pronunció estas palabras
podía hacer creer a un observador indiferente que era apática del
todo; pero sus grandes ojos negros delataban una angustia profun-
da y arraigada que desmentía esta impresión.
––¿Y adónde piensa dirigirse, pobre mujer? ––preguntó la señora
Bud.
––Al Canadá, si por lo menos supiera dónde está. ¿Está muy lejos
el Canadá? ––preguntó, mirando la cara de la señora Bird con un
aire confiado y sencillo.
––¡Pobrecita! ––dijo involuntaria la señora Bird.
––Está lejísimos, ¿no? ––dijo la mujer con intensidad.
––Mucho más lejos de lo que usted cree, ¡pobre hija! ––dijo la
señora Bird––; pero intentaremos pensar qué podemos hacer por
usted. Bien, Dinah, prepárale una cama en tu propio cuarto junto a
la cocina y yo pensaré en lo que podremos hacer por ella mañana.
Mientras tanto, no tema, pobre mujer; confíe en Dios; Él la prote-
gerá.
La señora Bird y su marido regresaron al salón. Ella se sentó en
su pequeña mecedora ante el fuego, donde se balanceaba. El señor
Bird paseaba arriba y abajo por la habitación, murmurando para
sus adentros: «¡Vaya! ¡Caramba! ¡Mal asunto! ¡Difícil asunto!»
Finalmente se acercó a su mujer y le dijo:
––Oye, esposa, tendrá que marcharse de aquí esta misma noche.
Ese hombre le seguirá la pista mañana por la mañana a primera
hora. Si se tratara sólo de la mujer, podría esconderse aquí hasta
que se acabe todo; pero al pequeño estoy seguro de que ni un re-
gimiento podría mantenerlo quieto. El los delatará asomando la ca-
beza por una puerta o ventana. ¡En buen apuro me encontraría yo
si los cogieran aquí ahora precisamente! No, no; se tienen que
marchar esta noche.
––¿Esta noche? ¿Cómo es posible? ¿Adónde?
––Bien, ya sé yo adónde ––dijo el senador, poniéndose las botas
con aire reflexivo; se detuvo con la pierna a medio calzar, se cogió
la rodilla entre ambas manos y pareció sumirse en una profunda
meditación.
––Es un asunto condenadamente difícil y feo ––dijo, por fin, ti-
rando de nuevo de las correas de la bota––, y ésa es la pura verdad.
––Después de ponerse una bota, el senador se quedó sentado con la
otra en la mano, escudriñando con atención el dibujo de la alfom-
bra––. Pero hay que hacerlo, no veo otra solución, ¡maldita sea! ––
y se puso ansiosamente la otra bota y miró por la ventana.
Ahora bien, la señora Bird era una mujer discreta que en la vida
había dicho: «¡Ya te lo dije!» y, en esta ocasión, aunque era perfec-
tamente consciente del derrotero que seguían los pensamientos de
su marido, se abstuvo prudentemente de entrometerse, y se quedó
sentada en silencio en su mecedora con aspecto de querer enterarse
de las intenciones de su señor y amo cuando éste tuviese a bien
comunicárselas.
––Verás ––dijo él––, mi antiguo cliente, Van Trompe, ha venido
de Kentucky, ha liberado a todos sus esclavos y ha comprado una
propiedad a siete millas río arriba en un lugar apartado donde no va
nadie si no lo conoce, pues es un sitio difícil de encontrar. Allí es-
taría a salvo, pero lo peor del caso es que no hay nadie que pueda
conducir un coche hasta allí excepto yo mismo.
––¿Por qué? Cudjoe es un excelente conductor.
––Sí, pero así es. Hay que cruzar dos veces el río, y la segunda
vez es muy peligrosa si no se conoce el camino tan bien como yo
lo conozco. Lo he cruzado cien veces a caballo y sé exactamente
dónde pisar. Así que, ya ves, no hay otro remedio. Cudjoe debe
preparar los caballos tan silenciosamente como pueda alrededor de
las doce, y yo la llevaré; y después, para dar verosimilitud al asun-
to, él debe llevarme a mí a la siguiente taberna para que coja la di-
ligencia a Columbus, que pasa a las tres o las cuatro, para que pa-
rezca que ése era el motivo de sacar el coche. Me pondré a trabajar
a primera hora de la mañana. Pero se me ocurre que me sentiré
bastante mal allí, después de todo lo que ha ocurrido; pero, ¡maldi-
ta sea! no puedo evitarlo.
––Tu corazón funciona mejor que tu cabeza en este caso, John ––
dijo su mujer, posando su blanca mano sobre la suya––. ¿Hubiera
podido amarte si no te conociera mejor que tú mismo? ––y la pe-
queña dama tenía un aspecto tan bello, con los ojos brillantes de
lágrimas, que el senador pensó que debía ser un tipo de lo más in-
teligente para conseguir que lo admirase tan frenéticamente un ser
tan bonito; así que no le quedó más remedio que marcharse muy
serio para dar instrucciones sobre el coche. Sin embargo, se detuvo
un momento en la puerta y, volviendo a entrar, dijo vacilante:
––Mary, no sé qué opinas tú al respecto, pero hay un cajón lleno
de cosas... del pequeño Henry... ––y, con estas palabras, se volvió
rápidamente, cerrando la puerta a sus espaldas.
Su esposa abrió el pequeño dormitorio que estaba junto al suyo y
colocó una vela encima de un escritorio que había allí; luego sacó
una llave de un escondrijo y la insertó, pensativa, en la cerradura
de un cajón y se quedó parada de repente, mientras que los dos
muchachos que la habían seguido de cerca, como suelen hacerlo
los niños, se quedaron contemplando a su madre con unas miradas
silenciosas y significativas. Y tú, madre que lees esto, ¿nunca ha
habido en tu casa un cajón o un armario que, al abrirlo, es cómo si
abrieras de nuevo una pequeña tumba? Madre feliz eres, si no es
así.
La señora Bird abrió lentamente el cajón. Había chaquetas de
muchas formas y hechuras, pilas de delantales, hileras de medias;
incluso un par de zapatitos, algo gastados en la punta, se asomaban
entre pliegues de papel. Había un caballo y un carro de juguete,
una peonza, una pelota... recuerdos juntados entre muchas lágrimas
y dolor de corazón. Se sentó al lado del cajón y, apoyando la cabe-
za en las manos, lloró hasta que las lágrimas resbalaron desde sus
dedos al cajón; entonces, levantando súbitamente la cabeza, co-
menzó con una prisa nerviosa a juntar las cosas más sencillas y
más prácticas y colocarlas en un atado.
––Mamá ––dijo uno de los niños, tocándole suavemente el bra-
zo––, ¿vas a regalar esas cosas?
––Queridos niños ––dijo ella seriamente en voz queda––, si nues-
tro querido Henry mira desde el cielo, estará encantado de que lo
hagamos. No sería capaz de regalarlas a una persona cualquiera... a
una persona feliz, pero las regalo a una madre más triste y descon-
solada que yo, y espero que Dios la bendiga también.
Existen en este mundo algunas almas benditas, cuyas penas se
convierten en alegrías para los demás y cuyas esperanzas terrena-
les, colocadas en la tumba con abundantes lágrimas, son una semi-
lla de la que brotan flores y bálsamos curativos para los desolados
y los afligidos. Se contaba entre ellas esta mujer delicada que está
ahí sentada junto a la lámpara, derramando lágrimas mientras pre-
para los recuerdos de su hijo perdido para la nómada desterrada.
Después de un rato, la señora Bird abrió un armario y, sacando un
par de vestidos sencillos y prácticos, se sentó a la mesa de labores
armada con una aguja, unas tijeras y un dedal e inició el proceso de
«sacar»» que había recomendado su marido, y siguió ocupada en
estos menesteres hasta que el viejo reloj del rincón dio las doce y
oyó el traqueteo de las ruedas en la puerta.
––Mary ––dijo su marido, entrando con el abrigo en la mano––,
debes despertarla ahora; tenemos que marchamos.
La señora Bird se apresuró a poner los diversos objetos que había
juntado en un pequeño y sencillo baúl, que cerró con llave y pidió
a su marido que lo llevase al coche, después de lo cual fue a des-
pertar a la mujer. Esta apareció poco después en la puerta, vestida
con una capa, un sombrero y un chal que habían pertenecido a su
benefactora, y con su hijo en brazos. El señor Bird la acompañó
apresuradamente al coche y la señora Bird la siguió hasta los pel-
daños del mismo. Eliza se asomó y alargó la mano, una mano tan
bella y delicada como la que la estrechó. Fijó sus grandes ojos ne-
gros llenos de gratitud en el rostro de la señora Bird y parecía a
punto de decir algo. Se movieron sus labios, lo intentó una o dos
veces, pero no salió ningún sonido; señaló hacia lo alto con una
mirada inolvidable, se echó hacia atrás en el asiento y se cubrió la
cara. Se cerró la puerta y se alejó el coche.
¡Qué situación para un senador patriota que había pasado toda la
semana anterior espoleando la legislatura de su estado natal para
que aprobara unas leyes más estrictas contra los esclavos fugados y
los que les ayudaban a escapar!
¡A nuestro buen senador no le había hecho sombra en su estado
natal ninguno de sus homólogos de Washington en el ejercicio de
la clase de elocuencia que les ha granjeado el renombre inmortal!
¡Con qué majestuosidad se quedó sentado con las manos en los
bolsillos burlándose de la debilidad sentimental de los que antepo-
nían el bienestar de unos cuantos fugitivos miserables a los impor-
tantes intereses del estado!
Estuvo tan fiero como un león y consiguió convencer no sólo a sí
mismo, sino a todos los que le oyeron hablar; pero en ese momento
su idea de lo que era un fugitivo no iba más allá de las letras de las
que se componía la palabra; o, como mucho, la imagen vista en un
periódico de un hombre portando un bastón y un atado con las pa-
labras «Fugado de casa del subscriptor» al pie. La magia de pre-
senciar la verdadera aflicción, el suplicante ojo humano, la débil y
temblorosa mano humana, la desesperada petición de ayuda: todo
eso no lo había experimentado jamás. Nunca se le había ocurrido
pensar que el fugitivo podía ser una madre desafortunada, un niño
indefenso, como el que ahora llevaba puesta la gorra d e su hijo
muerto, tan familiar para él. Así, ya que el pobre senador no estaba
hecho de acero ni de piedra sino que era un hombre y, además, un
hombre bastante noble de corazón, como todo el mundo puede ver,
se sintió bastante incómodo con su patriotismo. Y no hace falta que
os burléis de él, hermanos de los estados sureños, pues tenemos la
idea de que muchos de vosotros, en un caso similar, no lo hubierais
hecho mucho mejor. Tenemos razones para creer que, tanto en
Kentucky como en Misisipí, viven personas de corazón noble y
generoso, que nunca han oído en vano una historia de sufrimientos.
Buen hermano, ¿es justo que esperes de nosotros servicios que tu
mismo corazón noble y valiente no te permitiría prestar si estuvie-
ras en nuestro lugar?
Sea como fuere, si nuestro buen senador pecó en lo político, esta-
ba haciendo méritos para expiar su pecado con su penitencia noc-
turna. Había habido una larga temporada de lluvias y la tierra fértil
y blanda de Ohio, como todo el mundo sabe, se presta fácilmente a
la manufactura del fango, y el camino había sido una antigua vía
férrea de ese estado.
––Díganme, ¿qué tipo de carretera es esa? ––preguntan los viaje-
ros del este, acostumbrados a asociar las vías férreas solamente con
la suavidad o la velocidad.
Quiero que sepas, entonces, inocente amigo del este, que en las
regiones salvajes del oeste, donde el barro alcanza profundidades
sublimes e incalculables, las carreteras se fabrican con troncos re-
dondos y bastos, colocados transversalmente uno al lado de otro, y
cubiertos en el primer momento con tierra, turba y todo lo que se
encuentra a mano, y a eso los nativos embelesados le llaman carre-
tera y se disponen en el acto a circular por encima. Con el paso del
tiempo, las lluvias se llevan toda la turba y la tierra y zarandean los
troncos hasta dejarlos colocados de forma pintoresca, con toda cla-
se de huecos y surcos de barro negro entremedias.
Así era la carretera por la que iba tambaleándose el senador,
haciendo reflexiones morales tan constantemente como lo permití-
an las circunstancias. El coche iba más o menos ¡tran, tran, tran,
tran! por el barro, haciendo que el senador, la mujer y el niño cam-
biasen de posición para dar, sin orden ni concierto, contra las ven-
tanillas del lado opuesto. Se atasca el coche y se oye a Cudjoe pa-
sar revista a los caballos en la parte de fuera. Después de varios
infructuosos meneos y tirones, cuando el senador está a punto de
perder la paciencia, el coche se endereza de pronto; las dos ruedas
delanteras caen en otro surco y el senador, la mujer y el niño se
precipitan promiscuamente hacia el asiento delantero; el sombrero
del senador se le encasqueta de mala manera sobre los ojos y la na-
riz y cree que ha llegado su hora; el niño llora y Cudjoe, desde fue-
ra, infunde ánimos a los caballos, que patalean y forcejean y se es-
fuerzan bajo repetidos chasquidos del látigo. El coche se rectifica
con un salto y caen las ruedas de atrás; el senador, la mujer y el ni-
ño son proyectados al asiento de atrás, con los codos de él contra el
sombrero de ella y los dos pies de ella golpeando el sombrero de
él, que sale volando por la patada. Después de unos momentos, se
pasa el «lodazal» y se detienen, jadeantes, los caballos; el senador
recupera el sombrero, la mujer se arregla el suyo y tranquiliza al
niño y se preparan para lo que aún tienen que pasar.
Durante un rato el continuo ¡clan, clan! sólo se mezclaba, para
variar, con unos botes laterales y unas sacudidas tremendas; empe-
zaron a congratularse de que las cosas no iban tan mal, después de
todo. Por fin, con un zarandeo que los pone a todos primero de pie
y después sentados con increíble rapidez, se detiene el coche, y
después de mucha conmoción en el exterior, aparece Cudjoe en la
puerta.
––Por favor, señor, es un lugar terrible, éste. No sé cómo vamos a
salir. Creo que vamos a necesitar barrotes.
Se apea desesperado el senador, buscando tierra firme para apo-
yar los pies; se le hunde un pie hasta una profundidad tremenda,
intenta sacarlo, pierde el equilibrio y se cae en el fango, de donde
lo pesca Cudjoe en un estado lamentable.
Pero desistimos aquí, por compasión hacia los huesos de nuestros
lectores. Los viajeros del oeste que hayan pasado las horas de la
noche ocupados en la interesantísima tarea de tirar verjas con el fin
de conseguir barrotes para sacar sus carruajes de agujeros de barro
respetarán y compadecerán a nuestro héroe desventurado. Les ro-
gamos que derramen una lágrima silenciosa y seguimos.
Era una hora muy avanzada de la noche cuando el coche salió,
sucio y maltrecho, del barranco del río y se paró en la puerta de
una larga casa.
Hizo falta muchísima perseverancia para despertar a los ocupan-
tes, pero apareció por fin el respetable propietario, que abrió la
puerta. Era un tipo grande, alto e hirsuto, de más de seis pies de
alto sin zapatos, y vestía una camisa de caza de franela roja. Una
abundantísima mata de cabello de color arena bastante enmarañada
y una barba de varios días le conferían al noble hombre un aspecto
muy poco atractivo. Se quedó unos minutos con la vela levantada,
pestañeando a nuestros viajeros con una expresión lúgubre y
desconcertada extremadamente cómica. Le costó bastante trabajo a
nuestro senador hacer que comprendiese del todo la situación, y
mientras que él se halla ocupado en esta tarea, a nuestros lectores
les haremos la presentación del hombre.
El honrado John van Trompe había sido un importante te-
rrateniente y propietario de esclavos del estado de Kentucky. Co-
mo «de oso no tenía más que el pellejo» y la naturaleza le había
dotado de un gran corazón honrado y justo, en armonía con su
complexión, estuvo años viendo con una inquietud reprimida el
funcionamiento de un sistema tan pernicioso para el opresor como
para el oprimido. Por fin, un día el corazón de John se hinchó de-
masiado para soportar sus ligaduras; entonces sacó la cartera y se
fue a Ohio, donde compró un campo de buena tierra fértil, preparó
los papeles de libertad para toda su gente ––hombres, mujeres y
niños––, los metió a todos en carretas y los llevó allí a vivir. Des-
pués el honrado John se fue otra vez río arriba y se instaló en una
cómoda granja retirada para disfrutar de su conciencia y sus re-
flexiones.
––¿Es usted el hombre que acogerá a una pobre mujer y a su hijo
que huyen de cazadores de esclavos? ––preguntó explícitamente el
senador.
––Creo que soy yo ––dijo el honrado John, con bastante énfasis.
––Ya me parecía ––dijo el senador.
––Si viene alguien ––dijo el buen hombre, irguiendo su cuerpo
musculoso––, estoy preparado para recibirlo; y tengo siete hijos,
cada uno de seis pies de altura, y ellos también estarán preparados.
Presénteles nuestros respetos ––dijo John––; dígales que no impor-
ta cuándo vienen, a nosotros nos da lo mismo ––dijo John, pasando
los dedos por la melena que le coronaba la cabeza y rompiendo a
reír a carcajadas.
Fatigada, rendida y sin vigor, Eliza se arrastró hasta la puerta con
su hijo profundamente dormido en brazos. El hombretón acercó la
vela a su rostro y, soltando una especie de gruñido de compasión,
le abrió la puerta de un pequeño dormitorio que daba a la gran co-
cina donde se encontraban y le hizo un gesto de que pasara. Cogió
otra vela, la encendió y la coloco en la mesa y luego se dirigió a
Eliza.
––Bien, muchacha, no debe tener miedo, venga quien venga. Es-
toy acostumbrado a ese tipo de cosas ––dijo, señalando dos o tres
buenos rifles que colgaban sobre la chimenea––; y la mayoría de
las personas que me conocen saben que no es saludable intentar
sacar a alguien de mi casa si yo me opongo. Así que usted duérma-
se sin más, tan tranquila como si la estuviera meciendo su madre –
–dijo, cerrando la puerta––. Vaya, ésta es muy guapa ––dijo al se-
nador––. Pues las guapas a veces tienen más motivos para fugarse,
si tienen sentimientos dignos de mujeres decentes. Lo sé bien.
El senador le contó con pocas palabras la historia de Eliza.
––¡Oh, oh! ¿Cree que quiero saberlo? ––dijo compasivo el buen
hombre––; calle, calle. ¡Es la naturaleza, pobre criatura, cazada
como un ciervo! Cazada por tener sentimientos naturales y hacer lo
que cualquier madre no podría evitar. ¿Sabe lo que le digo? Pues
que estas cosas me hacen querer blasfemar más que ninguna otra
cosa ––dijo el honrado John, frotándose los ojos con el dorso de
una gran mano pecosa y amarillenta––. ¿Sabe lo que le digo, foras-
tero? Tardé años en hacerme de la iglesia, porque los sacerdotes de
estas partes predicaban que la Biblia estaba a favor de estas cosas,
y yo no me fiaba de su griego y su latín y me puse en contra, de
ellos y de la Biblia. No me hice de la iglesia hasta que conocí a un
cura que podía con ellos hasta en griego, que decía todo lo contra-
rio; entonces me hice de la iglesia, y esa es la verdad ––dijo John,
que llevaba todo este tiempo descorchando una botella de sidra pe-
leona, que ofreció a su huésped.
––Más vale que se quede hasta el amanecer ––dijo enérgi-
camente––; yo despertaré a mi vieja y le preparará una cama en un
periquete.
––Gracias, amigo ––dijo el senador––, pero debo marcharme para
coger la diligencia nocturna a Columbus.
––Bien, si debe marcharse, le acompañaré un trecho, para ense-
ñarle una carretera alternativa que le llevará mejor que la que ha
cogido para venir aquí. Esa carretera es muy mala.
John se preparó y, linterna en mano, pronto se le pudo ver guian-
do el carruaje del senador hacia una carretera que iba por una hon-
donada detrás de su vivienda. Cuando se despidieron, el senador le
tendió un billete de diez dólares.
––Es para ella ––dijo escuetamente.
––Ya, ya ––dijo John, con la misma parsimonia.
Se estrecharon la mano y se separaron.
CAPÍTULO X
SE LLEVAN LA MERCANCÍA
A través de la ventana de la cabaña del tío Tom se veía la mañana
gris y lluviosa de febrero. Los rostros abatidos reflejaban unos co-
razones pesarosos. La pequeña mesa estaba colocada delante de la
chimenea, cubierta con un trapo de planchar; una o dos camisas,
bastas aunque limpias, colgaban del respaldo de una silla cerca del
fuego, y la tía Chloe tenía otra extendida ante ella en la mesa. Fro-
taba y planchaba cuidadosamente cada pliegue y cada dobladillo
con la más meticulosa exactitud, y alzaba la mano de vez en cuan-
do para apartar las lágrimas que caían a chorro por sus mejillas.
Tom estaba sentado cerca, con la Biblia en las rodillas y la cabeza
en la mano; ninguno de los dos hablaba. Era temprano aún y los
niños dormían todos juntos en la rudimentaria carriola.
Tom, plenamente dotado del corazón tierno y doméstico que ¡pa-
ra su desgracia! es característico de su malhadada raza, se levantó
y se aproximó silenciosamente a mirar a sus hijos.
––Es la última vez ––dijo.
La tía Chloe no respondió, sólo planchaba y planchaba una y otra
vez la burda camisa, ya tan lisa como las manos podían lograr; y,
finalmente, dejando caer la plancha con un golpe de desesperación,
se sentó en la mesa y «alzó la voz y lloró».
––Supongo que debemos resignarnos pero ¡ay, Señor!, ¿cómo
vamos a conseguirlo? ¡Si por lo menos supiera adónde vas o qué
van a hacer contigo! El ama dice que intentará recuperarte en un
año o dos; ¡pero, Señor!, no vuelve ninguno de los que van allá
abajo. ¡Los matan! He oído hablar de la manera en que los tratan
en esas plantaciones.
––Tendrán el mismo Dios allí que tenemos aquí, Chloe.
––Bueno ––dijo la tía Chloe––, supongo que sí, pero el Señor
permite que ocurran cosas terribles a veces, así que eso no me con-
suela.
––Estoy en manos del Señor ––dijo Tom––; las cosas no pueden
ir más lejos de lo que permite, y de eso puedo dar gracias. Soy yo
el que ha sido vendido y se va al sur, y no tú o los niños. Estáis a
salvo aquí. Lo que vaya a ocurrir me ocurrirá sólo a mí, y el Señor
me ayudará, lo sé.
¡Ay, hombre valiente, que ahogas tu propia pena para consolar a
tus seres queridos! Tom habló con voz apagada y un nudo en la
garganta, pero habló fuerte y gallardamente.
––Pensemos en nuestras bendiciones ––añadió tembloroso, como
si supiera muy bien que le convenía pensar en ellas.
––¡Bendiciones! erijo la tía Chloe––. ¡Yo no veo ninguna bendi-
ción! ¡Está mal que las cosas ocurran de este modo! El amo nunca
hubiera debido permitir que las cosas llegaran al extremo donde tú
tuvieras que saldar su deuda. Ya le has hecho ganar el doble de lo
que le pagarán por ti. Te debía la libertad, hace años que tenía que
habértela concedido. Quizás ahora no tiene otro remedio, pero creo
que no está bien. Nada me hará pensar otra cosa. ¡Una criatura tan
fiel como tú lo has sido, siempre poniendo sus intereses antes que
los tuyos, y que lo apreciabas más que a tu propia mujer y a tus
propios hijos! Los que venden el afecto o la sangre de un corazón,
¡no se librarán de la ira del Señor!
––¡Chloe, si me amas, no hables así! ¡A lo mejor es la última vez
que estamos juntos! Y te digo, Chloe, me duele oír siquiera una
palabra en contra del amo. ¿No lo pusieron en mis brazos cuando
era un bebé? Es natural que tenga buena opinión de él. No se puede
esperar que él tenga para el pobre Tom la misma estima. Los amos
están acostumbrados a que se lo den todo hecho, y es natural que
no lo aprecien. No se puede esperar que lo hagan. Ponlo al lado de
otros amos y dime, ¿a quién han tratado como a mí y quién ha vi-
vido mejor que yo? Y no habría dejado que me sucediese esto si lo
hubiera sabido de antemano, estoy convencido.
––De todas formas, algo de malo tiene el asunto ––dijo la tía
Chloe, de quien una característica predominante era un sentido
obstinado de la justicia––. No sabría decir exactamente lo que es,
pero tiene algo de malo, lo tengo claro.
––Debes mirar al Señor que está en el cielo, por encima de todos;
ni un gorrión cae sin que Él lo sepa.
––No me consuela, aunque supongo que debería––dijo la tía
Chloe––. Pero no sirve de nada hablar; mojaré la torta de maíz y te
prepararé un buen desayuno, porque ¿quién sabe cuándo te darán
otro?
Para comprender los sufrimientos de los negros vendidos para el
mercado del sur, hay que tener en cuenta que los afectos instintivos
de esta raza son especialmente fuertes. Su querencia por el lugar de
nacimiento es muy duradera. No son atrevidos ni emprendedores
por naturaleza, sino hogareños y cariñosos. Añadamos a esto los
terrores que la ignorancia confiere a lo desconocido, y luego su-
memos el hecho de que venderse en el sur es el castigó más severo
con el que se atemoriza a los negros desde su infancia. La amenaza
que les asusta más que los latigazos o las torturas de cualquier tipo
es la de mandarlos río abajo. Nosotros personalmente les hemos
oído expresar estos sentimientos y hemos visto el horror genuino
con el que se reúnen en sus horas de ocio para contar historias de
«río abajo» que es, para ellos:
Ese país desconocido, de cuyos linderos
no vuelve ningún viajero.
Un misionero que se ocupa de los fugitivos del Canadá nos contó
que muchos de éstos confesaron haberse escapado de amos relati-
vamente bondadosos, y que lo que les había instigado a afrontar los
peligros de la fuga, en casi todos los casos, era el horror de ser
vendidos en el sur, destino que pendía sobre sus cabezas, o las de
sus maridos o de sus mujeres o de sus hijos. Esto infunde al africa-
no, paciente, tímido y carente de iniciativa por naturaleza, un valor
heroico y le induce a pasar hambre, frío, dolor, los peligros de la
naturaleza salvaje y las penalidades más temidas al ser capturado
de nuevo.
La sencilla colación matutina humeaba sobre la mesa, pues la se-
ñora Shelby había dispensado a la tía Chloe de trabajar en la casa
grande aquella mañana. Esta pobre alma había gastado sus escasas
energías en este banquete de despedida: había matado y aderezado
su mejor pollo y preparado una torta de maíz con esmerado cuida-
do, según el gusto de su marido, y había colocado varios tarros
misteriosos sobre la repisa de la chimenea, que contenían confitu-
ras que no se sacaban nada más que en las ocasiones más excep-
cionales.
––¡Señor, Pete ––dijo Mose triunfante––, qué desayuno nos espe-
ra! ––a la vez que cogía un pedazo de pollo.
La tía Chloe le dio un cachete. ––¡Toma! ¡Mira que aprovecharte
de la última comida que va a hacer tu padre en casa!
––¡Vamos, Chloe! ––dijo Tom con ternura.
––Pues no puedo evitarlo dijo la tía Chloe, escondiendo la cara en
el delantal––; estoy tan disgustada que me hace portarme mal.
Los niños se quedaron totalmente quietos, mirando primero a su
padre y después a su madre, mientras la niña, trepando por sus fal-
das, empezó a soltar un aullido urgente e imperioso.
––¡Ya está! ––dijo la tía Chloe, secándose los ojos y cogiendo a
la nena––, ya se me ha pasado, espero. Ahora comed algo. Éste es
mi mejor pollo. Tomada, niños, comed un poco, pobrecitos. Vues-
tra madre os ha regañado.
Los niños no necesitaron una segunda invitación y se lanzaron
con gran energía sobre la comida; y más valía que fuera así, porque
si no es por ellos, poco provecho se habría sacado de la ocasión.
––Ahora ––dijo la tía Chloe, trajinando alrededor después del
desayuno––, debo prepararte la ropa. Lo más probable es que él se
la quede toda. Los conozco bien: ¡mezquinos y tacaños todos!
Bien, la camisa de franela para el reuma está en este rincón; así que
cuídala, porque nadie te va a hacer otra. Y ahí están tus camisas
viejas y aquí las nuevas. Te arreglé los calcetines anoche y te pon-
go el huevo de zurcir, aunque, Señor, ¿quién te los va a zurcir en el
futuro? y la tía Chloe, sucumbiendo una vez más, apoyó la cabeza
en la caja y lloró––. ¡Cuando pienso que nadie te va a cuidar, sano
o enfermo! ¡Creo que no es necesario que me porte bien, después
de todo!
Los niños, después de comerse todo lo que había encima de la
mesa del desayuno, comenzaron a pensar en la situación y, viendo
llorar a su madre y a su padre poner cara de tristeza, se pusieron a
lloriquear y se llevaron las manos a los ojos. El tío Tom tenía a la
niña en el regazo, donde se divertía de lo lindo, rascándole la cara
y tirándole del pelo, de vez en cuando estallando en ruidosas mani-
festaciones de gozo, que evidentemente surgían de sus reflexiones
más íntimas.
––¡Ay, ríe, ríe, pobrecita! ––dijo la tía Chloe–– ¡a ti también te
llegará la hora! ¡Vivirás para ver cómo te venden al marido, o qui-
zás a ti misma; y estos niños también serán vendidos, supongo, en
cuanto valgan para algo; no sé para qué nosotros los negros tenga-
mos nada!
En esto uno de los niños gritó: ––¡Que viene el ama!
––Ella no puede hacer nada; ¿para qué viene? ––dijo la tía Chloe.
Entró la señora Shelby. La tía Chloe le puso una silla con unos
modales claramente rudos y ásperos. Aquélla no pareció darse
cuenta ni de la acción ni de los modales. Estaba pálida y ansiosa.
Tom ––dijo––, he venido para... ––y deteniéndose de pronto y
mirando al grupo silencioso, se sentó en la silla y, tapándose la ca-
ra con un pañuelo, rompió a llorar.
––¡Señor, señor, no llore usted, ama! ––dijo la tía Chloe, rom-
piendo a llorar también; durante unos momentos todos lloraron al
unísono. Y en esas lágrimas derramadas en compañía, los impor-
tantes y los humildes juntos, se disolvieron todas las penas y la ira
de los oprimidos. Ay, vosotros que visitáis a los afligidos, sabed
que todo lo que puede comprar vuestro dinero, donado con la mi-
rada fría y distante, no vale lo que una sola lágrima derramada sin-
ceramente.
––Mi buen amigo ––dijo la señora Shelby––, no te puedo dar na-
da que te sirva. Si te doy dinero, te lo quitarán. Pero te digo solem-
nemente, ante Dios, que seguiré tu rastro y te traeré de vuelta en
cuanto reúna el dinero. Hasta entonces, ¡confía en el Señor!
En este momento los niños avisaron que venía el señor Haley, y
enseguida la puerta se abrió de una patada descortés. Ahí estaba
Haley de muy mal humor después de haber pasado la noche ante-
rior a caballo y nada contento del fracaso de sus esfuerzos por cap-
turar a su presa.
––Ven, negro ––dijo–– ¿estás listo? Su servidor, señora ––dijo,
quitándose el sombrero al ver a la señora Shelby. La tía Chloe ce-
rró y ató la caja y, al levantarse, miró ceñuda al tratante, y sus lá-
grimas parecieron convertirse en chispas de fuego.
Tom se levantó manso para seguir a su nuevo amo y se puso la
pesada caja al hombro. Su mujer cogió a la niña en brazos para
acompañarlo al carro, y los niños, llorando aún, fueron a la zaga.
La señora Shelby se acercó al tratante y lo entretuvo unos mo-
mentos hablándole de forma intensa, y mientras ella hablaba, toda
la familia llegó hasta un carro que se encontraba enjaezado en la
puerta. Había una multitud de braceros jóvenes y viejos reunidos
alrededor para despedirse de su antiguo compañero. A Tom lo
apreciaban todos tanto en calidad de sirviente jefe como de instruc-
tor cristiano, y sentían una sincera pena y tristeza por su partida,
especialmente las mujeres.
––¡Vaya, Chloe, lo soportas mejor que nosotras! ––dijo una de
las mujeres, que había estado llorando desenfrenadamente, al ob-
servar el triste sosiego de que daba muestras la tía Chloe ahí de pie
junto al carro.
––¡Ya no me quedan más lágrimas! ––dijo, mirando ceñuda al
traficante, que se aproximaba––. No tengo ganas de llorar delante
de ese individuo, de ninguna manera.
––¡Sube! ––dijo Haley a Tom, cruzando a zancadas por entre la
multitud de sirvientes, que lo miraban con el ceño fruncido.
Tom subió y Haley sacó de debajo del asiento del carro un par de
grilletes y le colocó uno en cada tobillo.
Un ahogado murmullo de indignación recorrió todo el círculo, y
la señora Shelby, desde el porche, dijo:
––Señor Haley, le aseguro que esa precaución es totalmente inne-
cesaria.
––No lo sé, señora; ya he perdido quinientos dólares en este lugar
y no puedo permitirme correr más riesgos.
––¿Qué otra cosa se podía esperar de él? ––dijo, indignada, la tía
Chloe, mientras que los dos niños que parecieron comprender, por
fin, el destino de su padre, se le agarraron al vestido, sollozando y
lamentándose enérgicamente.
––Siento ––dijo el tío Tom–– que se halle ausente el señorito
George.
George se había marchado a pasar dos o tres días con un compa-
ñero de una hacienda vecina y, como se había ido por la mañana
temprano, antes de que se hubiera hecho pública la desgracia de
Tom, no se había enterado de ella.
––Despedidme cariñosamente del señorito George ––dijo muy se-
rio.
Haley fustigó el caballo y se llevó rápidamente a Tom, que dedi-
có una mirada serena y triste a su viejo hogar hasta el último mo-
mento.
A esta hora, el señor Shelby no estaba en casa. Había vendido a
Tom por una necesidad acuciante, para librarse del poder de un
hombre a quien temía, y su primera sensación después de finalizar
la negociación había sido de alivio. Pero las recriminaciones de su
esposa habían despertado sus remordimientos latentes y la genero-
sidad varonil de Tom había aumentado su sentimiento de malestar.
En vano se decía a sí mismo que estaba en su derecho al actuar así,
que todo el mundo lo hacía, y algunos sin verse siquiera obligados
a ello. Pero no lograba acallar sus sentimientos y, para no presen-
ciar las desagradables escenas de la consumación, había empren-
dido un pequeño viaje de negocios, con la esperanza de que todo
hubiera acabado antes de su regreso.
Tom y Haley se fueron traqueteando por el camino polvoriento,
pasando velozmente por todos los lugares familiares, hasta traspa-
sar los límites de la finca y encontrarse en la carretera abierta.
Después de avanzar aproximadamente una milla, Haley paró de
pronto a la puerta de un herrero, y, sacando unas esposas, entró en
la forja para que les hicieran una pequeña modificación.
––Son demasiado pequeñas para él ––dijo Haley, mostrando las
esposas y señalando a Tom.
––¡Señor, si es el Tom de Shelby! ¿No lo habrá vendido? ––
preguntó el herrero.
––Sí ––dijo Haley.
––¡Vaya, vaya! ––dijo el herrero––. ¿Quién iba a decirlo? Pero no
hace falta que lo encadene de esta manera. Es el hombre más leal y
bueno...
––Sí, sí ––dijo Haley––, pero los leales y buenos son pre-
cisamente los que quieren escaparse. Los tontos, a los que no les
importa adónde vayan, y los vagos y los borrachos, a los que no les
importa nada, ellos se quedan e incluso les hace gracia que los lle-
ven de aquí para allá. Pero estos hombres de calidad nos odian a
muerte. No hay más remedio que encadenarlos; si tienen piernas,
las usarán, sin duda.
––Bueno ––dijo el herrero, hurgando entre sus utensilios–– esas
plantaciones del sur no son exactamente el sitio adonde quiere ir
un negro de Kentucky. Se mueren muy rápido, ¿verdad?
––Pues, sí, se mueren bastante rápido; mientras que se aclimatan
y entre una cosa y otra, se mueren lo bastante rápido para mantener
ágil el mercado ––dijo Haley.
––Pues, no puede uno más que pensar que es una lástima que un
tipo agradable y tranquilo como Tom vaya a que lo machaquen a
una de aquellas plantaciones de azúcar.
––Pues tendrá una oportunidad. He prometido tratarlo bien. Lo
colocaré como sirviente con alguna buena familia y entonces, si
aguanta el clima y las fiebres, tendrá un puesto tan bueno como
puede desear un negro.
––Su mujer y sus hijos se quedan aquí, supongo.
––Sí, pero le darán otra allí. Señor, si hay mujeres de sobra en to-
das partes ––dijo Haley.
Tom estaba sentado en la puerta de la forja durante esta conver-
sación. De repente oyó los pasos rápidos de un caballo detrás de él,
y, antes de poder reaccionar de la sorpresa, el señorito George saltó
al carro, le rodeó el cuello con los brazos y se puso a sollozar y re-
negar enérgicamente.
––¡Es imperdonable, no me importa lo que digan! ¡Es una verda-
dera vergüenza! Si yo fuera hombre, no lo harían, desde luego que
no ––dijo George con una especie de aullido reprimido.
––¡Ay, señorito George, cómo me alegro! ––dijo Tom––. No po-
día soportar irme sin verlo. ¡No puede imaginarse cuánto me ale-
gro! ––al decir esto, Tom hizo algún movimiento con los pies, y
George vio los grilletes.
––¡Qué vergüenza! ––exclamó, alzando las manos––. ¡Voy a dar-
le su merecido a ese tipo, ya lo creo!
––¡Ni hablar!, señorito George, y no hable usted tan alto. A mí no
me hará ningún bien que se enfade.
––Pues, no lo haré, entonces, por tu bien. Pero sólo pensarlo...
¿no es una vergüenza? A mi no me llamaron ni me dijeron una pa-
labra y, si no hubiera sido por Tom Lincoln, no me habría entera-
do. Te digo ¡menuda bronca les he metido a todos en casa!
––Eso no estaba bien, me temo, señorito George.
––No pude remediarlo. ¡Digo que es una vergüenza! Mira, tío
Tom ––dijo, volviendo la espalda a la forja y hablando con un tono
misterioso–– ¡te he traído mi dólar!
––¡Ay, no se me ocurriría cogérselo, señorito George, de ninguna
manera! ––dijo el tío Tom, bastante emocionado.
––¡Pero lo
tienes
que coger! ––dijo George––. Mira, le dije a la
tía Chloe que iba a hacerlo, y ella me aconsejó que hiciera un agu-
jero en medio y pasara un cordel para que te lo puedas colgar al
cuello y mantenerlo oculto; si no, este sinvergüenza te lo quitaría.
Oye, Tom, quiero darle una paliza, ¡me vendría bien!
––¡No lo haga, señorito George, porque a mí no me vendría bien!
––Pues entonces no lo hago, por ti ––dijo George, ocupado en
atar su dólar alrededor del cuello de Tom––. Pero abróchate la
chaqueta para taparlo, y guárdalo y acuérdate, cada vez que lo mi-
res, de que yo iré a buscarte para traerte de vuelta. La tía Chloe y
yo hemos hablado de ello. Le he dicho que no tema, que yo me
ocuparé y no dejaré en paz a mi padre hasta que acceda.
––Ay, señorito George, no debe hablar así de su padre.
––Por Dios, Tom, no lo hago con mala intención.
––Y ahora, señorito George, debe portarse bien; acuérdese de
cuánta gente confía en usted. Quédese siempre cerca de su madre.
No se le ocurra adoptar esas costumbres tontas de los muchachos
de hacerse demasiado mayores para cuidar de sus madres. ¿Sabe
qué, señorito George? El Señor da muchas cosas buenas dos veces,
pero sólo nos da la madre una vez. Nunca verá usted otra mujer
igual, señorito George, aunque viva cien años. Así que aférrese a
ella y crezca para ser su consuelo, como un buen chico. Lo hará,
¿verdad?
––Sí, lo haré, tío Tom ––dijo George, muy serio.
––Y cuidado con su forma de hablar, señorito George. A su edad,
la naturaleza vuelve testarudos a los jóvenes algunas veces. Pero
los verdaderos caballeros, como espero que usted vaya a ser, nunca
utilizan palabras que no sean respetuosas con sus padres. ¿No se
ofenderá, señorito George?
––Desde luego que no, Tom. Siempre me has dado buenos conse-
jos.
––Soy mayor que usted, ¿sabe? ––dijo Tom, pasando su mano
grande y fuerte por los finos rizos, hablando con una voz tan tierna
como la de una mujer–– y veo todas las cosas que tiene usted de-
ntro. Ay, señorito George, lo tiene usted todo: educación, privile-
gios, sabe leer y escribir, y será un hombre instruido y bueno y es-
tarán orgullosos de usted su madre y su padre y toda la gente de la
finca. Sea usted buen amo, como su padre; y cristiano, como su
madre. Acuérdese del Creador en sus años mozos, señorito George.
––Seré bueno de verdad, tío Tom, te lo prometo ––dijo George––.
Voy a ser de primera, no te preocupes. Y haré que vuelvas a casa.
Como he dicho a la tía Chloe esta mañana, volveré a hacer nuestra
casa con un salón con su alfombra para ti, cuando sea mayor. ¡Aún
tienes que pasar buenos ratos!
Haley salió a la puerta con las esposas en la mano.
––Oiga usted, señor ––dijo George, apeándose con un aire muy
superior––, haré saber a mi padre y mi madre cómo trata usted al
tío Tom.
––Hazlo ––dijo el tratante.
––¿No le da vergüenza pasar la vida comprando a hombres y mu-
jeres y encadenándoles, como si fueran ganado? Supongo que se
sentirá mezquino ––dijo George.
––Siempre que la gente importante como vosotros queráis com-
prarlos, soy tan bueno como vosotros ––dijo Haley––; no es más
mezquino comprarlos que venderlos.
––No haré ninguna de las dos cosas, cuando sea hombre ––dijo
George––. Me siento avergonzado hoy de ser de Kentucky. Antes
siempre me sentía orgulloso de ello y George se sentó muy erguido
en su caballo y miró a su alrededor como si esperase que el estado
quedara impresionado por su opinión.
––Bien, adiós, tío Tom; aguanta el tipo ––dijo George.
––Adiós, señorito George ––dijo Tom, mirándolo con afecto y
admiración––. ¡Que Dios Todopoderoso le bendiga! ¡Ay, no hay
muchos como usted en Kentucky! ––dijo con el corazón rebosante,
mientras iba perdiendo de vista la cara juvenil e ingenua. Desapa-
reció bajo la mirada de Tom y se desvaneció también el chacoloteo
del caballo, el último sonido y la última visión de su hogar. Pero le
parecía tener un lugar cálido encima del corazón, allí donde las
manos juveniles habían puesto ese precioso dólar. Tom levantó la
mano y lo apretó contra su pecho.
––Pues, te diré, Tom ––dijo Haley, acercándose al carro y tirando
dentro las esposas–– voy a ser franco contigo, como lo soy con to-
dos mis negros, y te diré, para empezar, tú me tratas bien y yo te
trataré bien a ti; nunca soy duro con mis negros. Hago por ellos lo
mejor que puedo. Así que más vale que te pongas cómodo y no in-
tentes ninguno de tus trucos, porque conozco todos los trucos de
los negros y no tienes nada que hacer. Si los negros se quedan
quietos y no quieren escapar, lo pasan bien conmigo. Si no, enton-
ces es culpa suya y no mía.
Tom le aseguró a Haley que no tenía ninguna intención de esca-
parse en ese momento. De hecho, parecía una advertencia algo su-
perflua para un hombre que llevaba un gran par de grilletes de hie-
rro en los pies. Pero el señor Haley acostumbraba a iniciar sus re-
laciones con su mercancía con pequeñas recomendaciones de este
estilo, calculadas, creía, a inspirar confianza y buen humor y a evi-
tar la necesidad de escenas desagradables.
Y aquí nos despedimos, de momento, de Tom, para seguir la for-
tuna de otros personajes de nuestra historia.
CAPÍTULO XI
EN EL QUE LA MERCANCÍA HUMANA ADOPTA
UN ESTADO DE ÁNIMO POCO RECOMENDABLE
A finales de una tarde lluviosa, un viajero se apeó en la puerta de
un pequeño hotel rural de la aldea de Nen Kentucky. Un grupo
variopinto se hallaba reunido en el bar, llevado por las inclemen-
cias del tiempo a buscar refugio, y el lugar presentaba el aspecto
habitual de tales reuniones. Lo más característico del cuadro eran
los ciudadanos de Kentucky grandotes y huesudos, vestidos con
camisas de caza, que arrastraban sus extremidades desgarbadas por
la mayor parte de la sala con los andares perezosos típicos de la
zona; sus rifles, junto con las bolsas de perdigones, los zurrones,
los perros de caza y los pequeños negros, estaban apilados en los
rincones. A cada extremo de la chimenea, estaba sentado un caba-
llero de largas piernas, la silla inclinada hacia atrás, el sombrero en
la cabeza y los tacones de las botas embarradas apoyadas en la re-
pisa, postura, queremos informar a nuestros lectores, que favorecía
mucho la inclinación a la reflexión inherente a las tabernas del oes-
te, donde los viajeros dan muestras de una clara preferencia por
esta forma particular de elevar sus pensamientos.
El posadero, que estaba detrás de la barra, como la mayoría de
sus paisanos, era alto de estatura, bondadoso de corazón y desgar-
bado de articulaciones, con una tremenda mata de pelo en la cabe-
za y un sombrero de copa en lo alto.
De hecho, todos los presentes llevaban en la cabeza este emblema
característico de la soberanía del hombre: ya fuera sombrero de
fieltro, jipijapa, grasienta piel de castor o elegante chistera, allí es-
taba con verdadera independencia republicana. Realmente parecía
ser la marca distintiva de cada individuo. Algunos los llevaban in-
clinados gallardamente: éstos eran los humoristas, unos tipos cam-
pechanos y tranquilos; otros los llevaban encasquetados hasta la
nariz: éstos eran los tipos duros, los hombres de verdad, que, cuan-
do llevaban sombrero, era porque querían; había quienes los lleva-
ban echados hacia atrás: eran hombres despiertos, que querían te-
ner un buen panorama; mientras que los descuidados, que no sabí-
an cómo llevaban el sombrero ni les importaba, los llevaban pues-
tos de cualquier forma. A decir verdad, los diferentes sombreros
eran todo un estudio shakespeariano.
Algunos negros, con pantalones poco formales y camisas algo es-
casas, correteaban de un lado a otro sin ningún resultado aparente
aparte de la expresión de un deseo genérico de mover cielo y tierra
en bien del amo y sus huéspedes. Si sumamos a este cuadro un ale-
gre fuego chisporroteante que ardía en una amplia chimenea, las
puertas y las ventanas abiertas de par en par, las cortinas de percal
ondulando y chasqueando con la brisa de aire húmedo y frío, te-
nemos una idea de lo que son las alegrías de una taberna de Ken-
tucky.
El hombre de Kentucky de hoy es una buena ilustración de la
doctrina de la transmisión de instintos y rasgos. Sus antepasados
eran grandes cazadores, hombres que vivían en el bosque y dormí-
an bajo el cielo abierto, iluminados por la luz de las estrellas; y el
descendiente de hoy actúa siempre como si las casas fueran un
campamento: a todas horas tiene el sombrero puesto, se mueve
dando tumbos y apoya los talones en las mesas y las repisas igual
que su padre se volcaba por el verde césped y ponía los pies sobre
los árboles y los troncos; mantiene ventanas y puertas abiertas en
invierno y en verano, para poder llenarse de aire los grandes pul-
mones, llama a todo el mundo «forastero» con imperturbable afabi-
lidad y en general es el ser más franco, tranquilo y jovial de todos
los vivientes.
En una tranquila concurrencia de este tipo vino a caer nuestro
viajero. Era un hombre bajo y fornido, cuidadosamente vestido,
con un rostro redondo y bonachón y algo tiquis miquis en su aspec-
to. Prestaba una atención especial a su valija y su paraguas, que
llevaba en la mano, resistiéndose a los ofrecimientos de los sirvien-
tes de cogérselos. Miró alrededor del bar con un aire algo ansioso,
se retiró al rincón más cálido con sus tesoros, que depositó bajo su
silla, se sentó y dirigió la vista con bastante aprensión al dignatario
cuyos talones marcaban un extremo de la repisa de la chimenea y
que escupía a diestro y siniestro con un ahínco y una energía un
poco alarmantes para un caballero de nervios delicados y costum-
bres urbanas.
––¡Hola, forastero! ¿Cómo le va? ––dijo dicho caballero, lanzan-
do un chorro de jugo de tabaco en dirección al recién llegado a
modo de saludo.
––Bien, supongo ––fue la respuesta del otro, a la vez que esqui-
vaba, algo alarmado, la amenaza del saludo.
––¿Qué hay de nuevo? ––preguntó su interlocutor, sacando del
bolsillo una tira de tabaco y un gran cuchillo de caza.
––Nada, que yo sepa ––dijo el hombre.
––¿Quiere mascar? ––dijo el primero, ofreciéndole un pedazo de
tabaco al anciano con aire fraternal.
––No, gracias, no me sienta bien ––dijo el hombrecillo, alejándo-
se.
––¿No, eh? ––dijo el otro tranquilamente, introduciendo el trozo
en su propia boca para mantener las existencias de jugo de tabaco
en beneficio de la sociedad en general.
El caballero mayor daba un pequeño salto cada vez que su her-
mano zanquilargo disparaba en su dirección; como su compañero
se dio cuenta de esto, dirigió amablemente su artillería hacia otro
lado, poniéndose a bombardear los utensilios para el hogar con su-
ficiente talento militar como para asediar una ciudad.
––¿Qué es eso? ––pregunto el caballero anciano señalando un
grupo de la compañía que formaba un grupo alrededor de un gran
cartel.
––¡El anuncio de un negro! ––contestó escuetamente uno del
grupo.
El señor Wilson, pues así se llamaba el anciano caballero, se le-
vantó y, ajustando cuidadosamente la valija y el paraguas, procedió
a sacar las gafas y colocárselas en la nariz; después de realizada
esta operación, leyó lo siguiente:
Escapado del que suscribe, el mulato George. Este George, seis pies
de altura, mulato muy claro, cabello castaño rizado: es muy inteligen-
te, habla bien, sabe leer y escribir; probablemente se haga pasar por
blanco; tiene grandes cicatrices en la espalda y los hombros; está
marcado con la letra H en la mano derecha.
Daré cuatrocientos dólares por el vivo y la misma cantidad por una
prueba fehaciente de su muerte.
El anciano caballero leyó este anuncio de cabo a rabo en voz
queda, como si lo estuviera memorizando.
El veterano zanquilargo, que había estado bombardeando los úti-
les del fuego como ya hemos relatado, bajó las piernas desgarbadas
e, irguiendo su cuerpo larguirucho, se aproximó al anuncio y escu-
pió con mucha deliberación una gran descarga de jugo de tabaco
hacia él.
––Eso es lo que yo opino de esto ––dijo escuetamente y volvió a
sentarse.
––¡Vaya, forastero! ¿Por qué ha hecho eso? preguntó el posadero.
––Haría lo mismo al que escribió ese papel, si estuviese aquí ––
dijo el hombre alto, ocupándose nuevamente en cortar tabaco––.
Cualquier hombre que es dueño de un muchacho así y no sabe tra-
tarlo mejor, merece perderlo. Estos anuncios son una vergüenza
para Kentucky; esa es mi opinión sin tapujos, si alguien quiere sa-
berlo.
––Bueno, pues, tiene usted razón ––dijo el posadero, apuntando
algo en su libro.
––Yo tengo una cuadrilla de muchachos, señor ––dijo el hombre
largo, volviendo a su ataque contra los útiles del fuego–– y sólo les
digo: «Muchachos», digo, «¡corred!, ¡largaos cuando queráis! ¡Yo
no iré a buscaros!» Así mantengo a los míos. Si saben que son li-
bres de irse cuando quieran, pierden las ganas. Además, tengo re-
gistrados los papeles de libertad de todos ellos por si me caigo
muerto cualquier día, y ellos lo saben, y le digo, forastero, que no
hay un hombre en estas partes que saque más a sus negros que yo.
Pues mis muchachos han ido a Cincinnati con potros por valor de
quinientos dólares, y han vuelto, honrados, a traerme el dinero, una
y otra vez. Es lógico que sea así. Si los tratas como perros, conse-
guirás que trabajen y se comporten como perros. Trátalos como
hombres, y conseguirás que trabajen como hombres y el honrado
ganadero rubricó calurosamente este sentimiento piadoso dispa-
rando
un feu de joie
perfecto al hogar.
––Creo que tiene usted toda la razón, amigo ––dijo el señor Wil-
son––; y el hombre descrito aquí es un buen ejemplar, de eso no
hay duda. Trabajó para mi una docena de años en mi fábrica de
bolsas, y era mi mejor trabajador, señor. Es un hombre ingenioso,
también: inventó una máquina para limpiar el cáñamo, un ingenio
de gran valor, que ya utilizan en varias fábricas. Su amo posee la
patente.
––Ya lo creo ––dijo el ganadero––, la posee y le saca dinero, y,
como pago, va y le marca al muchacho en la mano derecha. Si yo
tuviera ocasión, lo marcaría a él, de manera que llevara una tempo-
rada la marca.
––Estos sabihondos siempre dan guerra––dijo un hombre de as-
pecto basto al otro lado de la habitación––, por eso los zurran y los
marcan con hierro. Si se comportasen, no les pasaría nada.
––Es decir, que el Señor les hizo hombres y es una tarea difícil
convertirlos en bestias ––dijo con ironía el ganadero.
––Los negros inteligentes no son una ventaja para sus amos ––
prosiguió el otro, atrincherándose en su burda estupidez incons-
ciente para defenderse del desprecio de su contrincante––; ¿para
qué sirven los talentos y todas esas cosas, si no las puedes usar
mismo? Porque ellos sólo los usan para engañarte. Yo he tenido a
uno o dos tipos así y los vendí río abajo. Sabía que los iba a perder
tarde o temprano, si no lo hacía.
––Debería encargarle al Señor que le fabrique unos cuantos sin
alma ––dijo el ganadero.
En este punto, la llegada de un coche ligero de un solo caballo a
la posada interrumpió la conversación. Tenía un aspecto refinado y
un hombre caballeroso y bien vestido estaba sentado en el pescante
con un sirviente negro que conducía.
Todos los reunidos contemplaron al recién llegado con el interés
con el que cualquier grupo de holgazanes contempla a todo recién
llegado en un día de lluvia. Era muy alto, con la tez cetrina como
de un español, unos bonitos ojos expresivos y un cabellos muy ri-
zado, negro también. Su nariz aguileña bien dibujada, sus finos la-
bios y el bien formado contorno de su cuerpo impresionaron ense-
guida a todos los presentes con una sensación de algo fuera de lo
común. Se introdujo tranquilamente entre los reunidos, con un mo-
vimiento de cabeza, indicó al mozo dónde colocar su baúl, hizo
una reverencia a la compañía y se acercó despacio, sombrero en
mano, al mostrador, donde dijo llamarse Henry Buder, de Oa-
kands, del condado de Shelby. Se volvió indiferente hacia el anun-
cio y, acercándose pausadamente, lo leyó de arriba a abajo.
Jim ––dijo a su hombre–– me parece que vimos a un hombre pa-
recido cerca de la casa de Beman, ¿verdad?
––Sí, amo ––dijo Jim––, aunque no estoy seguro de lo de la ma-
no.
––Claro, pero por supuesto no miré ––dijo el forastero, bostezan-
do despreocupado. Después se aproximó al posadero y le pidió que
le proporcionase una habitación privada, pues tenía que atender a
unos papeles inmediatamente.
El posadero se deshacía en atenciones y pronto un equipo de unos
siete negros, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, grandes y pe-
queños, se revoloteaba como una nidada de perdices, corriendo,
trajinando y pisándose los talones en su afán de preparar el cuarto
del amo, mientras él se sentó en el centro de la habitación e inició
una conversación con el hombre que se encontraba a su lado.
El fabricante, señor Wilson, miraba al forastero desde que entró
con un aire de curiosidad inquieta. Tenía la impresión de que lo
había visto antes en algún sitio, pero no alcanzaba a recordar dón-
de. Cada vez que el hombre hablaba, se movía o sonreía, le clavaba
la mirada para apartarla enseguida cuando se fijaban en él los bri-
llantes ojos oscuros con una expresión de frialdad displicente. Fi-
nalmente, pareció caer repentinamente en la cuenta de quién era,
pues lo contempló con tal expresión de asombro e incomprensión
que el hombre se le acercó.
––El señor Wilson, creo ––dijo, extendiendo la mano con tono de
haberlo reconocido––. Le ruego me disculpe, pero no le había re-
conocido. Ya veo que usted me ha reconocido a mí: el señor Bu-
tler, de Oaklands en el condado de Shelby.
––Sí... sí, señor ––dijo el señor Wilson como alguien que habla
en sueños.
En ese momento entró un muchacho negro y anunció que estaba
preparada la habitación del señor.
––Ocúpate de los baúles, Jim ––dijo el caballero con indiferencia;
después, dirigiéndose al señor Wilson, añadió––: Me gustaría
hablar unos minutos de negocios con usted, en mi cuarto, si no le
importa.
El señor Wilson le siguió como un sonámbulo; se dirigieron a un
aposento grande del piso superior, donde crepitaba un fuego recién
encendido y correteaban varios sirvientes alrededor, dando los úl-
timos toques a los preparativos.
Cuando todo estuvo listo y los sirvientes se hubieron marchado,
el hombre joven giró la llave intencionadamente en la puerta y,
guardándose la llave en el bolsillo, se dio la vuelta y, con los bra-
zos cruzados, miró al señor Wilson directamente a la cara.
––¡George! ––dijo el señor Wilson.
––Sí, George ––dijo el hombre joven.
––¡Nunca lo hubiera creído!
––Voy bien disfrazado, me figuro ––dijo el hombre joven con
una sonrisa––. Un poco de corteza de nogal ha convertido mi piel
amarillenta en morena y me he teñido el pelo de negro, por lo que
no correspondo en absoluto a la descripción.
––¡Ay, George, pero éste es un juego peligroso! Nunca te hubiera
aconsejado que lo jugaras.
––Lo hago bajo mi propia responsabilidad ––dijo George, con la
misma sonrisa orgullosa.
Queremos comentar, de pasada, que George era blanco por parte
de padre. Su madre fue una de las desgraciadas de su raza, destina-
da por su belleza personal a ser esclava de las pasiones de su dueño
y madre de hijos que nunca tendrían padre. De una de las mejores
familias de Kentucky había heredado unas bellas facciones euro-
peas y un espíritu vivo e indomable. De su madre sólo heredó un
ligero tinte mulato, compensado de sobra por los ojos oscuros que
le hacían juego. Un pequeño cambio en el color de piel y del cabe-
llo lo habían metamorfoseado en el individuo de aspecto español
que parecía; y como siempre había tenido elegancia de mo-
vimientos y unos modales caballerosos, no le costaba ningún traba-
jo representar el atrevido papel que había adoptado: el de un caba-
llero que viaja con su criado.
El señor Wilson, un caballero de buen corazón pero extre-
madamente nervioso y precavido, paseaba arriba y abajo por la
habitación con apariencia, en palabras de John Bunyan, «de tener
la mente zarandeada» y dividido entre el deseo de ayudar a George
y una idea algo confusa de mantener la ley y el orden. Así que,
mientras paseaba, se expresó de la siguiente manera:
––Bien, George, supongo que te fugas... que dejas a tu legítimo
dueño, George... (no me sorprende)... pero al mismo tiempo, lo
siento, George... sí, desde luego... creo que he de decirlo, George...
es mi deber decírtelo.
––¿Qué es lo que siente usted, señor? ––preguntó tranquilamente
George.
––Pues verte, como si dijéramos, oponiéndote a las leyes de tu
país.
––
¡Mi
país! ––dijo George, con fuerte énfasis amargo ¿qué país
tengo yo, sino la tumba?, ¡y juro por Dios que quisiera estar en
ella!
––Ay, George, eso no está bien; esa forma de hablar es malvada,
va contra las Sagradas Escrituras. George, tienes un amo duro, de
hecho se comporta de manera reprobable y no pretendo defenderlo.
Pero sabes cómo el ángel ordenó a Agar que volviese con su ama y
se humillara bajo su mano; y el apóstol mandó a Onésimo que vol-
viese con su amo.
––No me cite usted la Biblia de esta manera, señor W son ––dijo
George con los ojos llameantes––, ¡no lo haga!, pues mi esposa es
cristiana y yo lo seré si salgo de ésta; pero citar la Biblia a alguien
en mis circunstancias es bastante para hacer que deje la religión del
todo. Apelo á Dios Todopoderoso; estoy dispuesto a llevar el caso
ante El para preguntarle si hago mal en buscar la libertad.
––Estos sentimientos son muy naturales, George ––dijo el bonda-
doso anciano, sonándose la nariz––. Son naturales, pero es mi
obligación no alentarte a seguirlos. Sí, hijo, te compadezco; es un
mal asunto, muy malo, pero dice el apóstol: «Que cada uno asuma
la condición que le ha correspondido.» Todos debemos sometemos
a las indicaciones de la Providencia, George, ¿te das cuenta?
George se quedó con la cabeza echado hacia atrás, los brazos
fuertemente cruzados contra su ancho pecho y una sonrisa amarga
dibujada en los labios.
––Señor Wilson, si vinieran los indios y le hicieran prisionero,
alejándole de su esposa e hijos y le quisieran tener toda la vida tra-
bajando el maíz para ellos, me pregunto si usted creería que era su
obligación asumir la condición que le había correspondido. Yo
creo que usted consideraría una indicación de la Providencia el
primer caballo sin jinete que pudiera encontrar, ¿no es verdad?
El anciano consideró seriamente esta ilustración del caso; pero,
aunque no era muy buen razonador, tenía el buen sentido del que
carecían muchos dialécticos del tema: el de no decir nada cuando
no había nada que decir. De modo que, mientras se quedó acari-
ciando suavemente el paraguas y quitándole todas las arrugas y
pliegues, continuó con sus recomendaciones generales.
––Verás, George, tú sabes que siempre he sido tu amigo, y todo
lo que he dicho, lo he dicho por tu bien. Ahora bien, en este caso
me parece a mí que corres un gran riesgo. No puedes tener espe-
ranzas de éxito. Si te cogen, las cosas te irán peor que nunca; te
maltratarán y dejarán medio muerto y luego te venderán río abajo.
––Señor Wilson, sé todo esto ––dijo George––. Sí que corro un
riesgo, pero... ––abrió de repente el abrigo para mostrar dos pisto-
las y un cuchillo de caza––. ¡Ahí está! ––dijo––, estoy preparado
para ellos. jamás me iré al sur. ¡No! Llegado el caso, me ganaré
por lo menos seis pies de tierra gratis, ¡la primera y la última tierra
que posea jamás en Kentucky!
––Ay, George, ése es un estado de ánimo muy malo; se aproxima
a la desesperación, George. Me preocupas, quebrantando las leyes
de tu país.
––¡Mi país de nuevo! Señor Wilson, usted tiene país, pero ¿qué
país tengo yo o los que, como yo, han nacido de madres esclavas?
¿Qué leyes hay para nosotros? Nosotros no las hacemos ni damos
nuestro consentimiento; no tenemos nada que ver con ellas; todo lo
que hacen por nosotros es aplastarnos y mantenemos aplastados.
¿No he oído sus discursos del 4 de julio? ¿No nos dicen a todos,
una vez al año, que los gobiernos reciben su legítimo poder del
consentimiento de los gobernados? Los que oyen estas cosas, ¿es
que no saben pensar? ¿No saben atar cabos, para ver lo que signifi-
ca?
La mente del señor Wilson era de aquellas que se podrían aseme-
jar con bastante propiedad a una bala de algodón: aterciopelado,
suave, benévolamente velloso y confuso. Realmente compadecía a
George con todo su corazón y tenía una percepción borrosa y tur-
bia del tipo de sentimientos que lo torturaban, pero creyó que era
su deber seguir con tenacidad infinita hablándole del bien.
––George, esto está mal. Debo decirte, ya sabes, como amigo,
que no deberías albergar semejantes ideas; son malas, George, muy
malas, para los muchachos de tus circunstancias, muy malas ––y el
señor Wilson se sentó en una mesa y se puso a roer nerviosamente
el mango de su paraguas.
––Oiga usted, señor Wilson ––dijo George, acercándose y sen-
tándose en frente de él––, míreme un momento. Sentado aquí de-
lante de usted, ¿no soy un hombre exactamente igual que usted?
Míreme la cara, míreme las manos, míreme el cuerpo ––y el joven
se estiró con orgullo––; ¿por qué no soy yo tan hombre como cual-
quiera? Bien, señor Wilson, escuche usted lo que voy a decirle. Yo
tuve un padre, uno de sus caballeros de Kentucky, que no me apre-
ciaba lo suficiente para evitar que me vendieran junto a sus perros
y sus caballos para saldar las deudas cuando se murió. Vi a mi ma-
dre en una subasta del sheriff, junto con sus siete hijos. Nos ven-
dieron ante sus ojos, uno por uno, todos a amos diferentes, y yo era
el más joven. Ella se puso de rodillas ante mi antiguo amo y le su-
plicó que la comprase conmigo, para tener por lo menos uno de sus
hijos con ella, y la apartó de una patada de su pesada bota. Lo vi
hacerlo y lo último que oí fueron sus gemidos y gritos cuando me
ataron al cuello de su caballo para llevarme a su finca.
––––¿Y después?
––Mi amo negoció con uno de los hombres y compró a mi her-
mana mayor. Era una chica buena y religiosa, miembro de la igle-
sia Baptista, y tan guapa como lo había sido mi madre. Estaba bien
instruida y tenía buenos modales. Al principio, me alegré de que la
hubiera comprado, pues así tendría a una amiga cerca. Pero pronto
me lamenté. Señor, he estado en la puerta escuchando cómo la azo-
taban, sintiendo como si cada golpe cayera sobre mi corazón des-
nudo, y no podía hacer nada para ayudarla; y la azotaban, señor,
por querer llevar una vida decente y cristiana, tal como sus leyes
no permiten que viva una esclava; y finalmente la vi encadenada
con la cuadrilla de un tratante destinada a ser vendida en el merca-
do de Nueva Orleáns, y todo por aquel motivo, y no he vuelto a
tener noticias de ella. Bien, pues me hice mayor, pasaron años y
años, sin padre, sin madre, sin hermana, sin un alma que me quisie-
ra más que a un perro; sin nada más que azotes, broncas y hambre.
Señor, he pasado tanta hambre que he comido a gusto los huesos
que tiraban a sus perros; sin embargo, cuando era un crío y me
quedaba noches enteras despierto llorando, no lloraba por el ham-
bre; no lloraba por los azotes. No, señor, lloraba por mi madre y
por mis hermanar, lloraba porque no tenía a nadie que me quisiera
sobre la tierra. jamás conocí el significado de la paz o el consuelo.
jamás me dirigieron una palabra amable hasta que fui a trabajar en
su fábrica. Señor Wilson, usted me trataba bien; me animaba a me-
jorarme, a aprender a leer y a escribir e intentar ser algo en la vida,
y Dios sabe cuánto se lo agradezco. Luego, señor, conocí a mi es-
posa; usted la ha visto y sabe lo hermosa que es. Cuando supe que
me quería, cuando me casé con ella, apenas creía que estaba vivo
por lo feliz que me sentía; y, señor, es tan virtuosa como bella. Y
entonces, ¿qué? Entonces va mi amo y me aparta del trabajo y de
mis amigos y de todo lo que me gusta y me reduce a nada. ¿Y por
qué? Porque, dice, he olvidado quién soy, dice, para enseñarme
que sólo soy un negro. Al final, lo último de todo, viene y se inter-
pone entre mi mujer y yo y dice que tendré que renunciar a ella pa-
ra ir a vivir con otra mujer. Y las leyes de ustedes le permiten
hacer todo esto, a pesar de Dios y del hombre. ¡Dése cuenta, señor
Wilson! No hay ni una sola de estas cosas que han roto el corazón
a mi madre, a mi hermana, a mi esposa y a mí que no sancionen
sus leyes y permitan hacer a todos los hombres de Kentucky sin
que nadie les pueda decir que no. ¿Y las llama usted las leyes de
mi país? Señor, no tengo país como tampoco tengo padre. Pero voy
a tener uno. No quiero nada del país de usted excepto que me deje
en paz, que pueda abandonarlo pacíficamente; y cuando llegue al
Canadá, donde las leyes me reconocerán y me protegerán, ése será
mi país, y acataré sus leyes. Pero si algún hombre intenta detener-
me, que tenga cuidado, pues estoy desesperado. Lucharé por la li-
bertad hasta el último aliento. Dice usted que lo hicieron sus ante-
pasados; si fue lo correcto para ellos, ¡es lo correcto para mí!
Este discurso, pronunciado parcialmente cuando estaba sentado
en la mesa y parcialmente mientras paseaba de un lado para otro de
la habitación ––pronunciado con lágrimas, y los ojos llameantes y
gestos de desesperación––, fue demasiado para el bondadoso an-
ciano a quien iba dirigido, que se había sacado un gran pañuelo de
seda amarilla y se secaba la cara con gran ahínco.
––¡Malditos sean todos! ––soltó de repente––. ¿No lo he dicho
siempre?, ¡canallas del infierno! Espero no blasfemar, pues. ¡Ade-
lante, George! Pero ten cuidado, hijo mío; no dispares a nadie,
George a no ser... ¡no, mejor no dispares!, por lo menos, no para
dar, ¿me entiendes? ¿Dónde está tu mujer, George? ––añadió, le-
vantándose nervioso para pasear por la habitación.
––Se ha marchado, señor, con su hijo en brazos, Dios sabe adón-
de; se ha ido detrás de la estrella del norte, y ¡cuándo nos reunire-
mos o si nos reuniremos alguna vez, nadie puede saberlo!
––¿Es posible?, es asombroso que huya de una familia tan bon-
dadosa.
––Las familias bondadosas se endeudan y las leyes de
nuestro
pa-
ís permiten que arranquen a un crío de los brazos de su madre y lo
vendan para pagar las deudas de su amo ––dijo George con amar-
gura.
––¡Vaya, vaya! ––dijo el honrado anciano, rebuscando en el bol-
sillo–– supongo... quizás... no estoy siendo juicioso... ¡maldita sea,
no quiero ser juicioso! ––añadió de repente—— así que toma,
George ––y sacando un fajo de billetes de una cartera, los ofreció a
George.
––No, amable y buen señor ––dijo George––, usted ha hecho mu-
cho por mí y esto podría acarrearle problemas. Tengo bastante di-
nero, espero, para llevarme tan lejos como necesito.
––No, George, debes cogerlo. El dinero es de gran ayuda en todas
partes; no puedes tener demasiado, si lo consigues de forma honra-
da. Cógelo, cógelo ahora, por favor, hijo.
––Con la condición, señor, de que se lo pueda devolver en el fu-
turo, lo cogeré ––dijo George, cogiendo el dinero.
––Ahora, George, ¿cuánto tiempo vas a viajar de esta guisa? No
mucho, espero. Está bien representado, pero demasiado atrevido. Y
este negro, ¿quién es?
––Un tipo estupendo, que se fue al Canadá hace más de un año.
Después de llegar allí, se enteró de que su amo estaba tan enfadado
con él por haberse escapado que había azotado a su anciana madre;
y ha vuelto para consolarla e intentar llevársela.
––¿Ya la tiene?
––Aún no; ha estado merodeando por el lugar pero todavía no ha
tenido oportunidad. Mientras tanto, va a ir conmigo hasta Ohio,
para dejarme con unos amigos que lo ayudaron a él y luego volverá
a por ella.
––¡Peligroso, muy peligroso! ––dijo el anciano.
George se irguió y sonrió con desdén.
El anciano caballero lo miró de arriba a abajo con una especie de
asombro inocente.
––George, algo te ha cambiado de forma extraordinaria. Tienes la
cabeza alta y hablas y te mueves como otro hombre ––dijo el señor
Wilson.
––¡Porque soy un hombre libre! ––dijo, orgulloso, George––. Sí,
señor, no volveré a llamar amo a ningún hombre.
¡Estoy libre!
––¡Ten cuidado! No estás a salvo, pueden atraparte.
––Todos los hombres somos libres e iguales en la tumba, dado el
caso, señor Wilson ––dijo George.
––¡Estoy pasmado por tu valor! ––dijo el señor Wilson ¡métete
en la taberna más próxima!
––Señor Wilson, no soy tan valiente, y esta taberna está tan cerca
que no se les ocurrirá buscar aquí; me buscarán más adelante y ni
usted me conocía. El amo de Jim no vive en este condado; a él no
lo conocen por aquí. Además, ya es tarde, ya nadie lo busca y na-
die me reconocerá por el anuncio, creo.
––¿Y la marca de la mano?
George se quitó el guante y mostró una cicatriz reciente en la ma-
no.
––Es la última muestra del aprecio del señor Harris ––dijo desde-
ñoso––. Hace quince días se le ocurrió hacérmelo, porque dijo que
creía que intentaría escaparme un día de estos. Interesante, ¿ver-
dad? ––dijo, volviendo a colocarse el guante.
––Confieso que se me hiela la sangre cuando pienso en tu condi-
ción y tus riesgos ––dijo el señor Wilson.
––Yo la he tenido helada durante muchos años, señor Wilson;
ahora está a punto de ebullición ––dijo George––. Bien, estimado
señor ––dijo George tras unos minutos de silencio––, me he dado
cuenta de que me reconocía y he pensado hablar con usted por si
su cara de sorpresa me fuera a delatar. Partiré mañana por la ma-
ñana temprano, antes del amanecer; mañana por la noche espero
dormir en Ohio. Viajaré con la luz del día, pararé en los mejores
hoteles y comeré en las mismas mesas que los señores de la tierra.
Adiós, pues, señor; si se entera de que me han cogido, sepa que he
muerto.
George parecía una roca cuando extendió la mano como un prín-
cipe. El amable anciano la estrechó con vigor y, después de reiterar
sus consejos, cogió el paraguas y salió torpemente de la habitación.
George permaneció pensativo mirando cómo el anciano cerraba
la puerta. Pareció ocurrírsele algo. Corrió hacia la puerta y dijo, al
abrirla:
––Señor Wilson, ha demostrado ser un cristiano por su forma de
tratarme; quiero pedirle una última prueba de su bondad cristiana.
––¿Sí, George?
––Bien, señor, lo que ha dicho es verdad. Sí corro un gran riesgo.
No hay sobre la tierra un alma a quien le importe que yo muera ––
añadió, respirando fuertemente y hablando con gran dificultad––
me echarán a patadas y me enterrarán como un perro y nadie se
acordará al día siguiente, ¡salvo mi pobre esposa! ¡Pobrecita!, llo-
rará y penará. Si usted pudiera hacerle llegar este pequeño alfiler,
señor Wilson, se lo agradeceré. Me lo regaló ella unas Navidades,
¡pobrecita! Déselo y dígale que la amaba hasta el final. ¿Quiere
usted hacerlo? ––añadió muy serio.
––¡Por supuesto, pobre hombre! ––dijo el anciano caballero, co-
giendo el alfiler con los ojos acuosos y la voz temblorosa y melan-
cólica.
––Dígale una cosa ––dijo George––; es mi último deseo, si puede
llegar al Canadá, que vaya allí. No importa lo amable que sea su
ama, no importa cuánto ama su hogar, suplíquele que no vuelva,
porque la esclavitud siempre acaba en tragedia. Dígale que eduque
a nuestro hijo como hombre libre para que no sufra como he sufri-
do yo. Dígale esto, señor Wilson, ¿quiere?
––Sí, George, se lo diré; pero confío en que no mueras; anímate,
eres un tipo valiente. Confía en el Señor, George. Quisiera con to-
da mi alma que estuvieras a salvo.
––¿Existe un Dios en quien confiar? ––preguntó George, con se-
mejante tono de amarga desesperación que detuvo las palabras del
anciano caballero––. Ay, he visto cosas en mi vida que me han
hecho sentir que no puede haber un Dios. Ustedes los cristianos no
saben cómo vemos nosotros estas cosas. Existe Dios para ustedes,
pero ¿existe Dios para nosotros?
––Ay, no digas eso, muchacho ––dijo el anciano, casi sollozando
mientras hablaba––; ¡no sientas esas cosas! Existe, existe; está
oculto por nubes y tinieblas, pero la rectitud y el juicio señalan su
morada. Existe un Dios, George, créelo; confía en Él y estoy segu-
ro de que Él te ayudará. Se hará justicia, si no en esta vida, en la
próxima.
La auténtica piedad y la bondad del sencillo anciano le confirie-
ron a sus palabras dignidad y autoridad. George dejó de caminar de
un lado de la habitación al otro y se quedó parado un momento y
después dijo:
––Gracias por decir eso, mi buen amigo. Pensaré en eso.
CAPÍTULO XII
UN INCIDENTE PROPIO DEL COMERCIO LEGÍTIMO
En Ramá se escuchan ayes, lloro
amarguísimo. Raquel que llora
por sus hijos, que rehúsa conso-
larse.
El señor Haley y Tom avanzaban lentamente en su carro, cada
uno absorto en sus propias reflexiones. Ahora bien, son una cosa
curiosa las reflexiones de dos hombres que se hallan uno al lado
del otro, sentados en el mismo asiento, con los mismos ojos, oídos,
manos y órganos diversos, viendo pasar ante ellos los mismos ob-
jetos: es asombrosa la variedad que podemos encontrar en estas
reflexiones.
En el caso del señor Haley, por ejemplo: pensó primero en el ta-
maño de Tom, su corpulencia y su altura y el dinero que sacaría de
su venta si lo mantenía gordo y en buen estado hasta llevarlo al
mercado. Pensó en cuánto ganaría con toda su cuadrilla de escla-
vos; pensó en el valor respectivo en el mercado de los supuestos
hombres, mujeres y niños que la constituirían y otros temas rela-
cionados; luego pensó en sí mismo, en lo humanitario que era, ya
que, mientras que otros hombres encadenaban a sus negros de ma-
nos y de pies, él sólo les ponía grilletes en los pies y dejaba a Tom
libre para usar las manos, siempre que se portara bien; y suspiró al
pensar en lo ingrata que era la naturaleza humana, pues cabía dudar
que Tom apreciase su clemencia. Lo habían engañado tantos ne-
gros a los que había favorecido, que aún le asombraba más darse
cuenta de lo bondadoso que seguía siendo.
En cuanto a Tom, pensaba en las palabras de un viejo libro poco
leído, que pasaban por su mente una y otra vez: «Aquí no tenemos
una ciudad duradera pero buscamos una en lo futuro; por lo que a
Dios no le avergüenza que lo llamemos Dios, porque Él nos ha
preparado una ciudad.» Estas palabras de un antiguo volumen,
compuesto principalmente por «hombres ignorantes e iletrados», a
lo largo de los años han ejercido una especie de fascinación en las
mentes de hombres sencillos y llanos como Tom. Despiertan lo
más profundo del alma e infunden valor, energía y entusiasmo
donde antaño sólo existía la más negra desesperación.
El señor Haley sacó del bolsillo varios periódicos y se puso a
examinar los pasquines con un interés embelesado. No era un lec-
tor muy ducho y acostumbraba a leer medio recitando, como si pi-
diese a sus oídos que verificaran las deducciones de sus ojos. Con
este tono recitó lentamente el siguiente párrafo:
SE VENDEN NEGROS: VENTA DE ALBACEAS
.
De
acuerdo con el mandamiento judicial se venderán, el martes 20
de febrero, a la puerta del tribunal de la ciudad de Washington,
Kentucky, los siguientes negros: Hagar, de 60 años, John, de
30, Ben, de 21, Saul, de 25, Albert, de 14. Las ganancias serán
para los acreedores y herederos del caudal de Jesse Blutch-
ford.
SAMUEL MORRIS,
THOMAS FLINT
Albaceas
Debo ver esto ––dijo a Tom, a falta de otra persona a quien diri-
girse––. Verás, voy a juntar una cuadrilla de primera para llevarla
al sur contigo, Tom; así será agradable y sociable, ya sabes, la
buena compañía. Lo primero de todo, debemos ir directamente a
Washington y te meteré en la cárcel mientras me ocupo de estos
negocios.
Tom acogió con mansedumbre esta noticia encantadora, pregun-
tándose solamente cuántos de estos hombres condenados tendrían
mujeres e hijos, y si se sentirían tan mal como él por separarse de
ellos. Hay que confesar, además, que la información inocente y es-
pontánea de que lo iban a meter en la cárcel de ninguna manera
produjo una impresión agradable en un hombre que siempre había
hecho gala de un modo de vida estrictamente honrado y correcto.
Sí, debemos reconocerlo, Tom estaba bastante orgulloso de su hon-
radez, el pobre, al no tener muchas más cosas de que enorgullecer-
se; si hubiese pertenecido a una clase social más alta, quizás nunca
se hubiera visto reducido a semejante tesitura. Sin embargo, el día
se fue pasando y por la tarde Tom y el señor Haley estaban cómo-
damente instalados en Washington, uno en una taberna y el otro en
la cárcel.
A las once del día siguiente, se había reunido alrededor de la es-
calera de los tribunales un gentío abigarrado, fumando, mascando,
escupiendo, maldiciendo y conversando, cada uno según sus gustos
e inclinaciones, esperando que diera comienzo la subasta. Los
hombres y mujeres que se iban a vender estaban sentados aparte y
se hablaban con voz queda. La mujer anunciada bajo el nombre de
Hagar era una verdadera africana de tipo y facciones. Debía de te-
ner unos sesenta años, pero aparentaba más por culpa del trabajo y
la enfermedad, estaba casi ciega y algo incapacitada por el reuma-
tismo. A su lado se encontraba Albert, el único hijo que le queda-
ba, un muchachote de aspecto despierto de unos catorce años. Era
el único superviviente de una gran familia que se había ido ven-
diendo poco a poco en el mercado del sur. La madre se agarraba a
él con las dos manos temblorosas y miraba con gran perturbación a
todos los que se acercaban a examinarlo.
––No temas, tía Hagar ––dijo el mayor de los hombres––, hablé
con el señor Thomas y me dijo que a lo mejor conseguiría vende-
ros en el mismo lote a los dos.
––Que no digan que yo estoy acabada ––dijo ella, alzando las
manos temblorosas––. Puedo guisar todavía y frotar y fregar; vale
la pena comprarme, si me venden barata, tú díselo, díselo ––añadió
con convicción.
En ese momento, Haley se abrió paso entre el–– grupo, se
aproximó al viejo y le abrió bruscamente la boca para mirarla por
dentro, le tocó los dientes, le hizo erguirse y doblarse y contorsio-
narse para mostrar los músculos; luego pasó al siguiente y le hizo
pasar las mismas pruebas. Acercándose finalmente al muchacho, le
tocó los brazos, le enderezó las manos, le escudriñó los dedos y le
hizo saltar para mostrar su agilidad.
––No lo van a vender sin mí ––dijo la anciana con apasionado én-
fasis––; él y yo vamos en el mismo lote; yo estoy muy fuerte toda-
vía, amo, y puedo hacer mucho trabajo, muchísimo, amo.
––¿En una plantación? ––preguntó Haley con una mirada de des-
precio––. ¡Sí, sí! ––y con aspecto de estar satisfecho de su examen,
se alejó y se quedó mirando con las manos en los bolsillos, el ciga-
rro en la boca y el sombrero ladeado en la cabeza, preparado para
actuar.
––¿Qué opina usted de ellos? ––preguntó un hombre que había
observado el examen de Haley como si quisiera saber su opinión
para decidir él mismo.
––Bien ––dijo Haley, escupiendo––, creo que pujaré por los más
jóvenes y el muchacho.
––Quieren vender al muchacho y a la mujer juntos ––dijo el
hombre.
––Les va a ser difícil; ella no es más que un saco de huesos. No
vale ni la sal que come.
––¿No la quiere, entonces? ––preguntó el hombre.
––Sería tonto quien la quisiera. Está medio ciega y tullida de
reuma, y tonta, además.
––Algunos compran a estos viejos y dicen que sirven para más de
lo que se creería uno ––dijo reflexivamente el hombre.
––Pues, yo no ––dijo Haley––; no me la quedaría aunque me la
regalasen, esa es la verdad, ¡la he visto!
––Pues es una lástima no comprarla con el hijo. Parece que ella
se ha empeñado en eso, así que supongo que la dan barata.
––Los que tengan dinero para gastar así, mejor para ellos. Yo pu-
jaré por el muchacho como bracero de plantación. Ella no me in-
teresa; no me la quedaría ni regalada ––dijo Haley.
––¡La que va a armar! ––dijo el hombre.
––Supongo que es inevitable ––dijo el tratante con frialdad.
Aquí un repentino murmullo entre el público interrumpió la con-
versación y el subastador, un tipo bajo, enérgico y ufano se abrió
paso a codazos entre la multitud. La vieja contuvo la respiración y
se agarró instintivamente a su hijo.
––Quédate cerca de tu mamá, Albert, cerca, para que nos pongan
juntos ––dijo.
––¡Ay, mamá, me temo que no! ––dijo el muchacho.
––Deben hacerlo, hijo; no podré vivir si no ––dijo la anciana con
vehemencia.
Los tonos estentóreos del subastador pidiendo que despejasen el
camino anunciaron que iba a comenzar la venta. Se dejó libre un
sitio y empezaron las pujas. Los diferentes hombres de la lista se
vendieron enseguida por precios que indicaban la buena demanda
del mercado; a Haley le correspondieron dos de ellos.
––Vamos, jovencito ––dijo el subastador, tocando al muchacho
con el mazo––, levántate para que veamos tu agilidad.
––Véndanos juntos, juntos, por favor, señor ––suplicó la anciana,
agarrándose fuertemente a su hijo.
––¡Largo! ––dijo rudamente el hombre, apartándole las manos––;
tú eres la última. Ahora, negrito, ¡salta! y,. diciendo esto, empujó
al muchacho hacia la plataforma mientras se oyó detrás de él un
quejido profundo y penetrante. El muchacho dudó y miró hacia
atrás, pero no había tiempo que perder, por lo que se subió a la pla-
taforma rápidamente, apartándose las lágrimas de los grandes ojos
relucientes.
Su espléndido cuerpo, sus ágiles extremidades y su rostro des-
pierto provocaron una competencia instantánea y media docena de
pujas llegaron simultáneamente a oídos del subastador. Ansioso y
un poco asustado, el muchacho miró de un lado a otro escuchando
el alboroto de las pujas rivales, hasta que cayó el mazo. Lo había
conseguido Haley. Lo empujaron desde la plataforma hacia su
nuevo amo pero se detuvo un momento y miró atrás, donde su po-
bre madre, temblando de la cabeza a los pies, tenía los brazos ex-
tendidos hacia él.
––¡Cómpreme a mí también, amo, por el amor de Dios! ¡Cóm-
preme, o moriré!
––¡Morirás si te compro, ahí está el problema! ––dijo Haley––.
¡No! ––y se marchó.
Las pujas para la pobre anciana fueron breves. El hombre que se
había dirigido a Haley y que no parecía carecer del todo del don de
la compasión, la compró por una bagatela, y empezaron a disper-
sarse los espectadores.
Las pobres víctimas de esta venta, criadas juntas en el mismo lu-
gar durante años, se reunieron en torno a la madre desesperada,
cuyo sufrimiento era angustioso presenciar.
––¿ No podían dejarme ni a uno? El amo siempre decía que me
quedaría con uno ––repetía una y otra vez en tono lastimero.
––¡Confía en el Señor, tía Hagar! ––dijo el mayor de los hombres
tristemente.
––¿Para qué sirve? ––preguntó, sollozando apasionadamente.
––¡Madre, madre, no llores! ––dijo el muchacho––. Dicen que
tienes un buen amo.
––No me importa, no me importa. ¡Ay, Albert, hijo, eres mi últi-
mo hijo! Señor, ¿cómo voy a soportarlo?
––Vamos, lleváosla, algunos de vosotros ––dijo Haley se-
camente––. No le hace ningún bien lamentarse de esta manera.
Los mayores del grupo, en parte por gusto y en parte a la fuerza,
soltaron las manos de la anciana e intentaron consolarla mientras la
acompañaban al carro de su nuevo amo.
––¡Vamos! ––dijo Haley, juntando a empujones a los tres escla-
vos que había comprado y sacando un manojo de esposas, que pro-
cedió a colocarles en las muñecas. Después sujetó las esposas a
una larga cadena y los condujo a la cárcel.
Unos días después, Haley se encontraba instalado a salvo con sus
pertenencias en uno de los barcos del río Ohio. Tenía los principios
de su cuadrilla, que se iría aumentando, según iba avanzando el
barco, con otras mercancías
de la misma especie, almacenadas por
él o su agente en varios puntos a lo largo de la orilla.
La Belle Riviére,
un barco de vapor tan gallardo y hermoso como
cualquiera que jamás surcara las aguas del río que le inspiraba el
nombre, navegaba alegremente bajo un cielo despejado, con las
barras y estrellas de la América libre ondeando en lo alto. La cu-
bierta estaba repleta de elegantes damas y caballeros que se pasea-
ban disfrutando del tiempo espléndido. Todos estaban llenos de
vida animada y festiva, todos menos los miembros de la cuadrilla
de Haley, que se encontraban hacinados con otras mercancías en la
cubierta inferior y que, por algún motivo, no parecían apreciar sus
muchos privilegios, ahí sentados en caterva, hablándose en voz ba-
ja.
––Muchachos ––––dijo Haley, acercándose rápidamente––, espe-
ro que estéis animados y contentos. Nada de morros, pues; a mal
tiempo, buena cara, muchachos; portaos bien conmigo y yo me
portaré bien con vosotros.
Los muchachos contestaron con el inevitable «sí, amo», la con-
signa de la pobre África desde hacía años; pero hay que reconocer
que no tenían un aspecto muy animoso; tenían pequeñas queren-
cias hacia las esposas, madres, hermanas e hijos, vistos por última
vez y, aunque «los que los maltrataban les exigían alegría», no
eran capaces de mostrarla.
Tengo esposa ––––dijo la mercancía designada como «John, 30
años», poniendo la mano esposada en la rodilla de Tom–– que no
sabe una palabra de esto, pobrecita.
––¿Dónde vive? ––preguntó Tom.
––En una taberna un poco más abajo ––dijo John––. ¡Ojalá pu-
diera verla una vez más en este mundo! ––añadió.
¡Pobre John! Su pena era natural, y las lágrimas que caían mien-
tras hablaba acudían con tanta naturalidad como si fuese blanco.
Tom soltó un profundo suspiro desde el fondo de su corazón e in-
tentó consolarlo a su torpe manera.
Y encima de sus cabezas, en la cubierta superior, estaban senta-
dos padres y madres con sus hijos alegres revoloteando a su alre-
dedor como mariposas; todo sucedía con naturalidad y llaneza.
––Eh, mamá ––dijo un niño que acababa de subir desde el piso
inferior––, hay un tratante de negros a bordo que tiene tres o cuatro
esclavos allí abajo.
––¡Pobres criaturas! ––dijo la madre en un tono entre apenado e
indignado.
––¿Qué ocurre? ––preguntó otra dama.
––Hay algunos pobres esclavos abajo ––dijo la madre.
––Y llevan cadenas ––dijo el niño.
––¡Es una vergüenza para nuestro país que se vean semejantes
espectáculos! ––dijo otra señora.
––Pues hay mucho que decir a favor y en contra del tema ––––
dijo una mujer refinada, que estaba sentada cosiendo a la puerta de
su camarote mientras sus hijos jugaban cerca––. Yo he estado en el
Sur, y he de decir que creo que los negros están mejor que si estu-
vieran libres.
––En algunos aspectos algunos de ellos están bien, se lo concedo
––dijo la señora a quien había contestado la anterior––. Lo más te-
rrible de la esclavitud, a mi modo de ver, son los ultrajes cometidos
contra los sentimientos y los afectos, como separar a las familias,
por ejemplo.
––Ése es un mal asunto, desde luego ––dijo la otra señora, levan-
tando un vestido de bebé que acababa de terminar y examinando
con atención los perifollos––, pero me imagino que no ocurre con
frecuencia.
––Ya lo creo que sí ––dijo la primera con impaciencia––; he vi-
vido muchos años en Kentucky y Virginia y he visto lo bastante
para asquear a cualquiera. ¿Qué sentiría, señora, si se llevaran a sus
dos hijos para venderlos?
––No podemos comparar nuestros sentimientos con los de esa
clase de personas ––dijo la otra señora, ordenando en su regazo
unas prendas de estambre.
––Desde luego, señora, no puede saber usted nada de ellos si
habla de esa forma ––contestó la primera con indignación––. Yo
nací y me crié entre ellos. Sé que sienten igual de profundamente,
o quizás incluso más, que nosotros.
La dama respondió: ––¿De veras? ––bostezó, miró por la ventana
del camarote y finalmente repitió, como broche de oro, el comenta-
rio con el que había empezado––: Después de todo, creo que están
mejor que si estuvieran libres.
––No hay duda de que la Providencia dispone que los de la raza
africana sean sirvientes, que se mantengan en baja condición ––
dijo un caballero de aspecto serio vestido de negro, un clérigo, sen-
tado junto a la puerta del camarote— «¡Maldito sea Canaán! ¡Sier-
vo de siervos sea para tus hermanos!», dicen las Sagradas Escritu-
ras.
––Vaya, forastero, ¿es eso lo que significa ese texto? ––preguntó
un hombre alto, que se encontraba de pie cerca.
––Sin duda. La Providencia quiso, por algún motivo inescrutable,
condenar a esa raza a la esclavitud hace muchísimo tiempo; noso-
tros no debemos oponernos.
––Pues entonces todos compraremos negros ––dijo el hombre––
si es lo que quiere la Providencia, ¿verdad, caballero? ––dijo, vol-
viéndose hacia Haley, que estaba de pie junto a la estufa con las
manos en los bolsillos, escuchando la conversación con interés.
––Sí ––prosiguió el hombre alto––, todos debemos resignamos a
los mandatos de la Providencia. Hay que vender a los negros, lle-
varlos de un lado para otro y someterlos; para eso los han hecho.
Parece ser que esta opinión le conviene, ¿verdad, forastero? ––dijo
a Haley.
––Nunca lo había pensado ––dijo Haley––. Yo no lo hubiese di-
cho, pues no soy instruido. Me metí en el negocio sólo para ga-
narme la vida; si no está bien, pensaba arrepentirme con el tiempo,
¿comprende usted?
––Y ahora no tiene por qué molestarse, ¿eh? ––dijo el hombre al-
to––. Ya ve usted lo útil que es conocer las Sagradas Escrituras. Si
hubiera estudiado la Biblia, como este buen hombre, lo habría sa-
bido antes y se habría ahorrado muchas molestias. Podría decir
simplemente: «Maldito... ¿cómo se llama?», y todo hubiera estado
bien y el forastero, que no era otro que el honrado ganadero que
presentamos a nuestros lectores en la taberna de Kentucky, se sen-
tó y se puso a fumar con una extraña sonrisa en su rostro largo y
enjuto.
En este punto intervino un joven alto y esbelto con una expresión
de sensibilidad e inteligencia, repitiendo las palabras: «Todo lo que
quisierais que os hicieran los hombres a vosotros, eso es lo que de-
beríais hacer vosotros a ellos.» Creo ––añadió–– que esto es de las
Sagradas Escrituras igual que «Maldito Canaán».
––Bien, parece ser un texto igual de sencillo ––dijo el ganadero
John–– para unos pobres tipos como nosotros ––y siguió echando
humo como un volcán.
El joven se detuvo como si fuera a decir algo más, pero de repen-
te se paró el barco y los presentes se precipitaron, al estilo habitual
de los barcos de vapor, para ver dónde tocaban tierra.
––¿Esos dos son clérigos? ––preguntó John a uno de los hombres
mientras salían.
El hombre asintió con la cabeza.
Al detenerse el barco, una mujer negra subió corriendo alocada
por la plancha, se abalanzó entre la multitud, y se precipitó al lugar
donde se hallaba la cuadrilla de esclavos, rodeando con los brazos
a la desgraciada mercancía nombrada anteriormente: «John, 30
años», llamándola marido, entre sollozos, gemidos y lágrimas.
Pero no hace falta contar la historia demasiadas veces contada,
incluso a diario, de corazones rotos y destrozados, ¡de seres débiles
rotos y destrozados para beneficio y provecho de los fuertes! No
hace falta contarla; se cuenta a diario, y se cuenta al oído de Uno
que no es sordo, aunque hace mucho tiempo que está callado.
El joven que antes había defendido la causa de la humanidad y de
Dios se quedó con los brazos cruzados mirando esta escena. Se
volvió a Haley, que se encontraba a su lado.
––Amigo ––dijo con voz gruesa–– ¿cómo puede, cómo se atreve
a llevar semejante negocio? ¡Mire a estas pobres criaturas! Aquí
estoy yo, alegrándome el corazón de que voy a casa con mi esposa
y mi hijo; y la misma campana que es la señal que hará que me lle-
ven más cerca de ellos, separará a este pobre hombre de su esposa
para siempre. No lo dude usted, Dios le hará responder de esto.
El tratante volvió la cabeza en silencio.
––Vaya, vaya ––dijo el ganadero, tocándole el codo––, hay dife-
rencias entre los clérigos, ¿verdad? Maldito Canaán no parece ser
el lema de éste, ¿eh?
Haley gruñó inquieto.
––Y eso no es lo peor––dijo John––; quizás no sea el lema del
Señor tampoco, a la hora de rendirle cuentas, un día de éstos, como
todos hemos de hacer, me parece.
Haley se aproximó reflexivamente al otro extremo del barco.
«Si gano un buen pico con el próximo par de cuadrillas», pensó,
«creo que acabaré con esto; se está haciendo peligroso». Y sacó la
libreta y empezó a hacer cuentas, procedimiento que para muchos
caballeros además del señor Haley ha resultado ser un buen reme-
dio para una conciencia intranquila.
El barco se alejó majestuosamente de la orilla y todas las cosas
continuaron alegremente, igual que antes. Los hombres charlaban,
holgazaneaban, leían y fumaban. Las mujeres cosían, los niños ju-
gaban y el barco seguía su camino.
Un día, cuando el barco estaba atracado un rato en un pequeño
pueblo de Kentucky, Haley se acercó a éste por un asunto de nego-
cios.
Tom, cuyos grilletes no impedían que diera un modesto paseo, se
había aproximado a la borda del barco y estaba mirando apático
por encima de la barandilla. Un rato después, vio volver al tratante
a paso ligero, acompañado de una mujer negra con un niño peque-
ño en brazos. Vestía de forma respetable y la iba siguiendo un
hombre negro, portando un pequeño baúl. La mujer avanzaba ale-
gremente, hablando con el hombre que llevaba su baúl, y de esta
manera subió la plancha hasta el barco. Sonó la campana, la rueda
zumbó, la máquina gruñó y tosió y el barco se fue río abajo.
La mujer se adelantó entre las cajas y las balas de la cubierta infe-
rior y, sentándose, se puso a hacerle carantoñas al niño.
Haley dio un par de vueltas al barco y después se acercó a ella, se
sentó y empezó a decirle algo con voz baja e indiferente.
Tom vio cómo una pesada nube se posó pronto en la frente de la
mujer y cómo contestó deprisa y con gran vehemencia.
––¡No me lo creo, no quiero creerlo! ––la oyó decir––. ¡Me está
tomando el pelo!
––Si no te lo crees, mira aquí ––dijo el hombre, sacando un pa-
pel––; éste es el contrato de venta y aquí está el nombre de tu amo;
y yo he pagado un buen dinero en efectivo, te lo aseguro, así que,
¡ya está!
––¡No puedo creer que el amo me engañara de esa manera, no
puede ser verdad! ––dijo la mujer, cada vez más agitada.
––Puedes preguntárselo a cualquiera de los hombres que están
aquí que sepan leer. ¡Oiga! ––dijo a un hombre que pasaba–– lea
usted esto, ¿quiere? Esta muchacha no me cree cuando le digo lo
que es.
––Pues es un contrato de venta, firmado por John Fosdick ––dijo
el hombre––, cediéndole a usted la propiedad de la muchacha Lucy
y su hijo. Está todo bastante claro, por lo que puedo ver.
Las exclamaciones apasionadas de la mujer atrajeron a una multi-
tud de personas, que se reunieron a su alrededor y el tratante les
explicó brevemente el motivo del altercado.
––Me dijo que me mandaba a Louisville para trabajar de cocinera
en la misma taberna donde trabaja mi marido, eso es lo que me dijo
mi amo en persona, y no me puedo creer que me mintiera ––dijo la
mujer.
––Pero te ha vendido, pobre mujer, de eso no hay duda ––dijo un
hombre con aspecto de bondadoso tras examinar los papeles––; lo
ha hecho, desde luego.
––Entonces no sirve de nada hablar ––dijo la mujer, tran-
quilizándose de repente; y, cogiendo más fuerte a su hijo en los
brazos, se sentó en su baúl, les volvió la espalda y se puso a mirar
el río con apatía.
––Se lo va a tomar con calma, después de todo ––dijo el tratante–
–. ¡La muchacha tiene coraje!
La mujer tenía un aspecto tranquilo mientras avanzaba el barco;
una brisa estival dulce y suave pasaba por encima de su cabeza
como un espíritu compasivo, la brisa benigna que nunca pregunta
si es clara u oscura la frente que acaricia. Y vio la luz del sol refle-
jada en rizos dorados en el agua y oyó voces alegres, contentas de
ocio y placer, hablando a su alrededor; pero el corazón le pesaba
como si le hubiese caído encima una gran losa. Su hijito se alzó en
sus brazos y le acarició la mejilla con sus manitas; daba saltitos,
gorjeaba, canturreaba y parecía empeñado en animarla. Ella lo
abrazó muy fuerte de repente y una lágrima tras otra empezaron a
caer sobre la carita inconsciente y sorprendida; después, pareció
sosegarse poco a poco y se ocupó en atender al niño y darle de
mamar.
El bebé, un niño de diez meses, era más grande y fuerte de lo
normal para su edad y de extremidades muy vigorosas. No se para-
ba ni un momento y mantenía a su madre ocupada sujetándolo y
frenando sus constantes saltos.
––¡Qué muchacho tan guapo! ––dijo un hombre, parando frente
al niño con las manos en los bolsillos––. ¿Qué edad tiene?
––Diez meses y medio ––dijo la madre.
El hombre silbó al niño y le ofreció un trozo de caramelo, que és-
te agarró con entusiasmo y colocó enseguida en el almacén general
de todos los niños, es decir, la boca.
––¡Qué listo! ––dijo el hombre––. ¡Sabe lo que se hace! ––silbó y
se marchó. Cuando llegó al otro lado del barco, se encontró con
Haley, que fumaba encima de un montón de ajas.
El forastero sacó una cerilla y encendió un puro, diciendo al
mismo tiempo:
––Guapa muchacha la que tiene usted ahí, forastero.
––Pues, supongo que es bastante guapa ––dijo Haley, expeliendo
el humo por la boca.
––¿La lleva usted al sur? ––preguntó el hombre.
Haley asintió y siguió fumando.
––¿Para trabajar en una plantación? ––preguntó el hombre.
––Bien ––dijo Haley––, estoy reuniendo el pedido de una planta-
ción y creo que la incluiré. Me han dicho que es buena cocinera,
así que pueden usarla para eso o para recoger algodón. Tiene los
dedos adecuados para eso: los he mirado. La venderé bien, en
cualquier caso y Haley volvió a fumar.
––No querrán al niño en la plantación ––dijo el hombre.
––Lo venderé a la primera oportunidad ––dijo Haley, en-
cendiendo otro cigarro.
––Supongo que lo venderá bastante barato ––dijo el forastero, en-
caramándose en la pila de cajas y sentándose cómodamente.
––Pues no lo sé ––dijo Haley––; es un chiquillo muy listo, bien
formado, gordo y fuerte; tiene la carne prieta como un ladrillo.
––Es verdad, pero están la molestia y el gasto de criarlo.
––¡Tonterías! ––dijo Haley––. Éstos se crían tan fácilmente co-
mo cualquier otra criatura; no dan más guerra que los cachorros.
Este pequeñito estará correteando por ahí dentro de un mes.
––Yo tengo un buen sitio para criarlos y estaba pensando en co-
ger más género ––dijo el hombre––. Una cocinera perdió a un hijo
la semana pasada, se ahogó en la palangana de la colada mientras
ella tendía la ropa, y creo que sería buena idea ponerla a criar a és-
te.
Haley y el forastero fumaron un rato en silencio, ya que ninguno
de los dos aparentaba querer tocar el tema principal de la conver-
sación. Finalmente el hombre prosiguió:
––No se le ocurrirá pedir más de diez dólares por ese niño, ya que
tiene usted que deshacerse de él, ¿verdad?
Haley negó con la cabeza y escupió de forma impresionante.
––No es suficiente, en absoluto ––dijo, y comenzó a fumar de
nuevo.
––Bien, forastero, ¿cuánto quiere?
––Bien ––dijo Haley––, yo mismo podría criar a ese pequeño o
mandarlo criar; es muy fuerte y sano y le sacaré cien dólares de
aquí a seis meses; y en un año o dos, doscientos, si lo coloco en el
lugar adecuado; así que no aceptaré un centavo menos de cincuenta
por él ahora.
––Vaya, forastero, ¡es totalmente ridículo! ––dijo el hombre.
––Pero es así! ––dijo Haley, moviendo la cabeza con decisión.
––Le daré treinta por él ––dijo el forastero––, pero ni un centavo
más.
––Ahora, le diré lo que voy a hacer ––dijo Haley, escupiendo otra
vez con renovada decisión––. Partiremos la diferencia y diremos
cuarenta y cinco; es lo mejor que puedo ofrecerle.
––De acuerdo ––dijo el hombre después de una pausa.
––¡Hecho! ––dijo Haley––. ¿Dónde va a desembarcar?
––En Louisville ––dijo el hombre.
––¿Louisville? ––dijo Haley––. Muy bien, llegaremos al anoche-
cer. Estará durmiendo el chiquillo... bien, bien... lo bajaremos tran-
quilamente, sin escándalos... viene muy bien... me gusta hacer las
cosas tranquilamente... odio la agitación y los alborotos ––así, des-
pués de la transferencia de algunos billetes de la cartera del hom-
bre a la del tratante, volvió a su cigarro.
Era una tarde luminosa y tranquila cuando atracó el barco en el
muelle de Louisville. La mujer estaba sentada con el niño dur-
miendo profundamente en sus brazos. Cuando oyó anunciar el
nombre del lugar, dejó rápidamente al niño en un hueco con forma
de cuna entre unas cajas, después de extender allí su capa; luego
corrió a la borda del barco con la esperanza de ver a su marido en-
tre los muchos camareros de hotel que llenaban el muelle. Con esta
esperanza, se apretó contra la barandilla y, estirándose sobre ella,
forzó la vista escudriñando las cabezas que se movían en la orilla,
y la muchedumbre se interpuso entre ella y su hijo.
––Ésta es su oportunidad ––dijo Haley, cogiendo el niño dormido
y ofreciéndoselo al forastero––. No lo despierte usted, que se pon-
drá a llorar, y la muchacha armaría un gran escándalo ––el hombre
cogió cuidadosamente el fardo y se perdió entre la multitud que se
alejaba por el muelle.
Cuando el barco se despegó crujiendo, gruñendo y resoplando del
muelle y empezó a alejarse lentamente, la mujer regresó a su asien-
to. El tratante estaba sentado allí y ¡el niño no estaba!
––¿Qué... cómo... dónde...? ––preguntó aturdida.
––Lucy ––dijo el tratante––, tu niño se ha ido; lo tendrás que sa-
ber tarde o temprano. Verás, yo sabía que no te lo podías llevar al
sur, y he tenido la ocasión de venderlo a una familia de primera,
que lo criará mejor de lo que tú podrías.
El tratante había llegado en los últimos tiempos al estado de per-
feccionamiento cristiano, recomendado por algunos predicadores y
políticos del norte, en el que se superan totalmente todas las debili-
dades y prejuicios humanos. Su corazón estaba en el lugar exacto
donde podrían estar el tuyo, lector, y el mío, con el esfuerzo y la
diligencia debidos. La mirada enloquecida de angustia y absoluta
desesperación que le dirigió la mujer podría haber perturbado a una
persona menos experimentada; pero él estaba acostumbrado. Había
visto esa misma mirada cientos de veces. Tú también te podrías
acostumbrar, amigo mío, y los últimos esfuerzos recientes tienen el
gran objetivo de acostumbrar a ello a toda la comunidad del norte,
por la gloria de la Unión. Así que el tratante sólo vio la angustia
mortal de las oscuras facciones, los puños apretados y el aliento
entrecortado como concomitantes de su oficio y sólo se preguntaba
si iba a gritar y armar un escándalo en el barco, ya que, como otros
defensores de nuestra peculiar institución, le gustaban muy poco
las conmociones.
Pero la mujer no gritó. El disparo le había alcanzado demasiado
de lleno el corazón para dejar lugar a lágrimas o gritos. Mareada,
se sentó. Las manos yacían sin vida a los lados del cuerpo. Los
ojos miraban directamente al frente, pero no veían nada. En los oí-
dos consternados se entremezclaban todos los ruidos: el ronroneo
del barco y los gruñidos de las máquinas; su pobre corazón destro-
zado no tenía ni gritos ni lágrimas para mostrar su total desespera-
ción. Estaba muy tranquila.
El tratante que, teniendo en cuenta sus ventajas, era casi tan
humanitario como algunos de nuestros políticos, parecía sentirse
en la obligación de brindarle el consuelo adecuado a la ocasión.
––Sé que es bastante difícil al principio, Lucy ––dijo––, pero no
va a dejarse llevar una muchacha tan lista y sensata como tú. Ve-
rás, es
necesario;
no se puede evitar.
––¡Ay, no, señor, no! ––dijo la mujer, con la voz de una persona
que se está ahogando.
––Eres una moza lista, Lucy ––insistió––; yo te trataré bien y te
conseguiré un buen puesto río abajo; y pronto tendrás otro marido,
una chica tan guapa como tú...
––¡Ay, señor, no me hable usted ahora! ––dijo la mujer con una
voz tan llena de angustia vital que el tratante tuvo la impresión de
que había algo en la situación que iba más allá de su estilo de ac-
tuar. Él se levantó y la mujer se volvió y hundió la cara en su capa.
El tratante paseó de un lado para otro durante un rato, de-
teniéndose de vez en cuando para mirarla.
«Lo está tomando bastante mal», monologó, «aunque está tran-
quila. Que sude un poco; lo superará dentro de un rato». Tom había
observado toda la transacción de principio a fin y comprendía per-
fectamente los resultados. Le pareció una cosa indeciblemente te-
rrible y cruel porque, pobre negro ignorante que era, no había
aprendido a generalizar y tener visiones globales de las cosas. Si lo
hubieran instruido ciertos ministros del cristianismo, quizás lo
hubiera visto de otra manera, como un incidente cotidiano del co-
mercio legítimo, un comercio que es el pilar vital de una institu-
ción que, nos dice un clérigo norteamericano,
«no tiene más mal-
dad que la inherente a cualquier relación humana de la vida social
y doméstica»
. Pero siendo Tom, como vemos, un pobre tipo igno-
rante cuyas lecturas se limitaban al Nuevo Testamento, no sabía
consolarse y resignarse con ese tipo de opiniones. Su alma san-
graba por lo que le parecían las injusticias hacia la pobre criatura
doliente que yacía como un junco aplastado sobre las cajas: ese
ob-
jeto
vivo, sangrante, sensible e inmortal que pertenece, según las
leyes de los Estados Unidos, a la misma categoría que los fardos,
los baúles y las cajas entre los que estaba echada.
Tom se acercó e intentó decir algo; pero ella sólo gimió. Con las
lágrimas cayéndole por las mejillas, le habló sinceramente de un
corazón amante en el cielo, de Jesús misericordioso y del hogar
eterno, pero el oído de ella estaba sordo y su corazón paralizado
por la angustia.
Cayó la noche, una noche tranquila, impasible y gloriosa, que bri-
llaba con innumerables ojitos solemnes de ángel, que parpadeaban,
bellos, en silencio. No llegaban discursos ni palabras, ninguna voz
compasiva, ninguna mano amiga, desde ese cielo remoto. Una tras
otra se fueron apagando las voces de los negocios y del placer; to-
dos dormían en el barco, y se oían claramente las olas contra la
proa. Tom se extendió sobre una caja y, tumbado allí, oyó una y
otra vez, un sollozo o un lamento de la criatura doliente: «¡Ay de
mí! ¿Qué voy a hacer? ¡Ay, Señor, buen Señor, ayúdame!», y así
sucesivamente, una y otra vez hasta que se apagó el murmullo y se
hizo el silencio.
En mitad de la noche se despertó Tom sobresaltado. Algo negro
pasó rápidamente por su lado hasta la borda del barco y oyó caer
algo al agua. Nadie más oyó ni vio nada. Levantó la cabeza... ¡el
lugar de la mujer estaba vacío! Se levantó y buscó alrededor sin
éxito. El pobre corazón sangrante descansaba por fin y el río ondu-
laba y helaba inocentemente como si no se hubiese tragado nada.
¡Paciencia, paciencia!, todos vosotros que tenéis el corazón hin-
chado de indignación por injusticias como ésta. El Hombre de los
Dolores, el Señor de la Gloria no olvidará ni un latido de angustia
ni una lágrima de los oprimidos. Lleva en su corazón paciente y
generoso toda la angustia del mundo. Aguanta en silencio, como
él, y esfuérzate con amor, porque tan seguro como que es Dios,
«llegará el día de sus redimidos».
El tratante se despertó bien temprano y salió a inspeccionar su
ganado. Ahora le tocaba a él mirar alrededor perplejo. ––¿Dónde
diablos está esa muchacha? ––preguntó a Tom. Tom, que había
aprendido la sabiduría de guardar silencio, no se sintió obligado a
expresar sus observaciones y sospechas, por lo que dijo no saberlo.
––No es posible que desembarcase en ningún sitio durante la no-
che, porque yo estaba despierto y ojo avizor cada vez que atracaba
el barco. Nunca confió estos menesteres a los demás.
Dirigió este discurso confidencialmente a Tom, como si su conte-
nido fuese de especial importancia para él. Tom no respondió.
El tratante registró el barco de proa a popa, entre cajas, balas y
toneles, entre las máquinas, junto a la chimenea, pero en vano.
––Vamos, Tom, sé justo, pues ––dijo cuando, tras una búsqueda
infructuosa, se acercó a donde se encontraba Tom––. Tú sabes al-
go, vamos. No me digas que no; yo sé que sí. Yo vi a la muchacha
tendida aquí a las diez, y otra vez a las doce, y entre la una y las
dos; y luego a las cuatro no estaba, y tú dormías ahí todo el tiempo.
Sabes algo, pues, es imposible que no.
––Bien, amo ––dijo Tom––, antes del amanecer me rozó algo y
medio desperté; después oí una gran zambullida y me desperté del
todo y ya no estaba la muchacha. Eso es todo lo que sé.
El tratante no estaba escandalizado ni asombrado porque, como
hemos dicho antes, estaba acostumbrado a muchas cosas a las que
usted no lo está. Incluso la terrible presencia de la Muerte no le in-
fundía un frío solemne. Había visto la Muerte muchas veces ––la
conoció por su oficio y llegó a tratarla bastante–– y sólo le pareció
un cliente muy duro de roer que le estropeaba muy injustamente
los negocios; por lo que sólo juró que la muchacha era un fastidio,
que él tenía muy mala suerte y que, si las cosas seguían igual, no
sacaría ni un centavo del viaje. En resumen, parecía considerarse
un hombre decididamente maltratado; pero la cosa no tenía reme-
dio, puesto que la mujer se había escapado a un estado que nunca
repatría a ningún fugitivo, aunque toda la gloriosa Unión lo exija.
El tratante, por lo tanto, se sentó desconsoladamente con su peque-
ña libreta de cuentas y apuntó bajo el apartado de
pérdidas
el cuer-
po y alma de la muerta.
––Es un ser repugnante este tratante ¿verdad? ¡Tan insensible!
¡Es realmente terrible!
––Oh, pero nadie tiene buena opinión de estos tratantes. Son des-
preciados por todo el mundo; no son recibidos por la buena socie-
dad.
Pero, señor, ¿quién hace al tratante? ¿Quién tiene la mayor parte
de culpa? ¿El hombre ilustrado, culto e inteligente que apoya el
sistema del que el tratante es el resultado inevitable o el mismo tra-
tante? Usted hace la regulación pública que permite su oficio y a él
lo corrompe y pervierte hasta que ya no se avergüenza de ello; ¿en
qué es mejor usted que él?
¿Usted es educado y él ignorante, usted enaltecido y él rastrero,
usted refinado y él basto, usted tiene talento y él no? En el día de
un juicio futuro, estas mismas consideraciones pueden inclinar el
balance a favor de él y no de usted. Al concluir estos pequeños in-
cidentes de comercio legítimo, debemos rogar al mundo que no
piense que los legisladores estadounidenses carecen totalmente de
humanidad como se podría inferir injustamente de los grandes es-
fuerzos realizados en el senado nacional por proteger y perpetuar
este tipo de tráfico.
Porque ¿quién no está enterado de cómo se superan nuestros
grandes hombres en arengar contra el tráfico de esclavos
en el ex-
tranjero?
Es edificante ver y oír la verdadera multitud de Clarkson
y Wilberforce que han surgido entre nosotros para defender ese
tema. ¡Es feísimo traficar con negros de África, querido lector! ¡No
se puede tolerar! ¡Pero traficar con negros de Kentucky es una cosa
muy diferente!
CAPITULO XIII
LA COLONIA CUÁQUERA
Una escena tranquila se alza ante nuestros ojos. Una cocina gran-
de, espaciosa y bien pintada con el suelo liso y reluciente, sin una
partícula de polvo, y un fogón limpio y bien ennegrecido; hileras
de cacerolas de estaño, sugerentes de multitud de cosas buenas pa-
ra el apetito; brillantes sillas verdes de madera, viejas y sólidas;
una pequeña mecedora de asiento abatible, con un cojín de retazos
encima, cuidadosamente realizado con retales de lana de diferentes
colores, y una más grande, vieja y maternal, cuyos brazos extendi-
dos invitaban hospitalariamente a sentarse, y unos mullidos almo-
hadones de plumas secundaban la invitación: una mecedora real-
mente confortable y acogedora que valía más, por la comodidad
sencilla y hogareña de la que alardeaba, que una docena de los ele-
gantes sillones de salón de terciopelo o brocado; y en esta mecedo-
ra, balanceándose suavemente hacia adelante y hacia atrás, con los
ojos fijos en una fina labor de costura, se encontraba nuestra buena
amiga Eliza. Sí, ahí está, más pálida y delgada que cuando estaba
en su casa de Kentucky, y con un mundo de penas reprimido bajo
la sombra de sus largas pestañas y esbozando el contorno de su
tierna boca. Se veía claramente que la disciplina del pesado dolor
había envejecido y endurecido el corazón juvenil; y cuando al rato
levantó los oscuros ojos para seguir los retozos del pequeño Harry,
que correteaba de aquí para allá por todo el suelo como una mari-
posa tropical, se veían una firmeza y una resolución profundas que
no estaban allí en los días más felices de antaño.
Junto a ella se encontraba sentada una mujer con una reluciente
palangana de hojalata en el regazo, en la que iba clasificando me-
locotones secos. Podía tener unos cincuenta y cinco o sesenta años,
pero tenía uno de aquellos rostros que el tiempo parece tocar sólo
para adornarlos y embellecerlos. El níveo gorro de crespón, corta-
do según el severo patrón cuáquero, el sencillo pañuelo de museli-
na dispuesto en sobrios pliegues sobre el pecho, el chal y el vestido
poco atractivos: todo delataba a qué comunidad pertenecía. Su cara
era redonda y rosada, con saludable piel suave que hacía pensar en
un melocotón maduro. Su cabello, plateado parcialmente por los
años, estaba peinado hacia atrás desde la frente alta y serena donde
el tiempo no había impreso otro mensaje que paz sobre la tierra y
buena voluntad para con los hombres; debajo brillaban un par de
grandes ojos claros, honestos y amables de color castaño; sólo
había que mirar en ellos para tener la sensación de ver hasta el
fondo de un corazón tan bueno y leal como jamás latiera en un pe-
cho de mujer. Se ha alabado y cantado tanto la hermosura de las
muchachas jóvenes, ¿por qué no ensalza alguien la belleza de las
mujeres mayores? Si alguien quiere inspiración para este menester,
le remitimos a nuestra buena amiga Rachel Halliday, que está ahí
sentada en su pequeña mecedora. Tenía tendencia a crujir y chirriar
esa mecedora o bien por haber cogido frío en sus años mozos o por
padecer asma o, quizás, por alguna dolencia de los nervios; pero al
balancearse hacia adelante y hacia atrás con suavidad, la mecedora
emitía una especie de sonsonete que hubiera sido insoportable si lo
hubiese producido cualquier otra silla. Pero el viejo Simeon Halli-
day a menudo declaraba que le gustaba tanto como cualquier músi-
ca y los hijos juraban todos que no quisieran dejar de oír la mece-
dora de su madre por nada del mundo. ¿Por qué? Durante unos
veinte años, no había emanado de esa mecedora nada que no fue-
ran palabras afectuosas, tiernas regañinas y atenciones maternales;
se habían curado allí innumerables dolores de cabeza y de corazón;
se habían resuelto problemas espirituales y temporales y todo era
obra de una buena mujer cariñosa, ¡que Dios la bendiga!
––¿Aún piensas ir al Canadá, Eliza? ––preguntó mientras repasa-
ba los melocotones.
––Sí, señora ––dijo Eliza con resolución––. Debo seguir adelante.
No me atrevo a detenerme.
––¿Y qué harás cuando llegues allí? Debes pensar en eso, hija
mía.
«Hija mía» salía con naturalidad de la boca de Rachel Halliday,
pues tenía un rostro y un tipo que hacían pensar que «madre» era la
palabra más natural del mundo.
Temblaron las manos de Eliza y cayeron algunas lágrimas sobre
su labor; pero respondió firmemente:
––Haré... lo que encuentre. Espero encontrar algo.
––Sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras ––
dijo Rachel.
––Oh, gracias ––dijo Eliza––, pero ––señaló a Harry–– no duer-
mo por las noches, no consigo descansar. Anoche soñé que vi a un
hombre entrar al corral ––dijo con un escalofrío.
––¡Pobre niña! ––dijo Rachel, secándose los ojos––; pero no de-
bes sentirte así. El Señor lo ha dispuesto de manera que nunca
hayan cogido a un fugitivo en nuestra aldea. Confío en que tu hijo
no vaya a ser el primero.
Se abrió la puerta en ese momento y se asomó a la puerta una mu-
jer baja y redonda con aspecto de acerico y una cara alegre y relu-
ciente como una manzana madura. Iba vestida, como Rachel, de
sobrio gris, con el trozo de muselina plegado sobre su pecho re-
dondo y llenito.
––Ruth Stedman ––dijo Rachel, acercándose con alegría––; ¿có-
mo estás, Ruth? ––preguntó, cogiéndole las manos con afecto.
––Bien ––dijo Ruth, quitándose el gorrito pardo y limpiándolo
con el pañuelo, mostrando una cabecita redonda sobre la que el go-
rro cuáquero se posaba con un aire garboso, a pesar de todos los
esfuerzos de las manitas gordezuelas que alisaban y daban múlti-
ples golpecitos para ordenarlo. Algunos mechones de cabello riza-
do se habían escapado también aquí y allá y tuvo que hacer tre-
mendos esfuerzos para ponerlos en su sitio; después la recién lle-
gada, que tendría unos veinticinco años, se apartó del pequeño es-
pejo delante del cual había realizado todas estas operaciones con
un aspecto de gran satisfacción que no podrían menos que com-
partir todos los que la contemplaran, pues sin duda era una mujer-
cita tan sana, cordial y risueña como jamás alegrase el corazón de
un hombre.
––Ruth, esta amiga es Eliza Harris, y éste es el niño del que te he
hablado.
––Encantada de conocerte, Eliza ––dijo Ruth, estrechándole la
mano como si Eliza fuera una vieja amiga a la que esperaba desde
hacía tiempo––; y éste es tu querido muchacho: le he traído un pas-
tel ––dijo ofreciendo un pequeño pastel en forma de corazón al ni-
ño, que se aproximó mirando a través de sus rizos y lo aceptó tími-
damente.
––¿Dónde está tu bebé, Ruth? ––preguntó Rachel.
––Oh, ya viene; lo cogió Mary cuando veníamos hacia aquí y se
lo llevó corriendo al granero para mostrarlo a los chicos.
En este momento se abrió la puerta y entró Mary, una muchacha
honesta y rosada con grandes ojos castaño como los de su madre,
llevando el bebé.
––¡Ajá! ––dijo Rachel, acercándose para coger en brazos al niño
blanco y relleno––. ¡Qué buen aspecto tiene y cómo crece!
––Ya lo creo ––dijo la hacendosa Ruth, y cogiendo al niño co-
menzó a quitarle una caperuza de seda azul y varias capas de en-
voltorios externos; tras darle un tirón aquí y un toque allá, ajustarle
y ordenarle por todas partes y darle un sonoro beso, lo colocó en el
suelo para que se recompusiera. El bebé parecía estar muy acos-
tumbrado a esta forma de proceder, pues se metió el pulgar en la
boca (como si fuese una ceremonia de importancia, por supuesto) y
pronto pareció quedarse absorto en sus propias reflexiones, mien-
tras su madre se sentaba, sacaba una media larga de rayas azules y
blancas y se ponía a hacer calceta enérgicamente.
––Mary, deberías llenar la tetera, ¿verdad? ––sugirió suavemente
la madre.
Mary llevó la tetera al pozo y regresó enseguida y la puso en la
estufa, donde poco después canturreaba y echaba vapor, como un
incensario de hospitalidad y buen humor. Además, los melocoto-
nes, obedeciendo unos discretos susurros de Rachel, fueron deposi-
tados por las mismas manos en una cacerola en el fuego.
Rachel bajó una pulcra tabla de amasar y, atándose un delantal, se
dispuso a preparar unas galletas, tras decir a Mary:
––Mary, deberás decirle a John que prepare un pollo, ¿verdad? ––
Mary desapareció para cumplir la orden.
––¿Y cómo está Abigail Peters? ––preguntó Rachel mientras pre-
paraba las galletas.
––Oh, está mejor––dijo Ruth––; he ido a verla esta mañana; le he
hecho la cama y le he ordenado la casa. Leah Hills ha ido esta tar-
de para prepararle pan y bollos para algunos días, y yo me he com-
prometido a volver esta tarde para levantarla.
––Iré yo mañana para hacerle la limpieza y repasarle la costura –
–dijo Rachel.
––Eso está bien ––dijo Ruth––. Me he enterado ––añadió–– de
que está enferma Hannah Stanwood. John estuvo allí anoche y yo
debo ir mañana.
––John puede venir aquí a comer si quieres quedarte todo el día –
–sugirió Rachel.
––Gracias, Rachel; ya veremos mañana. Aquí viene Simeon.
Entró Simeon Halliday, un hombre alto y musculoso, con chaque-
ta y pantalón grises y un sombrero de ala ancha.
––¿Cómo estás, Ruth? ––preguntó cálidamente, extendiendo la
mano ancha para recibir su manita regordeta––; ¿y cómo está
John?
––John está bien, y toda la familia también ––dijo Ruth alegre-
mente.
––¿Alguna noticia, padre? ––preguntó Rachel mientras ponía las
galletas en el horno.
––Me dijo Peter Stebbins que vendría esta noche con amigos––
dijo Simeon intencionadamente, mientras se lavaba las manos en el
limpio fregadero del porche trasero.
––Bien ––dijo Rachel, mirando pensativa a Eliza.
––¿Dijiste que te llamabas Harris? ––preguntó Simeon a Eliza
cuando regresó.
Rachel miró rápidamente a su marido a la vez que Eliza contestó
temblorosa que sí; sus temores, siempre a flor de piel, le sugerían
que podrían haber publicado anuncios por ella.
––¡Madre! ––dijo Simeon desde el porche, llamando a Rachel.
––¿Qué quieres, padre? ––preguntó Rachel, frotándose las manos
enharinadas al salir al porche.
––El marido de esta joven está en la colonia y vendrá aquí esta
noche ––dijo Simeon.
––¡No me digas, padre! ––dijo Rachel con la cara iluminada de
alegría.
––Es la verdad. Peter fue con el carro ayer al otro puesto y encon-
tró allí a una anciana y dos hombres; uno dijo llamarse George
Harris y por lo que contó de su historia, estoy seguro de quién es.
Además es un tipo inteligente y agradable. ¿Se lo decimos a ella
ahora? ––preguntó Simeon.
––Contémoslo a Ruth ––dijo Rachel––. Oye, Ruth, ven aquí.
Ruth dejó su labor de calceta y se dirigió rápidamente al porche
trasero.
––Ruth, ¿qué opinas tú? ––dijo Rachel––. Padre dice que el mari-
do de Eliza está con la última compañía y que estará aquí esta no-
che.
Un estallido de alegría de la pequeña cuáquera vino a interrumpir
el discurso. Dio tal salto desde el suelo al batir las pequeñas pal-
mas que se soltaron dos rizos por debajo de su gorro cuáquero y se
posaron alegremente sobre su blanco pañuelo de cuello.
––¡Chitón, querida! ––dijo Rachel suavemente–– ¡calla, Ruth!
Dinos, ¿se lo contamos ahora?
––Ahora, desde luego, ahora mismo. Imaginaos que fuera mi
John, ¿cómo me sentiría? Contádselo enseguida.
––Te utilizas sólo para saber cómo amar a tu prójimo, Ruth ––
dijo Simeon, mirando a Ruth con una sonrisa amplia.
––Por supuesto. ¿No nos han hecho para eso? Si yo no quisiera a
John y al bebé, no sabría qué sentiría ella. Vamos, ¡contádselo ya!
y puso la mano persuasivamente sobre el brazo de Rachel––. Llé-
vatela al dormitorio y deja que yo fa el pollo mientras se lo cuen-
tas.
Rachel entró a la cocina, donde se hallaba Eliza cosiendo, y,
abriendo la puerta de un pequeño dormitorio, dijo dulcemente:
––Pasa aquí conmigo, hija mía; tengo noticias que darte.
Se le subió la sangre al pálido rostro de Eliza; se levantó, tem-
blando con ansiedad nerviosa, y miró a su hijo.
––No, no ––dijo la pequeña Ruth, corriendo a cogerle las manos–
–, no temas: son buenas noticias, Eliza. ¡Pasa, pasa! ––y la empujó
suavemente hacia la puerta abierta, que se cerró a sus espaldas; ella
se volvió entonces y cogió al pequeño Harry en brazos y se puso a
besarlo.
––Vas a ver a tu padre, pequeñín. ¿Lo sabes? Viene tu padre ––
dijo una y otra vez, mientras el niño la miraba extrañado.
Mientras tanto, tras la puerta cerrada, se desarrollaba otra escena.
Rachel Halliday abrazó a Eliza y le dijo:
––El Señor ha tenido piedad de ti, hija; tu marido se ha escapado
de la esclavitud.
La sangre subió a las mejillas de Eliza con un brillo súbito y lue-
go volvió al corazón con la misma rapidez. Se sentó pálida y des-
mayada.
––Ten valor, hija ––dijo Rachel, poniéndole la mano sobre la ca-
beza––. Está entre amigos, que lo traerán aquí esta noche.
––¡Esta noche! ––repitió Eliza––, ¡esta noche! Las palabras per-
dieron su significado para ella. Se le puso la cabeza somnolienta y
confusa; durante un momento, todo fue borroso.
Cuando despertó, se encontraba cómodamente instalada en la
cama, cubierta con una manta, con la pequeña Ruth frotándole las
manos con alcanfor. Abrió los ojos en un estado de languidez som-
nolienta y deliciosa como el de una persona que ha llevado mucho
tiempo una carga pesada y ahora siente que ya no la lleva y puede
descansar. La tensión de los nervios, que no había cesado ni un
momento desde la primera hora de su huida, se había desvanecido
y le sobrevino una extraña sensación de seguridad y descanso; y
ahí tumbada con los grandes ojos negros abiertos seguía, como en
un tranquilo sueño, los movimientos de los que la rodeaban. Vio la
puerta abierta a la otra habitación; vio la mesa de la cena, con su
níveo mantel; oyó el vago murmullo de la tetera; vio a Ruth corre-
teando de acá para allá con platos de pasteles y platillos de conser-
vas, parando de vez en cuando para ponerle un pastel en la mano a
Harry o acariciarle la cabeza o enredar sus largos rizos con sus
blancos dedos. Vio la amplia figura maternal de Rachel, que se
acercaba una y otra vez a la cama para alisar o arreglar la ropa de
cama y remeter las sábanas aquí y allí, como forma de expresar sus
buenos deseos; y era consciente de una especie de luz de sol que
emanaba desde los grandes ojos castaño. Vio entrar al marido de
Ruth; la vio correr hacia él y ponerse a susurrarle algo con gran se-
riedad y gestos expresivos, señalando la habitación con su pequeño
dedo. La vio sentarse a cenar con el bebé en brazos; los vio a todos
alrededor de la mesa y al pequeño Harry en una silla alta bajo la
sombra del amplia ala de Rachel; había tenues murmullos de con-
versación, suaves tintineos de cucharillas de té y el resonar musical
de tazas contra platillos, todo mezclado con un delicioso sueño re-
parador, y Eliza durmió como no había dormido desde la espantosa
noche cuando cogió a su hijo para huir a la luz escarchada de las
estrellas.
Soñó con un hermoso país, una tierra, le pareció a ella, de des-
canso, de verdes orillas, bonitas islas y hermosas aguas centellean-
tes; y allí, en una casa que amables voces le decían era un hogar,
vio a su hijo jugando como un niño libre y feliz. Oyó los pasos de
su marido; lo sintió aproximarse; la rodeaban sus brazos, sus lá-
grimas regaban su rostro y ¡se despertó! No era un sueño. Hacía
rato que había desaparecido la luz del día; su hijo yacía plácida-
mente dormido a su lado; una vela ardía débilmente en la mesilla y
su marido sollozaba sobre su almohada.
La mañana siguiente fue una mañana alegre en casa de los cuá-
queros. La «madre» se había levantado temprano y estaba rodeada
de hacendosos muchachos y muchachas a los que no tuvimos
tiempo de presentar a los lectores ayer, y que se movían todos obe-
dientes a los dulces «haz» o, mejor dicho, «¿quieres hacer?» de
Rachel, ocupados en preparar el desayuno; pues el desayuno, en
los frondosos valles de Indiana, es una cosa complicada y multi-
forme y, como la recogida de los pétalos de rosa y el podado de los
arbustos del Paraíso, necesita de otras manos que no sean las de la
madre original. Por lo tanto, mientras John iba al manantial a por
agua fresca y Simeon hijo tamizaba la harina de maíz para las tor-
tas y Mary molía café, Rachel se movía suave y silenciosamente
por todas partes haciendo galletas, cortando pollo e irradiando una
especie de luz de sol sobre todos los preparativos. Si existía peligro
de fricción o choque por el celo mal controlado de tantos jóvenes
trabajadores, sus tiernos «vamos» o «yo no lo haría» eran suficien-
tes para mitigar la dificultad. Los bardos han escrito sobre el cesto
de Venus, que volvió loco a todo el mundo durante varias genera-
ciones. Aquí teníamos, en su lugar, el cesto de Rachel Halliday,
que evitaba que la gente se volviese loca y hacía que las cosas
transcurriesen con armonía. Creemos que éste va mejor para los
tiempos modernos, desde luego.
Mientras seguían los demás preparativos, Simeon padre estaba de
pie en un rincón en mangas de camisa ante un pequeño espejo,
ocupado en la tarea antipatriarcal de afeitarse. Todo se desarrollaba
con tanta sociabilidad, tranquilidad y armonía en la gran cocina,
parecía que todo el mundo estaba tan encantado de hacer exacta-
mente lo que hacía y había tal ambiente de confianza mutua y ca-
maradería por todas partes (incluso los cuchillos y los tenedores
contribuían a la charla social al colocarse en la mesa, mientras que
el pollo y el jamón emitían un chisporroteo alegre y contento en la
sartén, como si les gustase ser fritos) que, cuando salieron George
y Eliza con el pequeño Harry, ante semejante recibimiento de sin-
cera bienvenida, no es de extrañar que les pareciese un sueño.
Por fin estaban todos sentados alrededor de la mesa del desayuno,
mientras Mary estaba de pie en la estufa preparando hojuelas que,
según adquirían el exacto tinte dorado de la perfección, eran tras-
ladadas con destreza a la mesa.
Rachel nunca parecía más benignamente feliz que cuando se
hallaba presidiendo la mesa. Había tanto de maternal y de generoso
incluso en su forma de pasar un plato de pasteles o servir una taza
de café, que parecía infundir de espíritu la comida y la bebida que
ofrecía.
Era la primera vez que se sentaba George a la mesa de un blanco
en igualdad de condiciones, y se sentó, al principio, con algo de
embarazo e incomodidad; pero éstos se esfumaron como la niebla
bajo los amables rayos matutinos de la amabilidad sencilla y des-
bordante.
Éste sí era un hogar, un hogar, palabra que nunca antes había sig-
nificado nada para George; y empezaron a circular en su corazón la
fe en Dios y la confianza en su providencia mientras, con una nube
dorada de protección y confianza, se derritieron sus oscuras y mi-
sántropas dudas ateas y su fiera desesperación bajo la luz de las
Escrituras vivas, respirada por rostros vivos y predicada por mil
actos inconscientes de amor y buena voluntad que, como la taza de
agua fría dada en nombre de un discípulo, nunca carecerá de re-
compensa.
––Padre, ¿qué pasará si te descubren otra vez? ––preguntó Si-
meon hijo al untar de mantequilla su bollo.
––Pagaré la multa ––dijo Simeon en voz queda.
––¿Y si te metieran en la cárcel?
––¿No sabríais llevar la granja tú y madre? ––preguntó Simeon,
sonriendo.
––Madre sabe hacer casi cualquier cosa ––dijo el muchacho––.
¿Pero no es una vergüenza que hagan semejantes leyes?
––No debes hablar mal de tus gobernantes, Simeon ––dijo gra-
vemente su padre––. El Señor sólo nos da los bienes terrenales pa-
ra que hagamos justicia y caridad; si nuestros gobernantes nos pi-
den un precio por ello, debemos pagarlo.
––¡Pues yo odio a los negreros! ––dijo el muchacho, que se sentía
tan poco cristiano como correspondía a cualquier reformador mo-
derno.
––Me sorprendes, hijo ––dijo Simeon––; tu madre no te ha ense-
ñado esas cosas. Yo haría lo mismo por el amo que por su esclavo,
si el Señor lo llevase afligido a mi puerta.
Simeon hijo se puso de color escarlata; pero su madre sólo se
sonrió y dijo:
––Simeon es un buen muchacho; ya crecerá y será igual que su
padre.
––Espero, buen señor, que no se halle usted expuesto a peligros
por nosotros ––dijo George, ansioso.
––No temas, George, que para eso venimos al mundo. Si no qui-
siéramos enfrentarnos a los peligros por una buena causa, no se-
ríamos dignos de nuestro nombre.
––Pero, por mi causa ––dijo George––, no lo soportaría.
––No temas, entonces, amigo George; no es por ti, sino por Dios
y por el hombre que lo hacemos ––dijo Simeon––. Y ahora, hoy
debes mantenerte oculto y esta noche a las diez Phineas Fletcher te
llevará al puesto siguiente, a ti y a todo tu grupo. Los perseguido-
res os pisan los talones; no hay tiempo que perder.
––Si es así, ¿por qué esperar a la noche? preguntó George.
––Estás a salvo aquí a la luz del día, porque todos los de la colo-
nia son amigos y todos vigilamos. Hemos comprobado que es más
seguro viajar de noche.
CAPÍTULO XIV
EVANGELINE
¡Una nueva estrella que iluminaba la
vida, demasiado dulce para semejante
espejo! Un ser hermoso, apenas for-
mado o moldeado, una rosa con los
pétalos aún por abrir.
¡El Misisipí! Cuánto han cambiado sus paisajes, como tocados
por una varilla mágica, desde que Chateaubriand escribiera sobre
él en prosa poética como un río de inmensas soledades, extendién-
dose sin interrupción entre las maravillas inimaginables de la exis-
tencia vegetal y animal.
Pero en una hora este río de ensueño y de fábulas salvajes ha des-
pertado a una realidad no menos visionaria y espléndida. ¿Qué otro
río del mundo lleva a cuestas hasta el océano las riquezas y las
empresas de un país semejante, un país cuyos productos incluyen
todas las cosas entre los trópicos y los polos? Aquellas aguas tur-
bulentas que se lanzan espumosas hacia adelante son un digno re-
flejo del precipitado flujo de negocios que navegan sobre sus olas
dirigidos por la raza más vehemente y enérgica que el viejo mundo
haya conocido jamás. ¡Ojalá no llevaran también una carga tan te-
rrible: las lágrimas de los oprimidos, los suspiros de los desvalidos,
las amargas oraciones elevadas por pobres corazones ignorantes a
un Dios desconocido; desconocido, invisible y callado, pero que
aún «¡saldrá de su lugar para salvar a todos los pobres de la tie-
rra!».
La luz oblicua del sol poniente tiembla sobre la extensión oceáni-
ca del río; las vibrantes cañas y los altos cipreses pardos, engalana-
dos con coronas de oscuro musgo fúnebre, resplandecen bajo los
rayos dorados, mientras el cargado barco de vapor sigue avanzan-
do.
Bajo balas de algodón procedentes de muchas plantaciones apila-
das en la cubierta hasta la borda, que lo hacen parecer desde lejos
una enorme mole gris, se va acercando al mercado cada vez más
próximo. Debemos buscar un rato entre las cubiertas atiborradas
hasta encontrar a nuestro humilde amigo Tom. En lo alto de la cu-
bierta superior, en un recoveco formado entre las omnipresentes
balas de algodón, lo encontramos por fin.
En parte debido a la confianza que le habían infundido las mani-
festaciones del señor Shelby y en parte gracias a su propio carácter
tranquilo e inofensivo, Tom había conseguido ganar la confianza
incluso de un hombre como Haley.
Al principio, éste lo había vigilado estrechamente durante el día y
no lo había dejado dormir sin grilletes por la noche; pero la pacien-
cia impasible y la aparente conformidad de la forma de ser de Tom
lo llevaron poco a poco a desistir de estas medidas represivas y
Tom llevaba ya un tiempo disfrutando de una especie de libertad
bajo palabra, que le permitía ir y venir a su antojo por el barco.
Siempre discreto, servicial y dispuesto a echar una mano en cual-
quier emergencia que ocurriese entre los trabajadores de abajo, se
había granjeado la buena opinión de todos ellos y pasaba muchas
horas ayudándoles con la misma buena voluntad con la que traba-
jara antes en la granja de Kentucky.
Cuando no parecía quedar nada para hacer, se encaramaba a un
nicho entre las balas de algodón de la cubierta superior y se ocupa-
ba en estudiar la Biblia; y allí es donde lo encontramos ahora.
Durante unas cien millas al norte de Nueva Orleáns, el río está
más alto que la tierra de alrededor y su inmenso volumen discurre
entre enormes diques de veinte pies de altura. El pasajero que se
halla en la cubierta del barco de vapor domina todo el paisaje en
muchas millas a la redonda como si fuese desde lo alto de un casti-
llo flotante. Por lo tanto Tom tenía extendido ante él, plantación
tras plantación, un mapa de la vida que le esperaba.
Vio a los esclavos trabajando a lo lejos; vio en lontananza sus al-
deas de casuchas que relucían en largas hileras en muchas planta-
ciones, alejadas de las casas solariegas y las zonas de recreo de los
amos; y al desenrollarse el cuadro móvil, su pobre corazón simple
miraba atrás a la granja de Kentucky con sus viejas hayas frondo-
sas, a la casa del amo, con sus amplios salones frescos y, cerca de
ella, la pequeña cabaña cubierta con la rosa de pitiminí y la bigno-
nia. Le pareció ver los rostros familiares de compañeros que habí-
an crecido junto a él; vio a su atareada esposa, trajinando entre los
preparativos de las cenas; oyó las risas alegres de sus hijos mien-
tras jugaban y los gorjeos del bebé en su regazo; y después, de gol-
pe, se desvaneció todo y volvió a ver deslizarse los cañaverales y
los cipreses y las plantaciones y volvió a oír los crujidos y los ge-
midos de las máquinas, y todo le decía con demasiada claridad que
esa fase de su vida había desaparecido para siempre.
En semejantes circunstancias, usted escribiría a su esposa y man-
daría mensajes a sus hijos; pero Tom no podía escribir, el correo
no existía para él y no había ni una palabra ni un gesto amigo para
llenar el abismo de la separación.
¿Es de extrañar, entonces, que caigan algunas lágrimas sobre las
páginas de su Biblia cuando la apoya en una bala de algodón y tra-
za sus promesas siguiendo con un dedo vacilante, una a una, las
palabras? Como aprendió de mayor, Tom leía despacio y pasaba
trabajosamente de un versículo al siguiente. Tenía la suerte de que
el libro que leía no podía estropearse por una lectura pausada, sino
que sus palabras, como lingotes de oro, parecían necesitar pesarse
por separado para que la mente aprehendiese su incalculable valor.
Observémoslo un momento mientras lee, señalando cada palabra y
pronunciándola con voz baja:
«Que... no... se... agite... tu... corazón. En... la... casa... de... mi ...
Padre... hay... muchas... mansiones. Voy... a... preparar... un ... si-
tio... para... ti.»
Cuando Cicerón enterró a su queridísima hija única, su corazón
estaba tan repleto de sincera pena como el de Tom, no más, pues
ambos no eran sino hombres; pero Cicerón no podía detenerse con
palabras de esperanza tan sublimes, ni podía esperar tal reunión
futura; y si las hubiera podido leer, lo más probable es que no las
habría creído; primero habría tenido que llenarse la cabeza con mil
preguntas sobre la autenticidad del manuscrito y la exactitud de la
traducción. Pero, para el pobre Tom, allí estaba, exactamente lo
que le hacía falta, tan claramente cierto y divino que no le pasó por
la cabeza la posibilidad siquiera de cuestionarlo. Debía de ser cier-
to porque, si no era cierto, ¿cómo iba a vivir?
En cuanto a la Biblia de Tom, aunque no contenía anotaciones ni
apuntes de lectores doctos en los márgenes, sí estaba adornada con
ciertos hitos y directrices de la propia cosecha de Tom que le ayu-
daban más de lo que lo hubieran podido hacer las explicaciones
más eruditas. Había sido su costumbre hacer que le leyeran los
hijos de su amo, especialmente el señorito George; y, mientras leí-
an, él marcaba con rayas y líneas bien delineadas a pluma los pasa-
jes que más gratificaban su oído o conmovían su corazón. Así toda
su Biblia estaba marcada, de principio a fin, con una variedad de
estilos y designaciones; de esta forma, en un momento podía loca-
lizar sus pasajes preferidos sin tener que ir deletreando lo que
había entre ellos; así, allí ante sus ojos, con cada pasaje recordando
alguna escena de casa y rememorando alguna diversión pasada, su
Biblia parecía representar todo lo que le quedaba de su vida, ade-
más de la promesa de una vida futura.
Entre los pasajeros del barco había un joven caballero de gran
fortuna y buena familia, residente en Nueva Orleáns, que se llama-
ba St. Clare. Tenía con él a una hija de entre cinco y seis años de
edad, además de una dama que parecía ser pariente de ambos, y
estar especialmente encargada del cuidado de la pequeña.
Tom había vislumbrado a menudo a esta niña, pues era una de
esas criaturas inquietas y bulliciosas que son tan difíciles de atrapar
en un solo lugar como un rayo de sol o una brisa de verano, pero
era de aquellas personas imposibles de olvidar una vez se las ha
visto.
Su cuerpo poseía la perfección de la belleza infantil, sin la gordu-
ra y solidez habituales. Tenía la gracia liviana y etérea que se po-
dría atribuir a un ser mítico y alegórico. Su rostro llamaba la aten-
ción menos por su hermosa perfección de facciones que por la sin-
ceridad singular y soñadora de su expresión, que sorprendía a los
idealistas cuando la contemplaban y que impresionaba incluso a
los más lerdos sin que supieran muy bien por qué. La forma de la
cabeza y el contorno del cuello y del busto eran especialmente no-
bles y la larga melena dorada que flotaba como una nube alrede-
dor, la seriedad profundamente espiritual de sus ojos azul violeta,
sombreados por tupidas pestañas de color castaño claro: todo ello
la distinguía de los demás niños y hacía que todo el mundo volvie-
ra la cabeza para verla cuando se deslizaba de un lado del barco al
otro. Sin embargo, la pequeña no era lo que podría llamarse una
niña seria o triste. Al contrario, un aire inocente y juguetón parecía
revolotear alrededor de su rostro infantil y su cuerpo ágil como la
sombra de las hojas en verano. Siempre estaba moviéndose, con
una sonrisa dibujada a medias en su boca rosada, correteando de
aquí para allá con unos pasos ligeros y ondulantes, canturreando
para sí como si estuviese soñando. Su padre y su cuidadora estaban
incesantemente ocupados persiguiéndola; pero cuando la cogían, se
esfumaba de nuevo como una nube veraniega; y como, hiciera lo
que hiciese, no recibía una palabra de reproche, hacía lo que le pla-
cía por todo el barco. Siempre vestida de blanco, parecía deslizarse
como una sombra por todo tipo de lugares sin mancharse lo más
mínimo; y no había rincón donde no hubiesen pisado sus pies de
hada ni recoveco que no hubiese sido visitado por la cabecita dora-
da con sus ojos de azul profundo.
Cuando levantaba los ojos de su ardua tarea, el fogonero a veces
veía esos ojos dirigidos con fascinación hacia las profundidades
rugientes de la caldera y después, con horror y lástima, hacia él,
como si creyera que estaba en terrible peligro. Después el timonel
se paraba y sonreía al ver asomarse la bella cabeza en la ventana de
la sala de máquinas, para desaparecer un momento más tarde. Mil
veces al día la bendecían rudas voces, y sonrisas de una dulzura
inusitada cruzaban ásperos rostros a su paso; y cuando pasaba sin
miedo por lugares peligrosos, manos rugosas y sucias se extendían
involuntariamente para allanarle el camino.
Tom, que tenía la naturaleza dulce y impresionable de su bonda-
dosa raza que se inclina siempre hacia lo puro y lo sencillo, obser-
vaba a la pequeña con un interés que crecía día a día. Le parecía
una cosa casi divina; y cuando se asomaban la cabeza dorada y los
ojos azules desde detrás de alguna oscura bala de algodón o lo mi-
raba por encima de una colina de paquetes, casi creía que veía a un
ángel surgido de su Nuevo Testamento.
Muchas veces se paseaba ella con tristeza por los lugares donde
estaban encadenados los hombres y mujeres de la cuadrilla de
Haley. Se deslizaba entre ellos, mirándolos con un aire de perpleji-
dad y pena; a veces levantaba las cadenas con sus finas manos y
suspiraba melancólicamente mientras se alejaba. Varias veces apa-
reció de repente ante ellos con las manos llenas de caramelos, fru-
tos secos y naranjas, que repartía alegremente entre ellos antes de
desaparecer de nuevo.
Tom había observado mucho a la pequeña dama antes de cual-
quier intento de hacer amistad. Conocía infinidad de pequeños ac-
tos que propiciaban e invitaban a la gente menuda a acercarse, y
decidió desempeñar con mucha habilidad su papel. Sabía tallar ces-
titas con huesos de cereza, sabía dibujar caras grotescas sobre las
nueces de pacana y fabricar extrañas figuras móviles con pulpa de
saúco y era un verdadero Pan a la hora de modelar silbatos de to-
dos los tamaños y formas. Llevaba los bolsillos llenos de toda suer-
te de objetos atractivos, que había juntado en tiempos pasados para
los hijos de su amo y que sacó ahora, uno por uno, con loable par-
simonia y lentitud, como invitaciones a la amistad.
La pequeña era tímida, a pesar de su vivo interés por todo lo que
ocurría a su alrededor, y no era fácil de domar. Durante algún
tiempo, solía posarse como un canario sobre alguna caja o algún
paquete cerca de donde Tom se entretenía con las artimañas antes
descritas, y, con una especie de vergüenza y seriedad, coger los ar-
tículos que le ofrecía. Pero finalmente se hicieron bastante amigos.
––¿Cómo se llama la señorita? ––preguntó Tom por fin, cuando
creyó que era el momento de hacer tales indagaciones.
––Evangeline St. Clare ––dijo la pequeña–– aunque papá y mamá
y todo el mundo me llaman Eva. ¿Y cómo te llamas tú?
––Me llamo Tom; los niños me llamaban tío Tom, allá en Ken-
tucky.
––Entonces yo también pienso llamarte tío Tom porque, verás,
me caes bien ––dijo Eva––. Así, pues, tío Tom, ¿adónde te diriges?
––No lo sé, señorita Eva.
––¿Que no lo sabes? ––preguntó Eva.
––No; me van a vender a alguien. No sé a quién.
––Mi padre puede comprarte ––dijo Eva enseguida––; y si él te
compra, lo pasaremos muy bien. Se lo voy a decir hoy mismo.
––Gracias, mi pequeña dama ––dijo Tom.
En ese momento atracó el barco en un pequeño embarcadero para
cargar leña y Eva, oyendo la voz de su padre, se fue corriendo
ágilmente. Tom se levantó y se acercó para ofrecer sus servicios
para cargar la leña y pronto estaba ocupado entre los braceros.
Eva y su padre se encontraban de pie juntos cerca de la barandilla
para ver cómo salía el barco del embarcadero; la rueda había gira-
do una o dos veces en el agua cuando, por un movimiento repenti-
no, la pequeña perdió el equilibrio, se cayó por la borda e iba di-
rectamente al agua. Su padre, sin saber apenas lo que hacía, estaba
a punto de lanzarse tras ella, pero alguien detrás de él lo retuvo,
viendo que había llegado una ayuda más eficiente.
Tom estaba exactamente debajo de la niña cuando ésta se cayó.
La vio dar en el agua y hundirse y se tiró tras ella al instante. No le
costó nada a un hombre de amplio pecho y fuertes brazos como él
mantenerse a flote en el agua hasta que, un momento o dos des-
pués, salió la niña a la superficie y la cogió en sus brazos y se fue
nadando a la borda del barco y la alzó, goteando, para que la cogie-
ran cientos de manos que estaban extendidas ansiosamente para
recibirla como si pertenecieran a un solo hombre. Unos momentos
más y la llevó su padre, chorreando e inconsciente, al camarote de
las señoras donde, como suele ocurrir en casos de este tipo, hubo
una bienintencionada y bondadosa contienda entre las ocupantes
femeninas para ver quién hacía más para armar alboroto y evitar en
lo posible su recuperación.
Hacía un tiempo sofocante y bochornoso el día siguiente mientras
el barco se aproximaba a Nueva Orleáns. Se extendió un bullicio
de expectación por toda la nave; en los camarotes unos y otros re-
cogían sus pertenencias y las preparaban para bajar a tierra. El con-
tramaestre, la camarera y los demás estaban ocupados limpiando,
puliendo y arreglando el gran barco para hacer la gran entrada.
En la cubierta inferior estaba sentado nuestro amigo Tom con los
brazos cruzados, dirigiendo de vez en cuando unas miradas ansio-
sas a un grupo de personas que se hallaba al otro lado del barco.
Allí estaba la bella Evangeline, algo más pálida que el día ante-
rior pero por lo demás sin mostrar ninguna huella del accidente que
había sufrido. A su lado había un joven elegante y de proporciones
armoniosas, con el codo apoyado de forma displicente en una bala
de algodón y una gran libreta abierta delante de él. Era evidente,
sólo con mirarlo, que se trataba del padre de Evangeline. Tenía la
misma forma noble de cabeza, los mismos ojos grandes y azules;
sin embargo, la expresión era totalmente diferente. En los grandes
ojos límpidos y azules de él, aunque tenían exactamente la misma
forma y el mismo color, faltaba la profundidad de expresión soña-
dora y romántica; todo era claro, gallardo y luminoso, pero con una
luz totalmente de este mundo; la boca de bellas proporciones tenía
una expresión orgullosa y un poco sarcástica, mientras que cada
uno de los elegantes movimientos de su bello cuerpo delataba, no
sin gracia, un aire de despreocupada superioridad. Estaba escu-
chando con un aire festivo e indiferente, mitad cómico, mitad des-
deñoso, a Haley, que se explayaba volublemente sobre las cualida-
des de la mercancía por la que regateaban.
––¡Todas las virtudes morales y cristianas encuadernadas en tafi-
lete negro! ––dijo cuando terminó Haley––. Entonces, mi buen
hombre, ¿cuánto he de soltar, como dicen en Kentucky? En otras
palabras, ¿cuánto hay que pagar por este asunto? ¿Cuánto dinero
me va a timar usted? Dígamelo.
––Bien ––dijo Haley––, si dijera mil trescientos por este tipo, só-
lo cubro las pérdidas, y ésa es la pura verdad.
––¡Pobre! ––dijo el joven, mirándolo con ojos burlones––; pero
supongo que me lo dará por esa cantidad por el aprecio que me tie-
ne, ¿eh?
––Pues, la damita parece estar empeñada en ello, y es natural.
––Oh, desde luego, ése es el motivo de su benevolencia, amigo
mío. Ahora bien, como cuestión de caridad cristiana, ¿cuál es el
precio más barato por el que está dispuesto a darlo, para hacerle un
favor a una jovencita que está prendada de él?
––Bueno, piénselo simplemente ––dijo el tratante––; mire esas
extremidades solamente, y es ancho de pecho y fuerte como un to-
ro. Mire su cabeza: esas frentes despejadas son típicas de los ne-
gros pensadores, que sirven para todo tipo de cosas. Ya me he dado
cuenta. Ahora, pues, un negro de esta corpulencia y este peso vale
mucho, podríamos decir, sólo por el cuerpo, si no es inteligente;
pero si tenemos en cuenta sus facultades intelectuales, que puedo
demostrar que están fuera de lo común, pues, entonces, vale más.
Si este tipo llevaba toda la granja de su amo. Tiene un talento ex-
cepcional para los negocios.
––¡Malo, malo: sabe demasiado! ––dijo el joven, con la misma
sonrisa burlona en los labios––. No puede ser. Los tipos listos
siempre se largan, roban caballos y dan guerra de mil maneras.
Creo que tendrá que descontar un par de cientos por su inteligen-
cia.
Pues podría tener algo de razón si no fuera por su carácter; pero
le puedo enseñar referencias de su amo y de otras personas para
demostrar que es un verdadero santo, la criatura más humilde, pía
y beata que haya visto usted nunca. Si lo llamaban predicador en
esas partes de donde procede.
––Y podría utilizarlo como capellán de la familia, supongo ––dijo
secamente el joven––. ¡Qué buena idea! La religión es un artículo
que escasea en nuestra casa.
––Bromea usted.
––¿Cómo lo sabe? ¿No acaba usted de afirmar que él es predica-
dor? ¿Ha pasado el examen del sínodo o del concilio, acaso? Va-
mos, muéstreme los papeles.
Si el tratante no hubiera estado convencido, gracias a un guiño de
buen humor en los grandes ojos, de que todas estas chanzas resul-
tarían ser, a la larga, cuestión de dinero, puede que se hubiese im-
pacientado un poco. Pero dadas las circunstancias, apoyó una car-
tera grasienta sobre las balas de algodón y se puso a estudiar ansio-
samente algunos papeles que sacó de ella, mientras el joven se
quedó de pie junto a él, mirándolo con un aire de suelta y desenfa-
dada jocosidad.
––¡Cómpralo, papá, no importa cuánto pagues! ––susurró Eva
dulcemente, encaramándose en una caja y rodeando el cuello de su
padre con los brazos––. Sé que tienes bastante dinero, y lo quiero.
––¿Para qué, gatita? ¿Vas a usarlo como cascabel o como caballo
de balancín o qué?
––Quiero hacerle feliz.
––Desde luego es un motivo original.
En este punto el tratante le tendun certificado, firmado por el
señor Shelby, que cogió el joven con la punta de sus largos dedos y
miró despreocupado por encima.
––Una letra señorial ––dijo–– y buena ortografia también. Bueno,
pues, no estoy muy seguro, después de todo, por este asunto de la
religión ––dijo, con una expresión maliciosa de nuevo en los ojos–
–; el país está al borde de la ruina por culpa de los beatos blancos:
los políticos tan beatos que tenemos antes de las elecciones, los te-
jemanejes beatos que tienen lugar en todos los departamentos de la
iglesia y del estado, que uno no sabe quién va a ser el próximo en
engañarle. Tampoco estoy muy seguro de que la religión esté en
alza en este momento en el mercado. No he mirado su cotización
en bolsa últimamente en el periódico. ¿Cuántos cientos de dólares
me ha sumado por el asunto de la religión?
––Me parece que está usted bromeando ––dijo el tratante––; pero
tiene sentido lo que dice. Sé que hay diferencias en la religión. Al-
gunos tipos son mezquinos; algunos celebran reuniones pías; otros
cantan a voz en grito; en aquellos casos no hay diferencias entre
blancos y negros pero en éstos, ya lo creo que las hay; lo he visto
muchas veces en los negros, que se vuelven poco a poco tan tran-
quilos, honrados y píos que nada en el mundo podría tentarles a
hacer nada que consideren que está mal; y ya ve usted en esta carta
lo que dice de Tom su antiguo amo.
––Ahora ––dijo el joven, inclinándose muy serio para mirar su li-
breta de facturas–– si usted me asegura que puedo comprar esta
clase de piedad, y que me lo apuntarán a mi cuenta en el libro de
allá arriba como algo de mi propiedad, no me importa si pago un
poco más por ella. ¿Qué me dice?
––Pues no puedo hacer eso ––dijo el tratante––. Creo que cada
uno tendrá que velar por sus propios intereses en ese lugar.
––Eso es un poco injusto para quien paga más por la religión, si
no puede canjearlo en el lugar que más le interesa, ¿no es verdad?
––dijo el joven, que había estado contando un fajo de billetes
mientras hablaba––. ¡Ahí tiene, cuente su dinero, amigo! ––añadió,
ofreciendo el fajo al tratante.
––De acuerdo ––dijo Haley, con una gran sonrisa de satisfacción;
y sacando un viejo tintero de cuerno, se puso a hacer un contrato
de venta que ofreció al joven caballero unos instantes después.
––Me pregunto yo, si me parcelaran e me hicieran inventario,
cuánto darían por mí ––dijo éste mientras leía el documento––. Di-
gamos tanto por la forma de la cabeza, tanto por la frente despeja-
da, tanto por los brazos y las manos y las piernas y después tanto
por la educación, la cultura, el talento, la honradez y la religión.
¡Dios me ampare, poco cobrarían por lo último, me parece! Pero
vamos, Eva,––dijo; y cogiendo de la mano a su hija, cruzó el bar-
co, puso de forma desenfadada la punta del dedo bajo la barbilla de
Tom y le dijo––: ¡Ánimo, Tom! Veremos si te gusta tu nuevo amo.
Tom levantó la mirada. No estaba en su naturaleza contemplar
aquella cara alegre, joven y guapa sin experimentar placer; y Tom
sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas cuando dijo de co-
razón:
––¡Que Dios le bendiga, amo!
––Bien, espero que sí. ¿Cómo te llamas? ¿Tom? Es más probable
que lo haga si lo pides tú que si lo pido yo. ¿Sabes conducir caba-
llos, Tom?
––Estoy acostumbrado a los caballos desde siempre ––dijo Tom–
–. El señor Shelby los criaba a montones.
––Bien, entonces creo que te pondré de cochero, con la condición
de que no te emborraches más de una vez por semana, excepto en
caso de emergencia, Tom.
Tom puso cara de sorprendido y algo ofendido y respondió:
––Nunca bebo, amo.
––He oído esa historia antes, Tom; pero ya veremos. Prestarás un
gran servicio a todos nosotros, si es así. No te preocupes, mucha-
cho ––añadió de buen humor, al ver que Tom seguía serio––; no
dudo que tengas buenas intenciones.
––Ya lo creo que las tengo ––dijo Tom.
––Y lo pasarás bien ––dijo Eva––; papá trata muy bien a todo el
mundo; sólo se ríe de ellos.
––Papá te agradece tus recomendaciones ––dijo St. Clare, riéndo-
se al darse la vuelta para marcharse.
CAPÍTULO XV
SOBRE EL NUEVO AMO DE TOM
Y VARIOS OTROS ASUNTOS
Ya que el hilo de la vida de nuestro modesto héroe se ha entrete-
jido con el de personas más importantes, hay que hacer una breve
presentación de éstas. Augustine St. Clare era hijo del rico dueño
de una plantación de Luisiana. La familia era originariamente del
Canadá. De los dos hermanos, muy parecidos en temperamento y
en carácter, uno se había instalado en una próspera granja en Ver-
mont y el otro se convirtió en un opulento plantador de Luisiana.
La madre de Augustine era una dama hugonota francesa, cuya fa-
milia emigró a Luisiana en los primeros tiempos de su coloniza-
ción. Augustine y su hermano eran los únicos hijos de sus padres.
Como aquél heredó de su madre una constitución delicadísima, lo
enviaron durante muchos años de la infancia, a instancias de los
médicos, a casa de su tío en Vermont, con el fin de que el clima
frío y tonificante le fortaleciera la constitución.
Durante la infancia, lo caracterizaba una marcada y exagerada
sensibilidad de carácter, más propia de la ternura de una mujer que
de la dureza habitual en su mismo sexo. El tiempo, sin embargo,
cubrió esta ternura con la dura corteza de la hombría, y sólo unos
pocos sabían que aún yacía latente y viva en su interior. Sus talen-
tos eran de primera clase, aunque su mente se inclinara siempre
hacia lo ideal y lo estético y tenía esa repugnancia por las crudas
realidades de la vida que es el resultado habitual de esta tendencia
de las facultades. Poco después de completar sus estudios universi-
tarios, toda su naturaleza se concentró en la efervescencia intensa y
ardorosa de una pasión romántica. Llegó su hora, esa hora que lle-
ga sólo una vez; salió su estrella, esa estrella que sale muchas ve-
ces en vano, para que se recuerde sólo como algo quimérico; y pa-
ra él salió en vano. Para dejar a un lado las metáforas, conoció y se
enamoró de una mujer noble y bella, de uno de los estados del nor-
te, y se prometieron. Regresó al sur para hacer los preparativos de
la boda y, de repente, le devolvieron por correo sus cartas, con una
breve nota del tutor de la dama, informándole de que, antes de re-
cibirla, ella ya se habría casado con otro. Incitado a la locura, espe-
ró en vano, como otros muchos han esperado, desterrarla de su co-
razón con un esfuerzo sobrehumano. Demasiado orgulloso para
suplicar o pedir explicaciones, se lanzó a la vorágine de la sociedad
de moda y, quince días después de que recibiese la carta fatal, ya
era el pretendiente formal de la belleza oficial de la temporada; y
en cuanto se pudieron completar los trámites, se convirtió en el
marido de un bello cuerpo, un par de brillantes ojos negros y cien
mil dólares; y, naturalmente, todo el mundo lo consideró un tipo
afortunado.
El matrimonio disfrutaba de su luna de miel y se hallaba cele-
brando una recepción para un brillante círculo de amigos en su
magnífica villa junto al lago Pontchartram, cuando un día le lleva-
ron una carta escrita con esa letra tan bien recordada. Se la entrega-
ron en medio del torbellino alegre y ocurrente de la conversación,
en una sala repleta de personas. Se puso mortalmente pálido cuan-
do vio la letra pero mantuvo la compostura y completó el asalto
lúdico de chanzas que llevaba a cabo en ese momento con la dama
que tenía enfrente; poco después, lo echaron de menos en el círcu-
lo. Solo en su habitación, abrió y leyó la carta, que ahora no servía
para nada leer. Era de ella, y le contaba con detalle la persecución
que había sufrido a manos de la familia de su tutor, para conseguir
casarla con el hijo de éste; y narraba cómo, durante mucho tiempo,
las cartas de él habían dejado de llegar; cómo ella había escrito una
y otra vez, hasta que empezó a cansarse y a dudar; cómo se había
resentido su salud por la ansiedad padecida y cómo, por fin, había
descubierto todo el fraude a que los habían sometido tanto a él co-
mo a ella. La carta acababa con una nota de esperanza y gratitud y
profesiones de amor eterno, más amargas para el desgraciado joven
que la muerte. Le escribió inmediatamente:
«He recibido la tuya... demasiado tarde. Creí todo lo que me dije-
ron. Estaba desesperado. Estoy casado, y todo ha terminado. Sólo
te queda olvidar, es lo único que nos queda a los dos.»
Así terminó el romance y el ideal de vida para Augustine St. Cla-
re. Pero quedaba lo real, como el barro desnudo, liso y húmedo que
queda cuando se retira la ola azul y centelleante, con toda la com-
pañía de barcos deslizantes con sus velas blancas como alas y la
música de los remos y las aguas cantarinas: ahí se queda el barro,
liso, yermo y viscoso, demasiado real.
Por supuesto en una novela las personas se rompen los corazones
y mueren y ahí acaba todo; en un cuento, así es como debe ser. Pe-
ro en la vida real no morimos cuando se muere lo único que nos
ilumina la vida. Aún tenemos que soportar unas sesiones muy aje-
treadas de comer y beber, vestimos, caminar, comprar, vender,
hablar, leer y todo lo que configura lo que se suele llamar vivir
;
a
Augustine le quedaba esto aún. Si su esposa hubiera sido una mu-
jer completa, aún podría haber hecho algo ––como lo saben hacer
las mujeres–– para recomponer los hilos rotos de su vida y tejerlos
en una tela luminosa. Pero Marie St. Clare ni siquiera se dio cuenta
de que se hubiesen roto. Como hemos apuntado antes, era un bello
cuerpo, un par de magníficos ojos y cien mil dólares; y ninguno de
estos artículos era apto para auxiliar una mente enferma.
Cuando encontraron a Augustine tumbado en el sofá, pálido co-
mo la muerte, y dijo que la causa de su aflicción era un dolor de
cabeza, ella le recomendó que oliese amoníaco; y cuando la pali-
dez y el dolor de cabeza persistieron semana tras semana, sólo dijo
que no había creído que el señor St. Clare fuera delicado; pero pa-
rece ser que era muy propenso a las jaquecas, y que era muy mala
suerte para ella, porque a él no le apetecía salir con ella y parecía
raro que saliese ella sola cuando hacía tan poco que se habían ca-
sado. En el fondo se alegraba Augustine de haberse casado con una
mujer tan poco perspicaz; pero cuando desaparecieron el lustre y
las cortesías de la luna de miel, descubrió que una bella joven que
ha vivido toda su vida para que la mimaran y sirvieran los demás
podría resultar ser un ama de casa difícil. Marie nunca había poseí-
do gran capacidad de cariño ni mucha sensibilidad y lo poco que
poseía se había trocado en un egoísmo muy fuerte e inconsciente,
un egoísmo absolutamente irremediable por su estupidez y su igno-
rancia de cualquier necesidad que no fuera la propia. Desde la in-
fancia había vivido rodeada de criados cuya única misión era hacer
realidad sus caprichos; nunca se le había ocurrido, ni remotamente,
que ellos pudieran tener derechos o sentimientos. Su padre, de
quien era hija única, jamás le había negado nada que fuera huma-
namente posible concederle; y cuando llegó a la vida adulta, una
heredera bella e instruida, tenía a todos los buenos partidos y a los
menos buenos rendidos a sus pies, y no dudaba que Augustine era
un hombre afortunado por haberla conseguido. Es un gran error
suponer que una mujer sin corazón sea fácil de contentar en los
asuntos amorosos. No existe sobre la tierra un ser más despiadado
a la hora de exigir el cariño de los demás que una mujer totalmente
egoísta; y cuanto menos bella se va haciendo, con más celos e in-
transigencia demanda el amor, hasta la última gota. Por lo tanto,
cuando St. Clare empezó a descuidar las galanterías y las pequeñas
atenciones que abundaban al principio por la costumbre de la con-
quista, descubrió que su sultana no estaba nada dispuesta a perder a
su esclavo; hubo gran cantidad de lágrimas, pucheros y pequeñas
tormentas además de disgustos, suspiros y reproches. St. Clare era
generoso y poco dispuesto a sufrir, e intentaba aplacarla con rega-
los y halagos; y cuando Marie dio a luz una bella hija, sintió real-
mente despertar dentro de él, durante algún tiempo, algo parecido a
la ternura.
La madre de St. Clare había sido una mujer de ideales y una pu-
reza de carácter poco comunes, y Augustine puso su nombre a su
hija, con la esperanza de que fuese una réplica de aquella imagen.
Este hecho fue motivo de celos quisquillosos de parte de su esposa,
que veía con suspicacia y disgusto la devoción absorbente de su
marido por la niña; todo lo que le daba a la niña parecía escatimár-
selo a ella. Desde el momento del nacimiento de esta hija, su salud
empeoró paulatinamente. Una vida de constante inactividad, del
cuerpo y de la mente, la fricción del continuo aburrimiento y des-
contento, unidos a la debilidad normal que solía acompañar el pe-
ríodo de maternidad, en pocos años convirtieron a la bella joven en
una mujer marchita, amarillenta y enfermiza, cuyo tiempo se dis-
tribuía entre una variedad de achaques imaginarios y que se consi-
deraba, en todos los sentidos, la persona más maltratada y doliente
del mundo.
Sus diferentes males no tenían fin, pero su fuerte parecía ser la
jaqueca, que a veces la confinaba en su habitación tres días de cada
seis. Como, naturalmente, todas las disposiciones familiares esta-
ban en manos de los criados, St. Clare encontraba su hogar muy
poco confortable. Su única hija era extremadamente delicada y te-
mía que, sin nadie que la cuidase, su salud e incluso su vida pudie-
ran sacrificarse por culpa de la incompetencia de la madre. La
había llevado con él en un viaje a Vermont y había persuadido a su
prima, la señorita Ophelia St. Clare, que volviera con él a su resi-
dencia sureña; y en este momento se encuentran de vuelta a bordo
de este barco, donde los hemos presentado a nuestros lectores.
Y ahora, mientras las lejanas cúpulas y torres de Nueva Orleáns
se alzan ante nuestros ojos, nos queda tiempo para presentarles a la
señorita Ophelia.
Quien haya viajado por los estados de Nueva Inglaterra recordará
en alguna aldea fresca la amplia granja con su corral de césped
bien barrido bajo la sombra del tupido follaje de los arces sacari-
nos; y recordará el aire de orden y quietud, de perpetuidad y reposo
inalterables que parece respirar todo el lugar. No falta nada, y nada
está estropeado; no hay ni un poste suelto en la valla ni una partí-
cula de papel en el verde jardín, con sus macizos de lila que crecen
bajo las ventanas. Dentro recordará habitaciones grandes y limpias,
donde parece que nunca se hace ni se va a hacer nada, donde cada
objeto está colocado en un lugar definitivo e inmutable y donde
todos los acontecimientos domésticos transcurren con la precisión
puntual del viejo reloj del rincón. En la «sala de guardar» familiar,
como se le llama, recordará la librería formal y respetable con sus
puertas de cristal, donde conviven decorosamente la
Historia
de
Rollin,
El paraíso perdido
de Milton,
El progreso del peregrino
de
Bunyan y la Biblia familiar de Scott con multitud de libros igual-
mente solemnes y decentes. No hay criados en la casa, sólo la da-
ma con níveo gorro y lentes que se sienta a coser todas las tardes
entre sus hijas como si no hubiera hecho ni fuera a hacer nada más;
ella y sus hijas, a alguna hora temprana y olvidada del día «hicie-
ron la casa» y durante el resto del tiempo, a todas las horas a las
que se las puede ver a ellas, está «hecha». En el viejo suelo de la
cocina jamás se ve una mancha de suciedad; las mesas, las sillas y
los utensilios de cocinar jamás se ven desordenados o revueltos,
aunque se preparan tres o cuatro comidas al día, se realizan la co-
lada y el planchado de la familia, y se producen de alguna forma
misteriosa libras y libras de mantequilla y queso.
En una granja parecida la señorita Ophelia había pasado una exis-
tencia tranquila durante unos cuarenta y cinco años, hasta que su
primo la invitó a visitar su mansión sureña. La mayor de una fami-
lia numerosa, sus padres aún la consideraban una de «los chicos» y
la invitación a Orleáns era un acontecimiento trascendental dentro
del círculo familiar. El anciano padre de cabeza cana sacó el atlas
de Morse de la librería para buscar la latitud y longitud exactas, y
leyó
Viajes en el Sur y el Oeste
de Flint para formar su propia opi-
nión sobre la naturaleza de la región.
La buena madre preguntó ansiosa «si Orleáns no era un lugar te-
rriblemente malvado» y dijo que le parecía «casi lo mismo que vi-
sitar las islas de Pascua o cualquier lugar pagano».
Supieron en casa del clérigo y en la del médico y en la sombrere-
ría de la señorita Peabody que Ophelia St. Clare «hablaba» de mar-
charse a Orleáns con su primo; y por supuesto la aldea entera no
podía menos que contribuir al proceso importantísimo de hablar
del asunto. El clérigo, que tenía opiniones decididamente abolicio-
nistas, tenía sus dudas sobre si tal paso no tendería a animar a los
sureños a quedarse con sus esclavos, mientras que el médico, que
era un colonizacionalista convencido, se inclinaba hacia la opinión
de que era el deber de la señorita Ophelia ir, para demostrar a los
de Nueva Orleáns que no tenía mala opinión de ellos después de
todo. De hecho, era de la opinión de que la gente del sur necesitaba
que le infundieran ánimos. Sin embargo, cuando ya era del domi-
nio público que se había decidido a marcharse, durante quince días
todos sus amigos y vecinos la invitaron a tomar el té, para enterar-
se debidamente de sus planes y perspectivas. La señorita Moseley,
que iba a la casa para ayudar con la costura, iba averiguando datos
importantes por los cambios que tenía que efectuar en el vestuario
de la señorita Ophelia. Se pudo saber a ciencia cierta que el señor
Sinclare, como solían abreviar su apellido en los alrededores, había
apartado cincuenta dólares y los había entregado a la señorita
Ophelia, diciéndole que comprara cuanta ropa quisiera, y que le
habían enviado dos vestidos nuevos y un sombrero de Boston. En
cuanto a la corrección de este dispendio extraordinario, había divi-
sión de opiniones: algunos afirmaban que estaba muy bien, por una
vez en la vida, teniéndolo todo en cuenta, mientras que otros ase-
veraban que hubiesen hecho mejor mandando el dinero a las misio-
nes; pero todos estuvieron de acuerdo en que jamás se había visto
en aquellas partes un parasol semejante al que se le había enviado
desde Nueva York y que tenía un vestido de seda que valía por sí
mismo, fuese lo que fuese lo que se pensara de su dueña. También
hubo unos tremendos rumores sobre un pañuelo cosido a mano;
incluso circulaba una versión según la cual la señorita Ophelia po-
seía un pañuelo totalmente bordeado de encaje y se añadió que
hasta las esquinas estaban bordadas; no obstante, este último deta-
lle nunca pudo constatarse satisfactoriamente y sigue siendo un
misterio hoy.
La señorita Ophelia, como la vemos ahora, está de pie ante noso-
tros, alta, cuadrada y angulosa, con un reluciente vestido de viaje
de lino marrón. Su rostro era delgado, con un perfil un poco afila-
do; los labios estaban apretados como los de una persona acostum-
brada a tener opiniones tajantes sobre todas las materias, mientras
que los oscuros ojos agudos tenían un peculiar movimiento escru-
tador, y examinaban todo como si buscaran algo de que hacerse
cargo.
Todos sus movimientos eran bruscos, decididos y enérgicos, y,
aunque nunca había sido muy habladora, cuando hablaba, sus pa-
labras eran notablemente directas y pertinentes.
En sus costumbres, era el epítome del orden, el método y la exac-
titud. En la puntualidad, era inevitable como un reloj e inexorable
como una locomotora; execraba y desdeñaba a cualquiera que no
lo fuese.
El mayor de los pecados, a sus ojos, el súmmum de todos los ma-
les, lo expresaba con una palabra muy utilizada e importante en su
vocabulario: «ineptitud». Su máxima expresión de desdén se plas-
maba en la pronunciación enfática de la palabra «inepto», con la
que daba a entender todas las formas de proceder que no tenían la
finalidad directa e inevitable de cumplir algún propósito claramen-
te definido en la mente. Las personas que no hacían nada o que no
sabían exactamente lo que iban a hacer o que no emprendían el ca-
mino más directo hacia la consecución de lo que acometían, mere-
cían su absoluto desprecio, que mostraba menos con lo que decía
que con una especie de trea severidad, como si desdeñase hablar
del asunto.
En cuanto al cultivo de la mente, ella poseía una mente clara,
enérgica y activa, estaba bien versada en historia y los primitivos
clásicos ingleses y tenía opiniones muy fuertes dentro de unos lí-
mites muy estrechos. Sus principios teológicos eran juntados, clasi-
ficados en categorías muy claras y distintas, y guardados como los
paquetes de su baúl; existían en un número exacto, y nunca habría
ni uno más. Lo mismo ocurría con sus ideas sobre la mayoría de
los asuntos de la vida práctica, tales como todos los aspectos de la
economía doméstica y las diferentes relaciones políticas de su al-
dea natal. Y por debajo de todo, más profundo, más alto y más an-
cho que todo lo demás, yacía el principio más fuerte de su ser: la
rectitud. En ningún sitio la rectitud domina y absorbe tanto como
en el caso de las mujeres de Nueva Inglaterra. Es una formación
granítica que yace más hondo y se alza más alto que las mayores
montañas.
La señorita Ophelia era esclava absoluta del «debería»». Una vez
estaba convencida de que «el camino del deber»», como lo solía
llamar ella, iba en una dirección determinada, ni el fuego ni el agua
podrían apartarla de él. Iría directamente al fondo de un pozo o a la
boca de un cañón cargado si estaba segura de que ése era el camino
correcto. Su baremo de rectitud era tan alto, tan completo, tan mi-
nucioso y hacía tan pocas concesiones a la debilidad humana que,
aunque luchaba con heroico ahínco por alcanzarlo, nunca lo conse-
guía y por supuesto esto hacía que le pesara un sentido constante y
a menudo molesto de insuficiencia; daba a su carácter religioso un
tinte severo y algo tétrico.
Pero ¿cómo es posible que la señorita Ophelia se lleve bien con
Augustine St. Clare: alegre, despreocupado, impuntual, poco prác-
tico y escéptico, quien, en resumen, pisoteaba con una libertad im-
pudente cada una de las costumbres y opiniones más queridas de
ella?
El caso es que la señorita Ophelia lo quería. Cuando niño, ella era
la encargada de enseñarle el catecismo, remendarle la ropa, peinar-
le y señalarle en general el camino a seguir; y, como su corazón
tenía una zona cálida, Augustine procedió como lo hacía con la
mayoría de las personas, acaparando una buena porción para sí, y
de esta forma no tuvo dificultad en persuadirle de que el «camino
del deber» conducía a Nueva Orleáns, y que debía acompañarle
para cuidar de Eva y evitar que todo se echase a perder durante los
frecuentes achaques de su esposa. La idea de una casa sin nadie
que la gobernara le llegó al alma; además, quería a la preciosa ni-
ña, como casi todos los que la conocían; y aunque consideraba a
Augustine como un terrible pagano, lo quería, se reía de sus chistes
y toleraba sus defectos hasta tal punto que resultaba totalmente in-
creíble a los que la conocían. Pero nuestro lector debe ir descu-
briendo por conocimiento personal el resto de las cosas que se re-
fieren a la señorita Ophelia.
Allí está, sentada en su camarote, rodeada por una multitud
variopinta de bolsas grandes y pequeñas, cajas y cestas, en cada
una de las cuales hay un artículo que está ocupada en atar, envol-
ver, empaquetar o cerrar con una expresión muy seria.
––Bien, Eva, ¿llevas la cuenta de tus cosas? Por supuesto que no:
los niños nunca os fijáis; ahí está la bolsa de lunares y la sombrere-
ra con tu mejor sombrero: son dos; con la bolsa de caucho, son
tres; y mi caja de costura, cuatro; mi sombrerera, cinco; mi caja de
cuellos, seis; y ese baúl pequeño, siete. ¿Qué has hecho de tu som-
brilla? Dámelo para que lo envuelva y lo ataré con mi paraguas y
mi sombrilla; ya está.
––Pero, tiíta, sólo vamos a casa; ¿para qué sirve todo eso?
––Para mantener el orden, hija; las personas debemos cuidar de
nuestras cosas, si queremos que nos duren; bien, Eva, ¿has guarda-
do el dedal?
––La verdad, tía, no lo sé.
––No importa; yo te revisaré el costurero: dedal, cera, dos bobi-
nas, tijeras, cuchillo, pasacintas; muy bien, ponlo ahí. ¿Cómo te las
arreglabas, hija, cuando viajabas sola con tu papá? Me sorprende
que no hayas perdido todo lo que traías.
––Pues sí, tía, perdía muchas cosas; pero cuando atracábamos en
algún lugar, papá me compraba más de lo que fuera.
––¡Córcholis, niña! ¡Qué manera de actuar!
––Era una manera muy fácil, tiíta ––dijo Eva.
––Es una manera muy inepta ––dijo la tiíta.
––¿Y ahora qué vas a hacer, tía? Ese baúl está demasiado lleno
para cerrarlo.
––Hay que cerrarlo ––dijo la tía, con un aire de general, apretu-
jando las cosas y sentándose sobre la tapa; pero aún no se juntaba
la boca del baúl.
––¡Ponte aquí, Eva! ––dijo la señorita Ophelia con valor––; lo
que se ha hecho una vez se puede volver a hacer. Este baúl tiene
que cerrarse con llave: no hay más remedio.
Y el baúl, intimidado, sin duda, por esta frase decidida, se rindió.
El cierre se encajó firmemente en su sitio y la señorita Ophelia giró
la llave y la guardó, triunfante, en el bolsillo.
––Ya estamos preparadas. ¿Dónde está tu papá? Creo que " va
siendo hora de que saquen este equipaje. Echa un vistazo, Eva, a
ver si ves a tu papá.
––Oh, sí, está al otro extremo del salón de caballeros comiéndose
una naranja.
––No puede saber lo cerca que estamos ––dijo la tía––; ¿no debe-
rías ir a hablarle?
––Papá nunca se da prisa por nada ––dijo Eva––, y aún no hemos
llegado al desembarcadero. Sal a cubierta, tía. ¡Mira, aquélla es
nuestra casa, en esa calle!
El barco empezó, entre pesados gruñidos, como algún enorme
monstruo fatigado, a abrirse camino entre los muchos barcos de
vapor del malecón. Eva señalaba encantada las diferentes agujas,
cúpulas y demás monumentos que distinguían su ciudad natal.
––Sí, sí, querida, muy bonito ––decía la señorita Ophelia––. Pero,
¡córcholis, se ha detenido el barco! ¿Dónde está tu padre?
Y comenzó el alboroto típico del desembarco: camareros corrien-
do en veinte direcciones a la vez, bolsas, cajas, mujeres llamando
ansiosas a sus hijos, todos apretundose en una densa masa hacia
la plancha de desembarco.
La señorita Ophelia se sentó resueltamente en el recién conquis-
tado baúl y, formando todos sus muebles y enseres con gran disci-
plina castrense, parecía dispuesta a defenderlos hasta el último
aliento.
«¿Le llevo el baúl, señora?», «Le llevo el equipaje?», «Déjeme
cuidar de sus maletas, señora», «¿No quiere usted que se lo lle-
ve?»; le llovieron las ofertas sin que hiciera caso. Se quedó sentada
impertérrita, tiesa como una aguja de zurcir pinchada en una tabla,
agarrada a su manojo de paraguas y parasoles, respondiendo con
bastante determinación para desanimar incluso a los cocheros de
alquiler y preguntando a Eva repetidamente: «¿En qué estará pen-
sando el papá? No se habrá caído por la borda, pero algo tiene que
haberle ocurrido»; y justo cuando empezaba a angustiarse de ver-
dad, apareció él y, desenfadado como siempre, ofreciendo a Eva un
cuarto de la naranja que él se estaba comiendo, dijo:
––Bien, prima Vermont, supongo que estás preparada.
––Hace casi una hora que estoy preparada y esperando ––dijo la
señorita Ophelia––; empezaba a preocuparme por ti.
––Eres una chica lista ––dijo él––. Bien, nos espera el coche, y se
ha dispersado la multitud, de manera que ya podemos salir como
cristianos decentes, sin que nos empujen y zarandeen. Toma ––dijo
a un cochero que estaba detrás de él––, llévate estas cosas.
––Iré a ver cómo las carga ––dijo la señorita Ophelia.
––¡Bah, prima! ¿Para qué? ––dijo St. Clare.
––En todo caso, me llevaré esto y esto y esto ––dijo la señorita
Ophelia, apartando tres cajas y una maleta.
––Querida señorita Vermont, debes olvidarte un poco de tus cos-
tumbres norteñas ahora. Debes adoptar aunque sea un poquito de
los principios sureños y no caminar con todo ese peso. Te tomarán
por una camarera; dáselos a este individuo; él los cogerá como si
fueran huevos.
La señorita Ophelia miró desesperada mientras su primo la des-
embarazaba de todos sus tesoros y se alegró cuando se reunió de
nuevo con ellos, en perfecto estado, en el carruaje.
––¿Dónde está Tom? ––preguntó Eva.
––Está en la parte de fuera, gatita. Voy a dárselo a mamá como
ofrenda de paz, para compensarle por aquel tipo que volcó el co-
che.
––Oh, Tom será un cochero magnífico, lo sé ––dijo Eva––. El no
se emborrachará nunca.
El coche se detuvo delante de una mansión antigua, construida
con esa extraña mezcla de estilos francés y español de la que hay
algunas muestras en algunas zonas de Nueva Orleáns. Estaba cons-
truida al estilo árabe: un edificio cuadrado rodeaba un patio, donde
penetró el coche a través de una puerta en forma de arco. El patio
interior evidentemente se había edificado según un modelo pinto-
resco y voluptuoso. Amplios pórticos bordeaban los cuatro costa-
dos, y sus arcos moros, sus finas columnas y sus motivos arabescos
transportaban la mente, como en sueños, al romántico reino orien-
tal de España. En el centro del patio, una fuente lanzaba al cielo
sus aguas plateadas, que caían en un rocío incesante a la pila de
mármol, rodeada de una ancha franja de aromáticas violetas. El
agua de la fuente, diáfana como el cristal, estaba repleta de miría-
das de peces dorados y plateados, que se revoloteaban chispeantes
como joyas vivientes. Alrededor de la fuente había un sendero pa-
vimentado con un mosaico de piedrecillas formando diversos dibu-
jos fantásticos; y el sendero estaba rodeado de un césped suave
como terciopelo verde, que estaba rodeado, a su vez, por el camino
de entrada de coches. Dos grandes naranjos, fragantes de azahar,
hacían una sombra deliciosa, y, colocadas en círculo en el césped,
había macetas de mármol de diseño arabesco que contenían las
plantas más exquisitas de los trópicos. Enormes granados, con sus
hojas brillantes y sus flores llameantes, jazmines árabes de hojas
oscuras con sus estrellas plateadas, geranios, frondosos rosales in-
clinados bajo el peso de sus abundantes flores, jazmines dorados,
verbena con olor a limón, todos juntaban sus flores y sus aromas,
mientras que se veían aquí y allá unos viejos áloes místicos, con
sus extrañas hojas gigantescas, como ancianos magos sentados con
peculiar pompa entre flores más delicadas y olores más fugaces.
Los pórticos que bordeaban el patio estaban adornados con corti-
nas de alguna especie de tejido árabe que se podían correr para ta-
par los rayos de sol. En conjunto, el lugar tenía un aspecto lujoso y
romántico.
Al aproximarse el coche, Eva parecía un pájaro a punto de esca-
parse de su jaula, por la fuerza salvaje de su gozo.
––¿No es precioso, magnífico, este queridísimo hogar mío? ––
dijo a la señorita Ophelia––. ¿No es precioso?
––Es un lugar muy bonito ––dijo la señorita Ophelia al apearse––
; aunque me parece a mí que tiene un aspecto algo pagano.
Tom se bajó del carruaje y miró alrededor con un aire de tranqui-
lo y sereno placer. Los negros, no hay que olvidarlo, son origina-
rios de algunos de los países más maravillosos y exóticos del mun-
do y tienen, en el fondo de su corazón, una pasión por todo lo que
es magnífico, rico y espléndido; pasión que, cuando la ostentan sin
refinamiento de gustos, les hace parecer ridículos ante el gusto más
frío y rígido de la raza blanca.
St. Clare, que era en el fondo un sibarita poético, sonrió cuando la
señorita Ophelia hizo el comentario sobre su hacienda y, volvién-
dose hacia Tom, que miraba alrededor con su rostro sonriente ra-
diante de admiración, dijo:
––Tom, muchacho, esto parece ser de tu gusto.
––Si, amo, me parece perfecto ––dijo Tom.
Todo esto ocurrió en un segundo, mientras se bajaban las maletas,
se pagaba al cochero, y una multitud de todas las edades y todos
los tamaños, hombres, mujeres y niños salía corriendo de los pórti-
cos inferiores y superiores para ver llegar al amo. En primer lugar
había un joven mulato bien atildado, evidentemente un personaje
distinguido, vestido a la última moda y blandiendo en la mano un
pañuelo de batista perfumado.
Este personaje se estaba esforzando por conducir, con gran rapi-
dez, a todo el rebaño de criados al otro extremo del porche.
––¡Atrás, todos! Me avergonzáis ––dijo con un tono autoritario––
. ¿Queréis meter las narices, nada más llegar el amo, en sus rela-
ciones familiares?
Todos pusieron cara de vergüenza al oír este elegante discurso,
pronunciado con gran solemnidad, y se quedaron apiñados a una
distancia respetuosa, con la excepción de dos gordos mozos de
cuerda que se acercaron y comenzaron a llevarse el equipaje.
Gracias a la organización sistemática del señor Adolph, cuando
St. Clare se volvió tras pagar al cochero no quedaba nadie más a la
vista que el mismo señor Adolph, muy vistoso con su chaleco de
raso, su cadena de oro y sus pantalones blancos, que hacía reveren-
cias con una gracia inenarrable.
––Ah, Adolph, ¿eres tú? dijo su amo, ofreciéndole la mano––.
¿Cómo estás, muchacho? ––mientras Adolph pronunciaba con gran
fluidez un discurso improvisado que llevaba quince días preparan-
do con gran esmero.
––Vaya, vaya ––dijo St. Clare, marchándose con su aire habitual
de desenfadado humorismo––, eso está muy bien expresado,
Adolph. Cuida de que se distribuya correctamente el equipaje. Iré a
ver a la gente dentro de un momento ––y, diciendo esto, condujo a
la señorita Ophelia a un gran salón que daba al porche.
Una mujer alta y cetrina de ojos negros hizo ademán de le-
vantarse de un sofá donde estaba tumbada.
––¡Mamá! ––dijo Eva con una especie de embeleso, echándose a
su cuello y abrazándola una y otra vez.
––Ya está bien... ten cuidado, niña... deténte, que me das dolor de
cabeza ––dijo la madre, tras besarla lánguidamente. Entró St. Cla-
re, abrazó a su esposa de manera ortodoxa y marital y le presentó a
su prima. Marie levantó los ojos a su prima con cierto aire de cu-
riosidad y le dio la bienvenida con cortesía apática. Una multitud
de criados se agolpaba en torno a la puerta, y entre ellos una mula-
ta de mediana edad y apariencia muy respetable se adelantó trepi-
dante de expectación y alegría.
––¡Oh, ahí está Mammy! ––dijo Eva, cruzando la habitación de
un salto; se echó en sus brazos, besándola una y otra vez.
Esta mujer no le dijo que le daba dolor de cabeza sino, al contra-
rio, la abrazó y se rió y lloró hasta el punto de hacer dudar de su
cordura; cuando soltó a Eva, ésta se lanzó de uno a otro dándoles la
mano y besándolos de tal forma que la señorita Ophelia dijo luego
que le revolvió el estómago.
––Bien ––dijo la señorita Ophelia––, los niños sureños hacen al-
go que yo no sería capaz de hacer.
––¿Y qué es? ––preguntó St. Clare.
––Bien, quiero ser amable con todo el mundo y no quisiera hacer
daño a nadie, pero en cuanto a besar...
––A los negros ––dijo St. Clare––; es demasiado para ti, ¿eh?
––Pues, sí, eso es. ¿Cómo puede hacerlo ella?
St. Clare se rió al salir al corredor. ––¡Hola, hola! ¿Qué pasa aquí
fuera? Eh, vosotros, Mammy, Jimmy, Polly, Sukey, ¿estáis conten-
tos de ver al amo? ––dijo, al pasar de uno a otro dándoles la mano–
–. Cuidado con los bebés ––añadió, al tropezar con un niño del co-
lor del hollín que andaba a gatas––. Si piso a alguien, que me lo
diga.
Hubo muchas risas y bendiciones para el amo, mientras St. Clare
distribuía entre ellos algunas monedas.
––Bien, marchaos ya, como buenos muchachos dijo; y toda la
compañía oscura y clara, desapareció por una puerta que daba a un
gran porche, seguidos de Eva, que llevaba una gran bolsa que
había llenado con manzanas, frutos secos, caramelos, cintas, enca-
jes y juguetes de todo tipo durante su viaje de vuelta a casa.
Cuando St. Clare se giró para regresar, posó su mirada en Tom,
que estaba de pie inquieto, descansando el peso primero en un pie
y luego en el otro, mientras Adolph se apoyaba indiferente en la
barandilla, escudriñando a Tom a través de unos gemelos de teatro,
con un aire digno del dandi más importante del mundo.
––¡Mira al pisaverde! ––dijo su amo, quitándole los gemelos de
un manotazo––. ¿Es ésa forma de tratar a un compañero? Me pare-
ce a mí, Dolph ––dijo, tocando el elegante chaleco de raso que lle-
vaba Adolph––, me parece a mí que este chaleco es mío.
––¿Qué, amo, este chaleco todo manchado de vino? Por supuesto
que un caballero como el amo nunca se pondría un chaleco así.
Tenía entendido que me lo había de quedar yo. Está bien para un
pobre negro como yo.
Y Adolph movió la cabeza y pasó los dedos por el cabello perfu-
mado con gran elegancia.
––Conque así están las cosas, ¿eh? ––dijo displicente St. Clare––.
Bien, pues yo voy a llevar a este Tom ante el ama para enseñárselo
y después te lo llevas tú a la cocina y cuidado con darte aires ante
él. El vale por dos pisaverdes como tú.
––El amo siempre está bromeando ––dijo Adolph, riendo––. Me
alegro de verlo de tan buen humor.
––Por aquí, Tom ––dijo St. Clare, haciéndole un gesto de que se
acercase.
Tom entró en la habitación. Miró pensativo las alfombras de ter-
ciopelo y los esplendores indescriptibles de los espejos, cuadros,
estatuas y cortinas y, como la reina de Saba ante Salomón, se que-
dó sin ánimos. Parecía temeroso incluso de posar los pies en el
suelo.
––Mira, Marie ––dijo St. Clare a su esposa––, por fin te he traído
a un cochero en regla. Te digo que es como un enterrador por su
negrura y sobriedad y te llevará como si fueras a un funeral, si así
lo deseas. Abre los ojos, pues, y míralo. Y no digas que no pienso
en ti cuando estoy fuera.
Marie abrió los ojos y los fijó, sin levantarse, sobre Tom.
––Sé que se emborrachará ––dijo.
––No, me han garantizado que es un hombre pío y abstemio.
––Pues espero que dé buen resultado ––dijo la dama––, aunque
no lo creo.
––Dolph ––dijo St. Clare––, acompaña a Tom abajo; y ¡cuidado!
––añadió––. Acuérdate de lo que te he dicho. Adolph se adelantó
con elegancia y Tom lo siguió con andares toscos.
––¡Es un perfecto monstruo! ––dijo Marie.
––Vamos, vamos, Marie ––dijo St. Clare, sentándose en un esca-
bel a sus pies junto al sofá––, sé amable y dime algo agradable.
––Has tardado quince días más de lo previsto ––dijo la dama,
haciendo pucheros.
––Pero te escribí explicándote el motivo.
––Una carta tan corta y fría ––dijo la dama.
––¡Vaya por Dios! Se iba el correo y tenía que ser esa carta o
ninguna.
––Siempre es igual ––dijo la señora––; siempre hay alguna excu-
sa para hacer más largos tus viajes y más cortas tus cartas.
––Vamos, vamos ––añadió él, sacando del bolsillo un elegante
estuche de terciopelo y abriéndolo––, aquí tienes un regalo que te
compré en Nueva York.
Era un daguerrotipo, claro y suave como un grabado, de Eva y su
padre sentados cogidos de la mano.
Marie lo contempló con aire insatisfecho.
––¿.Por qué estás sentado en una postura tan incómoda? ––
preguntó.
––Bien, la postura puede ser cuestión de opinión, pero, ¿qué opi-
nas del parecido?
––Si no te importa mi opinión sobre una cosa, supongo que tam-
poco te importará sobre la otra ––dijo la dama, cerrando el dague-
rrotipo.
«¡Maldita mujer!» dijo mentalmente St. Clare; pero en voz alta
añadió: ––Vamos, Marie, ¿qué me dices del parecido? No seas ton-
ta, vamos.
––Eres muy desconsiderado, St. Clare ––dijo la dama–– al insistir
en que hable y mire cosas. Sabes que estoy con jaqueca todo el día,
y ha habido tal escándalo desde que habéis llegado que estoy me-
dio muerta.
––¿Eres propensa a las jaquecas, prima? ––preguntó la señorita
Ophelia, emergiendo de pronto desde el fondo de un gran sillón
donde estaba sentada en silencio, haciendo inventario de los mue-
bles y calculando su precio.
––Sí, soy una verdadera mártir de las jaquecas ––dijo la dama.
––El té de enebrina es bueno para los dolores de cabeza ––dijo la
señorita Ophelia––; por lo menos, así lo decía Auguste, la esposa
del diácono Abraham Perry, y ella era una gran enfermera.
––Haré que recojan del jardín junto al lago las primeras enebrinas
que maduren para ese propósito ––dijo St. Clare, tocando la cam-
panilla al mismo tiempo––; mientras tanto, prima, debes de tener
ganas de retirarte a tus aposentos para refrescarte un poco, después
del viaje. Dolph ––añadió––, dile a Mammy que venga ––entró un
minuto después la respetable mulata a la que Eva había abrazado
con tanto embeleso a su llegada, vestida con un turbante alto rojo y
amarillo, reciente regalo de Eva, que ésta acababa de colocarle en
la cabeza.
––Mammy ––dijo St. Clare––, pongo a esta señora bajo tus cui-
dados; está cansada y necesita reposar; llévala a su habitación y
asegúrate de que está cómodamente instalada ––y la señorita
Ophelia desapareció tras los pasos de Mammy.
CAPÍTULO XVI
EL AMA DE TOM Y SUS OPINIONES
Y ahora, Marie ––dijo St. Clare––, llega una época dorada para ti.
Aquí está nuestra prima práctica y eficiente de Nueva Inglaterra,
que te quitará todo el peso de la economía doméstica de los hom-
bros para que tengas tiempo de reponer fuerzas y ponerte más jo-
ven y guapa. La ceremonia de entrega de llaves debe llevarse a ca-
bo enseguida.
Este comentario se hizo en la mesa del desayuno, unos días des-
pués de la llegada de la señorita Ophelia.
––Se las entrego encantada ––dijo Marie, apoyando la cabeza
lánguidamente en la mano––. Creo que se enterará de una cosa, y
es que las amas somos las esclavas en estas partes.
––Oh, seguro que se enterará de eso, y una multitud más de ver-
dades suculentas, sin duda ––dijo St. Clare.
––Y luego hablan de que tenemos esclavos, como si lo hi-
ciéramos por nuestra comodidad ––dijo Marie––. Si lo hiciéramos
por eso, los soltaríamos a todos en el acto.
Evangeline fijó sus grandes ojos serios en el rostro de su madre
con una expresión seria y perpleja y le preguntó simplemente: ––
¿Y para qué los tienes, mamá?
––La verdad es que no lo sé, excepto para fastidiarme. Son una
plaga en mi vida. Creo que tienen más culpa de mi mala salud que
ninguna otra cosa; y sé que los nuestros son la peor plaga que na-
die haya tenido jamás.
––Oh, vamos, Marie, estás alicaída esta mañana ––dijo St. Clare–
–. Sabes que eso no es verdad. Si Mammy es la mejor persona del
mundo. ¿Qué sería de ti sin ella?
––Mammy es la mejor de todos los que conozco ––dijo Marie––,
pero incluso Mammy es egoísta, terriblemente egoísta: ése es el
defecto de toda su raza.
––El egoísmo es un defecto horrible ––dijo St. Clare, muy serio.
––Pues mira a Mammy ––dijo Marie––; creo que es muy egoísta
por su parte dormir bien por las noches; sabe que necesito cuidados
casi cada hora, cuando me llegan los peores ataques, y, sin embar-
go, ¡cuesta tanto despertarla! Estoy mucho peor esta mañana por
los esfuerzos que tuve que hacer anoche para despertarla.
––––¿No ha pasado muchas noches levantada contigo últi-
mamente, mamá? ––dijo Eva.
––¿Cómo lo sabes tú? ––preguntó Marie ásperamente––. Se
habrá quejado, supongo.
––No se quejó. Sólo me contó que habías pasado muy mala no-
che, varias noches seguidas.
––¿Por qué no dejas que Jane o Rosa la reemplacen durante una
noche o dos ––dijo St. Clare–– para que ella descanse?
––¿Cómo puedes proponer tal cosa? ––dijo Marie––. St. Clare,
eres de lo más desconsiderado. Estoy tan nerviosa que cualquier
susurro me molesta, y una mano extraña me volvería loca del todo.
Si Mammy tuviera el interés por mí que debiera, se despertaría más
fácilmente, ya lo creo. He oído hablar de personas que han tenido a
criados así, pero yo no tengo tanta suerte y Marie suspiró.
La señorita Ophelia había escuchado la conversación con un aire
de gravedad astuta y observadora; y permaneció con los labios
fuertemente apretados como si estuviera empeñada en averiguar
exactamente qué terreno pisaba antes de comprometerse.
––Ahora bien, Mammy posee una especie de bondad ––dijo Ma-
rie––; es dócil y respetuosa, pero en el fondo es egoísta. Nunca pa-
ra de inquietarse y de preocuparse por ese marido suyo. Veréis,
cuando me casé y vine a vivir aquí, la tuve que traer conmigo, pero
mi padre no podía prescindir de su marido. Era herrero y, natural-
mente, le hacía mucha falta; y yo pensé en ese momento, y así lo
dije, que lo mejor era que él y Mammy se olvidaran el uno del otro
puesto que era poco probable que nos viniera bien que volviesen a
vivir juntos. Ojalá hubiese insistido más y hubiese casado a Mam-
my con otro; pero fui tonta e indulgente y no quise insistir. Le dije
a Mammy entonces que no debía esperar verlo sino una o dos ve-
ces más en su vida, porque el aire de la casa de mi padre no me
sienta bien, y no puedo ir allí; y le aconsejé que se juntara con otro,
pero no quiso. Mammy es un poco obstinada a veces, pero nadie
más que yo se da cuenta de ello.
––¿Tiene hijos? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Sí; tiene dos.
––Supongo que le duele estar separada de ellos.
––Bien, naturalmente no me los pude traer. Eran unos críos muy
sucios, y no podía tenerlos por aquí; además, la entretenían dema-
siado; y creo que Mammy siempre lo ha tomado a mal. No se quie-
re casar con ningún otro y estoy convencida de que, aunque sabe la
falta que me hace y lo mala que es mi salud, volvería con su mari-
do mañana si tuviera oportunidad. Ya lo creo que sí ––dijo Marie–
–. Así de egoístas son, incluso los mejores.
––Es triste pensarlo ––dijo St. Clare secamente.
La señorita Ophelia lo miró intensamente y vio su rubor de morti-
ficación y desazón y sus labios sarcásticamente torcidos cuando
habló.
––Ahora bien, Mammy siempre ha sido mi favorita ––dijo Ma-
rie––. Quisiera que algunas criadas del Norte echaran un vistazo a
su guardarropa: tiene colgados vestidos de seda y muselina y hasta
uno de auténtica batista de lino. He trabajado tardes enteras a veces
bordándole gorros y preparándola para ir a una fiesta. En cuanto a
malos tratos, no sabe lo que son. No la han azotado más de una o
dos veces en su vida. Toma café fuerte o té todos los días con azú-
car blanco. Desde luego es una aberración; pero St. Clare se empe-
ña en que se lo pasen en grande ahí abajo y cada uno de ellos hace
lo que le da la gana. El caso es que nuestros criados están demasia-
do consentidos. Supongo que es en parte culpa nuestra que sean
egoístas y se comporten como niños malcriados, pero me he can-
sado de hablar de ello con St. Clare.
––Y yo también ––dijo St. Clare, cogiendo el periódico de la ma-
ñana.
La bella Eva había escuchado a su madre con esa expresión de se-
riedad profunda y mística que le era peculiar. Se acercó suavemen-
te a la silla de su madre y le rodeó el cuello con sus brazos.
––Bien, Eva, ¿qué quieres ahora? ––preguntó Marie.
––Mamá, ¿puedo cuidarte yo una noche, sólo una? Sé que no te
pondría nerviosa y no me dormiría. A menudo me quedo despierta
por las noches pensando...
––¡Tonterías, hija, tonterías! ––dijo Marie––. ¡Eres una niña tan
extraña!
––Pero, ¿me dejas, mamá? Creo ––dijo tímidamente que Mammy
no está bien. Hace poco me ha dicho que le duele la cabeza todo el
tiempo.
––¡Ésa es una de las manías de Mammy! Mammy es igual que
los demás, arma escándalo por cada dolorcito de cabeza o de dedo.
¡No podemos consentirlo! Tengo principios sobre este asunto ––
dijo, volviéndose hacia la señorita Ophelia––; te darás cuenta de
que es necesario. Si alientas a los criados a que se dejen llevar por
cada sensación desagradable y se quejen de cada achaque, no te
darán tregua. Yo nunca me quejo; nadie sabe lo que sufro. Consi-
dero que es mi deber aguantarlo en silencio y eso es lo que hago.
Los ojos redondos de la señorita Ophelia delataron un franco
asombro ante esta perorata, que a St. Clare le pareció tan ridícula
que estalló a reír a carcajadas.
––Siempre se ríe St. Clare cuando hago la más mínima alusión a
mi mala salud ––dijo Marie con voz de mártir atormentado––. ¡Es-
pero que no llegue el día en que se acuerde de ello! y Marie acercó
el pañuelo a sus ojos.
Siguió un silencio algo absurdo. Finalmente se levantó St. Clare,
miró el reloj y dijo que tenía un compromiso calle abajo. Eva se
marchó detrás de él y la señorita Ophelia y Marie se quedaron so-
las en la mesa.
––Esto es típico de St. Clare ––dijo ésta, guardándose el pañuelo
con un gesto algo fogoso ahora que no estaba delante el criminal al
que pretendía afectar––. Nunca se da cuenta, no quiere, no le da la
gana darse cuenta de lo que sufro y llevo años sufriendo. Si yo fue-
ra de las que se quejan, o si diera importancia a mis males, estaría
justificado. Los hombres se cansan, naturalmente, de las esposas
quejumbrosas. Pero yo me guardo las cosas para mí y me aguanto
hasta tal extremo que he hecho creer a St. Clare que puedo aguan-
tar cualquier cosa.
La señorita Ophelia no sabía exactamente lo que debía responder
a esto.
Mientras pensaba en algo que decir, Marie se enjugó las lágrimas
y se compuso poco a poco como si fuese una paloma alisándose el
plumaje tras un chaparrón; inició una conversación doméstica con
la señorita Ophelia, sobre armarios, roperos, planchas, almacenes y
otros asuntos de los que iba a hacerse cargo esta última de común
acuerdo; y le dio tal cantidad de instrucciones y recomendaciones
precavidas que hubieran mareado y confundido totalmente una ca-
beza menos sistemática y práctica que la de la señorita Ophelia.
––Y ahora ––dijo Marie––, creo que te lo he dicho todo; así que,
cuando me llegue el próximo ataque, podrás hacerte cargo perfec-
tamente, sin consultarme, excepto en el caso de Eva, que necesita
vigilancia.
A mí me parece que es una niña muy, muy buena ––dijo la seño-
rita Ophelia––; nunca he conocido a otra mejor.
––Eva es rara ––dijo su madre––; muy rara. Tiene unas cosas tan
extrañas; no se parece nada a mí y Marie suspiró, como si esta con-
sideración fuera realmente melancólica.
La señorita Ophelia dijo para sí: «Espero que no», pero tuvo la
prudencia de no decirlo en voz alta.
––A Eva siempre le ha gustado estar con los negros, y yo creo
que eso está muy bien para algunos niños. Yo jugaba siempre con
los pequeños negros de mi padre y nunca me hizo ningún daño. Pe-
ro Eva siempre se pone al mismo nivel que todas las criaturas que
se acercan a ella. Es una cosa extraña de la niña. Nunca he podido
quitarle la costumbre. Y creo que St. Clare le anima a ello. El caso
es que St. Clare mima a todas las criaturas bajo este techo menos a
su esposa.
De nuevo la señorita Ophelia se quedó sentada en silencio.
––No hay más remedio ––dijo Marie–– que someter a los criados
y mantenerlos en su sitio. Para mí ha sido algo natural desde la ni-
ñez. Eva es capaz de malcriar a una casa entera. No sé qué será de
ella cuando le llegue el turno de llevar una casa personalmente. Es-
toy de acuerdo con ser amables con los criados, siempre lo soy; pe-
ro hay que ponerlos en su sitio. Eva no lo hace nunca; ¡no hay ma-
nera de meterle en la cabeza cuál es el sitio de un criado! ¡Ya la
has oído ofrecerse a cuidarme por las noches, para que duerma
Mammy! Es sólo una muestra de lo que haría ella todo el tiempo si
se la dejara sola.
––Pero ––dijo la señorita Ophelia francamente–– supongo que
consideras que tus criados son seres humanos y merecen descansar
cuando se fatigan.
––Por supuesto; naturalmente. Soy muy meticulosa en dejarles
tener todo lo que viene bien, cualquier cosa que no me incomode a
mí, desde luego. Mammy puede recuperar el sueño a cualquier
hora; no es ningún problema. Es lo más dormilón que he conocido
nunca; cosiendo, de pie o sentada, esa criatura se queda dormida en
todas partes. No hay peligro de que Mammy se quede sin dormir.
Pero tratar a los criados como si fuesen flores exóticas o jarrones
de porcelana, eso es ridículo –dijo Marie, sumergiéndose lángui-
damente en las profundidades de un voluminoso sofá mullido y
acercándose un elegante frasco de sales de cristal tallado.
––Verás ––continuó con una vocecilla tenue y delicada, como el
último suspiro de un jazmín árabe o algo igualmente etéreo––, ve-
rás, prima Ophelia, no hablo muy a menudo de mí misma. No es
mi costumbre, ni me agrada. De hecho, no tengo fuerza para hacer-
lo. Pero hay cuestiones en las que discrepamos St. Clare y yo. St.
Clare nunca me ha comprendido, nunca me ha apreciado. Creo que
eso es la raíz de mi mala salud. St. Clare tiene buenas intenciones,
quiero creer, pero los hombres son, por naturaleza, egoístas y des-
considerados con las mujeres. O, por lo menos, ésa es la impresión
que tengo.
La señorita Ophelia, que poseía una considerable porción de la
auténtica cautela de Nueva Inglaterra y un horror muy concreto a
verse involucrada en las disputas familiares, empezó a prever que
amenazaba una cosa de ese tipo; por lo tanto, compuso sus faccio-
nes en una expresión de férrea neutralidad y, sacando del bolsillo
una labor de calceta que ya medía una yarda y media de longitud y
que guardaba como remedio contra lo que el doctor Watts asevera
es una costumbre personal de Satanás para con las personas de
manos ociosas, se puso a tejer con gran energía, con los labios se-
llados de una forma que decía tan claramente como pudieran decir-
lo las palabras: «No me hagas hablar. No quiero saber nada de tus
asuntos.» De hecho, tenía aspecto de tener tanta compasión como
un león de piedra. Pero a Marie eso no le importó. Había consegui-
do tener a alguien con quien hablar y sentía que hablar era su deber
y eso era suficiente; por lo que, oliendo su frasco de sales nueva-
mente para refortalecerse, continuó:
––Verás, aporté mi propio dinero y criados cuando me casé con
St. Clare y tengo derecho legal a disponer de ellos como me plaz-
ca. St. Clare tenía su propia fortuna y sus propios criados y me pa-
rece bien que los lleve a su manera; pero siempre se empeña en in-
terferir. Tiene unas ideas curiosas y extravagantes sobre las cosas,
especialmente sobre cómo tratar a los criados. Se comporta real-
mente como si antepusiera a los criados a mí y a sí mismo también;
les deja hacer toda clase de travesuras y no levanta un dedo contra
ellos. Ahora bien, en algunas cosas, St. Clare es tremendo de ver-
dad, y me asusta, a pesar del aspecto de buen humor que suele te-
ner. Ahora se ha empeñado en que, pase lo que pase, nadie im-
ponga un castigo en esta casa excepto él y yo; y lo dice de tal ma-
nera que no me atrevo a llevarle la contraria. Puedes ver adónde
conduce eso; St. Clare no levanta la mano aunque lo pisoteen todos
ellos y yo... ya ves lo cruel que sería pedirme que me esforzara. Tú
sabes que estos criados sólo son niños grandes.
––No sé absolutamente nada del asunto y doy gracias al Señor de
que' así sea ––dijo escuetamente la señorita Ophelia.
––Bien, pero tendrás que saber algo, y saberlo a tu costa, si te
quedas aquí. No sabes con qué hatajo de ingratos, tontos, descui-
dados, infantiles, poco razonables y provocativos tendrás que vér-
telas.
Marie se animaba extraordinariamente siempre que hablaba de
este tema; en esta ocasión abrió los ojos y pareció olvidarse de su
postración.
––No sabes, no puedes imaginarte las pruebas constantes a las
que someten a un ama de casa, a todas horas y en todas partes. Pe-
ro no sirve de nada quejarse a St. Clare. El dice las cosas más ex-
trañas. Dice que nosotros los hemos hecho como son y tenemos
que aguantamos. Dice que sus defectos son culpa nuestra, y que
sería cruel crear un defecto y luego castigarlo. Dice que nosotros
no lo haríamos mejor, en su lugar; como si pudiéramos ponemos
en la misma categoría.
––¿No crees que el Señor los hizo de la misma sangre que noso-
tros? ––preguntó rudamente la señorita Ophelia. ––¡Por supuesto
que no! ¡Dónde íbamos a ir a parar! Son una raza degenerada.
––¿No crees que tengan almas inmortales? ––preguntó la señorita
Ophelia, con una indignación cada vez mayor.
––Bien, eso ––dijo Marie con un bostezo––, nadie lo pone en du-
da. Pero de ahí a ponerlos al mismo nivel que nosotros, como si se
nos pudiera comparar, ¡es imposible! Ahora bien, St. Clare ha in-
tentado hacerme creer que tener a Mammy separada de su marido
es lo mismo que separarme a mí del mío. No se puede comparar.
Mammy no podría tener los mismos sentimientos que yo. Es una
cosa diferente, desde luego, y sin embargo, St. Clare finge que no
lo ve. ¡Como si Mammy pudiese querer a sus sucios rorros como
quiero yo a Eva! No obstante, una vez St. Clare intentó realmente
persuadirme de que era mi deber, con mi mala salud y todo lo que
sufro, dejar a Mammy que volviera a casa y coger a otra en su lu-
gar. Eso era demasiado, incluso para mí. No suelo mostrar mis sen-
timientos, sino que soporto las cosas en silencio por principio; es la
penosa suerte de una esposa, y me aguanto. Pero aquella vez esta-
llé, de modo que no ha vuelto a mencionar el asunto desde enton-
ces. Pero sé por su expresión y las cosas que dice que aún piensa lo
mismo ¡y es muy molesto y exasperante!
La señorita Ophelia tenía todo el aspecto de tener miedo de decir
algo; pero siguió traqueteando con las agujas de una forma preñada
de significado, si Marie hubiera sabido interpretarlo.
––Así que ya ves ––continuó–– con lo que tienes que enfrentarte.
Una casa sin gobierno, donde los criados van a la suya, hacen lo
que les place y tienen todo lo que quieren, excepto en los aspectos
en los que yo, con mi débil salud, he mantenido el control. Tengo a
mano el látigo de cuero y a veces los zurro; pero el esfuerzo es
siempre demasiado para mí. Si St. Clare consintiera que se hiciera
como lo hacen los demás...
––¿Cómo?
––Pues mandándolos a la cárcel u otro sitio a que los azoten. Es
la única manera. Si no fuera una mujer tan débil y enfermiza, creo
que llevaría la casa con el doble de energía que St. Clare.
––¿Y cómo se las arregla St. Clare? ––preguntó la señorita
Ophelia––. ¿Dices que nunca les pega?
––Bien, los hombres tienen unos modales más enérgicos, ya sa-
bes; les es más fácil; además, si lo miras directamente a los ojos ––
unos ojos peculiares–– cuando habla con decisión, hay una especie
de destello en ellos. A mí me da miedo, y los criados saben que
tienen que andar con pies de plomo. Yo no consigo tanto con mis
tormentas y regañinas como St. Clare con una mirada de esos ojos,
cuando se pone serio. Oh, St. Clare no tiene problema; por eso no
me tiene más compasión. Pero ya descubrirás cuando te pongas a
gobernar que la severidad no sirve para nada, son tan malos, tan
falsos y tan perezosos.
––La vieja cantinela ––dijo St. Clare tranquilamente al entrar––.
¡Por cuántas cosas tendrán que responder estas criaturas malvadas,
sobre todo por la pereza! Verás, prima ––dijo, tendiéndose cuan
largo era en el sofá enfrente del de Marie––, es totalmente imper-
donable en ellos, esta pereza, a la vista del ejemplo que les damos
Marie y yo.
––Vamos, vamos, St. Clare, ¡qué malo eres! ––dijo Marie.
––¿Lo soy? Pues yo creía que estaba siendo bueno, por raro que
parezca. Intento secundar tus palabras, Marie, siempre.
––Sabes bien que no querías decir eso, St. Clare ––dijo Marie.
––Oh, pues entonces, debía de estar equivocado. Gracias por en-
cauzarme, querida.
––Haces todo lo que puedes por provocarme ––dijo Marie.
––Oh, vamos, Marie, el día se pone cálido y acabo de discutir
largamente con Dolph, lo cual me ha fatigado muchísimo; así que
sé agradable y déjame descansar a la luz de tu sonrisa.
––¿Qué pasa con Dolph? ––preguntó Marie––. La impertinencia
de ese individuo está llegando a un punto intolerable para mí. ¡Oja-
lá estuviera bajo mis órdenes solamente durante una temporada!
¡Ya lo pondría yo en su sitio!
––Lo que dices, querida, está teñido de tu agudeza y sensatez
habituales ––dijo St. Clare––. En cuanto a Dolph, éste es el caso:
lleva tanto tiempo imitando mis gracias y perfecciones que ha lle-
gado finalmente a creerse su propio amo, y me he visto obligado a
hacerle ver su error.
––¿.Cómo? ––preguntó Marie.
––Pues me he visto obligado a darle a entender explícitamente
que prefería quedarme con algunas prendas de mi propio vestuario
para ponérmelas yo; después, le he racionado la colonia a su exce-
lencia y he tenido la crueldad de limitarle a utilizar una docena de
mis pañuelos de batista. A Dolph le ha sentado bastante mal y he
tenido que hablarle como un padre para que se le pasara.
––¡Ay, St. Clare! ¿Cuándo aprenderás a tratar a los criados? ¡Es
abominable cómo les consientes! ––dijo Marie.
––Pero después de todo, ¿qué tiene de malo que el pobre quiera
parecerse a su amo? Y si lo he educado para que crea que los ma-
yores bienes son el agua de colonia y los pañuelos de batista, ¿por
qué no dárselos?
––¿Y por qué no lo has educado mejor? ––preguntó la señorita
Ophelia muy directamente.
––Demasiado trabajo, prima; por pereza, que echa a perder más
almas de lo que te puedes imaginar. Si no fuera por la pereza, yo
mismo sería un perfecto ángel. Me inclino a pensar que la pereza
es lo que el viejo doctor Botherem de Vermont solía llamar «la
esencia de la perversidad moral». Es terrible pensarlo, desde luego.
––Creo que los dueños de esclavos tenéis una terrible res-
ponsabilidad ––dijo la señorita Ophelia––. A mí no me gustaría te-
nerla por nada del mundo. Deberíais educar y tratar a los esclavos
como seres razonables, como criaturas inmortales con las que te-
néis que sentaros en el banquillo de Dios. Eso es lo que pienso ––
dijo la buena señora, dejándose llevar de repente por una marea de
fervor que había ido cogiendo fuerza en su mente toda la mañana.
––Oh, vamos, vamos ––dijo St. Clare, levantándose rápidamente–
– ¿qué sabes tú de nosotros? ––y se sentó en el piano y empezó a
tocar una pieza vigorosa. Tocaba firme y brillantemente y sus de-
dos se movían por el teclado con un movimiento ligero de pájaro,
etéreo pero decidido. Tocó una pieza tras otra, como alguien que
quiere ponerse de buen humor. Después apartó las partituras, se
levantó y dijo alegremente––: Bien, prima, nos has dado un sermón
y has cumplido con tu deber; en conjunto, te aprecio más por ello.
No tengo ninguna duda de que me hayas lanzado un diamante de
verdad pero, como me ha dado de lleno en la cara, al principio no
he sabido apreciarlo.
––Por mi parte, no veo que sirva para nada ese tipo de conversa-
ción ––dijo Marie––. Si hay alguien que haga más que nosotros por
sus esclavos, me gustaría saber quién; y, además, a ellos no les sir-
ve de nada en absoluto: se ponen cada vez peor. En cuanto a hablar
con ellos y cosas así, pues yo he hablado con ellos hasta cansarme
y quedarme sin voz, explicándoles sus deberes y todo eso; y desde
luego que pueden ir a la iglesia cuando quieren, aunque no entien-
den ni una palabra más del sermón que si fueran cerdos, por lo que
no les sirve de gran cosa ir, a mi modo de ver; sin embargo, van, y
tienen todas las oportunidades, pero, como he dicho antes, son una
raza degenerada y siempre lo serán y no tienen remedio; no puedes
sacar provecho de ellos, por mucho que lo intentes. Verás, prima
Ophelia, yo lo he intentado y tú no; yo nací y me crié entre ellos y
lo sé.
La señorita Ophelia pensaba que había dicho suficiente y se que-
dó callada. St. Clare silbó una melodía.
––St. Clare, me gustaría que dejaras de silbar ––dijo Marie––; me
pone peor la cabeza.
––No silbaré más ––dijo St. Clare––. ¿Hay alguna otra cosa que
no quieres que haga?
––Quisiera que tuvieras un poco de compasión por mis males;
nunca tienes ningún sentimiento por mí.
––¡Querido ángel acusador! ––dijo St. Clare.
––Es provocativo que me hables de esta forma.
––Entonces, ¿cómo quieres que te hable? Hablaré como mandes,
de la forma que me digas, para darte gusto.
Una risa alegre se oyó desde el patio a través de las cortinas de
seda del porche. St. Clare salió, apartando la cortina, y se rió tam-
bién.
––¿Qué ocurre? ––preguntó la señorita Ophelia, acercándose a la
barandilla.
Allí estaba Tom, en un musgoso banco del patio, con todos y ca-
da uno de los ojales repletos de jazmines y Eva, riendo alegremen-
te, le colgaba del cuello un collar de rosas; después se sentó en su
regazo, aún riendo como un gorrión.
––¡Ay, Tom, qué gracioso estás!
Tom tenía una sonrisa benévola y serena y parecía disfrutar de la
diversión a su manera tanto como su pequeña ama. Levantó la vista
cuando vio a su amo con un aire algo molesto de disculpa.
––¿Cómo puedes permitírselo? ––preguntó la señorita Ophelia.
––¿Por qué no? ––preguntó St. Clare. ––Pues, no sé, me parece
terrible.
––No te parecería mal que un niño acariciara a un gran perro,
aunque fuese negro; pero te estremeces ante la idea de acariciar
una criatura que piensa y siente y razona y es inmortal; reconócelo,
prima. Sé muy bien lo que sentís vosotros los norteños. Y no quie-
ro decir que sea una virtud que nosotros no lo compartamos, sólo
que aquí la costumbre hace lo que debería hacer el cristianismo:
eliminar el sentimiento de prejuicio personal. A menudo he obser-
vado en mis viajes al Norte que este sentimiento es mucho más
fuerte en vosotros. 'Os repugnan como si fueran serpientes o sapos,
y sin embargo os indignáis por las injusticias que sufren. No que-
réis que abusen de ellos, pero no queréis tener nada que ver con
ellos personalmente. Los mandaríais a África, donde no los po-
dríais ver ni oler, y luego enviaríais un misionero o dos para que se
sacrificaran elevándoles el espíritu rápidamente a todos. ¿No es
cierto?
––Bien, primo ––dijo pensativa la señorita Ophelia––, puede que
haya algo de verdad en lo que dices.
––¿Qué sería de los pobres y los humildes sin los niños? ––dijo
St. Clare, apoyándose en la barandilla para observar a Eva, que se
alejaba corriendo, llevando a Tom consigo––. Los niños son los
únicos verdaderos demócratas. En este momento, Tom es un héroe
para Eva; sus historias le parecen maravillosas, sus canciones e
himnos metodistas son mejores que la ópera para ella, los objetos
que lleva en los bolsillos son una mina de diamantes y él es el Tom
más magnífico que jamás haya existido con la piel negra. Ésta es
una de las rosas del Edén que el Señor ha dejado caer para que las
recojan los pobres y humildes, que reciben pocas rosas de otro ti-
po.
––Es curioso, primo ––dijo la señorita Ophelia––, pareces un teó-
rico cuando hablas de esa manera.
––¿Un teórico? ––preguntó St. Clare.
––Sí, un teórico de la religión.
––En absoluto; no soy teórico, tal como decís los de la ciudad, y,
lo que es peor, tampoco soy practicante, me temo.
––¿Por qué hablas así, entonces?
––No hay nada más fácil que hablar ––dijo St. Clare––. Creo que
Shakespeare hace decir a un personaje «Mejor enseñaría yo a una
veintena lo que hay que hacer, que seguir, una entre veinte, mis
propias enseñanzas». No hay nada como la distribución del trabajo.
Hablar es mi fuerte y el tuyo, prima, es hacer.
En la situación externa de Tom en estos momentos, no había nada
de que quejarse, a los ojos del mundo. El afecto que le profesaba la
pequeña Eva, la gratitud y cariño instintivos de una naturaleza no-
ble, la habían llevado a pedir a su padre que fuera su asistente es-
pecial siempre que necesitara la compañía de un sirviente en sus
paseos; y Tom tenía órdenes de dejar todo lo que estuviera hacien-
do y atender a la señorita Eva siempre que ella lo deseara, órdenes
que no le eran nada desagradables, como pueden imaginarse nues-
tros lectores. Iba bien vestido, pues St. Clare era muy exigente en
ese aspecto. Sus servicios en los establos no eran más que una si-
necura, y consistían en una inspección cotidiana y en dar ins-
trucciones a un sirviente subalterno; y es que Marie St. Clare había
dicho que no toleraría que oliese a caballo cuando se le acercara y
que no debía hacer ningún trabajo que pudiera hacerlo desagrada-
ble para ella, ya que su sistema nervioso no podía someterse a nin-
guna prueba de esa naturaleza; según decía ella, un tufo desagra-
dable era suficiente para acabar con ella y poner fin a todas sus tri-
bulaciones terrenales de una vez. Por lo tanto, Tom, con su traje
bien cepillado de paño, su suave sombrero de castor, sus botas lus-
trosas, sus impecables puños y cuello y su bondadosa cara seria
parecía lo bastante respetable como para ser un obispo de Cartago,
como lo habían sido sus antepasados en otra época.
Además, estaba en un lugar hermoso, algo que nunca era indife-
rente a los de su sensible raza; y disfrutaba con un gozo sereno de
los pájaros, las flores, las fuentes, las aromas, la luz y la belleza del
patio; las cortinas de seda, los cuadros, las arañas, las figurillas y
los dorados, que convertían los salones de dentro en una especie de
cueva de Aladino a sus ojos.
Si alguna vez África muestra una raza elevada y culta ––y tarde o
temprano le llegará el turno de participar en el drama de la perfec-
ción humana––, la vida despertará allí con una suntuosidad y mag-
nificencia que no podían imaginarse nuestras frías tribus occidenta-
les. En aquel país místico y lejano de oro y gemas y especias, de
palmeras ondulantes y flores soberbias y fertilidad milagrosa, na-
cerán nuevas formas de arte, nuevos estilos de esplendor; y la raza
negra, ya no despreciada y pisoteada, quizás aporte algunas de las
revelaciones más novedosas y magníficas de la vida humana. Se-
guro que lo hará, con su delicadeza y docilidad de corazón, su
humildad, su capacidad de confiar en una mente superior y un po-
der más alto, con la sencillez de sus afectos y su facilidad para el
perdón. En todas estas cosas manifestarán la forma más elevada de
la vida cristiana y, quizás, como Dios castiga a los que ama, ha
elegido a la pobre África para meterla en la fragua de las afliccio-
nes, para convertirla en la mejor y la más noble del reino que esta-
blecerá después de juzgar y condenar a los demás reinos, porque
los primeros serán los últimos y los últimos, los primeros.
¿Eran éstos los pensamientos de Marie St. Clare, mientras estaba
de pie en el porche un domingo por la mañana, espléndidamente
vestida, abrochando una pulsera de brillantes en su fina muñeca?
Posiblemente lo fueran. O si no, pensaba en otra cosa; porque a
Marie le gustaba usar cosas buenas, y en este momento iba a ir a
una iglesia de moda, ataviada con todas sus galas: brillantes, sedas,
encajes y diversas joyas, para ejercer de religiosa. Marie siempre
hacía alarde de ser muy beata los domingos. Allí estaba, tan esbel-
ta, tan elegante, tan etérea y ondulante en todos sus movimientos,
su echarpe de encaje envolviéndola como la niebla. La señorita
Ophelia estaba junto a ella, un gran contraste. No porque no tuvie-
se un vestido y un chal igualmente buenos o un pañuelo igualmen-
te fino, sino que su rigidez, su corpulencia y su total rectitud la en-
volvían con un halo, aunque indefinido, tan apreciable como la
elegancia de su compañera; sin embargo, no era la gracia divina...
¡ésa es una cosa muy diferente!
––¿Dónde está Eva? ––preguntó Marie.
––La niña se ha detenido en la escalera para decirle algo a Mam-
my.
¿Y qué es lo que le decía Eva a Mammy en la escalera? Escucha,
lector, y te enterarás tú, aunque Marie no se entere.
––Querida Mammy, sé que te duele muchísimo la cabeza.
––¡Dios la bendiga, señorita Eva! Últimamente me duele siempre
la cabeza. No se preocupe usted.
––Bien, pues me alegro de que vayas a salir ––y la niña la rodeó
con sus brazos––, toma, Mammy, llévate mi frasco de sales.
––¿Qué, su frasco precioso con los diamantes? Dios mío, señori-
ta, no estaría nada bien.
––¿Por qué no? A ti te hace falta y a mí, no. Mamá lo usa siempre
para el dolor de cabeza; hará que te sientas mejor. No, no, te lo lle-
varás, vamos, para complacerme.
––¡Cómo habla el angelito! ––dijo Mammy, cuando Eva se lo pu-
so encima del pecho y, besándola, se fue corriendo escaleras abajo
para reunirse con su madre.
––¿Por qué te has detenido?
––Sólo me he parado para darle mi frasco de sales a Mammy, pa-
ra que se lo lleve a la iglesia.
––¡Eva! ––dijo Marie, dando una patada de exasperación en el
suelo––. ¡Tu frasco de oro a Mammy! ¿Cuándo vas a aprender lo
que es correcto? Ve a recuperarlo ahora mismo.
Eva adoptó una expresión afligida y se giró despacio.
––Oye, Marie, deja a la niña en paz; hará lo que crea conveniente
––dijo St. Clare.
––St. Clare, ¿cómo va a defenderse en la vida? ––preguntó Marie.
––Sólo Dios lo sabe ––dijo St. Clare––, pero en el cielo se defen-
derá mejor que tú o yo.
––Oh, papá, no seas así ––dijo Eva suavemente, tocándole el co-
do––; molestas a mamá.
––Bien, primo, ¿estás listo para ir a la iglesia? ––preguntó la se-
ñorita Ophelia, volviéndose para mirar de frente a St. Clare.
––Yo no voy, muchas gracias.
––¡Ojalá St. Clare fuese a la iglesia! ––dijo Marie––, pero no tie-
ne ni un ápice de religioso. No es nada respetable.
––Lo sé ––dijo St. Clare––. Vosotras las señoras vais a la iglesia
para aprender a salir adelante en el mundo, supongo, y vuestra pie-
dad nos tiñe a nosotros de respetabilidad. Si yo fuera, iría a donde
va Mammy; por lo menos allí ocurren cosas para mantenerlo des-
pierto a uno.
––¿Qué? ¿Con aquellos metodistas gritones? ¡Qué horror! ––dijo
Marie.
––Cualquier cosa antes que el mar muerto de vuestras iglesias
respetables, Marie. Decididamente, es demasiado pedirle a un
hombre. Eva, ¿a ti te gusta ir? Vamos, quédate en casa a lugar
conmigo.
––Gracias, papá, pero prefiero ir a la iglesia.
––¿Pero no es muy aburrido? ––preguntó St. Clare.
––Creo que es un poco aburrido ––dijo Eva–– y me entra sueño a
mí también, pero intento mantenerme despierta.
––¿Por qué vas, entonces?
Ya sabes, papá ––dijo ella en un susurro––, la prima me ha dicho
que Dios quiere que vayamos; y Él nos lo da todo, ¿sabes? Y no es
mucho, si Él lo quiere. No es tan aburrido, después de todo.
––¡Eres un ángel dulce y complaciente! ––dijo St. Clare besándo-
la––; vete, buena chica, y reza por mí.
––Por supuesto. Siempre lo hago ––dijo la niña, saltando al ca-
rruaje tras su madre.
St. Clare se quedó en la escalinata enviándole besos mientras se
alejaba el coche; tenía los ojos llenos de lágrimas.
––¡Ay, Evangeline, bien llamada! ––dijo––; ¿no ha hecho Dios
que seas un evangelio para mí?
El sentimiento le duró un momento; después fumó un cigarro, le-
yó el
Picayune
y se olvidó de su pequeño evangelio. ¿Era muy di-
ferente de las demás personas?
Verás, Evangeline ––decía su madre––, siempre es bueno y co-
rrecto ser amable con los criados, pero no es correcto tratarlos
exactamente
como si fueran de la familia o de nuestra propia clase.
Piensa, si Mammy estuviera enferma, no te gustaría acostarla en tu
propia cama, ¿verdad?
––Me encantaría, mamá ––dijo Eva––, porque así sería más fácil
cuidarla y porque, ¿sabes?, mi cama es mejor que la suya.
Marie se quedó absolutamente desesperada ante la total ausencia
de discernimiento moral que delataba esta respuesta.
––¿Qué puedo hacer para que me entienda esta niña? ––preguntó.
––Nada ––dijo significativamente la señorita Ophelia. Eva pare-
ció contrita y perpleja durante un momento; pero, afortunadamen-
te, a los niños no les duran las impresiones mucho tiempo y un rato
después se reía alegremente de diversas cosas que veía desde la
ventana del coche, mientras traqueteaba por el camino.
––Bien, señoras ––dijo St. Clare, cuando se encontraban cómo-
damente sentados alrededor de la mesa para comer ¿cuál ha sido el
menú de la iglesia hoy?
––Oh, el doctor G_ pronunció un sermón magnífico ––dijo Ma-
rie––. Era exactamente el tipo de sermón que te convendría oír a ti;
expresaba mis mismas opiniones.
––Ha debido de ser muy edificante ––dijo St. Clare––. El tema ha
debido de ser muy extenso.
––Quiero decir mis opiniones sobre la sociedad y cosas parecidas
––dijo Marie––. El texto era «Él ha hecho bellas todas las cosas en
su sazón» y demostraba cómo todos los órdenes y distinciones de
la sociedad provienen de Dios; y decía que era muy conveniente y
hermoso que algunos estén arriba y otros abajo, y que algunos han
nacido para mandar y otros para obedecer y todas esas cosas, ya
sabes; y lo ha aplicado tan bien a todas las ridículas alharacas que
se hacen por la cuestión de la esclavitud, y ha demostrado clara-
mente que la Biblia está de nuestra parte y ha apoyado de manera
convincente todas nuestras instituciones. ¡Ojalá lo hubieras oído!
––Pues no me hacía falta ––dijo St. Clare––. Puedo aprender co-
sas que me hacen el mismo bien en el Picayune cualquier día, y
fumando un cigarro además; ya sabes que en la iglesia no me de-
jan.
––¿Por qué? ––preguntó la señorita Ophelia––. ¿Es que no com-
partes esas opiniones?
––¿Quién, yo? Sabes que soy un individuo tan impío que los as-
pectos religiosos de estos asuntos no me edifican mucho. Si tuviera
que pronunciarme sobre el asunto de la esclavitud, diría, sin pelos
en la lengua, «Estamos a favor. Nosotros los tenemos y es nuestra
intención seguir teniéndolos, pues nos interesa y nos conviene»;
porque ésa es la esencia de la cuestión; después de todo, todas es-
tas beaterías no significan otra cosa y creo que sería comprensible
para cualquiera en cualquier parte.
––¡Desde luego, Augustine, eres tan irreverente! ––dijo Marie––.
Es escandaloso oírte hablar.
––Escandaloso? Es la verdad. Estas charlas religiosas sobre tales
temas, ¿por qué no van más allá y demuestran la belleza, en su sa-
zón, de que un tipo se beba una copa de más y trasnoche jugando a
las cartas, y realice varias otras actividades del mismo estilo que
son frecuentes entre los hombres jóvenes?; nos gustaría enteramos
de que también son correctas y pías.
––Bien ––dijo la señorita Ophelia–– ¿crees que la esclavitud es
buena .o mala?
––No pienso hacer gala de la horrible franqueza típica de Nueva
Inglaterra, prima––dijo St. Clare alegremente––. Si te contesto a
esta pregunta, sé que me vendrás con una docena más, cada una
más difícil que la anterior; y yo no pienso definir mi postura. Yo
soy de los que viven tirando piedras al tejado ajeno, pero no tengo
intención de dejar que ellos hagan lo mismo conmigo.
––Así habla él siempre ––dijo Marie––; no conseguirás que diga
nada satisfactorio. Creo que es sólo porque no le gusta la religión
por lo que habla siempre de esta manera.
––¡La religión! ––dijo St. Clare, con un tono que hizo que ambas
señoras lo miraran––. ¡La religión! ¿Eso es lo que oís en las igle-
sias: religión? ¿Eso que moldea y dobla las cosas y las sube y baja
para ajustarlas a todas las corruptas fases de la sociedad egoísta y
mundana es religión? ¿Eso que es menos escrupuloso, generoso,
justo y considerado con el hombre que mi propia naturaleza ciega,
mundana y atea? ¡No! Cuando yo busque la religión, debo buscar
algo por encima de mí y no por debajo.
––Entonces no crees que la Biblia justifica la esclavitud ––dijo la
señorita Ophelia.
––La Biblia era el libro de mi madre ––dijo St. Clare––. Vivió y
murió siguiéndola, y me dolería mucho creer que sea así. Preferiría
que demostrara que mi madre podía beber coñac, mascar tabaco y
jurar para convencerme de que yo obraba bien haciendo lo mismo.
No me reconciliaría más con estas costumbres mías y me quitaría
el consuelo de respetarla; y realmente es un consuelo, en este mun-
do, tener algo que se pueda respetar. En resumen, verás ––dijo, re-
cuperando de pronto el tono alegre––, todo lo que quiero es que las
cosas diferentes se guarden en cajas diferentes. Todo el armazón
de la sociedad, tanto en Europa como en América, se compone de
varias cosas que no soportan el escrutinio de ningún ideal moral.
Se acepta generalmente que los hombres no aspiremos a lograr el
bien absoluto, sino que sólo queramos ser como el resto del mun-
do. Así, cuando alguien dice claramente, como un hombre, que la
esclavitud nos hace falta, que no podemos arreglárnoslas sin ella y
que nos arruinaríamos si la abandonásemos, y, por supuesto, no
tenemos intención de abandonarla, esto es un lenguaje fuerte, claro
y bien definido; tiene la respetabilidad de la verdad, y, si hemos de
juzgar por sus actos, el resto del mundo está de acuerdo con noso-
tros. Pero cuando empiezan a poner cara larga y lloriquear y citar
las Sagradas Escrituras, empiezo a pensar que no son tan buenos
como deberían ser.
––Eres muy poco caritativo ––dijo Marie.
––Bien ––dijo St. Clare––, supón que algo hace que baje el precio
del algodón de una vez por todas y que todos los esclavos se con-
viertan en género invendible, ¿no crees que pronto tendríamos otra
versión de la doctrina de las Escrituras? ¡Qué haz de luz iluminaría
de repente la iglesia y qué rápidamente se descubriría que todo lo
que dictan la Biblia y la razón es lo contrario!
––Pues, en cualquier caso ––dijo Marie, tumbándose en el sofá––,
me alegro de haber nacido donde hay esclavitud; y yo creo que está
bien; es más, siento que debe de estar bien y, además, no sabría
arreglármelas sin ella.
––Bien, ¿y qué dices tú, gatita? ––preguntó su padre a Eva, que
entraba en ese momento con una flor en la mano.
––¿Sobre qué, papá?
––Sobre lo que te gusta más: si vivir en casa de tu tío de Vermont
o tener una casa llena de criados, como nosotros. ––Oh, por su-
puesto que nuestro sistema es el más agradable ––dijo Eva.
––¿Y por qué? ––preguntó St. Clare, acariciándole la cabeza.
––Porque hace que tengamos a más personas alrededor a quienes
querer, ya sabes ––dijo Eva, mirándolo muy seria.
––¡Qué típico de Eva! ––dijo Marie––: uno de sus extraños dis-
cursos.
––¿Es un discurso extraño, papá? ––preguntó Eva en un susurro,
al encaramarse a su regazo.
––Pues sí, tal como está el mundo, gatita ––dijo St. Clare––. Pe-
ro, ¿dónde ha estado mi pequeña Eva durante la comida?
––Oh, he estado arriba en el cuarto de Tom, oyéndole cantar, y la
tía Dinah me ha dado de comer.
––Conque oyendo cantar a Tom, ¿eh?
––¡Oh, sí! Canta unas cosas tan hermosas sobre la nueva Jerusa-
lén y brillantes ángeles y la tierra de Canaán.
––Ya lo creo; mejor que la ópera, ¿eh?
––Sí; y me las va a enseñar a mí.
––Conque clases de cante, ¿eh? ¡Cómo progresas!
––Sí; él me las canta, y yo le leo mi Biblia; y él me explica lo que
significa, ¿sabes?
––Vaya por Dios ––dijo Marie, riendo––. Ése es el mejor chiste
de la temporada.
––A Tom no se le da mal explicar las Escrituras, me atrevo a
afirmar ––dijo St. Clare––. Tom tiene un talento natural para la re-
ligión. Yo quería que me sacara los caballos temprano esta mañana
y me acerqué silencioso al cuartucho de Tom encima de los esta-
blos y lo oí celebrar una reunión él solo, y la verdad es que hace
algún tiempo que no oigo nada tan sabroso como las oraciones de
Tom. Rezó por mí con un fervor que era apostólico del todo.
––Quizás se dio cuenta de que lo escuchabas. Ya he oído hablar
de ese truco.
––Si era así, no era muy cortés, porque le dijo al Señor su opinión
de mí con mucha libertad. Tom parecía creer que había muchas co-
sas que mejorar en mí y parecía muy empeñado en que me convir-
tiese.
––Espero que lo tomes en serio ––dijo la señorita Ophelia. ––
Supongo que tú compartes su opinn ––dijo St. Clare––. Bueno,
ya veremos, ¿verdad, Eva?
CAPÍTULO XVII
LA DEFENSA DEL HOMBRE LIBRE
Al acabar la tarde había un suave bullicio en casa de los cuáque-
ros. Rachel Halliday iba tranquilamente de un sitio a otro, cogien-
do de sus reservas caseras suministros que abultaran lo menos po-
sible para proveer a los viajeros que habían de partir aquella noche.
Las sombras vespertinas se extendían hacia el este y el rojo y re-
dondo sol estaba posado amablemente sobre el horizonte ilumi-
nando con sus haces dorados y sosegados el dormitorio donde se
encontraban sentados George y su esposa. Él tenía a su hijo sobre
las rodillas y a su mujer cogida de la mano. Ambos tenían una ex-
presión pensativa y seria y huellas de lágrimas en las mejillas. ––
Sí, Eliza ––dijo George––, sé que es verdad todo lo que dices. Eres
una buena persona, mucho mejor que yo, e intentaré hacer lo que
dices. Intentaré portarme como debe hacerlo un hombre libre. In-
tentaré sentirme cristiano. Dios Todopoderoso sabe que he intenta-
do hacer bien las cosas, que lo he intentado mucho, cuando lo tenía
todo en contra: ahora olvidaré el pasado, desecharé todos los malos
sentimientos, leeré la Biblia y aprenderé a ser un hombre bueno.
––Y cuando lleguemos a Canadá ––dijo Eliza––, podré ayudarte.
Puedo hacerme modista; y sé mucho de lavar y Planchar las pren-
das finas; entre los dos sabremos salir adelante.
––Sí, Eliza, siempre que nos tengamos el uno al otro y a nuestro
hijo. ¡Ay, Eliza, si supiera esta gente la bendición que supone que
un hombre sienta que su esposa y su hijo le pertenecen
a el!
A me-
nudo me ha sorprendido observar cómo se preocupaban de otras
cosas hombres que podían decir que sus esposas e hijos eran suyos.
La verdad es que me siento rico y fuerte aunque no poseamos más
que las manos desnudas. Me siento incapaz de pedirle más a Dios.
Sí, aunque he trabajado mucho todos los días hasta los veinticinco
años y no tengo ni un centavo, ni techo sobre la cabeza, ni un terru-
ño propio, si ahora me dejan en paz, me sentiré satisfecho, agrade-
cido incluso; trabajaré y te mandaré dinero para ti y para mi hijo.
En cuanto a mi antiguo amo, ha cobrado más de cinco veces lo que
haya podido pagar por mí. No le debo nada.
––Pero aún no estamos fuera de peligro del todo ––dijo Eliza––;
aún no estamos en Canadá.
––Es verdad ––dijo George––, pero me parece que huelo el aire
libre y me hace sentir fuerte.
En este momento se oyeron voces conversando enérgicamente en
la habitación contigua y poco después se oyó una llamada a la
puerta. Eliza se levantó para abrirla.
Simeon Halliday estaba allí y le acompañaba un hermano cuáque-
ro, que presentó como Phineas Fletcher. Phineas era alto, delgado
y pelirrojo, con una expresión de perspicacia y astucia. No compar-
tía el aire plácido, sosegado y espiritual de Simeon Halliday; al
contrario, tenía un aspecto muy despierto y
au fait,
como un hom-
bre que se enorgullece de saber lo que se hace y se mantiene siem-
pre a la expectativa, idiosincrasias que casaban mal con su sombre-
ro de ala ancha y su lenguaje formal.
––Nuestro amigo Phineas ha descubierto una cosa de interés para
ti y los tuyos, George ––dijo Simeon––; te conviene escucharlo.
––Es verdad ––dijo Phineas–– y demuestra lo útil que es dormir
con un oído siempre abierto en ciertos sitios, como he dicho siem-
pre. Anoche me detuve en una pequeña taberna solitaria en la ca-
rretera. ¿Te acuerdas tú del lugar, Simeon, donde vendimos man-
zanas el año pasado a una mujer gorda con grandes pendientes?
Bien, pues estaba cansado de tanto caminar, así que, después de
cenar, me tumbé sobre un montón de bolsas en un rincón y me tapé
con una piel de búfalo, esperando a que me preparasen la cama; y
dio la casualidad que me quedé dormido.
––¿Con un oído abierto, Phineas? ––preguntó tranquilamente Si-
meon.
––No; me dormí, oídos y todo, como un tronco durante un par de
horas, porque estaba muy cansado; pero cuando me desperté un
momento, vi que había algunos hombres en la habitación, sentados
alrededor de una mesa, bebiendo y hablando; y decidí, antes de
presentarme a ellos, ver lo que tramaban, ya que les oí decir algo
sobre los cuáqueros. «De modo que», dijo uno de ellos, «están en
la colonia cuáquera, sin duda», dijo. Entonces escuché con los dos
oídos, y me di cuenta de que hablaban de vosotros. Así que me
quedé tumbado y les escuché hacer todos sus planes. A este joven,
decían, lo iban a enviar de vuelta a Kentucky a su amo, que iba a
infligirle un castigo ejemplar para evitar que se escaparan otros ne-
gros; y dos de ellos iban a llevar a su esposa a Nueva Orleáns para
venderla por cuenta propia, y calculaban que sacarían unos mil
seiscientos o mil ochocientos dólares por ella; y el niño, según di-
jeron, era para un tratante que lo había comprado; y luego estaban
Jim y su madre, que serían devueltos a sus amos de Kentucky. Di-
jeron que había dos alguaciles en un pueblo un poco más adelante
que iban a ir con ellos a arrestarlos y que la mujer tendría que
comparecer ante un juez; y uno de los individuos, que es pequeño
y bien hablado, iba a jurar que era de su propiedad para que se la
entregaran para llevarla al sur. Tienen una idea bastante clara de la
ruta que vamos a seguir esta noche, y seis u ocho de ellos nos per-
seguirán. Así, pues, ¿qué vamos a hacer?
Después de esta comunicación, los miembros del grupo, que
habían adoptado diferentes posturas, merecían que les retrataran.
Rachel Halliday, que había apartado las manos de una hornada de
galletas al oír las noticias, las mantenía levantadas y manchadas de
harina, con una expresión de grave preocupación en el rostro. Si-
meon tenía un aspecto profundamente pensativo. Eliza había ro-
deado a su marido con los brazos y lo contemplaba. George tenía
los puños apretados y los ojos llameantes, y tenía el aspecto que
tendría cualquier hombre al que fueran a vender a la esposa en una
subasta y al hijo a un tratante, todo bajo el amparo de las leyes de
una nación cristiana.
––¿Qué hacemos, George? ––preguntó Eliza desmayada.
––Sé lo que voy a hacer yo ––dijo George, entrando en la peque-
ña habitación, donde se puso a examinar unas pistolas.
––¡Ay, ay! ––dijo Phineas a Simeon con un movimiento de cabe-
za––. ¿Ves, Simeon, lo que va a pasar?
––Ya veo ––dijo Simeon con un suspiro––. Espero que no llegue
a tanto.
––No quiero que se involucre nadie conmigo o por mi culpa ––
dijo George––. Si puede prestarme su vehículo y darme direccio-
nes, iré solo al próximo puesto. Jim es fuerte como un gigante y
valiente como la muerte y la desesperación, y yo también.
––Bien, amigo ––dijo Phineas––, pero aun así, vas a necesitar a
un conductor. Ya sabes que te dejaremos, encantados, que pelees
tú sólo, pero hay un par de cosas que sé yo de la carretera que no
sabes tú.
––Pero no quiero implicarle ––dijo George.
––¡Implicarme! ––dijo Phineas, con una curiosa expresión aguda
en la cara––. Cuando llegues a implicarme, házmelo saber.
––Phineas es un hombre sabio y hábil ––dijo Simeon––. Harás
bien, George, si te dejas guiar por su juicio y ––añadió, poniendo
la mano amablemente en el hombro de George y señalando las pis-
tolas–– no te precipites con éstas; la sangre joven es caliente.
––No atacaré a ningún hombre elijo George––. Todo lo que le pi-
do a este país es que me deje en paz, y yo me iré pacíficamente;
pero ––hizo una pausa y se oscureció su ceño y se torció su rostro–
– han vendido a una hermana mía en el mercado de Nueva Or-
leans. Sé para qué las venden, y ¿me voy a quedar quieto para ver
cómo se llevan a mi esposa para venderla, si Dios me ha dado un
par de fuertes brazos para defenderla? ¡No, que Dios me ayude!
Lucharé hasta el último aliento, antes de dejar que se lleven a mi
esposa y a mi hijo. ¿Me culpan ustedes?
––Ningún hombre puede culparte, George. La carne y la sangre
humanas no pueden actuar de otra forma ––dijo Simeon––. Desdi-
chado es el mundo por culpa de las ofensas, pero desdichados sean
los que las causan.
––¿Incluso tú harías lo mismo, en mi lugar?
––Ruego a Dios que no me ponga a prueba ––dijo Simeon––; la
carne es débil.
––Creo que mi carne sería lo bastante fuerte, en semejantes cir-
cunstancias ––dijo Phineas, extendiendo los brazos como si fueran
las aspas de un molino de viento––. No estoy seguro, amigo Geor-
ge, de que no te sujetaría a un tipo si tú tuvieses alguna cuenta
pendiente con él.
––Si el hombre está justificado alguna vez a resistirse al mal ––
dijo Simeon––, entonces George debería sentirse libre para hacerlo
ahora; pero los maestros de nuestro pueblo enseñaban un camino
mejor; pues la ira del hombre no logra la justicia de Dios, sino que
hace mucho daño a la voluntad corrupta del hombre y nadie puede
recibirla salvo aquél a quien Él se la da. ¡Roguemos al Señor que
no nos sintamos tentados!
––Ya ruego yo ––dijo Phineas––, pero si nos sentimos tentados,
¡pues que anden con ojo, eso es todo!
––Está claro que no naciste entre nosotros ––dijo Simeon con una
sonrisa––. Tu antigua naturaleza sigue bastante fuerte dentro de ti.
A decir verdad, Phineas había sido un rústico espontáneo y viril y
un entusiasta cazador de gamos con muy buena puntería; pero des-
pués de hacerle la corte a una guapa cuáquera, la fuerza de los en-
cantos de ésta le instó a apuntarse en la sociedad más cercana a su
casa; y aunque era un miembro honrado, sobrio y cumplidor y na-
die tenía nada que decir en su contra, los más místicos de entre
ellos no podían menos que observar una gran falta de celo en su
desenvolvimiento.
––El amigo Phineas siempre será muy suyo ––dijo sonriente Ra-
chel Halliday––; pero todos estamos convencidos de que es un
hombre cabal.
––Bien ––dijo George––, ¿no deberíamos apresurarnos a huir?
––Yo me he levantado a las cuatro y me he venido a toda prisa,
llevándoles dos o tres horas de ventaja por lo menos, si salen a la
hora que tenían prevista. No será seguro salir antes del anochecer,
en todo caso; pues hay personas malvadas en los pueblos del cami-
no que podrían meterse con nosotros si ven nuestro carro y eso nos
atrasaría más que la espera. Sin embargo, en un par de horas creo
que podremos partir. Iré a hablar con Michael Cross para pedir que
nos siga montado en su rápido penco para vigilar la carretera y avi-
samos si se acerca un grupo de hombres. El caballo de Michael es
más veloz que la mayoría y si hay peligro, podrá adelantarse rápi-
damente para advertimos. Ahora voy a decir a Jim y a la anciana
que se preparen ellos y el caballo. Les sacamos una buena ventaja
y tenemos muchas posibilidades de llegar al puesto antes de que
nos alcancen. Así que ánimo, amigo George, que éste no es el pri-
mer roce feo que tengo con tu gente ––dijo Phineas cerrando la
puerta.
––Phineas es bastante astuto ––dijo Simeon––. Él te cuidará lo
mejor posible, George.
––Lo único que siento ––dijo George–– es el riesgo que corren
ustedes.
––Nos harás el favor, amigo George, de no decir ni una palabra
más sobre eso. Lo que hacemos es lo que nos manda hacer la con-
ciencia; no podemos hacer otra cosa. Ahora, madre ––dijo, vol-
viéndose hacia Rachel––, apresúrate en los preparativos para estos
amigos, pues no debemos dejar que se marchen hambrientos.
Y mientras Rachel y sus hijos se pusieron a hornear tortas de ma-
íz y asar jamón y pollo y se precipitaron a preparar los demás in-
gredientes de la cena, George y su esposa se quedaron sentados en
su pequeño cuarto uno en brazos del otro, absortos en el tipo de
conversación que pueden compartir un marido y una mujer cuando
saben que al cabo de unas horas pueden separarse para siempre.
––Eliza ––dijo George––, las personas que tienen amigos y casas
y tierras y dinero y todas esas cosas no pueden quererse como no-
sotros, que no nos tenemos más que el uno al otro. Hasta que te
conocí, Eliza, ningún ser me había querido, con la excepción de mi
pobre madre y mi desafortunada hermana. Vi a la pobre Emily la
mañana que se la llevó el tratante. Se aproximó al rincón donde yo
dormía y me dijo: «Pobre George, se marcha tu última amiga.
¿Qué será de ti, pobre muchacho?» Y me levanté y le eché los bra-
zos al cuello y lloré y sollocé, y ella también lloró; y ésas fueron
las últimas palabras amables que oí en diez largos os; tenía el
corazón marchito y seco como la ceniza cuando te conocí a ti. El
que tú me quisieras ¡era casi como hacerme volver de la muerte!
Desde entonces soy un hombre diferente. Y ahora, Eliza, daré la
última gota de mi sangre pero no permitiré que te separen de mi
lado. El que se te lleve será por encima de mi cadáver.
––¡Ay, que Dios se apiade de nosotros! ––dijo Eliza, sollozando–
–. Si Él nos deja salir juntos del país, es lo único que queremos.
––¿Está Dios de parte de ellos? ––preguntó George, menos a su
esposa que como desahogo de tan amargos pensamientos––. ¿El ve
todo lo que hacen ellos? ¿Por qué permite que ocurran semejantes
cosas? Y nos dicen que la Biblia está de su parte; desde luego todo
el poder lo está. Son ricos y sanos y felices; pertenecen a las igle-
sias y tienen esperanzas de ir al cielo; lo tienen todo tan fácil en
este mundo, salen siempre con la suya; y los cristianos buenos,
honrados y fieles, tan buenos o mejores cristianos que ellos, yacen
en el polvo bajo sus pies. Los compran y los venden y comercian
con su sangre y su llanto y sus lágrimas y Dios se lo permite.
––Amigo George ––dijo Simeon desde la cocina––, escucha este
salmo, que te puede animar.
George aproximó su silla a la puerta y Eliza se enjugó las lágri-
mas y se acercó también a escuchar a Simeon, que leyó lo siguien-
te:
Por poco mis pies se me extravían, nada faltó para que mis ––«
pasos resbalaran, celoso como estaba de los arrogantes, al ver la
paz de los impíos. No, no hay congojas para ellos, sano y rollizo
está su cuerpo, no comparten la pena de los hombres, con los
humanos no son atribulados como los otros hombres. Por eso el
orgullo es su collar, la violencia el vestido que los cubre; la malicia
les cunde de la grasa, de artimañas su corazón desborda. Se sonrí-
en, pregonan la maldad, hablan altivamente de violencia; ponen en
el cielo su boca, y su lengua se pasea por la tierra. Por eso mi pue-
blo va hacia ellos: aguas de abundancia les llegan. Dicen: "¿Cómo
va a saber Dios? ¿Hay conocimiento en el Altísimo?"» ¿No te sien-
tes así, George?
––Desde luego que sí ––dijo George––, yo mismo no lo hubiese
expresado mejor.
––Entonces escucha ––dijo Simeon––: «Me puse, pues, a pensar
para entenderlo, ¡ardua tarea ante mis ojos! Hasta el día en que en-
tré en los divinos santuarios donde su destino comprendí: oh sí, tú
en precipicios los colocas, a la ruina los empujas. ¡Ah qué pronto
quedan hechos un horror, cómo desaparecen sumidos en pavores!
Como en un sueño al despertar, Señor, así, cuando te alzas, despre-
cias tú su imagen. Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la ma-
no derecha me has tomado; me guiarás en tu consejo, y tras la glo-
ria me llevarás. Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios; he
puesto mi cobijo en el Señor».
Las palabras sobre la confianza en Dios, pronunciadas por el
afectuoso anciano, cayeron como música celestial sobre el espíritu
doliente y atormentado de George, cuyas bellas facciones tenían
una expresión apacible y sosegada cuando terminó.
––Si este mundo fuese lo único que hay, George ––dijo Simeon–
–, bien podrías preguntarte dónde está el Señor. Pero a menudo los
que menos tienen en esta vida son los que elige Él para su reino.
Confía en Él y ocurra lo que ocurra en este mundo, lo subsanará Él
en el más allá.
Si estas palabras hubieran sido dichas por algún predicador paga-
do de sí mismo, cuya boca las hubiera pronunciado como una reta-
híla pía y retórica, apropiada para emplearse con las personas an-
gustiadas, quizás no hubieran tenido mucho éxito; pero al proceder
de uno que se arriesgaba diariamente a que lo multasen o encarce-
lasen por servir a Dios y al hombre, tenían un peso que no se podía
menos que sentir, y a los dos pobres fugitivos afligidos les infundió
tranquilidad y fuerza.
Rachel cogió cariñosamente a Eliza de la mano para llevarla a la
mesa a cenar. Al sentarse, se oyó una suave llamada a la puerta y
entró Ruth.
––He venido sólo con estos calcetines para el muchacho ––dijo––
, tres pares de buenos calcetines calentitos de lana. Hará tanto frío
en Canadá, ¿sabes? ¿Sigues con buen ánimo, Eliza? ––añadió, co-
rriendo al otro lado de la mesa para cogerle cálidamente la mano y
deslizarle una torta de semillas a Harry en la mano––. Le he traído
un paquetito de éstas ––dijo, tirando de su faltriquera para sacarlo–
–. Ya sabéis que los niños siempre están comiendo.
––Muchas gracias, es usted muy amable ––dijo Eliza.
––Vamos, Ruth, siéntate a cenar ––dijo Rachel.
––No puedo. He dejado a John con el niño y algunas galletas en
el homo; no puedo quedarme más que un momento o John me
quemará las galletas y le dará al niño todo el azúcar del azucarero.
Así lo hace siempre ––dijo, riéndose, la pequeña cuáquera––. Así
que adiós, Eliza, adiós, George; que el Señor os proteja en vuestro
viaje ––y salió Ruth de la casa con pasitos rápidos.
Un rato después de la cena, se detuvo en la puerta un gran carre-
tón cubierto; las estrellas iluminaban la noche. Phineas bajó del
pescante de un brinco para acomodar a los pasajeros. Salió George
por la puerta con su esposa de un brazo y su hijo del otro. Sus pa-
sos eran firmes, su rostro decidido y resuelto. Rachel y Simeon sa-
lieron tras ellos.
––Apeaos un momento ––dijo Phineas a los que estaban dentro––
para que arregle la parte de atrás del carro para las mujeres y el ni-
ño.
––Aquí tenéis dos pieles de búfalo ––dijo Rachel–– para que los
asientos sean lo más cómodos posible; es duro viajar toda la noche.
Primero salió Jim y ayudó a apearse a su anciana madre, que le
agarraba del brazo y miraba alrededor ansiosa como si esperase ver
a sus perseguidores en cualquier momento.
––Jim, ¿tienes las pistolas a punto? ––preguntó George con una
voz baja y firme.
––Por supuesto ––dijo Jim.
––¿Y no dudarás en actuar si vienen?
––Creo que no ––dijo Jim, descubriendo su amplio pecho al res-
pirar hondo––. ¿Crees que voy a permitir que vuelvan a coger a mi
madre?
Durante este breve coloquio, Eliza se despidió de su bondadosa
amiga Rachel. Simeon la ayudó a subirse al carro y se deslizó
hacia la parte de atrás con su hijo, sentándose entre las pieles de
búfalo. Después ayudaron a subirse y a sentarse a la anciana, se
colocaron George y Jim en un burdo asiento de madera delante de
ellos y Phineas se subió al pescante.
––Adiós, amigos dijo Simeon desde fuera.
––¡Que Dios os bendiga! ––contestaron todos desde dentro.
Y partió el carretón, traqueteando y sacudiéndose por la carretera
helada.
No había oportunidad de conversar por culpa de la escabrosidad
de la carretera y el ruido de las ruedas. Por lo tanto el vehículo si-
guió su camino a través de largas extensiones de bosque oscuro,
amplias y monótonas llanuras, subiendo colinas, bajando valles,
milla tras milla, hora tras hora. El niño se durmió enseguida y se
quedó echado en el regazo de su madre. La pobre anciana asustada
olvidó por fin sus temores, y, al avanzar la noche, incluso a Eliza
se le cerraron los ojos a pesar de todas sus ansiedades. Phineas pa-
recía ser el más espabilado del grupo y aliviaba el largo camino
silbando unas melodías muy poco típicas de un cuáquero.
Pero alrededor de las tres el oído de George captó el chacoloteo
apresurado y decidido de los cascos de un caballo a cierta distancia
de ellos y dio un codazo a Phineas. Phineas detuvo los caballos pa-
ra escuchar.
––Debe de ser Michael ––dijo––; creo reconocer el sonido de su
galope y se levantó para mirar ansiosamente atrás. Vislumbraron
en lontananza a un hombre cabalgando velozmente en lo alto de
una colina.
––¡Allí está, ya lo creo! ––dijo Phineas. Antes de darse cuenta de
lo que hacían, George y Jim habían saltado del carro. Todos se
quedaron muy callados, las caras vueltas hacia el mensajero que
esperaban. Este se acercaba. Bajó a un valle, donde no lo podían
ver; pero oían cada vez más cerca el traqueteo rápido y estridente;
por fin lo vieron aparecer por una loma, al alcance de la voz.
––¡Sí, es Michael! ––dijo Phineas; luego elevó la voz y gritó––:
¡Hola, Michael!
––Phineas, ¿eres tú?
––Sí; ¿qué noticias hay? ¿Vienen?
––Pisándonos los talones, ocho o diez hombres, atiborrados de
coñac, maldiciendo y echando espuma como lobos salvajes.
Y, mientras hablaba, el viento les llevó el tenue sonido de caba-
llos que se les acercaban al galope.
––Subid, subid rápido, muchachos ––dijo Phineas––. Si tenéis
que pelear, esperad a que os lleve un poquito más adelante ––al
oírlo, subieron ambos hombres. Phineas azotó a los caballos para
meterles prisa y Michael cabalgó junto a ellos. El carretón traque-
teaba, saltaba, casi volaba por el camino helado; pero les llegaba
cada vez más nítido el sonido de los jinetes que los perseguían. Lo
oyeron las mujeres y, cuando miraron ansiosamente, vieron a lo
lejos, en la cima de una colina, a un grupo de hombres que se des-
tacaba contra el cielo veteado de rojo por la aurora. Después, otra
colina, y era evidente que sus perseguidores habían visto su carro,
cuyo toldo blanco resaltaba a gran distancia, y el viento les trans-
portó un alarido de feroz triunfo. Eliza desfalleció y abrazó a su
hijo más fuertemente contra su pecho; la anciana rezaba y gimo-
teaba y George y Jim agarraban sus pistolas con desesperación.
Los perseguidores los alcanzaron rápidamente; el carro giró de
pronto y se detuvo junto a una escarpada roca que se erguía sobre
un cerro aislado que se alzaba con otras rocas en medio de un am-
plio claro despejado y plano. Esta pila o cordillera de rocas aisla-
das se recortaba negra y pesada contra el luminoso cielo del ama-
necer y parecía ofrecer asilo y protección. Era un lugar que Phineas
conocía bien desde sus días de cazador; de hecho, había forzado a
los caballos para que alcanzaran este paradero.
––¡Vamos a ello! ––dijo, deteniendo los caballos y saltando des-
de el pescante a tierra––. Salid todos como un rayo, y subamos a
estas rocas. Michael, ata el caballo al carro, condúcelo a casa de
Amariah y pídele que venga con sus muchachos a hablar con estos
tipos.
Salieron como un rayo del carro.
Vamos ––dijo Phineas cogiendo a Harry–– atended a las mujeres
entre todos; y corred como jamás hayáis corrido.
No necesitaron más estímulo. En un santiamén habían traspasado
la valla todos y se dirigían a toda velocidad hacia las rocas, mien-
tras Michael se lanzó desde su caballo, ató la brida al carro y se lo
llevó rápidamente.
Vamos más adelante ––dijo Phineas cuando alcanzaron las rocas;
se veían a la luz entremezclada de las estrellas y el amanecer las
huellas de un burdo pero bien delineado sendero que se abría paso
entre las rocas––; es uno de nuestros antiguos chozos de caza.
¡Vámonos!
Phineas iba delante, saltando como una cabra por los riscos con el
niño en brazos. Le seguía Jim, llevando a su temblorosa madre al
hombro, y George y Eliza iban los últimos. El grupo de jinetes lle-
gó a la valla y, entre gritos y juramentos, empezaron a desmontar y
se dispusieron a seguirlos. Después de unos minutos de escalada,
alcanzaron el saliente, donde el sendero se metió por un desfilade-
ro, por el que tuvieron que pasar de uno en uno, hasta que llegaron
a una hendidura o grieta de más de una yarda de anchura, al otro
lado de la cual yacía un montón de rocas, separadas del resto del
saliente y alcanzando treinta pies de altura, con muros altos y per-
pendiculares como los de un castillo. Phineas saltó la grieta sin di-
ficultad y sentó al niño sobre un suave lecho de crujiente musgo
blanco que cubría la superficie de la roca.
––¡Cruzad! ––gritó––. ¡Saltad de una vez, que vuestra vida de-
pende de ello! decía, mientras fueron pasando uno tras otro. Varios
fragmentos de piedra formaban una especie de parapeto que les
ocultaba a la vista de los de más abajo.
––Bien, aquí estamos todos ––dijo Phineas, asomándose al para-
peto para ver a los asaltantes, que trepaban alborotados por las ro-
cas––. ¡Que nos cojan si pueden! Los que vengan aquí tendrán que
pasar en fila india entre aquellas dos rocas, bien al alcance de vues-
tras pistolas, muchachos, ¿lo veis?
––Sí, lo veo ––dijo George––, y ahora, como es asunto nuestro,
déjenos que nos arriesguemos y que peleemos nosotros.
––Estaré encantado de permitiros pelear solos, George ––dijo
Phineas, masticando unas hojas de gaultería mientras hablaba––,
pero puedo divertirme mirando, supongo. Pero mirad, estos tipos
están discutiendo y mirando como gallinas a punto de posarse en la
percha. ¿No deberíais advertirles, antes de que suban, para que se-
pan lo fácil que os será dispararles si lo hacen?
El grupo de abajo, más visible ahora a la luz del amanecer, con-
sistía en nuestros viejos conocidos Tom Loker y Marks, junto con
dos alguaciles y un
posse comítatus
, constituido por todos los ca-
morristas de la última taberna a los que podía tentar un poco de
coñac para que participaran en la diversión de ir a atrapar a unos
cuantos negros.
––Bien, Tom, ya tenemos prácticamente atrapados a tus mapa-
ches.
––Sí, los he visto subir por ahí ––dijo Tom–– y aquí está el sen-
dero. Estoy por subir directamente. No les será fácil bajar y po-
dremos sacarlos en un periquete.
––Pero, Tom, podrían dispararnos desde detrás de las rocas ––
dijo Marks––. La cosa podría ponerse fea.
––¡Bah! ––dijo Tom con escarnio––. Siempre quieres salvar el
pellejo, Marks. No hay peligro. Los negros están siempre demasia-
do asustados.
––No sé por que no voy a querer salvar el pellejo ––dijo Marks––
. Es el único que tengo; y a veces los negros pelean como demo-
nios.
En este momento apareció George en lo alto de una roca por en-
cima de ellos y, hablando con voz tranquila y clara, dijo:
––Caballeros, ¿quiénes son ustedes y qué desean?
––Queremos a una cuadrilla de negros fugados ––dijo Tom Lo-
ker––. Un tal George Harris y Eliza Harris y su hijo, y Jim Selden
y una anciana. Traemos a los alguaciles y una orden de arresto; y
nos los vamos a llevar, ¿me oyes? ¿No eres tú George Harris, pro-
piedad del señor Harris del condado de Shelby en Kentucky?
––Soy George Harris. Un tal señor Harris de Kentucky solía lla-
marme propiedad suya. Pero ahora soy un hombre libre sobre la
tierra libre de Dios, y reclamo a mi esposa y a mi hijo como míos.
Jim y su madre también están aquí. Tenemos armas para defende-
mos y pensamos usarlas. Podéis subir, si queréis; pero el primero
que se ponga al alcance de nuestras balas es un hombre muerto, y
el siguiente, y el siguiente y todos hasta que no quede ninguno.
––¡Vamos, vamos! ––dijo un hombre bajito y rechoncho, adelan-
tándose y sonándose la nariz al mismo tiempo––. Joven, no deberí-
as hablar de esa forma. Verás, nosotros somos oficiales de la justi-
cia. Tenemos la ley y el poder y todo lo demás de nuestra parte, a
que será mejor que os rindáis pacíficamente, porque al final no
tendréis más remedio que entregaros.
––Sé muy bien que tenéis la ley y el poder de vuestra parte ––dijo
amargamente George––. Pensáis coger a mi esposa para venderla
en Nueva Orleáns, colocar a mi hijo en el corral de un tratante co-
mo si fuese un ternero y devolver a la madre de Jim al bruto que la
azotó y maltrató antes cuando no pudo maltratar a su hijo. Queréis
mandar a Jim y a mí de vuelta para que nos azoten y torturen y nos
pisoteen bajo sus botas los que vosotros llamáis amos; y vuestras
leyes os apoyan, lo que es una vergüenza para ellas y para voso-
tros. Pero no nos tenéis. Nosotros no reconocemos vuestras leyes;
no reconocemos vuestro país; estamos aquí de pie, tan libres bajo
el cielo del Señor como lo sois vosotros; y juro por el gran Dios
que nos creó que lucharemos por nuestra libertad hasta la muerte.
George estaba a la vista de todos encima de la roca mientras hacía
su declaración de independencia; el resplandor de la aurora teñía
con un rubor sus mejillas oscuras y la amarga indignación y la ira
prendían fuego a sus ojos negros; tenía la mano alzada hacia el cie-
lo mientras hablaba como si apelara a la justicia de Dios para el
hombre.
Si hubiera sido un joven húngaro defendiendo valientemente en
alguna plaza fuerte de las montañas la salida de fugitivos que se
escapaban de Austria para huir a América, hubiese sido de un hero-
ísmo sublime; pero como se trataba de un joven de ascendencia
africana defendiendo la salida de fugitivos de América a Canadá,
es natural que nos mostremos demasiado instruidos y patrióticos
para apreciar el heroísmo de la situación; y si lo hace alguno de
nuestros lectores, debe hacerlo bajo su propia responsabilidad.
Cuando los desesperados fugitivos húngaros consiguen llegar a
Áménca, a pesar de las autoridades y todas las órdenes de arresto
de su legítimo gobierno, la prensa y los representantes políticos les
aplauden y les dan la bienvenida. Cuando los desesperados fugiti-
vos africanos hacen lo propio, es... ¿pero qué es?
Sea como sea, lo cierto es que la actitud, la mirada, la voz y la
manera de ser del orador dejaron sin habla a los miembros del gru-
po durante un momento. Hay algo en la valentía y la resolución
que hace callar hasta a la naturaleza más bruta durante un rato.
Marks era el único al que no le hizo ningún efecto. Amartilló pau-
sadamente su pistola y, en el silencio momentáneo que siguió al
discurso de George, le disparó.
––Es que dan lo mismo por él muerto que vivo en Kentucky––
dijo fríamente, mientras se limpiaba la pistola con la manga de la
chaqueta.
George saltó hacia atrás... Eliza gritó... la bala había pasado ro-
zándole el cabello a él, casi surcando la mejilla de su esposa y
había ido a parar en un árbol que estaba arriba.
––No es nada, Eliza ––dijo George enseguida.
––Más te vale mantenerte oculto en vez de soltar discursos ––dijo
Phineas––; pues son unos granujas ruines.
––Bueno, Jim ––dijo George––, comprueba que están bien tus
pistolas y vigila el desfiladero conmigo. Yo dispararé al primer
hombre que se asome; tú, al segundo y así sucesivamente. No de-
bemos desperdiciar dos balas en uno.
––Pero si no le das, ¿qué?
––Le daré ––dijo fríamente George.
––Bien, este tipo tiene agallas ––murmuró Phineas entre dientes.
La cuadrilla de abajo se quedó algo indecisa un momento tras el
disparo de Marks.
––Creo que has debido darle a alguno de ellos ––dijo uno de los
hombres––. He oído un chillido.
––Voy a subir a por uno ––dijo Tom––. Nunca he tenido miedo a
los negros y no voy a empezar ahora. ¿Quién me sigue? ––
preguntó, subiendo a las rocas de un brinco.
George oyó claramente las palabras. Levantó la pistola, la exami-
nó y la apuntó al lugar del desfiladero donde iba a aparecer el pri-
mer hombre.
Uno de los más valientes del grupo siguió a Tom y, una vez
abierto el camino, el resto comenzó a trepar por las rocas, los últi-
mos empujando a los primeros de modo que fuesen más de prisa de
lo que hubieran querido. Siguieron adelante y un momento des-
pués, la fornida figura de Tom apareció a la vista, casi al borde del
precipicio.
George disparó... el disparo le alcanzó en un costado... pero, aun-
que herido, no quiso retroceder sino, gritando como un toro salva-
je, saltó la grieta hacia el grupo de los fugitivos.
––Amigo ––dijo Phineas, adelanndose de pronto, y dándole un
empujón con sus largos brazos––, no te queremos aquí.
Cayó abajo al abismo, haciendo chascar a su paso árboles, mato-
rrales, troncos y piedras hasta quedar magullado y gimiendo a
treinta pies de profundidad. La caída hubiera podido matarlo si no
la hubiese mitigado su ropa al engancharse en las ramas de un gran
árbol; pero cayó con mucha fuerza, no obstante, más de la que le
era agradable o conveniente.
––¡Que Dios nos proteja, son unos demonios! ––dijo Marks, a la
cabeza del grupo, bajando las rocas con más ahínco del que había
puesto en subirlas, con toda la cuadrilla dando tumbos para seguir-
le, sobre todo el alguacil gordezuelo, que bufaba y resoplaba de
manera muy enérgica.
––Bien, muchachos ––dijo Marks––, id vosotros a recoger a Tom
mientras yo me monto al caballo y voy por ayuda, eso es ––y,
haciendo caso omiso de las mofas y las befas de sus compañeros,
Marks cumplió lo dicho y un instante después se le vio desaparecer
al galope.
––¿Habéis visto alguna vez a un canalla tan ladino? ––dijo uno de
los hombres––. ¡Viene aquí a cumplir con su deber y se larga de
esta manera!
––Bueno, debemos recoger a ese tipo, pero ––dijo otro que me
condenen si me importa que esté vivo o muerto. Los hombres,
guiados por los gemidos de Tom, se abrieron paso dificultosamente
entre tocones, troncos y matorrales hasta donde yacía el héroe que-
jándose y jurando alternativamente con gran energía.
––Te quejas bastante, Tom ––dijo uno––. ¿Estás malherido?
––No lo sé. Levantadme, vamos. ¡Maldigo a ese dichoso cuáque-
ro! De no ser por él, yo hubiese lanzado a unos cuantos de ellos
aquí abajo, a ver si les gustaba.
Con mucho trabajo y grandes lamentos, ayudaron al héroe caído a
levantarse; con un hombre sujetándole a cada lado, consiguieron
llevarlo hasta los caballos.
––A ver si podéis llevarme a aquella taberna que está a una milla
de aquí. Dadme un pañuelo o algo para ponerlo aquí a ver si deja
de sangrar tanto.
George se asomó por encima de las rocas y los vio intentar subir
al grandullón de Tom a la silla. Después de dos o tres intentos in-
útiles, se tambaleó y cayó pesadamente al suelo.
––¡Ay, espero que no esté muerto! ––dijo Eliza, que observaba lo
sucedido junto a los demás miembros de su grupo.
––¿Por qué? ––dijo Phineas––. Se lo tiene merecido.
––Porque después de la muerte viene el juicio ––dijo Eliza.
––Sí ––dijo la anciana, que había estado lamentándose y rezando
a su estilo metodista durante toda la refriega––, mal asunto para el
alma de la pobre criatura.
––¡Válgame Dios! Creo que lo van a dejar allí ––dijo Phineas.
Era cierto, después de unos alardes de indecisión y consulta, todo
el grupo se montó a los caballos y se marcharon. Cuando hubieron
desaparecido de vista, Phineas empezó a moverse.
––Debemos bajar y caminar un trecho ––dijo––. He dicho a Mi-
chael que se adelante a traer ayuda y que vuelva aquí con el carro,
pero tendremos que andar un poco por la carretera para encontrar-
nos con ellos, supongo. ¡Dios quiera que venga pronto! Es tempra-
no y habrá poco tráfico de momento; no estamos a más de dos mi-
llas de nuestro apeadero. Si la carretera no hubiese sido tan acci-
dentada, los hubiéramos eludido del todo.
Al aproximarse el grupo a la valla, vieron volver su propio carre-
tón a lo lejos en la carretera, acompañado de unos hombres a caba-
llo.
––Bien, ahí está Michael con Stephen y Amariah ––exclamó Phi-
neas con alegría––. Ya está claro, estamos tan a salvo como si
hubiéramos llegado.
––Pues entonces ––dilo Eliza––, detengámonos para hacer algo
por ese pobre hombre; se queja muchísimo.
––Lo cristiano dijo George–– sería recogerlo y llevarlo a algún si-
tio.
––Y curarlo entre los cuáqueros ––dijo Phineas––. ¡Eso estaría
bien! Pues a mí me da igual. Veámoslo ––y Phineas que, durante
sus días de cazador y hombre del bosque había aprendido algunos
conocimientos rudimentarios de cirugía, se arrodilló junto al herido
e inició un cuidadoso reconocimiento de su estado.
––Marks ––dijo Tom débilmente––, ¿eres tú, Marks?
––No, me temo que no, amigo ––dijo Phineas––. Mucho le im-
portas tú a Marks, siempre que su propio pellejo esté a salvo. Hace
rato que se ha ido.
––Creo que ha llegado mi hora ––dijo Tom––. ¡Maldita rata, de-
jar que me muera yo solo! Mi pobre madre siempre me dijo que
ocurriría así.
––¡Vaya por Dios! ¿Oís al pobre tipo? Ahora resulta que tiene
madre ––dijo la negra anciana––. No puedo evitar tenerle un poco
de pena.
––Tranquilo, tranquilo; no reniegues ni rezongues, amigo ––dijo
Phineas, cuando Tom dio un respingo de dolor y le apartó la ma-
no––. No tienes nada que hacer si no puedo detener la hemorragia
y Phineas se puso a improvisar unos remedios quirúrgicos utilizan-
do su propio pañuelo y los que pudo recoger entre los demás.
––Tú me empujaste ––dijo Tom débilmente.
––Pues, verás, si no te hubiera empujado yo, tú nos hubieras em-
pujado a nosotros ––dijo Phineas, al agacharse a colocar la venda–
–. Vamos, vamos, deja que te ponga esta venda. No te deseamos
ningún mal; no te guardamos rencor. Te llevaremos a una casa
donde te tratarán de primera, tan bien como pudiera hacerlo tu pro-
pia madre.
Tom gimió y cerró los ojos. En hombres de este tipo, el vigor y la
decisión son simplemente una cuestión fisica, y desaparecen con la
pérdida de sangre; y el desamparo del hombre gigantesco realmen-
te era algo digno de lástima.
Se aproximaron los del otro grupo. Quitaron los asientos del ca-
rro. Extendieron las pieles de búfalo, dobladas en cuatro, a lo largo
de un costado y levantaron y colocaron encima el pesado cuerpo de
Tom entre cuatro hombres. Antes de que lo pusieran dentro, perdió
el conocimiento. La anciana negra, en un rapto de compasión, se
sentó a su lado y le cogió la cabeza en su regazo. Eliza, George y
Jim se colocaron como mejor pudieron en el espacio restante y se
pusieron en camino.
––¿Qué opina usted de su estado? ––preguntó George, que estaba
sentado delante junto a Phineas.
––Bien, sólo es una herida superficial bastante extensa; pero dar
tumbos por el barranco no le ha ayudado mucho. Ha sangrado bas-
tante, suficiente para agotarlo y dejarlo sin valor, pero lo superará
y puede que aprenda alguna cosa de ello.
––Me alegro de que lo diga ––dijo George––. Siempre me pesaría
pensar que había sido responsable de su muerte, aunque la causa
era justa.
––Sí ––dijo Phineas––, matar es un asunto feo, se mire como se
mire, a hombre o a bestia. He visto un ciervo que moría de un tiro
mirar de tal manera que casi te hacía sentirte malvado por matarlo;
y las criaturas humanas son un asunto más serio aun, ya que, como
ha dicho tu mujer, les espera el juicio después de la muerte. Así
que no creo que sean muy estrictas las ideas de los nuestros sobre
estas cuestiones; yo, desde luego, gracias a mi educación, las acep-
té sin pensarlo.
––¿Qué hará con este pobre hombre? ––preguntó George.
––Pues llevarlo a casa de Amanah. Allí vive la abuela Stephens,
de nombre de pila Dorcas, que es una enfermera extraordinaria. Lo
suyo es la enfermería y nunca está tan contenta como cuando tiene
a un enfermo a quien cuidar. Podemos dejarlo en sus manos duran-
te unos quince días.
Tras una hora de camino llegó el grupo a una cuidada granja,
donde invitaron a los fatigados viajeros a un desayuno abundante.
Poco después, Tom Loker fue cuidadosamente depositado en una
cama mucho más limpia y blanda de lo que estaba acostumbrado.
Le limpiaron y curaron la herida y yacía abriendo y cerrando lán-
guidamente los ojos como un niño cansado ante las cortinas blan-
cas y las figuras que se deslizaban suavemente por su habitación. Y
aquí de momento nos despediremos de este grupo.
CAPÍTULO XVIII
LAS EXPERIENCIAS Y OPINIONES DE LA SEÑORITA
OPHELIA
En sus sencillas cavilaciones, nuestro amigo Tom a menudo
comparaba su destino más favorecido, dentro de la esclavitud, con
el de José de Egipto; de hecho, cuanto más tiempo pasaba y más
conocía a su amo, más le parecía que crecía la fuerza del parale-
lismo.
St. Clare era perezoso y descuidado con el dinero. Hasta la fecha,
las compras y las ventas habían sido realizadas por Adolph, que era
exactamente igual de descuidado y derrochador que su amo; entre
los dos, el proceso de dilapidación avanzaba a gran velocidad.
Tom, acostumbrado durante años a ver la propiedad de su amo
como responsabilidad suya, veía con una inquietud que apenas
conseguía reprimir los despilfarros de la hacienda y, a veces, con
las formas discretas e indirectas a menudo adquiridas por los de su
condición, se atrevía a hacer alguna sugerencia.
Al principio, St. Clare le consultaba de vez en cuando, pero, im-
presionado por la solidez de sus ideas y su buena capacidad para
los negocios, iba confiando en él cada vez más, hasta que final-
mente era el encargado de realizar toda la administración de la fa-
milia.
––No, no, Adolph ––dijo un día que Adolph protestaba por la
pérdida de poder––, deja en paz a Tom. Tú sólo comprendes lo que
te conviene; Tom comprende el debe y el haber, y puede que el di-
nero se nos acabe algún día si no dejamos que alguien lo adminis-
tre.
Gozando de la confianza sin límites de un amo descuidado, que le
daba una factura sin mirarla antes y se embolsaba el cambio sin
contarlo, Tom estaba expuesto a todas las tentaciones para ser des-
honesto; y sólo la sencillez impugnable de su naturaleza fortalecida
por su fe cristiana le salvaba de ellas. Pero para semejante natura-
leza, la ilimitada confianza depositada en él era suficiente en sí
misma para garantizar una honradez escrupulosa.
Con Adolph, el caso había sido diferente. Desconsiderado y ego-
ísta, y sin la vigilancia de su amo, a quien le era más fácil consentir
que controlar, había caído en la confusión más absoluta en cuanto
al
meum tuum
entre él mismo y su amo, que a veces preocupaba
incluso a St. Clare. El sentido común de éste le indicaba que era
injusto y peligroso enseñar a sus criados de esta forma. Llevaba
consigo a todas partes una especie de remordimiento crónico, que
no era lo suficientemente fuerte, sin embargo, para hacerle cambiar
su comportamiento; y este mismo remordimiento a su vez se con-
vertía en indulgencia. Tomaba a la ligera las faltas más graves por-
que se decía que, si él hubiera cumplido, sus criados no hubiesen
sucumbido a ellas.
Tom trataba a su amo joven, alegre y guapo con una extraña
mezcla de lealtad, reverencia y afecto paternal. Que no leyera la
Biblia jamás, que no fuera a la iglesia, que se riera y burlara de to-
do lo que se encontraba por delante, que pasara las tardes del do-
mingo en la ópera o el teatro, que asistiera a fiestas y clubes y ce-
nas más a menudo de lo que convenía, todo esto lo veía Tom tan
claramente como cualquier otro, y era la base de su convencimien-
to de que «el amo no era cristiano», convencimiento que se guar-
daba mucho de compartir con nadie pero que servía de fundamento
para muchas de las oraciones sencillas que rezaba cuando se halla-
ba a solas en su pequeño dormitorio. Y no es que Tom no dijese de
vez en cuando lo que pensaba, con un tacto que se observaba fre-
cuentemente entre los de su clase. Por ejemplo, al día siguiente del
domingo que hemos descrito, a St. Clare lo invitaron a una fiesta
jovial con buenos licores, y lo llevaron a casa entre la una y las dos
de la madrugada en una condición en la que lo fisico dominaba cla-
ramente a lo intelectual. Tom y Adolph le ayudaron a arreglarse
para dormir, el último de muy buen humor, aparentemente toman-
do la situación como una broma y riéndose a carcajadas por la rus-
ticidad de la desaprobación de Tom, que era lo bastante sencillo
como para pasarse el resto de la noche en blanco rezando por su jo-
ven amo.
––Bien, Tom, ¿a qué esperas? ––preguntó St. Clare al día si-
guiente, sentado en la biblioteca vestido con bata y zapatillas. St.
Clare acababa de confiarle algún dinero y varios encargos a Tom––
. ¿Está todo bien, Tom? ––añadió, al ver que Tom se quedó espe-
rando.
––Me temo que no, amo ––dijo Tom con cara seria.
St. Clare dejó el periódico y la taza de café y miró a Tom. ––
Bien, Tom, ¿qué ocurre? Estás más serio que un ataúd. ––Me sien-
to muy mal, amo. Siempre pensé que el amo se portaría bien con
todo el mundo.
––¿Y no lo he hecho, Tom? Vamos, vamos, ¿qué es lo que quie-
res? Te hace falta alguna cosa, supongo, y éste es el prefacio para
conseguirla.
––El amo siempre se ha portado bien conmigo. No tengo quejas
en ese sentido. Pero hay una persona con la que no se porta bien.
––Vamos, Tom, ¿qué te ocurre? Habla claro: ¿qué quieres decir?
––Anoche, entre la una y las dos, se me ocurrió. Estudié el asunto
entonces. El amo no se porta bien consigo mismo.
Tom dijo esto con la espalda vuelta a su amo y la mano en el po-
mo de la puerta. St. Clare notó cómo se ruborizaba, pero se rió.
––Así que eso es todo, ¿eh? ––preguntó alegremente.
––¡Todo! ––dijo Tom, volviéndose de pronto y cayéndose de ro-
dillas––. ¡Ay, mi querido y joven amo, me temo que vaya a ser la
pérdida de todo, de cuerpo y alma! ¡El buen libro dice: «muerde
como una serpiente y pica como una víbora», querido amo!
A Tom se le ahogó la voz y las lágrimas surcaron sus mejillas.
––¡Pobre tonto! ––dijo St. Clare, con los ojos llenos de lágrimas–
–. Levántate, Tom. No vale la pena llorar por mí.
Pero Tom no quiso levantarse y lo miraba con expresión supli-
cante.
––Bien, no volveré a ir a ninguna de sus malditas fiestas, Tom ––
dijo St. Clare––; te doy mi palabra. No sé por qué no las he dejado
hace tiempo. Siempre las he despreciado, y a mí mismo por asistir;
así que enjúgate las lágrimas, Tom, y ve a hacer tu trabajo. Vamos,
vamos ––añadió––, no me bendigas. No soy tan maravilloso ––
dijo, empujando suavemente a Tom hacia la puerta––. Te doy mi
palabra de honor, Tom, que no me volverás a ver así ––dijo; y Tom
se marchó, secándose los ojos, con gran satisfacción.
«Y cumpliré la palabra que le he dado, además», se dijo St. Clare,
cuando hubo cerrado la puerta.
Y así lo hizo St. Clare, pues el burdo sensualismo, bajo cualquie-
ra de sus manifestaciones, no iba con su naturaleza.
Pero, ¿quién va a contamos los problemas variopintos que ator-
mentaban durante todo este tiempo a nuestra amiga, la señorita
Ophelia, que había comenzado a desempeñar las labores de un ama
de casa sureña?
Hay muchísimas diferencias entre los criados de las diferentes ca-
sas del Sur, según el carácter y la capacidad del ama que les educa.
Tanto en el Sur como en el Norte, hay mujeres que tienen un ex-
traordinario don de mando y talento para la educación. Estas muje-
res tienen la capacidad de someter a su voluntad y organizar siste-
mática y armoniosamente, aparentemente sin dificultad ni severi-
dad, a los diversos miembros de su hacienda, regulando sus idio-
sincrasias, y equilibrando las deficiencias de uno con los excesos
de otro para crear un régimen armonioso y ordenado.
De esta clase de amas de casa era la señora Shelby, a la que ya
hemos descrito, y a quien nuestros lectores quizás recuerden haber
conocido. Si no hay muchas en el Sur, es porque no hay muchas en
el mundo. Se encuentran en el Sur como en cualquier otra parte y,
cuando existen, tienen en ese estado peculiar una ocasión muy bri-
llante para exhibir su talento doméstico.
De esta clase de amas de casa no era Marie St. Clare, ni lo había
sido su madre. Era indolente e infantil, desorganizada e impreviso-
ra, y era de esperar que los criados instruidos bajo su mandato pe-
caran de lo mismo; había descrito a la señorita Ophelia con gran
exactitud la confusión que iba a encontrar en la casa, aunque no la
había atribuido a su verdadera causa.
En la primera mañana de su mandato, la señorita Ophelia se le-
vantó a las cuatro; después de ocuparse de todos los arreglos de su
propio cuarto, tal como venía haciendo desde su llegada a la casa,
con gran asombro de la camarera, se dispuso a iniciar el asalto de
los armarios y despensas de la casa, cuyas llaves obraban en su po-
der.
La despensa, el armario de la ropa blanca, la alacena de la porce-
lana, la cocina y la bodega se sometieron todos a una formidable
revista aquel día. Tantas cosas ocultas en la oscuridad vieron la luz
que se alarmaron todos los principales y dignatarios de la cocina y
el cuerpo de casa y provocaron muchos comentarios y murmullos
entre los dirigentes domésticos sobre «estas damas del Norte».
La vieja Dinah, cocinera jefe y mandataria principal del departa-
mento de la cocina, montó en cólera por lo que consideraba una
invasión de sus privilegios. Ningún barón feudal de los tiempos de
la Magna Carta hubiera podido sentirse más ofendido por las in-
cursiones de la corona.
Dinah era un personaje por derecho propio, y sería injusto para
con el lector no hacerle un pequeño retrato de ella. Era una cocine-
ra nata, tanto como la tía Chloe, ya que la cocina es un don indíge-
na de la raza africana; pero Chloe era una cocinera formada y me-
tódica, que se regía por un orden bastante estricto, mientras que
Dinah era un genio autodidacta y, como todos los genios, era abso-
lutamente testaruda, tajante y caprichosa.
Como cierta clase de filósofo moderno, Dinah despreciaba la ló-
gica y la razón bajo todas sus formas y se refugiaba siempre en una
seguridad intuitiva, en la que se encontraba totalmente inexpugna-
ble. Ningún talento, autoridad o explicación podía hacerle creer
que otra manera de hacer era mejor que la suya, o que su forma de
proceder en cualquier asunto podía modificarse lo más mínimo.
Esto era algo que había consentido su antigua ama, la madre de
Marie; y a «l
a
señorita Marie», como Dinah llamaba siempre a su
joven ama, incluso después de casada, le resultaba más fácil ceder
que luchar, por lo que Dinah era la reina absoluta. Esto era más fá-
cil puesto que era maestra en el arte diplomático que une el servi-
lismo más exagerado con la inflexibilidad más extrema.
Dinah era experta en el arte y la cábala de hacer excusas en todas
sus ramas. De hecho, para ella era un axioma que la cocinera nunca
se equivoca, y una cocinera en una cocina del Sur encuentra mu-
chas cabezas y hombros sobre los que echar todas las culpas y pe-
cados con el fin de mantenerse inmaculada ella misma. Si alguna
parte de la comida era un fracaso, había cincuenta motivos indispu-
tables y era la culpa de cincuenta personas, a las que Dinah rega-
ñaba con un celo inmisericorde.
Pero pocas veces había algún fallo en los resultados finales de
Dinah. Aunque su forma de hacer las cosas era indirecta y tortuosa,
sin cálculos temporales o espaciales, y aunque la cocina siempre
tenía aspecto de que había pasado un huracán y tenía tantos lugares
para guardar sus utensilios de cocina como días había en el año, sin
embargo, si se tenía la paciencia de dejarla tomar su tiempo, servía
una comida perfectamente organizada y tan bien preparada que ni
un epicúreo le pondría pegas.
Era casi la hora de preparar el almuerzo. Dinah, que requería lar-
gos intervalos de reflexión y descanso y procuraba sentirse a sus
anchas en todo momento, estaba sentada en el suelo de la cocina
fumando una pipa corta y gorda a la que era muy aficionada y que
siempre encendía, a modo de incensario, cuando sentía la necesi-
dad de inspiración en sus quehaceres. Era su forma de invocar las
musas domésticas.
Sentados a su alrededor se hallaban varios miembros de la raza
ascendente que abunda en una casa sureña, ocupados en desgranar
guisantes, pelar patatas, desplumar aves y otros menesteres prepa-
rativos. De vez en cuando Dinah interrumpía sus meditaciones para
dar un codazo o un golpe en la cabeza con una cuchara de palo que
tenía junto a ella a algunos de los trabajadores jóvenes. De hecho,
Dinah dirigía las cabezas lanudas de los miembros más jóvenes
con mano férrea y parecía creer que la única razón de la existencia
de éstos era «ahorrarle pasos» a ella, según decía. Era el espíritu
del sistema bajo el que se había criado ella, y lo cultivaba hasta sus
últimas consecuencias.
La señorita Ophelia, tras ejecutar su recorrido reformativo a las
demás dependencias del establecimiento, entró finalmente en la
cocina. Dinah se había enterado por diferentes fuentes de lo que
ocurría y estaba decidida a mantenerse en terreno defensivo y con-
servador y mentalmente preparada a oponerse o hacer caso omiso
de cada nueva norma sin que mediara ninguna disputa visible entre
ellas.
La cocina era una habitación grande con suelo de ladrillo y un
gran hogar anticuado que se extendía por toda una pared, aparato
que St. Clare había intentado en vano persuadir a Dinah que susti-
tuyera por una cocina moderna. Ella no quiso ni hablar del asunto.
Ningún conservador, seguidor de Pusey o de cualquier otro, estaba
más apegado a las incomodidades del pasado que Dinah.
Cuando St. Clare regresó del Norte la primera vez, aún impresio-
nado por la eficiencia y orden de la cocina de su tío, dotó genero-
samente la suya de una serie de armarios, cajones y diferentes apa-
ratos que indujeran a la organización sistemática, bajo la ilusión
optimista de que podría facilitarle el trabajo a Dinah. Más le hubie-
ra valido instalarlos para una ardilla o una urraca. Cuantos más ar-
marios y cajones había, más escondrijos buscaba Dinah para ocul-
tar trapos, peines, zapatos viejos, cintas de pelo, ajadas flores arti-
ficiales y otros artículos de
vertu
que le deleitaban.
Cuando la señorita Ophelia penetró en la cocina, Dinah no se le-
vantó sino que continuó fumando tranquilamente, siguiendo los
movimientos de aquélla de reojo mientras aparentemente vigilaba
los trabajos que realizaban a su alrededor.
La señorita Ophelia empezó abriendo unos cajones.
––¿.Para qué sirve este cajón, Dinah? ––preguntó.
––Sirve para casi todo, señora ––dijo Dinah. Y así lo parecía. De
entre la variedad de objetos que contenía, la señorita Ophelia sacó
primero un bello mantel de damasco, manchado de sangre por
haber sido utilizado aparentemente para envolver carne cruda.
––¿Qué es esto, Dinah? ¿No envolverás la carne con los mejores
manteles de tu ama?
––¡Caramba, no, señora! Es que no había toallas, por eso lo usé.
Pensaba lavarlo y por eso lo puse allí.
«¡Inepta!», dijo la señorita Ophelia para sí, mientras volcaba el
cajón, donde encontró un rallador junto con dos o tres nueces mos-
cadas, un himnario metodista, un par de pañuelos de madrás su-
cios, lana y una labor de calceta, un paquete de tabaco y una pipa,
unos cuantos triquitraques, un par de platillos dorados con restos
de pomada, un viejo zapato gastado, un retal de franela cuidado-
samente doblado, que contenía unas cebollas pequeñas y blancas,
varias servilletas de damasco, algunas burdas toallas de cutí, cuer-
da, agujas de zurcir y varios papeles rotos, de los que habían caído
al cajón diferentes hierbas aromáticas.
––¿Dónde guardas la nuez moscada, Dinah? ––preguntó la seño-
rita Ophelia, con el aire de alguien que hace acopio de paciencia.
––En casi cualquier lado, señora; hay un poco en esa taza agrieta-
da de ahí, y hay más en aquel armario.
––Y aquí hay más con el rallador dijo la señorita Ophelia, alzán-
dolas.
––Caramba, es verdad. Las he puesto allí esta misma mañana...
me gusta tener las cosas a mano ––dijo Dinah––. ¡Eh, tú, Jake!
¿Por qué te paras? ¡Ya te daré yo! ¡Estáte quieto! ––añadió, dando
al criminal un golpe con su cuchara.
––––¿Qué es esto? ––preguntó la señorita Ophelia, levantando el
platillo con la pomada.
––¡Vaya por Dios! Es mi brillantina. La guardo ahí para tenerla a
mano.
––¿Y para eso utilizas los mejores platillos de tu ama? ––¡Señor,
lo hice porque tenía tanta prisa!... ¡Iba a cambiarla hoy mismo!
––Y aquí hay dos servilletas de damasco.
––Puse las servilletas allí para que las lavaran un día de éstos.
––¿No tenéis un lugar para poner las cosas de la colada? ––
Bueno, el señor St. Clare compró aquel arcón para eso, dijo; pero a
mí me gusta hacer galletas y guardar allí mis cosas algunos días y
es muy fácil: sólo hay que levantar la tapa. ––¿Por qué no preparas
tus galletas en la mesa de repostería que hay allí?
––¡Caramba, señora, se llena tanto de platos y otras cosas que
nunca hay sitio!
––Pero los platos deben fregarse y guardarse.
––¡Fregar los platos! ––dijo Dinah, subiendo el tono de voz, ya
que empezaba a asomar la ira tras su respeto habitual––. ¿Qué sa-
ben las señoras del trabajo, quisiera yo saber? ¿Cuándo iba a comer
el amo si yo pasase todo el tiempo fregando y guardando platos?
La señorita Marie nunca me dijo que hiciera eso.
––¿Y qué me dices de estas cebollas?
––¡Caramba, es verdad! ––dijo Dinah––, conque es allí donde es-
tán. No me acordaba. Guardaba esas mismas cebollas para este
mismo guisado. Se me había olvidado que estaban dentro de ese
viejo trozo de franela.
La señorita Ophelia sacó los papeles con las hierbas aromáticas.
––Preferiría que la señora no me tocara esas cosas. Me gusta
guardar las cosas donde yo sé que puedo cogerlas ––dijo Dinah
con bastante decisión.
––Pero no querrás estos papeles llenos de agujeros. ––Son útiles
para esparcir las hierbas ––dijo Dinah.
––Pero ya ves cómo se salen por todo el cajón.
––¡Caramba, es verdad! Si la señora se empeña en revolverme las
cosas, claro que se saldrán. La señora ya me ha derramado un mon-
tón de esa forma ––dijo Dinah, acercándose inquieta a los cajones–
–. Si la señora se va arriba hasta que sea mi hora de recoger, ya lo
pondré todo bien; pero parece que no puedo hacer nada cuando hay
señoras alrededor, molestando. ¡Eh, tú, Sam, no le des el azucarero
al bebé! ¡Ya te daré yo, si no te andas con cuidado!
––Voy a repasar la cocina y voy a ordenarlo todo una vez, Dinah,
y después espero que la mantengas así.
––¡Caramba, señorita Ophelia, ésas no son cosas propias de seño-
ras! Nunca he visto a ninguna señora hacer nada semejante; ni mi
antigua ama ni la señorita Marie lo han hecho jamás, y no veo la
necesidad de que se haga ahora ––y Dinah daba vueltas majestuo-
samente mientras la señorita Ophelia apilaba y clasificaba fuentes,
vaciaba docenas de azucareros en un sólo recipiente, separaba ser-
villetas, manteles y toallas para la colada, lavaba, frotaba y orde-
naba todo con sus propias manos, con una velocidad y pericia que
dejaron pasmada a Dinah.
––¡Caramba! Si eso es lo que hacen las damas del Norte, pues no
son damas ––dijo a algunos de sus satélites, cuando estaba fuera
del alcance del oído de la señorita Ophelia––––. Yo tengo las cosas
tan organizadas como cualquiera, cuando me toca la hora de orde-
nar; pero no quiero tener a señoras aquí molestando y poniéndome
las cosas donde no puedo encontrarlas.
Para hacerle justicia a Dinah, tenía paroxismos, aunque in-
frecuentes, de reforma y orden, que ella llamaba «horas de orde-
nar», cuando se ponía con gran energía a volver del revés todos los
cajones y armarios, poniéndolo todo en el suelo y en las mesas y
multiplicando por siete el caos habitual. Entonces encendía su pi-
pa, y revisaba lentamente las cosas, repasándolas y discurriendo
sobre ellas; hacía que todos los jóvenes frotasen vigorosamente los
objetos de hojalata y mantenía durante varias horas un elevadísimo
estado de confusión, que explicaba, para satisfacción de todos los
que lo preguntaban, que era la «hora de ordenar». «No podía dejar
que las cosas siguieran cómo estaban, e iba a hacer que los jóvenes
mantuvieran mejor el orden», porque la misma Dinah tenía la con-
vicción de que ella misma era el colmo del orden y que sólo eran
los jóvenes y todos los demás miembros de la casa los que provo-
caban que tal orden no alcanzara la perfección absoluta. Cuando
todas las latas estaban fregadas y todas las mesas blancas como la
nieve y todas las cosas que podían molestar estaban escondidas en
rincones y escondrijos, Dinah se engalanaba con un vestido elegan-
te, un delantal limpio y un turbante alto y brillante de madrás y de-
cía a todos los jóvenes revoltosos que se mantuvieran fuera de la
cocina, ya que quería que todo siguiese ordenado. De hecho, estas
ocasiones infrecuentes suponían una molestia para todas los habi-
tantes de la casa, puesto que Dinah cogía tal cariño por su lata re-
luciente que insistía que no se volviera a utilizar por ningún moti-
vo, por lo menos hasta que se le pasara la fiebre de la «hora de or-
denan».
En pocos días la señorita Ophelia reformó concienzudamente ca-
da parte de la casa según un modelo sistemático; pero sus esfuer-
zos en todos los departamentos que dependían de la colaboración
de los sirvientes eran como los trabajos de Sísifo o las Danaides.
Un día, acudió desesperada a St. Clare.
––¡No hay manera de imponer nada parecido a un método en esta
familia!
––Pues claro que no ––contestó St. Clare.
––¡Nunca he visto una administración tan inepta, tanto derroche
ni tanta confusión!
––Me imagino que no.
––No te lo tomarías con tanta tranquilidad si fueras ama de casa.
––Querida prima, más vale que te enteres, de una vez por todas,
de que los amos nos dividimos en dos clases: los opresores y los
oprimidos. Los que somos bondadosos y odiamos la severidad nos
resignamos a padecer una gran cantidad de incomodidades. Si nos
empeñamos en mantener una casa descuidada, revuelta y desorga-
nizada, por dejadez, debemos atenemos a las consecuencias. He
visto algún caso excepcional de personas que, gracias a un tacto
peculiar, consiguen producir orden y sistema sin severidad; pero no
soy una de ellas, por lo que me decidí hace tiempo a dejar que las
cosas salgan como salgan. No permitiré que se azote o maltrate a
los pobres diablos, y ellos lo saben y, por supuesto, saben que son
ellos los que mandan.
––Pero que no tengan horario, ni lugar para todo, ni orden..., ¡to-
do transcurre de forma tan desordenada!
––Mi querida Vermont, vosotros que sois del Polo Norte exage-
ráis la importancia del tiempo. ¿Para qué diablos le sirve el tiempo
a un tipo que tiene el doble del que sabe llenar? En cuanto al orden
y el sistema, cuando no hay nada que hacer más que tumbarse en el
sofá a leer, importa poco que el desayuno o el almuerzo llegue una
hora antes o después. Veamos, tienes a Dinah que te prepara una
comida excelente: sopa, ragú, pollo asado, postre, helado y todo, y
ella lo crea en el caos y la oscuridad de aquella cocina. Creo que es
sublime que se las arregle tan bien. Pero ¡que el Cielo nos proteja!
Si bajamos allí y vemos cómo fuma y se sienta en el suelo y corre-
tea por ahí durante el proceso de preparación, nunca comeremos
más. Mi querida prima, ahórrate eso. Es peor que la penitencia de
los católicos y no sirve para más. Sólo perderás tú los nervios y a
Dinah la confundirás totalmente. Deja que haga lo que quiera.
––Pero, Auguste, no tienes ni idea de cómo estaban las cosas.
––¿Que no? ¿No sé que el rodillo está debajo de su cama, y el ra-
llador de nuez moscada en su bolsillo con el tabaco, y que hay se-
senta y cinco azucareros diferentes, uno en cada escondrijo de la
casa, que un día friega la vajilla con una servilleta y al siguiente
con un trozo de enagua? Pero el resultado es que prepara unas co-
midas magníficas y hace un café extraordinario, así que debes juz-
garla tal como se juzgan a los guerreros y a los estadistas: por el
éxito.
––¡Pero el desperdicio y el gasto!
––¡Mala suerte! Cierra con llave todo lo que puedes y quédate tú
con la llave. Reparte poco a poco y nunca preguntes por nimieda-
des, pues no te conviene.
––Lo que me preocupa, Augustine, es que no puedo evitar la sen-
sación de que estos criados no son del todo honrados. ¿Estás segu-
ro de que son de fiar?
Augustine se rió de corazón por la cara seria y ansiosa con la que
hizo la pregunta la señorita Ophelia.
––¡Ay, prima, es demasiado! ¡Honrados! Como si se pudiera es-
perar tal cosa. ¿Honrados? Pues claro que no lo son. ¿Por qué
habían de serlo? ¿Qué podría hacer que sean honrados?
––¿Por qué no les enseñas?
––¿Enseñar? ¡Tonterías! ¿Cómo crees que les iba a enseñar yo?
¡Buen enseñante estoy yo hecho! En cuanto a Marie, ella tiene bas-
tante espíritu, desde luego, para matar a toda la plantación si la de-
jase administrarla, pero tampoco conseguiría hacerles honrados.
––¿No hay ninguno honrado?
––Pues de vez en cuando hay uno que la Naturaleza hace tan ridí-
culamente sencillo, sincero y leal que ni la peor influencia puede
destruirlo. Pero, verás, desde el pecho materno el niño negro siente
y cree que no tiene otro camino que el engaño. No tiene otra forma
de llevarse con sus padres, su ama y sus señoritos y señoritas com-
pañeros de juegos. El engaño y el disimulo se convierten en hábi-
tos necesarios e ¡evitables. No es justo exigirles nada más. No hay
que castigarles por ello. En cuanto a la honradez, se mantiene al
esclavo en tal estado de dependencia casi infantil que no hay forma
de que comprenda los derechos de la propiedad o que sienta que
los bienes del amo no son los suyos propios, si es que puede hacer-
se con ellos. Yo, por mi parte, considero que es imposible que sean
honrados. ¡Un tipo como nuestro Tom es un milagro de la moral!
––¿Y qué será de sus almas? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Que yo sepa, eso no es asunto mío ––dijo St. Clare––; sólo me
ocupo de los asuntos de esta vida. El caso es que la opinión general
es que toda su raza ha sido entregada al diablo para beneficio nues-
tro en este mundo, pase lo que pase en el otro.
––¡Pero eso es terrible! ––dijo la señorita Ophelia–– ¡debería da-
ros vergüenza!
––No sé si me da vergüenza. A pesar de todo, estamos bien
acompañados ––dijo St. Clare––, como suele sucederle a cualquie-
ra que tira por el camino de en medio. Mira a los de arriba y los de
abajo en el mundo entero y verás que es la misma historia: la clase
inferior explotada cuerpo y alma en beneficio de la superior. Ocu-
rre así en Inglaterra; ocurre en todas partes; y sin embargo, toda la
cristiandad se horroriza, con indignación virtuosa, porque hacemos
las cosas de forma algo diferente que ellos.
––No ocurre así en Vermont.
––Bien, bien, en Nueva Inglaterra y en los estados nuevos nos
lleváis ventaja, te lo concedo. Pero ha sonado la campana; así que,
prima, dejemos nuestros prejuicios regionales a un lado y vayamos
a almorzar.
Cuando la señorita Ophelia se encontraba en la cocina por la tar-
de, algunos de los niños negros gritaron: ––¡Caramba, ahí viene
Prue, refunfuñando como siempre!
En ese momento entró en la cocina una mujer negra alta y huesu-
da, llevando una cesta de bizcochos y panecillos calientes en la ca-
beza.
––¡Hola, Prue, has venido! ––dijo Dinah.
Prue tenía una extraña expresión ceñuda en el rostro y una voz
quejumbrosa y malhumorada. Dejó la cesta, se puso en cuclillas y,
apoyando los codos en las rodillas, dijo:
––¡Ay, Señor, ojalá estuviera muerta!
––¿Por qué quieres estar muerta? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Porque así dejaría de sufrir ––dijo la mujer hoscamente, sin le-
vantar los ojos del suelo.
––¿Qué necesidad tienes de emborracharte y hacer que te azoten,
Prue? ––preguntó una pulcra camarera cuarterona, cuyos pendien-
tes de coral se balanceaban mientras hablaba.
La mujer la contempló con una mirada agria y desabrida.
––Quizás lo hagas tú, un día de éstos. Me encantaría verte, desde
luego; entonces te vendría bien una copita, como a mí, para olvidar
tus penas.
––Vamos, Prue ––dijo Dinah––, echemos un vistazo a tus bizco-
chos. La señora te los pagará.
La señorita Ophelia cogió un par de docenas.
––Hay algunos boletos en aquella jarra agrietada del estante de
arriba ––dijo Dinah––. Tú, Jake, súbete allí a cogerla.
––¿Boletos? ¿Para qué? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Nosotros le compramos boletos a su amo y ella nos da pan a
cambio.
––Y cuentan el dinero y los boletos cuando llego a casa, para ver
si tengo la cantidad exacta; y si no es así, casi me matan de una pa-
liza.
––Y es lo que te mereces ––dijo Jane, la camarera vivaz–– si te
empeñas en coger su dinero para emborracharte. Eso es lo que
hace, señora.
––Y es lo que seguiré haciendo; no sé vivir de otra manera: beber
para olvidar mis penas.
––Eres muy mala y muy tonta ––dijo la señorita Ophelia–– por
robar el dinero de tu amo para embrutecerte.
––Es probable, señora; pero es lo que hago y seguiré haciendo.
¡Ay, Señor, ojalá estuviera muerta para no sufrir más! ––y se le-
vantó la pobre vieja lenta y dolorosamente y volvió a colocarse la
cesta en la cabeza; pero antes de salir, miró a la cuarterona, que ju-
gueteaba con los pendientes.
––Tú te crees estupenda con aquellos pendientes, bailoteando por
ahí y moviendo la cabeza y despreciando a todo el mundo. Pues no
te preocupes, que puedes vivir para convertirte en una pobre vieja
azotada como yo. Espero que así sea, lo espero de veras; entonces
veremos si no haces lo mismo: beber, beber, beber hasta la sacie-
dad; no te mereces otra cosa, ¡puaj! y con un aullido malvado, salió
la mujer de la habitación.
––¡Bestia repugnante! ––dijo Adolph, que preparaba el agua de
afeitarse de su amo––. Si yo fuese su amo, la azotaría más aún.
––No te sería posible ––dijo Dinah––. Su espalda es todo un es-
pectáculo; nunca consigue cubrirla del todo con un vestido.
––Creo que no debían dejar que unas personas tan rastreras ron-
daran las familias decentes ––dijo la señorita Jane––. ¿Qué opina
usted, señor St. Clare? preguntó, moviendo coqueta la cabeza en
dirección a Adolph.
Debe saberse que, entre otras apropiaciones de bienes de su amo,
Adolph acostumbraba a adoptar su nombre y tratamiento; y que se
hacía llamar, entre los círculos negros de Nueva Orleáns,
señor St.
Clare.
––Comparto su opinión, desde luego, señorita Benoir ––dijo
Adolph.
Benoir era el apellido de la familia de Marie St. Clare y Jane era
una de sus criadas.
––Perdón, señorita Benoir, ¿se me permite preguntarle si esos
pendientes son para el baile de mañana por la noche? ¡Son encan-
tadores, por cierto!
––¡Me sorprende, señor St. Clare, la desfachatez que se permiten
mostrar los hombres a veces! ––dijo Jane, agitando la cabeza para
hacer centellear los pendientes de nuevo––. No bailaré con usted
en toda la tarde si sigue haciéndome estas preguntas.
––¡No puede usted ser tan cruel! Me moría de ganas de saber si
iba a aparecer con su traje de tarlatana rosa ––dijo Adolph.
––¿.Qué pasa? ––preguntó Rosa, una alegre cuarterona seductora
que bajaba brincando las escaleras en ese momento.
––Pues que el señor St. Clare es muy descarado.
––Por mi honor ––dijo Adolph––, que decida por sí misma la se-
ñorita Rosa.
––Sé que es un hombre muy atrevido––dijo Rosa, haciendo equi-
librios sobre uno de sus diminutos pies y mirando maliciosa a
Adolph––. A mí siempre consigue enojarme.
––¡Ay, señoras, señoras, me van a romper el corazón! ––dijo
Adolph––. Me encontrarán muerto en la cama alguna mañana y
ustedes serán las responsables.
––¡Escuchad cómo habla el tipo repugnante! ––dijeron ambas
damas, riéndose sin moderación.
––¡Vamos, fuera de ahí, vosotras! No aguanto que estéis ahí lle-
nándome la cocina ––dijo Dinah––, metiéndoos bajo mis pies, y
haciendo el tonto.
––La tía Dinah está triste porque no puede ir al baile ––dijo Rosa.
––No quiero tener nada que ver con los bailes de los negros blan-
cos ––dijo Dinah––, presumiendo y fingiendo que sois blancos.
Después de todo, sois negros, exactamente igual que yo.
––La tía Dinah se llena la lana de brillantina todos los días para
quitarle los rizos ––dijo Jane.
Y sigue siendo lana, a pesar de todo ––dijo Rosa, agitando mali-
ciosamente su larga melena de rizos sedosos.
––Bueno, a los ojos de Dios, la lana vale tanto como el cabello,
¿no es verdad? ––dijo Dinah––. Me gustaría que la señora nos dije-
se quién vale más, si un par como vosotras o una como yo. ¡Fuera
de aquí, impostoras; no os quiero aquí!
En este punto se interrumpió la conversación por dos causas. Se
oyó la voz de St. Clare en lo alto de la escalera preguntando a
Adolph si iba a tardar hasta la noche en llevarle el agua para el
afeitado; y la señorita Ophelia dijo, al salir del comedor:
Jane y Rosa, ¿por qué perdéis el tiempo? Id a ocuparos de vuestra
costura.
Nuestro amigo Tom, que se encontraba en la cocina durante la
conversación con la mujer de los bizcochos, la había seguido
cuando salió a la calle. La vio avanzar, soltando de vez en cuando
un gemido reprimido. Por fin dejó su cesta en un portal para arre-
glarse el viejo y descolorido chal que le cubría los hombros.
Yo te llevo la cesta un trecho ––dijo Tom compasivamente.
––¿Por qué motivo? ––preguntó la mujer––. No necesito ayuda.
––Pareces estar enferma o preocupada o algo ––dijo Tom.
––No estoy enferma ––contestó la mujer escuetamente.
––Quisiera ––dijo Tom, mirándola muy serio––, quisiera poder
persuadirte de que dejaras de beber. ¿No sabes que va a ser tu per-
dición, del cuerpo y del alma?
––Sé que iré al infierno ––Mijo la mujer ásperamente––. No hace
falta que me lo digas. Soy fea, soy mala y me iré directamente al
infierno. ¡Ay, Señor, ojalá ya estuviera allí!
Tom tembló ante las terribles palabras, dichas con una seriedad
hosca y apasionada.
––¡Que Dios tenga piedad de ti, pobre criatura! ¿No has oído
hablar de Jesucristo?
––¿Jesucristo? ¿Quién es?
––¡Pues es el
Señor!
––dijo Tom.
––Creo que he oído hablar del Señor, y del juicio y del infierno.
He oído hablar de todo eso.
––¿Pero nadie te ha hablado del Señor Jesús, que amaba a los po-
bres pecadores y murió por nosotros?
––No sé nada de eso ––dijo la mujer––; nadie me ha amado a mí,
desde que se murió mi viejo.
––¿Dónde te criaste? ––preguntó Tom.
Allá en Kentucky. Un hombre me dedicó a criar niños para el
mercado y los vendía en cuanto tenían el tamaño suficiente; al final
me vendió a mí a un especulador, y mi amo me compró a éste.
––¿Cómo empezaste a beber de esta forma?
––Para acabar con mis desgracias. Tuve un hijo después de venir
aquí, y creía que iba a poder quedarme con uno para criarlo, pues
el amo no era especulador. ¡Era una cosita lindísima! Y parecía
que le gustaba al ama al principio; no lloraba nunca, era guapo y
gordo. Pero el ama enfermó y yo la cuidaba; y luego yo cogí las
fiebres, y perdí la leche y mi niño se quedó en los huesos pero el
ama no quiso comprarle leche. No me escuchaba cuando le decía
que no tenía leche. Dijo que sabía que yo podía criarlo con lo que
comen los demás; y el niño se consumió y lloraba y lloraba y llo-
raba, día y noche, y no era más que un montón de huesos, y el ama
le tomó ojeriza y decía que era por mal humor. Quisiera verlo
muerto, decía, y no dejaba que me lo quedara por las noches por-
que decía que no me dejaba dormir y que luego yo no servía para
nada. Me hacía dormir en su habitación y tuve que poner al niño en
una especie de buhardilla y allí murió llorando, una noche. Así fue;
y yo empecé a beber para no oírlo llorar. ¡Bebía y beberé! ¡Beberé
aunque vaya al infierno por ello! ¡El amo dice que iré al infierno y
yo le digo que ya estoy allí!
––¡Ay, pobrecita! ––dijo Tom––. ¿Y nadie te ha dicho que el Se-
ñor jesús te ama y que murió por ti? ¿No te han dicho que Él te
ayudará y que puedes ir al Cielo y descansar por
––¡Ya lo creo que iré al Cielo! ––dijo la mujer––. ¿No es allí
donde van los blancos? ¿Crees tú que ellos me querrán tener allí?
Prefiero ir al infierno y escaparme de los amos. Ya lo creo ––dijo,
y con su gemido habitual, cargó la cesta en la cabeza y se alejó
hoscamente.
Tom se volvió y caminó de vuelta hacia la casa. En el patio se
encontró con la pequeña Eva, con una corona de nardos en la cabe-
za y los ojos radiantes de alegría.
––¡Oh, Tom, estás ahí! Me alegro de encontrarte. Papá dice que
puedes sacar los caballos para llevarme de paseo en mi nuevo ca-
rruaje ––dijo, cogiéndole de la mano––. ¿Pero qué te pasa, Tom?
Pareces muy serio.
––Me siento mal, señorita Eva ––dijo Tom con tristeza––. Pero le
sacaré los caballitos.
––Pero dime qué ocurre, Tom. Te he visto hablar con la vieja y
arisca Prue.
Tom le contó a Eva la historia de la mujer con palabras sencillas
y serias. Ésta no lloró ni hizo comentarios ni preguntas, como
hacen los demás niños. Se le empalideció el rostro y una oscura
sombra cruzó por sus ojos. Puso las dos manos sobre el pecho y
suspiró profundamente.
CAPÍTULO XIX
MÁS EXPERIENCIAS Y OPINIONES DE LA SEÑORITA
OPHELIA
––Tom, no hace falta que me prepares los caballos. No quiero sa-
lir ––dijo ella.
––¿Por qué no, señorita Eva?
––Estas cosas me traspasan el corazón, Tom ––dijo Eva––; me
traspasan el corazón ––repitió muy seria––. No quiero salir y le dio
la espalda a Tom y entró en la casa.
Unos días más tarde, fue otra mujer para llevar los bizcochos en
lugar de la vieja Prue; la señorita Ophelia se encontraba en la coci-
na.
––¡Señor! ––dijo Dmah––. ¿Qué le pasa a Prue?
––Prue no vendrá más ––dijo la mujer misteriosamente.
––¿.Por qué no? ––preguntó Dinah––. No estará muerta, ¿verdad?
––No lo sabemos exactamente. Está abajo en la bodega ––dijo la
mujer, mirando a la señorita Ophelia.
Después de que la señorita Ophelia hubo cogido los bizcochos,
Dinah siguió a la mujer hasta la puerta.
––Dime, ¿qué le pasa a Prue?
La mujer parecía deseosa de hablar y reacia al mismo tiempo, y le
contestó con un tono bajo y misterioso.
––Bueno, no se lo digas a nadie pero Prue se emborrachó de nue-
vo y la llevaron abajo a la bodega; la dejaron todo el día allí, y les
oí decir que
se habían apoderado de ella las moscas... y que está
muerta.
Dinah alzó las manos y, al girarse, vio la forma espectral de
Evangeline junto a ella, los grandes ojos místicos dilatados por el
espanto y sin una gota de sangre en los labios o las mejillas.
––¡El Señor nos ampare, la señorita Eva va a desmayarse! ¿Qué
estaríamos pensando para dejar que nos oyese hablar de tales co-
sas? Su padre se pondrá furioso.
––No me desmayaré, Dinah ––dijo la niña con firmeza––, y ¿por
qué no había de oíros? No es tan malo para mí oírlo como para la
pobre Prue sufrirlo.
––¡Señor, señor, estas historias no son para damitas dulces y deli-
cadas como usted! ¡Podrían matarlas!
Eva volvió a suspirar y subió las escaleras con paso lento y me-
lancólico.
La señorita Ophelia preguntó ansiosamente por la historia de la
mujer. Dinah le dio una versión prolija, a la que Tom aportó los
pormenores que había conseguido sonsacarle a Prue aquella maña-
na.
––¡Una historia abominable, totalmente abominable! ––exclamó,
al entrar en la habitación donde St. Clare yacía leyendo el periódi-
co.
––Dime, ¿qué perversidad se ha cometido ahora? ––preguntó él.
––Pues que aquellas personas han matado a Prue de una azotaina
––dijo la señorita Ophelia, quien se puso a contarle la historia con
abundancia de detalles, explayándose en los pormenores más esca-
brosos.
––Ya me pareció que acabaría la cosa así, tarde o temprano dijo
St. Clare, poniéndose a leer de nuevo el periódico.
––¡Que ya te parecía! ¿Es que no vas a hacer nada al respecto?
preguntó la señorita Ophelia––. ¿No tenéis alguaciles, o algo pare-
cido, que se hagan cargo de tales asuntos?
––La opinión general es que las leyes de la propiedad son una de-
fensa suficiente en estos casos. Si a la gente le da por estropear sus
propias posesiones, no se qué se puede hacer. Parece ser que la po-
bre criatura era una ladrona y una borracha; así habrá poca posibi-
lidad de que se le tenga compasión.
––¡Es un ultraje, es horroroso, Augustine! ¡Serás castigado por
esto!
––Querida prima, yo no lo he hecho, y no puedo remediarlo; lo
haría si pudiera. Si las personas ruines y brutales se comportan
como lo que son, ¿qué he de hacer yo? Tienen el control absoluto;
son déspotas irresponsables. No serviría para nada interferir; no
existe ninguna ley que tenga un valor práctico en estos casos. Lo
mejor que podemos hacer es cerrar los ojos y los oídos y dejarlo
estar. Es el único recurso que nos queda.
––¿Cómo puedes cerrar los ojos y los oídos? ¿Cómo puedes de-
jarlo estar?
––Mi querida amiga, ¿qué esperas? Aquí tenemos a toda una cla-
se de personas –– envilecida, iletrada, indolente y provocativa ––
que está puesta, sin ningún tipo de términos o condiciones, en ma-
nos de otra que, como la mayoría de las personas de nuestro mun-
do, son personas que carecen de consideración y autodominio, que
no tienen siquiera una idea clara de sus propios intereses, pues tal
es el caso de la mayor parte de los seres humanos. Naturalmente,
en una sociedad organizada de tal forma, lo único que puede hacer
un hombre de sentimientos honorables y humanitarios es cerrar los
ojos lo más fuerte que puede y endurecer el corazón. No puedo
comprar a todos los pobres desgraciados que veo. No puedo con-
vertirme en un caballero andante y comprometerme a deshacer to-
dos los entuertos que se cometen en una ciudad como ésta. Lo más
que puedo hacer es evitarlos en lo posible.
El bello rostro de St. Clare se nubló durante un instante. Dijo:
Vamos, prima, no te quedes ahí de pie como una Parca; sólo te
has asomado a la cortina y has visto una muestra de lo que ocurre
en todo el mundo, bajo una forma u otra. Si fuéramos a andar hus-
meando y entrometiéndonos en todas las miserias de la vida, no
tendríamos ganas de nada. Es igual que mirar demasiado de cerca
todos los detalles de la cocina de Dinah y St. Clare se tumbó de
nuevo en el sofá y se puso a leer su periódico.
La señorita Ophelia se sentó, sacó su labor de calceta y se quedó
sentada, ceñuda por la indignación. Tejió y tejió, pero mientras re-
flexionaba, el fuego seguía ardiendo dentro de ella; por fin estalló:
––Te digo, Augustine, que yo no puedo superar tales cosas, como
tú. ¡Es una abominación que defiendas semejante sistema, eso es lo
que pienso!
––¿Ahora qué? ––dijo St. Clare, levantando la vista––. Conque
vuelves a la carga, ¿eh?
––¡Digo que es totalmente abominable que defiendas tal sistema!
––dijo la señorita Ophelia, cada vez más enardecida.
––¿Que yo lo defiendo, mi querida amiga? ¿Quién te ha dicho
que yo lo defienda? ––dijo St. Clare.
––Claro que lo defiendes, todos lo defendéis, todos los sureños.
Si no es así, ¿para qué tenéis esclavos?
––¿Eres tan inocente que crees que nadie de este mundo hace ja-
más lo que no le parece correcto? ¿Tú no haces, o nunca has
hecho, ninguna cosa que no te pareciera absolutamente correcta?
––Si lo hago, me arrepiento de ello, espero ––––dijo la señorita
Ophelia, haciendo sonar las agujas enérgicamente.
––Yo también ––dijo St. Clare, pelando una naranja––. Me paso
la vida arrepintiéndome.
––¿Por qué lo sigues haciendo?
––¿Tú nunca has seguido haciendo lo que estaba mal, incluso
después de arrepentirte, querida prima?
––Pero sólo cuando la tentación era muy fuerte ––dijo la señorita
Ophelia.
––Pues yo siento una tentación muy fuerte ––dijo St. Clare––, ahí
está la dificultad.
––Pero yo siempre resuelvo no hacerlo más e intento detenerme.
––Pues yo llevo diez años resolviendo no hacerlo, esporá-
dicamente ––dijo St. Clare––, pero por alguna razón no lo he con-
seguido. ¿Tú has conseguido vencer todos tus pecados, prima?
––Primo Augustine ––dijo la señorita Ophelia muy seria, dejando
a un lado la calceta––, supongo que me merezco que me censures
mis defectos. Sé que tienes razón en todo lo que dices; nadie los
siente más que yo; pero así y todo, me parece que hay alguna dife-
rencia entre tú y yo. Yo creo que me cortaría la mano derecha antes
de seguir día tras día haciendo algo que me pareciera mal. Pero mi
conducta concuerda tan poco con lo que predico, que no me extra-
ña que me lo censures.
Vamos, vamos, prima ––dijo Augustine, sentándose en el suelo y
apoyando la cabeza en el regazo de ella–– ¡no reniegues tanto! Sa-
bes lo inútil y desvergonzado que he sido siempre. Me gusta pro-
vocarte, eso es todo, para ver cómo te pones tan seria. Creo real-
mente que eres desesperante y embarazosamente buena; me agota
mortalmente pensarlo.
––Pero éste es un tema muy serio, Auguste, hijo ––dijo la señori-
ta Ophelia, tocándole la frente con la mano.
––Tristemente serio ––dijo él––; y yo nunca quiero hablar seria-
mente cuando hace calor. Con los mosquitos y todo, a uno le cues-
ta mucho alcanzar sublimes cimas morales; y creo ––dijo St. Clare,
excitándose de pronto–– ¡qué teoría! Ya entiendo por qué las na-
ciones del Norte son siempre más virtuosas que las del Sur; ya en-
tiendo todo el asunto.
––¡Ay, Augustine, triste cabeza de chorlito!
––¿Lo soy? Bueno, lo soy, supongo; pero quiero ser serio por una
vez pásame aquella cesta de naranjas; ya ves, tendrás que «dete-
nerme con bebidas y consolarme con manzanas», si he de hacer
este esfuerzo. Bien ––dijo Augustine, acercándose la cesta––, em-
pezaré: Cuando, en el curso de los acontecimientos humanos, es
necesario que un individuo mantenga cautivos a dos o tres docenas
de sus homólogos gusanos, la consideración por las opiniones de la
sociedad requiere...
––A mí no me parece que estés siendo más serio ––dijo la señori-
ta Ophelia.
––Espera, que ya voy, ya te enterarás. El caso es, prima, en resu-
men ––dijo y su semblante adquirió de repente una expresión seria
e intensa––, sobre esta cuestión abstracta de la esclavitud puede
haber, a mi modo de ver, una sola opinión. Los dueños de planta-
ciones, que ganan dinero con ella, los clérigos, que quieren com-
placer a éstos, los políticos, que quieren el poder, pueden retorcer y
distorsionar el lenguaje y ética hasta tal punto que el mundo se
asombre por su ingenuidad; pueden retorcer la naturaleza y la Bi-
blia y sabe Dios qué más para sus fines; pero, después de todo, ni
el mundo ni ellos mismos creen en ello un átomo más. Es cosa del
diablo, ésa es la pura verdad y, en mi opinión, es una muestra bas-
tante buena de lo que éste es capaz de conseguir.
La señorita Ophelia dejó de tejer y puso cara de sorpresa y St.
Clare, que aparentemente disfrutaba de su asombro, prosiguió:
––Pareces sorprenderte; pero si quieres que me explaye sobre el
tema, te lo confesaré todo. Este maldito asunto, maldito por Dios y
por el hombre, ¿qué es? Quítale los oropeles, desnúdalo hasta lle-
gar a la raíz y el núcleo y ¿qué es? Pues porque mi hermano Quas-
hy es ignorante y débil y yo soy inteligente y fuerte, porque sé y
puedo hacerlo, por eso puedo robar todo lo que posee y quedárme-
lo y darle a él sólo lo que me da la gana. Todo lo que sea demasia-
do duro, sucio o desagradable para mí, pongo a Quashy a hacerlo.
Porque no me gusta a mí trabajar, que trabaje Quashy. Porque me
quema el sol, que se ponga Quashy al sol. Quashy ganará el dinero
y yo lo gastaré. Quashy se tumbará en todos los charcos para que
yo pueda pasar sin mojarme los pies. Quashy cumplirá mi voluntad
y no la suya propia todos los días de su vida mortal, y tendrá tantas
posibilidades de ir al Cielo al final como a mí me parezca conve-
niente. Esto es lo que es la esclavitud. Desafío a cualquier mortal
que lea nuestro código de esclavitud, tal como está redactado en
nuestros libros de leyes, y la interprete de otra manera. ¡Hablar de
los abusos de la esclavitud! ¡Hipocresía! ¡La esclavitud misma es
la esencia de todo abuso! Y la única razón por la que no se hunde
la tierra debajo de ella, como Sodoma y Gomorra, es porque se uti-
liza mejor de lo que se podría. Por misericordia, por vergüenza,
porque somos hombres nacidos de mujeres y no bestias salvajes,
muchos de nosotros no queremos, no nos atrevemos o nos nega-
mos a utilizar todo el poder que nuestras salvajes leyes ponen en
nuestras manos. Y el que va más allá y hace lo peor posible, no
hace sino actuar dentro de los límites del poder que le confieren las
leyes.
St. Clare se había levantado y, tal como solía hacer cuando se ex-
citaba, caminaba con pasos precipitados de un lado a otro. Su her-
moso rostro, con facciones clásicas como las de una estatua griega,
parecía arder con el fervor de sus sentimientos. Sus grandes ojos
azules centelleaban, y gesticulaba con una energía inconsciente. La
señorita Ophelia nunca antes lo había visto de este talante y se
quedó sentada en total silencio.
––Yo te digo ––dijo él, deteniéndose de pronto delante de su pri-
ma–– (no sirve para nada hablar o tener sentimientos sobre este
tema), pero yo te digo a ti que ha habido veces que he pensado que
si se hundía todo el país para ocultar toda esta injusticia y miseria a
la vista, que yo me hundiría de buena gana con él. Cuando he via-
jado arriba y abajo en nuestros barcos o en mis recorridos para re-
coger fondos y he pensado que cada tipo brutal, repugnante, cruel
y rastrero que me encontraba estaba autorizado por nuestras leyes a
convertirse en déspota absoluto de cuantos hombres, mujeres y ni-
ños pueda comprar con dinero robado o ganado con timos o en el
juego, cuando he visto a tales hombres dueños de niños, niñas y
mujeres jóvenes indefensas, ¡he tenido ganas de maldecir mi país,
de maldecir a la raza humana!
––¡Augustine, Augustine! ––dijo la señorita Ophelia– creo que
has dicho bastante. ¡Nunca en mi vida he oído nada semejante, ni
en el Norte!
––¡En el Norte! ––dijo St., Clare, cambiando repentinamente de
expresión y volviendo a usar su habitual tono despreocupado––
¡bah, los del Norte sois gente de sangre fría! No podéis competir
con los del Sur cuando nos ponemos a despotricar sin mesura.
––Sí, pero la cuestión es... ––dijo la señorita Ophelia.
––Oh, sí, desde luego, la cuestión es... ¡menuda cuestión! ¿Cómo
has llegado tú a este estado de pecado y miseria? Pues yo te con-
testaré con las buenas palabras que tú me enseñabas los domingos.
Yo he llegado a este estado por herencia. Mis sirvientes eran de mi
padre y, es más, de mi madre; y ahora son míos, ellos y su proge-
nie, que es una cosa muy considerable. Mi padre, ¿sabes?, era ori-
ginario de Nueva Inglaterra; era un hombre muy parecido al tuyo,
un verdadero romano, recto, enérgico, de nobles ideas y con una
voluntad de hierro. Tu padre se asentó en Nueva Inglaterra, para
reinar sobre rocas y piedras y ganarse la vida exprimiendo la natu-
raleza; el mío se estableció en Luisiana, para reinar sobre hombres
y mujeres y ganarse la vida exprimiéndolos a ellos. Mi madre ––
dijo St. Clare, levantándose y acercándose a un cuadro que había
en un extremo de la habitación, que miró con un rostro ferviente de
adoración–– ¡era divina! No me mires así, ya sabes lo que quiero
decir. Probablemente surgió de un nacimiento humano; pero por lo
que yo pude observar no había ninguna huella de debilidades o fla-
quezas humanas en ella; y todos los que la recuerdan, esclavos o
libres, sirvientes, conocidos, parientes, todos dicen lo mismo. La
verdad es, prima, que lo único que ha habido desde hace años entre
yo y el escepticismo total ha sido esa madre. Era la verdadera en-
carnación y personificación del Nuevo Testamento, un hecho vi-
viente que había que explicar, y que sólo se explicaba con su ver-
dad. ¡Oh, madre, madre! ––dijo St. Clare, juntando las manos, en
una especie de trance; después, controlándose, regresó y, sentándo-
se en la otomana, continuó:
––Mi hermano y yo éramos gemelos, y ya sabes que dicen que
los gemelos deben parecerse; pero nosotros éramos un contraste en
todas las cosas. Él tenía los ojos negros y fieros, el cabello negro
como el azabache, un bello y fuerte perfil romano y una bella tez
morena. Yo tenía los ojos azules, el cabello rubio, un perfil griego
y la tez blanca. El era activo y observador, yo soñador e inactivo.
El era generoso con sus amigos y sus semejantes, pero orgulloso,
dominante y altanero con los inferiores y absolutamente implaca-
ble con cualquiera que se le opusiera. Los dos éramos sinceros; él,
por orgullo y valor; yo, por una especie de idealismo abstracto.
Nos queríamos como suelen hacerlo los muchachos: a ratos y de
una manera general; él era el favorito de mi padre y yo de mi ma-
dre.
Yo tenía una sensibilidad malsana y una agudeza de sentimientos
hacia todos los temas posibles que ni él ni mi padre comprendían y
a los que ninguno de los dos tenía ninguna simpatía. Pero mi ma-
dre sí; por eso, cuando reñía con Alfred y mi padre me dirigía una
mirada severa, solía acudir al cuarto de mi madre y sentarme a su
lado. Recuerdo exactamente el aspecto que tenía, con sus pálidas
mejillas, sus ojos profundos y graves, su vestido blanco ––siempre
vestía de blanco––; y solía pensar en ella cuando leía en el Apoca-
lipsis sobre los santos que iban ataviados de lino puro, limpio y
blanco. Tenía muchos talentos para diferentes cosas, especialmente
para la música; y solía sentarse ante el órgano tocando la hermosa
música antigua de la iglesia católica y cantando con una voz más
propia de un ángel que de una mujer mortal; y yo solía apoyar la
cabeza en su regazo y llorar y soñar y sentir, de forma desmedida,
cosas que no tenía lenguaje para describir.
En aquellos tiempos, el tema de la esclavitud no se cuestionaba
como hoy; nadie soñaba que tuviera nada de malo. Mi padre era un
aristócrata nato. Creo que en una vida anterior estaría en uno de los
círculos superiores de espíritus y que trajo a este mundo todo el
orgullo de su corte anterior; porque le era algo natural, hondamente
arraigado, aunque él provenía de una familia pobre y nada noble.
Mi hermano salió idéntico a él.
Ahora bien, tú sabes que un aristócrata no se granjea la simpatía
de la gente en ningún lugar del mundo, fuera de cierto nivel social.
En Inglaterra el nivel está en un sitio, en Birmania en otro y en
América en otro; pero el aristócrata de todos estos países nunca se
sale de él. Lo que sería penuria, escasez o injusticia para su propia
clase es lo normal para otra. La línea divisoria de mi padre era el
color. Entre sus semejantes, nunca ha habido un hombre más justo
o generoso; pero él consideraba al negro, con todas sus grada-
ciones de color, un eslabón intermedio entre los hombres y los
animales, y basaba todas sus ideas de justicia y generosidad en esa
hipótesis. A decir verdad, supongo que si alguien le hubiera pre-
guntado directamente si tenían alma inmortal, hubiese tartaleado
antes de responder que sí. Pero mi padre no era un hombre al que
le preocupase mucho lo espiritual; no tenía más sentimiento reli-
gioso que una veneración por Dios, como evidente cabeza de las
clases pudientes.
Bien, mi padre tenía unos quinientos negros; era un hombre de
negocios inflexible, exigente y minucioso; todo tenía que hacerse
sistemáticamente y regirse con infalible exactitud y precisión.
Ahora bien, si tienes en cuenta que todo esto lo tenía que poner en
práctica un hatajo de campesinos perezosos, charlatanes e inútiles
que se habían criado toda la vida carentes de motivos para hacer
cualquier cosa que no fuera «vaguean», como decís los de Ver-
mont, verás que puede haber en su plantación una gran cantidad de
cosas que parecen horribles y deprimentes a los ojos de un niño
sensible como yo.
Además, tenía un capataz, grandullón, alto y fornido, renegado y
peleón, un verdadero hijo de Vermont, con perdón, que había pa-
sado un auténtico aprendizaje en la dureza y la brutalidad antes de
sacarse el título para ejercer su profesión. Mi madre nunca pudo
soportarlo, y yo tampoco; pero adquirió un dominio absoluto sobre
mi padre; este hombre era el déspota absoluto de la hacienda.
Yo era un niño entonces pero tenía el mismo cariño que tengo
ahora por todo lo humano, una especie de pasión por el estudio de
la humanidad, bajo cualquiera de sus formas. Se me veía mucho en
las cabañas y entre los trabajadores del campo y, naturalmente, era
un gran favorito entre ellos; me contaban todo tipo de quejas y
agravios, y yo se los contaba a mi madre y entre los dos formamos
una especie de comité para remediar los agravios. Obstaculizamos
e impedimos una gran cantidad de crueldades y nos congratulába-
mos por hacer una gran cantidad de bien hasta que, como ocurre a
menudo, me excedí en el celo. Stubbs se quejó a mi padre de que
no podía manejar a los braceros y que debía dimitir. Mi padre era
un marido cariñoso e indulgente, pero un hombre que no vacilaba
en hacer lo que considerase preciso, por lo que se interpuso, firme
como una roca, entre los braceros y nosotros. Le dijo a mi madre,
con un lenguaje perfectamente considerado y respetuoso, pero muy
explícito, que ella sería el ama absoluta de los sirvientes de la casa,
pero que no consentía que interfiriese con los trabajadores del
campo. Él la adoraba y reverenciaba más que ninguna otra cosa en
el mundo, pero hubiese dicho lo mismo a la Virgen María si ella se
hubiera interpuesto en su sistema.
A veces oía a mi madre razonar con él sobre algunos casos; inten-
taba despertar su compasión. Él escuchaba los ruegos más patéti-
cos con la educación y ecuanimidad más desalentadoras. «Todo se
reduce a lo siguiente», decía, «¿debo deshacerme de Stubbs o que-
darme con él? Stubbs es el colmo de la puntualidad, la honradez y
la eficiencia, un genio para los negocios y tan humanitario como la
mayoría. No podemos optar a la perfección; si me quedo con él,
debo apoyar toda su administración, aunque haya, de vez en cuan-
do, incidentes reprochables. Todo gobierno encierra algo de dureza
inevitable. Las reglas generales serán duras en casos concretos.»
Mi padre parecía considerar definitiva esta máxima en la mayoría
de los supuestos casos de crueldad. Después de decir eso, solía re-
coger los pies en el sofá, como un hombre que ha ultimado un ne-
gocio, y ponerse a dormir la siesta o leer el periódico, según la
ocasión.
El caso es que mi padre poseía el talento idóneo para ser estadis-
ta. Hubiera podido dividir Polonia tan fácilmente como si fuera
una naranja, o pisotear Irlanda tan tranquilamente como cualquier
hombre. Al final, mi madre, desesperada, se rindió. Nunca se sa-
brá, hasta el juicio final, lo que sienten las naturalezas nobles y
sensibles como la suya, al verse arrojadas indefensas a lo que debe
parecerles ––ellas pero no a los que las rodean–– un abismo de in-
justicia y crueldad. Ha sido una larga época de sufrimientos para
tales naturalezas en un mundo tan dejado de la mano de Dios como
el nuestro. ¿Qué le quedaba a ella sino inculcarles sus propias opi-
niones y sentimientos a sus hijos? Bien, pero a pesar de todo lo que
dices sobre la educación, los niños crecerán sustancialmente como
la naturaleza los ha hecho, y nada más. Desde la cuna, Alfred fue
un aristócrata; y, al hacerse mayor, todas sus simpatías y todos sus
razonamientos se dirigieron por ese camino, y todas las exhorta-
ciones de mi madre se las llevó el viento. En cuanto a mí, me cala-
ron hondo. Ella nunca contradecía, de hecho, nada de lo que decía
mi padre, ni parecía diferir mucho de él; pero imprimió, estampó
con hierro en mi alma, con toda la fuerza de su naturaleza profunda
y sincera, una idea de la dignidad y la valía de la más humilde al-
ma humana. Le miraba a la cara con solemne admiración cuando
me señalaba las estrellas por las noches y me decía: «Mira allí,
Auguste. La más miserable y humilde alma de nuestra casa aún ar-
derá cuando estas estrellas hayan desaparecido para siempre; ¡vivi-
rán tanto tiempo como Dios!»
Tenía algunos bellos cuadros antiguos, especialmente uno que
mostraba a Jesús curando a un ciego. Eran muy buenos y me im-
presionaban mucho. «Mira allí, Auguste», decía, «el ciego era un
mendigo, pobre y despreciable; pero no lo curó a distancia. Lo
llamó y le puso las manos encima. Recuerda esto, hijo mío». Si
hubiera vivido bajo sus cuidados hasta hacerme mayor, puede que
me hubiese infundido un no––sé––qué de entusiasmo. Puede que
hubiese sido un santo, un reformador, un mártir... pero, por desgra-
cia, me alejé de ella cuando tenía trece años y nunca la volví a ver.
St. Clare descansó la cabeza en las manos y estuvo unos minutos
sin hablar. Después de un rato, levantó la vista y siguió:
––¡Qué pobre y mezquina bagatela es todo aquello de la virtud
humana! Una simple cuestión, en la mayoría de los casos, de lati-
tud y longitud y posición geográfica, actuando junto con el tempe-
ramento natural. ¡La mayoría no es más que un accidente! Tu pa-
dre, por ejemplo, se instala en Vermont, en un pueblo donde todos
son, de hecho, libres e iguales; se convierte en miembro practicante
y diácono de la iglesia, y, en su momento, se hizo de una sociedad
de abolicionistas, y a nosotros nos considera poco más que paga-
nos. Sin embargo, bajo todos los conceptos, es una réplica de mi
padre por su constitución y sus costumbres. Lo veo translucirse en
cincuenta detalles diferentes: el mismísimo espíritu arrogante, fuer-
te y dominante. Sabes muy bien que es imposible convencer a al-
gunas de las personas de tu pueblo de que el señor Sinclair no se
siente superior a ellas. El caso es que, aunque le ha correspondido
una época democrática y ha adoptado una teoría democrática, en el
fondo es un aristócrata, tanto como mi padre, que reinaba sobre
quinientos o seiscientos esclavos.
La señorita Ophelia tenía intención de poner reparos a esta opi-
nión y dejaba su calceta para comenzar, pero la detuvo St. Clare.
––Vamos, conozco cada palabra de lo que vas a decir. No digo
que se parecieran de hecho. Uno acabó en un medio donde todo iba
contra su tendencia natural y el otro, donde todo iba a su favor; por
lo tanto, uno se convirtió en un viejo demócrata bastante volunta-
rioso, obstinado y dominante y el otro en un déspota voluntarioso,
obstinado y dominante. Si hubiesen sido dueños de sendas planta-
ciones en Luisiana, se habrían parecido tanto como dos balas
hechas en el mismo molde.
––¡Qué muchacho más irreverente eres! ––dijo la señorita
Ophelia.
––No pretendo faltarles al respeto ––dijo St. Clare––. Sabes que
la reverencia no es mi fuerte. Pero, para volver con mi historia:
Cuando murió mi padre, dejó toda su propiedad a sus hijos geme-
los para que nos la repartiéramos como acordásemos. No existe
sobre la tierra del Señor un tipo más generoso o noble de espíritu
que Alfred, en todo lo que atañe a sus semejantes; y llevamos estu-
pendamente toda la cuestión de las propiedades sin una palabra o
un sentimiento poco fraternal. Nos comprometimos a dirigir juntos
la plantación; y Alfred, cuya vida y cualidades externas eran el do-
ble de las mías, se convirtió en un plantador entusiasta con un éxito
enorme.
Pero dos años de prueba me demostraron que yo no servía como
socio de ese negocio. Tener una brigada de setecientos, a los que
no podía conocer personalmente ni interesarme por ellos indivi-
dualmente, que se compraban, dirigían, alojaban y alimentaban
como si fueran reses de ganado bovino, con una precisión militar
(un problema recurrente era cuál era el mínimo número de placeres
de la vida que hacía falta para hacerles rendir lo máximo), la nece-
sidad de tener capataces y supervisores (el látigo omnipresente era
el primero, el último y el único argumento), todo me resultaba in-
soportablemente repugnante y odioso; y cuando recordaba lo que
pensaba mi madre de una pobre alma humana, ¡llegaba a ser espan-
toso!
Es una tontería hablar de que los esclavos disfrutan de esto. No
puedo aguantar las tonterías indecibles que se han inventado algu-
nos de estos norteños condescendientes en su afán de disculpar
nuestros pecados. Todos sabemos que son mentira. ¡Dime que un
hombre quiere trabajar todos los días de su vida, de la mañana has-
ta la noche, bajo el ojo vigilante de un amo, sin posibilidad de rea-
lizar ni una sola acción voluntaria, en las mismas tareas aburridas,
monótonas e invariables, y todo por dos pantalones y un par de za-
patos al año y suficiente comida y cobijo para que pueda seguir en
condiciones de trabajar! Cualquier hombre que cree que los seres
humanos pueden, como regla general, estar tan cómodos así como
de otra manera, ¡me gustaría que lo probase él mismo! ¡Yo lo
compraría y lo pondría a trabajar con la conciencia tranquila!
––Siempre he dado por sentado ––dijo la señorita Ophelia–– que
todos vosotros aprobabais estas cosas y las considerabais correctas,
según las Sagradas Escrituras.
––¡Hipocresías! Aún no nos vemos reducidos a eso. Alfred, que
es un déspota tan convencido como cualquiera que haya existido,
no se escuda en ese tipo de defensa; no, él se apoya, altivo y alta-
nero, en aquel viejo fundamento respetable:
el derecho del más
fuerte;
y dice, y creo que con bastante sensatez, que el plantador
americano «sólo hace, de alguna manera, lo que hacen la aristocra-
cia y los capitalistas ingleses hacen con las clases inferiores»; es
decir, deduzco, apropiarse de ellos, cuerpo y alma, para su propio
uso y conveniencia personal. Él defiende los dos y creo que es
consistente, por lo menos. Dice que no puede haber una elevada
civilización sin la esclavitud, nominal o real, de las masas, nomina-
les o reales. Dice que debe haber una clase inferior, que se entre-
gue al trabajo fisico y se limite a vivir como animales; y así la su-
perior adquiere ocio y riquezas para expandir su inteligencia y su
educación y convertirse en el alma directora de la inferior. Así ra-
zona él, porque, como ya he dicho, es un aristócrata; yo no creo en
ello, porque nací demócrata.
––¡Pero de ninguna manera pueden compararse las dos cosas! ––
dijo la señorita Ophelia––. No venden, explotan, separan de su fa-
milia ni azotan al trabajador inglés.
––Pero su patrón dispone de él como si lo hubiera comprado. El
dueño de esclavos puede azotar al esclavo recalcitrante hasta ma-
tarlo, y el capitalista puede matarlo de hambre. En cuanto a la se-
guridad de la familia, es difícil saber cuál es peor, que te vendan a
los hijos o ver cómo se mueren de hambre en casa.
––Pero no es disculpa para la esclavitud demostrar que no es peor
que otra cosa.
––No lo he dicho como disculpa; no, además diré que la nuestra
es una violación más descarada y palpable de los derechos huma-
nos: comprar de hecho a un hombre como si fuera un caballo, mi-
rándole los dientes, moviéndole las articulaciones y haciéndole
pruebas para después pagar por él con dinero en efectivo, el que
tengamos especuladores, criadores, tratantes y corredores de cuer-
pos y almas humanos, todo eso pone el asunto a los ojos del mundo
civilizado en una forma más tangible, aunque sea por su naturaleza
igual; es decir adueñarse un grupo de seres humanos de otro para
su uso y disfrute sin tener en cuenta sus propios intereses.
––Nunca he pensado en el tema desde ese punto de vista dijo la
señorita Ophelia.
––Pues yo he viajado un poco por Inglaterra y he leído muchos
documentos que trataban de la condición de sus clases inferiores; y
creo que no se puede refutar a Alfred cuando dice que sus esclavos
están mejor que gran parte de la población de Inglaterra. Verás, no
debes inferir por lo que te he dicho que Alfred es un amo duro,
pues no lo es. Es un déspota y no tiene piedad con la insubordina-
ción; mataría a un hombre de un tiro con tan poco remordimiento
como mataría un ciervo, si se opusiera a él. Pero en general se
enorgullece de mantener a sus esclavos bien alimentados y cómo-
damente alojados.
Cuando yo trabajaba con él, insistí en que se ocupara de su edu-
cación; y, para complacerme, contrató a un capellán para que im-
partiera clases de catequesis los domingos aunque creo que él pen-
saba, en el fondo, que serviría para lo mismo catequizar sus caba-
llos y sus perros. Y el caso es que poco se puede hacer en unas
horas los domingos, con unas mentes debilitadas y embrutecidas
por todas las malas influencias desde su nacimiento, que pasan ca-
da día laborable entero entregadas a las faenas más duras sin nece-
sidad de reflexionar jamás. Quizás los profesores de las escuelas
dominicales de los trabajadores de las fábricas de Inglaterra y los
de los braceros de las plantaciones de nuestro país podrían dar fe
de que consiguen los mismos resultados, allí y aquí. Sin embargo,
hay algunas excepciones llamativas entre nosotros, debidas a que
el negro es más impresionable que el blanco al sentimiento religio-
so.
––Bien ––dijo la señorita Ophelia––, ¿cómo llegaste a dejar la vi-
da de la plantación?
––Bueno, seguimos a trompicones durante algún tiempo, hasta
que Alfred vio claramente que yo no servía como plantador. A él le
parecía absurdo, después de reformar, modificar y mejorarlo todo
para complacer mis caprichos, que aún no estuviera satisfecho. El
problema era, al fin y al cabo, que lo que yo odiaba era el
SISTEMA: utilizar a estos hombres y mujeres, perpetrar toda esta
ignorancia, brutalidad y vicio ¡sólo para que yo ganase dinero!
Además, siempre interfería con los detalles. Como yo mismo era
un mortal de lo más perezoso, tenía demasiada simpatía por los pe-
rezosos; y cuando los pobres tipejos inútiles ponían piedras en el
fondo de sus cestas de algodón para que pesaran más o llenaban de
tierra sus sacos, con algodón sólo arriba, se parecía tanto a lo que
yo hubiera hecho en su lugar que no consentía en hacerles azotar
por ello. Pero por supuesto, esto acabó con la disciplina de la plan-
tación, y Alfred y yo llegamos al mismo punto donde hubiéramos
llegado mi respetado padre y yo años atrás. Así que me dijo que yo
era sentimental como una mujer y que no serviría nunca para los
negocios, y me aconsejó que me quedara con dinero y acciones y
la mansión familiar de Nueva Orleáns y que me dedicara a escribir
poesía, y le dejara a él dirigir la plantación. De modo que nos sepa-
ramos y yo me vine aquí.
––¿Pero por qué no liberaste a tus esclavos?
––No podía llegar a tanto. Tenerlos como herramientas para ga-
nar dinero para mí, eso no podía hacerlo, pero tenerlos para ayu-
darme a gastar el dinero no me parecía igual de feo. Algunos, a los
que tenía mucho cariño, habían sido sirvientes; y los más jóvenes
eran hijos de los mayores. Todos estaban satisfechos de seguir co-
mo estaban ––hizo una pausa y se puso a caminar reflexivamente
de un extremo de la habitación al otro.
––Hubo una época en mi vida ––dijo St. Clare–– cuando tenía
planes y esperanzas de hacer algo más en este mundo que ir a la
deriva. Tenía unas vagas y confusas aspiraciones de ser una espe-
cie de libertador, de limpiar mi tierra nativa de esta mancha y este
estigma. Todos los jóvenes tienen estos accesos de fiebre, supongo,
en algún momento, pero después...
––¿Por qué no lo hiciste? ––preguntó la señorita Ophelia––. No
deberías echarte al surco, sino ponerte a trabajar.
––Bueno, pues las cosas no fueron como esperaba y me entró la
misma desesperación vital que a Salomón. Supongo que fue un in-
cidente necesario para infundir sabiduría a ambos, pero, de algún
modo, en vez de ser activo en regenerar la sociedad, me convertí
en un trozo de madera en el agua, que flota y va a la deriva desde
entonces. Alfred me riñe cada vez que nos vemos; y me saca ven-
taja, he de confesar, porque él sí hace algo: su vida es el resultado
lógico de sus opiniones y la mía es un
non sequitur
despreciable.
––Mi querido primo, ¿puedes sentirte satisfecho de tu forma de
pasar la vida?
––¿Satisfecho? ¿No te estoy diciendo que la desprecio? Pero en-
tonces, para volver a donde estábamos, hablábamos de la libera-
ción. No creo que mis sentimientos sobre la esclavitud sean infre-
cuentes. Me encuentro con muchos hombres que, en el fondo,
piensan exactamente igual que yo. La tierra se lamenta por ella; y
aunque es malísimo para el esclavo, es aún peor, si cabe, para el
amo. No hace falta ponerse lentes para ver que tener entre nosotros
un numeroso grupo de personas viciosas, descuidadas y degrada-
das es un mal para nosotros y no sólo para ellas. Los capitalistas y
los aristócratas ingleses no pueden sentir esto tanto como nosotros
porque ellos no se mezclan con su clase degradada como lo hace-
mos nosotros. Están en nuestros hogares, son los compañeros de
nuestros hijos y forman las mentes de éstos antes que nosotros,
pues son una raza que los niños frecuentan y con la que se encari-
ñan. Si Eva, por ejemplo, no fuese más angelical de lo normal, se
habría echado a perder. Lo mismo nos valdría dejar circular la vi-
ruela entre ellos y creer que no se contagiarían nuestros hijos que
dejar que vayan viciosos y sin educación y creer que esto no afec-
tará a nuestros hijos. Sin embargo, nuestras leyes prohíben absolu-
ta y tajantemente que se instaure un sistema educativo general efi-
caz y lo hacen con conocimiento de causa; porque educar concien-
zudamente a una generación sería poner una bomba en el sistema.
Si nosotros no les concediéramos la libertad, se la tomarían por su
cuenta.
––¿Y cómo crees que acabará todo esto? ––preguntó la señorita
Ophelia.
––No lo sé. Una cosa es segura: empieza a haber una gran unidad
entre las masas de todo el mundo y, tarde o temprano, llegará un
dies irae
. Lo mismo ocurre en Europa, en Inglaterra y en este país.
Mi madre solía hablarme de un milenio que venía en el que reina-
ría jesucristo y todos los hombres serían libres y felices. Y me en-
señó a rezar, cuando era niño, «venga a nosotros tu reino». A veces
pienso que todos estos suspiros y lamentos y agitación entre los
huesos secos son una premonición de lo que me decía ella había de
venir. Pero ¿quién puede esperar el día que aparezca?
Augustine, a veces creo que no estás lejos de ese reino ––dijo la
señorita Ophelia, dejando su calceta y mirando ansiosa a su primo.
––Gracias por tu buena opinión, pero soy todo altibajos: subo a
las puertas del cielo en teoría y bajo al polvo de la tierra en la prác-
tica. Pero ha sonado la campana del té; vámonos; y no me vayas a
decir que no he sostenido una conversación de lo más serio por una
vez en mi vida.
En la mesa, Marie hizo alusión al incidente de Prue:
––Supongo que pensarás, prima ––dijo––, que somos todos unos
bárbaros.
––Creo que es una cosa bárbara ––dijo la señorita Ophelia––, pe-
ro no creo que vosotros seáis todos bárbaros.
––De todas formas ––dijo Marie––, se que es imposible llevarse
bien con algunas de estas criaturas. Son tan malas que no deberían
vivir. No siento ni una pizca de compasión en algunos casos. Si se
comportaran, esto no ocurriría.
––Pero, mamá ––dijo Eva––, la pobre criatura era muy desgra-
ciada y eso la llevó a la bebida.
––¡Tonterías, eso no es excusa! Yo soy muy desgraciada a menu-
do. Creo ––dijo pensativamente–– que he sufrido peores pruebas
que ella. Es porque son muy malos. Hay algunos que no se pueden
domar con ningún tipo de severidad. Recuerdo que mi padre tenía
a un hombre que era tan perezoso que se fugaba sólo para eludir el
trabajo y se quedaba agazapado en los pantanos, robando y hacien-
do fechorías de todo tipo. A ese hombre lo cogieron y azotaron in-
finidad de veces y nunca sirvió para nada; y la última vez se fue
arrastrando, aunque apenas podía moverse, y murió en el pantano.
No tenía ningún motivo, porque los braceros de mi padre siempre
fueron muy bien tratados.
––Yo domé a un tipo, una vez ––dijo St. Clare–– que habían in-
tentado domar en vano todos los capataces y supervisores.
––¡Tú! ––dijo Marie––. ¡Ya me gustaría saber cuándo tú hiciste
algo parecido!
––Bien, era un hombre gigantesco y fuerte, nacido en África, y
parecía tener una cantidad descomunal del burdo instinto de liber-
tad. Era un verdadero león africano. Se llamaba Scipio. Nadie con-
seguía hacer nada con él; fue vendido muchas veces y pasó de su-
pervisor en supervisor hasta que por fin lo compró Alfred, porque
creía que podría con él. Bien, un día derribó al capataz y se largó a
los pantanos. Yo estaba de visita en la plantación de Alfred, pues
ya habíamos disuelto la sociedad. Alfred estaba muy enfurecido,
pero le dije que era culpa suya y le hice una apuesta que yo doma-
ría al hombre; finalmente se acordó que, si yo lo cogía, podría que-
dármelo para experimentar con él. Así que juntaron un grupo de
seis o siete hombres, con armas de fuego y perros para la caza. La
gente, ¿sabéis? puede cazar a un hombre con el mismo entusiasmo
con el que caza un ciervo, si es la costumbre; de hecho, yo mismo
me puse nervioso, aunque sólo iba a hacer de mediador si lo atra-
paban.
Pues los perros ladraban y aullaban y nosotros cabalgamos y co-
rrimos y al final lo localizamos. Corría y saltaba como un gamo y
nos mantuvo a raya durante mucho rato, pero finalmente se vio
atrapado en un espeso cañaveral; se volvió para defenderse y os
aseguro que luchó con gran valor contra los perros. Los lanzaba de
un lado a otro y llegó incluso a matar a tres de ellos con sus manos
desnudas, pero entonces fue derribado de un tiro y cayó herido y
sangrando casi a mis pies. El pobre hombre me miró con valentía y
desesperación a la vez. Refrené a los perros y a los hombres cuan-
do se lanzaron sobre él y lo reclamé como prisionero mío. Hizo
falta toda mi habilidad para evitar que lo mataran de un tiro con la
exaltación del éxito; pero saqué a relucir nuestro acuerdo y Alfred
me lo dio. Pues, bien, me hice cargo de él y quince días después lo
había domado y era tan dócil y manejable como se pudiera desear.
––¿Qué demonios le hiciste? ––preguntó Marie.
––Bien, fue un procedimiento bastante sencillo. Lo llevé a mi
propio cuarto, mandé preparar una buena cama, curé sus heridas y
lo atendí yo mismo hasta que se pudo poner de pie. Y, con el tiem-
po, le conseguí el documento de emancipación y le dije que podía
ir adónde quisiera.
––¿Y se fue? ––preguntó la señorita Ophelia.
––No. El muy tonto rompió el documento por la mitad y se negó
a dejarme. Nunca he tenido a un hombre más valiente o mejor, tan
honrado y fidedigno. Se convirtió al cristianismo después y se hizo
manso como un niño. Dirigía mi propiedad del lago y lo hacía es-
tupendamente. Lo perdí en la primera epidemia de cólera. De
hecho, dio su vida por mí. Porque yo estaba enfermo, casi mori-
bundo; y cuando todos los demás huyeron, presas del pánico,
Scipio me cuidó como un gigante y realmente me devolvió a la vi-
da. Pero, ¡pobre hombre! Cayó enfermo enseguida y no se le pudo
salvar. Nunca me ha apenado más la muerte de alguien.
Eva se había ido acercando más y más a su padre mientras conta-
ba esta historia; tenía los pequeños labios separados y los ojos muy
abiertos con un interés serio y absorbente.
Cuando terminó él, le echó los brazos al cuello, rompió a llorar y
sollozó convulsivamente.
––Eva, querida, ¿qué pasa? ––preguntó St. Clare, viendo como
temblaba y se agitaba el pequeño cuerpo de la niña con la violencia
de sus sentimientos––. Esta niña ––añadió–– no debería enterarse
de este tipo de cosas, es demasiado nerviosa.
––No, papá, no soy nerviosa ––dijo Eva, controlándose de repen-
te con una fuerza de resolución extraordinaria para una persona tan
joven––. No soy nerviosa, pero estas cosas
me traspasan al cora-
zón.
––¿Qué quieres decir, Eva?
––No te lo puedo decir, papá. Pienso en muchas cosas. Quizás al-
gún día te lo diga.
––Bien, piensa todo lo que quieras, querida, pero no llores para
no preocupar a tu papá ––dijo St. Clare––. Mira qué precioso me-
locotón tengo para ti.
Eva lo cogió sonriendo, aunque todavía se veían unos espasmos
nerviosos en las comisuras de su boca.
––Ven y mira los peces de colores ––dijo St. Clare, cogiéndole de
la mano para llevarla al porche. Unos minutos después, se oían
alegres carcajadas a través de las cortinas de seda, mientras Eva y
St. Clare se tiraban rosas y se perseguían por los senderos del pa-
tio.
Existe peligro de que se olvide a nuestro humilde amigo Tom en-
tre las aventuras de los de cuna más elevada; pero si nuestros lecto-
res nos acompañan a un pequeño desván que hay encima del esta-
blo, puede que averigüen algo de su vida. Era un cuartito decente y
contenía una cama, una silla y una pequeña y burda mesa, donde
estaban la Biblia y el himnario de Tom; y en este momento, él está
sentado delante con su pizarra en la mano, concentrado en alguna
cosa que parece exigirle una gran cantidad de reflexión ansiosa.
El caso era que la añoranza de Tom por su casa se había hecho
tan fuerte que le había pedido a Eva una hoja de papel de cartas y,
haciendo acopio de sus escasos talentos literarios, adquiridos bajo
la tutela del señorito George, se le ocurrió escribir una carta; y aho-
ra estaba ocupado en redactar un primer borrador. Tom tenía gran-
des problemas, pues había olvidado por completo la forma de al-
gunas letras y, de las que se acordaba, no sabía cuáles usar. Mien-
tras trabajaba, resoplando con sus esfuerzos, Eva se posó como un
pajarillo en el respaldo de su silla y miró por encima de su hombro.
––¡Oh, tío Tom, qué garabatos más graciosos estás haciendo!
––Estoy intentando escribir a mi pobre esposa, señorita Eva, y a
mis hijitos ––dijo Tom, pasándose el dorso de la mano por los
ojos––; pero mucho me temo que no lo voy a conseguir.
––¡Ojalá pudiera ayudarte, Tom! Sé escribir un poco. El año pa-
sado sabía hacer todas las letras, pero se me ha olvidado.
Conque Eva juntó su cabecita dorada con la de él y ambos inicia-
ron una discusión seria y afanosa, los dos igual de serios y casi
igual de ignorantes; y, con gran cantidad de consultas y discusio-
nes sobre cada palabra, sus esfuerzos empezaron, gracias al opti-
mismo de la pareja, a tomar visos de redacción.
––Sí, tío Tom, realmente empieza a tener un aspecto precioso ––
dijo Eva, mirándola encantada––. ¡Qué contentos se van a poner tu
esposá y tus pobres hijitos! ¡Ay, es una pena que te hayas tenido
que separar de ellos! Pienso pedirle a papá que te deje volver algu-
na vez.
––El ama dijo que enviaría dinero para comprarme en cuanto lo
pudiera juntar ––dijo Tom––. Yo creo que lo hará. El joven señori-
to George dijo que vendría a buscarme; y me dio este dólar como
prenda y Tom sacó de debajo de la ropa el preciado dólar.
––¡Pues entonces seguro que vendrá! ––dijo Eva––. ¡Me alegro!
––Y quería mandar una carta, ¿sabe? Para que sepan dónde estoy
y para decirle a la pobre Chloe que estoy bien, porque se sintió
muy mal, la pobre.
––Oye, Tom ––dijo la voz de St. Clare, que se acercaba a la puer-
ta en ese momento.
Tanto Tom como Eva se sobresaltaron.
––¿Qué hacéis? ––preguntó St. Clare, acercándose para ver la pi-
zarra.
––Es la carta de Tom. Yo le ayudo a escribirla ––dijo Eva––. ¿No
es bonita?
––No quiero desanimaros a ninguno de los dos ––dijo St. Clare––
, pero creo, Tom, que será mejor que te escriba yo la carta. Lo haré
en cuanto vuelva de cabalgar.
––Es muy importante que escriba ––dijo Eva–– porque su ama va
a mandar el dinero para recuperarlo, ¿sabes, papá?; me ha dicho
que es lo que ellos le dijeron.
St. Clare pensó, de corazón, que probablemente fuera una de esas
cosas que dicen los amos bondadosos a sus sirvientes para aliviar
su horror al verse vendidos, sin ninguna intención de cumplir con
lo dicho. Pero no lo comentó en voz alta; sólo mandó a Tom que
preparase los caballos para montar.
La carta de Tom fue debidamente escrita esa misma tarde y debi-
damente depositada en la estafeta de correos.
La señorita Ophelia perseveraba aún con sus esfuerzos por go-
bernar la casa. Se pusieron de acuerdo todos los miembros de la
casa, desde Dinah hasta el pilluelo más pequeño, en que la señorita
Ophelia desde luego era una cosa muy «especial», un término con
el que un criado sureño da a entender que sus superiores no son
exactamente lo que quisiera que fueran.
El círculo más elevado de entre ellos ––es decir, Adolph, Jane y
Rosa–– coincidieron en decir que no era ninguna dama, pues las
damas no trajinaban como lo hacía ella; que no tenía ningún aire, y
que les sorprendía que fuera pariente de los St. Clare. Incluso Ma-
rie declaró que era de lo más fatigoso ver a la prima Ophelia siem-
pre tan atareada. Y, de hecho, la laboriosidad de la señorita
Ophelia era tan incesante que de alguna forma merecía tal queja.
Cosía y zurcía, de la mañana hasta la noche, con la energía de al-
guien que se ve obligado por alguna urgencia apremiante; y luego,
cuando caía la noche y guardaba la labor, con un gesto sacaba la
consabida calceta y allí estaba de nuevo, teje que te teje. Verla era
realmente agotador.
CAPÍTULO XX
TOPSY
Una mañana, mientras la señorita Ophelia se ocupaba de sus que-
haceres domésticos, se oyó la voz de St. Clare llamándola desde el
pie de la escalera.
––Baja, prima, que tengo una cosa que enseñarte.
––¿Qué es? ––preguntó la señorita Ophelia, bajando con una la-
bor de costura en la mano.
––He hecho una compra para tu jurisdicción, mira ––dijo St. Cla-
re mostrándole, mientras hablaba, una niña negra de unos ocho o
nueve años.
Era una de las más negras de su raza; y los brillantes ojos redon-
dos, que parecían dos cuentas de cristal, se movían rápida y ner-
viosamente por todo lo que contenía la habitación. La boca, entre-
abierta por el asombro que sentía ante las maravillas del salón de
su nuevo amo, dejaba ver una dentadura blanca y reluciente. El la-
nudo cabello estaba peinado con una serie de pequeñas colas, que
se erizaban en todas direcciones. La expresión del rostro era una
extraña mezcla de astucia e ingenio sobre la que había superpuesto,
como si fuera un velo, un gesto de la máxima gravedad y tristeza.
Iba vestida con una sola prenda de arpillera, andrajosa y sucísima,
y estaba de pie con las manos recatadamente juntadas delante de
ella. En conjunto, había algo de extraño en su apariencia de duen-
de, algo, como dijo después la señorita Ophelia, «t
an
pagano», que
llenó de consternación a la buena señora, por lo que se volvió hacia
St. Clare y le preguntó:
––Augustine, ¿me puedes explicar por qué has traído a esta cria-
tura aquí?
––Pues para que tú la eduques, claro, y la lleves por el buen ca-
mino. Me ha parecido que era un espécimen bastante raro de su ra-
za. Vamos, Topsy ––añadió, con un silbido, como para llamar la
atención de un perro––, cántanos algo y déjanos ver uno de tus bai-
les.
Los negros ojos vidriosos centellearon con una especie de humor
malicioso y la criatura arrancó a cantar, con una voz aguda y clara,
una extraña melodía negra, marcando el ritmo con las manos y los
pies, girando en círculo, batiendo las palmas, juntando las rodillas
y lanzando desde la garganta todos aquellos raros sonidos gutura-
les que distinguen la música nativa de su raza; finalmente, con un
par de volteretas, soltó una prolongada nota final, tan peculiar y
sobrenatural como el pitido de una máquina de vapor, y se quedó
de pie en la alfombra con las manos juntas y una expresión de san-
turrona dócil y solemne en la cara que sólo desvirtuaban las mira-
das astutas que lanzaba solapadamente desde el rabillo del ojo.
La señorita Ophelia se quedó sin habla, absolutamente paralizada
por el asombro.
St. Clare, con una picardía que le era habitual, aparentaba disfru-
tar de su estupor; dirigiéndose nuevamente a la niña, le dijo:
––Topsy, ésta es tu nueva ama. Voy a encomendarte a sus cuida-
dos, así que a ver si te comportas como es debido.
––Sí, amo ––dijo Topsy, con una gravedad gazmoña, pero sus
maliciosos ojos centelleaban mientras hablaba.
––Vas a ser buena, Topsy, ¿comprendes? ––dijo St. Clare.
––Oh, sí, señor––dijo Topsy con otro pícaro destello, mientras
mantenía las manos piadosamente juntas.
––Bien, Augustine, ¿por qué haces todo esto? ––preguntó la se-
ñorita Ophelia––. Tienes la casa tan llena ya de estos bribonzuelos
que una no puede apoyar el pie en el suelo sin pisar a alguno. Me
levanto por la mañana y me encuentro con uno durmiendo detrás
de la puerta, veo la cabecita negra de otro asomándose por debajo
de la mesa, otro tumbado en el felpudo, y están todos amontonados
haciendo muecas junto a la barandilla y revolcándose en el suelo
de la cocina. ¿Para qué has traído a ésta?
––Para que la eduques, ¿no te lo he dicho? Siempre estás sermo-
neando sobre la educación. Se me ha ocurrido regalarte un espéci-
men recién atrapado para que pruebes la mano con ella y la edu-
ques como te parezca que debe ser.
––Yo no la quiero, desde luego; ya tengo más tratos con ellos de
lo que quisiera.
––¡Eso es típico de vosotros los cristianos! Organizáis una socie-
dad y enviáis a algún pobre misionero para que se pase todos los
días de su vida entre estos paganos. Pero me gustaría ver a alguno
de vosotros dispuesto a acoger en vuestra casa a uno de ellos y
ocuparos personalmente de su conversión. No, a la hora de la ver-
dad, os parecen sucios y desagradables y es demasiado trabajo y
demás.
––Augustine, sabes que no lo veía bajo ese punto de vista ––dijo
la señorita Ophelia ablandándose a ojos vistas––. Bien, puede que
sea trabajo de misionero realmente ––dijo, dirigiendo a la niña una
mirada más positiva.
St. Clare había tocado la fibra adecuada. La conciencia de la se-
ñorita Ophelia estaba siempre alerta.
––Pero ––añadió–– realmente no me parecía necesario comprar a
ésta; ya hay bastantes en tu casa para ocupar todo mi tiempo y mi
habilidad.
––Entonces, prima ––dijo St. Clare apartándola a un lado––, debo
pedirte perdón por mis discursos inútiles. La verdad es que eres tan
buena que no hacen falta para nada. Este artículo, de hecho, era
propiedad de un par de borrachos que dirigen un restaurante vulgar
por donde paso a diario, y me cansé de oírla chillar a ella y a ellos
golpearla y maldecirle. Tenía un aspecto de ser inteligente y diver-
tida, también, de que se podía hacer algo con ella; así que la he
comprado y te la entrego a ti. Tú intenta darle una buena educación
ortodoxa de Nueva Inglaterra y veremos lo que resulta. Sabes que
yo no tengo talento para ello, pero me gustaría que lo intentaras tú.
––Bien, haré lo que pueda ––dijo la señorita Ophelia; y se acercó
a su pupila como una persona se podría acercar a una viuda negra,
siempre que sus intenciones hacia ella sean benévolas.
––Está terriblemente sucia y medio desnuda ––dijo.
––Pues llévatela abajo y haz que la limpien y vistan.
La señorita Ophelia la condujo a la zona de la cocina.
––¡No veo para qué el señorito St. Clare quiere otra negra!
––dijo Dinah, mirando a la recién llegada con cara de pocos ami-
gos––. ¡Yo no quiero tenerla bajo los pies, desde luego!
––¡Puaj! ––dijeron Jane y Rosa con extremado asco–– ¡que no se
acerque a nosotras! No puedo comprender para qué quiere el amo
otra negra de éstas inferiores.
––¡Anda ya! Tan negra como tú, señorita Rosa ––dijo Dinah, que
tomó el último comentario como una alusión personal––. Parecéis
creer que sois blancas. No sois ni blancas ni negras y yo prefiero
ser o una cosa o la otra.
La señorita Ophelia vio que no había nadie entre la tropa que qui-
siera hacerse cargo de supervisar el lavado y vestido de la recién
llegada, por lo que se vio obligada a hacerlo ella misma, con un
poco de ayuda reacia y desabrida de Jane.
No son para oídos finos los pormenores del primer aseo de una
niña maltratada y descuidada. De hecho, en este mundo las masas
deben vivir y morir en un estado cuya mera descripción sería una
sacudida excesiva para los nervios de sus semejantes. La señorita
Ophelia tenía una gran cantidad de firmeza y resolución práctica y
se dedicó a llevar a cabo todos los repugnantes detalles con una
minuciosidad heroica, aunque, hay que reconocerlo, con poco
agrado, porque sus principios no daban para otra cosa que la resig-
nación. Cuando vio, en la espalda y los hombros de la niña, gran-
des cardenales y callosidades, las marcas imborrables del sistema
bajo el que había crecido hasta la fecha, se le enterneció el cora-
zón.
––¡Mire eso! ––dijo Jane, señalando las cicatrices––. ¡Eso nos
demuestra que es un trasto! Tendremos problemas con ella, ya lo
creo. Odio a estos pequeños negros, tan sucios. Me sorprende que
la haya comprado el amo.
La «pequeña» en cuestión escuchó todas estas alusiones a su per-
sona con un aire triste y sumiso que parecía habitual en ella, pero
escudriñaba, con una mirada aguda aunque furtiva de sus ojos in-
quietos, los adornos que llevaba jane en las orejas. Cuando por fin
estuvo ataviada con un vestido entero y decente, con el cabello cor-
to rodeándole la cara, la señorita Ophelia dijo con cierta satisfac-
ción que parecía más cristiana que antes y empezó a urdir planes
para su formación.
Sentándose ante ella, comenzó a interrogarla.
––¿Cuántos años tienes, Topsy?
––No lo sé, amita ––dijo la criatura, con una sonrisa que dejaba al
descubierto toda su dentadura.
––¿Que no sabes cuántos años tienes? ¿Nadie te lo ha dicho nun-
ca? ¿Quién era tu madre?
––Nunca la he tenido ––dijo la niña con otra sonrisa.
––¿Que nunca has tenido madre? ¿Qué quieres decir? ¿Dónde
naciste?
––¡Nunca nací! ––insistió Topsy, con otra mueca, que la hacía
parecerse tanto a un duende que, si la señorita Ophelia hubiera sido
nerviosa, habría podido creer que tenía entre manos un gnomo de
la tierra de la Diablura; pero la señorita Ophelia no era nerviosa,
sino práctica y sensata, por lo que dijo, algo severa:
––No debes contestarme de esta forma, niña; no estoy jugando
contigo. Dime dónde naciste y quiénes eran tu padre y tu madre.
––¡No nací! ––repitió la criatura, con más énfasis––; nunca he te-
nido padre ni madre ni nada. Me crió un especulador con otros
muchos. La vieja tía Sue nos cuidaba.
Era evidente que la niña decía la verdad; con una breve risotada,
Jane dijo:
––Caramba, señora, hay montones como ella. Los especuladores
los compran baratos cuando son pequeños y los crían para el mer-
cado.
––––¿Cuánto tiempo has vivido con tus amos?
––No lo sé, amita.
––¿Un año, más o menos?
––No lo sé, amita.
––Caramba, señora, estos negros inferiores no saben, no entien-
den nada del tiempo ––dijo Jane––; no saben lo que es un año; no
saben su propia edad.
––¿Has oído hablar de Dios, Topsy?
La niña parecía perpleja, pero seguía sonriendo.
––¿Sabes quién te ha hecho?
––Nadie, que yo sepa ––––dijo la niña, riéndose. La idea parecía
hacerle mucha gracia; sus ojos centellearon y dijo:
––Supongo que crecí sola. No creo que nadie me haya hecho.
––Sabes coser? ––preguntó la señorita Ophelia, decidida a llevar
sus indagaciones a un terreno más tangible.
––No, amita.
––¿Y qué sabes hacer? ¿Qué hacías para tus amos?
––Iba a por agua, fregaba los platos, limpiaba los cubiertos y ser-
vía a la gente.
––¿Te trataban bien?
––Supongo que sí ––dijo la niña, mirando con astucia a la señori-
ta Ophelia.
La señorita Ophelia se levantó tras este coloquio alentador; St.
Clare estaba apoyado en el respaldo de su silla.
Ahí tienes tierra virgen, prima; planta en ella tus propias ideas; no
encontrarás muchas que tengas que arrancar.
Las ideas de la señorita Ophelia sobre la educación eran muy de-
finidas y rígidas, como sus ideas sobre todo lo demás, y eran típi-
cas de las que prevalecían en Nueva Inglaterra hace un siglo y que
aún subsisten en zonas muy retiradas y sencillas, adonde no llega
el ferrocarril. Para hacer una aproximación a su naturaleza, pocas
palabras nos bastarán: enseñarles a prestar atención cuando se les
hablaba; enseñarles el catecismo, a coser y a leer; y azotarles si
mentían. Y aunque, por supuesto, en vista de lo que ahora se sabe
sobre la educación, estas ideas se han quedado muy atrasadas, sin
embargo es un hecho indisputable que nuestras abuelas educaron a
unos cuantos estupendos hombres y mujeres bajo este régimen,
como muchos de nosotros podemos recordar y atestiguar. En cual-
quier caso, la señorita Ophelia no sabía hacerlo de otra forma, por
lo que puso manos a la obra para ocuparse de su pagana con toda la
diligencia de la que era capaz.
Se anunció a la familia que la niña era incumbencia de la señorita
Ophelia y todos la aceptaron como tal; y, como en la cocina no la
miraban con mucha indulgencia, la señorita Ophelia decidió confi-
nar su esfera de acción e instrucción principalmente a su propio
dormitorio. Con un sacrificio que sabrán apreciar algunas de nues-
tras lectoras, en lugar de realizar a sus anchas las tareas de hacerse
la cama, barrer y quitar el polvo a su cuarto, como había hecho
hasta la fecha, rechazando absolutamente todos los ofrecimientos
de ayuda de parte de las camareras de la casa, resolvió someterse al
martirio de instruir a Topsy para que llevase a cabo dichas opera-
ciones. ¡Ay, pobre de ella! Si alguna de nuestras lectoras ha hecho
alguna vez lo propio, sabrá apreciar tamaño sacrificio.
La señorita Ophelia comenzó la educación de Topsy la primer
mañana llevándola a su habitación, donde inició solemnemente un
cursillo sobre el arte y el misterio de hacer una cama.
Observen a Topsy, entonces, lavada y privada de todas las peque-
ñas colas que le habían alegrado la vida, ataviada con un vestido
limpio y un delantal bien almidonado, de pie en actitud reverente
ante la señorita Ophelia, con una expresión de solemnidad propia
para un funeral.
––Ahora, Topsy, voy a enseñarte exactamente cómo ha de hacer-
se mi cama.
––Sí, amita ––––dijo Topsy, con un hondo suspiro y una cara de
lastimosa seriedad.
––Ahora, Topsy, mira esto: este es el dobladillo de la sábana; éste
es el derecho y éste es el revés; ¿te acordarás?
––Sí, amita ––––dijo Topsy, con otro suspiro.
––Bien, pues la sábana de abajo ha de colocarse encima de la al-
mohada, de esta forma, y se remete muy suave y lisa bajo el col-
chón, así, ¿lo ves?
––Sí, amita ––––dijo Topsy, prestando gran atención.
––Pero la sábana de arriba ––dijo la señorita Ophelia debe poner-
se de esta manera y remeterse estirada y suave al pie, así: entonces,
el dobladillo estrecho al pie.
––Sí, amita ––––dijo Topsy, igual que antes; pero añadiremos al-
go que no vio la señorita Ophelia: mientras ésta estaba de espaldas
ocupada con el celo de su instrucción, la joven discípula había con-
seguido hacerse con unos guantes y una cinta, que había deslizado
hábilmente en la manga, y ahora permanecía con las manos respe-
tuosamente cruzadas como antes.
––Ahora, Topsy, veamos cómo lo haces tú ––––dijo la señorita
Ophelia, deshaciendo la cama y sentándose.
Topsy llevó a cabo el ejercicio con gran seriedad y destreza para
plena satisfacción de la señorita Ophelia; alisando las sábanas, esti-
rando cada arruga, y haciendo gala, durante todo el proceso, de una
seriedad y una gravedad que edificaron enormemente a su profeso-
ra. Por un desliz desafortunado, sin embargo, precisamente cuando
acababa, un fragmento de la cinta se asomó ondulante de una de
sus mangas, atrayendo la atención de la señorita Ophelia. Ésta se
abalanzó sobre ella en el acto.
––¡Qué es esto? ¡Que niña más mala y traviesa! ¡Ibas a robar es-
to!
Sacó la cinta de la manga de Topsy sin que ésta se inmutara lo
más mínimo; simplemente la miró con un aire de sorpresa y de
inocencia inconsciente.
––¡Caramba, si es la cinta de la señorita Feely! ¿Cómo se me
habrá enredado en la manga?
––¡Topsy, niña traviesa, no me mientas! ¡Has robado esa cinta!
––Amita, le juro que no. Nunca la he visto hasta ahora mismo.
––Topsy ––dijo la señorita Ophelia––, ¿no sabes que es malo de-
cir mentiras?
––Yo nunca digo mentiras, señorita Ophelia ––dijo Topsy con
virtuosa gravedad––, lo que digo es la pura verdad y nada más.
––Topsy, tendré que azotarte si mientes de esta manera. ––
Caramba, amita, aunque se pase el día azotándome, no se lo puedo
decir de otra forma ––dijo Topsy, empezando a llorar ruidosamen-
te––. Nunca he visto eso antes; ha debido de enredárseme en la
manga. La señorita Ophelia ha debido de dejarla en la cama y se
habrá enredado con las sábanas y con mi manga.
La señorita Ophelia estaba tan indignada ante la mentira descara-
da que cogió a la niña y la sacudió.
––¡No me vuelvas a decir eso!
Al sacudirla, cayó el guante al suelo desde la otra manga. ––¿Lo
ves? dijo la señorita Ophelia––. ¿Aún dices que no has robado la
cinta?
En esto Topsy confesó haber cogido los guantes pero persistió en
su negativa a reconocer haber robado la cinta.
––Bien, Topsy––dijo la señorita Ophelia––, si lo confiesas todo,
no te azotaré esta vez.
Ante esta posibilidad, Topsy confesó el robo de la cinta y de los
guantes, haciendo lastimosas protestas de arrepentimiento.
Ahora cuéntame. Sé que has debido de coger otras cosas desde
que estás en la casa, pues ayer te dejé corretear libremente por ahí.
Así pues, dime si cogiste algo y no te azotaré.
––¡Caramba, amita, cogí esa cosa roja que lleva la señorita Eva al
cuello!
––¡Vaya, qué niña más malvada! Bien, ¿qué más?
––Cogí los pendientes de Rosa, aquellos rojos.
––Tráeme ambas cosas inmediatamente.
––Caramba, amita, no puedo. Están todas quemadas.
––¿Quemadas? ¡Qué mentira! Ve a traerlas o te azotaré.
Topsy declaró, entre ruidosas protestas y lágrimas, que era impo-
sible.
––¡Las he quemado!
––¿Y por qué las has quemado? preguntó la señorita Ophelia.
––Porque soy mala, por eso. Soy muy, muy mala. No puedo evi-
tarlo.
En ese momento, entró Eva inocentemente en la habitación, lle-
vando al cuello el susodicho collar rojo.
––Vaya, Eva, ¿de dónde has sacado el collar? ––preguntó la seño-
rita Ophelia.
––¿Sacarlo? Pues no me lo he quitado en todo el día.
––¿Lo llevabas ayer?
––Sí, y fíjate qué cosa más rara, tía, lo tuve puesto toda la noche.
Se me olvidó quitármelo al acostarme.
La señorita Ophelia se quedó absolutamente perpleja; aun más
porque en ese momento entró Rosa en la habitación con una cesta
de ropa blanca recién planchada sobre la cabeza ¡y los pendientes
de coral tintineaban en sus orejas!
––¡Desde luego no sé qué se puede hacer con una niña así! ––––
dijo desesperada––. ¿Quieres explicarme por qué me has dicho que
has cogido esas cosas, Topsy?
––Pues el amita ha dicho que tenía que confesar y no se me ha
ocurrido otra cosa que confesar ––dijo Topsy, frotándose los ojos.
––Pero yo no quería que confesaras cosas que no habías hecho,
desde luego ––dijo la señorita Ophelia––; eso es mentir, exacta-
mente igual que lo contrario.
––Caramba, ¿lo es? ––preguntó Topsy con aire de inocente
asombro.
––Señor, no hay ni una pizca de verdad en esta criatura ––dijo
Rosa, mirando a Topsy indignada––. Si yo fuera el señorito St.
Clare, la azotaría hasta hacerle saltar la sangre. Ya lo creo, ¡se lle-
varía su merecido!
––¡No, no, Rosa ––dijo Eva, con el aire autoritario que era capaz
de adoptar a veces––, no debes hablar así! No soporto oírte.
––Caramba, señorita Eva, es usted tan buena que no tiene ni idea
de cómo tratar a los negros. No hay otra forma más que zurrarlos
bien, ya lo creo.
––¡Calla, Rosa! ––dijo Eva––. No digas ni una palabra más ––y
centellearon los ojos de la niña y se tiñeron de rojo sus mejillas.
Rosa se aplacó enseguida.
––La señorita Eva tiene sangre St. Clare en las venas, eso es
claro. Tengo que decir que habla exactamente igual que su padre –
–dijo al salir de la habitación.
Eva se quedó mirando a Topsy.
Allí estaban las dos niñas, representantes de los dos extremos de
la sociedad. La rubia de buena cuna, con su cabecita dorada, su
frente noble y espiritual y sus movimientos principescos; y su
homóloga negra, ágil, sutil, aduladora y, sin embargo, inteligente.
Eran las representantes de sus razas. La sajona, nacida de siglos de
cultura, mando, educación, superioridad fisica y moral; la africana,
nacida de siglos de opresión, sumisión, ignorancia, trabajo pesado
y vicio.
Quizás por la mente de Eva se abriesen paso pensamientos como
éstos. Pero los pensamientos de los niños son unos instintos poco
definidos y algo borrosos; y dentro de la noble naturaleza de Eva
se formaban y circulaban muchos instintos de este tipo, que ella no
sabía expresar con palabras. Cuando la señorita Ophelia se exten-
dió hablando de la mala conducta de Topsy, puso cara de tristeza y
perplejidad, pero dijo con dulzura:
––Pobre Topsy, ¿por qué has de robar? Ahora vamos a cuidarte
bien. Yo, por mi parte, preferiría darte una cosa mía a que me la
robes.
Eran las primeras palabras amables que hubiera oído la niña en su
vida; la dulzura del tono y el talante tocaron una fibra nueva de su
corazón indomado y salvaje, y algo semejante a una lágrima relu-
ció en sus perspicaces ojos redondos y brillantes, pero fue seguida
por una breve carcajada y la mueca acostumbrada. ¡No! Un oído
que nunca ha captado más que insultos es extrañamente incrédulo
ante una cosa tan celestial como la amabilidad, por lo que a Topsy
sólo le pareció curioso e inexplicable el discurso de Eva; no se lo
creyó.
¿Pero qué iban a hacer con Topsy? A la señorita Ophelia el caso
le planteaba un dilema: sus normas educativas no parecían ser apli-
cables. Decidió que se tomaría algún tiempo para pensárselo; así
que, para ganar tiempo y con la esperanza de que adquiriese algu-
nas de las virtudes morales que se suponen inherentes a los arma-
rios oscuros, la señorita Ophelia encerró a Topsy en uno hasta
haber aclarado algo más sus ideas sobre el tema.
––No sé ––dijo la señorita Ophelia a St. Clare–– cómo voy a en-
tenderme con esa niña sin azotarla.
––Pues entonces azótala todo lo que quieras; te autorizo a que
hagas lo que te plazca.
––Siempre hay que pegar a los niños ––dijo la señorita Ophelia––
; nunca he oído decir que se les pueda educar sin pegarles.
––Desde luego ––dijo St. Clare––; haz lo que parezca mejor. Sólo
te hago una sugerencia: he visto cómo pegaban a esta niña con el
atizador y la derribaban con la pala o las pinzas del fuego, lo que
hubiera más a mano, y cosas por el estilo; y puesto que está acos-
tumbrada a ese tipo de trato, creo que tus azotainas tendrán que ser
bastante enérgicas para causarle alguna impresión.
––¿Qué hago con ella entonces? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Has planteado una pregunta muy seria ––dijo St. Clare––; me
gustaría que la contestaras tú. ¿Qué hacer con un ser humano que
sólo obedece al látigo cuando falla éste? ¡Es algo que ocurre aquí
con frecuencia!
––No lo sé; nunca he visto a una niña como ésta.
––Este tipo de niños es muy frecuente entre nosotros, y este tipo
de hombres y mujeres también. ¿Cómo deben ser gobernados? ––
preguntó St. Clare.
––Es más de lo que yo pueda saber, desde luego ––dijo la señori-
ta Ophelia.
––Es demasiado para mí también ––dijo St. Clare––. Las ho-
rribles crueldades y ultrajes que de vez en cuando consiguen publi-
car en la prensa (un caso como el de Prue, por ejemplo) ¿cómo se
producen? En muchos casos, es por un endurecimiento paulatino
de ambas partes, donde el amo se hace cada vez más cruel y el sir-
viente cada vez más insensible. Los azotes y el maltrato son como
el láudano: hay que duplicar la dosis cuando se pierde sensibilidad.
Me di cuenta de esto al principio de convertirme en amo; y decidí
no empezar nunca porque no sabría cuándo terminar, y opté por
proteger mi propia naturaleza moral por lo menos. La consecuencia
es que mis sirvientes se comportan como niños mimados; pero creo
que eso es preferible a que nos hubiéramos embrutecido todos jun-
tos. Has hablado mucho de nuestras responsabilidades a la hora de
educarlos, prima. Sólo quería que lo intentaras con una niña, un
espécimen de los miles que hay entre nosotros.
––Es vuestro sistema lo que crea tales niños ––dijo la señorita
Ophelia.
––Lo sé; pero son creados y existen; ¿qué hemos de hacer con
ellos?
––Pues no puedo decir que te agradezca el experimento. Pero, ya
que parece ser una obligación, seguiré adelante y lo haré lo mejor
que pueda ––dijo la señorita Ophelia; y después de esto, la señorita
Ophelia realmente trabajó con su nueva alumna con un grado meri-
torio de celo y energía. Le impuso un horario regular de activida-
des y se comprometió a enseñarle a leer y a coser.
Para la primera de estas habilidades, la niña era bastante despier-
ta. Aprendió las letras como por arte de magia y pronto era capaz
de leer textos sencillos; pero la costura era un asunto más difícil.
La criatura era ágil como un gato y activa como un mono y la limi-
tación de la costura le era insoportable, por lo que rompía las agu-
jas, las tiraba disimuladamente por la ventana o las introducía en
las grietas de las paredes; enredaba, rompía o ensuciaba el hilo o,
con un movimiento solapado, se deshacía de una bobina completa.
Sus movimientos eran casi tan rápidos como los de un prestidigita-
dor experto y el control de sus facciones era igual de habilidoso; y
aunque la señorita Ophelia no podía menos que sospechar que era
imposible que ocurrieran tantos accidentes uno tras otro, sin una
vigilancia que no la hubiese dejado dedicarse a otra cosa no conse-
guía sorprenderla.
Topsy se convirtió enseguida en un personaje famoso en la casa.
Sus talentos para toda clase de bufonería, muecas y mímica, para
bailar, dar volteretas, trepar, cantar, silbar e imitar cada sonido que
le viniera en gana parecían inagotables. En sus horas de juego, in-
variablemente tenía a todos los niños de la casa pisándole los talo-
nes boquiabiertos de admiración y embeleso, sin exceptuar a la se-
ñorita Eva, que parecía sentirse tan fascinada por su salvaje hechi-
cería como a veces se siente fascinada una paloma por una rutilan-
te serpiente. A la señorita Ophelia le inquietaba que a Eva le atra-
jera tanto la compañía de Topsy, y le rogó a St. Clare que se lo
prohibiese.
––¡Bah!, deja a la niña en paz ––dijo St. Clare––. Topsy le hará
bien.
––Pero una niña tan depravada, ¿no tienes miedo de que le enseñe
alguna maldad?
––No puede enseñarle maldades; puede que a algunos niños, pero
la maldad resbala de la mente de Eva como el rocío de una hoja de
col: no cala ni una gota.
––No estés tan seguro ––dijo la señorita Ophelia––. Yo nunca de-
jaría a un hijo mío jugar con Topsy, desde luego.
––Pues no dejes a tus hijos jugar con ella ––dijo St. Clare––, pero
yo a la mía sí la dejo. Si algo hubiera podido echar a perder a Eva,
hace años que habría sucedido.
Al principio los demás sirvientes despreciaban y desaprobaban a
Topsy. Pero pronto tuvieron motivos para modificar su opinión.
Muy pronto descubrieron que cualquiera que agraviase a Topsy
sufría poco después algún accidente molesto; o bien desaparecía de
repente un par de pendientes o alguna baratija preferida o aparecía
totalmente estropeada alguna prenda de vestir, o la persona trope-
zaba accidentalmente con un cubo de agua hirviendo o una porción
de agua sucia le caía inexplicablemente desde lo alto cuando se en-
contraba ataviada con sus mejores galas; y en todas estas ocasio-
nes, cuando se investigaba lo ocurrido, no se encontraba a ningún
responsable del ultraje. Topsy fue citada a comparecer ante todas
las judicaturas domésticas una y otra vez; pero siempre soportaba
sus interrogatorios con una inocencia de lo más edificante y una
enorme gravedad de apariencia. Nadie tenía dudas sobre quién
hacía las maldades; pero no se pudo encontrar ni la más mínima
prueba para apoyar las sospechas y la señorita Ophelia era dema-
siado justa para tomar medidas sin ellas.
El momento de las travesuras cometidas era siempre tan bien es-
cogido como para encubrir aun más a la agresora. Así los momen-
tos de venganza contra Rosa y Jane, las dos camareras, siempre co-
incidían con temporadas en las que (como ocurría con no poca fre-
cuencia) habían caído en desgracia con su ama, cuando natural-
mente sus quejas eran recibidas con poca compasión. En resumen,
Topsy tardó poco en hacer ver a los miembros de la casa que les
convenía no meterse con ella, por lo que la dejaban en paz.
Topsy era lista y enérgica en los trabajos manuales y aprendía to-
do lo que se le enseñaba con sorprendente rapidez. Después de
unas cuantas lecciones, aprendió a cumplimentar las convenciones
del dormitorio de la señorita Ophefa de tal forma que esta dama no
podía poner ningún reparo. No había manos mortales capaces de
alisar las sábanas más perfectamente o colocar las almohadas con
más exactitud o barrer, ordenar y quitar el polvo más irreprocha-
blemente que las de Topsy, cuando quería ––¡pero no quería muy a
menudo! Si la señorita Ophelia, tras tres o cuatro días de cuidadosa
supervisión, era tan confiada que suponía que Topsy había adopta-
do por fin sus maneras de hacer las cosas y que no necesitaba vigi-
lancia y se marchaba para ocuparse de otro asunto, Topsy se entre-
gaba a un verdadero carnaval de confusión durante una o dos
horas. En vez de hacer la cama, se divertía quitando las fundas de
las almohadas y lanzándose contra éstas hasta que su lanuda cabe-
za quedaba grotescamente adornada con plumas que se empinaban
en todas direcciones; trepaba por los pilares de la cama para colgar
boca abajo desde lo alto; esparcía las sábanas y las colchas por to-
da la habitación; vestía la almohada con el camisón de la señorita
Ophelia y representaba varias escenas con ella, cantando y silban-
do y haciéndose muecas ante el espejo; en resumen, en palabras de
la señorita Ophelia, «armaba las de Caín».
En una ocasión, la señorita Ophelia encontró a Topsy con su me-
jor chal de crespón rojo de la India envuelto en la cabeza a modo
de turbante, ensayando ante el espejo con gran estilo; pues la seño-
rita Ophelia, con un descuido poco habitual en ella, había dejado
puesta la llave de su cajón.
––¡Topsy! ––decía, cuando se quedaba totalmente sin paciencia–
– ¿qué te hace actuar así?
––No sé, amita: Supongo que es por lo mala que soy.
––¡No sé qué puedo hacer contigo, Topsy!
––Caramba, amita, debe usted azotarme; mi antigua ama me azo-
taba siempre. No estoy acostumbrada a trabajar si no me azotan.
––Pero, Topsy, no quiero azotarte. Puedes hacer las cosas bien si
quieres; ¿por qué no quieres?
––Caramba, amita, estoy acostumbrada a las azotainas; supongo
que me convienen.
La señorita Ophelia probó a aplicar la receta y Topsy armaba in-
variablemente una gran conmoción, chillando, gimiendo y supli-
cando, aunque media hora más tarde, apostada en algún saliente
del balcón y rodeada por un rebaño de jóvenes admiradores, expre-
saba un desprecio absoluto de todo el asunto.
––¡Caramba, cómo azota la señorita Feely! ¡Sus azotainas no ma-
tarían a un mosquito! Deberíais ver cómo mi antiguo amo me hacía
volar la piel; ¡ése sí que sabía azotar!
Topsy siempre capitalizaba sus propios pecados y crímenes, ya
que evidentemente los consideraba una señal de distinción.
––Caramba, negros ––solía decir a su público––, ¿sabéis que sois
todos unos pecadores? Pues lo sois, todo el mundo lo es. Los blan-
cos también son pecadores, lo dice la señorita Feely; pero supongo
que los negros somos peores, ¡pero ninguno de vosotros me llega a
la suela de los zapatos! Soy tan mala que no hay nada que hacer
conmigo. Tenía a mi antigua ama maldiciéndome casi todo el
tiempo. Creo que soy la criatura más malvada del mundo y Topsy
daba una voltereta y venía a caer sobre un nivel superior de la es-
calera, pavoneándose.
La señorita Ophelia trabajaba muy en serio los domingos para en-
señarle catequesis a Topsy. Esta tenía una memoria verbal poco
común y aprendía con una facilidad que animaba muchísimo a su
profesora.
––¿Qué provecho crees tú que va a sacarle? ––preguntó St. Clare.
––Pues siempre ha sido provechoso para los niños. Es lo que de-
ben aprender los niños, ya sabes ––dijo la señorita Ophelia.
––Aunque no lo entiendan ––dijo St. Clare.
––Bien, los niños nunca lo entienden al principio; pero cuando se
hacen mayores, sí lo entienden.
––Yo no lo entiendo todavía ––dijo St. Clare–– aunque puedo dar
fe de que me lo hiciste aprender a base de bien cuando era peque-
ño.
––Siempre has sido bueno para aprender, Augustine. Yo tenía
grandes esperanzas puestas en ti ––dijo la señorita Ophelia.
––¿Y ya no las tienes? ––preguntó St. Clare.
––Quisiera que fueras tan bueno como cuando eras un niño, Au-
gustine.
––Yo también y es la pura verdad, prima ––dijo St. Clare––.
Bien, ve a catequizar a Topsy; quizás sirva para algo.
Topsy, que se había quedado quieta como una estatua negra du-
rante esta conversación, con las manos cruzadas beatíficamente, a
una señal de la señorita Ophelia prosiguió:
––«Nuestros primeros padres, dejados a su libre albedrío, cayeron
del estado en el que los habían creado» ––centellearon los ojos de
Topsy, que puso expresión inquisitiva.
––¿Qué pasa, Topsy? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Por favor, amita, ¿ése era el estado de Kentucky?
––¿Qué estado, Topsy?
––El estado del que cayeron. Solía oírle decir al amo que proce-
díamos de Kentucky.
St. Clare se rió.
––Tendrás que darle una explicación o se la inventará ––dijo––.
Parece que aquí se sugiere la teoría de la emigración.
––¡Ay, Augustine, cállate! ––dijo la señorita Ophelia––; ¿Cómo
voy a conseguir nada, si tú te burlas?
––Bien, no volveré a interrumpir tus lecciones, te lo prometo y
St. Clare se llevó su periódico al salón, donde se sentó hasta que
Topsy hubo acabado sus recitaciones. Estaban todas muy bien, pe-
ro de vez en cuando cambiaba de forma curiosa alguna palabra im-
portante y persistía en su error, a pesar de todos los esfuerzos; y St.
Clare, con todas sus promesas de portarse bien, se deleitaba mali-
ciosamente con estos errores y llamaba a Topsy a su lado cuando
tenía ganas de divertirse y la hacía repetir los pasajes ofensivos,
haciendo caso omiso de las reconvenciones de la señorita Ophelia.
––¿Cómo voy a hacer nada con la niña, si tú te comportas así,
Augustine? ––decía.
––Tienes razón; no lo volveré a hacer; ¡pero me encanta oír a la
pequeña payasa dar traspiés con esas palabras largas!
––Pero la confirmas en el error.
––¿Qué más da? Una palabra es tan buena como otra para ella.
––Tú querías que la educara bien; y debes recordar que es una
criatura que razona y tener cuidado de cómo la influyes.
––¡Ay, diantre! Es verdad; pero, como dice la misma Topsy,
«¡soy tan malo!».
Más o menos de esta forma continuó la instrucción de Topsy du-
rante un año o dos: la señorita Ophelia se preocupaba de ella a dia-
rio, como en una especie de enfermedad crónica, a cuyos achaques,
con el tiempo, se acostumbró como se acostumbran las personas a
la neuralgia o las jaquecas.
St. Clare se divertía de la misma manera con la niña que un hom-
bre se divierte con los trucos de un loro o un perro perdiguero. Ca-
da vez que sus pecados la hacían caer en desgracia con los demás,
Topsy se refugiaba detrás de su sillón, y St. Clare, de una forma u
otra, aplacaba los ánimos. Él le daba muchas monedas sueltas, y
ella las gastaba en frutos secos y caramelos, que distribuía con
despreocupada generosidad entre todos los niños de la casa; porque
Topsy, en honor a la verdad, era bondadosa y desprendida y sólo
era maliciosa en defensa propia. Ya está bien insertada en nuestro
corps de ballet
y actuará, de vez en vez, cuando le toque el turno,
con otros artistas.
CAPÍTULO XXI
KENTUCKY
Puede que no les importe a nuestros lectores mirar atrás, durante
un breve intervalo, a la cabaña del tío Tom, en la granja de Ken-
tucky, para ver qué ha ocurrido entre los que se han quedado allí.
Era la última hora de una tarde de verano y todas las puertas y
ventanas del salón estaban abiertas para invitar a pasar cualquier
brisa que estuviera de buen humor. El señor Shelby estaba sentado
en una gran galería que daba al salón y que se extendía a lo largo
de toda la casa y se remataba con un balcón en cada extremo. Con
la silla inclinada hacia atrás y los pies apoyados sobre otra, disfru-
taba ociosamente del cigarro de después de cenar. La señora Shel-
by estaba sentada en el hueco de la puerta, ocupada con una labor
de costura; tenía aspecto de estar preocupada por alguna cosa que
buscaba la oportunidad de sacar a colación.
––¿Sabes ––dijo–– que Chloe ha tenido carta de Tom?
––¿De veras? Pues debe de tener algún amigo allí. ¿Cómo se en-
cuentra el bueno de Tom?
––Lo ha comprado una familia muy buena, me parece ––dijo la
señora Shelby––; lo tratan bien y no tiene que trabajar mucho.
––Pues me alegro mucho, muchísimo ––dijo el señor Shelby de
corazón––. Me imagino que Tom se acostumbrará a una residencia
sureña y no querrá volver aquí.
––Al contrario, pregunta con mucha ansiedad ––dijo la señora
Shelby–– cuándo vamos a reunir el dinero para redimirlo.
––Yo no lo sé, desde luego ––dijo el señor Shelby––. Cuando los
negocios empiezan a andar mal, parece que no acaba nunca la mala
suerte. Es como saltar de una ciénaga a otra sin salir del pantano;
tienes que pedir prestado a uno para pagar a otro, y luego pedir a
otro para pagar a éste, y estos malditos pagarés vencen antes de
que te dé tiempo de fumarte un cigarro y darte la vuelta; cartas y
recados reclamando las deudas, todo precipitado y corriendo.
A mí me parece, querido, que se podría hacer algo para enderezar
las cosas. ¿Y si vendiéramos todos los caballos y una de las granjas
y pagáramos todas las deudas?
––¡No seas ridícula, Emily! Eres la mujer más estupenda de Ken-
tucky, pero aun así no tienes suficiente sentido común para darte
cuenta de que no entiendes de negocios; las mujeres no entendéis
nunca, sois incapaces de ello.
––Pero ––dijo la señora Shelby––, ¿no podrías por lo menos ex-
plicarme algo de los tuyos: darme una lista de todas tus deudas, por
ejemplo, y de todo lo que te deben a ti para que pueda intentar
ayudarte a economizar?
––¡Maldita sea, no me agobies, Emily! No puedo decírtelo exac-
tamente. Sé más o menos por donde andan las cuentas, pero no se
puede recortar y arreglar mis asuntos como Chloe recorta la corte-
za de sus pasteles. Tú no sabes nada de los negocios, insisto.
Y el señor Shelby, que no conocía otra forma de imponer sus
ideas, elevó la voz, un método de argumentar muy útil y convin-
cente cuando un caballero habla de negocios con su esposa.
La señora Shelby dejó de hablar con un pequeño suspiro. El caso
era que, aunque su marido había dicho que era sólo una mujer, te-
nía la mente clara, enérgica y práctica y una fuerza de carácter su-
perior en todos los sentidos al de su marido, por lo que no hubiera
sido tan absurdo considerarla capaz de llevar los negocios, tal co-
mo había dicho el señor Shelby. Ella estaba empeñada en cumplir
su promesa a Tom y la tía Chloe, y suspiró por los desengaños que
se multiplicaban a su alrededor.
––¿No crees que podemos ingeniárnoslas para juntar ese dinero?
¡La pobre tía Chloe lo desea tanto!
––Siento que sea así. Creo que me precipité al prometerlo. No es-
toy seguro de que lo mejor no sea decírselo a Chloe y que se vaya
resignando. Tom tendrá otra esposa en un año o dos, y ella haría
bien juntándose con otro.
––Señor Shelby, he enseñado a mi gente que sus matrimonios son
tan sagrados como los nuestros. Nunca se me ocurriría darle seme-
jantes consejos a Chloe.
––Es una lástima, esposa, que les hayas cargado con una morali-
dad por encima de su condición y expectativas. Siempre he sido de
esa opinión.
––Es la moralidad de la Biblia, señor Shelby.
Bien, bien, Emily, no quiero meterme con tus ideas religiosas; es
sólo que parecen poco apropiadas para gente de esa condición.
––Lo son, de hecho ––dijo la señora Shelby––, y por eso odio to-
da la cuestión desde el fondo de mi alma. Te digo, querido, que yo
no puedo exonerarme de las promesas que hago a estas criaturas
indefensas. Si no puedo conseguir el dinero de otra manera, daré
clases de música; sé que conseguiría bastantes y así podría ganar el
dinero yo personalmente.
––No te degradarías de esa forma, ¿verdad, Emily? No podría
consentirlo.
––¡Degradarme! ¿Me degradaría tanto como romper una promesa
hecha a los desamparados? ¡Desde luego que no!
––¡Siempre eres tan heroica y transcendental! ––dijo el señor
Shelby––, pero creo que deberías pensártelo antes de emprender
una obra tan quijotesca.
Aquí la aparición de la tía Chloe en el extremo del porche inte-
rrumpió la conversación.
––Por favor, ama ––dijo.
––Bien, Chloe, ¿qué ocurre? ––preguntó su ama, levantándose y
caminando hacia el extremo del porche.
––¿Quiere venir el ama a echar un vistazo a estos pollinos?
Chloe tenía la manía de llamar pollinos a los pollos, una aplica-
ción del lenguaje que se empeñaba en usar a pesar de las frecuentes
correcciones y consejos de los miembros más jóvenes de la fami-
lia.
––¡Diablos! ––decía ella––. ¿Qué más da? Una palabra es tan
buena como otra; los pollinos están buenos, de todas formas y se-
guía llamándoles pollinos.
La señora Shelby sonrió al contemplar una partida de pollos y pa-
tos que yacían bajo la mirada seria y pensativa de Chloe.
––Me pregunto si el ama preferiría una empanada de gallina o de
pato.
––La verdad, tía Chloe, me da igual; sirve lo que quieras.
Chloe se quedó de pie tocándolos con aire distraído; era del todo
evidente que no era en los pollos en lo que estaba pensando. Por
fin, con la breve risa con la que los de su raza a menudo introducen
una proposición dudosa, dijo:
––Diablos, ama ¿cómo pueden preocuparse los amos por el dine-
ro si no utilizan lo que tienen en las manos? y Chloe se rió de nue-
vo.
––No te entiendo, Chloe ––dijo la señora Shelby, convencida, por
lo que conocía de la manera de ser de Chloe, de que ésta había oí-
do cada palabra de la conversación que tuvo lugar entre su marido
y ella.
––Diablos, ama ––dijo Chloe, riéndose otra vez––, algunos alqui-
lan a sus negros a otros para ganar dinero con ellos. No mantienen
a toda la tribu en casa a mesa y mantel.
––Y bien, Chloe, ¿a quién propones que alquilemos?
––¡Diablos, yo no propongo nada! Sólo que dijo Sam que había
un
pastero
de Louisville que decía que buscaba a alguien que tu-
viera buena mano para los pasteles y los hojaldres; y dijo que paga-
ría cuatro dólares a la semana.
––¿Sí, Chloe?
––Bueno, pues yo estaba pensando, ama, que ya iba siendo hora
de poner a Sally a hacer algo. Sally lleva ya algún tiempo a mi cui-
dado y cocina casi tan bien como yo, dadas las circunstancias; y si
el ama me dejase ir a mí, yo podría ayudar a ganar el dinero. No
tengo miedo de competir con un pastero con mis pasteles o con mis
hojaldres.
––Pastelero, Chloe.
––Diablos, ama, ¿qué más da? Las palabras son tan raras que
nunca consigo aclararme.
––Pero, Chloe, ¿quieres dejar a tus hijos?
––Diablos, ama, los chicos son bastante grandes para cumplir una
jornada de trabajo; ellos se manejan bien; Sally se hará cargo de la
nena, que es un rorro tan espabilado que no necesita muchos cui-
dados.
––Louisville está bastante lejos.
––Diablos, ¿a quién le asusta eso? Es río abajo, ¿quizás más cerca
de mi viejo? ––dijo Chloe, pronunciando lo último con tono inter-
rogativo mientras miraba a la señora Shelby.
––No, Chloe, está a cientos de millas ––dijo la señora Shelby.
El semblante de Chloe reflejó su decepción.
––No importa; si vas allí, estarás más cerca, Chloe. Sí, puedes ir,
y cada centavo de tu salario irá para pagar la redención de tu mari-
do.
La cara de Chloe se animó en el acto, y resplandecía como un ra-
yo de sol, que convierte en plata un nubarrón oscuro.
––¡Diablos, qué buena es el ama! Pensaba lo mismo; porque no
necesito ropa, ni zapatos, ni nada; puedo ahorrar cada centavo.
¿Cuántas semanas hay en un año, ama?
––Cincuenta y dos ––dijo la señora Shelby.
––¡Diablos! ¿De veras? Y cuatro dólares cada semana. ¿Cuánto
suma eso?
––Doscientos ocho dólares ––dijo la señora Shelby.
––¡Diablos! ––dijo Chloe, con acento de sorpresa y alegría––; ¿Y
cuánto tiempo tardaré en sacar bastante, ama?
––Unos cuatro o cinco años, Chloe; pero tú no tienes que juntarlo
todo; yo añadiré algo.
––No consiento que el ama se ponga a dar clases o algo así. El
amo tiene razón en eso. No estaría nada bien. Espero que nadie de
nuestra familia tenga que hacer eso, mientras a mí me queden ma-
nos.
––No te preocupes, Chloe; yo cuidaré del honor de la familia ––
dijo la señora Shelby con una sonrisa––. ¿Pero cuándo piensas
marcharte?
––Bien, pues, no pensaba nada; sólo que Sam va a ir río abajo
con algunos potros y dijo que yo podía ir con él; así que he juntado
unas cuantas cosas. Si al ama le parece bien, iré con Sam mañana
por la mañana, si el ama me prepara un salvoconducto y me escri-
be una recomendación.
––Bien, Chloe, lo haré, si el señor Shelby no pone pegas. Debo
hablar con él.
La señora Shelby subió la escalera y la tía Chloe se fue encantada
a su cabaña para hacer los preparativos.
––¡Diablos, señorito George! ¿A que no sabía usted que me iba a
Louisville mañana? ––le dijo a George, cuando entró éste en la ca-
baña y la vio ordenando la ropa de su bebé––. Sólo repaso estas
cosas y las ordeno. Pero me voy, señorito George; me van a dar
cuatro dólares a la semana; ¡y el ama lo va a ahorrar todo para
comprar de nuevo a mi viejo!
––¡Vaya! elijo George–– ¡qué buen asunto! ¿Cómo te vas?
––Me voy mañana con Sam. Y ahora, señorito George, sé que us-
ted se sentará para escribirle a mi viejo y contárselo, ¿verdad?
––Por supuesto ––dijo George––; el tío Tom se alegrará de tener
noticias nuestras. Voy a la casa ahora mismo a por papel y tinta; y
luego, como sabes, tía Chloe, le puedo contar lo de los potros nue-
vos y todo.
––Por supuesto, señorito George; usted márchese y yo le prepara-
ré un poco de pollino o algo así; no comerá muchas más cenas con
su pobre tía.
CAPÍTULO XXII
«LA HIERBA SE SECA, LA FLOR SE MARCHITA»
La vida va pasando, para todos nosotros, día tras día; así fue pa-
sando para nuestro amigo Tom por espacio de dos años. Aunque
estaba separado de todos los que quería y añoraba a menudo lo que
había perdido, sin embargo, nunca estaba total y conscientemente
desdichado; porque el arpa de los sentimientos humanos está tan
bien templada que sólo puede estropear su armonía un golpe que
rompa todas las cuerdas a la vez; y, mirando atrás a temporadas
que en retrospección nos parezcan de privaciones y tribulaciones,
recordamos que cada hora trajo consigo distracciones y alivios, de
modo que, si no estábamos enteramente felices, tampoco estába-
mos enteramente desgraciados.
En la única obra de su biblioteca, Tom leía sobre uno que había
«aprendido a estar contento, fuera cuál fuese su estado». Le parecía
una doctrina buena y razonable y estaba de acuerdo con el hábito
consolidado que él había adquirido leyendo ese mismo libro.
Su carta a casa, tal como lo contamos en el último CAPÍTULO,
fue respondida a su debido tiempo por el señorito George, con su
buena letra redonda de escolar que Tom había dicho que se podía
leer «casi desde el otro lado de la habitación». Contenía varios
puntos de interés sobre los asuntos de su casa: cómo a la tía Chloe
la habían alquilado a un pastelero de Louisville, donde su talento
como repostera le hacía ganar cantidades fabulosas de dinero, todo
el cual, le informaban a Tom, iba a ahorrarse para juntar la canti-
dad necesaria para su redención; Mose y Pete estaban estupenda-
mente y el bebé se paseaba por toda la casa bajo los cuidados de
Sally y de toda la familia en general.
La cabaña de Tom estaba cerrada de momento; pero George se
explayó sobre los adornos y mejoras que le harían cuando Tom
volviese.
El resto de la carta daba una lista de las asignaturas de George en
el colegio, cada una adornada con una floreciente mayúscula; y
también relataba los nombres de cuatro potros nuevos que habían
aparecido en la hacienda desde la partida de Tom; y decía, en el
mismo apartado, que su padre y su madre estaban bien. El estilo de
la carta era decididamente conciso y sucinto, pero a Tom le pareció
la mejor muestra de redacción que se hubiera escrito en la época
moderna. No se cansaba nunca de mirarla e incluso celebró un
consejo con Eva sobre la conveniencia de mandarla enmarcar, para
colgarla en su habitación. El único obstáculo que se interpuso en
esta empresa era la dificultad de ponerla de forma que se pudieran
ver las dos caras de la página a la vez.
La amistad entre Tom y Eva había ido creciendo según iba cre-
ciendo la niña. Sería difícil decir qué lugar ocupaba ella en el cora-
zón tierno e impresionable de su fiel servidor. La amaba como una
cosa frágil y terrenal y sin embargo casi la adoraba como algo di-
vino y sobrenatural. La miraba como el marinero italiano contem-
pla la imagen del niño Jesús, con una mezcla de reverencia y ternu-
ra; y el mayor placer de Tom estribaba en hacer realidad sus capri-
chos y cumplir los miles de sencillos deseos que iluminan la infan-
cia como un arco iris multicolor. En el mercado por la mañana, sus
ojos se posaban siempre en los puestos de flores buscando ramos
exóticos para ella, y el más hermoso melocotón o naranja se desli-
zaba dentro de su bolsillo para dárselo a su regreso; y lo que más le
gustaba a él era la visión de su cabecita dorada asomada a la puerta
esperando que él se aproximara a lo lejos y sus preguntas in-
fantiles: «Y bien, tío Tom, ¿qué me has traído hoy?»
Y Eva tampoco se quedaba corta a la hora de devolverle sus ama-
bles atenciones. Aunque era una niña, leía maravillosamente; un
magnífico oído musical, una imaginación poética y una simpatía
instintiva hacia lo grandioso y noble hacían de ella la mejor lectora
de la Biblia que Tom hubiera oído jamás. Al principio, leía para
complacer a su humilde amigo; pero su propia naturaleza seria
pronto empezó a extender sus zarcillos para enredarse en el magní-
fico libro; y a Eva le encantaba porque despertaba dentro de ella
extrañas añoranzas y fuertes emociones incipientes que los niños
apasionados e imaginativos gustan de experimentar.
Las partes que más le gustaban eran el Apocalipsis y las Profecí-
as, partes cuyas imágenes turbias y fantásticas y cuyo ferviente
lenguaje la impresionaban más por no comprender del todo su sig-
nificado; y tanto ella como su sencillo amigo, la niña pequeña y el
niño adulto, sentían lo mismo. Todo lo que sabían era que hablaba
de una gloria que había de revelarse, una cosa maravillosa aún por
venir, que hacía regocijarse su alma sin que supieran por qué; y
aunque no es cierto de lo físico, en lo moral es verdad que lo que
no se comprende no siempre carece de valor. Porque el alma des-
pierta como tembloroso forastero entre dos eternidades imprecisas:
el pasado eterno y el futuro eterno. La luz ilumina tan sólo un pe-
queño espacio a su alrededor; por lo tanto, se inclina hacia lo des-
conocido; y las voces y los hechos opacos que le llegan desde el
pilar borroso de la inspiración encuentran ecos y respuestas en su
propia naturaleza expectante. Sus imágenes místicas son talisma-
nes y gemas que llevan grabados jeroglíficos desconocidos; los
acoge a su seno y espera leerlos cuando pase al otro lado del velo.
En este punto de nuestra historia, toda la familia St. Clare se ha
trasladado temporalmente a la villa junto al lago Pontchartrain. Los
calores del verano habían obligado a todos los que podían hacerlo
a abandonar la ciudad sofocante y malsana para buscar las frescas
brisas marinas de la orilla del lago.
La villa de St. Clare era una casa antillana rodeada de luminosos
porches de bambú, que daban por todos los lados a jardines y zo-
nas de recreo. El salón comunitario daba a un gran jardín fragante
con todas las plantas y flores pintorescas de los trópicos, con si-
nuosos senderos que conducían a las mismas orillas del lago, cuya
lámina plateada de agua subía y bajaba bajo los rayos del sol, un
cuadro siempre cambiante y, a cada hora que pasaba, más bello.
Ahora estamos ante una de esas puestas de sol intensamente do-
radas que tiñen todo el horizonte con un rubor de gloria y convier-
ten el agua en otro cielo. El lago se extendía en vetas de rosa y de
oro, salvo donde las barcas con sus velas blancas se deslizaban
hacia delante y hacia atrás como espíritus, y unas estrellas doradas
centelleaban en el resplandor, contemplándose temblorosas en el
agua.
Tom y Eva estaban sentados sobre un musgoso banco en una glo-
rieta al pie del jardín. Era el domingo por la tarde, y la Biblia de
Eva yacía abierta en su regazo. Leyó:
––«Y vi un mar de cristal, mezclado con fuego.» Tom ––dijo
Eva, deteniéndose de pronto y señalando el lago––, allí está.
––¿El qué, señorita Eva?
––¿No lo ves, allí? ––dijo la niña, señalando el agua cristalina
que, al subir y bajar, reflejaba el fulgor dorado del cielo––. Allí es-
tá el «mar de cristal, mezclado con fuego».
––Es verdad, señorita Eva ––dijo Tom, y cantó––:
Oh, si tuviera las alas de la mañana,
me iría volando a la orilla del Canaán;
ángeles brillantes me llevarían a casa,
a la nueva Jerusalén.
––¿Dónde crees que estará el nuevo Jerusalén, tío Tom? preguntó
Eva.
––Pues, allí arriba en las nubes, señorita Eva.
––Entonces creo que lo veo ––dijo Eva––. ¡Mira entre aquellas
nubes! ¡Parecen grandes puertas de nácar; y se puede ver más allá,
muy, muy lejos: todo es de oro! Tom, canta sobre los «luminosos
espíritus».
Veo una banda de luminosos espíritus,
que prueban las glorias allí;
visten de blanco inmaculado,
y portan palmas victoriosas.
––¡Tío Tom, los he visto! ––dijo Eva.
Tom no lo dudó ni por un momento; no le sorprendió lo más mí-
nimo. Si Eva le dijera que había ido al cielo, le hubiera parecido
muy probable.
A veces acuden a mí cuando duermo, aquellos espíritus ––y los
ojos de Eva se tornaron soñolientos y canturreó con voz baja:
Visten de blanco inmaculado,
y portan palmas victoriosas.
––Tío Tom ––dijo Eva––, yo me voy allá.
––¿Adónde, señorita Eva?
La niña se levantó y señaló el cielo con su pequeña mano; el res-
plandor de la tarde iluminaba su cabello dorado y su mejilla en-
cendida con una especie de brillo sobrenatural y sus ojos se dirigí-
an con intensidad al cielo.
––¡Me voy
allá
––dijo–– con los luminosos espíritus, Tom;
me
voy allá, pronto!
El viejo y leal corazón sintió un repentino vuelco; y Tom pensó
en las veces que había notado, en los últimos seis meses, que las
pequeñas manos de Eva habían adelgazado, y su piel se había vuel-
to más transparente y su aliento más entrecortado; y cómo, cuando
jugaba en el jardín, como antaño hacía durante horas, se cansaba y
languidecía enseguida. Había oído hablar muchas veces a la señori-
ta Ophelia de la tos que todos sus medicamentos no eran capaces
de curar; y ahora la ferviente mejilla y la pequeña mano ardían de
fiebre; sin embargo, el pensamiento que sugerían las palabras de
Eva no se le había ocurrido hasta ahora.
¿Había habido alguna vez una niña como Eva? Sí, las ha habido;
pero siempre se ve sus nombres en las lápidas funerarias y sus dul-
ces sonrisas, sus celestiales ojos, sus singulares palabras y costum-
bres se hallan siempre entre los tesoros ocultos de los corazones
anhelantes. ¡En cuántas familias se oye la leyenda de que la bon-
dad y las dotes de los vivos no son nada al lado de las de uno que
ya no está entre ellos! Es como si el cielo tuviese una banda espe-
cial de ángeles cuya misión es vivir aquí una temporada para gran-
jearse el cariño del díscolo corazón humano para llevárselo con
ellos en su vuelo de regreso. Cuando se ve esa profunda luz espiri-
tual en los ojos, cuando el alma se expresa con palabras más dulces
y sabias que las palabras comunes de los niños, no intentéis retener
a ese niño; pues lleva impreso el sello del cielo y la luz de la in-
mortalidad se asoma por sus ojos.
¡Aun así, querida Eva, estrella de tu hogar, te marchas! Pero no lo
saben los que más te aman.
Una llamada impaciente de la señorita Ophelia interrumpió el co-
loquio entre Tom y Eva.
––¡Eva, Eva! Niña, cae el rocío; no debías estar ahí fuera.
Eva y Tom entraron apresuradamente.
La señorita Ophelia había vivido muchos años y era muy hábil en
el cuidado de los enfermos. Era de Nueva Inglaterra y conocía bien
los primeros pasos engañosos de aquella enfermedad suave e insi-
diosa que barre a tantos seres bellos y delicados y, antes de que pa-
rezca que se ha roto una sola fibra de la vida, los señala irremedia-
blemente para la muerte.
Se había fijado en esa ligera tos seca y la mejilla cada día más en-
cendida; no podían engañarle el brillo de los ojos ni la vivacidad
etérea de la fiebre.
Intentó comunicar sus temores a St. Clare; pero éste rechazaba
sus insinuaciones con desasosegado malhumor, muy diferente de
su habitual humor alegre y despreocupado.
––¡Déjate de malos augurios, prima, lo odio! ––decía––; ¿no ves
que sólo es el crecimiento? Los niños siempre se debilitan cuando
crecen deprisa.
––Pero, ¿y esa tos?
––¿Y qué? Esa tos no es nada. A lo mejor se ha resfriado un po-
co.
––¡Pero así empezaron Eliza jane y Ellen y Maria Sanders!
––¡Oh, déjate de estas historias de duendes y enfermerías! Las
que tenéis un poco de experiencia en esto veis ruina y desolación
en cuanto tose o estornuda un niño. Simplemente cuida de la niña,
protégela del aire de la noche. No dejes que juegue demasiado y
estará perfectamente.
Así habló St. Clare; pero se puso nervioso e inquieto. Vigilaba
febrilmente a Eva día tras día, como podía notarse por la frecuen-
cia con la que repetía una y otra vez «la niña está bien»; que aque-
lla tos no era nada, que sólo era un pequeño mal del estómago, que
les daba muchas veces a los niños. Pero pasaba más tiempo con
ella que antes, la llevaba de paseo más a menudo y llevaba cada
pocos días a casa alguna receta o tónico reconstituyente, «no», de-
cía, «porque lo necesitara la niña, sino porque no le sentaría mal».
Si hay que decir la verdad, lo que le llegó más hondo en el cora-
zón que lo demás era la madurez de la mente y los sentimientos de
la niña, que aumentaban con cada día que pasaba. Aunque todavía
tenía algunas ideas caprichosas propias de una niña, a veces dejaba
caer, sin darse cuenta, palabras que mostraban tal amplitud de pen-
samientos y tanta sabiduría espiritual que parecían ser inspiradas.
En tales momentos, St. Clare sentía un repentino escalofrío y la es-
trechaba en sus brazos, como si su abrazo pudiera salvarla; y su
corazón se irguió con el loco empeño de quedársela para siempre y
nunca dejarla marchar.
La niña parecía entregar todo el corazón y toda el alma a hacer
obras de amor y bondad. Siempre había sido impulsivamente gene-
rosa, pero ahora tenía una conmovedora consideración de mujer
que llamaba la atención a todo el mundo. Todavía le encantaba ju-
gar con Topsy y los otros niños negros; pero ahora más parecía es-
pectadora que participante de sus juegos y se quedaba sentada du-
rante períodos de media hora riéndose de las originales gracias de
Topsy, hasta que una sombra parecía pasar por su cara, los ojos se
le humedecían y sus pensamientos se alejaban.
––Mamá ––dijo de repente a su madre un día––, ¿por qué no en-
señamos a leer a nuestros criados?
––¡Ni hablar, niña! ¡Eso no se hace!
––¿Por qué no? ––preguntó Eva.
––Porque no les sirve de nada leer. No les ayuda a trabajar mejor,
y no están hechos para otra cosa.
––Pero deberían leer la Biblia, mamá, para aprender la voluntad
de Dios.
––¡Oh, pueden hacer que otros les lean todo lo que quieran de la
Biblia!
––Me parece a mí, mamá, que la Biblia es algo para que lo lea-
mos cada uno de nosotros por sí mismo. La necesitan muchas ve-
ces cuando no tienen a nadie que se la lea.
––Eva, eres una niña muy rara ––dijo su madre.
––La señorita Ophelia ha enseñado a leer a Topsy ––continuó
Eva.
––Sí, y ya ves para lo que sirve. Topsy es la criatura más en-
diablada que he visto en mi vida.
––¡Aquí viene la pobre Mammy! ––dijo Eva––. A ella le encanta
la Biblia y le gustaría muchísimo poder leerla. ¿Y qué va a hacer
cuando no esté yo para leérsela?
Marie estaba ocupada repasando el contenido de un cajón y res-
pondió:
––Por supuesto, Eva, más adelante tendrás otras cosas en qué
pensar además de leer la Biblia a los criados. No es que no esté
muy bien hacerlo. Yo misma lo he hecho cuando tenía salud. Pero
cuando empieces a arreglarte para entrar en sociedad, no tendrás
tiempo. ¡Mira! ––añadió––, te voy a dar estas joyas cuando te pre-
sentes en sociedad. Yo me las puse en mi primer baile. Te digo,
Eva, que causé sensación.
Eva cogió el joyero y sacó un collar de brillantes. Posó sus gran-
des ojos pensativos en él, pero estaba claro que su mente estaba en
otra parte.
––¡Qué seria estás, niña! ––dijo Marie.
—¿Esto vale mucho dinero, mamá?
––Claro que sí. Mi padre me lo mandó traer de Francia. Vale una
pequeña fortuna.
––¡Ojalá fuera mío ––dijo Eva––, y pudiera hacer con él lo que
quisiera!
—¿Y qué harías?
––Lo vendería y compraría un lugar en los estados libres y lleva-
ría allí a toda nuestra gente y contrataría a profesores para enseñar-
les a leer y a escribir.
La carcajada de su madre interrumpió a Eva.
––¡Montarías un internado! %Y no les enseñarías a tocar el piano
y pintar sobre terciopelo?
––Les enseñaría a leer la Biblia por sí mismos y a escribir sus
propias cartas y a leer las cartas que les escriban a ellos ––dijo Eva
serenamente––. Sé que sufren mucho, mamá, por no saber hacer
estas cosas. Tom sufre, y Mammy y muchos más. Creo que está
mal.
Vamos, vamos, Eva; sólo eres una niña. No sabes nada de estas
cosas ––dijo Marie––; además, tu charla me da dolor de cabeza.
Marie siempre tenía una jaqueca para cualquier conversación que
no era del todo de su gusto.
Eva se alejó silenciosamente; pero después de esta ocasión, le da-
ba clases de lectura a Mammy asiduamente.
CAPÍTULO XXIII
HENRIQUE
Por estas fechas, el hermano de St. Clare, Alfred, fue con su hijo
mayor, un muchacho de doce años, a pasar un día o dos en el lago
con la familia.
No había visión más hermosa y singular que la de estos dos her-
manos gemelos. La naturaleza, en vez de establecer semejanzas
entre ellos, los había creado opuestos en todos los aspectos; sin
embargo, un lazo misterioso parecía unirlos en una amistad más
estrecha de lo habitual.
Solían pasear cogidos del brazo por todos los caminos y veredas
del jardín. Augustine, con sus ojos azules y su cabello dorado, su
cuerpo etéreo y flexible y sus facciones vivaces, y Alfred, de ojos
oscuros, con su arrogante perfil romano, unas extremidades bien
moldeadas y un porte decidido. Cada uno se burlaba siempre de las
opiniones y las costumbres del otro y sin embargo cada uno disfru-
taba muchísimo de la compañía del otro; de hecho, parecía que el
desacuerdo mismo los unía más, como la atracción que existe entre
los dos polos opuestos del imán.
Henrique, el hijo mayor de Alfred, era un muchacho noble y
principesco de ojos oscuros, lleno de viveza y ánimo; y desde el
momento en que los presentaron, demostró una fascinación absolu-
ta por el donaire espiritual de su prima Evangeline.
Eva tenía un potro favorito de una blancura nívea. Era suave co-
mo la seda y tan apacible como su pequeña ama; Tom llevó este
potrillo al porche trasero y un muchacho mulato de unos trece años
llevó un pequeño árabe negro, que acababan de importar, por un
precio muy alto, para Henrique.
––¿Qué pasa, Dodo, perro perezoso? No has cepillado mi caballo
esta mañana.
––Sí, señorito ––dijo Dodo dócilmente––. Se ha ensuciado des-
pués.
––¡Bribón, cállate la boca! ––dijo Henrique, alzando con violen-
cia su fusta––. ¿Cómo te atreves a contestarme?
El muchacho era un guapo mulato del mismo tamaño que Henri-
que, y su cabello se rizaba en torno a una frente alta y arrogante.
Tenía sangre blanca en las venas, como podía deducirse del rubor
de sus mejillas y el centelleo de sus ojos, cuando empezó a hablar
con énfasis:
––Señorito Henrique... ––comenzó.
Henrique le golpeó en pleno rostro con la fusta y, cogiéndolo por
uno de los brazos, le obligó a ponerse de rodillas y le pegó hasta
quedarse sin aliento.
––¡Toma, perro desobediente! ¡A ver si así aprendes a no contes-
tar cuando te hablo! ¡Llévate el caballo de vuelta y límpialo bien!
¡Ya te enseñaré yo cuál es tu puesto!
Joven amo ––dijo Tom–– me imagino que lo que iba a decir es
que el caballo ha rodado por el suelo cuando lo traía aquí desde el
establo, pues es muy brioso; así se ha ensuciado; yo he visto cómo
lo ha cepillado.
––¡Tú, cállate hasta que te pidan que hables! ––dijo Henrique,
dándole la espalda y subiendo las escaleras para hablar con Eva,
que estaba vestida con su ropa de montar.
––Querida prima, siento que este tonto te haya hecho esperar ––
dijo––. Sentémonos aquí sobre este banco hasta que vuelvan. ¿Qué
ocurre, prima? Estás muy seria.
––¿Cómo has podido ser tan cruel y malvado con el pobre Dodo?
––preguntó Eva.
––¡Cruel y malvado! ––dijo el muchacho, con una sorpresa no
fingida––. ¿A qué te refieres, querida Eva?
––No quiero que me llames querida Eva si te portas así ––dijo
Eva.
––Querida prima, tú no conoces a Dodo; es la única forma de tra-
tarlo, está tan lleno de mentiras y excusas. La única forma es bajar-
le los humos enseguida, no dejarle que abra la boca; así se las arre-
gla papá.
––Pero el tío Tom ha dicho que era un accidente y nunca dice na-
da que no sea verdad.
––¡Pues entonces es un negro muy raro! ––dijo Henrique––. Do-
do miente tanto como habla.
––Le asustas tanto que te engañará si lo tratas así.
––Vaya Eva, le has cogido tanto cariño a Dodo que voy a tener
celos.
––Pero le has pegado, y él no se lo merecía.
––Pues que sirva para alguna vez que sí lo merezca y se es-
cabulle. Unos cuantos azotes siempre le vienen bien a Dodo, que
es un verdadero demonio, te digo; pero no volveré a pegarle delan-
te de ti si te molesta.
Eva no se dio por satisfecha, pero era inútil intentar que su guapo
primo comprendiera sus sentimientos.
Dodo apareció poco después con los caballos.
––Bien, Dodo, lo has hecho mejor esta vez ––dijo su joven amo
con aire más indulgente––. Ven a coger el caballo de la señorita
Eva mientras la monto en la silla.
Dodo fue a ponerse al lado del potro de Eva. Tenía el semblante
agitado y los ojos como si hubiese llorado. Henrique que se enor-
gullecía de su destreza caballerosa en todos los aspectos de la ga-
lantería, colocó enseguida a su bella prima en la silla y, cogiendo
las riendas, se las dio en la mano.
Pero Eva se inclinó por el otro lado del caballo, donde se encon-
traba Dodo, y dijo, al soltar éste las riendas:
––Buen muchacho, Dodo; gracias.
Dodo miró la dulce carita con asombro; la sangre se agolpó en
sus mejillas y las lágrimas en sus ojos.
––Ven, Dodo ––gritó imperioso su amo.
Dodo corrió a sujetarle el caballo a su amo para que montara.
Aquí tienes una moneda para comprar caramelos, Dodo ––dijo
Henrique––. Ve a comprarte.
Y Henrique se fue a paso largo por el camino tras Eva. Dodo se
quedó mirando a los dos chicos. Uno le había dado dinero; y la otra
le había dado algo que apreciaba mucho más: una palabra amable,
pronunciada con bondad. Dodo sólo llevaba unos meses apartado
de su madre. Su amo lo había comprado en un almacén de esclavos
por su bello rostro, para que hiciera juego con su hermoso potro; y
ahora lo estaba domando su joven amo.
Los dos hermanos St. Clare presenciaron la escena de la azotaina
desde otro lugar del jardín.
El rostro de Augustine se ruborizó, aunque sólo dijo, con su des-
preocupación sarcástica habitual:
––Supongo que eso es lo que podríamos llamar una educación re-
publicana, ¿eh, Alfred?
––Henrique es un verdadero demonio cuando se enfada ––dijo
Alfred, displicente.
––Supongo que consideras que estas prácticas son instructivas
para él ––dijo Augustine secamente.
––No podría evitarlo aunque no fuera así. Henrique es una verda-
dera tempestad; hace tiempo que su madre y yo lo hemos dejado
estar. Pero, por otra parte, Dodo es un trasgo terrible; los azotes no
pueden hacerle más que bien.
Y así enseñas a Henrique el primer versículo del catecismo repu-
blicano: «Todos los hombres nacen libres e iguales.»
––¡Bah! ––dijo Alfred–– una muestra del sentimentalismo y la
hipocresía afrancesada de Thomas Jefferson. Es absolutamente ri-
dículo que esas palabras circulen entre nosotros hoy día.
––Creo que sí ––dijo St. Clare intencionadamente.
––Porque ––dijo Alfred–– podemos ver con toda claridad que to-
dos los hombres no nacen libres, ni iguales; nacen de cualquier otra
forma. Por mi parte, considero mera patraña toda esta palabrería
republicana. Los que deberíamos tener los mismos derechos somos
los cultos, los inteligentes, los ricos y los refinados y no la chusma.
––Si puedes conseguir que la chusma comparta esa opinión ––
dijo Augustine––. Ellos se sublevaron una vez, en Francia.
––Por supuesto hay que mantenerlos abajo, firme y consis-
tentemente, tal como lo haría yo ––dijo Alfred, poniendo el pie
enérgicamente en el suelo como si pisoteara a alguien.
––Y supone un resbalón tremendo cuando se alzan ––dijo Augus-
tine–– como en Santo Domingo, por ejemplo.
––¡Bah! ––dijo Alfred–– sabremos evitar eso en este país. Debe-
mos oponernos a toda esta charla sobre la educación que se ha
puesto de moda; no hay que educar a las clases inferiores.
––Es tarde para oponerse ––dijo Augustine––; se les va a educar,
y nosotros sólo podemos decidir de qué forma. Nuestro sistema los
educa en barbarie y brutalidad. Rompemos todos sus lazos huma-
nos para convertirlos en animales; y, si llegan a obtener el domi-
nio, lo sabremos a nuestra costa.
––Nunca llegarán a obtener el dominio ––dijo Alfred.
––Eso es ––dijo St. Clare–– empieza a acumular vapor, cierra la
válvula de escape y siéntate encima, y ¡a ver dónde acabas!
––Bien ––dijo Alfred–– lo veremos. No tengo miedo de sentarme
sobre la válvula, siempre que las calderas sean fuertes y la maqui-
naria funcione correctamente.
––Así pensaban los nobles de la época de Luis XVI; y así piensan
ahora Austria y Pío IX; y una mañana de éstas puede que os encon-
tréis todos en el aire,
cuando estallen las calderas
.
––
Dies declarabit
––dijo Alfred, riendo.
––Te aseguro dijo Augustine–– si hay algo que se vaya a revelar
con la fuerza de una ley divina en nuestros días, es que se van a
sublevar las masas y las clases inferiores se convertirán en las su-
periores.
––¡Ésa es una patraña de los republicanos rojos, Augustine! ¿Por
qué no te ha dado por la agitación política? Serías un orador estu-
pendo. Desde luego, y espero estar muerto cuando llegue el mile-
nio de tus masas grasientas.
––Grasientas o no, te gobernarán a ti, cuando les llegue el mo-
mento ––dijo Augustine––, y serán la clase de gobernantes que
hagáis de ellos. La nobleza francesa quiso tener al pueblo sans
cu-
lotts
y tuvieron todos los gobernantes sans culottes que pudieran
desear. El pueblo de Haití...
––¡Oh, vamos, Augustine! ¡Como si no hubiéramos oído sufi-
ciente sobre el odioso Haití! Los haitianos no eran anglosajones; si
lo hubieran sido, otro gallo hubiera cantado. La anglosajona es la
raza dominante en el mundo, y
así es como debe ser.
––Pues ya hay una buena cantidad de sangre anglosajona entre
nuestros esclavos ––dijo Augustine––. Hay muchos entre ellos que
sólo tienen bastante de África como para dar un poco de calor y
fervor tropicales a nuestra firmeza y prudencia calculadora. Si nos
llega la hora como en Santo Domingo, la sangre anglosajona estará
en el candelero. Los hijos de padres blancos, con todos nuestros
sentimientos altaneros ardiéndoles en las venas, no siempre serán
comprados y vendidos y canjeados. Se alzarán y la raza de sus ma-
dres se alzará con ellos.
––¡Bobadas, tonterías!
––Bien ––dijo Augustine––, hay un viejo dicho que es así: «Co-
mo fue en tiempos de Noé, así será; comieron, bebieron, plantaron,
construyeron y no supieron nada hasta que llegó el diluvio y se los
llevó.»
––En conjunto, Augustine, creo que tienes talento para ser un
predicador itinerante ––dijo Alfred, riéndose––. No temas por no-
sotros: la posesión es nuestro fuerte. Tenemos el poder. ¡La raza
sometida está abajo ––dijo, dando un fuerte pisotón en el suelo–– y
se va a quedar abajo! Tenemos suficiente energía para manipular
nuestra propia pólvora.
––Los hijos que tengan una educación como la de tu Henrique se-
rán estupendos guardianes de vuestros polvorines ––dijo Augusti-
ne––. ¡Tan serenos, tan dueños de sí mismos! Ya lo dice el prover-
bio: «Los que no saben gobernarse a sí mismos no sabrán gobernar
a los demás.»
––Pero hay un inconveniente ahí ––dijo Alfred, pensativo––; no
hay duda de que nuestro sistema hace difícil educar a los niños. Da
rienda suelta a las pasiones, que, en nuestro clima, ya son demasia-
do encendidas. Tengo problemas con Henrique. El muchacho es
generoso y bondadoso, pero es una verdadera bomba cuando se le
provoca. Creo que lo enviaré para que lo eduquen al norte, donde
la obediencia está más de moda, y donde se codeará más con sus
iguales y menos con criados.
––Ya que educar a los niños es el cometido principal de la raza
humana ––dijo Augustine––, a mí me parece significativo que
nuestro sistema no funcione en ese respecto.
––No funciona en algunos aspectos ––dijo Alfred––, pero en
otros, sí funciona. A los muchachos los hace varoniles y valientes,
y los vicios de la raza degradada tienden a fortalecer en ellos las
virtudes contrarias. Por eso, creo que Henrique tiene un mejor sen-
tido del mérito de la veracidad después de ver que las mentiras y
los engaños son la insignia universal de la esclavitud.
––¡Ésa es una visión muy cristiana del tema, desde luego! ––dijo
Augustine.
––Pues es verdad, sea cristiana o no; y no es menos cristiano que
la mayoría de las cosas de este mundo ––dijo Alfred.
––Puede ser ––dijo Augustine.
––Pero no sirve de nada hablar, Augustine. Creo que hemos dado
vueltas a lo mismo unas quinientas veces. ¿Te apetece una partida
de backgammon?
Los dos hermanos subieron corriendo los escalones del porche y
se sentaron ante una ligera mesa de bambú con el tablero del back-
gammon entre ellos. Mientras colocaban las fichas, Alfred dijo:
––Te digo, Augustine, que si yo pensara como tú, haría algo.
––Seguro que sí, eres un tipo emprendedor, pero ¿qué?
––Pues educar a tus propios esclavos, como experimento ––dijo
Alfred con una sonrisa medio despreciativa.
––Sería tan fácil colocar el Etna encima de ellos y decirles que se
mantengan de pie bajo su peso como decirme a mí que eduque a
mis sirvientes con toda la masa de la sociedad que pesa sobre ellos.
Un hombre no puede hacer nada contra la acción de toda una co-
munidad. La educación, para conseguir algo, debe ser estatal; o,
por lo menos, debe haber bastante gente de acuerdo para formar
una corriente.
––Tiras tú primero ––dijo Alfred, y los hermanos pronto queda-
ron absortos en el juego y no se oyó nada más hasta que llegó el
chacoloteo de los cascos de los caballos bajo el porche.
––Aquí vienen los niños ––dijo Augustine, levantándose––. ¡Mi-
ra, Alf! ¿Has visto alguna vez algo tan hermoso? y verdaderamente
era una hermosa visión: Henrique, con su frente arrogante, sus re-
lucientes rizos oscuros y sus mejillas encendidas, se reía alegre-
mente y se inclinaba hacia su bella prima al acercarse. Ella vestía
una amazona azul y un sombrero del mismo color. El ejercicio
había teñido sus mejillas de un rojo fuerte y acentuado el efecto de
su cutis extraordinariamente transparente y su cabello dorado.
––¡Dios mío, qué deslumbrante belleza! ––dijo Alfred––. Desde
luego, Auguste, ¡ella romperá unos cuantos corazones el día menos
pensado!
––Ya lo creo, ¡por Dios, me temo que sí! ––dijo St. Clare, con un
repentino tono amargo, apresurándose para ayudarla a desmontar.
––¡Eva, cariño! ¿No estarás demasiado cansada? ––preguntó al
estrecharla entre sus brazos.
––No, papá ––dijo la niña; pero su respiración laboriosa y entre-
cortada alarmó a su padre.
––¿Cómo has podido montar tan deprisa, querida? Sabes que no
te sienta bien.
––Me sentía tan bien, papá, y disfrutaba tanto que se me ha olvi-
dado.
St. Clare la llevó en brazos al salón, donde la depositó en el sofá.
––Henrique, debes cuidar de Eva ––dijo––; no debes montar de-
prisa con ella.
––Yo me encargaré de ella ––dijo Henrique, sentándose junto al
sofá y cogiéndole la mano a Eva.
Eva enseguida se puso mejor. Su padre y su tío volvieron a su
partida, dejando a los niños juntos.
––¿Sabes, Eva? Siento que papá sólo se vaya a quedar dos días
aquí, pues luego no te veré hasta dentro de muchísimo tiempo. Si
me quedo contigo, intentaré ser bueno y no enfadarme con Dodo y
todo eso. No pretendo tratar mal a Dodo, pero, ¿sabes?, tengo muy
mal genio. No me porto mal con él realmente, sin embargo. Le doy
una moneda de vez en cuando, y puedes ver que viste bien. Creo
que Dodo es muy afortunado en general.
––¿Tú te considerarías muy afortunado si no tuvieras cerca ni una
sola persona que te amara?
––¿Yo? Pues claro que no.
––Pues tú has apartado a Dodo de todos los amigos que tenía y
ahora no tiene ni una sola alma que lo quiera; así nadie puede ser
bueno.
––Bien, pues no puedo remediarlo, que yo sepa. No puedo traer a
su madre y ni yo ni nadie que conozca puede amarlo personalmen-
te.
––¿Por qué no? ––preguntó Eva.
––
¡Amar
a Dodo! ¡Eva, no pretenderás que lo ame! Puede que me
caiga bien, ¡pero no se puede amar a los criados!
––Pues yo los amo.
––¡Qué curioso!
––¿No dice la Biblia que hemos de amar a todo el mundo?
––¡Oh, la Biblia! Desde luego, dice muchas cosas parecidas, pero
nadie pretende ponerlas en práctica, Eva, ¿sabes? Nadie.
Eva no habló; mantuvo los ojos fijos y pensativos durante unos
momentos.
––En cualquier caso ––dijo——, querido primo, ama a Dodo y sé
bueno con él. ¡Hazlo por mí!
––Amaría a cualquiera por ti, querida prima, ¡pues creo que eras
la criatura más hermosa que haya visto jamás! ––dijo Henrique con
una gravedad que hizo ruborizar su bello rostro. Eva lo escuchó
con absoluta naturalidad, sin cambiar el gesto, y dijo simplemente:
––¡Me alegro de que sientas eso, querido Henrique! ¡Espero que
te acuerdes!
La campana anunciando la comida dio fin a su entrevista.
CAPÍTULO XXIV
PRESAGIOS
Dos días después, se despidieron Alfred St. Clare y Augustine; y
Eva, a quien la compañía de su joven primo había animado a fati-
garse más allá de lo que permitían sus fuerzas, empezó a debilitar-
se rápidamente. Por fin St. Clare se sintió dispuesto a pedir consejo
médico, algo que había rechazado siempre por considerarlo como
el reconocimiento de una verdad insoportable.
Pero durante un día o dos, Eva se encontraba tan mal que se que-
dó confinada a la casa y llamaron al médico.
Marie St. Clare no se había fijado en la salud y las fuerzas paula-
tinamente menguadas de su hija por estar totalmente absorta en el
estudio de dos o tres síntomas nuevos de la enfermedad de la que
se creía víctima ella misma. Era el primer principio de la creencia
de Marie, según el cual nadie sufría ni había sufrido nunca tanto
como ella, por lo que siempre rechazaba indignada la idea de que
alguien de su entorno pudiera enfermar. Siempre estaba convenci-
da, en tales casos, de que no era más que pereza o falta de energía;
y que si hubieran padecido lo que ella, sabrían lo que es bueno.
La señorita Ophelia había intentado varias veces despertar su
preocupación materna por Eva, pero en vano.
––A mí no me parece que le pase nada a la niña ––decía––; corre-
tea por ahí y juega.
––Pero tiene tos.
––¡Tos! ¡No hace falta que me digas a mí lo que es la tos! Yo
siempre he sido propensa a la tos, toda mi vida. Cuando yo tenía la
edad de Eva, creían que era tísica. Mi madre velaba conmigo no-
che tras noche. ¡Oh, la tos de Eva no tiene importancia!
––Pero se fatiga y se queda sin aliento.
––¡Caramba, eso me pasa a mí desde hace años! ¡Sólo son los
nervios!
––Y suda tanto por las noches.
––Y yo también, desde hace diez años. Muchas veces se me em-
papa la ropa, noche tras noche. ¡No queda ni un hilo seco en mi
camisón y las sábanas están tan mojadas que Mammy tiene que
tenderlas para que se sequen! ¡Eva no suda de esa manera!
La señorita Ophelia cerró la boca durante una temporada. Pero
ahora que Eva estaba postrada y visiblemente enferma y habían
llamado al médico, Marie cambió de actitud de repente.
––Lo sé ––decía––, siempre he sabido que era mi destino ser la
más infeliz de las madres. Aquí estoy, con mi malísima salud, y mi
única hija adorada se va a la tumba ante mis ojos y Marie sacaba a
Mammy de la cama por la noche y despotricaba y alborotaba con
más ahínco que nunca durante el día en virtud de esta nueva des-
gracia.
––¡Querida Marie, no hables así! ––dijo St. Clare––. ¡No debes
rendirte tan fácilmente!
––¡Tú no tienes los sentimientos de una madre, St. Clare! ¡Nunca
has podido comprenderme, y ahora tampoco!
––¡Pero no hables así, como si fuera un caso perdido!
––Yo no puedo aceptarlo con tanta indiferencia como tú, St. Cla-
re. Si tú no padeces cuando tu única hija se encuentra en este esta-
do alarmante, pues yo sí. Es un golpe demasiado fuerte para mí,
encima de todo lo que sufría antes.
––Es verdad ––dijo St. Clare–– que Eva es muy delicada, siempre
lo he sabido; y que ha crecido tan deprisa que se ha resentido su
salud; y que la situación es crítica. Pero ahora mismo está postrada
por el calor y por la emoción de la visita de su primo y los excesos
que ha cometido. El médico dice que podemos tener esperanzas.
––Desde luego, sé optimista, si eres capaz; las personas que no
sois sensibles tenéis mucha suerte en esta vida. Yo quisiera no sen-
tirme como me siento, ya lo creo. ¡Me hace sentir fatal! ¡Ojalá pu-
diera sentirme tan tranquila como todos los demás!
Y «todos los demás» tenían buenos motivos para compartir su
deseo, ya que Marie utilizaba esta nueva desgracia como razón y
excusa para todo tipo de martirio que infligía a todos los que la ro-
deaban. Cada palabra que pronunciaba alguien y cada acto que se
hacía o no se hacía en cualquier sitio no era sino una nueva prueba
de que estaba rodeada de seres insensibles y despiadados que eran
indiferentes a sus desdichas particulares. La pobre Eva oyó algunos
de estos discursos, y lloró prolongada y amargamente de pena por
su mamá, disgustada por causarle tanta aflicción.
Después de una semana o dos, mejoraron mucho los síntomas ––
una de esas treguas ilusorias con las que su enfermedad inexorable
ilusiona a un corazón anhelante, aun al borde de la tumba. Se oían
de nuevo las pisadas de Eva en el jardín y en los balcones; volvía a
reír y jugar; y su padre, en un arranque de esperanza, declaró que
pronto estaría tan fuerte como cualquiera. Sólo la señorita Ophelia
y el médico no se dejaron ilusionar por esta calma engañosa. Tam-
bién había otro corazón que tenía la misma certeza: el pequeño co-
razón de Eva. ¿Qué es lo que indica a veces tan tranquila y clara-
mente al alma que le queda poco tiempo sobre la tierra? ¿Es el ins-
tinto secreto de la naturaleza al debilitarse o el latido impulsivo del
alma al aproximarse a la inmortalidad? Sea lo que sea, una certeza
serena, dulce y premonitoria de que el Cielo estaba cerca yacía en
el corazón de Eva; serena como la luminosidad de la puesta del sol,
dulce como el sosiego brillante del otoño, allí reposaba en su pe-
queño corazón, inquieto sólo por la pena que sentía por los que la
querían tanto.
Porque la niña, aunque la atendían con tanta ternura y la vida se
desplegaba ante ella con todo el resplandor que podían conferirle el
amor y la riqueza, no sentía ninguna pesadumbre por su muerte.
En aquel libro donde ella y su sencillo amigo habían leído tantas
veces juntos, había visto y asimilado la imagen de uno que ama a
los niños pequeños; y mientras miraba y pensaba, El había dejado
de ser una imagen o un dibujo del pasado lejano para convertirse
en una realidad viva y omnipresente. Su amor envolvía su corazón
infantil con una ternura superior a la mortal; y ella decía que era
hacia Él y su hogar donde se dirigía.
Pero su corazón anhelaba con triste ternura todo lo que había de
dejar atrás. Su padre más que nada, porque Eva, aunque nunca lo
había pensado de esa forma, tenía la percepción instintiva de que
ella ocupaba un lugar más importante en el corazón de él que nin-
gún otro. Quería a su madre porque era una niña muy cariñosa y
todo el egoísmo de aquélla sólo la apenaba y consternaba, porque
tenía la confianza típica de los niños de que una madre no podía
hacer nada mal. Había algo en ella que Eva nunca pudo compren-
der, pero siempre lo pasaba por alto y pensaba que, después de to-
do, era su mamá y la quería muchísimo.
También sentía pena por los afectuosos y
.
fieles criados para los
que ella era como la luz del sol. Los niños no suelen generalizar,
pero Eva era una niña más madura que la mayoría, y los males que
había presenciado del sistema bajo el que vivían habían llegado,
uno por uno, al fondo de su corazón preocupado. Tenía unas vagas
ansias de hacer algo por ellos, de bendecirlos y salvarlos no sólo a
ellos sino a todos los de su misma condición, ansias que contrasta-
ban tristemente con la debilidad de su pequeño cuerpo.
Tío Tom ––dijo un día, mientras le leía a su amigo––, comprendo
por qué Jesús quiso morir por nosotros.
––¿Por qué, señorita Eva?
––Porque yo también lo he sentido.
––¿Y qué es, señorita Eva? No comprendo.
––No te lo sé decir; pero cuando vi a aquellas pobres criaturas en
el barco, ya sabes, cuando tú y yo ...; algunas habían perdido a sus
madres y otras a sus maridos y algunas madres lloraban a sus
hijos... y cuando me enteré de lo de la pobre Prue, ¿no fue terri-
ble?, y muchísimas veces más, he sentido que me gustaría morir si
mi muerte pudiera poner fin a todo ese sufrimiento. Moriría por
ellos, Tom, si pudiera ––dijo la niña con seriedad, posando su pe-
queña mano sobre la de él.
Tom miró a la niña con reverencia; cuando ella, oyendo la voz de
su padre, se alejó suavemente, pasó la mano muchas veces por los
ojos al contemplarla.
––Es inútil intentar retener a la señorita Eva aquí ––le dijo a
Mammy cuando se encontró con ella un momento más tarde––.
Tiene la señal del Señor en la frente.
––¡Ay, sí, sí! dijo Mammy alzando las manos––, siempre lo he
dicho. Nunca ha tenido aspecto de ser una niña destinada a vivir;
siempre ha habido algo en el fondo de sus ojos. Se lo he dicho al
ama muchas veces y ahora se hace realidad, todos lo vemos, ¡que-
rida corderita del Señor!
Eva subió brincando los escalones del porche hacia su padre. Era
el final de la tarde y los rayos del sol formaban una especie de halo
detrás de ella cuando se adelantó con su vestido blanco, su cabello
dorado y sus mejillas encendidas, los ojos brillando con la luz de la
fiebre que ardía en sus venas.
St. Clare la había llamado para enseñarle una figurilla que le aca-
baba de comprar; pero su aspecto, al acercarse, lo impresionó súbi-
tamente de manera dolorosa. Existe una clase de belleza tan inten-
sa y a la vez tan frágil que no soportamos contemplarla. Su padre
la estrechó de repente en sus brazos y casi se le olvidó lo que iba a
decirle.
––Eva, querida, te encuentras mejor estos días, ¿verdad?
––Papá ––dijo Eva con una firmeza inesperada––, hace tiempo
que hay unas cosas que te quería decir, hace mucho tiempo. Te las
voy a decir ahora, antes de debilitarme.
St. Clare tembló y Eva se sentó en su regazo. Ésta apoyó la cabe-
za en su pecho y dijo:
––Es inútil, papá, que lo guarde más tiempo para mí. Se acerca la
hora en la que tendré que dejarte. ¡Me voy y no volveré nunca! y
Eva sollozó.
––¡Vamos, vamos, querida Eva! ––dijo St. Clare, temblando pero
animoso––, estás nerviosa y desalentada; no debes albergar unas
ideas tan funestas. Mira, te he comprado una estatuilla.
––No, papá ––dijo Eva, apartándola con suavidad––, no te enga-
ñes. No estoy mejor, lo sé perfectamente, y me iré dentro de poco.
No estoy nerviosa, no estoy desalentada. Si no fuera por ti, papá, y
todos mis amigos, sería muy feliz. Quiero irme, ¡estoy deseando
irme!
––¿Por qué, querida hija? ¿Qué es lo que ha entristecido tu pobre
corazoncito? Has tenido todo lo que se te podía dar para hacerte
feliz.
––Preferiría estar en el Cielo. Sólo por mis amigos estaría dis-
puesta a vivir. Hay muchas cosas aquí que me entristecen y me pa-
recen terribles; prefiero estar allí, pero no quiero dejarte, ¡me rom-
pe el corazón!
––¿Qué es lo que te entristece y te parece terrible, Eva?
––Oh, las cosas que se hacen una y otra vez, todo el tiempo. Me
siento entristecida por nuestra pobre gente; me quieren mucho y
todos son buenos y amables conmigo. ¡Quisiera, papá, que todos
estuvieran libres!
––Vaya, Eva, ¿no crees que están bastante bien ahora?
––Ay, papá, si te pasara algo a ti, ¿qué sería de ellos? Hay pocos
hombres como tú, papá. El tío Alfred no es como tú y tampoco
mamá; y ¡piensa en los amos de la pobre Prue! ¡Qué cosas más
horribles hacen, y pueden hacer estas personas! ––y Eva se estre-
meció.
––¡Mi querida niña, eres demasiado sensible! Siento haber permi-
tido que oyeras esas historias.
––Eso es lo que me preocupa, papá. Tú quieres que viva feliz y
que no tenga nunca dolores, que no sufra, que ni siquiera oiga una
historia triste, cuando hay otras pobres criaturas que no tienen más
que dolores y penas toda su vida; parece egoísta. ¡Debo saber esas
cosas, y debo sentirlas! Siempre me han llegado al alma esas cosas,
siempre han calado hondo en mí; he pensado mucho en ellas. Papá,
¿no hay manera de que todos los esclavos sean libres?
––Es una cuestión difícil, querida. No hay duda de que este sis-
tema es muy malo; muchas personas tienen esa opinión, y yo me
cuento entre ellas. Quisiera que no hubiera ni un esclavo en todo el
país; ¡pero no sé qué hacer para conseguir eso!
––Papá, eres un hombre tan bueno, tan noble y amable y siempre
tienes una forma tan agradable de decir las cosas, ¿no podrías ir
por ahí y persuadir a la gente de que actúe correctamente en este
asunto? Cuando yo haya muerto, papá, pensarás en mí y lo harás
por mí. Yo lo haría si pudiera.
––¡Cuando hayas muerto, Eva! ––dijo apasionadamente St. Cla-
re––. ¡Ay, hija, no me hables de esas cosas! Eres lo único que ten-
go en este mundo.
––El hijo de la pobre Prue era lo único que tenía ella, ¡y sin em-
bargo tuvo que oírlo llorar y no podía remediarlo! Papá, estas po-
bres criaturas quieren a sus hijos tanto como tú me quieres a mí.
¡Haz algo por ellos! La pobre Mammy ama a sus hijos; la he visto
llorar cuando hablaba de ellos. Y Tom ama a sus hijos; ¡y es terri-
ble, papá, que ocurran estas cosas todo el tiempo!
––Vamos, vamos, cariño ––dijo St. Clare, tranquilizándola––, no
te aflijas; no hables de morirte, y haré cualquier cosa que me pidas.
––Y prométeme, querido papá, que Tom será libre en cuanto... ––
se detuvo, y luego dijo vacilante–– yo me haya ido.
––Sí, querida, haré cualquier cosa, lo que tú me pidas.
––Querido papá ––dijo la niña, juntando su mejilla ardiente con
la de él––, ¡ojalá pudiéramos ir juntos!
––¿Adónde, cariño? ––preguntó St. Clare.
––A casa de nuestro Salvador; es tan tranquilo y pacífico allí, ¡to-
do es amor! ––la niña hablaba sin darse cuenta, como si se tratara
de un lugar donde había estado muchas veces––. ¿No quieres ir,
papá?
St. Clare la estrechó más pero no dijo nada.
––Vendrás a buscarme ––dijo la niña, hablando con un tono de
sosegada certeza que a menudo utilizaba inconscientemente.
––Yo te seguiré. Nunca te olvidaré.
Las sombras de la tarde solemne se cernían cada vez más oscuras
a su alrededor, y St. Clare se quedó en silencio sujetando el peque-
ño cuerpo junto a su pecho. Ya no volvió a ver sus ojos profundos
pero oyó su voz como una voz del espíritu y, en una especie de vi-
sión del juicio, toda su vida anterior pasó en un momento ante sus
ojos: las oraciones y los himnos de su madre; sus propias ansias y
aspiraciones juveniles de bondad; y, entre ellas y la hora presente,
los años de mundanalidad y escepticismo, y lo que los hombres
llaman vida respetable. Podemos pensar mucho, muchísimo, en un
instante. St. Clare vio y sintió muchas cosas, pero no dijo nada; y,
cuando cayó la noche, llevó a su hija a su cuarto; y, cuando estaba
preparada para descansar, echó a sus cuidadores y la meció entre
sus brazos y le cantó hasta que se quedó dormida.
CAPÍTULO XXV
LA PEQUEÑA EVANGELISTA
Era el domingo por la tarde. St. Clare se encontraba echado en
una tumbona de bambú en el porche, solazándose con un cigarro.
Marie estaba reclinada en un sofá frente a la ventana que daba al
porche, bien protegida, bajo un toldo de gasa transparente, de los
ultrajes de los mosquitos, con un devocionario elegantemente en-
cuadernado en su lánguida mano. Lo sujetaba porque era domingo,
y hacía ver que lo leía, aunque realmente echaba una serie de ca-
bezadas con el libro abierto sobre el regazo.
La señorita Ophelia que, tras mucho buscar, había localizado una
pequeña comunidad metodista a una distancia que podía cubrir con
el coche, había salido para asistir al servicio con Tom de cochero;
y Eva había ido con ellos.
––Oye, Augustine ––dijo Marie después de dormitar un rato––,
debo hacer venir al viejo doctor Posey de la ciudad; estoy segura
de que tengo mal el corazón.
––Pero, ¿por qué lo llamas a él? El médico que atiende a Eva pa-
rece muy hábil.
––No me fiaría de él para un caso crítico ––dijo Marie––; y creo
que el mío empieza a serlo. Hace dos o tres noches que lo pienso;
¡tengo unos dolores tan angustiosos y unas sensaciones tan raras!
––¡Ay, Marie, qué melancólica estás! No creo que le pase nada a
tu corazón.
––Seguro que
no lo crees ––dijo Marie––; ya me esperaba eso.
Tú te alarmas mucho si Eva tose o le pasa cualquier cosita, pero
nunca piensas en mí.
––Si te resulta muy agradable tener una enfermedad del corazón,
pues entonces intentaré creer que la tienes ––dijo St. Clare––; no lo
sabía.
––Bueno, ¡espero que no te arrepientas de esto cuando sea dema-
siado tarde! ––dijo Marie––, pero, aunque no te lo creas, mi pre-
ocupación por Eva y los excesos que he cometido con la querida
niña han hecho desarrollarse lo que sospecho hace mucho tiempo.
Hubiera sido difícil saber cuáles eran los excesos de los que
hablaba Marie. St. Clare se hizo este comentario a sí mismo en si-
lencio y siguió fumando, como despiadado y duro de corazón que
era, hasta que se detuvo un coche junto al porche y se apearon Eva
y la señorita Ophelia.
La señorita Ophelia se dirigió a su propia habitación enseguida
para guardar su sombrero y su chal, como era su costumbre, antes
de pronunciar una palabra sobre cualquier tema; mientras que Eva
acudió a la llamada de St. Clare y se sentó en su regazo para con-
tarle los detalles de la ceremonia a la que habían asistido.
Pronto oyeron unas ruidosas exclamaciones y violentos reproches
dirigidos a alguien, procedentes del cuarto de la señorita Ophelia,
que daba al porche, como el cuarto donde se hallaban sentados.
––¿Qué nuevas brujerías se habrá inventado Tops? ––preguntó
St. Clare––. Ella es la causante de este escándalo, estoy seguro.
Y un momento después apareció la señorita Ophelia, altamente
indignada, arrastrando a la culpable con ella.
––¡Ven aquí fuera ahora mismo! ––dijo––. ¡Se lo voy a contar a
tu amo!
––¿Qué ocurre ahora? ––preguntó St. Clare.
––¡Ocurre que no voy a dejarme atormentar más por esta niña!
¡Es insoportable; no hay quien la aguante! La he encerrado y le he
dado un himno para memorizar; ¡y lo que ha hecho ha sido fisgar
dónde he puesto la llave y ha ido a mi escritorio y ha sacado el
adorno de un sombrero y lo ha cortado para hacer unas chaquetas
de muñeca! ¡Nunca he visto nada igual en toda mi vida!
––Ya te dije, prima ––dijo Marie––, que descubrirías que no se
puede educar a estas criaturas sin severidad. Si de mí dependiera –
–dijo, mirando con reproche a St. Clare––, la mandaría fuera y la
haría azotar bien azotada. ¡La haría azotar hasta que no pudiera te-
nerse en pie!
––No lo dudo ––dijo St. Clare––. ¿Qué me vas a contar a mí del
maravilloso gobierno de la mujer? ¡No conozco más de una docena
de mujeres que no sean capaces de medio matar un caballo o a un
criado si de ellas dependiera, sin hablar de los hombres!
––¡No sirve para nada tu pusilanimidad, St. Clare! ––dijo Marie–
–. La prima es una mujer sensata y ella lo ve claro ahora, igual que
yo.
La señorita Ophelia simplemente tenía la capacidad de in-
dignación del ama de casa experimentada, que la estratagema y el
estropicio de la niña habían despertado fácilmente; de hecho, mu-
chas de nuestras lectoras femeninas tendrán que reconocer que
ellas sentirían lo mismo en parecidas circunstancias; pero las pala-
bras de Marie iban más allá e hicieron que se le pasara el enfado.
––No permitiría, por nada del mundo, que se tratara así a la niña
––dijo–– pero desde luego, Augustine, no sé qué hacer. La he en-
señado e instruido y hablado hasta cansarme; la he pegado y casti-
gado de todas las formas que se me han ocurrido, y está exacta-
mente igual que estaba al principio.
––¡Ven aquí, Tops, sinvergüenza! ––dijo St. Clare, haciendo un
gesto para que se acercara.
Topsy se acercó, con los duros ojos redondos centelleando y par-
padeando con su habitual mezcla de recelo y burla.
––¿Qué te hace portarte así? ––preguntó St. Clare, que no podía
menos que sentirse divertido ante la expresión de la niña.
––Supongo que es mi corazón malvado ––dijo Topsy con gazmo-
ñería––; es lo que dice la señorita Feely.
––¿No te das cuenta de lo mucho que ha hecho por ti la señorita
Ophelia? Dice que ha hecho todo lo que se le ha ocurrido.
––Sí, señor, amito. Mi antigua ama lo decía también. Ella me pe-
gaba mucho más fuerte y me tiraba del pelo y me golpeaba la ca-
beza contra la puerta, pero no servía de nada. Supongo que si me
arrancaran cada cabello de la cabeza, tampoco serviría de nada,
porque soy muy mala. ¡Caramba, sólo soy una negra!
––Pues yo tendré que dejarla estar––dijo la señorita Ophelia––;
ya no puedo preocuparme más.
––Bien, sólo quisiera hacerte una pregunta ––dijo St. Clare. ––
¿Cuál?
––Bien, si tu evangelio no es lo bastante fuerte para salvar a una
niña pagana que tienes aquí en casa para ti sola, ¿para qué sirve
mandar a uno o dos pobres misioneros con él entre miles de ellos?
Supongo que esta niña es un buen ejemplo de cómo son los miles
de paganos.
La señorita Ophelia no contestó enseguida; y Eva, que había pre-
senciado la escena en silencio hasta ahora, hizo una seña a Topsy
en silencio para que la siguiera. Había una pequeña sala instalada
en un extremo del porche, que solía utilizar St. Clare como una es-
pecie de sala de lectura; Eva y Topsy desaparecieron dentro.
––¿Qué estará haciendo Eva ahora? ––preguntó St. Clare––; quie-
ro verlo.
Y acercándose de puntillas, levantó una cortina que cubría la
puerta de cristal para mirar dentro. Un momento después, poniendo
un dedo ante los labios, hizo un gesto silencioso a la señorita
Ophelia para que fuese a mirar también. Ahí estaban las dos niñas
sentadas en el suelo con el perfil vuelto hacia ellos: Topsy, con su
habitual actitud de burla desenfadada, y, frente a ella, Eva, con el
semblante ferviente de sentimiento y los ojos llenos de lágrimas.
––¿Qué te hacer ser tan mala, Topsy? ¿Por qué no intentas ser
buena? ¿No amas a nadie, Topsy?
––No sé nada del amor; amo los caramelos y las chucherías, nada
más ––dijo Topsy.
––¿Pero amarás a tu padre y a tu madre?
––Nunca los he tenido, ya lo sabe. Ya se lo dije, señorita Eva.
––Ya lo sé ––dijo Eva, triste––, pero ¿no has tenido un hermano
o una hermana o una tía o...?
––No, nada de eso; nunca he tenido nada ni a nadie.
––Pero Topsy, si intentaras ser buena, podrías...
––Nunca puedo ser nada más que una negra, por buena que sea –
–dilo Topsy––. Si pudieran despellejarme y convertirme en blanca,
entonces lo intentaría.
––Pero la gente puede quererte, aunque seas negra, Topsy. La se-
ñorita Ophelia te querría si fueras buena.
Topsy soltó la carcajada breve y directa con la que tenía la cos-
tumbre de expresar incredulidad.
––¿No te lo crees? ––preguntó Eva.
––No; ella no puede soportarme ¡porque soy negra! ¡Preferiría
que la tocase un sapo! ¡No hay nadie que pueda amar a los negros
y los negros no podemos hacer nada! ¡A mí no me importa! ––dijo
Topsy, poniéndose a silbar.
––¡Ay, Topsy, pobrecita, yo te quiero! ––dijo Eva con un súbito
estallido de emoción, poniendo su delgada manita en el hombro de
Topsy––; yo te quiero porque no has tenido padre, madre ni ami-
gos, ¡porque has sido una niña pobre y maltratada! Yo te quiero y
quiero que seas buena. Estoy muy enferma, Topsy, y no creo que
vaya a vivir mucho tiempo; y me apena muchísimo que seas tan
traviesa. Quisiera que intentaras ser buena por mí; me quedaré po-
co tiempo contigo.
Los agudos ojos negros de la niña negra se llenaron de lágrimas;
grandes gotas brillantes fueron cayendo, una tras otra, para ir a pa-
rar sobre la pequeña mano blanca. ¡Sí, en ese momento, un rayo de
verdadera fe, un rayo de amor divino había penetrado la oscuridad
de su alma pagana! Bajó la cabeza entre las rodillas y lloró y sollo-
zó, mientras la hermosa niña, agachada sobre ella, parecía el cua-
dro de un ángel reluciente que se inclinaba para salvar a un peca-
dor.
––¡Pobre Topsy! ––dijo Eva––. ¿No sabes que Jesús nos ama a
todos por igual? Tiene tantas ganas de quererte a ti como a mí. Te
quiere igual que yo, sólo que más, porque Él es mejor que yo. Él te
ayudará a ser buena, y podrás ir al cielo al final, y ser un ángel para
siempre, exactamente igual que si fueras blanca. ¡Piensa en ello,
Topsy: puedes ser uno de aquellos espíritus brillantes que salen en
los cantos del tío Tom!
––¡Oh, querida señorita Eva, querida señorita Eva! ––dijo la ni-
ña––, lo intentaré, lo intentaré; nunca me ha importado nada antes.
En este momento, St. Clare dejó caer la cortina.
––Me hace pensar en mi madre ––dijo a la señorita Ophelia––. Lo
que me decía ella es verdad: si queremos hacer que vean los cie-
gos, debemos estar dispuestos a hacer lo que hizo Jesucristo: lla-
marlos a nuestro lado y ponerla mano sobre ellos. ––Siempre he
tenido prejuicios contra los negros ––dijo la señorita Ophelia–– y
es un hecho que nunca he podido soportar que la niña me tocara;
pero no creía que ella lo hubiese notado.
––Puedes estar segura de que cualquier niño lo sabe ––dijo St.
Clare––; no se les puede ocultar eso. Pero yo creo que todos los
esfuerzos del mundo por beneficiar a un niño y todos los bienes
materiales que puedas darle nunca suscitarán un sentimiento de
gratitud mientras persista esa sensación de repugnancia en el cora-
zón; es una cosa curiosa, pero es así.
––No sé cómo voy a remediarlo ––dijo la señorita Ophelia––; me
resultan desagradables, sobre todo esta niña; ¿cómo puedo evitar
sentirme así?
––Parece que Eva lo hace.
––¡Pero ella es tan cariñosa! Aunque, después de todo, sólo se pa-
rece a Jesucristo ––dijo la señorita Ophelia––. Quisiera parecerme
a ella. Puede enseñarme una lección.
––Si fuera así, no sería la primera vez que un niño enseñara a un
discípulo mayor ––dijo St. Clare.
CAPÍTULO XXVI
LA MUERTE
No llores por aquellos que el velo del
sepulcro ha tapado a nuestros ojos en
la mañana de la vida.
El dormitorio de Eva era una habitación espaciosa que, como to-
das las demás habitaciones de la casa, daba al amplio porche. La
habitación se comunicaba, por un lado, con la de sus padres y, por
el otro, con la ocupada por la señorita Ophelia. St. Clare había se-
guido sus propios gustos a la hora de amueblar este cuarto en un
estilo que guardaba una peculiar armonía con la personalidad de su
destinataria. En las ventanas colgaban cortinas de muselina blanca
y rosa, el suelo estaba cubierto por una moqueta que había manda-
do hacer en París, según un dibujo diseñado por él mismo con una
cenefa de capullos y hojas de rosa en las orillas y rosas abiertas en
el centro. La cama, las sillas y los sofás eran de bambú, trabajado
en unas formas bellas y fantásticas. Sobre la cabecera de la cama
había una peana de alabastro donde se alzaba la escultura de un
hermoso ángel con las alas recogidas, que sostenía una corona de
laurel. Aquí se sujetaban unas ligeras cortinas de gasa rosada a ra-
yas, que servían de protección contra los mosquitos, un accesorio
indispensable en todos los dormitorios en ese clima. Los elegantes
sofás de bambú estaban repletos de almohadones de damasco de
color rosa y por encima de ellos, prendidas de las manos de figuras
esculpidas, colgaban cortinas de gasa parecidas a las de la cama.
Había una mesa ligera de formas caprichosas en el centro de la
habitación, sobre la que se erguía un jarrón de mármol de Paros
que estaba tallado en forma de azucena blanca rodeada de capullos,
que se mantenía siempre lleno de flores. Sobre esta mesa yacían
los libros y los pequeños tesoros de Eva, junto con una magnífica
escribanía de alabastro, que le había comprado su padre una vez
que la vio empeñada en mejorar su caligrafía. Había una chimenea
en el dormitorio y sobre su repisa se alzaba una preciosa figura de
Jesús rodeado de niños, con dos jarrones de mármol a cada lado,
que Tom se enorgullecía y deleitaba en llenar de flores cada maña-
na. Las paredes estaban adornadas con dos o tres exquisitos cua-
dros de niños en diferentes actitudes. En resumen, no se podían po-
sar los ojos en ningún sitio sin encontrarse con imágenes de infan-
cia, de belleza y de paz. Los pequeños ojos de su dueña nunca se
abrían a la luz de la mañana sin tropezar con algo que le llenaba el
corazón de pensamientos hermosos y sosegadores.
Las fuerzas engañosas que habían animado a Eva durante algunos
breves días se escapaban rápidamente; se oían cada vez menos sus
ligeras pisadas en el porche y se la encontraba cada vez más a me-
nudo reclinada en un pequeño canapé junto a la ventana abierta,
con los grandes ojos profundos fijos en las olas de las aguas del
lago.
Era a mediados de la tarde y se encontraba reclinada en este lu-
gar, su Biblia medio abierta y sus dedos transparentes inertes entre
las páginas, cuando de pronto oyó la voz de su madre hablando con
tono agudo en el porche.
––¿Qué haces ahora, desvergonzada? ¿Qué nueva travesura?
Conque cogiendo flores, ¿eh? ––y Eva oyó el sonido de un fuerte
bofetón.
––¡Caramba, ama! Son para la señorita Eva ––oyó decir a una
voz que reconoció como la de Topsy.
––¡Para la señorita Eva! ¡Bonita excusa! ¿Crees que ella quiere
tus flores, negra inútil? ¡Lárgate de aquí!
Eva se levantó inmediatamente del canapé y salió al porche.
––¡No, mamá! Quiero las flores; dámelas, por favor. ¡Las quiero!
––Pero, Eva, tu cuarto ya está lleno.
––No puedo tener demasiadas ––dijo Eva––. Topsy, tráelas aquí,
¿quieres?
Topsy, que estaba de pie de mal humor con la cabeza gacha, se
acercó a ella y le ofreció las flores. Hizo esto con un aire de vacila-
ción y timidez, muy diferente del descaro y la audacia que antes le
fueran habituales.
––¡Es un ramo precioso! ––dijo Eva al verlo.
Era un ramo bastante singular: un geranio de brillante color escar-
lata y una sola camelia blanca, con sus hojas satinadas. Estaba pre-
parado con claro gusto en cuanto al contraste de colores, y la posi-
ción de cada hoja había sido cuidadosamente estudiada.
Topsy parecía contenta cuando Eva dijo:
––Topsy, arreglas muy bien las flores. Toma ––dijo–– este jarrón
que no tiene flores. Me gustaría que me preparases un ramo para él
todos los días.
––¡Qué raro! ––dijo Marie––. ¡Ya me dirás para qué quieres algo
así!
––No importa, mamá; a ti te da igual que lo haga Topsy, ¿verdad?
––Por supuesto, lo que tú quieras, querida. Topsy, ya has oído a
tu joven ama; a ver si le haces caso.
Topsy hizo una pequeña reverencia y bajó la mirada; y al darse la
vuelta, Eva vio deslizarse una lágrima por su negra mejilla.
––Verás, mamá, yo sabía que Topsy quería hacer algo por mí ––
dijo Eva a su madre.
––¡Tonterías! Sólo es porque le gusta hacer travesuras. Sabe que
no debe coger flores, y por eso lo hace; no hay más. Pero si a ti te
gusta que las coja, así sea.
––Mamá, creo que Topsy es diferente de cómo solía ser, intenta
ser buena chica.
––Tendrá que intentarlo durante mucho tiempo si quiere ser bue-
na
ella
––dijo Marie con una risa displicente.
––Bueno, pero ya sabes, mamá, la pobre Topsy siempre lo ha te-
nido todo en contra.
––No desde que está aquí, desde luego. Se le ha hablado y predi-
cado y se ha hecho todo lo que se podía hacer por ella; y está igual
de desagradable, y siempre lo estará. ¡Nunca conseguirás hacer na-
da bueno de esa criatura!
––Pero, mamá, es tan diferente que te eduquen como a mí, con
tantos amigos y tantas cosas para que seas buena y feliz; y ¡ser
educada como ella lo ha sido toda su vida hasta que llegó aquí!
––Es muy probable ––dijo Marie con un bostezo––. ¡Vaya, vaya,
qué calor hace!
––Mamá, ¿verdad que tú crees que Topsy podría convertirse en
ángel, igual que cualquiera de nosotros, si fuera cristiana?
––¡Topsy! ¡Qué idea más ridícula! No se le podía ocurrir a nadie
más que a ti. Pero supongo que es verdad.
––Pero, mamá, ¿no es Dios padre de ella tanto como nuestro?
¿No es Jesús su salvador?
––Puede ser. Supongo que Dios creó a todo el mundo ––dijo Ma-
rie––. ¿Dónde están mis sales?
––¡Ay, qué lástima, qué lástima! ––dijo Eva, mirando el lejano
lago y hablando a medias para sí.
––¿Qué es una lástima? ––preguntó Marie.
––Pues que alguien, cualquiera, que podría convertirse en ángel
reluciente y vivir entre los ángeles, ¡pueda caer y caer sin que na-
die le ayude! ¡Vaya por Dios!
––Bien, nosotros no podemos remediarlo; no vale la pena pre-
ocuparse, Eva. No sé qué se puede hacer; deberíamos estar agrade-
cidas por las ventajas que tenemos.
––Yo no puedo ––dijo Eva––. Me da tanta pena pensar en los po-
bres que no tienen ninguna.
––Eso es muy raro ––dijo Marie––. A mí la religión me hace es-
tar agradecida por mis ventajas.
––Mamá ––dijo Eva––, quiero cortarme un poco de pelo, bastan-
te.
––¿Para qué?
––Mamá, quiero dar un poco a mis amigos mientras aún pueda
dárselo personalmente. ¿Quieres llamar a la tía para que venga a
cortármelo?
Marie elevó la voz y llamó a la señorita Ophelia, que estaba en la
habitación de al lado.
La niña se apartó a medias de las almohadas cuando entró y, sa-
cudiendo sus largos rizos dorados, dijo juguetona:
––¡Vamos, tía, esquila la oveja!
––¿Qué pasa? ––preguntó St. Clare, que entraba en ese momento
con alguna fruta que había ido a cogerle.
––Papá, sólo quiero que la tía me corte un poco el pelo; tengo
demasiado y me da calor en la cabeza. Además, quiero regalarlo.
La señorita Ophelia se acercó con las tijeras.
––Ten cuidado que no le estropees el aspecto ––dijo su padre––;
corta por abajo, de donde no se note. Los rizos de Eva son mi orgu-
llo.
––¡Ay, papá! ––dijo Eva con tristeza.
––Sí, y quiero que se mantengan espléndidos hasta que te lleve a
la plantación de tu tío para ver al primo Henrique ––dijo St. Clare
con tono alegre.
––Nunca iré allí, papá; voy a un país mejor. ¡Tienes que creerme!
¿No ves, papá, que cada día estoy más débil?
—¿Por qué te empeñas en que crea una cosa tan cruel, Eva? ––
preguntó su padre.
––Sólo porque es verdad, papá; si te lo crees ahora, puede que
llegues a sentir sobre ello lo mismo que yo.
St. Clare apretó los labios y se quedó contemplando tristemente
los largos y hermosos rizos que, según se iban cortando, eran de-
positados uno tras otro en su regazo. Ella los cogía, los miraba muy
seria y los enroscaba en sus delgados dedos, mirando ansiosamente
a su padre de cuando en cuando.
––¡Es exactamente lo que presentía! ––dijo Marie– es exacta-
mente lo que me está minando la salud, día a día, y llevándome a la
tumba, aunque nadie hace caso. Hace mucho que me he dado cuen-
ta. St. Clare, verás dentro de poco que tengo razón.
––¡Lo que te proporciona un gran consuelo, sin duda! ––dijo St.
Clare con un tono seco y amargo.
Marie se recostó en el canapé y se cubrió la cara con un pañuelo
de batista.
Los claros ojos de Eva pasaron intensamente de uno al otro. Era
la mirada serena y comprensiva de un alma liberada a medias de
sus ligaduras terrenales; era evidente que veía, sentía y apreciaba la
diferencia que había entre ambos.
Hizo un gesto para llamar a su padre. Éste se acercó y se sentó
junto a ella.
––Papá, mis fuerzas flaquean día a día y sé que me tengo que
marchar. Hay algunas cosas que quiero decir y hacer... que debo
hacer; y tú te opones a que diga una palabra sobre el tema. Pero ha
de suceder y no se puede aplazar. Por favor, ¡deja que hable ahora!
––¡Hija mía, claro que te dejo! ––dijo St. Clare, cubriéndose los
ojos con una mano y cogiendo la mano de Eva con la otra.
––Pues, entonces, quiero ver a toda nuestra gente reunida. Hay
algunas cosas que debo decirles.
––Bien ––dijo St. Clare, con un tono de seco sufrimiento. La se-
ñorita Ophelia mandó a un mensajero y poco después se hallaban
reunidos todos los criados en la habitación. Eva se recostó sobre
las almohadas; el cabello le caía alrededor de la cara y las mejillas
sonrosadas contrastaban dolorosamente con la blancura intensa de
su cutis y las finas líneas de su cuerpo y sus facciones; fijó los
grandes ojos espirituales con intensidad en cada uno de ellos.
A los sirvientes les embargó de pronto la emoción. El rostro espi-
ritual, los largos mechones de cabello que yacían junto a ella sobre
la cama, la cara oculta de su padre y los sollozos de Marie tocaron
inmediatamente una fibra de la raza sensible e impresionable; y, al
entrar, se miraban entre ellos y meneaban la cabeza. Había un pro-
fundo silencio, como en un funeral.
Eva se incorporó y miró larga e intensamente a cada uno. Todos
estaban tristes y compungidos. Muchas de las mujeres tenían la ca-
ra hundida en el delantal.
––Os he hecho llamar, queridos amigos ––dijo Eva–– porque os
quiero. Os quiero a todos, y tengo algo que deciros, que quiero que
recordéis siempre... Voy a dejaros. Dentro de unas semanas, ya no
me veréis...
Aquí un estallido de gemidos, sollozos y lamentos procedentes de
todos los presentes interrumpió a la niña, ahogando completamente
su débil voz. Esperó un momento y luego, hablando con un tono
que frenó el llanto de todos, dijo:
––Si me queréis, no debéis interrumpirme así. Escuchad lo que
digo. Quiero hablaros de vuestras almas... Me temo que muchos de
vosotros sois muy descuidados. Sólo pensáis en este mundo. Quie-
ro que recordéis que existe un mundo bello donde está jesús. Voy
allí y vosotros podéis ir allí también. Es tanto para vosotros como
para mí. Pero si queréis ir allí, no debéis vivir una vida ociosa,
despreocupada y vacía. Debéis ser cristianos. Debéis recordar que
cada uno de vosotros puede convertirse en ángel y podéis ser ánge-
les para siempre... Si queréis ser cristianos, Jesús os ayudará. De-
béis rezarle a El, debéis leer...
La niña se detuvo, los miró con tristeza y dijo pesarosa:
––¡Pero, ay, si no sabéis leer, pobres criaturas! ––y hundió el ros-
tro en la almohada y lloró, y su llanto era acompañado por los so-
llozos reprimidos de sus oyentes, que estaban arrodillados en el
suelo.
––No importa ––dijo, levantando la cara y sonriendo animosa a
través de las lágrimas––. He rezado por vosotros y sé que Jesús os
ayudará aunque no sepáis leer. Hacedlo todo lo mejor que sepáis;
rezad todos los días; rogad a Él para que os ayude, haced que os
lean la Biblia siempre que podáis, y creo que os veré a todos en el
cielo.
––Amén ––respondieron Tom y Mammy y algunos de los mayo-
res, que pertenecían a la iglesia metodista. Los jóvenes, más in-
conscientes y totalmente embargados por la emoción, sollozaban
con la cabeza inclinada.
––Yo sé ––dijo Eva–que todos me queréis.
––¡Sí, ay, sí, claro que la queremos, que Dios la bendiga! ––
contestaron involuntariamente todos.
––Sí, ya lo sé. No hay ni uno entre vosotros que no se haya por-
tado siempre bien conmigo, y quiero daros algo que os haga pensar
en mí cuando lo miréis: os voy a dar un rizo de mi cabello. Cuando
lo miréis, recordad que os quería y que me he ido al cielo y que
quiero veros a todos allí.
Es imposible describir la escena que tuvo lugar mientras rodearon
a la niña entre lágrimas y sollozos y cogieron de su mano lo que les
parecía una última muestra de su amor. Se hincaron de rodillas;
sollozaron, rezaron, besaron la orilla de su vestido; y los mayores
pronunciaban palabras de cariño, entremezcladas con oraciones y
bendiciones, según la costumbre de su raza sensible.
Al coger cada uno su regalo, la señorita Ophelia, inquieta por el
efecto de tanta emoción sobre su pequeña paciente, indicaba a cada
uno que saliera de la habitación.
Finalmente, todos se habían marchado menos Tom y Mammy.
––Toma, tío Tom dijo Eva––, uno precioso para ti. Ay, estoy muy
contenta, tío Tom, de pensar que te veré en el cielo, pues estoy se-
gura de que así será; ¡y a Mammy, mi queridísima Mammy! ––
dijo, rodeando amorosamente a su antigua niñera con los brazos––;
sé que tú también estarás allí.
––¡Ay, señorita Eva, no podré vivir sin usted! ––dijo la fiel cria-
tura––. ¡Es como si se fuera todo de aquí a la vez! ––y Mammy se
abandonó a un arrebato de pena.
La señorita Ophelia empua Mammy y a Tom con suavidad
hacia la salida, creyendo que se habían marchado ya todos; pero, al
volverse, Topsy aún se encontraba allí.
––¿De dónde has salido tú? ––preguntó bruscamente.
––Ya estaba aquí ––dijo Topsy, apartando las lágrimas de sus
ojos––. Ay, señorita Eva, he sido una mala chica, pero ¿no me dará
uno a mí también?
––Sí, pobre Topsy, por supuesto que sí. Toma... cada vez que mi-
res eso, recuerda que te quiero y que quería que fueras una buena
chica.
––¡Ay, señorita Eva, ya lo intento! ––dijo Topsy muy seria––, pe-
ro ¡Señor, es tan difícil ser buena! ¡Desde luego yo no estoy acos-
tumbrada a serlo!
––Jesús lo sabe, Topsy; Él se apiada de ti y te ayudará.
Topsy, con los ojos ocultos por el delantal, fue conducida en si-
lencio fuera de la habitación; al salir, guardó el apreciado rizo en
su seno.
Después de marcharse todos, cerró la puerta la señorita Ophelia.
Esta estimable señora también se había enjugado muchas lágrimas
durante la escena; pero su preocupación por las consecuencias de
tanta emoción en su joven protegida era su sentimiento predomi-
nante.
St. Clare había estado sentado todo el rato en la misma postura,
con la mano ocultando los ojos. Después de marcharse todos, se
quedó igual.
––¡Papá! ––dijo Eva, colocando su mano suavemente sobre la de
él.
Él se sobresaltó y se estremeció; pero no respondió. ––¡Querido
papá! ––dijo Eva.
––
¡No puedo!
––dijo St. Clare levantándose––.
¡No puedo sopor-
tarlo!
¡El Todopoderoso me ha tratado con mucha crueldad! y St.
Clare pronunció estas palabras con cruel énfasis.
––Augustine, ¿Dios no tiene derecho a hacer lo que quiera con
los suyos? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Quizás, pero no por eso es más fácil de soportar ––dijo él con
un acento seco, duro e implacable.
––¡Papá, me rompes el corazón! ––dijo Eva, incorporándose para
lanzarse a sus brazos––; ¡no debes sentirte así! y la niña lloró y so-
llozó con una violencia que alarmó a todos, consiguiendo cambiar
el rumbo de los pensamientos de su padre.
––¡Vamos, Eva, querida, calla, calla! Me he equivocado; he sido
malo. Sentiré lo que tú quieras, haré lo que tú quieras, pero no te
angusties así, no llores así. Me resignaré; he hecho mal hablando
como lo he hecho.
Pronto Eva se quedó como una paloma fatigada en brazos de su
padre y él se inclinaba hacia ella y la tranquilizaba con todas las
palabras afectuosas que se le ocurrían.
Marie se levantó y se precipitó fuera de la habitación en dirección
a la suya propia, donde se abandonó a un violento ataque de histe-
ria.
––No me has dado un rizo, Eva ––dijo su padre con una sonrisa
triste.
––Son todos tuyos, papá ––dijo ella sonriente––, tuyos y de ma-
má; y debes dar a la tía todos los que quiera. Sólo se los he dado a
nuestros pobres criados yo misma porque puede que nadie se
acuerde de hacerlo cuando me haya ido y porque espero que les
ayude a recordar... Tú eres cristiano, ¿verdad, papá? ––preguntó
Eva titubeante.
––¿Por qué me lo preguntas?
––No lo sé. Eres tan bueno que no creo que tengas más remedio
que serlo.
––¿Qué significa ser cristiano, Eva?
––Querer a Cristo sobre todas las cosas ––dijo Eva.
––¿Y tú lo haces, Eva?
––Desde luego que sí.
––Nunca lo has visto ––dijo St. Clare.
––Eso no importa ––dijo Eva––. Creo en Él y dentro de unos días
lo veré y su joven rostro se iluminó con ferviente euforia.
St. Clare no dijo nada más. Era un sentimiento que ya había visto
en su madre; pero no hacía vibrar ninguna cuerda dentro de él.
Después de esto, Eva empeoró muy deprisa; yo no había duda
sobre el desenlace; la esperanza más sublime no podía negarlo. Su
hermoso cuarto se convirtió en una enfermería manifiesta y la se-
ñorita Ophelia cumplía las obligaciones de una enfermera día y no-
che; sus amigos nunca habían apreciado tanto su valía como en es-
ta faceta. Con una mano y un ojo tan bien entrenados, con tan per-
fecta eficiencia y práctica en todos los artes que pudieran aumentar
el orden y el confort y mantener oculto todo signo desagradable de
la enfermedad, con un sentido perfecto de la oportunidad, una ca-
beza tan despejada y clara, una exactitud total para recordar cada
receta e indicación del médico, ella lo era todo. Los que se encogí-
an de hombros por sus pequeñas idiosincrasias y manías, tan dife-
rentes de la laxitud despreocupada de los sureños, reconocieron
ahora que era la persona idónea para ese momento.
El tío Tom pasaba mucho tiempo en el cuarto de Eva. La niña pa-
decía una inquietud nerviosa y le aliviaba mucho que la llevaran en
brazos; para Tom, su mayor placer era llevar su frágil cuerpecillo
sobre una almohada en sus brazos, a veces paseando por su habita-
ción y a veces por el porche; y cuando soplaban las frescas brisas
del lago y ella se sentía con más fuerzas por la mañana, a veces pa-
seaba con ella entre los naranjos de la huerta o se sentaba con ella
en alguno de sus antiguos bancos para cantarle sus viejos himnos
preferidos.
Muchas veces su padre hacía lo mismo; pero era de constitución
más delicada y, cuando se cansaba, Eva solía decirle: ––¡Oh, papá,
deja que me lleve Tom! ¡El pobre! A él le gusta y sabes que es lo
único que puede hacer ahora y quiere hacer algo.
––¡Yo también, Eva! ––dijo su padre.
––Pero papá, tú lo puedes hacer todo y lo eres todo para mí. Me
lees, te quedas levantado conmigo por las noches; y Tom sólo tiene
esto y sus cantos; y también sé que es más fácil para él que para ti.
¡Me lleva con tanta fuerza!
Tom no era el único que sentía el deseo de hacer algo. Cada sir-
viente de la casa compartía el mismo sentimiento y, a su manera,
hacía lo que podía.
El corazón de la pobre Mammy suspiraba por estar con su adora-
da niña, pero no encontraba ocasión para ello, noche o día, porque
Marie declaró que su estado mental era tal que le era imposible
descansar y, por supuesto, iba contra sus principios dejar descansar
a los demás. Despertaba a Mammy veinte veces durante la noche
para que le frotara los pies, refrescara la cabeza, buscara su pañue-
lo, fuera a ver qué era el ruido del cuarto de Eva, a bajar una corti-
na porque había demasiada luz o a levantarla porque había poca; y,
durante el día, cuando hubiera querido ayudar a cuidar a su favori-
ta, Marie demostraba un ingenio fuera de lo común para man-
tenerla ocupada en otros lugares de la casa o cerca de ella misma,
por lo que lo único que conseguía eran entrevistas clandestinas y
visitas fugaces.
––Considero que es mi deber cuidar especialmente de mí misma
en estos momentos ––decía Marie––, pues estoy muy débil y re-
caen sobre mí todos los cuidados de la querida niña.
––Vaya, querida ––decía St. Clare––, creía que nuestra prima te
relevaba de ese deber.
––Hablas como un hombre, St. Clare, como si fuera posible rele-
varle a una madre de cuidar de un hijo en semejante estado; pero
siempre es igual, ¡nadie sabe nunca lo que padezco! ¡Yo no puedo
olvidarme de las cosas, como tú!
St. Clare sonrió. Tenéis que perdonarle, porque no pudo evitarlo;
St. Clare aún tenía la capacidad de sonreír. El viaje de despedida
de la pequeña era tan luminoso y apacible, unas brisas tan dulces y
fragantes impulsaban la barca a la orilla celestial, que era imposi-
ble darse cuenta de que se aproximaba la muerte. La niña no sufría
dolores, sólo una debilidad tranquila y suave, que aumentaba di-
ariamente casi sin que se dieran cuenta; y ella estaba tan bella, tan
cariñosa, tan confiada y tan feliz que nadie podía resistirse a la in-
fluencia apaciguadora del aire de inocencia y paz que parecía en-
volverla. St. Clare notó cómo lo envolvía un extraño sosiego. No
era esperanza: eso era imposible; no era resignación; sólo era un
tranquilo descanso en el presente, que le parecía tan bello que no
quería pensar en el futuro. Era como el silencio espiritual que ex-
perimentamos en los luminosos y benignos bosques en el otoño,
cuando los árboles se tiñen de un rubor brillante y febril y se ven
las últimas flores rezagadas junto al arroyo; y lo disfrutamos todo
mucho más sabiendo que pronto desaparecerá.
El amigo que más sabía de los pensamientos y presagios de Eva
era su fiel portador, Tom. A él le decía cosas que no quería que
preocuparan a su padre. Con él compartía las intimaciones miste-
riosas que experimenta el alma cuando las cuerdas empiezan a
aflojarse antes de abandonar la tierra para siempre.
Al final, Tom no dormía en su propio cuarto sino que pasaba toda
la noche en el porche exterior, preparado para levantarse en cuanto
lo llamaran.
––Tío Tom, ¿por qué demonios te ha dado por dormir en cual-
quier lado como un perro? ––preguntaba la señorita Ophelia––. Yo
creía que eras una persona disciplinada, y que te gustaba dormir en
la cama como un buen cristiano.
––Sí me gusta, señorita Feely ––decía Tom con tono misterioso–
–, sí me gusta, pero ahora...
––Ahora, ¿qué?
––No debemos hablar fuerte para que no nos oiga el señorito St.
Clare; pero, señorita Feely, usted sabe que alguien tiene que espe-
rar la llegada del novio.
––¿Qué quieres decir, Tom?
––Sabe usted lo que pone en las Sagradas Escrituras: «A media-
noche hubo un gran alboroto. Mirad, se acerca el novio.» Eso es lo
que yo espero ahora, noche tras noche, señorita Feely; y no puedo
dormir donde no lo pueda oírlo.
––¿Qué te hace creerlo, tío Tom?
––Es por lo que me cuenta la señorita Eva. El Señor envía su
mensajero al alma. Debo estar allí, señorita Feely, porque cuando
esa niña bendita entre al reino, abrirán tanto la puerta que podre-
mos asomarnos a ver la gloria, señorita Feely.
––Tío Tom, ¿ha dicho la señorita Eva que se sentía peor que de
costumbre esta noche?
––No, pero me dijo esta mañana que se acercaba; ellos se lo dicen
a la niña, señorita Feely. Son los ángeles; «es el sonido de la trom-
peta antes del alba» ––dijo Tom, citando uno de sus himnos prefe-
ridos.
Este diálogo tuvo lugar entre la señorita Ophelia y Tom una no-
che entre las diez y las once, cuando, después de disponer todas las
cosas para la noche, ella iba a echar el cerrojo de la puerta y se en-
contró con Tom, que yacía junto a la puerta en el porche exterior.
No era nerviosa ni impresionable, pero los modales solemnes y
sinceros de Tom le llamaron la atención. Eva había estado más
contenta y alegre de lo normal aquella tarde cuando, incorporada
en su cama, repasaba todas sus queridas baratijas y tesoros y de-
signaba a qué amigos quería que se entregasen; estaba más anima-
da y su voz más natural de lo que habían presenciado durante se-
manas. Después de visitarla por la noche, su padre dijo que parecía
más la de antes que desde el inicio de su enfermedad; y cuando le
dio el beso de buenas noches, le dijo a la señorita Ophelia:
––Prima, puede que se quede con nosotros después de todo; está
mucho mejor.
Y se retiró a dormir con el corazón más ligero que en muchas
semanas.
Pero a medianoche, hora extraña y mística, cuando se aclara el
velo entre el frágil presente y el eterno futuro, ¡llegó el mensajero!
Se oyó en el dormitorio primero el sonido de las pisadas de al-
guien caminando deprisa. Era la señorita Ophelia, que había deci-
dido velar a su pequeña paciente toda la noche y, al filo de la me-
dianoche, observó lo que las enfermeras experimentadas suelen
llamar intencionadamente «un cambio». La puerta exterior se abrió
enseguida y en un momento estaba alerta Tom, que vigilaba fuera.
––¡Ve a por el médico, Tom, sin perder un momento! ––dijo la
señorita Ophelia, y cruzó la habitación para llamar a la puerta de
St. Clare.
––Primo ––dijo––, quiero que vengas.
Estas palabras cayeron sobre su corazón como paladas de tierra
sobre un ataúd. ¿Por qué? En un instante se levantó, acudió al
dormitorio y se inclinó sobre Eva, que aún dormía.
¿Qué fue lo que vio que le paralizó el corazón? ¿Por qué no me-
dió palabra entre ellos? Tú lo sabrás, que has visto la misma expre-
sión en una cara querida, esa mirada indescriptible, desesperanzada
e inconfundible que te dice que tu ser querido ya no es tuyo.
Sin embargo, en el semblante de la niña no había ninguna marca
espantosa; sólo una expresión noble y casi sublime, la presencia
dominante de naturalezas espirituales, los albores de la vida inmor-
tal en el alma infantil.
Se quedaron tan inmóviles mirándola que incluso el tictac del re-
loj parecía demasiado fuerte. Unos momentos más tarde, regresó
Tom con el médico. Éste entro, le dirigió una mirada y se quedó
tan callado como los demás.
––¿Cuándo tuvo lugar este cambio? ––preguntó a la señorita
Ophelia en un leve susurro.
––Al filo de la medianoche ––fue la respuesta.
Marie, despertada por la llegada del médico, apareció de repente
desde la habitación de al lado.
––¡Augustine!, ¡prima! ¿Qué ocurre? ––empezó bruscamente a
decir.
––¡Calla! ––dijo St. Clare con voz ronca––. ¡Se muere!
Mammy oyó sus palabras y corrió a despertar a los criados. Pron-
to toda la casa estaba levantada; se encendieron luces, se oyeron
pisadas, el porche se llenó de caras ansiosas, que miraban entre lá-
grimas a través de las ventanas; pero St. Clare no oía ni veía nada.
Sólo veía aquella mirada en el semblante de la pequeña durmiente.
––¡Ojalá se despierte y hable una vez más! ––dijo; e inclinándose
sobre ella, le dijo al oído:
––¡Eva, cariño!
Se abrieron los grandes ojos azules; una sonrisa iluminó su ros-
tro; intentó incorporarse para hablar.
––¿Me conoces, Eva?
––Querido papá ––dijo la niña con un último esfuerzo, rodeándo-
le el cuello con los brazos. Un momento después, se aflojaron y
cayeron, cuando St. Clare levantó la mirada, vio un espasmo de
agonía mortal cruzar su rostro; ella jadeó y alzó las pequeñas ma-
nos.
––¡Ay, Dios, esto es terrible! ––dijo él, volviéndole la espalda y
retorciéndole la mano a Tom, casi sin darse cuenta de lo que
hacía––. ¡Ay, Tom, muchacho, esto me está matando!
Tom tenía cogida la mano de su amo entre las suyas, y, con las
lágrimas cayéndole a chorro por las mejillas negras, buscó ayuda
allá arriba donde solía buscarla.
––¡Reza porque sea lo más corto posible! ––dijo St. Clare––. ¡Me
destroza el corazón!
––¡Ay, Dios santo, ya ha acabado; ha acabado, querido amo! ––
dijo Tom––. ¡Mírela!
La niña yacía jadeante y como agotada en la cama, con los gran-
des ojos claros mirando fijamente hacia arriba. ¡Ay, lo que expre-
saban aquellos ojos, que decían tanto del cielo! La tierra y los do-
lores terrenales ya se habían quedado atrás, pero el misterio y el
triunfante resplandor de su semblante eran tales que sofocaban in-
cluso los sollozos de dolor. Todos se congregaron en tomo a ella
conteniendo el aliento.
––Eva ––dijo St. Clare con ternura.
Ella no lo oyó.
––¡Ay, Eva, dinos qué ves! ¿Qué es? ––preguntó su padre. Una
sonrisa gloriosa iluminó su rostro y dijo, con voz quebrada:
––¡Oh, amor... felicidad... paz! ––y con un suspiro pasó de la
muerte a la vida.
«¡Adiós, querida niña! Las brillantes puertas eternas se han cerra-
do a tus espaldas; no veremos más tu dulce rostro. ¡Ay de los que
hemos visto tu entrada en el cielo, cuando despertemos para encon-
tramos a solas con las nubes grises de la vida cotidiana, pues tú te
has marchado para siempre!»
CAPÍTULO XXVII
«ESTO ES LO ÚLTIMO DE LA TIERRA»
En el cuarto de Eva se envolvieron con paños blancos las estatui-
llas y los cuadros, no se oía nada más que respiración contenida y
pisadas apagadas y la luz se filtraba con solemnidad a través de las
ventanas parcialmente cegadas por las persianas.
La cama fue tapizada de blanco y allí, bajo la figura inclinada del
ángel, yacía un pequeño cuerpo, dormido para no despertarse más.
Ahí yacía, vestida con uno de los sencillos vestidos blancos que
solía llevar en vida; la luz rosácea que se irradiaba a través de las
cortinas daba un tinte cálido al frío glacial de la muerte. Las pesa-
das pestañas se apoyaban suavemente sobre las inocentes mejillas;
la cabeza estaba vuelta, como en un sueño natural, pero cada línea
de su cara estaba marcada por esa elevada expresión sobrenatural,
mezcla de éxtasis y serenidad, que demostraba que no era un sueño
terrenal pasajero sino el largo reposo celestial que «Él da a sus
amados».
¡No existe la muerte para alguien como tú, Eva! Ni las tinieblas
ni la sombra de la muerte; sólo un desvanecimiento luminoso como
el del lucero del alba ante la luz dorada del amanecer. Tuya es la
victoria sin batalla, la corona sin lucha.
Eso pensaba St. Clare mientras la miraba de pie con los brazos
cruzados. ¡Ay! ¿Quién puede decir lo que pensaba? Porque desde
el momento en que dijeron las voces en el cuarto de la moribunda
«se ha ido», todo era una neblina melancólica, una pesada «angus-
tia oscura». Oía voces a su alrededor; le hacían preguntas que él
contestaba; le preguntaban dónde quería que se celebrase el funeral
y dónde debían enterrarla; y él contestaba, impaciente, que no le
importaba.
Adolph y Rosa habían arreglado la habitación; aunque velei-
dosos, frívolos e infantiles, eran también sentimentales y com-
pasivos; mientras que la señorita Ophelia presidía los detalles ge-
nerales del orden y del aseo, fueron las manos de ellos las que
aportaron los toques tiernos y poéticos que erradicaron del cuarto
mortuorio ese aire melancólico y sombrío que caracteriza con de-
masiada frecuencia los funerales de Nueva Inglaterra.
Aún quedaban flores sobre las repisas, todas blancas, delicadas y
fragantes, con elegantes y lánguidas hojas. En la mesita de Eva,
cubierta por un tapete blanco, estaba su jarrón favorito con una so-
la rosa musgosa de color blanco. Rosa y Adolph habían ordenado
una y otra vez la caída de las tapicerías y los pliegues de las corti-
nas con el refinamiento de detalle que caracteriza a su raza. Incluso
en este momento, mientras St. Clare estaba de pie pensando, la pe-
queña Rosa se deslizó suavemente dentro de la habitación con una
cesta de flores blancas. Se apartó un poco cuando vio a St. Clare,
deteniéndose respetuosamente; pero, al darse cuenta de que él no la
veía, se adelantó para disponer las flores en tomo a la difunta. St.
Clare, como entre sueños, la vio poner en las pequeñas manos un
hermoso jazmín y dispersar otras flores, con un gusto exquisito,
alrededor de la cama.
La puerta se abrió de nuevo y apareció Topsy con los ojos hin-
chados del llanto y sujetando alguna cosa bajo el delantal. Rosa le
hizo un gesto rápido de prohibición, pero ella se adentró en la habi-
tación.
––¡Debes irte ––dijo Rosa, con un susurro penetrante y de-
sabrido––, no tienes nada que hacer aquí!
––¡Oh, déjame, por favor! Le he traído una flor tan bonita ––dijo
Topsy, levantando una rosa de té a medio abrir––. ¡Por favor, dé-
jame poner sólo ésta!
––¡Vete! ––dijo Rosa con mayor decisión.
––¡Deja que se quede! ––dijo St. Clare dando un fuerte pisotón en
el suelo––. ¡Que se quede!
Rosa retrocedió bruscamente y Topsy se adelantó para colocar su
ofrenda a los pies del cadáver; después, con un grito salvaje y
amargo, se dejó caer en el suelo junto a la cama y lloró y gimió
ruidosamente.
La señorita Ophelia acud apresurada al cuarto e intentó levan-
tarla y hacerle callar, pero sin éxito.
––¡Ay, señorita Eva, señorita Eva! ¡Ojalá estuviera muerta yo
también!
La fiereza de su lamento traspasaba el corazón; la sangre tiñó el
semblante blanco y marmóreo de St. Clare y las primeras lágrimas
derramadas desde la muerte de Eva le llenaron los ojos.
––¡Levántate, niña ––dijo la señorita Ophelia con voz más tierna–
–, no llores así! La señorita Eva se ha ido al cielo: ¡es un ángel!
––¡Pero yo no la veo! ––dijo Topsy––. ¡No la veré nunca más! ––
y sollozó nuevamente.
Todos se quedaron callados durante un momento.
––¡Ella dijo que me quería ––dijo Topsy––, lo dijo! ¡Oh, Dios
mío, ahora ya no queda nadie, nadie!
––Es verdad ––dijo St. Clare, y, dirigiéndose a la señorita
Ophelia, dijo–– a ver si puedes consolar a la pobre criatura.
––¡Quisiera no haber nacido! ––dijo Topsy––. Yo no quería nacer
de ninguna manera, y no sé para qué nací.
La señorita Ophelia la levantó suavemente aunque con firmeza y
la acompañó fuera del cuarto; pero mientras lo hacía, le cayeron
algunas lágrimas de los ojos.
––¡Topsy, pobrecita ––dijo al conducirla a su habitación––, no te
rindas! ¡Yo puedo quererte, aunque no sea como aquella querida
niña! Espero que ella me haya enseñado algo sobre el amor de Je-
sucristo. Yo puedo quererte; te quiero y procuraré ayudarte a cre-
cer como buena cristiana.
La voz de la señorita Ophelia expresaba más que sus palabras y
más aun las sinceras lágrimas que resbalaban por su rostro. A partir
de ese momento, adquirió una influencia sobre la mente de la niña
desconsolada que ya no perdería nunca.
«¡Ay, la breve hora de mi querida Eva sobre la tierra ha hecho
tanto bien!», pensaba St. Clare, «¿qué he aportado yo en mis largos
años?».
Durante un rato se sucedieron leves susurros y pisadas en el dor-
mitorio mientras entraban uno tras otro para contemplar a la muer-
ta; luego llegó el pequeño ataúd; luego hubo un funeral, durante el
que acudieron carruajes a la puerta y entraron extraños y se senta-
ron; y hubo pañuelos y cintas blancas y personas vestidas de luto y
con franjas de crespón negro en los brazos; y hubo palabras leídas
en la Biblia y oraciones rezadas; y St. Clare vivía y caminaba y se
movía como alguien que ha derramado todas sus lágrimas; hasta el
último momento, sólo veía una cosa: la cabecita dorada del ataúd;
pero luego vio cómo la cubrieron con un paño y cerraron la tapa
del ataúd; y caminó, cuando lo colocaron junto a los demás, hasta
un lugar al fondo del jardín, donde, junto a un banco musgoso
donde tantas veces conversaron, cantaron y leyeron ella y Tom, se
encontraba la pequeña sepultura. St. Clare se puso junto a ella y
miró hacia abajo sin ver; después vio cómo bajaban el pequeño
ataúd; oyó indistintamente las palabras solemnes: «Yo soy la resu-
rrección y la vida; el que crea en mí, aunque muera, vivirá»; y
mientras echaron dentro la tierra para llenar la pequeña tumba, no
era capaz de darse cuenta de que era su Eva la que escondían a su
vista.
¡Y no lo era: no era Eva sino la frágil semilla del cuerpo brillante
e inmortal con el que se presentará en el día del Señor Jesús!
Y después todos se marcharon y volvieron los dolientes al lugar
que no habría de verla más; la habitación de Marie estaba a oscuras
y ella yacía en la cama, sollozando y lamentándose con una pena
incontrolable, llamando a cada momento a todos los criados. Por
supuesto ellos no tuvieron tiempo de llorar, ¿por qué habrían de
tenerlo? La pena era de ella y estaba totalmente convencida de que
no había nadie en el mundo que la sintiera o pudiera sentirla tanto
como ella.
––St. Clare no derramó ni unagrima ––dijo––; no sintió su
muerte; es increíble pensar lo duro e insensible que es, ya que debe
de saber lo que sufro yo.
Las personas somos esclavos de nuestros ojos y oídos hasta tal
punto que muchos criados creyeron realmente que el ama era la
más afectada, sobre todo cuando Marie empezó a padecer ataques
de histeria y mandó llamar al médico y finalmente declaró que se
moría; y las carreras y correteos, las idas y venidas con bolsas de
agua y paños calientes, las riñas y las disputas que siguieron les
proporcionaron una tremenda distracción.
Tom, sin embargo, tenía un sentimiento dentro de su propio cora-
zón que lo atraía hacia su amo. Lo seguía allá donde fuera, triste y
nostálgico; y cuando lo veía sentado, tan pálido e inmóvil, en la
habitación de Eva, con la pequeña Biblia de ésta abierta ante sus
ojos sin ver ni una palabra de su contenido, los ojos secos y estáti-
cos de él le daban mucho más pena a Tom que todos los gemidos y
lamentaciones de Marie.
En unos pocos días, la familia St. Clare volvió a la ciudad; Au-
gustine, por el desasosiego del dolor, añoraba otras escenas que
cambiasen el curso de sus pensamientos. Así abandonaron la villa
y el jardín, con su pequeña tumba, y regresaron a Nueva Orleáns.
St. Clare caminaba apresuradamente por las calles y procuraba lle-
nar el vacío de su corazón con prisas y bullicio y el cambio de lu-
gar; y los que lo veían por la calle o coincidían con él en el café
sólo se enteraban de su pérdida por la cinta de crespón de su som-
brero. Porque allí estaba, sonriendo y charlando, leyendo el perió-
dico, especulando sobre la política y atendiendo a los negocios; y
¿quién podía ver que este exterior sonriente no era más que una
hueca cáscara para ocultar un corazón como un sepulcro oscuro y
silencioso?
––St. Clare es un hombre singular ––se quejó Marie a la señorita
Ophelia––. Solía pensar que si había alguna cosa que amaba sobre
la tierra, era a la pequeña Eva; pero parece que la está olvidando
con gran facilidad. No consigo hacerle hablar de ella nunca.
¡Realmente creía que tendría más sentimientos!
––La procesión va por dentro, como suelen decir ––dijo la señori-
ta Ophelia, hablando como un oráculo.
––Pues yo no me creo esas cosas; sólo son patrañas. Si las perso-
nas tienen sentimientos, lo demuestran, no pueden evitarlo; pero es
una gran desgracia tener sentimientos. Preferiría ser como St. Cla-
re. ¡Cómo me agobian mis sentimientos!
––Pero, ama, el señorito St. Clare se está quedando en los huesos.
Dicen que no prueba bocado dijo Mammy––. Yo sé que no se ol-
vida de la señorita Eva. ¡Nadie podría olvidar a la queridísima y
bendita niña! ––añadió, secándose los ojos.
––Pues, en todo caso, no me tiene ninguna consideración a mí ––
dijo Marie––; no me ha dicho ni una palabra de conmiseración y
debe de saber que una madre siente muchísimo más que un hom-
bre.
––El corazón conoce su propia amargura ––dijo la señorita
Ophelia muy seria.
––Es exactamente lo que yo pienso. Yo sé lo que siento y nadie
más parece saberlo. Eva lo sabía, pero ¡se ha ido! ––y Marie se re-
costó en el diván y comenzó a llorar desconsoladamente.
Marie era uno de esos desafortunados mortales a cuyos ojos lo
que se ha perdido adquiere un valor que nunca tuvo mientras lo po-
seía. Sólo observaba lo que poseía para encontrarle fallos, pero una
vez lo perdía, no había límite al aprecio que le merecía.
Mientras tenía lugar esta conversación en el salón, se celebraba
otra en la biblioteca de St. Clare.
Tom, que siempre seguía inquieto a su amo a todas partes, lo
había visto entrar en la biblioteca unas horas antes y, tras esperar
en vano que volviera a salir, decidió entrar con un pretexto. Entró
silenciosamente. St. Clare estaba tumbado en el sofá en el otro ex-
tremo de la habitación. Yacía boca abajo con la Biblia de Eva
abierta ante él a poca distancia. Tom se acercó y se quedó junto al
sofá. Mientras vacilaba, St. Clare se incorporó de pronto. El honra-
do semblante, tan lleno de dolor y con una expresión tan suplicante
de cariño y compasión calaron hondo en su amo. Puso la mano so-
bre la de Tom y apoyó en ella la cabeza.
––¡Ay, Tom, muchacho, el mundo entero está tan vacío como una
cáscara de huevo!
––Lo sé, amo, lo sé ––dijo Tom––; pero, ¡ay, si el amo pudiera
ver allá arriba, donde está la señorita Eva, donde está el Señor Je-
sús!
––Ay, Tom, yo miro, pero el problema es que no veo nada. ¡Ojalá
pudiera!
Tom suspiró pesadamente.
––Parece ser un don de los niños y de los tipos pobres y honrados
como tú ver lo que no vemos los demás ––dijo St. Clare––. ¿Por
qué es así?
––Te has ocultado a los sabios y a los prudentes y te has mostra-
do a los infantes ––murmuró Tom–, es así, Padre, porque a tus
ojos parecía bueno.
––Tom, no creo, no consigo creer... tengo la costumbre de dudar
––dijo St. Clare––. Quiero creer en esta Biblia y no puedo.
––Querido amo, rece al buen Señor. «Señor, yo creo; remedia mi
descreimiento.»
––¿Quién sabe nada sobre nada? ––dijo St. Clare para sí con los
ojos vagando soñadores––. Todo ese amor y esa fe hermosa ¿eran
sólo una de las fases siempre cambiantes del sentimiento humano,
sin ninguna base real, que desaparecen al menor soplido? ¿No hay
más Eva...? ¿No hay cielo...? ¿No hay Cristo...? ¿No hay nada?
––¡Ay, querido amo, sí hay, lo sé! ––dijo Tom, arrodillándose––.
¡Por favor, por favor, amo, créaselo!
––¿Cómo sabes que existe Jesucristo, Tom? Tú nunca has visto al
Señor.
––Lo he sentido en el alma, amo, cuando me separaron de mi vie-
ja y mis hijos. Estaba casi destrozado del todo. Sentía que no que-
daba nada. Y entonces, el buen Señor se puso a mi lado y me dijo:
«No tengas miedo, Tom» y trajo luz y alegría a mi alma, y paz; y
me siento tan feliz y amo a todo el mundo y estoy dispuesto a per-
tenecer solamente al Señor y hacer su voluntad y ponerme donde
Él quiera. Sé que eso no nace de mí, pues soy un pobre hombre
quejumbroso; sale del Señor, y sé que Él está dispuesto a hacer lo
mismo por el amo.
Tom habló con una voz ahogada por las lágrimas, que caían a
chorro. St. Clare apoyó la cabeza en su hombro y le retorció la ne-
gra mano callosa y fiel.
––Tom, tú me quieres ––dijo.
––Estaría dispuesto a dar mi vida hoy mismo con tal que el amo
se hiciese cristiano.
––¡Pobre tonto! ––dijo St. Clare, incorporándose a medias––. No
merezco el amor de un corazón bondadoso y honrado como el tu-
yo.
Ay, amo, no soy el único que le quiere; el santísimo Señor Jesús
le quiere también.
––¿Cómo sabes eso, Tom? preguntó St. Clare.
––Lo siento dentro del alma. ¡Oh, amo!, «el amor de Cristo que
supera el conocimiento».
––Es curioso ––dijo St. Clare, dándose la vuelta–– que la historia
de un hombre que vivió y murió hace mil ochocientos años pueda
aún afectar a la gente de esta manera. Pero no era un hombre ––
añadió de pronto––. ¡Ningún hombre ha tenido tanto poder vivien-
te durante tanto tiempo! ¡Ojalá pudiera creer lo que me enseñaba
mi madre, y rezar como cuando era niño!
––Si el amo quiere ––dijo Tom––, la señorita Eva leía esto tan
maravillosamente, me gustaría que me hiciera el favor de leerlo.
No leo casi nada ahora que se ha ido la señorita Eva.
Era el capítulo once de Juan, la historia conmovedora de la resu-
rrección de Lázaro. St. Clare lo leyó en voz alta, deteniéndose a
menudo para luchar con los sentimientos que despertaba el pate-
tismo del relato. Tom estaba arrodillado delante de él con las ma-
nos unidas y una expresión absorta de cariño, confianza y adora-
ción en su pacífico rostro.
––¡Tom ––dijo su amo––, todo esto es real para ti!
––Casi puedo verlo, amo ––dijo Tom.
––Quisiera tener tus ojos, Tom.
––¡Ojalá los tuviera el amo!
––Pero, Tom, tú sabes que sé mucho más que tú; ¿y si te digo que
no creo en esta Biblia?
––¡Ay, amo! ––dijo Tom, alzando las manos en un gesto discul-
pador.
––¿No haría tambalear tu fe, Tom?
––Ni un ápice ––dijo Tom.
––¡Pero, Tom, tú sabes que yo sé más que tú!
––Oh, amo, ¿no acaba usted de leer cómo El se oculta a los sa-
bios y los prudentes mientras que se revela a los infantes? Pero el
amo no hablaba en seno, ¿verdad? preguntó Tom ansiosamente.
––No, Tom. No es que no crea. Pienso que hay motivos para
creer, pero no lo consigo. Es una costumbre molesta que he adqui-
rido, Tom.
––Pero si el amo quisiera rezar...
––¡.Cómo sabes que no lo hago, Tom?
––¿Lo hace?
––Lo haría, Tom, si hubiera alguien allí cuando rezo; pero es co-
mo hablar con la nada. Pero reza tú, Tom, y enséñame cómo.
El corazón de Tom estaba repleto; lo vació rezando, como si fue-
ra agua que se ha retenido durante mucho tiempo. Una cosa estaba
bastante clara: Tom sí creía que había alguien escuchando, fuera
verdad o no. De hecho, St. Clare se sintió transportado por la ma-
rea de su fe y sus sentimientos casi a las puertas del cielo que pare-
cía ver con tanta claridad. Parecía acercarle más a Eva.
––Gracias, muchacho ––dijo St. Clare, cuando Tom se levantó––.
Me gusta escucharte, Tom, pero márchate ahora y déjame solo; en
otra ocasión te hablaré más.
Tom salió de la habitación en silencio.
CAPÍTULO XXVIII
REENCUENTRO
Fueron pasando las semanas en la mansión de los St. Clare y las
olas de la vida volvieron a su ritmo acostumbrado tras el hundi-
miento de la pequeña nave. Porque el curso duro, frío y aburrido de
las realidades cotidianas sigue imperiosamente adelante haciendo
caso omiso de nuestros sentimientos. Aún debemos comer, beber,
dormir y despertar; aún debemos regatear, comprar, vender, pre-
guntar y responder, en otras palabras, perseguir mil sombras aun-
que haya desaparecido todo nuestro interés por ellas; el frío y me-
cánico hábito de vivir permanece aunque hayamos perdido el in-
centivo vital.
Todos los incentivos y esperanzas de la vida de St. Clare se habí-
an concentrado de manera inconsciente en torno a su hija. Por Eva
dirigía su hacienda; por Eva organizaba su horario; y llevaba tanto
tiempo haciendo esto y aquello por Eva ––comprando, mejorando,
modificando, preparando o disponiendo alguna cosa por ella––,
que ahora que se había ido, parea no tener nada que pensar y na-
da que hacer.
Era verdad que había otra vida, una vida que, una vez que cree-
mos en ella, representa una figura solemne y significativa entre las
cifras del tiempo que sin ella no tienen sentido, elevándolas a sis-
temas de valores misteriosos y desconocidos. St. Clare sabía bien
esto; y, con frecuencia, en momentos de fatiga, oía la tenue voz in-
fantil que lo llamaba desde el cielo y veía la pequeña mano que le
señalaba el camino de la vida; pero pesaba sobre él un letargo do-
loroso que no le permitía levantarse. Tenía una de las naturalezas
que conciben mejor las cuestiones religiosas desde sus propias per-
cepciones e instintos que muchos cristianos prácticos y practican-
tes. El don para apreciar los matices más sutiles de las cuestiones
morales y la sensibilidad para sentirlos a menudo son el atributo de
aquellas personas cuya vida entera muestra una despreocupada ne-
gligencia hacia ellos. De ahí que Moore, Byron y Goethe a menudo
utilicen palabras que describen con más sabiduría el verdadero sen-
timiento religioso que otro cuya vida es regida por él. Para tales
mentalidades, la negligencia hacia la religión es una traición más
terrible, un pecado más mortal.
St. Clare nunca había fingido someterse a ninguna obligación re-
ligiosa; y cierta nobleza de espíritu le hacía ver de forma instintiva
el alcance tan tremendo de las exigencias del cristianismo que re-
huía de antemano lo que consideraba serían los imperativos de su
propia conciencia si se decidía a adoptarlas. Porque la naturaleza
humana es tan inconsistente que considera que es mejor no em-
prender una cosa que emprenderla y fracasar.
Sin embargo, en muchos aspectos St. Clare era un hombre dife-
rente. Leía la Biblia de su pequeña Eva seria y sinceramente; pen-
saba más serena y prácticamente en sus relaciones con los criados,
de modo que se sintió extremadamente insatisfecho con su com-
portamiento pasado y actual; e hizo una cosa, poco después de su
regreso a Nueva Orleáns, que fue emprender los pasos legales ne-
cesarios para la emancipación de Tom, que se completaría en cuan-
to se cumplieran las formalidades exigidas. Mientras tanto, se iba
encariñando cada día más con Tom. No había otra cosa en el mun-
do entero que le recordase tanto a Eva; y se empeñaba en tenerlo
siempre cerca y, a pesar de lo quisquilloso y esquivo que era en
cuanto a sus sentimientos íntimos, con Tom casi pensaba en voz
alta. Y esto no podría sorprender a nadie que hubiera visto la ex-
presión de cariño y devoción con la que Tom seguía a su joven
amo.
––Bien, Tom ––dijo St. Clare el día después de iniciar las gestio-
nes legales para su manumisión––, voy a convertirte en un hombre
libre, así que haz tu baúl y prepárate para salir hacia Kentucky.
El súbito brillo de alegría del semblante de Tom al alzar las ma-
nos hacia el cielo y sus enfáticas palabras: «¡Bendito sea el Se-
ñor!» más bien perturbaron a St. Clare; no le gustaba que Tom es-
tuviese tan dispuesto a dejarlo.
––No lo has pasado tan mal aquí para que des semejantes mues-
tras de éxtasis, Tom ––dijo secamente.
––¡No, no, amo, no es eso! ¡Es ser un hombre libre! Por eso me
alegro.
––Pero, Tom, ¿no crees que, en lo que a ti concierne, has estado
mejor que si hubieras estado libre?
––
¡Desde luego que no,
señorito St. Clare! ––dijo Tom con un
arranque de energía––. ¡Desde luego que no!
––Pero, Tom, no hubieras podido ganar, con tu trabajo, la ropa y
la vida que yo te he proporcionado.
––Sé todo eso, señorito St. Clare; el amo ha sido demasiado bue-
no; pero, amo, prefiero tener ropas pobres, una casa pobre y todo
pobre pero mío, que tener lo mejor y que sea de otro hombre. Lo
prefiero, amo, y creo que es natural.
––Supongo que sí, Tom, y vas a dejarme como si nada dentro de
un mes ––añadió, algo descontento––, aunque ningún mortal po-
dría decir nada en contra ––dijo con un tono más alegre; después se
levantó y se puso a pasear de un lado a otro.
––No me iré mientras el amo tenga problemas ––dijo Tom––. Me
quedaré con el amo todo el tiempo que quiera, si puedo serle útil.
––¿No mientras tenga problemas, Tom? ––dijo St. Clare––. ¿Y
cuándo se acabarán mis problemas?
––Cuando el señorito St. Clare se haga cristiano ––dijo Tom.
––¿Y tú de verdad te vas a quedar hasta ese día? ––preguntó St.
Clare con media sonrisa, volviéndose desde la ventana y apoyando
la mano en el hombro de Tom––. ¡Ay, Tom, muchacho tonto y
sentimental! No te retendré hasta ese día. Vete a casa con tu esposa
y tus hijos y dales recuerdos de mi parte.
Tengo fe en que ese día vendrá ––dijo Tom, serio y con lágrimas
en los ojos––; el Señor tiene una misión para el amo.
––Conque una misión, ¿eh? ––dijo St. Clare––, vamos, Tom, da-
me tu opinión sobre qué clase de misión es, cuéntamelo.
––Pues, incluso un pobre hombre como yo tiene una misión del
Señor, y el señorito St. Clare, que tiene educación y riqueza y ami-
gos, ¡cuántas cosas podría hacer por el Señor!
––Tom, pareces pensar que el Señor necesita que le hagan muchí-
simas cosas ––dijo St. Clare con una sonrisa.
––Hacemos por el Señor lo que hacemos por sus criaturas ––dijo
Tom.
––Buena teología, Tom, mejor de lo que predica el Reverendo B.,
me atrevo a afirmar ––dijo St. Clare.
El anuncio de una visita interrumpió su conversación en este pun-
to.
Marie St. Clare sentía la pérdida de Eva tanto como era capaz de
sentir cualquier cosa; y, como era una mujer que tenía la facultad
de contagiar su infelicidad a todos los demás, sus asistentes más
directos tenían aun más motivos para lamentar la muerte de su jo-
ven ama, cuyas maneras cautivadoras y amables intercesiones
habían servido tantas veces de escudo entre ellos y las exigencias
tiránicas y egoístas de su madre. La pobre Mammy, sobre todo,
cuyo corazón, apartado de todos sus lazos domésticos naturales,
había encontrado consuelo en ese hermoso ser, estaba desconsola-
da. Lloraba día y noche y el exceso de pena la hacía menos diestra
y alerta que de costumbre en sus cuidados de su ama, lo que atraía
un tormento constante de insultos sobre su cabeza indefensa.
La señorita Ophelia sentía su falta, pero su pena dio frutos en su
corazón bondadoso y honrado preparándola para la vida eterna. Es-
taba más suave, más afectuosa y, aunque era igual de perseverante
en sus obligaciones, las realizaba con un aire purificado y sereno,
como alguien que saca buen provecho de lo que le dicta el corazón.
Ponía más esmero en la instrucción de Topsy, enseñándole princi-
palmente con la Biblia. Ya no rehuía el contacto con ella ni mani-
festaba una repugnancia mal reprimida, puesto que no la sentía. La
miraba ahora a través del filtro suavizante que la mano de Eva pu-
so ante sus ojos por primera vez, y ahora sólo la veía como una
criatura inmortal que Dios le había enviado para que la guiara has-
ta la gloria y la virtud. Topsy no se convirtió en santa inmediata-
mente; pero la vida y la muerte de Eva obraron un profundo cam-
bio en ella. Había desaparecido su tenaz indiferencia, dando lugar a
la sensibilidad, la esperanza, el deseo y la búsqueda del bien, una
búsqueda irregular, interrumpida y a menuda suspendida, pero lue-
go renovada.
Un día, cuando la señorita Ophelia mandó llamar a Topsy, acudió
guardando algo apresuradamente en su seno.
––¿Qué haces, sinvergüenza? Has robado algo, estoy segura ––
dijo la imperiosa Rosa, que había ido a buscarla, cogiéndole ruda-
mente del brazo.
––¡Márchate, señorita Rosa! ––dijo Topsy, librándose––; no es
asunto tuyo.
––¡No me contestes! ––dijo Rosa––. Te he visto ocultar algo; co-
nozco tus tretas ––y Rosa le agarró del brazo e intentó meter la
mano en su corpiño, mientras Topsy, enfurecida, pataleaba y lu-
chaba valientemente por lo que consideraba eran sus derechos. El
estruendo y la confusión de la batalla atrajeron a la señorita
Ophelia y a St. Clare al lugar.
––¡Ha robado! ––dijo Rosa.
––¡No es cierto! ––vociferó Topsy, sollozando con pasión.
––¡Dame eso, sea lo que sea! ––dijo la señorita Ophelia con deci-
sión.
Topsy vaciló; pero, a la segunda orden, sacó del corpiño un pe-
queño paquete envuelto en el pie de una vieja media. La señorita
Ophelia lo abrió. Era un libro pequeño que Eva había regalado a
Topsy, que contenía un solo versículo de las Sagradas Escrituras
para cada día del año, y, envuelto en un papel, el rizo que le había
entregado el día inolvidable en el que se había despedido para
siempre.
A St. Clare le afectó mucho verlo; el libro estaba envuelto en una
larga tira de crespón negro, arrancada del crespón de luto del fune-
ral.
––¿Por qué has envuelto el libro con esto? ––preguntó St. Clare,
levantando el crespón.
––Porque... porque... porque era de la señorita Eva. ¡Ay, no me
los quiten, por favor! dijo y, cayéndose sentada en el suelo, se cu-
brió la cabeza con el delantal y rompió a llorar con vehemencia.
Era una extraña mezcla de patetismo y ridículo: la media vieja, el
crespón negro, el libro de texto, el rubio y suave rizo y la absoluta
congoja de Topsy.
St. Clare sonrió; pero tenía lágrimas en los ojos cuando dijo:
––Vamos, vamos, no llores; te los puedes quedar––y, juntando
las cosas, las echó en su regazo y llevó a la señorita al salón con él.
––Realmente creo que podrás conseguir algo en esta empresa di-
jo, señalando con el pulgar por encima del hombro––. Cualquier
persona capaz de sentir verdadera pena es capaz de hacer el bien.
Debes intentar hacer algo con ella.
––La niña ha mejorado mucho ––dijo la señorita Ophelia––. Ten-
go grandes esperanzas para ella; pero, Augustine ––dijo, apoyando
la mano en su brazo––, quiero preguntarte una cosa: ¿de quién será
esta niña, tuya o mía?
––Pero si yo te la di a ti ––dijo Augustine.
––Pero no legalmente; quiero que sea mía según la ley ––dijo la
señorita Ophelia.
––¡Vaya, prima! ––dijo Augustine––. ¿Qué pensará la Sociedad
Abolicionista? ¡Tendrán que pasar un día de ayuno por este resba-
lón, si tú te conviertes en dueña de una esclava!
––¡Tonterías! Quiero que sea mía, para poder tener el derecho de
llevarla a los estados libres y concederle la libertad, para que no se
pierda todo lo que intento hacer por ella.
––¡Ay, prima, ¡qué forma de «hacer el mal para conseguir el
bien»! No puedo consentirlo.
––No quiero que bromees, sino que razones ––dijo la señorita
Ophelia––. Es inútil intentar convertir a esta niña en cristiana si no
la salvo de todos los riesgos y escollos de la esclavitud; y si estás
realmente dispuesto a que me la quede, quiero que me hagas una
escritura de donación u otro documento legal.
––Bueno ––dijo St. Clare––, lo haré ––y se sentó y desdobló un
periódico para leerlo.
––Pero quiero que lo hagas ahora ––dijo la señorita Ophelia.
––¿Qué prisa tienes?
––Porque no hay ningún momento como el presente para hacer
las cosas ––dijo la señorita Ophelia––. Vamos. Aquí tienes papel,
pluma y tinta; escribe el documento.
St. Clare, como la mayoría de los hombres de su clase y mentali-
dad, odiaba cordialmente el tiempo presente de las acciones, por
regla general; por lo tanto, se sintió bastante molesto por la fran-
queza de la señorita Ophelia.
––¿Por qué? ¿Qué pasa? ––preguntó––. ¿No crees en mi palabra?
¡Se diría que te han dado lecciones los judíos por tu forma de ata-
car a un hombre!
––Quiero asegurarme de ello ––dijo la señorita Ophelia––. Tú
puedes morirte, o arruinarte, y a Topsy la llevarían a subasta a pe-
sar de todos mis esfuerzos.
––Eres realmente bastante prudente. Bien, ya que estoy en las
manos de una yanqui, no tengo otra opción que consentir y St. Cla-
re redactó rápidamente una escritura de donación, que, puesto que
era muy ducho en cuestiones jurídicas, pudo hacer sin dificultad, y
la firmó con irregulares mayúsculas, rematándola con una enorme
rúbrica.
––Ahí lo tienes por escrito, señorita Vermont ––dijo al en-
tregársela.
––Buen chico ––dijo la señorita Ophelia sonriendo––. ¿Pero no
hace falta un testigo?
––¡Maldita sea, es verdad! Ven ––dijo, abriendo la puerta del
cuarto de Marie––. Marie, la prima quiere un autógrafo tuyo; es-
cribe tu nombre aquí.
––¿Qué es esto? ––preguntó Marie, escudriñando el documento––
. ¡Ridículo! Creía que la prima era demasiado beata para unas co-
sas tan horrendas ––añadió al escribir displicente su nombre––; pe-
ro si se ha encaprichado de este artículo, se lo concedo encantada.
––Ahí tienes, ya es tuya, en cuerpo y alma dijo St. Clare, dándole
el papel.
––No es más mía ahora que antes ––dijo la señorita Ophelia––.
Sólo Dios tiene derecho a dármela; pero ahora puedo protegerla.
––Pues entonces es tuya por una ficción de la ley ––dijo St. Cla-
re, volviendo al salón, donde se sentó con su periódico.
La señorita Ophelia, que pocas veces se sentaba en compañía de
Marie, lo siguió al salón, después de guardar cuidadosamente el
documento.
––Augustine ––dijo de pronto, mientras hacía calceta––, ¿has to-
mado alguna medida para asegurar el porvenir de tus criados en
caso de que murieses?
––No ––dijo St. Clare, y siguió leyendo.
––Entonces toda tu indulgencia con ellos puede resultar de una
gran crueldad en el futuro.
St. Clare había pensado lo mismo muchas veces, pero dijo con
apatía:
––Pienso tomar medidas más adelante.
––¿Cuándo? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Oh, pues, un día de éstos.
––¿Y si te mueres antes?
––¿Qué pasa, prima? ––dijo St. Clare, dejando el periódico y mi-
rándola––. ¿Es que crees que tengo síntomas de fiebre amarilla o
cólera, que pones tanto empeño en hacer las disposiciones
post
mortem?
––«En medio de la vida tenemos la muerte» ––dijo la señorita
Ophelia.
St. Clare se levantó, soltó descuidadamente el periódico y se
acercó a la puerta abierta que daba al porche para dar fin a una
conversación que no era de su agrado. Repitió mecánicamente la
última palabra:
«¡muerte!»
y, mientras se apoyaba en la barandilla
y contemplaba subir y bajar el agua reluciente de la fuente, repitió
de nuevo esa palabra: «¡MUERTE!».
––Es raro que exista tal palabra ––dijo–– y tal realidad, y que la
podamos olvidar; que se pueda estar vivo, caliente y hermoso, lle-
no de esperanzas, deseos y apetencias un día y haber desaparecido
totalmente al día siguiente, ¡y para siempre!
Era una tarde cálida y dorada y, al caminar hacia el otro extremo
del porche, vio a Tom muy atareado con su Biblia, señalando con
el dedo cada palabra y susurrándolas para sí con un aire muy serio.
––¿Quieres que te lea, Tom? ––ofreció St. Clare, sentándose con
desenfado junto a él.
––Si el amo quiere ––dijo Tom, agradecido––. El amo lo hace pa-
recer mucho más claro.
St. Clare cogió el libro, miró el lugar y comenzó a leer uno de los
pasajes que Tom había señalado con unas pesadas marcas a su al-
rededor. Decía así:
––«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de
todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán
congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los
unos de los otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabri-
tos» ––St. Clare continuó leyendo con voz animada hasta que llegó
al último versículo––: «Y el Rey dirá a los de la izquierda: Apar-
taos de mí, malditos, al fuego eterno: porque tuve hambre y no me
disteis de comer: tuve sed y no me disteis de beber; era forastero y
no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis; enfermo y en
la cárcel, y no me visitasteis. Entonces dirán también esto: Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o forastero, o desnudo, o
enfermo, o en la cárcel, y no te asistimos? Y Él entonces les res-
ponderá diciendo: En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer
eso con uno de estos más pequeños de mis hermanos, también
conmigo dejasteis de hacerlo».
A St. Clare pareció impresionarle este último pasaje, porque lo
leyó dos veces, la segunda vez despacio, como si estuviera dando
vueltas a las palabras en su mente.
––Tom ––dijo––, estas personas a las que castiga tan duramente
parecen haber hecho exactamente lo mismo que yo: vivir unas
buenas vidas fáciles y respetables, no preocupándose de enterarse
de cuántos hermanos pequeños tienen hambre o sed o están enfer-
mos o en la cárcel.
Tom no contestó.
St. Clare se levantó y paseó pensativo de un extremo del porche
al otro, con apariencia de haberse olvidado de todo, absorto por sus
propios pensamientos; estaba tan absorto que Tom le tuvo que avi-
sar dos veces que había sonado la campana para el té antes de cap-
tar su atención.
St. Clare estuvo ausente y pensativo durante toda la hora del té.
Después del té, él, Marie y la señorita Ophelia tomaron posesión
del salón casi en silencio.
Marie se colocó en un sofá bajo un sedoso mosquitero y pronto
estuvo profundamente dormida. La señorita Ophelia se ocupó en
silencio de su calceta. St. Clare se sentó al piano y comenzó a tocar
un movimiento dulce y melancólico con el acompañamiento del
viento. Parecía hallarse en profunda meditación y estar monolo-
gando consigo mismo a través de la música. Después de un rato,
abrió uno de los cajones, sacó un viejo libro de música cuyas pági-
nas estaban amarillentas por el tiempo y empezó a pasar las hojas.
––Ahí tienes ––dilo a la señorita Ophelia––, éste era uno de los
libros de mi madre, y ésta es su letra, ven a mirarla. Copió y arre-
gló esto del Réquiem de Mozart.
La señorita Ophelia le obedeció.
––Era algo que cantaba ella con frecuencia ––dijo St. Clare––. Es
como si la estuviera oyendo ahora.
Tocó unos acordes majestuosos y empezó a cantar la magnífica
pieza en latín, el
Dies Irae.
A Tom, que escuchaba desde el porche exterior, la música le hizo
acercarse a la misma puerta, donde permaneció muy serio. No
comprendía la letra, por supuesto; pero la música y la forma de
cantar parecían afectarle muchísimo, sobre todo cuando St. Clare
cantaba las partes más tristes. A Tom le habría emocionado más si
hubiera comprendido el significado de las hermosas palabras:
Recordare Jesus pie
Quod sum causa tuae viae
No me perdas, illa die
Querens me sedisti lassus
Redimisti crucem passus
Tantus labor non sit cassus.
St. Clare dio a las palabras una expresión profunda y triste; pare-
cía que se hubiera retirado el tupido velo de los años y pudiera oír
la voz de su madre acompañando la suya. Tanto la voz como el
instrumento parecían estar vivos y emitían con vívida compasión la
melodía que el etéreo Mozart concibiera inicialmente como su
propio réquiem fúnebre.
Cuando St. Clare dejó de tocar, permaneció unos momentos con
la cabeza apoyada en las manos y después empezó a caminar arriba
y abajo.
––¡Qué sublime concepción la del juicio final ––dijo––: subsanar
los males de los siglos, solucionar todos los problemas morales con
una sabiduría irrefutable! Desde luego es una imagen maravillosa.
––A nosotros nos da miedo ––dijo la señorita Ophelia. A mí tam-
bién debería dármelo, supongo ––dijo St. Clare, deteniéndose pen-
sativo––. Esta tarde le he leído a Tom el CAPÍTULO de san Mateo
que lo describe, y me ha impresionado mucho. Habría esperado
unas acusaciones de tremendos crímenes como motivo para excluir
del Cielo a las personas; pero no; se les condena por no hacer el
bien activamente, como si ese hecho incluyera todos los males po-
sibles.
––Quizás ––dijo la señorita Ophelia–– sea imposible que una per-
sona que no haga el bien evite hacer el mal.
––¿Y qué ––dijo St. Clare, abstraído pero con sentimiento––, qué
se puede decir de aquél cuya educación y las necesidades de cuya
sociedad han llamado en vano para que cumpla algún noble propó-
sito, que ha ido a la deriva como espectador neutral de las luchas,
sufrimientos y crímenes de la humanidad, cuando hubiera debido
ser un trabajador?
––Yo creo ––dijo la señorita Ophelia–– que debe arrepentirse y
empezar ahora.
––¡Siempre tan práctica y directa al grano! ––dijo St. Clare, con
una sonrisa iluminándole la cara––. Nunca me dejas tiempo para
hacer reflexiones generales, prima; siempre me presentas de frente
el momento actual; tienes una especie de
ahora
eterno siempre en
la mente.
––
Ahora
es el único momento que me interesa ––dijo la señorita
Ophelia.
––¡Querida Eva, pobre niña! ––dijo St. Clare–– su sencilla alma
se ha propuesto que yo realice una buena obra.
Era la primera vez desde la muerte de Eva que le dedicaba tantas
palabras, y era evidente que reprimía fuertes sentimientos al
hablar.
––Mi visión del cristianismo es tal ––añadió–– que no creo que
ningún hombre pueda profesarlo consistentemente sin lanzar todo
el peso de su ser contra este monstruoso sistema de injusticia que
constituye los cimientos de toda nuestra sociedad, sacrificándose a
sí mismo en la batalla, si es menester. Quiero decir que yo no po-
dría ser cristiano de otra manera, aunque desde luego he tratado a
muchas personas instruidas y cristianas que no han hecho nada por
el estilo; y reconozco que la apatía de personas religiosas en este
respecto, su falta de percepción de las injusticias, me han llenado
de horror y han engendrado dentro de mí más escepticismo que
otra cosa.
––Si sabías todo eso ––dijo la señorita Ophelia–– ¡por qué no lo
has hecho?
––Oh, porque sólo he tenido el tipo de benevolencia que consiste
en tumbarse en un sofá y maldecir a la iglesia y a los clérigos por
no ser mártires y confesores. Es muy fácil ver que los demás deben
ser mártires, ¿sabes?
––Pero ¿vas a actuar de forma diferente ahora? ––preguntó la se-
ñorita Ophelia.
––Sólo Dios conoce el futuro ––dijo St. Clare––. Soy más valien-
te que antes, porque lo he perdido todo, y el que no tiene nada que
perder puede permitirse correr cualquier riesgo.
––¿Y qué vas a hacer?
––Cumplir con mi deber, espero, para con los pobres y humildes,
en cuanto me entere de cuál es ––dijo St. Clare––, empezando por
mis propios criados, por los que aún no he hecho nada; y quizás, en
algún momento futuro, puede que sea capaz de hacer algo por toda
una raza; algo que salve a mi país de la vergüenza de la engañosa
posición que ocupa a los ojos de todas las naciones civilizadas.
––¿Crees que es posible que una nación los emancipe vo-
luntariamente? ––preguntó la señorita Ophelia.
––No lo sé ––dijo St. Clare––. Ésta es la época de las grandes
hazañas. El heroísmo y la magnanimidad brotan aquí y allá por to-
da la Tierra. Los aristócratas húngaros están liberando a millones
de siervos, con una pérdida económica tremenda y quizás se en-
cuentren entre nosotros unos espíritus generosos que no calculan el
honor y la justicia en dólares y centavos.
––Lo dudo ––dijo la señorita Ophelia.
––Pero supón que mañana nos ponemos a emancipar, ¿quién edu-
caría a estos millones y les enseñaría a utilizar su libertad? Nunca
harán nada importante entre nosotros. El caso es que nosotros
mismos somos demasiado perezosos e inútiles para poder darles
una idea de la diligencia y la energía que necesitan para ser hom-
bres. Tendrán que irse al norte, donde el trabajo está a la orden del
día, la costumbre universal; y dime también, ¿hay suficiente filan-
tropía cristiana en vuestros estados norteños para hacerse cargo del
proceso de su educación y formación? Mandáis miles de dólares a
las misiones en el extranjero; pero ¿podríais soportar que enviaran
a los paganos a vuestros pueblos y aldeas para dedicar vuestro
tiempo y esfuerzo y dinero a educarlos según el ideal cristiano?
Eso es lo que yo quisiera saber. Si los emancipamos nosotros, ¿vo-
sotros estaréis dispuestos a educarlos? ¿Cuántas familias de tu
pueblo querrían acoger a un hombre y a una mujer negros para
educarlos, mantenerlos y procurar convertirlos en cristianos?
¿Cuántos comerciantes estarían dispuestos a acoger a Adolph si yo
quisiera que se hiciera oficinista, o cuántos mecánicos, si yo qui-
siera que aprendiera un oficio? Si quisiera enviar a Rosa y a jane al
colegio, ¿cuántos colegios hay en los estados del norte que las
aceptarían? ¿Cuántas familias las alojarían? Y sin embargo son tan
blancas de piel como muchas mujeres del norte o del sur. ¿Ves,
prima? Quiero que se nos haga justicia. Estamos en una posición
difícil. Somos los opresores más obvios de los negros; pero los pre-
juicios poco cristianos del norte son opresores casi igualmente se-
veros.
––Bien, primo, sé que es así ––dijo la señorita Ophelia––––; sé
que ése era mi caso hasta que vi que era mi deber superarlo, pero
estoy segura de haberlo superado; y sé que hay muchísimas buenas
personas en el norte a las que sólo hay que enseñar cuál es su deber
para que lo cumplan. Desde luego sería un sacrificio mayor aceptar
a los paganos entre nosotros que enviarles misioneros, pero creo
que lo haríamos.
––Sé que tú lo harías ––dilo St. Clare––. ¡Me gustaría saber qué
es lo que no harías si creyeras que es tu deber!
––Bien, no soy especialmente buena ––dijo la señorita Ophelia––.
Otros harían lo mismo si vieran las cosas como yo las veo. Tengo
la intención de llevarme a Topsy a casa cuando me vaya. Supongo
que sorprenderá a nuestra gente al principio, pero creo que se les
puede enseñar a pensar como yo. Además, sé que hay muchas per-
sonas en el norte que hacen exactamente lo que tú has dicho.
––Sí, pero son una minoría; y si nosotros empezáramos a eman-
cipar en grandes números, no tardarían en protestar.
La señorita Ophelia no respondió. Hubo una pausa de varios mi-
nutos, durante la cual una expresión triste y soñadora oscureció el
semblante de St. Clare.
––No sé qué es lo que me hace pensar tanto en mi madre esta no-
che ––dijo––. Tengo una sensación extraña, como si estuviera cer-
ca de mí. Pienso todo el rato en las cosas que solía decir. ¡Es raro
que estas cosas del pasado se nos presenten con tanta nitidez a ve-
ces!
St. Clare paseó de un lado de la habitación al otro durante unos
minutos más y después dijo:
––Creo que iré a pasear por la calle unos momentos, para ente-
rarme de las novedades de esta noche.
Cogió el sombrero y salió.
Tom lo siguió por el corredor hasta el patio y le preguntó si que-
ría que lo acompañara.
––No, muchacho ––dijo St. Clare––. Estaré de vuelta dentro de
una hora.
Tom se sentó en el porche. Era una hermosa noche iluminada por
la luna y permaneció contemplando las subidas y bajadas del agua
de la fuente y escuchando su murmullo. Tom pensaba en su casa y
en que pronto sería un hombre libre y que podría volver allí cuando
quisiera. Pensaba que trabajaría para comprar a su mujer y sus
hijos. Sentía los músculos de sus fuertes brazos con una especie de
júbilo, ya que pronto le pertenecerían a él y podría trabajar mucho
para conseguir la libertad de su familia. Luego pensó en su joven
amo tan noble y a continuación, como siempre que pensaba en él,
rezó la oración acostumbrada que siempre le dedicaba; después,
sus pensamientos pasaron a la bella Eva, a quien imaginaba rodea-
da de ángeles, y siguió pensando hasta que casi le pareció que su
cara radiante y su cabello dorado asomaban entre las aguas de la
fuente. Y con estas meditaciones se quedó dormido y soñó que la
veía corretear hacia él tal como solía hacerlo, con una corona de
jazmines en el pelo, las mejillas sonrosadas y los ojos relucientes
de gozo; pero mientras la miraba, pareció levantarse del suelo, sus
mejillas adoptaron un tinte más pálido, los ojos un brillo profundo
y divino, un halo dorado se ciñó en torno a su cabeza y desapareció
de su vista; y a Tom le despertaron unos fuertes golpes a la puerta
y el sonido de muchas voces.
Se acercó apresurado a abrirla; con voces ahogadas y pisadas len-
tas llegaban varios hombres portando un cuerpo envuelto en una
capa, tumbado sobre una contraventana. La luz de la farola caía de
lleno sobre el rostro, y Tom soltó un grito desolado de asombro y
desesperación que resonó por todas las habitaciones mientras
avanzaban los hombres con su carga hacia la puerta abierta del sa-
lón, donde aún se encontraba tejiendo la señorita Ophelia.
St. Clare había entrado en una cafetería para echar una ojeada a
un periódico de la tarde. Mientras lo leía, se inició una riña entre
dos caballeros presentes que estaban algo bebidos. St. Clare y uno
o dos hombres más hicieron un intento de separarlos, y St. Clare
recibió una puñalada mortal en el costado con el cuchillo de caza
que estaba intentando arrebatarle a uno de ellos.
La casa se llenó de llanto, lamentaciones, quejidos y gritos, de
sirvientes mesándose los pelos, tirándose al suelo o corriendo alo-
cados de un sitio a otro, llorando. Sólo Tom y la señorita Ophelia
parecían tener algo de serenidad, ya que a Marie le había dado un
fuerte ataque de histeria. Bajo las instrucciones de la señorita
Ophelia, se preparó rápidamente uno de los sofás del salón y colo-
caron allí la figura sangrante. St. Clare se había desmayado por
culpa del dolor y la pérdida de sangre; pero mientras la señorita
Ophelia le atendía, volvió en sí, abrió los ojos, los miró fijamente,
miró intensamente el resto de la habitación, los ojos descansando
nostálgicos en cada objeto, hasta detenerse por fin en el retrato de
su madre.
Llegó el médico y lo reconoció. Era evidente por la expresión de
su cara que no había esperanzas, pero se puso a curarle la herida y,
con la señorita Ophelia y Tom, prosiguió con entereza en esta tarea
entre los lamentos, sollozos y gemidos de los afligidos criados, que
se habían congregado alrededor de las puertas y las ventanas del
porche.
Ahora ––dijo el médico–– debemos echar a todas estas criaturas;
todo depende de que se mantenga en silencio.
St. Clare abrió los ojos y miró fijamente a los pobres seres apena-
dos a los que la señorita Ophelia y el médico procuraban echar de
la habitación.
––¡Pobres criaturas! ––dijo, y una expresión de amarga au-
tocensura cruzó su semblante. Adolph se negaba absolutamente a
marcharse. El terror le había privado de toda su presencia de áni-
mo; se lanzó al suelo y nadie podía persuadirle de que se levantara.
Los demás cedieron antes las amonestaciones urgentes de la seño-
rita Ophelia de que la salud de su amo dependía de su silencio y
obediencia.
St. Clare pudo hablar poco; yacía con los ojos cerrados, pero era
evidente que luchaba con amargos pensamientos. Después de un
rato, puso su mano sobre la de Tom, que estaba arrodillado a su
lado, y dijo:
––¡Tom, pobre hombre!
––¿Qué, amo? preguntó Tom vivamente.
––¡Me muero! ––dijo St. Clare, apretándole la mano––. ¡Reza!
––Si quiere que venga un clérigo... ––dijo el médico.
St. Clare negó enseguida con la cabeza y volvió a decir a Tom
con mayor insistencia:
––¡Reza!
Y Tom rezó con toda su mente y todas sus fuerzas por el alma
que se iba, el alma que parecía mirar tan fija y tristemente desde
aquellos grandes ojos melancólicos y azules. Las oraciones se reza-
ron entre fuertes lamentos y lágrimas.
Cuando Tom dejó de hablar, St. Clare buscó y cogió su mano y lo
miró muy serio, pero sin decir nada. Cerró los ojos, pero aún suje-
taba la mano, ya que, a las puertas de la eternidad, la mano negra y
la blanca se estrechan en igualdad. Murmuró para sí en voz queda
a intervalos irregulares:
Recordare jesu pie...
En me perdas... illa die
Querens me... sedisti lassus
Era evidente que las palabras que hubiera cantado aquella tarde
acudían a su mente, palabras de súplica dirigidas a la Misericordia
Infinita. Sus labios se movían a ratos y fragmentos del himno salí-
an chapurreados.
––La mente le empieza a divagar ––dijo el médico.
––¡No, vuelvo a CASA, por fin! ––dijo St. Clare con energía––.
¡Por fin, por fin!
El esfuerzo de hablar lo agotó. Cayó sobre él la palidez de la
muerte, pero con ella, como si se escapara de las alas de algún es-
píritu misericordioso, cayó una bella expresión de paz, como la de
un niño cansado cuando duerme.
Así se quedó durante algunos momentos. Vieron que lo tocaba la
mano de Dios. justo antes de que partiera el espíritu, abrió los ojos
y con un repentino destello como de alegría y reconocimiento dijo:
«!Madre!» y expiró.
CAPÍTULO XXIX
LOS DESAMPARADOS
Nos enteramos a menudo de la aflicción de los sirvientes negros a
la muerte de un amo bondadoso; y con razón, porque no hay cria-
tura sobre la Tierra del Señor más absolutamente desvalida que un
esclavo en estas circunstancias.
Un niño que pierde a su padre aún puede contar con la protección
de los amigos y de la ley; es alguien y puede hacer algo, tiene de-
rechos reconocidos y una posición; el esclavo no tiene nada. La ley
lo considera en todos los aspectos tan privado de derechos como
un paquete de mercancía. El único reconocimiento posible de los
anhelos y necesidades de un ser humano e inmortal que se le con-
cede es a través de la voluntad soberana e irresponsable de su amo;
y cuando desaparece ese amo, no le queda nada.
Pocos son los hombres que sepan utilizar humanitaria y genero-
samente un poder totalmente irresponsable. Todo el mundo sabe
esto, y el esclavo mejor que nadie, por lo que éste sabe que tiene
diez posibilidades de que le toque un amo abusivo y tirano y una
de que le toque uno considerado y bueno. Por eso el duelo por la
pérdida de un amo bondadoso es, con razón, largo e intenso.
Cuando St. Clare expiró, todos los de su casa fueron presa del te-
rror y la consternación. Cayó en un instante, en la flor y el vigor de
la juventud. Cada habitación y cada pasillo de la casa resonaron
con sollozos y gemidos de desesperación.
Marie, cuyo sistema nervioso se había debilitado por culpa de
años de constante autoindulgencia, no tenía fuerzas para soportar el
terror del golpe y, en el momento en que su marido exhalaba el úl-
timo suspiro, ella pasó de un desmayo a otro, y el que había estado
unido a ella por los misteriosos lazos del matrimonio desapareció
de su vida para siempre sin la posibilidad siquiera de una palabra
de despedida.
La señorita Ophelia, con una fuerza y un autocontrol ca-
racterísticos, había permanecido junto a su pariente hasta el final,
toda ojos, toda oídos, toda atención; hizo lo poco que se podía
hacer y se unió con toda su alma a las oraciones tiernas y apasio-
nadas que pronunciaba el pobre esclavo por la salvación espiritual
de su amo moribundo.
Cuando lo preparaban para el descanso eterno, descubrieron so-
bre su pecho un sencillo relicario, que se abría mediante un resorte.
Contenía la miniatura de un noble y hermoso rostro femenino y, en
la parte de atrás, guardado bajo un cristal, un mechón de pelo mo-
reno. Volvieron a colocarlo sobre su pecho sin vida ––¡polvo al
polvo!––, un pobre recuerdo melancólico de sueños juveniles, que
una vez hicieran latir tan deprisa aquel frío corazón.
El alma de Tom estaba repleta de la idea de la eternidad y, mien-
tras atendía el cuerpo inanimado, ni una vez pensó que el golpe re-
pentino lo había dejado esclavo sin esperanzas. Se sentía en paz
respecto a su amo, pues en aquella hora en la que elevaba sus ora-
ciones al seno de su Padre, sintió nacer dentro de él una respuesta
de sosiego y promesa. En las profundidades de su propia naturale-
za afectuosa, sintió la capacidad de percibir algo de la plenitud del
amor divino, porque un antiguo profeta escribió: «el que reside en
el amor reside en Dios y Dios en él». Tom tenía esperanza y con-
fiaba, y estaba en paz.
Pero pasó el funeral, con todo su boato y su crespón negro, y sus
oraciones y sus caras solemnes; y volvieron las oleadas frías y sór-
didas de la vida cotidiana y surgió la eterna pregunta dolorosa:
«¿Qué se ha de hacer ahora?»
Surgió en la mente de Marie mientras, vestida con sus sueltos
vestidos matutinos y rodeada de ansiosos criados, permaneció sen-
tada en un gran sillón inspeccionando muestras de crespón y fus-
tán. Surgió en la de la señorita Ophelia, que comenzaba a dirigir
sus pensamientos hacia su casa en el norte. Surgió, con terrores si-
lenciosos, en las mentes de los sirvientes, que conocían bien el ca-
rácter insensible y tiránico del ama, en cuyas manos habían queda-
do. Todos sabían muy bien que las indulgencias que habían recibi-
do no procedían del ama sino del amo y que, ahora que él se había
ido, no habría ningún escudo entre ellos y cada tiránico castigo que
podía idear un temperamento agriado por el sufrimiento.
Unos quince días después del funeral, mientras estaba ocupada en
su cuarto, la señorita Ophelia oyó una débil llamada a su puerta. La
abrió y allí estaba Rosa, la guapa cuarterona de la que a menudo
hemos hablado, con el cabello desordenado y los ojos hinchados de
llorar.
––¡Ay, señorita Ophelia ––dijo, hincándose de rodillas y cogien-
do la falda del vestido de ésta–– por favor, ¡vaya a hablar con la
señorita Marie para interceder por mí! Me va a enviar a que me
azoten, ¡mire! y le entregó un papel a la señorita Ophelia.
Era una orden, escrita con la delicada letra itálica de Marie, diri-
gida el jefe de una casa de castigo para que le infligiera a la porta-
dora quince latigazos.
––¿Qué has hecho? ––preguntó la señorita Ophelia.
––Usted sabe, señorita Ophelia, que tengo muy mal genio; no de-
bería ser así. Me estaba probando el vestido de la señorita Marie y
me dio un bofetón en la cara; y antes de pensar, le contesté con in-
solencia; y dijo que me pondría en mi sitio y que me enteraría, de
una vez por todas, que ya no iba a ser un personaje tan importante
como hasta ahora; y escribió esto y dice que debo llevarlo allí. Pre-
feriría que me matase directamente.
La señorita Ophelia se quedó pensando con el papel en la mano.
––Verá usted, señorita Ophelia, no me importaría tanto que me
azotaran si lo hiciera usted o la señorita Marie; pero ser enviada a
un hombre y a un hombre tan desagradable! ¡Qué vergüenza, seño-
rita Ophelia!
La señorita Ophelia sabía que era la costumbre universal enviar a
las mujeres y a las muchachas jóvenes a casas de castigo, a manos
de los hombres más despreciables ––lo suficientemente viles como
para dedicarse a esta profesión––, para que las desnudaran y pega-
ran de forma vergonzosa. Antes lo sabía, pero hasta ahora, que veía
la pequeña figura de Rosa crispada por la angustia, no se había da-
do cuenta de lo que significaba. Toda la honrada sangre de la fe-
minidad, la fuerte sangre libre de Nueva Inglaterra, se le subió a las
mejillas y latía con amargura e indignación dentro de su corazón;
pero con su autocontrol y su prudencia habituales, se dominó y,
arrugando en papel con la mano, simplemente dijo a Rosa:
––Siéntate, muchacha, mientras hablo con tu ama. «¡Vergonzoso,
monstruoso, un ultraje!», se decía a sí misma al cruzar el salón.
Encontró a Marie sentada en su poltrona con Mammy de pie a su
lado, peinándola; Jane estaba sentada en el suelo delante de ella,
frotándole enérgicamente los pies.
––¿Cómo te encuentras hoy? ––preguntó la señorita Ophelia.
Como única respuesta, Marie primero dio un profundo suspiro y
cerró los ojos un momento; después contestó:
––No lo sé, prima; ¡supongo que estoy todo lo bien que vaya a
estar nunca! y Marie pasó por los ojos un pañuelo de batista con
una gran extensión de bordado negro en la orilla.
––He venido ––dijo la señorita Ophelia, con una de las toses bre-
ves y secas con las que se suele introducir un tema difícil––, he ve-
nido para hablarte de la pobre Rosa.
Marie abrió mucho los ojos y sus pálidas mejillas se tiñeron de
rojo cuando contestó rudamente:
––¿Qué le pasa?
––Siente mucho lo que ha hecho.
––Conque lo siente, ¿eh? ¡Más lo va a sentir, antes de que yo
acabe con ella! He aguantado la impertinencia de esa muchacha
bastante tiempo, y ahora le voy a bajar los humos. ¡La haré arras-
trarse por el suelo!
––Pero, ¿no podrías castigarla de otra manera, de una manera
menos vergonzosa?
––Quiero avergonzarla; eso es exactamente lo que pretendo. Toda
la vida ha presumido de su delicadeza y su belleza y sus aires de
gran señora, hasta olvidarse de quién es. ¡Yo le daré una lección
que la pondrá en su sitio, ya lo creo!
––Pero, prima, piensa que si destruyes la delicadeza y el sentido
de la vergüenza de una muchacha joven, se echará a perder muy
deprisa.
––¡Delicadeza! ––dijo Marie, con una risa de desprecio––. ¡Boni-
ta palabra para una como ella! Yo le enseñare que, con todos sus
aires, no es mejor que la moza negra más andrajosa que hace la ca-
lle. ¡No se dará más aires conmigo!
––¡Responderás ante el Señor por semejante crueldad! ––dijo la
señorita Ophelia con energía.
––¡Crueldad! ¡Me gustaría saber dónde está la crueldad! ¡Sólo he
dado orden de que le den quince latigazos; y le he dicho que se los
dé con ligereza! ¡No veo la crueldad de eso!
––¡Que no hay crueldad! ––dijo la señorita Ophelia––. Estoy se-
gura de que cualquier muchacha preferiría que la mataran directa-
mente.
––Podría parecer así a alguien con tus sentimientos; pero todas
estas criaturas se acostumbran a ello, es la única forma de mante-
ner la disciplina. Una vez sientan que pueden adoptar aires de deli-
cadeza y esas cosas, hacen su santa voluntad, tal como han hecho
siempre todos mis criados. Yo he empezado a someterlos, ¡y quie-
ro que sepan que mandaré a cualquiera de ellos a que lo azoten si
no se andan con cuidado! ––dijo Marie, mirando alrededor con de-
cisión.
Jane agachó la cabeza y se encogió al oír esto, pues le parecía que
iba dirigido especialmente a ella. La señorita Ophelia se quedó
sentada quieta un momento, como si acabara de tragar una poción
explosiva y estuviera a punto de reventar. Después, dándose cuenta
de lo inútil de discutir con una naturaleza semejante, cerró los la-
bios con resolución, se puso en pie y salió de la habitación.
Fue duro volver para decirle a Rosa que no podía hacer nada por
ella; poco después, acudió uno de los criados masculinos a decir
que el ama le había mandado llevar a Rosa a la casa de castigo,
adonde la transportó a pesar de sus lágrimas y sus súplicas.
Unos días más tarde, Tom estaba pensando junto a los balcones
cuando se le acercó Adolph, que estaba totalmente abatido y des-
consolado desde la muerte de su amo. Adolph sabía que Marie
nunca le había tenido simpatía, pero en vida de su amo no le había
dado importancia. Ahora que éste se había marchado, andaba tem-
bloroso y con un temor constante, sin saber qué iba a ser de él. Ma-
rie había celebrado varias sesiones con su abogado; después de
consultar al hermano de St. Clare, decidió vender la hacienda y a
todos los criados salvo los que eran propiedad personal suya, que
pensaba llevarse consigo.
––¿Sabes, Tom, que van a vendemos a todos, salvo a unos cuan-
tos que el ama va a llevar consigo a su regreso a la plantación de su
padre? ––preguntó Adolph.
––¿Cómo te has enterado? ––preguntó Tom.
––Me escondí detrás de las cortinas cuando habló el ama con el
abogado. Dentro de unos cuantos días, nos enviarán a la subasta,
Tom.
––¡Que se haga la voluntad del Señor! ––dijo Tom, cruzando los
brazos y soltando un profundo suspiro.
––Nunca tendremos a un amo igual ––dijo Adolph con apren-
sión––, pero prefiero que me vendan a arriesgarme a quedarme con
el ama.
Tom se volvió, emocionado. La esperanza de la libertad y la ima-
gen de su esposa y sus hijos tan lejanos aparecieron ante su alma
paciente, como al marinero que naufraga a punto de arribar al puer-
to se le presenta la visión de la torre de la iglesia y los acogedores
tejados de su pueblo vislumbrada' por encima de una negra ola pa-
ra que se despida de ellos por última vez. Juntó fuertemente los
brazos sobre el pecho, reprimió las amargas lágrimas e intentó re-
zar. El pobre hombre había tenido tantísimas ganas de conseguir la
libertad que era un duro golpe para él; y, cuanto más repetía «¡Que
se haga su voluntad!», peor se sentía.
Fue en busca de la señorita Ophelia que, desde la muerte de Eva,
lo trataba con una gran amabilidad respetuosa.
––Señorita Ophelia ––dijo––, el señor St. Clare me prometió la
libertad. Me dijo que había empezado a preparar mi manumisión, y
quizás, si la señorita tuviera la bondad de hablar de ello con el
ama, ella estaría dispuesta a seguir adelante con ello, ya que era el
deseo del señorito St. Clare.
––Hablaré en tu favor, Tom, y haré lo que pueda ––dijo la señori-
ta Ophelia––, pero si depende de la señora St. Clare, no tengo mu-
chas esperanzas de conseguirlo; sin embargo, lo intentaré.
Este incidente ocurrió unos días después del de Rosa, mientras la
señorita Ophelia estaba ocupada con los preparativos para su re-
greso al norte.
Al reflexionar seriamente sobre ello, pensó que quizás hubiera
utilizado un lenguaje algo brusco y acalorado en su anterior entre-
vista con Marie, por lo que resolvió intentar moderar su celo y ser
lo más conciliadora posible. Por lo tanto, la buena mujer hizo aco-
pio de fuerzas y, cogiendo su calceta, decidió encaminarse a la
habitación de Marie y ser todo lo agradable que pudiera para nego-
ciar el asunto de Tom con toda la habilidad diplomática de que
disponía.
Encontró a Marie tumbada cuan larga era en un canapé, apoyada
sobre un codo con la ayuda de almohadas, mientras Jane le mos-
traba algunas muestras de finas telas negras que había ido a com-
prar.
––Ésta sirve dijo Marie, eligiendo una––; pero no estoy muy se-
gura de que sea de luto propiamente dicho.
––Caramba, señorita ––dijo Jane muy parlanchina––, la viuda del
general Derbennon llevaba esta misma tela cuando se murió el ge-
neral el verano pasado y queda estupenda.
––¿Qué opinas tú? ––preguntó Marie a la señorita Ophelia.
––Supongo que es cuestión de costumbres ––dijo la señorita
Ophelia––. Tú sabrás juzgarla mejor que yo.
––El caso es ––dijo Marie–– que no tengo un solo vestido que
ponerme, y como voy a liquidar la casa y marcharme la próxima
semana, debo decidirme por algo.
––¿Tan pronto te vas?
––Sí. Ha escrito el hermano de St. Clare, y el abogado y él creen
que hay que vender a los sirvientes y los muebles en subasta y de-
jar la casa en manos del abogado.
––Hay una cosa de la que quiero hablarte dijo la señorita
Ophelia––. Augustine le prometió a Tom la libertad y había inicia-
do los trámites legales necesarios. Espero que utilices tus influen-
cias para que los completen.
––¡Desde luego no haré nada de eso! ––dijo Marie con acritud––.
Tom es uno de los criados más caros del lugar y no puedo permi-
tírmelo de ninguna manera. Además, ¿para qué quiere la libertad?
Está mucho mejor tal como está ahora.
––Pero sí la quiere, y mucho, y su amo se la prometió ––dijo la
señorita Ophelia.
––Supongo que la quiere ––dijo Marie––, pues todos la quieren,
pero sólo porque son un hatajo de insatisfechos que siempre quie-
ren lo que no tienen. Bien, en cualquier caso yo tengo mis princi-
pios en contra de la emancipación. Mantén a los negros bajo los
cuidados de un amo, y serán respetables y no se portarán mal, pero
déjalos libres y se pondrán perezosos y no trabajarán sino que aca-
barán todos siendo unos tipos ruines e inútiles. Lo he visto suceder
cientos de veces. Dejarlos libres no es hacerles ningún favor.
––¡Pero Tom es tan juicioso, trabajador y piadoso!
––¡Bah, no tienes que decírmelo! He visto a cientos como él. A él
le irá muy bien siempre que se le cuide, y nada más.
––Pero, piensa ––dijo la señorita Ophelia–– en las posibilidades
de que le toque un mal amo cuando lo pongas a la venta.
––¡Bah, eso son tonterías! ––dijo Marie––. Ni siquiera una vez en
cien un buen hombre cae en manos de un mal amo; la mayoría de
los amos son buenos, por mucho que se diga. Yo he crecido y vivi-
do aquí, en el sur, y nunca hasta ahora he conocido a un amo que
no tratara bien a sus criados, por lo menos tan bien como se mere-
cen. No tengo temores en ese sentido.
––Bien, pero ––dijo enérgicamente la señorita Ophelia––, se que
era uno de los últimos deseos de tu marido que Tom tuviera la li-
bertad; fue una de las promesas que le hizo a la pequeña Eva en su
lecho de muerte y no creo que debas sentirte libre para desatender-
lo.
Ante esta súplica, Marie se cubrió el rostro con el pañuelo y co-
menzó a llorar y a usar su frasco de sales con gran vehemencia.
––¡Todos se ponen contra mí! ––dijo––. ¡Todo el mundo es tan
poco considerado! Nunca hubiera imaginado que tú fueras a recor-
darme mis penas de esta manera. ¡Es tan poco considerado! ¡Pero
nadie me tiene en cuenta, tengo unas penas tan singulares! ¡Es tan
duro que, teniendo sólo una hija, me haya sido arrebatada! ¡Y que
haya perdido a mi marido, que se acomodaba tan bien a mí, con lo
difícil que es que a mí me vaya bien alguien! Y tú pareces estar tan
poco afectada por mis desgracias que no haces más que recordár-
melas, cuando sabes que estoy totalmente destrozada. Supongo que
no tienes mala intención, pero, ¡es muy desconsiderado, mucho! y
Marie sollozó y luchaba por poder respirar y llamó a Mammy para
que le abriera la ventana, le acercara la botella de alcanfor, le baña-
ra las sienes y le soltara los corchetes. Y, durante la confusión ge-
neral que se creó, la señorita Ophelia se escapó a su habitación.
Se dio cuenta enseguida de que no serviría de nada decir más,
porque Marie tenía una capacidad inagotable para los ataques de
histeria; y, a partir de este momento, cada vez que se aludiera a los
deseos de su marido respecto de los criados, sería oportuno que
padeciera uno. Por lo tanto, la señorita Ophelia hizo lo mejor que
aún podía hacer por Tom: escribir una carta en su nombre a la se-
ñora Shelby, contándole sus problemas y urgiéndole a mandar una
solución.
Al día siguiente, Tom y Adolph y media docena más de los cria-
dos fueron llevados a un almacén de esclavos en espera de que el
tratante tuviera un número suficiente para organizar una subasta.
CAPÍTULO XXX
EL ALMACÉN DE ESCLAVOS
¡Un almacén de esclavos! Quizás algunos de mis lectores evo-
quen una visión espantosa de un lugar así. Imaginan un cuchitril
hediondo y oscuro, algún horrible Tártaro
informis, ingens, cui lu-
men adeptum
. Pero no, mi inocente amigo; en estos días, los hom-
bres han aprendido el arte de pecar con pericia y elegancia, con tal
de no escandalizar los ojos y los sentidos de la sociedad respetable.
Las reses humanas tienen un buen lugar en el mercado; por lo tan-
to, son bien alimentadas, lavadas, atendidas y cuidadas para que
puedan llegar boyantes, fuertes y relucientes a la venta. Un alma-
cén de esclavos de Nueva Orleáns es una casa que, por fuera, se
parece a cualquier otra, bien esmerada, donde todos los días se
pueden ver, en una especie de cobertizo a lo largo de una de las pa-
redes, hileras de hombres y mujeres, que están allí como muestra
del género que se vende en el interior.
Entonces te llamarán cortésmente para que te acerques y los ex-
amines, y encontrarás una gran cantidad de maridos, mujeres, her-
manos, hermanas, padres, madres e hijos pequeños, que se han de
«vender por separado o en lotes, según las necesidades del com-
prador»; y el alma inmortal, comprada con sangre y angustia por el
Hijo de Dios en una ocasión en la que tembló la tierra, se partieron
las rocas y se abrieron las sepulturas puede ser vendida, arrendada,
hipotecada, trocada por víveres o tejidos, según las exigencias del
mercado o el capricho del comprador.
Habían pasado un día o dos desde la conversación entre Marie y
la señorita Ophelia cuando Tom, Adolph y una media docena de
los criados de la finca de los St. Clare fueron entregados bajo los
amantes cuidados del señor Skeggs, encargado de un almacén en la
calle..., en espera de la subasta al día siguiente.
Tom llevaba consigo un baúl bastante grande de ropa, como la
mayoría de ellos. Fueron acomodados para pasar la noche en una
habitación alargada, donde otros muchos hombres de todas las
edades, tamaños y colores estaban reunidos y de donde procedían
carcajadas y sonidos de despreocupada diversión.
––¡Ajá, eso es, seguid así, muchachos! ––dijo el señor Skeggs, el
encargado––. ¡Mi gente está siempre tan alegre! ¡Vaya, Sambo! ––
dijo animoso a un fornido negro que realizaba las bromas y vulga-
res payasadas que ocasionaban las risotadas que Tom había oído.
Como se puede imaginar, Tom no estaba de humor para unirse a
las diversiones; por lo tanto, colocando su baúl lo más apartado po-
sible del ruidoso grupo, se sentó encima y apoyó la cara contra la
pared.
Los mercaderes de artículos humanos hacen esfuerzos es-
crupulosos y sistemáticos por fomentar ruidosa hilaridad entre
ellos como medio de ahogar la reflexión y hacerles insensibles a su
condición. El principal objetivo de las enseñanzas impartidas al
negro desde que lo venden en el mercado del norte hasta que llega
al sur es hacerle insensible, irreflexivo y brutal. El tratante de es-
clavos recoge su cuadrilla en Virginia o Kentucky y la conduce a
algún lugar conveniente y sano, a menudo un aguadero, para su
engorde. Aquí se les alimenta bien todos los días, y, como algunos
tienen tendencia a penar, suele haber alguien tocando siempre el
violín y se les obliga a bailar; y el que se niegue a estar alegre, cu-
yos recuerdos de su esposa o hijos u hogar son demasiado fuertes
para que esté alegre, se le señala como insociable y peligroso y se
le somete a todos los sufrimientos que la inquina de un hombre to-
talmente irresponsable y endurecido es capaz de infligir. El vigor,
la viveza y una apariencia alegre, especialmente delante de terce-
ros, les son impuestos constantemente, tanto por la esperanza de
conseguir un buen amo como por el miedo de lo que puede suce-
derles a manos del tratante si no son vendidos.
––¿Qué hace ese negro allí? ––preguntó Sambo, acercándose a
Tom después de que el señor Skeggs hubo salido de la habitación.
Sambo era muy negro y muy grande, vivaz, parlanchín y siempre
gastando bromas y haciendo muecas.
––¿Qué haces aquí? ––preguntó Sambo, acercándose y dándole
codazos jocosos en un costado––. Meditando, ¿eh?
––Me van a vender en la subasta mañana ––dijo Tom con voz
queda.
––¿Vender en la subasta? ¡Ja, ja, muchachos! ¿No es divertido?
¡Ojalá me fueran a subastar a mí, yo les haría reír, ya lo. creo! Pe-
ro, dime, ¿todo este lote se venderá mañana? ––preguntó Sambo,
tomándose la libertad de apoyar la mano en el hombro de Adolph.
––¡Déjame solo, por favor! ––dijo Adolph con furia, irguiéndose
con gran repugnancia.
––¡Caramba, chicos! Este es uno de esos negros blancos, de color
crema, ya sabéis, ¡y perfumado! ––dijo, olfateando alrededor de
Adolph––. ¡Ay, Señor, serviría para una tienda de tabaco: podrían
utilizarlo para perfumar el rapé! ¡Señor, él solo mantendría a flote
la tienda, ya lo creo!
––Oye, déjame ya, ¿quieres? ––dijo Adolph, muy airado.
––¡Ay, Señor, pero qué sensibles somos los negros blancos! ¡Mi-
radnos! ––y Sambo hizo una imitación burlona de los modales de
Adolph––. ¿Habéis visto qué aires? Supongo que hemos estado
con una buena familia.
––Sí ––dijo Adolph––; yo tenía un amo que hubiera podido com-
praros a todos sin pensárselo.
––¡Señor, Señor, daos cuenta ––dijo Sambo–– de lo finos que
somos!
––Pertenecía a la familia St. Clare ––dijo Adolph con orgullo.
––¡Vaya, vaya! Han tenido suerte de librarse de ti. Supongo que
te van a vender junto a un lote de teteras agrietadas y cosas por el
estilo ––dijo Sambo, con una sonrisa provocativa.
Adolph, enfurecido por esta burla, se lanzó apasionadamente co-
ntra su adversario, jurando y golpeándole por todas partes. Los
demás se reían y gritaban y el alboroto atrajo al encargado hasta la
puerta.
––¿Qué ocurre, muchachos? ¡Orden, orden! ––dijo, entrando y
blandiendo un gran látigo.
Todos salieron despedidos en diferentes direcciones, menos Sam-
bo, que, contando con sus privilegios a los ojos del encargado co-
mo bromista oficial, se mantuvo en su lugar, esquivando las em-
bestidas del amo con una sonrisa humorística.
––¡Caramba, amo, no somos nosotros... nosotros somos de fiar...
son estos recién llegados; son muy molestos... se meten con noso-
tros todo el tiempo!
Al oírlo, el encargado se volvió hacia Tom y Adolph y, sin inda-
gar más, les asestó unas patadas y manotadas y, ordenándoles que
fueran todos unos buenos chicos y se durmieran, salió de la habita-
ción.
Mientras tenía lugar esta escena en el dormitorio de los hombres,
puede que el lector tenga curiosidad por asomarse al dormitorio de
las mujeres. Puede ver, tendidas en varias posturas en el suelo, in-
numerables figuras de todos los colores y tamaños, desde el ébano
más puro hasta el blanco, y de todas las edades, desde la infancia
hasta la vejez, durmiendo todas. Aquí hay una niña guapa y lista,
de diez años, cuya madre fue vendida ayer y que, cuando no la mi-
raba nadie, ha llorado hasta quedarse dormida esta noche. Ahí, una
vieja negra ajada, cuyos delgados brazos y callosos dedos atesti-
guan el duro trabajo, que espera a que la vendan mañana, como un
artículo de desecho, por lo que quieran dar por ella; y alrededor de
ellas yacen unas cuarenta o cincuenta más, con las cabezas envuel-
tas en mantas o prendas de vestir. Pero en un rincón, sentadas apar-
tadas de las demás, hay dos hembras con una apariencia más inte-
resante de lo común. Una de éstas es una mulata respetablemente
vestida de entre cuarenta y cincuenta años, con ojos dulces y una
fisonomía refinada y agradable. Lleva un turbante alto en la cabe-
za, hecho de un alegre pañuelo rojo de madrás de primera calidad y
un vestido bien ajustado, hecho de un buen tejido, lo que muestra
que la han cuidado con esmero. A su lado y acurrucada junto a
ella, hay una muchacha de quince años: su hija. Es cuarterona, co-
mo puede deducirse de su tez más clara, aunque el parecido con su
madre es bien patente. Tiene los mismos ojos oscuros y dulces, con
pestañas más largas, y su cabello rizado es de un castaño rojizo.
También va vestida con gran esmero y sus manos blancas y delica-
das delatan poco conocimiento de los trabajos manuales. Estas dos
van a ser vendidas mañana, en el mismo lote que los criados de la
hacienda de los St. Clare; y el caballero al que pertenecen, a quien
hay que remitir el dinero de su venta, es un miembro de la iglesia
cristiana de Nueva York, que recibirá el dinero y seguirá yendo a
celebrar la misa del Señor de él y de ellas sin pensárselo dos veces.
Estas dos, a quienes llamaremos Susan y Emmeline, habían sido
las doncellas personales de una dama amable y pía de Nueva Or-
leáns, que les había educado e instruido esmerada y virtuosamente.
Les habían enseñado a leer y a escribir, les habían instruido dili-
gentemente en las verdades de la religión y habían vivido tan feli-
ces como les es posible a personas de su condición. Pero el hijo
único de su protectora administraba sus bienes; los descuidos y el
despilfarro le habían hecho endeudar mucho y finalmente quebrar.
Uno de los acreedores más importantes era la respetable empresa
B. & Co., de Nueva York. B. & Co. escribieron a su abogado de
Nueva Orleáns, que embargó los bienes (estos dos artículos y una
cuadrilla de braceros eran la parte más valiosa de ellos), y escribió
a Nueva York para informarles. El Hermano B., que, como hemos
dicho, era un hombre cristiano y residente de un estado libre, se
sintió algo inquieto por el tema. No le gustaba comerciar con es-
clavos y las almas de las personas, claro que no; pero, por otra par-
te, había treinta mil dólares en juego, y eso era demasiado dinero
para perderlo por un escrúpulo; así que, después de mucho meditar
y pedir consejo a los que sabía que le dirían lo que quería oír, el
Hermano B. escribió a su abogado dando instrucciones de que li-
quidara el negocio de la forma que le pareciera más adecuada y le
enviase el producto.
Al día siguiente de la llegada de la carta a Nueva Orleáns, incau-
taron a Susan y Emmelme y las enviaron al depósito en espera de
la subasta general a la mañana siguiente; y mientras las ilumina
débilmente la luz de la luna a través de la rejilla de la ventana, po-
demos escuchar su conversación. Lloran las dos, pero cada una lo
hace con el menor ruido posible para evitar que su compañera la
oiga.
––Madre, descansa la cabeza en mi regazo a ver si puedes dormir
un poco ––dijo la muchacha, haciendo un esfuerzo por parecer
tranquila.
––No tengo ánimos para dormir, Em, ¡puede ser nuestra última
noche juntas!
––¡Ay, madre, no digas eso! Quizás nos vendan juntas, ¿quién
sabe?
––Si se tratara de otras personas, me imagino que me lo creería
también, Em ––dijo la mujer––; pero tengo tanto miedo de perderte
que no veo nada más que los peligros.
––Pero, madre, el hombre dijo que éramos fáciles de vender las
dos, y que pagarían bien por nosotras.
Susan recordaba el aspecto y las palabras del hombre. Con unas
nauseas mortales, recordaba cómo había mirado las manos de
Emmeline y cómo había sopesado su cabello rizado y la había cali-
ficado como un artículo de primera. Susan había sido educada en la
fe cristiana e instruida para leer la Biblia a diario, y tenía el mismo
horror ante la idea de que vendieran a su hija para llevar una vida
vergonzosa como cualquier otra madre cristiana; pero no tenía es-
peranzas; no tenía protección.
––Madre, creo que nos irá estupendamente si tú puedes encontrar
un puesto como cocinera y yo como doncella o costurera con algu-
na familia. Seguro que sí. Pongámonos tan alegres y vivaces como
podamos, y digámosles todo lo que sabemos hacer y a lo mejor te-
nemos suerte ––dijo Emmeline.
––Quiero que te recojas el cabello mañana ––dijo Susan.
––¿Para qué, madre? No tengo ni la mitad de buen aspecto así.
––Bien, pero te venderán mejor.
––No veo por qué ––dijo la muchacha.
––Sería más fácil que te comprase una familia respetable si te
viera sencilla y decente, como si no quisieras parecer guapa. Co-
nozco su forma de pensar mejor que tú ––dijo Susan. ––Entonces
lo haré, madre.
––Y Emmeline, si no volviéramos a vernos más después de ma-
ñana, si a mí me venden en una plantación y a ti en otro lugar dife-
rente, siempre acuérdate de cómo nos han educado y todo lo que te
ha dicho el ama; llévate tu Biblia y tu libro de himnos; y si tú eres
fiel al Señor, Él será bueno contigo.
Así habla la pobre mujer, muy desalentada; porque sabe que ma-
ñana cualquier hombre, por rastrero y brutal que sea, por impío y
cruel, si tiene el dinero para pagarla, podrá ser el dueño de su hija
en cuerpo y alma; y entonces, ¿cómo la muchacha va a ser fiel a
Dios? Piensa en todo esto mientras estrecha a su hija entre sus bra-
zos y quisiera que no fuera guapa y atractiva. Casi le parece un
agravio recordar con qué castidad y pureza, muy por encima de lo
habitual, la han educado. Pero no tiene más recurso que rezar; y
muchas plegarias similares han salido de esas aseadas, limpias y
ordenadas cárceles de esclavos, plegarias que Dios no ha olvidado,
como se sabrá en un día venidero; porque está escrito: «El que es-
candalizare a uno de estos pequeños, más le valiera que le colgasen
del cuello una piedra de molino y le hundieran en el fondo del
mar».
Los suaves rayos de luna se asomaban fijamente, señalando las
figuras dormidas con los barrotes de la rejilla de la ventana. La
madre y la hija cantan juntas una endecha bárbara y melancólica,
tan frecuente entre los esclavos como un canto fúnebre:
Oh, ¿dónde está María llorona?
Oh, ¿dónde está María llorona?
Ha llegado a la tierra prometida.
Está muerta y en el Cielo;
está muerta y en el Cielo;
ha llegado a la tierra prometida..
Estas palabras, cantadas con voces de una extraña dulzura melan-
cólica, con una melodía que parecía un suspiro de desesperación
terrenal tras perder la esperanza divina, flotaron a través de las os-
curas celdas de la prisión con una cadencia patética, estrofa tras
estrofa:
Oh, ¿dónde están Pauly Silas?
Oh, ¿dónde están Pauly Silas?
Se han ido a la tierra prometida.
Están muertos y en el Cielo;
están muertos y en el Cielo,
se han ido a las tierra prometida.
¡Seguid cantando, pobrecitas! La noche es corta y mañana seréis
separadas para siempre.
Pero ya es de día y todos están despiertos; y el buen señor Skeggs
está afanoso y alegre, pues hay muchos artículos que preparar para
la subasta. Atienden rápidamente a su aseo y les instan a que pon-
gan su mejor cara y se espabilen; y todos se colocan en círculo pa-
ra una última inspección antes de que los conduzcan a la Lonja.
El señor Skeggs, con su sombrero de paja y su cigarro en la boca,
camina entre su mercancía dando el toque final.
––¿Esto qué es? ––pregunta, delante de Susan y Emmeline––.
¿Dónde están tus rizos, muchacha?
La muchacha miró tímidamente a su madre, que contestó con la
discreta habilidad típica de su clase:
––Yo le dije anoche que se recogiera el pelo todo liso y aseado y
no lo tuviera todo revuelto y rizado; parece más respetable de esta
manera.
––¡Maldición! ––dijo el hombre, volviéndose autoritario hacia la
muchacha ––¡vete ahora mismo y enseña tus rizos de nuevo! ––
añadió, chasqueando una caña que tenía en la mano––. ¡Y vuelve
enseguida!
––Ve tú a ayudarla––añadió a la madre––. ¡Esos rizos pueden su-
poner cien dólares más en la venta!
Bajo una magnífica cúpula, se encontraban hombres de todas las
naciones, paseándose de un lado a otro sobre el pavimento de
mármol. Alrededor de toda la zona circular había pequeñas tribu-
nas o púlpitos para que las utilizaran los asistentes y subastadores.
Dos de estas tribunas estaban ocupadas ahora mismo por unos bri-
llantes y hábiles caballeros que animaban con entusiasmo, en una
mezcla de inglés y francés, las pujas de los expertos en sus diferen-
tes mercancías. Una tercera, en el otro lado y aún sin ocupar, esta-
ba rodeada de un grupo que esperaba que llegara el momento de
iniciar la venta. Y aquí podemos reconocer a los criados de los St.
Clare: Tom, Adolph y otros; allí también están Susan y Emmeline,
esperando su turno con caras ansiosas y desanimadas. Varios es-
pectadores, con o sin intención de comprar, examinan y comentan
sus diferentes cualidades y sus rostros con la misma libertad con
que los jinetes comentan los méritos de un caballo.
––Hola, Alf, ¿qué te trae por aquí? ––preguntó un joven petime-
tre, dándole golpecitos en el hombro a otro joven bien vestido, que
examinaba a Adolph a través de un monóculo.
––Bien, buscaba un camarero personal y me enteré de que vendí-
an el lote de St. Clare: pensé echar un vistazo a éstos...
––¡A buena hora iba yo a comprar alguno de los de St. Clare!
¡Son todos unos negros mimados, muy descarados! ––dijo el otro.
––Eso no tiene importancia ––dijo el primero––. Si yo los com-
pro, no tardaré en bajarles los humos. Pronto verán que se las tie-
nen que ver con un amo muy diferente a Monsieur St. Clare. Creo
que compraré éste. Me gusta su aspecto.
––Ya verás cuánto te cuesta mantenerlo. ¡Es terriblemente mani-
rroto!
––Ya verá el señorito que conmigo no podrá ser tan manirroto.
¡Espera que lo mande unas cuantas veces a la casa de castigo para
que lo pongan en su lugar! ¡Ya verás si lo hago entrar en razón!
¡Oh, yo lo reformaré, cueste lo que cueste, ya lo verás! ¡Lo voy a
comprar, estoy decidido!
Tom había estado examinando con añoranza la multitud de caras
que lo rodeaba por si veía una que le gustaría fuera de su amo. Y si
tú te ves alguna vez en la necesidad de elegir entre doscientos
hombres a uno que fuera a ser tu amo y señor absoluto, quizás te
dieras cuenta, tal como se daba cuenta Tom, de los pocos que hay a
los que no te incomodaría pertenecer en cuerpo y alma. Tom veía
gran cantidad de hombres: grandes, fornidos y hoscos; pequeños,
vivaces y secos; altos, flacos y curtidos; y cada variedad de hom-
bres gordezuelos y corrientes, que recogen a sus semejantes como
se recogen astillas, para echarlas al fuego o guardarlas en un cesto
con la misma despreocupación, según conviniera; pero no vio a
ningún St. Clare.
Un poco antes de que empezara la subasta, un hombre bajo, an-
cho y musculoso, vestido con una camisa a cuadros abierta sobre el
pecho y pantalones muy gastados y sucios, se abrió paso a codazos
a través de la multitud como una persona que va a iniciar activa-
mente alguna gestión; y, acercándose al grupo, comenzó a exami-
nar sistemáticamente a sus miembros. Desde el momento en que
Tom lo vio aproximarse, sintió un rechazo inmediato y nauseabun-
do, que aumentó al acercarse más. Era evidente que, aunque bajo,
tenía una fuerza de gigante. Hay que reconocer que carecían total-
mente de atractivo su cabeza redonda como una bala, sus ojos
grandes y grisáceos con sus cejas hirsutas de color arena y su cabe-
llo crespo, tieso y quemado por el sol; su boca grande y ordinaria
estaba inflada con tabaco y de vez en cuando escupía el jugo con
gran energía y una fuerza explosiva; sus manos eran enormes, ve-
lludas, curtidas por el sol, pecosas, muy sucias y rematadas con
unas uñas largas en una condición lamentable. Este hombre se pu-
so a hacer un examen muy libre y personal de todo el lote. Agarró
a Tom de la mandíbula y le abrió a la fuerza la boca para inspec-
cionarle los dientes; le hizo arremangarse para mirarle los múscu-
los; le hizo darse la vuelta, saltar y botar para ver su agilidad.
––¿Dónde te han criado a ti? ––fue la pregunta escueta que aña-
dió a estas indagaciones.
––En Kentucky, amo ––dijo Tom, mirando alrededor como en
busca de salvación.
––¿Qué has hecho?
––Cuidar de la granja del amo ––dijo Tom.
––¡Bonita historia! ––dijo el otro bruscamente al seguir adelante.
Se detuvo un momento delante de Adolph; después, lanzando un
escupitajo de jugo de tabaco sobre sus relucientes botas, siguió su
camino con una tosecilla despectiva. Se paró nuevamente ante Su-
san y Emmeline. Alargó la sucia y pesada mano y acercó la mu-
chacha a él: la pasó por su cuello y su busto, palpó sus brazos,
examinó sus dientes y después la empujó contra su madre, cuyo
semblante paciente revelaba todo lo que sufría con cada movimien-
to del repugnante forastero.
La muchacha se asustó y se echó a llorar.
––¡Cállate, descarada! ––dijo el vendedor––; nada de lloriqueos,
que va a empezar la subasta––. Y cuando llegó el momento, la su-
basta empezó.
Adolph fue vendido a buen precio al joven caballero que antes
había dicho que pensaba comprarlo y los otros criados del lote de
los St. Clare fueron vendidos a diferentes compradores.
––Ahora te toca a ti, muchacho, ¿me oyes? ––dijo el subastador a
Tom.
Tom se subió a la plataforma y echó unas cuantas miradas alre-
dedor; todo parecía mezclarse en un alboroto confuso e indistinto:
el parloteo del vendedor gritando sus precios en francés e inglés, el
griterío de las pujas en francés y en inglés; y un momento después,
el baquetazo final del mazo y el timbre claro de la última sílaba de
la palabra dólares, cuando anunció el subastador su precio, y Tom
ya estaba vendido. ¡Tenía amo!
Lo empujaron de la tarima; el hombre bajo con cabeza de bala lo
agarró rudamente del hombro y lo impelió hacia un lado, diciendo
con voz áspera:
––¡Quédate ahí, tú!
Apenas Tom se daba cuenta de nada; aún seguían las pujas, gritos
y vocerío, primero en francés, después en inglés. Otra vez el golpe
del mazo: ¡han vendido a Susan! Baja de la tarima, se detiene, mira
atrás con tristeza... su hija alarga la mano hacia ella. Mira angus-
tiada el rostro del hombre que la ha comprado, un hombre respeta-
ble de mediana edad, con una expresión benévola.
––¡Ay, amo, por favor compre a mi hija!
––Ya me gustaría, pero me temo que no puedo permitírmelo ––
dijo el caballero, que miraba, con un interés dolorido, mientras la
muchacha se subió a la tarima y miró a su alrededor con ojos asus-
tados y tímidos.
La sangre se agolpa en las mejillas de su rostro exangüe, sus ojos
muestran un fuego febril, y su madre se lamenta al ver que está
más hermosa que jamás la haya visto antes. El subastador ve su
ventaja y se extiende en su descripción en una mezcla de francés e
inglés; las pujas se suceden rápidamente.
––Haré todo lo que pueda ––dijo el caballero de aspecto benévo-
lo, acercándose y uniéndose a las pujas. En unos minutos, han pa-
sado del límite de sus posibilidades. Se queda callado; el subasta-
dor se entusiasma, pero poco a poco se paran las pujas. El resulta-
do está entre un ciudadano mayor y aristocrático y nuestro conoci-
do de la cabeza de bala. El ciudadano aguanta unas vueltas más,
para tantear despectivamente a su rival; pero la cabeza de bala le
saca ventaja, tanto en terquedad como en fondos ocultos, y el duelo
dura sólo un momento; cae el mazo... ¡tiene a la muchacha, cuerpo
y alma, a no ser que Dios la ampare!
Su amo es el señor Legree, que posee una plantación de algodón
en el río Rojo. La empujan al mismo lote donde se encuentra Tom
y dos hombres más y se marcha llorando.
El caballero benévolo lo siente; pero, ¡ocurre todos los días!
Siempre
se ve llorar a las chicas y a sus madres en estas subastas;
no hay remedio; y se aleja con su compra en otra dirección.
Dos días más tarde, el abogado de la firma cristiana B. & Co., de
Nueva York, les envía su dinero. En el dorso del documento que
han conseguido de esta forma, que escriban las palabras del gran
Tesorero al que tendrán que rendir cuentas en el futuro:
Cuando ––
como vengador de sangre –– se acuerde de ellos, no se olvida de
los clamores de los oprimidos.
CAPÍTULO XXXI
LA TRAVESÍA
Muy limpio eres tú de ojos para mirar
el mal, ver la opresión no puedes.
¿Por qué ves a los traidores y callas
cuando el impío traga al que es más
justo que él?
Habaduc 1, 13
En la parte inferior de un barco pequeño y humilde que navegaba
por el río Rojo estaba sentado Tom con cadenas en las muñecas,
cadenas en los tobillos y un peso mayor que el de las cadenas en el
corazón. Se habían desvanecido todas las cosas en su cielo: luna y
estrellas; todo había pasado por su lado, tal como pasaban ahora
los árboles y la orilla, para no volver más. Su hogar en Kentucky,
con su esposa y sus hijos y sus amos indulgentes; su hogar con los
St. Clare, con todos sus refinamientos y esplendores; la cabeza do-
rada de Eva, con sus ojos de santa; St. Clare, orgulloso, alegre,
guapo, aparentemente despreocupado y siempre bondadoso; las
horas de asueto y de complaciente ocio. ¡Todo se ha ido! Y, ¿q
queda en su lugar?
Una de las cargas más amargas de la suerte del esclavo es que el
negro, sensible y moldeable, después de adquirir los gustos y sen-
timientos característicos del ambiente de una familia refinada, no
tiene ninguna garantía de que no vaya a pasar a ser propiedad del
hombre más soez y brutal, de la misma manera en que una silla o
una mesa, que una vez adornó un espléndido salón, va a caer fi-
nalmente, rota y maltrecha, a alguna inmunda taberna o a algún vil
antro de vulgar libertinaje. La gran diferencia es que la silla y la
mesa no tienen sentimientos y el hombre sí; porque ni siquiera un
estatuto legal que dicta que puede ser «tomado, considerado y de-
cretado por ley como bien mueble» es capaz de borrar su alma con
su propio mundo particular de recuerdos, esperanzas, amores, mie-
dos y aspiraciones.
El señor Simon Legree, el amo de Tom, había comprado esclavos
en diferentes lugares de Nueva Orleáns hasta un total de ocho, y
los había conducido, esposados y de dos en dos, al barco de vapor
Pirate, que se hallaba atracado en el malecón, preparado para subir
el río Rojo.
Una vez los hubo embarcado satisfactoriamente y con el barco ya
en camino, se aproximó, con el aire de eficiencia que le era habi-
tual, a pasarles revista. Deteniéndose delante de Tom, que iba ves-
tido para la subasta con su mejor traje de velarte, con una camisa
bien almidonada y botas relucientes, le habló de la siguiente mane-
ra:
––Ponte de pie.
Tom se puso de pie.
––¡Quítate ese corbatín!
Y mientras Tom empezó a hacerlo, impedido por sus grilletes, le
ayudó, arrancándolo con rudeza de su cuello y metiéndoselo en el
bolsillo.
Después Legree se volvió hacia el baúl de Tom, que acababa de
registrar, y sacando unos pantalones viejos y una chaqueta gastada
que Tom solía ponerse para trabajar en los establos, quitó las espo-
sas de las manos de Tom y, señalando un hueco entre las cajas, le
dijo:
––Métete ahí y ponte esto.
Tom obedeció y volvió después de unos momentos.
––¡Quítate las botas! ––dijo el señor Legree.
Así lo hizo Tom.
––Toma ––dijo aquél, lanzándole un par de los zapatos recios y
bastos que solían llevar los esclavos––, ponte éstos. En su apresu-
rado cambio de ropa, Tom no había olvidado transferir de bolsillo
su querida Biblia. Hizo bien porque, tras volver a colocarle los gri-
lletes a Tom, el señor Legree se puso a investigar deliberadamente
el contenido de sus bolsillos. Sacó un pañuelo de seda y lo guardó
en su propio bolsillo. Examinó varias chucherías, que Tom guar-
daba sobre todo porque le habían hecho gracia a Eva y, con un
gruñido de desprecio, las tiró al río por encima del hombro.
Levantó y escudriñó el himnario metodista de Tom, que éste
había olvidado con las prisas.
––¡Bah, beato, desde luego! Así que, como –te-llames, perteneces
a la iglesia, ¿eh?
––Sí, amo ––dijo Tom con firmeza.
––Pues no tardaré en quitarte esas ideas. No toleraré a ningún ne-
gro gritón, rezador o cantarín en mi casa, ¡acuérdate! Así que ten
cuidado ––dijo con un golpe del pie y una mirada feroz dirigida a
Tom con sus ojos grises––. ¡Yo soy tu iglesia ahora! ¿Compren-
des? Tienes que comportarte como yo te diga.
Alguna cosa dentro del hombre negro contestó: !No! y, como si
las recitara una voz invisible oyó las palabras de un pergamino
profético que a menudo le leyera Eva: «¡No temas! porque yo te he
redimido. Te he llamado por el nombre. ¡Eres Mío!»
Pero Simon Legree no oyó ninguna voz. Él nunca oirá esa voz.
Simplemente miró un instante con ira el rostro abatido de Tom y se
alejó. Se llevó el baúl de Tom, que contenía un vestuario muy
aseado y abundante, al castillo de proa, donde lo rodearon ensegui-
da varios braceros del barco. Entre muchas risas a costa de los ne-
gros que pretendían ser caballeros, vendió los artículos a uno y
otro, y finalmente subastó el baúl vacío. Era una buena broma,
pensaron todos, especialmente ver cómo miraba Tom sus cosas al
ir de un lado a otro; y después, la subasta del baúl fue lo más diver-
tido de todo y provocó infinidad de chistes.
Después de este pequeño incidente, Simon se aproximó de nuevo
a su propiedad.
––Ahora, Tom, como ves, te he desembarazado del exceso de
equipaje. Cuida mucho esa ropa, pues tardarás mucho en conseguir
más. Estoy a favor de que los negros seáis cuidadosos; un traje ha
de durar un año en mi plantación.
Después Simon se acercó al lugar donde estaba sentada Emmeli-
ne, encadenada a otra mujer.
––Bien, querida ––dijo, cogiéndole la barbilla––, manténte de
buen humor.
No le pasó desapercibida la mirada involuntaria de horror, espan-
to y aversión que le dedicó la muchacha. Frunció el ceño con fiere-
za.
––¡Nada de jugarretas, muchacha! Tienes que poner buena cara
cuando yo te hablo, ¿te enteras? Y tú, vieja borracha amarillenta ––
dijo, dando un empujón a la mulata con la que Emmeline estaba
encadenada––, ¡no pongas esa cara! ¡Tienes que estar contenta, te
digo!
––Oídme todos ––dijo, retrocediendo un paso o dos––. ¡Mirad-
me... miradme... directamente a la cara... ahora! ––dijo golpeando
con el pie en el suelo en cada pausa.
Todos los ojos se dirigieron, como fascinados, a los furiosos ojos
gris verdosos de Simon.
––Ahora ––dijo, cerrando su enorme puño pesado hasta hacerlo
parecer el martillo de un herrero––, ¿veis este puño? ¡Pruébalo! ––
dijo, haciéndolo caer sobre la mano de Tom––. ¡Mirad estos hue-
sos! Bien, pues sabed que este puño se ha puesto así de duro derri-
bando a negros. Hasta ahora no he conocido a un negro que no fue-
ra capaz de derribar de un puñetazo ––dijo, bajando el puño tan
cerca de la cara de Tom que éste parpadeó y se echó atrás––. Yo
no mantengo a ningún maldito supervisor; yo mismo superviso; y
os digo que las cosas se hacen, y bien. Todos tenéis que observar
las reglas, os lo advierto; rápidos y directos... en cuanto yo abra la
boca. Así estaréis a bien conmigo. No me vais a encontrar ningún
punto débil. Así que andad con ojo, ¡porque no tengo piedad!
Las mujeres contuvieron el aliento involuntariamente y toda la
cuadrilla se quedó con caras abatidas y tristes. Mientras tanto, Si-
mon se dio la vuelta y se marchó al bar del barco a tomar una copa.
––Así empiezo yo con mis negros ––dijo a un hombre con aspec-
to de caballero que había estado cerca de él durante su discurso.
––¡De veras? ––dijo el forastero, mirándolo con la curiosidad de
un naturalista que estudia algún espécimen fuera de lo común.
––Ya lo creo. ¡No soy un caballero plantador con los dedos inma-
culados, para que me ablande y me tome el pelo algún maldito ca-
pataz! ¡Toque usted mis nudillos y mire mi puño! Ya le digo, se-
ñor, que la carne de mi puño se ha puesto como una piedra de tanto
ejercicio con los negros, ¡tóquelo!
El forastero puso sus dedos sobre la herramienta en cuestión y di-
jo simplemente:
––Es bastante duro; y supongo ––añadió–– que el ejercicio le ha
endurecido el corazón de igual manera.
––Pues, podría decirse que sí ––dijo Simon con una sentida car-
cajada––. Creo que soy tan poco blando como cualquiera. ¡Le digo
que no hay quien me ablande a mí! Los negros nunca me ablandan,
ni alborotando ni dándome jabón, y ésa es la verdad.
Tiene usted un buen lote ahí.
––Es verdad ––dijo Simon––. Ese Tom, me han dicho que es algo
fuera de lo común. He pagado un precio un poco alto por él, con la
idea de utilizarlo como conductor y administrador; en cuanto le
haga olvidar las nociones que le han enseñado tratándolo como no
se debe tratar a los negros, estará perfecto. Me han engañado en el
caso de la mujer amarillenta. Creo que está enferma, pero le sacaré
todo lo que vale; puede durar un año o dos. No estoy a favor de
guardar a los negros. Usarlos y comprar más, ése es mi método; da
menos dolores de cabeza y estoy seguro de que sale más barato a la
larga ––y Simon bebió un sorbo de su copa.
––¿Y cuánto suelen durar? ––preguntó el forastero.
––Pues no lo sé; depende de su constitución. Los tipos fuertes du-
ran seis o siete años; los débiles se desgastan en dos o tres. Cuando
empecé, solía tomarme bastantes molestias preocupándome por
ellos e intentando hacerles durar, llamando al médico cuando en-
fermaban y dándoles ropa y mantas, y cosas así, para mantenerlos
cómodos y bien. Pero, Señor, no servía para nada; perdía dinero
con ellos y me daban mucho trabajo. Ahora, ¿sabe usted?, los utili-
zo de un tirón, enfermos o sanos. Cuando se muere un negro, com-
pro otro; sale más barato y fácil, en todos los sentidos.
El forastero se alejó y fue a sentarse junto a un caballero que
había escuchado la conversación con desasosiego contenido.
––No debe usted considerar a ese tipo como típico de los planta-
dores del sur ––dijo.
––Espero que no ––dijo el caballero joven enfáticamente.
––¡Es un tipo vil, rastrero y brutal! ––dijo el otro.
––Y sin embargo, sus leyes le permiten tener a todos los seres
humanos que quiera sometidos a su voluntad absoluta, sin una
sombra de protección siquiera; y, por rastrero que sea, usted no
puede decir que no haya muchos iguales.
––Bien ––dijo el otro––, también hay muchos hombres humanita-
rios y considerados entre los plantadores.
––De acuerdo ––dijo el joven––, pero, en mi opinión, ustedes los
humanitarios y considerados son los responsables de toda la bruta-
lidad y ultrajes que infligen estos desgraciados; porque, si no fuera
por su aprobación e influencia, el sistema entero no se mantendría
en pie ni una hora. Si no hubiera otros plantadores que del tipo de
aquél ––dijo, señalando con el dedo a Legree, que estaba con la
espalda vuelta hacia ellos––, se hundiría todo el asunto como una
piedra de molino. Son la respetabilidad y el humanitarismo de us-
tedes lo que permite y protege su brutalidad.
––Desde luego que tiene usted una alta opinión de mi bondad ––
dijo el plantador con una sonrisa––, pero le aconsejo que no hable
usted tan fuerte, ya que hay personas a bordo del barco que pueden
ser bastante menos tolerantes con sus opiniones que yo. Más vale
que se espere hasta que lleguemos a mi plantación y allí nos puede
insultar a todos a sus anchas.
El joven se ruborizó y sonrió, y pronto estuvieron absortos con
una partida de backgammon. Mientras tanto, otra conversación te-
nía lugar en la parte inferior del barco, entre Emmeline y la mujer
mulata con la que estaba atada. Como era natural, intercambiaban
detalles de sus respectivas historias.
––¿A quién pertenecías tú? ––preguntó Emmeline.
––Bien, mi amo era el señor Ellis, que vivía en la calle Levee.
Quizás hayas visto la casa.
––¿Te trataba bien? ––preguntó Emmeline.
––Casi siempre, hasta que cayó enfermo. Lleva más de seis meses
enfermo a rachas, y ha estado muy inquieto. Era como si no quisie-
ra que descansara nadie, día o noche; y se puso tan exigente que
nada lo satisfacía. Era como si se enfadara más con cada día que
pasaba; a mí me tuvo levantada por las noches hasta que no podía
más, y cuando me dormí una noche, ¡Dios mío! me habló de forma
horrible y me dijo que me vendería al peor amo que pudiera encon-
trar; y eso que me había prometido la libertad cuando él muriese.
––Tenías amigos? preguntó Emmeline.
––Sí, mi marido, que es herrero. El amo solía tenerlo arrendado.
Se me llevaron de allí tan deprisa que ni siquiera he tenido tiempo
de verlo; y tengo cuatro hijos. ¡Ay de mí! ––dijo la mujer, cubrien-
do el rostro con las manos.
Es un impulso natural en todos nosotros, cuando oímos una histo-
ria triste, pensar en algo que decir a modo de consuelo. Emmeline
quería decir algo, pero no se le ocurría nada que decir. ¿Qué se po-
día decir? Como de mutuo acuerdo, las dos evitaron, con temor y
espanto, mencionar al hombre repugnante que era su amo ahora.
Es verdad que existe la fe religiosa hasta en la hora más oscura.
La mujer mulata era miembro de la iglesia metodista y tenía un es-
píritu de piedad muy sincero, aunque no muy instruido. A Emme-
line la habían educado con mucha más inteligencia: le habían en-
señado a leer y a escribir y le habían instruido diligentemente en el
conocimiento de la Biblia, a través de los cuidados de un ama fiel y
piadosa; sin embargo, ¿no sería una prueba para el cristiano más
firme encontrarse aparentemente abandonado por Dios y en manos
de una violencia despiadada? ¡Cuánto más debe de sacudir la fe de
los pobres desvalidos de Cristo, con escasos conocimientos y po-
cos años!
El barco siguió adelante, con su cargamento de penas, subiendo
las aguas rojas, turbias y fangosas, a través de los abruptos mean-
dros tortuosos del río Rojo; y los tristes ojos contemplaban cansa-
dos las empinadas orillas de arcilla roja, que se deslizaban siempre
igual. Por fin se detuvo el barco en un pequeño pueblo y Legree
desembarcó con su grupo.
CAPÍTULO XXXII
LUGARES OSCUROS
Los lugares oscuros de la tierra se han
convertido en guaridas de violencia.
Arrastrándose agotados tras un rústico carro sobre un camino más
rústico aún, Tom y sus compañeros seguían su marcha. En el carro
estaba sentado Simon Legree y las dos mujeres, todavía encadena-
das juntas, estaban almacenadas con el equipaje en la parte de
atrás. Todo el grupo se dirigía a la plantación de Legree, que estaba
bastante lejos.
Era una carretera agreste y descuidada que se retorcía primero en-
tre monótonas pinadas, donde silbaba melancólicamente el viento,
y luego entre calzadas de troncos, a través de largas ciénagas con
lúgubres cipreses que se alzaban desde el suelo blando y viscoso y
de los que colgaban largas coronas de musgo fúnebre, mientras se
deslizaba de vez en cuando la forma odiosa de una serpiente de
agua entre los tocones rotos y las ramas destrozadas que yacían
aquí y allá, pudriéndose en el agua.
Este camino le parece bastante desconsolado al forastero que, con
el bolsillo repleto y un caballo bien dotado, lo huella en solitario
para realizar algún recado, pero más triste y melancólico le parece
a un hombre cautivo, a quien cada paso aleja más de todo lo que
puede querer y anhelar un hombre.
Esto es lo que hubiera pensado quien viese la expresión hundida
y desalentada de aquellos rostros oscuros, el cansancio nostálgico y
paciente con el que aquellos tristes ojos se posaban sobre los obje-
tos que iban pasando uno tras otro a lo largo de su aciago viaje.
Simon siguió adelante, sin embargo, con aparente satisfacción,
bebiendo de vez en cuando de un frasco de alcohol que guardaba
en el bolsillo.
––¡Eh, vosotros! ––dijo, girándose y dándose cuenta de un vista-
zo de los rostros desalentados de los que iban detrás––. ¡Cantad
alguna canción, muchachos, vamos!
Los hombres se miraron; se repitió el «Vamos», acompañado de
un chasquido del látigo que tenía el amo en las manos. Tom empe-
zó a cantar un himno metodista.
Jerusalén, mi feliz hogar,
el nombre que adoro.
¿Cuándo acabarán mis penas?
¿Cuándo vendrán tus...
––¡Cállate, negro maldito! ––berreó Legree––. ¿Es que te creías
que quería oír algo de vuestro maldito metodismo? ¡Vamos, cantad
algo vivo y alegre!
Otro de los hombres empezó a cantar una de esas canciones sin
sentido, muy comunes entre los esclavos.
El amo me vio coger un mapache,
¡Arriba, muchachos, arriba!
Rió hasta reventar, ¿veis la luna?
¡Jo, jo, jo, chicos, jo!
Jo, ju, jo, eh, oh!
El cantante parecía inventar la canción a su propio gusto, según
iba cantando, sin esforzarse mucho porque tuviera sentido; y el re-
sto del grupo se unía para cantar el estribillo:
Jo, jo, jo, chicos, jo!
Jo, ju, jo, eh, oh!
Cantaron con gran estrépito y esforzándose mucho para estar ale-
gres; pero ningún lamento desesperado, ninguna plegaria apasio-
nada hubiera podido contener una pena más profunda que las sal-
vajes notas del estribillo. ¡Como si el pobre corazón mudo, bajo
amenaza y encarcelado, se refugiase en el santuario inarticulado de
la música, encontrando en ella un lenguaje con el que susurrar su
plegaria a Dios! Su canción encerraba una plegaria que Simon no
podía escuchar. Él sólo oía a unos muchachos cantando estrepito-
samente, y eso lo satisfizo, pues conseguía «mantenerlos con-
tentos».
––Bien, querida mía ––dijo, volviéndose hacia Emmeline y po-
niendo la mano sobre su hombro––. ¡Casi estamos en casa!
Cuando Legree gritaba y bramaba, Emmeline se aterrorizaba; pe-
ro cuando le ponía la mano encima y le hablaba como en esta oca-
sión, sentía que preferiría que la golpease. La expresión de sus ojos
la llenaba de repugnancia y le ponía los pelos de punta. Involunta-
riamente se acercó más a la mulata como si fuese su madre.
––Nunca has llevado pendientes ––dijo él, cogiendo su pequeña
oreja entre sus rudos dedos.
––No, amo ––dijo Emmeline, temblando y mirando hacia abajo.
––Bien, pues yo te daré un par cuando lleguemos a casa, si te por-
tas bien. No te asustes así; no pienso hacerte trabajar mucho. Te lo
pasarás en grande conmigo, vivirás como una señora... sólo tienes
que portarte bien.
Legree había bebido tanto que le daba por ser muy magnánimo; y
en estos momentos, más o menos, la valla de su plantación se al
ante sus ojos. La hacienda había pertenecido anteriormente a un
caballero rico y de buen gusto, que había puesto mucho cuidado en
la disposición de su propiedad. Al morir insolvente, Legree la
compró a muy buen precio y la utilizaba, como todo lo demás, sólo
como un instrumento para ganar dinero. El lugar tenía esa aparien-
cia ajada y abandonada que siempre produce la evidencia de que
los cuidados del antiguo amo han dado paso a la decadencia total.
Lo que había sido un césped bien cuidado delante de la casa, sal-
picado aquí y allí de arbustos ornamentales, ahora estaba cubierto
de una hierba desaliñada y enmarañada, con postes para atar los
caballos clavados por doquier, rodeados de zonas pisoteadas y sin
hierba, con cubos rotos, mazorcas de maíz y otros desechos espar-
cidos alrededor. En algunos puntos, algún jazmín o madreselva
enmohecido colgaba desordenado de un tiesto ornamental, que
había sido apartado para utilizarlo como poste de caballos. Lo que
antaño había sido un huerto estaba ahora cubierto de malas hierbas,
a través de las cuales asomaba la cabeza, de vez en cuando, alguna
flor exótica. El antiguo invernadero estaba sin cortinas y en los
desvencijados estantes quedaban algunas macetas secas y abando-
nadas con cañas clavadas en ellas, y unas hojas marchitas que ates-
tiguaban que habían sido plantas alguna vez.
El carro subió por un camino de gravilla y maleza, bajo una ave-
nida de nobles árboles del paraíso, cuyas gráciles formas y frondo-
sas hojas parecían ser las únicas cosas que el abandono no podía
arredrar ni alterar, como espíritus nobles, tan profundamente arrai-
gados en la bondad que prosperan y se fortalecen entre el desalien-
to y la decadencia.
La casa había sido grande y hermosa. Estaba construida a la ma-
nera típica del sur, con un ancho porche de dos alturas rodeando
toda la casa, al que daban todas las puertas que comunicaban con
el exterior, soportado en la parte inferior por unos pilares de ladri-
llo.
Pero ahora parecía desolada e incómoda; algunas ventanas esta-
ban tapadas con tablas, otras tenían lunas rotas y contraventanas
que colgaban de una sola bisagra: todo testimoniaba un absoluto
abandono y despreocupación.
Trozos de tabla, paja, viejos barriles y cajas podridas adornaban
el suelo en todas direcciones; y tres o cuatro perros de aspecto fe-
roz, advertidos por el sonido de las ruedas del carro, salieron a la
carrera y sólo con grandes esfuerzos los sirvientes andrajosos que
salieron tras ellos consiguieron que no atacaran a Tom y sus com-
pañeros.
––¿Veis lo que os espera? ––dijo Legree, acariciando a los perros
con torva satisfacción, volviéndose hacia Tom y sus compañeros––
. ¿Veis lo que os espera si intentáis escaparos? Estos perros han
sido entrenados para cazar a los negros, y lo mismo les daría zam-
parse a uno de vosotros que su comida habitual. Así que, a ver si
andáis con cuidado. ¿Qué tal, Sambo? ––dijo a un tipo harapiento,
con un sombrero sin ala, que le prestaba serviles atenciones––.
¿Cómo van las cosas?
––De primera, amo.
––Quimbo ––dijo Legree a otro, que hacía grandes aspavientos
para atraer su atención––, ¿has hecho lo que te dije?
––Ya lo creo que sí.
Estos dos hombres negros eran los braceros más importantes de
la plantación. Legree les había instruido tan sistemáticamente en
barbarie y brutalidad como sus dogos; y tras largo tiempo dedica-
dos a la práctica de la dureza y la crueldad, había conseguido que
sus naturalezas alcanzaran más o menos la misma gama de capaci-
dades que ellos. Se suele considerar, y es un hecho que se utiliza
para vilipendiar el carácter de su raza, que los capataces negros
siempre son más tiránicos y crueles que los blancos. Sólo significa
que la mente de los negros ha sido más degradada que la de los
blancos. No es más cierto de esta raza que de cualquier raza opri-
mida del mundo. El esclavo siempre es un tirano si se le brinda la
ocasión.
Legree, como alguno de los potentados de los que leemos en los
libros de historia, gobernaba su plantación con una especie de divi-
sión de fuerzas. Sambo y Quimbo se odiaban cordialmente el uno
al otro, y todos y cada uno de los braceros de la plantación los
odiaban cordialmente a ambos, por lo que, jugando a enfrentar a
estas fuerzas entre sí, era casi seguro que una de las tres le infor-
maría de todo lo que ocurría en el lugar.
Nadie puede vivir sin ninguna relación humana, por lo que Le-
gree animaba a sus dos satélites negros a que lo trataran con una
especie de vulgar campechanería, la cual, sin embargo, podía cau-
sarle problemas a alguno de ellos en cualquier momento, ya que
cada uno estaba siempre dispuesto, a la mínima provocación y a la
más leve señal del amo, a vengarse de su rival.
Al verlos ahí de pie junto a Legree, parecían una buena ilustra-
ción del hecho de que los hombres brutales son incluso más rastre-
ros que los animales. Sus burdas y pesadas facciones oscuras, sus
grandes ojos mirándose el uno al otro con envidia, su entonación
bárbara, gutural y medio salvaje, sus prendas harapientas ondulan-
do al viento: todo estaba en perfecta armonía con la naturaleza
malsana y vil de todo lo que había en aquel lugar.
––¡Eh, tú, Sambo! ––dijo Legree––. Lleva a estos muchachos a
los barracones; y aquí tienes a una muchacha que te he traído a ti –
–dijo, separando la mulata de Emmeline y empujándola hacia él––.
Ya sabes que prometí traerte a una.
La mujer se sobresaltó y, retrocediendo, dijo de pronto:
––¡Ay, amo, he dejado a mi viejo en Nueva Orleans!
––¿Y qué? ¿No te hará falta otro aquí? ¡No me contestes ahora,
vete! ––dijo Legree alzando el látigo.
––Ven, damita ––dijo a Emmeline––. Entra tú aquí conmigo.
Durante un instante se vio un rostro oscuro y desencajado mirar
por una ventana de la casa y, al abrir Legree la puerta, una voz fe-
menina dijo algo con un tono acelerado e imperioso. Tom, que mi-
raba con ansioso interés a Emmelme mientras entraba, se dio cuen-
ta y oyó cómo contestaba Legree airado:
––¡Cállate! ¡Haré lo que me plazca, digas tú lo que digas! Tom
no oyó más, porque tuvo que seguir a Sambo a los barracones. Era
una especie de calle de burdas chabolas puestas en fila, en una par-
te de la plantación alejada de la casa. Tenían un aspecto abandona-
do, brutal y desolado. A Tom se le cayó el alma cuando los vio. Se
había estado consolando con la idea de una casita, que, aunque ru-
dimentaria, pudiera dejar aseada y tranquila, y donde pudiera tener
una repisa en la que poner su Biblia y un lugar donde estar solo
después de las horas del trabajo. Se asomó a varios: eran simples
cáscaras desnudas, sin muebles de ninguna clase, sólo un montón
de paja sucísima, extendida de cualquier manera sobre el suelo,
que no era más que la tierra endurecida por las pisadas de innume-
rables pies.
––¿Cuál de éstos es para mí? ––preguntó dócilmente a Sambo.
––No lo sé; te puedes meter aquí, supongo ––dijo Sambo––; su-
pongo que cabe otro; ya hay un buen montón de negros en cada
uno; desde luego no sé dónde voy a meter a más.
A última hora de la tarde, los cansados ocupantes de los barraco-
nes regresaron en tropel, hombres y mujeres, con ropas sucias y
andrajosas, malhumorados e incómodos, y nada dispuestos a dar la
bienvenida a los recién llegados. La pequeña aldea resonaba con
ruidos poco acogedores: voces roncas y guturales discutiendo ante
los molinillos manuales donde tenían que convertir en harina el
trozo de duro maíz para hacer la torta que sería su única cena. Des-
de la primera luz de la aurora, habían estado en los campos, obli-
gados a trabajar por los implacables látigos de los capataces; por-
que era el punto álgido de la temporada y no ahorraban medios pa-
ra sacarle a cada uno todo lo que era capaz de dar. «Lo cierto es»,
dice el despreocupado holgazán, «que recoger algodón no es un
trabajo duro». ¿No lo es? Y tampoco pasa nada si te cae una gota
de agua sobre la cabeza; sin embargo la peor tortura de la Inquisi-
ción consiste en dejar caer gota tras gota, con invariable sucesión,
sobre el mismo punto; y el trabajo, aunque no sea difícil en sí, se
hace duro cuando te obligan a realizarlo hora tras hora, con una
monotonía sin tregua, sin siquiera la conciencia del libre albedrío
para aliviar el tedio. Tom buscó en vano entre la cuadrilla que lle-
gaba unas caras amigables. Sólo vio a hombres hoscos, ceñudos y
embrutecidos y a mujeres endebles y decaídas, o mujeres que no
eran mujeres, pues las fuertes apartaban a las débiles. Vio el salva-
je egoísmo ilimitado de seres humanos de los que no se esperaba ni
exigía ningún bien; y quienes, al ser tratados en todos los aspectos
como animales, habían caído tan cerca del nivel de los animales
como es posible en un ser humano. El sonido de los molinillos se
oyó hasta muy avanzada la noche, porque eran pocos para el núme-
ro de usuarios, y los más agotados y débiles eran apartados por los
más fuertes y eran los últimos en cenar.
––¡Eh, tú! ––dijo Sambo, acercándose a la mujer mulata y tirando
una bolsa de maíz en el suelo delante de ella––. ¿Cómo demonios
te llamas?
––Lucy ––dijo la mujer.
––Bien, Lucy, eres mi mujer ahora. Ve a moler este maíz y haz-
me la cena, ¿me oyes?
––¡Yo no soy tu mujer y no pienso serlo! ––dijo la mujer con un
súbito arranque de valor, producto de su desesperación––. ¡Már-
chate!
––¡Te pegaré una paliza si no! ––dijo Sambo, levantando el pie
amenazador.
––Me puedes matar si quieres. ¡cuanto antes, mejor! ¡Ojalá estu-
viera muerta! ––dijo ella.
––Oye, Sambo, si les consientes a los braceros, se lo contaré al
amo ––dijo Quimbo, que estaba ocupado en el molinillo, de donde
había echado a dos o tres mujeres fatigadas que esperaban para
moler el maíz.
––¡Y yo le diré que tú no dejas que las mujeres se acerquen al
molinillo, asqueroso negrazo! ––dijo Sambo––. ¡Ocúpate de tu
propia fila!
Tom estaba hambriento después del día viajando y casi desmaya-
do por falta de comida.
––¡Eh, tú! ––dijo Quimbo, tirando al suelo una cruda bolsa que
contenía una pizca de maíz––. ¡Toma, negro, coge eso; no te va a
tocar más esta semana!
Tom esperó hasta tarde para coger un sitio en los molinillos; en-
tonces, conmovido por el avanzado agotamiento de dos mujeres,
que vio intentar moler su maíz allí, lo molió por ellas, juntó los
rescoldos agonizantes del fuego, donde muchos ya habían cocina-
do sus tortas, y se puso a preparar su propia cena. Era algo nuevo
en el lugar: una obra de caridad, y, aunque era muy poca cosa, des-
pertó una respuesta en el corazón de las mueres; una expresión de
bondad femenina les transformó los rostros endurecidos; le mez-
claron la torta ellas y se la asaron; y Tom se sentó junto a la luz de
la lumbre y sacó su Biblia, pues necesitaba consuelo.
––¿Qué es eso? ––preguntó una de las mujeres.
––Una Biblia ––dijo Tom.
––¡Santo Dios! ¡No he visto una desde que estuve en Kentucky!
––¿Te criaste en Kentucky? ––preguntó Tom.
––Sí, y me educaron bien; nunca pensé que acabaría así ––dijo la
mujer con un suspiro.
––¿Pero qué es ese libro, de todas formas? ––preguntó la otra mu-
jer.
––Pues es una Biblia.
––¡Vaya por Dios! ¿Y qué es? ––preguntó la mujer.
––No me digas que nunca has oído hablar de ella la otra mujer––.
Yo oía a mi ama leerla a veces en Kentucky, pero, ¡Señor! aquí no
oímos más que gritos y palabrotas.
––Lee un poco, de todas formas ––dijo la primera mujer, con cu-
riosidad al ver cómo la estudiaba Tom.
Tom leyó: «Venid a Mí, todos vosotros que trabajáis y lleváis una
pesada carga, y Yo os daré descanso.»
––Ésas sí son buenas palabras ––dijo la mujer––. ¿Quién las di-
ce?
––El Señor ––dijo Tom.
––¡Ojalá supiera dónde encontrarlo! ––dijo la mujer––, pues iría
allí; tengo la sensación de que nunca más descansaré. Me duelen
las carnes y tiemblo todo el día, y Sambo no para de gritarme por
no recoger más deprisa; y luego es casi la medianoche antes de que
pueda cenar; y luego parece que acabo de darme la vuelta y cerrar
los ojos cuando oigo sonar la corneta para levantarme y otra vez es
por la mañana. Si supiera dónde está el Señor, se lo contaría.
––Está aquí; está en todas partes ––dijo Tom.
––¡Cielos, no me vas a hacer creer eso! Sé que el Señor no está
aquí ––dijo la mujer––; no sirve para nada hablar, sin embargo; me
voy a tumbar y dormir mientras puedo.
Las mujeres se fueron a sus barracones y Tom se quedó solo, jun-
to al fuego agonizante, que le teñía el rostro con llamitas rojas.
La bella luna plateada se alzó en el cielo púrpura y miraba, tran-
quila y silenciosa, tal como Dios mira los escenarios de miseria y
opresión; miró tranquila al hombre negro sentado allí con los bra-
zos cruzados y la Biblia apoyada en sus rodillas.
«¿Está Dios AQUÍ?» Ay, ¿cómo es posible que un corazón igno-
rante mantenga su fe inamovible ante el desorden más absoluto y
la injusticia descarada y sin repulsa? Una fiera batalla se libró de-
ntro de ese sencillo corazón; el sentido abrumador de injusticia, la
premonición de toda una vida de futuras desgracias, el naufragio
de todas las esperanzas pasadas, flotando a la vista del alma, como
los cadáveres de mujer, hijos y amigos se presentan, a la deriva so-
bre las oscuras olas, ante la cara del marinero medio ahogado. ¡Ay!
¿Era fácil creer
aquí
y mantener firme aquella gran consigna de la
fe cristiana: «Dios EXISTE,, y RECOMPENSA a los que lo bus-
can con diligencia»?
Tom se levantó desconsolado y se metió a trompicones en el ba-
rracón que le habían asignado. Muchos cuerpos dormidos yacían
ya esparcidos por el suelo y el aire fétido casi lo ahuyentó; pero el
rocío nocturno refrescaba y estaba cansado, por lo que se envolvió
en una manta raída, su única ropa de cama, se tumbó sobre la paja
y se quedó dormido.
En sueños, una suave voz sonó en sus oídos; se hallaba sentado
en el musgoso banco del jardín junto al lago Pontchartrain y Eva,
con sus serios ojos dirigidos a la Biblia, le leía las siguientes pala-
bras:
«Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te
desbordarán; cuando andes por el fuego, no te quemarás, ni las
llamas prenderán en ti; porque soy el Señor tu Dios, el Sagrado
Dios de Israel, tu Salvador.»
Poco a poco las palabras se deshicieron y se desvanecieron, como
una música divina; la niña levantó los ojos profundos y los dirigió
amorosamente a él, y parecieron emanar de ellos rayos de luz y
consuelo que le llegaron hasta el corazón; y, como flotando en la
música, ella pareció elevarse con relucientes alas, de las que caía
una lluvia de estrellas doradas, y desapareció.
Tom despertó. ¿Había sido un sueño? Digamos que sí. Pero
¿quién puede decir que Dios no permitiría a ese joven espíritu del
bien, que luchó en vida por consolar y reconfortar a los oprimidos,
cumplir este cometido después de la muerte?
Es un pensamiento hermoso
que sobre nuestras cabezas
vuelan, con alas de ángel,
los espíritus de los muertos.
CAPÍTULO XXXIII
CASSY
Vi el llanto de los oprimidos, sin tener
quien los consuele; la violencia de sus
verdugos, sin tener quien los ven-
gue.
Eclesiastés 4,1
Tom tardó poco en familiarizarse con todo lo que podía esperar o
temer de su nuevo estilo de vida. Era un trabajador experto y efi-
ciente en todo lo que emprendía, y, tanto por costumbre como por
principio, era puntual y cumplidor. Era tranquilo y pacífico por na-
turaleza, y esperaba evitar, con incesante diligencia, por lo menos
parte de los males de su condición. Vio bastantes abusos y miserias
para ponerse enfermo, pero decidió seguir adelante con paciencia
religiosa, encomendándose a Aquél que juzga con probidad, sin
perder del todo la esperanza de encontrar aún alguna vía de escape.
Legree observó en silencio los méritos de Tom. Lo consideraba
un bracero de primera; sin embargo, sentía cierta an1tipatía secreta
hacia él, la antipatía del malo por el bueno. Vio claramente que
cuando dirigía su violencia y brutalidad, como ocurría a menudo,
contra los desvalidos, Tom se percataba de ello, porque la opinión
tiene una aureola tan sutil que se hace sentir sin necesidad de pala-
bras; e incluso la opinión de un esclavo puede irritar a un amo. De
muchas maneras Tom manifestaba una sensibilidad y una compa-
sión hacia sus compañeros de fatigas que a éstos les resultaban ex-
trañas y nuevas y que Legree vigilaba con recelo. Había comprado
a Tom con la idea de convertirlo a la larga en una especie de su-
pervisor a quien podría confiar sus negocios durante cortas ausen-
cias, y, en su opinión, el primero, segundo y tercero de los requisi-
tos para ese cargo eran la dureza. Legree decidió que, como Tom
no era lo bastante duro, tendría que endurecerlo inmediatamente;
así que cuando Tom llevaba unas semanas en el lugar, decidió ini-
ciar dicho proceso.
Una mañana, cuando los braceros estaban reunidos para salir al
campo, Tom observó con sorpresa a una persona recién llegada en-
tre ellos, cuya apariencia despertó su atención. Era una mujer, alta
y esbelta de formas, con unas manos y unos pies excepcionalmente
delicados, y vestida con una ropa decente y respetable. Por su cara,
debía tener entre treinta y cinco y cuarenta años; era una cara im-
posible de olvidar una vez vista, pues era uno de esos rostros que
parecen transmitimos a primera vista la idea de una historia
romántica, dolorosa y extraña. Tenía una frente alta y unas cejas
tica, dolorosa y extraña. Tenía una frente alta y unas cejas muy
bien delineadas. La nariz recta y bien formada, la boca de bellas
proporciones y el grácil contorno de la cabeza y el cuello demos-
traban que debió de ser muy bella una vez; pero el rostro estaba
profundamente surcado con arrugas de dolor y de orgulloso y
amargo sufrimiento. El cutis era amarillento y enfermizo, las meji-
llas delgadas, las facciones afiladas y todo el cuerpo enjuto. Pero
su rasgo más notable eran los ojos: tan grandes, tan profundamente
negros, sombreados con unas largas pestañas igualmente oscuras y
tan alocada y tristemente desesperados. Había fiero orgullo y desa-
fio en cada línea del semblante, en cada curva de los labios flexi-
bles y en cada movimiento del cuerpo; pero en los ojos se veía una
honda y arraigada noche de angustia, una expresión tan desampara-
da y desvalida que contrastaba terriblemente con el desprecio y la
altivez del resto de su porte.
Quién era o de dónde venía, Tom no lo sabía. Lo primero que su-
po fue que estaba allí caminando a su lado, erguida y orgullosa, a
la luz grisácea del amanecer. Los de la cuadrilla sí la conocían, sin
embargo; pues hubo muchas miradas y cabezas vueltas y un albo-
rozo apreciable aunque reprimido entre las miserables criaturas an-
drajosas y hambrientas que la rodeaban.
––¡Le ha tocado por fin... me alegro! ––dijo uno.
––¡Ji, ji, ji! ––dijo otro––. ¡Ahora te vas a enterar, señorita!
––¡Vamos a verla trabajar!
––Me pregunto si la azotarán por la noche, como a los demás.
––¡A mí me gustaría que la zurrasen, ya lo creo! ––dijo otro.
La mujer no hizo caso de estas provocaciones sino que siguió
caminando con la misma expresión de airado desdén, como si no
oyera nada. Tom siempre había vivido entre personas refinadas y
cultivadas y se dio cuenta intuitivamente, por su porte y su presen-
cia, de que ella pertenecía a esta clase; pero cómo o por qué había
caído en unas circunstancias tan degradantes, no podía imaginar.
La mujer ni lo miró ni le habló, aunque se mantuvo junto a él todo
el camino hasta el campo.
Tom estaba pronto absorto con su trabajo, pero, como la mujer no
estaba muy lejos de él, le echaba un vistazo de vez en cuando para
ver cómo trabajaba. Vio enseguida que una destreza y una habili-
dad innatas le hacían más fácil la tarea a ella que a otros muchos.
Recogía rápida y limpiamente y con un aire de displicencia, como
si despreciara tanto el trabajo como la vergüenza y humillación de
las circunstancias en las que se encontraba.
En el curso del día, Tom trabajaba cerca de la mujer mulata que
había sido comprada en el mismo lote que él. Era evidente que su-
fría mucho, y Tom la oyó rezar muchas veces y la vio tambalearse
y temblar, como si se fuera a desmoronar. Al aproximarse a ella,
Tom trasladó discretamente varios puñados de algodón de su saco
al de ella.
––¡No lo hagas! ––dijo la mujer, sorprendida––. ¡Te meterás en
un lío!
En ese momento se acercó Sambo. Parecía tener una inquina es-
pecial contra esta mujer. Blandiendo el látigo, dijo con un tono
brutal y gutural: ––¿Qué pasa, Lucy? Perdiendo el tiempo, <eh? y
al decirlo, le asestó una patada con su pesado zapato de cuero y
golpeó a Tom en la cara con el látigo.
Tom volvió a su tarea en silencio; pero la mujer, ya antes a punto
de caer rendida, se desmayó.
––¡Yo la haré volver en sí! ––dijo el capataz con una sonrisa bru-
tal––. ¡Yo le daré algo mejor que el alcanfor! ––y sacando un alfi-
ler de la manga de su chaqueta, lo hundió hasta la cabeza en su
carne. La mujer gimió e hizo ademán de levantarse.
––¡Levántate, pedazo de animal, y trabaja, o te enseñaré algún
otro truco!
La mujer pareció estar infundida durante unos instantes de una
fuerza sobrenatural, y trabajó con una energía desesperada.
A ver si sigues así ––dijo el hombre––, o esta noche querrás estar
muerta, seguro.
––¡Ya quisiera! ––Tom la oyó decir; y luego––: ¡Señor, cuánto
tiempo! ¿Ay, Señor, por qué no nos ayudas?
A riesgo de lo que pudiera ocurrirle, Tom se adelantó de nuevo y
trasladó todo el algodón de su saco al de la mujer.
––¡No debes hacerlo! ¡No sabes lo que van a hacerte! ––dijo la
mujer.
––Lo puedo soportar ––dijo Tom–– mejor que tú y volvió a su
puesto. Todo sucedió en un instante.
De repente la mujer desconocida que hemos descrito y que estaba
trabajando lo bastante cerca como para oír las últimas palabras de
Tom, alzó sus profundos ojos negros y los fijó en él durante un se-
gundo; después cogió una porción de algodón de su cesta y la co-
locó en la de él.
––No sabes nada de este lugar ––dijo–– o no hubieras hecho eso.
Cuando lleves un mes aquí, ya no ayudarás a nadie, pues te será
bastante difícil cuidar de tu propio pellejo.
––¡El Señor no lo quiera, señora! ––dijo Tom, utilizando instinti-
vamente con su compañera de trabajo el tratamiento respetuoso
propio de las personas de alto rango con las que había vivido.
––El Señor no visita estas partes dijo amargamente la mujer, si-
guiendo con destreza su tarea; y una vez más la sonrisa desdeñosa
se dibujó en su boca.
Pero el capataz había visto la acción de la mujer desde el otro la-
do del campo; se acercó a ella, chasqueando el látigo.
––Cómo, cómo? ––dijo a la mujer con un aire de triunfo––. ¡TÚ,
haciendo el tonto! Vamos, ya estás bajo mis órdenes. ¡Pórtate bien
o te la vas a cargar!
Una mirada como un rayo salió despedida de aquellos ojos ne-
gros; dándose la vuelta, con los labios temblorosos y las aletas de
la nariz dilatadas, se irguió y fijó los ojos, llameantes de furia y
desprecio, en el capataz.
––¡Perro! ––dilo––. ¡Tócame a mí, si te atreves! ¡Todavía tengo
el poder de hacer que te destrocen los perros, que te quemen vivo,
que te azoten hasta casi matarte! ¡Sólo he de decir la palabra!
––Entonces, ¡.qué diablos haces aquí? ––preguntó el hombre,
evidentemente acobardado y retrocediendo hoscamente un paso o
dos––. ¡No pretendía molestarla, señorita Cassy!
––¡Manténte a distancia, entonces! ––dijo la mujer. Y ver-
daderamente el hombre parecía tener muchas ganas de atender al-
guna cosa al otro extremo del campo, pues se dirigió allí deprisa.
La mujer volvió de pronto a su tarea y trabajó con una pericia que
asombraba totalmente a Tom. Parecía moverse por arte de magia.
Antes de acabar el día, tenía la cesta llena a rebosar y varias veces
había puesto generosos puñados en la de Tom. Mucho después del
crepúsculo, todo el cansado grupo, con las cestas en las cabezas, se
enfilaron hacia el edificio destinado a almacenar y pesar el algo-
dón. Legree estaba allí, conversando con los dos capataces.
––Ese Tom va a crear muchos problemas. Estuvo metiendo algo-
dón en la cesta de Lucy todo el tiempo. Un día de éstos hará que
los negros se sientan maltratados, si el amo no lo vigila ––dijo
Sambo.
––¡Ajá! ¡Maldito negrazo! ––dijo Legree––. Necesita que lo do-
memos, ¿eh, muchachos?
Los dos negros esbozaron una feísima mueca ante la insinuación.
––¡Ay, ay, el amo Legree es único para la doma! ¡Ni el mismo
diablo le ganaría al amo en esa tarea! ––dijo Quimbo.
––Bien, muchachos, lo mejor es ponerle a él a dar las azotainas
hasta que olvide esas nociones que tiene. ¡Ya lo domaré yo!
––¡Caramba, al amo le costará trabajo cambiarle las ideas! ––
¡Pero las tendrá que cambiar! ––dijo Legree, mascando el tabaco
que tenía en la boca.
––Y esa Lucy, ¡es la zorra más irritante y fea de todo el lugar! ––
siguió Sambo.
––¡Ten cuidado, Sambo o empezaré a preguntarme por qué le tie-
nes tanto rencor a Lucy!
––Bien, usted sabe, amo, que se enfrentó a usted y no quiso jun-
tarse conmigo cuando se lo ordenó.
––La hubiera obligado a latigazos ––dijo Legree, escupiendo––,
pero hay tanto trabajo que no parece buena idea trastornarla ahora.
Es poca cosa, ¡pero estas chicas delgadas casi se dejan matar con
tal de salirse con la suya!
––Pues Lucy estaba incordiando, haciendo el vago y enfurruñada,
y no quería dar golpe, y Tom recogió algodón por ella.
––Conque sí, ¿eh? Pues entonces, Tom tendrá el placer de azotar-
la. Será buena práctica para él y no se excederá con la muchacha
como vosotros, ¡demonios que sois!
––¡Jo, jo, ja, ja! ––se rieron los dos desgraciados renegridos y los
sonidos diabólicos realmente parecían una expresión bastante
apropiada de la naturaleza malévola que les adjudicaba Legree.
––Bien, pero, amo, entre Tom y la señorita Cassy llenaron la ces-
ta de Lucy. Supongo que lo notaremos en el peso, amo.
––
Yo soy el que pesa
––dijo Legree con énfasis.
Los dos capataces volvieron a soltar sus diabólicas carcajadas.
––Así que ––añadió–– la señorita Cassy cumplió con su jornada
de trabajo.
––¡Recoge como el diablo y todos sus ángeles!
––¡Yo creo que los lleva a todos dentro! ––dijo Legree, y, soltan-
do un brutal juramento, entró en la sala de pesar.
Las criaturas agotadas y decaídas fueron entrando despacio a la
sala y fueron presentando sus cestas de mala gana para que las pe-
saran.
Legree apuntaba las cantidades en una pizarra que llevaba pegada
una lista de nombres.
La cesta de Tom fue pesada y aprobada, y él esperaba ansioso el
éxito de la mujer a la que había ayudado. Tambaleándose por el
cansancio, ella se adelantó y entregó la cesta. Cumplía bien el pe-
so, como Legree vio claramente, pero fingió estar enfadado y dijo:
––¿Qué pasa, bestia perezosa? Te falta peso de nuevo. Ponte a un
lado, que te la vas a cargar enseguida.
La mujer soltó un gemido de total desesperación y se sentó sobre
una tabla.
La persona a la que llamaban señorita Cassy se adelantó y entre-
gó su cesta con un gesto arrogante y displicente. Al dejarla, Legree
le miró a los ojos con una mirada burlona e inquisitiva.
Ella le dirigió fijamente sus negros ojos, movió ligeramente los
labios y dijo alguna cosa en francés. Nadie sabía lo que sig-
nificaba; pero el rostro de Legree adquirió una expresión abso-
lutamente demoníaca al oír sus palabras; hizo ademán de levantar
la mano para golpearla, gesto que ella contemplaba con un desdén
furioso, antes de darse la vuelta para marcharse.
––Y ahora ––dijo Legree–– ven aquí, tú, Tom. Sabes que ya te di-
je que no te había comprado sólo para hacer el trabajo normal;
pienso ascenderte a capataz, y esta noche es buen momento para
que empieces a practicar. Así que llévate a esta muchacha y dale
una paliza; ya lo has visto bastantes veces como para saber hacerlo.
––Le ruego al amo ––dijo Tom–– que no me obligue a hacer eso.
No estoy acostumbrado... nunca lo he hecho... ¡No puedo, es impo-
sible!
––Vas a aprender a hacer muchas cosas que no sabías antes de
que yo acabe contigo ––dijo Legree, cogiendo un látigo de cuero y
golpeando fuertemente a Tom en la mejilla, siguiendo después con
una tunda de golpes.
––¡Ya está! ––dijo, deteniéndose para descansar––. ¿ahora me
seguirás diciendo que no puedes hacerlo?
––Si, amo ––dijo Tom, levantando la mano para apartar la sangre
que resbalaba por su cara––. Estoy dispuesto a trabajar noche y día
mientras me quede vida y aliento, pero no me parece bien hacer
eso, amo, y nunca lo haré, nunca.
Tom tenía una voz extraordinariamente suave y dulce y unos mo-
dales siempre respetuosos, lo que había hecho creer a Legree que
sería cobarde y fácil de someter. Cuando dijo estas últimas pala-
bras, un estremecimiento de asombro los sacudió a todos; la pobre
mujer juntó las manos y dijo: «¡Oh, Señor!» y todos se miraban
unos a otros y contuvieron el aliento como preparándose para la
tormenta que había de estallar.
Legree se quedó estupefacto y confuso, pero finalmente espetó:
––¡Maldita bestia negra! ¡Me dices a mí que no te parece
bien
hacer lo que yo te ordeno! ¿Qderecho tenéis cualquiera de mi
ganado a pensar lo que está bien? ¡No pienso tolerarlo! ¿Pero qué
os creéis que sois? ¡A lo mejor te crees que eres un caballero, Tom,
que puedes decir a tu amo lo que está bien y lo que no! ¡Así que a
ti te parece que está mal azotar a la muchacha!
––Yo creo que sí, amo ––dijo Tom––; la pobre criatura está en-
ferma y débil; sería una crueldad y yo no lo haré nunca. Amo, si
piensa usted matarme, máteme; pero nunca levantaré la mano co-
ntra ninguno de los presentes; ¡antes moriré!
Tom hablaba con voz tranquila, pero con una decisión in-
confundible. Legree temblaba de ira; sus ojos verdosos fulguraban
con furia y hasta su bigote parecía rizarse de rabia; pero, como una
bestia feroz que juega con su presa antes de devorarla, reprimió el
fuerte impulso de infligir violencia inmediata y dijo con amarga
burla:
––¡Vaya, vaya, aquí tenemos un perro beato de verdad, venido
entre nosotros pecadores! ¡Un santo, nada menos que un caballero,
para hablarnos a los pecadores de nuestros pecados! ¡Debe de ser
un hombre muy piadoso! ¡Eh, sinvergüenza!, que te haces el beato,
¿no has leído en la Biblia: «Sirvientes, obedeced a vuestros
amos»? ¿Y no soy yo tu amo? ¿No he pagado mil doscientos dóla-
res en efectivo por todo lo que hay dentro de esa maldita cáscara
negra? ¿No eres mío ahora, cuerpo y alma? ––dijo asestándole a
Tom una patada violenta con su bota––. ¡Contéstame!
En la profundidad misma del sufrimiento fisico, encorvado como
estaba por la brutal opresión, a Tom esta pregunta le llenó el alma
con un destello de júbilo y triunfo. Se irguió de pronto y miró gra-
vemente al cielo, mientras se entremezclaban las lágrimas y la san-
gre que chorreaban por su rostro, y exclamó:
––¡No, no, no! ¡Mi alma no le pertenece, amo! ¡No la ha compra-
do, ni puede comprarla! Ya la ha comprado y se la guarda Uno que
puede quedársela. ¡No importa, no importa, a mí no me puede us-
ted hacer daño!
––¡Que no puedo! ––dijo Legree con escarnio––. ¡Ya lo veremos,
ya lo veremos! ¡Vosotros, Sambo, Quimbo, pegadle a este perro
una paliza de la que no se recupere en un mes!
Los dos negros gigantescos que agarraron a Tom en ese momento
con una expresión de diabólico alborozo en sus semblantes podían
encarnar con bastante rigor las fuerzas de las tinieblas. La pobre
mujer chillaba de aprensión y todos se levantaron, como de común
acuerdo, mientras lo arrastraban fuera sin que opusiera resistencia.
CAPÍTULO XXXIV
LA HISTORIA DE LA CUARTERONA
Vi el llanto de los oprimidos, sin tener
quien los consuele; la violencia de sus
verdugos, sin quien los vengue.
Felicité a los muertos que perecieron,
más que a los vivos que aún viven.
Eclesiastés 4,1
Era muy tarde por la noche y Tom yacía gimiendo y sangrando a
solas, en un cuartucho abandonado en la nave de los desmotadores,
entre pedazos de maquinaria rota, pilas de algodón inservible y
otras basuras acumuladas allí.
Era una noche húmeda y bochornosa y el aire estaba plagado de
nubes de mosquitos, que aumentaban el constante tormento de sus
heridas, mientras que una sed abrasadora, más tortura que todo lo
demás, acrecentaba su malestar fisico al máximo.
––¡Oh, buen Señor, mira hacia abajo, concédeme la victoria sobre
todo! ––rezaba el pobre Tom con angustia.
Se oyó una pisada en la habitación detrás de él y la luz de una lin-
terna le deslumbró.
––¿Quién anda ahí? ¡Ay, por piedad del Señor, por favor dadme
un poco de agua!
La mujer Cassy, pues ella era, dejó su linterna y, vertiendo agua
de una botella, le levantó la cabeza y le dio de beber. Vació una
taza detrás de otra con ansia febril.
––Bebe todo lo que quieras ––dijo ella––. Sabía lo que iba a su-
ceder. No es la primera vez que salgo por la noche para llevar agua
a personas en tu estado.
––Gracias, señora ––dijo Tom cuando terminó de beber.
––¡No me llames señora! ¡Soy una esclava miserable como tú,
más baja de lo que tú puedas serlo nunca! ––dijo con amargura––.
Pero ahora ––dijo, acercándose a la puerta y arrastrando un peque-
ño jergón, sobre el que había extendido lienzos humedecidos con
agua fría––, intenta arrastrarte hasta aquí, pobre hombre.
Entumecido por sus heridas y sus magulladuras, Tom tardó mu-
cho en llevar a cabo esta acción; pero, una vez la hubo realizado,
sintió un gran alivio gracias al efecto refrescante sobre sus lesio-
nes.
La mujer, conocedora de muchas artes curativas gracias a su larga
práctica con las víctimas de la brutalidad, continuó aplicando re-
medios a las heridas de Tom, lo que le proporcionó bastante alivio.
––Ahora ––dijo la mujer, después de apoyar la cabeza de Tom
sobre un rollo de algodón de desecho que hacía las veces de almo-
hada––, eso es lo mejor que puedo hacer por ti.
Tom le dio las gracias; y la mujer, sentándose en el suelo, enco-
gió las rodillas, las rodeó con los brazos y se quedó mirando fija-
mente delante de ella, con una expresión amarga y dolorida en la
cara. Su sombrero se cayó hacia atrás y largas ondas de cabello ne-
gro ciñeron su rostro singular y melancólico.
––¡Es inútil, pobre hombre! ––dijo por fin––. Lo que has estado
intentando hacer no sirve de nada. Has sido valiente y tenías razón;
pero es imposible que luches y no sirve de nada. ¡Estás en manos
del diablo; él es el más fuerte y debes rendirte!
¡Rendirse! ¿No le habían sugerido lo mismo la debilidad humana
y el dolor fisico? Tom se sobresaltó, porque la mujer amargada con
sus ojos extraviados y su voz melancólica le parecía la personifica-
ción de la tentación contra la que había luchado.
––¡Ay, Señor, ay, Señor! ––gimió––. ¿Cómo puedo rendirme?
––No sirve de nada invocar al Señor: Él nunca escucha ––dijo la
mujer con firmeza––. Yo creo que no existe Dios, o, si existe, se ha
puesto en contra de nosotros. Todo está contra nosotros, el Cielo y
la Tierra. Todo nos empuja hacia el infierno. ¿Por qué no íbamos a
ir?
Tom cerró los ojos y se estremeció al oír las palabras tenebrosas y
ateas.
––El caso es ––dijo la mujer–– que tú no sabes nada al respecto y
yo sí. Llevo cinco años en este lugar, sometida cuerpo y alma bajo
el pie de este hombre, ¡y lo odio por ello tanto como odio al dia-
blo! Aquí estás, en una solitaria plantación, a diez millas de la más
próxima, en mitad de los pantanos; no hay una persona blanca que
pueda dar testimonio si te queman vivo, si te escaldan, te cortan en
pedacitos, dejan que te coman los perros o te cuelgan y te azotan
hasta matarte. Aquí no hay ley, ni de Dios ni del hombre, que te
pueda ayudar a ti o a cualquiera de nosotros; y ¡este hombre! No
hay nada en el mundo que no sea capaz de hacer. Podría ponerle
los pelos de punta a cualquiera si contara simplemente lo que he
visto y conocido aquí... ¡y no sirve de nada resistirse! ¿Quería yo
convivir con él? ¿No he sido una mujer bien educada?, y él, ¡Dios
mío!, ¿qué era y qué es? Y sin embargo, he convivido con él du-
rante cinco años y he maldecido cada minuto de mi vida, noche y
día. Y ahora tiene a una nueva, una jovencita de quince años y
educada, según dice, piadosamente. Su buena ama le enseñó a leer
la Biblia; y ha traído su Biblia... ¡que se vaya al infierno! y la mu-
jer soltó una carcajada alocada y lastimosa, que resonó con un eco
extraño y sobrenatural por todo el viejo cobertizo ruinoso.
Tom juntó las manos; todo era oscuridad y horror.
––¡Oh, Jesús, Señor Jesús!, ¿te has olvidado de nosotros los po-
bres? ––estalló por fin––. ¡Ayúdame, Señor, que perezco!
La mujer prosiguió con firmeza:
––¿Y quiénes son esos miserables perros con los que trabajas, pa-
ra que tú sufras por ellos? Cada uno de ellos se pondría en tu co-
ntra a la primera oportunidad. Son todos tan crueles y despiadados
unos con otros que no sirve de nada que tú sufras para no hacerles
daño.
––¡Pobres criaturas! ––dijo Tom––. ¿Qué es lo que los ha hecho
crueles? Y si yo me rindo, me acostumbraré a ello y poco a poco
me haré exactamente igual que ellos. ¡No, no, señora! Lo he perdi-
do todo: mujer e hijos, hogar y un amo bondadoso; él me habría
dejado libre si hubiera vivido sólo una semana más; lo he perdido
todo en este mundo, todo se ha ido para siempre y no puedo permi-
tirme perder también el Cielo. ¡No, no puedo volverme malvado,
además de todo!
––Pero no puede ser que el Señor nos haga responsables de estos
pecados ––dijo la mujer––, no puede hacemos pagar por lo que nos
vemos obligados a hacer, sino que lo cargará en la cuenta de quie-
nes nos obligan a hacerlo.
––Sí ––dijo Tom––; pero eso no evitará que nos volvamos mal-
vados. Si yo me hago tan despiadado y tan malvado como ese
Sambo, no importa mucho cómo; lo que importa es
ser así,
eso es
lo que me da horror.
La mujer dirigió a Tom una mirada sobresaltada como si acabara
de ocurrírsele un nuevo pensamiento; después, con un fuerte gemi-
do, dijo:
––¡Dios tenga piedad de nosotros! Lo que dices es verdad. ¡Ay,
ay, ay! y cayó al suelo gimiendo, como una persona retorciéndose
bajo el peso aplastante de la angustia mental.
Siguió un rato de silencio, durante el que se oía la respiración de
ambas personas, y después dijo Tom con voz débil:
––¡Ay, por favor, señora!
La mujer se levantó de repente con su habitual expresión decidida
y melancólica en el rostro.
––Por favor, señora, los vi arrojar mi chaqueta en ese rincón, y mi
Biblia está en el bolsillo; si la señora me hace el favor de traérme-
la.
Cassy fue a por ella. Tom la abrió inmediatamente en un pasaje
fuertemente señalado y muy gastado, sobre las últimas escenas de
la vida de Aquél cuyas heridas nos salvan a nosotros.
––Si la señora tiene la bondad de leer esto, es mejor que el agua.
Cassy cogió el libro con un aire seco y altivo y miró el pasaje por
encima. Después leyó con voz queda y una hermosa entonación
extraña la historia conmovedora de angustia y gloria. A menudo,
mientras leía, le temblaba la voz y a veces le fallaba del todo; en-
tonces, se detenía con un aire de fría compostura hasta dominarse.
Cuando llegó a las emocionantes palabras «Padre, perdónalos por-
que no saben lo que hacen», dejó caer el libro y, escondiendo el
rostro entre las pobladas masas de su cabello, empezó a sollozar
con una fuerza convulsiva.
Tom lloraba también y a veces murmuraba una jaculatoria aho-
gada.
––¡Si fuéramos capaces de estar a la altura de eso! ––dijo Tom––;
a Él le viene de naturaleza y nosotros tenemos que luchar tanto pa-
ra conseguirlo. ¡Ayúdanos, Señor! ¡Ay, bendito Señor Jesús, ayú-
danos!
––Señora ––dijo Tom un rato más tarde––, veo que está usted por
encima de mí en todas las cosas pero hay una cosa que podría
aprender del pobre Tom. Ha dicho usted que el Señor estaba en
contra de nosotros porque permite que abusen de nosotros y nos
maltraten; pero ya ve lo que ocurrió a su propio Hijo, el Señor de
la Gloria; ¿no fue siempre pobre? ¿Y alguno de nosotros ha caído
tan bajo como Él? El Señor no nos ha olvidado, de eso estoy segu-
ro. Si sufrimos con Él, también reinaremos, dicen las Escrituras,
pero si le negamos, Él también nos negará. ¿No sufrieron todos: el
Señor y todos los suyos? Cuenta cómo los lapidaron y los cortaron
en pedazos y deambulaban vestidos con pieles de oveja y de car-
nero y estaban desamparados, afligidos y atormentados. El sufri-
miento no es razón para creer que Dios se haya puesto en contra de
nosotros, sino al revés, si nos adherimos a Él y no nos entregamos
al pecado.
––Pero ¿por qué nos pone donde no podemos evitar pecar? ––
preguntó la mujer.
––Creo que sí podemos evitarlo ––dijo Tom.
––Ya lo verás ––dijo Cassy––. ¿Qué vas a hacer? Mañana se me-
terán contigo nuevamente. Los conozco; he visto lo que son capa-
ces de hacer; no soporto pensar a lo que te van a reducir; y te so-
meterán al final.
––¡Señor Jesús! ––dijo Tom––, cuidará usted de mi alma, ¿ver-
dad? ¡Hágalo por el Señor, no deje que me rinda!
––¡Dios mío! ––dijo Cassy–– he oído antes todas estas plegarias
y llanto; y, sin embargo, los han domado y sometido. Ahí tienes a
Emmeline, que intenta aguantar, y tú lo intentas, pero ¿de qué sir-
ve? Debes rendirte o te matarán.
––¡Pues moriré! ––dijo Tom––. Lo pueden alargar todo lo que
quieran pero no pueden evitar que muera tarde o temprano, y des-
pués ya no pueden hacer nada más. ¡Lo veo claro y estoy prepara-
do! Sé que el Señor me ayudará y me hará aguantar.
La mujer no respondió; se quedó sentada con los ojos negros mi-
rando fijamente el suelo.
«Quizás sea ése el camino», murmuró para sí, «pero los que se
han rendido, ¡ya no tienen remedio! ¡Ninguno! ¡Vivimos en la in-
mundicia y nos hacemos odiosos hasta llegar a odiamos a nosotros
mismos! ¡No hay esperanza, no hay esperanza! ¿No hay esperan-
za? Esta muchacha de ahora... ¡tiene la misma edad que yo tenía!»
––¿Me ves a mí ahora? ––dijo a Tom, hablando muy rápido––.
¿Ves cómo soy? Pues a mí me criaron con mucho lujo; lo primero
que recuerdo es haber jugado, de niña, en magníficos salones; me
vestían como una muñeca y los que iban de visita me halagaban.
Un jardín daba a los salones y allí solía jugar al escondite bajo los
naranjos con mis hermanos. Fui a un convento, donde aprendí mú-
sica y francés y a bordar y muchas cosas más; y cuando tenía ca-
torce años, salí para ir al funeral de mi padre. Murió muy de repen-
te y, cuando fueron a poner sus asuntos en orden, descubrieron que
apenas había suficiente dinero para pagar las deudas; y cuando los
acreedores hicieron inventario de los bienes, me incluyeron a
entre ellos. Mi madre era esclava, y mi padre siempre había tenido
la intención de dejarme en libertad; pero no lo había hecho, por lo
que iba incluida en la lista. Yo siempre había sabido quién era, pe-
ro no le había dado mucha importancia. Nadie espera que un hom-
bre fuerte y sano se vaya a morir. Mi padre era un hombre sano
hasta cuatro horas antes de morir; fue uno de los primeros casos de
cólera de Nueva Orleáns. Al día siguiente del funeral, la esposa de
mi padre se llevó a sus hijos a la plantación de su padre. Me pare-
ció que me trataban de forma extraña, pero no sabía por qué. Deja-
ron a un joven abogado encargado de arreglar los negocios; él ve-
nía todos los días y estaba en la casa y me trataba con mucha corte-
sía. Un día trajo consigo a un hombre joven, que me pareció el
hombre más guapo que había visto jamás. Nunca olvidaré aquella
tarde. Paseé con él por el jardín. Yo estaba sola y triste y él era
muy amable y tierno conmigo; y me dijo que me había visto antes
de que me mandaran al convento y que hacía mucho tiempo que
me amaba y que sería mi amigo y protector; en resumen, aunque
no me lo dijo, había pagado dos mil dólares por mí y yo era de su
propiedad. Yo me hice suya de buena gana, porque lo amaba.
¡Amar! ––dijo la mujer, interrumpiéndose––. ¡Ay, cómo amaba a
ese hombre! ¡Cómo lo amo aún, y siempre lo amaré mientras viva!
¡Era tan bello, tan superior, tan noble! Me instaló en una hermosa
casa con sirvientes, caballos, carruajes, muebles y vestidos. Me dio
todo lo que se podía comprar con dinero, pero yo no le daba im-
portancia a eso; sólo me importaba él. Lo amaba más que a Dios y
más que mi propia alma y, aunque lo hubiera intentado, no podía
hacer otra cosa que su voluntad.
Sólo quería una cosa: que se casara conmigo. Pensaba que, si me
quería como decía que me quería, y si yo era lo que parecía pensar
que era, debía de estar dispuesto a casarse conmigo y dejarme li-
bre. Pero me convenció de que sería imposible; y me dijo que si
nos fuéramos fieles el uno al otro, sería un matrimonio a los ojos
de Dios. Si eso es verdad, ¿por qué no fui la esposa de aquel hom-
bre? ¿No fui fiel? Durante siete años, estudié cada mirada y cada
movimiento y sólo vivía y respiraba para complacerle. Contrajo las
fiebres amarillas y durante veinte días y noches lo cuidé. Yo sola le
daba todas sus medicinas y lo hacía todo por él; entonces me lla-
maba su buen ángel y decía que le había salvado la vida. Tuvimos
dos hermosos hijos. El primero fue niño y le pusimos Henry. Era la
viva imagen de su padre: tenía unos ojos muy bellos y su cabello
caía en rizos alrededor de su frente despejada; tenía el espíritu y el
talento de su padre también. Él decía que la pequeña Elise se pare-
cía a mí. Solía decirme que yo era la mujer más bella de Luisiana y
estaba muy orgulloso de y de los niños. Le encantaba que los
arreglase y nos paseaba a ellos y a mí en un carruaje abierto y es-
cuchaba los comentarios que hacía la gente sobre nosotros; y me
llenaba los oídos de las cosas hermosas que decían de mí y de los
niños. ¡Ay, qué días más felices! Creía ser tan feliz como pudiera
serlo una persona; pero entonces llegaron los malos tiempos. Un
primo suyo fue a visitarlo desde Nueva Orleáns; eran muy amigos
y tenía muy buena opinión de él, pero, desde el primer momento en
que lo vi, nunca pude comprender por qué. Yo le tenía horror, pues
estaba segura de que iba a ser la causa de nuestra ruina. Conseguía
que Henry saliera con él y a menudo no regresaban hasta las dos o
las tres de la madrugada. No me atrevía a decir ni una palabra; te-
nía miedo por lo fogoso que era Henry. Llevaba a éste a las casas
de juego, y era de los que, una vez empiezan, no hay manera de
detenerlos. Y luego le presentó a otra dama y pronto me di cuenta
de que yo había perdido su corazón. Nunca me lo dijo, pero lo vi,
lo supe, día tras día, ¡sentí cómo se me rompía el corazón, pero no
pude decir ni una palabra! En esto, el desgraciado se ofreció a
comprarnos a mí y a los niños para pagar las deudas de juego de
Henry, que impedían que hiciera la boda que él quería; ¡y nos ven-
dió! Me dijo un día que tenía negocios en el campo y que se mar-
chaba durante dos o tres semanas. Hablaba con más amabilidad
que de costumbre y dijo que volvería, pero a mí no me engañó. Sa-
bía que había llegado el momento; era como si me hubieran con-
vertido en piedra; no pude hablar ni derramar una lágrima. Él me
besó y besó a los niños, muchas veces, y se marchó. Lo vi montar
en su caballo y lo miré hasta que se perdió de vista; luego caí des-
mayada.
Entonces vino el, ¡maldito desgraciado! venía a tomar posesión.
Me dijo que acababa de compramos a mí y a mis hijos, me mostró
los papeles. Lo maldije ante Dios y le dije que antes moriría que
vivir con él.
«Como quieras», me dijo, «pero si no te comportas de forma ra-
zonable, venderé a los dos niños y no los volverás a ven». Me dijo
que se había propuesto conseguirme la primera vez que me vio;
que había enredado a Henry a propósito hasta que contrajera deu-
das para que estuviese dispuesto a venderme. Que había consegui-
do que se enamorara de otra mujer y que me diera cuenta de que,
después de todo eso, no me iba a dejar por unas lágrimas y unos
aires y cosas de ese tipo.
Me rendí, pues tenía las manos atadas. Él tenía a mis hijos; cada
vez que me enfrentaba a él, hablaba de venderlos y conseguía te-
nerme todo lo sumisa que podía desear. ¡Qué vida aquélla! Vivía
con el corazón roto, ¡día tras día, seguir amando y amando, cuando
no servía de nada, y estar ligada en cuerpo y alma a uno al que
odiaba! Me solía encantar leer para Henry, tocar para él, bailar con
él y cantar para él; pero todo lo que hacía para éste era un absoluto
engorro, pero tenía miedo de negarle nada. Era muy dominante y
brusco con los niños. Elise era tímida y poca cosa, pero Henry era
arrojado y fogoso como su padre y nadie lo había sometido lo más
mínimo. Siempre lo censuraba y le reñía, y yo pasaba los días asus-
tada y aterrorizada. Intentaba hacer que el muchacho le mostrara
respeto; intentaba mantenerlos separados, porque me aferraba a
aquellos niños con todas mis fuerzas, pero no sirvió de nada.
Ven-
dió a los dos niños.
Me llevó de paseo un día y, cuando regresé a
casa, ¡ellos no estaban! Me dijo que los había vendido; me enseñó
el dinero, el precio de su sangre. Entonces fue como si me abando-
nase la razón. Maldecía y bramaba, maldije a Dios y al hombre y,
durante algún tiempo, creo que me tenía miedo. Pero no se rindió
así como así. Me dijo que había vendido a los niños pero el que yo
volviera o no a ver sus caras dependía de él; y que, si no me calla-
ba, ellos pagarían. Bien, puedes hacer cualquier cosa con una mu-
jer si tienes a sus hijos. Me hizo someterme; me hizo pacífica; me
ilusionaba con esperanzas de que quizás los volviese a comprar; y
así fueron pasando los días durante
.
una semana o dos. Un día
había salido de paseo y pasé delante del calabozo; vi una muche-
dumbre reunida en tomo a la puerta y oí la voz de un niño; de re-
pente mi Henry se escapó de las garras de dos o tres hombres que
lo sujetaban y vino corriendo y chillando a cogerse de mis faldas.
Ellos se acercaron, maldiciendo de forma terrible; y un hombre,
cuya cara nunca olvidaré, le dijo que así no se iba a escapar, que lo
iba a acompañar dentro del calabozo donde aprendería una lección
que jamás iba a olvidar. Intenté rogarle y suplicarle; ellos se rieron;
el pobre niño chillaba, me miraba a la cara y se agarraba a mí hasta
que, al apartarlo de allí, me arrancaron la mitad de la falda y se lo
llevaron dentro gritando «¡Madre, madre, madre!». Un hombre de
los que había allí parecía tenerme lástima. Le ofrecí todo el dinero
que tenía si intervenía. Negó con la cabeza, diciendo que el niño
había sido impertinente y desobediente desde que lo compró; y que
lo iba a domesticar de una vez por todas. Me di la vuelta y salí co-
rriendo, y me pareció oírlo gritar a cada paso del camino. Llegué a
la casa sin aliento y corrí al salón, donde se encontraba Buder. Se
lo conté y le rogué que fuera a intervenir. Sólo se rió y me dijo que
el niño se llevaba su merecido. Tenían que domarlo, tarde o tem-
prano y «<qué me esperaba yo?».
Me parece que en ese momento algo se rompió en mi cabeza. Me
sentí mareada y furiosa. Recuerdo que vi un afilado cuchillo de ca-
za sobre la mesa; recuerdo vagamente haberlo cogido y haberme
lanzado contra él; y después todo es oscuridad y no recuerdo más,
durante muchos días.
Cuando volví en mí, estaba en una bonita habitación, pero no era
la mía. Una vieja mujer negra me atendía y vino un médico a ver-
me y me cuidaban mucho. Después me enteré de que él se había
marchado y me había dejado en esta casa para que me vendieran, y
por eso se esmeraron tanto en cuidarme.
No quería curarme y esperaba no sanar más pero, a pesar mío, se
me pasó la fiebre y me puse sana y finalmente me levanté. Enton-
ces me obligaron a vestirme todos los días; y venían caballeros y se
quedaban de pie, fumaban cigarros y me miraban y hacían pregun-
tas y debatían mi precio. Estaba tan lúgubre y callada que no me
quería ninguno de ellos. Amenazaron con azotarme si no me ponía
más alegre y me esforzaba por ser más amable. Por fin, un día acu-
dió un caballero de apellido Stuart. Pareció tenerme simpatía; se
dio cuenta de que había algo terrible en mi corazón y vino a verme
a solas muchas veces y finalmente me persuadió para que se lo
contara. Al final me compró y prometió hacer todo lo posible por
localizar a mis hijos y comprarlos. Fue al hotel donde había estado
mi Henry; le dijeron que lo habían vendido a un plantador del río
Pearl; eso fue lo último que supe de él. Luego averiguó dónde es-
taba mi hija; la cuidaba una mujer vieja. Ofreció una cantidad in-
mensa por ella pero no quisieron venderla. Butler se enteró de que
la quería comprar para mí y me mandó recado de que nunca la
conseguiría. El capitán Stuart fue muy amable conmigo; tenía una
magnífica plantación y me llevó allí. Al cabo de un año, di a luz a
un hijo. ¡Ay, ese niño, cuánto lo quería! ¡Se parecía muchísimo a
mi pobre Henry! ¡Pero había decidido que nunca más dejaría que
un hijo mío viviera para hacerse adulto! Cogí al pequeño en brazos
cuando tenía dos semanas y lo besé y lloré; y después le di láudano
y lo estreché contra mi pecho hasta que murió en sueños. ¡Cómo lo
eché de menos! Cualquiera hubiera pensado que administrarle el
láudano fue un error, pero es una de las pocas cosas de las que me
alegro ahora. No me arrepiento tampoco hoy; por lo menos ha de-
jado de sufrir. ¿Qué le podía dar mejor que la muerte, a la pobre
criatura? Poco después, hubo una epidemia de cólera y se murió el
capitán Stuart; morían todos los que querían vivir y yo, aunque me
acercaba a la puerta de la muerte, ¡seguía viva! Después me ven-
dieron y pasé de mano en mano hasta que me marchité y me lle
de arrugas y tuve unas fiebres; luego me compró este desgraciado
y me trajo aquí y ¡aquí estoy!
La mujer se calló. Había contado su historia apresuradamente con
un acento bravo y apasionado; a veces parecía dirigirse a Tom y a
veces hablaba para sí misma. La fuerza con la que hablaba era tan
vehemente y sobrecogedora que, durante un rato, Tom olvidó in-
cluso el dolor de sus heridas y, apoyándose en un codo, la miraba
pasear inquieta de un lado a otro, con su larga melena ondulando
alrededor de ella con cada movimiento.
––Tú me dices ––dijo tras una pausa–– que hay un Dios, un Dios
que mira hacia abajo y ve todas estas cosas. Quizás sea así. Las
hermanas del convento me hablaban del día del juicio, cuando todo
saldrá a la luz; ¡sí que habrá venganza entonces!
Creen que lo que sufrimos no es nada; que lo que sufren nuestros
hijos no es nada. Todo es poca cosa; sin embargo, me ha parecido
andar por las calles con bastante dolor en mi corazón como para
hundir la ciudad entera. He deseado que las casas cayeran sobre mí
o que se desmoronaran las piedras bajo mis pies. Sí, y en el día del
juicio ¡prestaré declaración ante Dios contra los que me han echa-
do a perder a mí y a mis hijos!
Cuando era niña, creía ser religiosa; amaba a Dios y amaba las
oraciones. Ahora soy un alma perdida, perseguida por demonios
que me atormentan día y noche; me empujan siempre hacia adelan-
te, y... ¡lo haré un día de éstos! ––dijo apretando el puño, mientras
se prendía una luz de locura en sus ojos oscuros––. ¡Lo enviaré al
lugar donde pertenece, es poca distancia, una de estas noches, aun-
que me quemen viva por ello! ––resonó una prolongada carcajada
salvaje a través del cobertizo desierto, y terminó con un sollozo
histérico; se tiró al suelo entre convulsiones de llanto y sufrimien-
to.
Unos instantes después, pareció haberse agotado su frenesí; se le-
vantó despacio y se serenó.
––¿Puedo hacer algo más por ti, pobre hombre? ––preguntó,
acercándose a donde yacía Tom––. ¿Te doy más agua?
Había una dulzura tierna y compasiva en su voz y sus modales
cuando dijo esto que contrastaba de manera extraña con su locura
anterior.
Tom bebió el agua y miró intensa y compasivamente su rostro.
––¡Ay, señora, ojalá acudiera usted a Él, que le puede dar el agua
de la vida!
––¡Acudir a Él! ¿Quién es? ¿Dónde está? ––preguntó Cassy.
––Aquél del que me ha leído usted: el Señor.
––Solía ver un cuadro de Él sobre el altar cuando era una niña ––
dijo Cassy, cuyos ojos adoptaron una expresión de ensueño nostál-
gico––; pero
Él no está aquí.
¡No hay nada más aquí que el pecado
y una larga, larguísima desesperación! ¡Ay! y se puso la mano so-
bre el pecho y suspiró, como para quitarse un peso muy grande.
Parecía que Tom iba a decir algo más, pero ella le interrumpió
con un gesto cortante.
––No hables, pobre amigo. Intenta dormir, si puedes y, tras dejar
agua a su alcance y disponer todas las pequeñas comodidades que
se le ocurrieron, Cassy salió del cobertizo.
CAPÍTULO XXXV
SEÑALES
Con todo, pueden ser pequeñas las
cosas que devuelvan al corazón el pe-
so que pretende quitarse para siempre;
puede ser un sonido, una flor, el vien-
to, el océano lo que herirá la oscura
cadena eléctrica que nos ata.
Peregrinaje de Childe Harold, Canto 4
El salón de la casa de Legree era una habitación larga y ancha
con una gran chimenea. Una vez había estado decorado con un pa-
pel caro y vistoso, que ahora caía en jirones mohosos de las húme-
das paredes. El lugar tenía ese peculiar olor insalubre y nausea-
bundo causado por una mezcla de humedad, mugre y podredum-
bre, que a menudo se nota en las viejas casas abandonadas. El pa-
pel de la pared también estaba manchado de salpicaduras de cerve-
za y vino o engalanado con apuntes y largas sumas escritos con ti-
za, como si alguien se hubiera dedicado a hacer ejercicios de arit-
mética. En el hogar había un brasero lleno de carbón candente,
porque, aunque no hacía frío, las tardes eran siempre húmedas y
frescas en aquel gran aposento y además Legree lo quería para po-
der encenderse los cigarros y calentar el agua para el ponche. El
fulgor rojizo de las brasas iluminaba el aspecto confuso y desorde-
nado de la habitación: sillas de montar, bridas, varias clases de ar-
nés, fustas de montar, abrigos y diferentes prendas de vestir yacían
caóticamente dispersos por todo el salón; y los perros, de los que
hemos hablado anteriormente, se habían instalado a sus anchas
donde mejor les había parecido entre ellos.
Legree se está preparando un vaso de ponche en este momento,
vertiendo el agua caliente de una jarra agrietada y sin pitorro y re-
funfuñando al mismo tiempo:
––¡Maldito sea ese Sambo por meter cizaña entre yo y los nuevos
braceros! ¡Ese tipo no estará en condiciones de trabajar durante
una semana, y eso que estamos en el momento de más trabajo de la
temporada!
––Sí, es típico de ti ––dijo una voz que provenía de detrás de su
sillón. Era Cassy, que le había sorprendido en pleno soliloquio.
––¡Ajá, bruja! Conque has vuelto, ¿eh?
––Sí ––dijo ella con aplomo––, y he venido para hacer lo que me
dé la gana, además.
––¡No es verdad, zorra! Yo cumpliré mi palabra. O te comportas
debidamente o te quedas en los barracones y vives y trabajas como
los demás.
––¡Prefiero diez mil veces ––dijo la mujer–– vivir en el agujero
más inmundo de los barracones que estar bajo tu pezuña! ––Pero,
te guste o no, estás bajo mi pezuña ––dijo él, dirigiéndole una
mueca bestial–– y eso es un consuelo. Así que siéntate aquí en mi
regazo, querida, y escucha la voz de la razón ––dijo él, cogiéndola
por la muñeca.
––¡Simon Legree, ten cuidado! ––dijo la mujer, con un rápido
destello de los ojos, una mirada tan salvaje y alocada que daba
miedo––––. Me tienes miedo, Simon ––dijo deliberadamente––, ¡y
con razón! ¡Ten cuidado, porque tengo el diablo dentro de mí!
Susurró las últimas palabras con un acento sibilante junto a su oí-
do.
––¡Vete! ¡Verdaderamente creo que es cierto! ––dijo Legree,
apartándola y mirándola con inquietud––. Después de todo, Cassy
––dijo––, ¿por qué no puedes ser mi amiga como antes?
––¡Como antes! ––dijo ella amargamente. Se detuvo, porque le
impidió hablar una oleada de sentimientos ahogados que acudió a
su corazón.
Cassy siempre había ejercido sobre Legree ese tipo de influencia
que una mujer fuerte y apasionada puede ejercer sobre el hombre
más brutal; pero últimamente se había ido poniendo cada vez más
irritable y desasosegada bajo el odioso yugo de su servidumbre y
su irritabilidad se convertía a veces en locura desenfrenada; y este
hecho la convertía en objeto de espanto a los ojos de Legree, que
tenía el horror supersticioso a los locos que se ve frecuentemente
entre las mentes burdas y sin instrucción. Cuando Legree llevó a
Emmeline a la casa, todos los rescoldos agonizantes de solidaridad
femenina se reavivaron en el cansado corazón de Cassy, que se pu-
so de parte de la muchacha, y, en consecuencia, hubo una feroz ri-
ña entre ella y Legree. Este, furioso, juró que la pondría a trabajar
en el campo si no se tranquilizaba. Cassy, con altivo desprecio, de-
claró que quería ir al campo. Y fue a trabajar un día allí, como ya
hemos visto, para demostrar la poca mella que le hacía la amenaza.
En secreto, Legree se sintió inquieto todo el día, puesto que Cas-
sy tenía una influencia sobre él de la que era incapaz de librarse.
Cuando presentó su cesta para que la pesaran, él esperaba alguna
concesión, por lo que se dirigió a ella con un tono medio concilia-
torio, medio despectivo; ella le había respondido con total despre-
cio.
El ultrajante tratamiento al fue sometido el tío Tom la indignó
aun más, así que siguió a Legree hasta la casa sin otro propósito
que echarle en cara su brutalidad.
––¡Ojalá te comportaras de forma decente, Cassy! ––dijo Legree.
––¡Y tú hablas de comportarse con decencia, tú, que ni siquiera
tienes bastante sensatez como para no echar a perder a uno de tus
mejores trabajadores en temporada alta, sólo por tu mal genio!
––He sido idiota, ésa es la verdad, para permitir que surgiera se-
mejante disputa ––dijo Legree––, pero una vez que se puso terco el
muchacho, había que domesticarlo.
––No creo que consigas domesticarlo.
––¿Que no? ––preguntó Legree, levantándose apasionado––. ¡Ya
veremos si lo domestico! ¡Sería el primer negro que me pudiera a
mí! ¡Le romperé cada hueso del cuerpo, pero se someterá!
En ese momento, se abrió la puerta y entró Sambo. Se acercó,
hizo una reverencia y le tendió un envoltorio de papel.
––¿Qué es eso, perro? ––preguntó Legree.
––¡Es una cosa de brujas, amo!
––¿Una qué?
––Una cosa que los negros sacan a las brujas. Evita que sufran
cuando los azotan. El lo llevaba atado al cuello con una cuerda ne-
gra.
Legree, como la mayoría de los hombres crueles y descreídos, era
supersticioso. Cogió el papel y lo desdobló con cautela.
Salieron a la luz un dólar de plata y un largo y lustroso rizo de
cabello rubio, que se enredó entre los dedos de Legree como si tu-
viera vida propia.
––¡Maldita sea! ––gritó, con saña repentina, pataleando y tirando
furiosamente del cabello como si le quemase––. ¿De dónde ha sa-
lido esto? ¡Quítamelo! ¡Quémalo, quémalo! ––aullaba, arrancándo-
selo y tirándolo sobre las ascuas––. ¡.Por qué me has traído eso?
Sambo se quedó con la pesada boca abierta de par en par, estupe-
facto de asombro; y Cassy, que estaba disponiéndose a salir de la
habitación, se detuvo y lo miró con total incredulidad.
––¡No me traigas más de esas cosas vuestras endemoniadas! ––
dijo, amenazando con el puño a Sambo, que se retiró apresurada-
mente hasta la puerta; y, cogiendo el dólar de plata, lo lanzó a tra-
vés del cristal de la ventana a la oscuridad de fuera.
Sambo se alegró de marcharse de allí. Cuando se hubo ido, Le-
gree parecía estar un poco avergonzado de su sobresalto. Se sentó
con terquedad en su sillón y se puso a sorber taciturno su vaso de
ponche.
Cassy consiguió salir sin que la observara y se escabulló afuera
para atender al pobre Tom, tal como ya hemos contado.
¿Y qué le ocurriría a Legree? ¿Qué había en un simple rizo de
cabello para horrorizar a ese hombre brutal, conocedor de toda cla-
se de crueldades? Para contestar a esto, debemos transportar al lec-
tor hacia atrás en su historia. Por duro y vicioso que pareciera aho-
ra el hombre impío, hubo un momento en el que su madre lo mecía
contra su seno, al ritmo de himnos y plegarias, mientras su frente
ahora surcada era rociada con las aguas del santo bautismo. En su
tierna infancia, al sonar la campana, lo llevaba una mujer rubia a la
iglesia a rezar. Allá lejos en Nueva Inglaterra, aquella madre había
educado a su único hijo con un cariño constante e imperecedero y
pacientes oraciones. Nacido de un padre hosco, en el que esa tierna
mujer había derrochado una infinidad de amor desdeñado, Legree
había seguido los pasos de su padre. Violento, ingobernable y tirá-
nico, desoía los consejos de ella y despreciaba sus reprimendas;
aún joven, se alejó de ella para buscar fortuna en la mar. Sólo vol-
vió a casa una vez después. En esa ocasión, su madre, con el an-
helo de un corazón que tiene que amar a alguien y no tiene a nadie
más a quien amar, se aferró a él e intentó, con apasionados ruegos
y súplicas, apartarlo de una vida depravada para la salvación eterna
de su alma.
Fue el día de gracia de Legree; lo llamaban los ángeles buenos;
casi lo convencieron y la piedad le cogió de la mano. Su corazón se
arrepintió... hubo un conflicto... pero el pecado ganó la victoria y él
enfrentó toda la fuerza de su hosca naturaleza contra las creencias
de su conciencia. Bebía y juraba... se volvió más alocado y brutal
que antes. Y una noche, cuando su madre, en un último intento
desesperado, estaba arrodillada a sus pies, la rechazó, la dejó sin
sentido en el suelo y, con fieras palabrotas, huyó a su barco. La si-
guiente noticia que Legree tuvo de su madre fue una noche, mien-
tras corría una juerga con unos compañeros borrachos, cuando le
pusieron una nota en la mano. La abrió, y salió un mechón largo y
rizado de cabello, que se le enroscó entre los dedos. La carta le in-
formaba que su madre había muerto y que, en su lecho de muerte,
lo perdonó y bendijo.
Existe una profana y aterradora necromancia del mal que convier-
te las cosas más dulces y sagradas en fantasmas de horror y espan-
to. Aquella pálida y amante madre con sus últimas plegarias y su
amor misericordioso sólo estimuló una sentencia condenatoria en
ese corazón pecaminoso, junto con una terrible búsqueda de juicio
y una fiera indignación. Legree quemó el mechón de cabello y
quemó la carta, y, cuando los vio chisporrotear y sisear en el fuego,
se estremeció pensando en el fuego eterno. Intentó borrar el re-
cuerdo con la bebida, la juerga y la blasfemia; pero a menudo, en
la profundidad de la noche, cuando la quietud solemne incita al
alma en pena a comunicarse consigo misma, había visto a su pálida
madre alzarse junto a su cama y había sentido enroscarse el suave
cabello en sus dedos hasta que el sudor frío caía a chorro por su
rostro y saltaba espantado de la cama. Los que os habéis maravi-
llado al leer, en el evangelio mismo, que Dios es amor y que Dios
es un fuego que consume, ¿no veis que, para un alma resuelta a
hacer el mal, el amor perfecto es el peor tormento, el sello y la sen-
tencia de la más absoluta desesperación?
«¡Maldita sea!» dijo Legree para sí al beber su licor. «¿De dónde
habrá sacado eso? Si no se pareciera tanto a... ¡vaya! creía haber
olvidado aquello. ¡Que me condenen si creo que es posible olvidar
alguna cosa, maldita sea! ¡Me siento solo! Voy a llamar a Em. Me
odia, ¡la muy díscola! No me importa, ¡la obligaré a venir!»
Legree salió a un gran recibidor que daba a una escalera, antaño
magnífica, que describía una amplia curva; pero el corredor estaba
sucio y melancólico, lleno de cajas y desperdicios. La escalera, sin
alfombra, parecía conducir a oscuras a no se sabía dónde. La pálida
luz de la luna entraba a través del montante roto de encima de la
puerta; el aire era insalubre y gélido, como el de una cripta.
Legree paró al pie de la escalera y escuchó una voz que cantaba.
Le pareció extraña y fantasmal en aquella vieja casa lúgubre, qui-
zás por el estado alterado de sus nervios. ¡Escuchad! ¿Qué es?
Una voz patética y salvaje entonaba un himno popular entre los
esclavos:
«Oh, habrá llanto, llanto, llanto,
oh, habrá llanto en el trono deljuicio de Cristo.»
––¡Maldita sea la muchacha! ––dijo Legree––. La voy a es-
trangular. ¡Em, Em! ––gritó con fiereza; pero sólo le respondió el
eco burlón desde los muros. La dulce voz siguió cantando:
«¡Los padres y los hijos se separarán allí!
¡Los padres y los hijos se separarán allí,
y no se verán jamás!»
Y el estribillo resonó claro y fuerte en las habitaciones vacías:
«¡Oh, habrá llanto, llanto, llanto,
Oh habrá llanto en el trono del juicio de Cristo!»
Legree se detuvo. Le habría dado vergüenza reconocerlo, pero
grandes gotas de sudor le resbalaban por la frente y el corazón le
latía pesada y temerosamente; incluso creyó ver algo blanco ele-
varse y helar en la oscuridad delante de sus ojos y le horrorizaba
pensar qué haría si la figura de su difunta madre fuera a aparecer
de pronto ante él.
«Una cosa está clara», se dijo al volver dando traspiés para sen-
tarse en el salón; «¡dejaré en paz a ese hombre después de esto!
¿Por qué he tenido que fisgar en su maldito papel? ¡Desde luego,
creo que estoy embrujado! ¡No hago más que temblar y sudar des-
de entonces! ¿De dónde sacaría ese pelo? ¡No podía serlo... yo
quemé aquello, estoy seguro! ¡Sería una buena broma si el cabello
pudiera volver del más allá!».
¡Ay, Legree, ese mechón de oro estaba embrujado verdade-
ramente; cada cabello tenía un hechizo de terror y remordimiento
para ti, y los utilizó un poder más fuerte para atarte las manos crue-
les y evitar que infligieras la maldad más terrible a los desvalidos!
––¡Eh! ––dijo Legree, pataleando y silbando a los perros––.
¡Despertaos vosotros y hacedme compañía! ––pero los perros sólo
abrieron un ojo somnoliento para mirarlo y lo volvieron a cerrar.
«Traeré a Sambo y a Quimbo aquí para que canten y
.
bailen uno
de sus bailes del infierno y espanten estas horribles ideas», dijo
Legree; y, poniéndose el sombrero, salió al porche e hizo sonar el
cuerno con el que solía llamar a sus dos capataces negros.
Cuando se hallaba de humor festivo, Legree acostumbraba a con-
vocar a estos dos caballeros a su salón y, después de calentarlos
con whisky, se divertía haciéndoles cantar, bailar o pelear, según
su talante.
Era entre la una y las dos de la madrugada cuando regresaba Cas-
sy de socorrer al pobre Tom y oyó el sonido de alocados gritos,
alaridos y cantos provenientes del salón, mezclados con los ladri-
dos de los perros y otros síntomas de alboroto general.
Subió los escalones del porche y miró adentro. Legree y los dos
supervisores, muy borrachos, cantaban, voceaban, derribaban sillas
e intercambiaban toda clase de horrendas y ridículas muecas.
Apoyó la pequeña mano en la persiana de la ventana y los obser-
vó fijamente; había infinidad de angustia, desprecio y feroz amar-
gura en sus ojos negros mientras miraba. «¿.Sería pecado librar al
mundo de semejante desgraciado?» se preguntaba.
Se apartó deprisa y se encaminó a una puerta trasera, subió una
escalera y llamó a la puerta de Emmeline.
CAPÍTULO XLVI
EMMELINE Y CASSY
Cassy entró en la habitación y encontró a Emmeline sentada, pá-
lida de miedo, en el rincón más apartado. Cuando entró, la mucha-
cha se sobresalto con nerviosismo; pero, al ver quién era, se aba-
lanzó sobre ella y la cogió del brazo, diciendo:
––Oh, Cassy, eres tú. ¡Me alegro tanto de que hayas venido! Te-
nía miedo de que fuese... ¡Ay, no sabes qué ruidos más horribles ha
habido toda la noche allí abajo!
––Ya puedo saberlo ––dijo Cassy secamente––. Lo he oído bas-
tantes veces.
––Oh, Cassy, dime, ¿no podremos escaparnos de este lugar? ¡No
me importa adónde... a los pantanos entre serpientes, a cualquier
sitio! ¿No podemos escapamos a algún sitio lejos de aquí?
––A ninguno excepto a nuestras tumbas ––dijo Cassy.
––¿Lo has intentado alguna vez?
––He visto intentarlo bastantes veces, y he visto cómo acaba ––
dijo Cassy.
Yo estaría dispuesta a vivir en los pantanos y roer la corteza de
los árboles. ¡No me dan miedo las serpientes! ¡Prefiero tener a una
serpiente cerca que a él! ––dijo Emmeline con vehemencia.
––Aquí ha habido muchas personas de la misma opinión que tú –
–dijo Cassy––; pero no podrías quedarte en los pantanos: te perse-
guirían los perros y te traerían de vuelta, y entonces... entonces...
––¿Qué haría? ––preguntó la muchacha, mirándole la cara y con-
teniendo el aliento.
––¡Qué es lo que no haría, deberías preguntar! ––dijo Cassy––.
Aprendió bien su oficio entre los piratas de las Antillas. No dormi-
rías mucho si yo te contara las cosas que he visto, las cosas que
cuenta a veces, como broma. He oído gritos aquí que no he podido
quitarme de la cabeza durante semanas y semanas. Hay un sitio
allá abajo, cerca de los barracones, donde se ve un árbol negro y
destrozado y todo el suelo cubierto de cenizas negras. Pregunta a
cualquiera qué ocurrió allí, a ver si se atreven a contártelo.
––¡Oh! ¿Qué quieres decir?
––No te lo diré. No soporto pensarlo. Y ya te digo, sólo el Señor
sabe lo que veremos mañana, si ese pobre sigue como ha empeza-
do.
––¡Es horrible! ––dijo Emmeline, cuyo rostro se quedó exangüe
al oírlo––. ¡Oh Cassy, dime lo que he de hacer!
––Lo que he hecho yo. Lo mejor que puedas... haz lo que debas, y
compénsalo odiando y maldiciéndolo.
––Pretendía que bebiera un poco de su asqueroso brandy dijo
Emmeline–– y lo odio tanto...
––Más te valdría beberlo ––dijo Cassy––. Yo también lo odiaba,
y ahora no sé vivir sin él. Una debe tener algo; las cosas no pare-
cen tan terribles cuando tomas eso.
––Mi madre me decía que no tomara nada parecido ––dijo Em-
meline.
––¡Te lo decía tu
madre!
––dijo Cassy, poniendo amargo y con-
movedor énfasis en la palabra «madre»––. ¿De qué sirve que las
madres nos digan nada? A todos nos venden y pagan por nosotros
con dinero, y nuestras almas pertenecen al que nos compra. Así
son las cosas. Conque yo te digo que bebas brandy; bebe todo lo
que puedas, y te hará más fáciles las cosas.
––¡Ay, Cassy, compadécete de mí!
––¡Compadecerme de ti! ¿Acaso no te compadezco? ¿No tengo
una hija... Dios sabe dónde está y de quién es ahora... que irá por el
mismo camino que fue su madre antes que ella, supongo, y por el
que irán sus hijas después? ¡No acabará la maldición, jamás!
––¡Ojalá no hubiera nacido! ––dijo Emmeline, retorciéndose las
manos.
––Ése es un viejo deseo mío ––dijo Cassy––. Ya me he acostum-
brado a desear eso. Me moriría si me atreviese ––dijo, mirando
afuera a la oscuridad con la expresión de tranquila desesperación
que era la habitual de su cara en reposo.
––Sería malvado matarse ––dijo Emmeline.
––No sé por qué; no más malvado que las cosas que vemos y
hacemos día tras día. Pero las hermanas me contaban cosas, cuan-
do estuve en el convento, que me hacen temer la muerte. Si fuera
el final de todo, pues entonces...
Emmeline se dio la vuelta y escondió el rostro entre las manos.
Mientras tenía lugar esta conversación en el dormitorio, Legree,
vencido por la parranda, se había quedado dormido abajo en el sa-
lón. Legree no era un borracho habitual. Su burda y fuerte natura-
leza ansiaba y aguantaba un estímulo constante, que habría destro-
zado y enloquecido completamente una naturaleza más delicada.
Pero un espíritu profundamente arraigado de prudencia impedía
que sucumbiese a menudo a sus ansias de beber tanto como para
perder el control de sí mismo.
Esta noche, sin embargo, en los esfuerzos febriles por desterrar de
su mente aquellos temidos elementos de pena y remordimiento que
se habían despertado en su interior, se había abandonado más de lo
habitual, de manera que, cuando despidió a sus negros asistentes,
cayó pesadamente sobre un sofá del salón y se quedó profunda-
mente dormido.
¡Ay! ¿.Cómo se atreve el alma malvada a entrar en el tenebroso
mundo de los sueños? ¿En esa tierra cuyos oscuros confines están
tan temiblemente cerca de la mística escena de la retribución? Le-
gree soñaba. En su sueño pesado y febril, una figura envuelta en
velos se erguía a su lado y le puso la fría y suave mano encima. Le
pareció saber quién era y se estremeció con un horror creciente,
aunque la cara estaba oculta. Entonces le pareció sentir aquel me-
chón enroscarse en sus dedos, y después deslizarse alrededor de su
cuello y tensarse cada vez más hasta no permitirle respirar; y des-
pués creyó que unas voces le susurraban palabras que le helaban de
espanto. Luego le pareció que estaba en el borde de un abismo te-
rrible, sujetándose y luchando con un terror mortal, mientras oscu-
ras manos se extendían para llevarlo abajo; y Cassy se le acercó
por detrás, riéndose, y lo empujó. Y después se irguió la solemne
figura tapada y levantó el velo. Era su madre; y le volvió la espalda
y él se cayó abajo, abajo, entre un confuso ruido de chillidos y ge-
midos y carcajadas demoníacas... y Legree despertó.
La luz rosácea de la aurora se filtraba dentro de la habitación. La
estrella matutina miraba al hombre pecador con su solemne ojo sa-
grado desde el cielo del amanecer. ¡Ay, con qué frescura, con qué
solemnidad y belleza, nace cada nuevo día!, como si dijera al
hombre insensato «¡Mira, tienes otra oportunidad! ¡Lucha por con-
seguir la gloria inmortal!». No hay palabras ni lenguaje donde no
se oiga esta voz, pero el hombre vil y malvado no la oyó. Se des-
pertó con un juramento y una blasfemia. ¿Qué le importaba a él el
oro y la púrpura, el milagro cotidiano del amanecer? ¿Qué le im-
portaba a él la santidad de la estrella elegida por el Hijo de Dios
como su propio emblema? Como una bestia, veía sin percibir; ade-
lantándose a trompicones, se sirvió un vaso de brandy y se bebió la
mitad de un trago.
––¡He pasado una noche del infierno! ––le dijo a Cassy, que en-
traba en ese momento por una puerta que estaba enfrente.
––¡Pasarás muchas noches de ésas, dentro de poco! ––dijo ella
secamente.
––¿Qué quieres decir, zorra?
––Ya te enterarás un día de éstos ––replicó Cassy con el mismo
tono––. Bien, Simon, tengo un consejo que darte.
––¡No me digas!
––Mi consejo es ––dijo Cassy serenamente, mientras arreglaba
unas cosas de la habitación–– que dejes en paz a Tom.
––¿Y por qué te importa a ti?
–– ¿Que por qué me importa? Desde luego, no se me ocurre el
porqué. Si tú quieres pagar mil doscientos por un tipo y dejarlo in-
servible en plena temporada, sólo por despecho, no es asunto mío;
yo he hecho lo que he podido por él.
––¿Ah, sí? ¿Y con qué derecho te entrometes en mis asuntos?
––Con ninguno, desde luego. Te he ahorrado varios miles de dó-
lares en diferentes momentos, cuidando de tus braceros, y así me lo
agradeces. Si tu cosecha da menos que la de alguno de tus compin-
ches, ¿no perderás tu apuesta, acaso? Supongo que Tompkins no se
relamerá, y que tú pagarás tu deuda como una dama, ¿eh? ¡Ya te
imagino yo!
Como otros muchos plantadores, Legree tenía sólo una ambición:
conseguir la mejor cosecha de la temporada; y tenía varias apuestas
pendientes en el pueblo cercano sobre ese mismo año. Por eso Cas-
sy, con su tacto femenino, tocaba la única fibra que sabía hacer vi-
brar en él.
––Bien, lo dejaré estar con lo que se ha llevado ––dijo Legree––,
pero tendrá que pedirme perdón y prometer portarse mejor.
––No lo hará ––dijo Cassy.
––¿Que no?
––No lo hará ––dijo Cassy.
––Quisiera saber por qué, señorita preguntó Legree con absoluto
desdén.
––Porque se ha portado correctamente y él lo sabe y no va a decir
que se ha portado mal.
––¿Y a quién diablos le importa lo que él sepa? Ese negro dirá lo
que yo quiero o...
––O perderás tu apuesta sobre la cosecha de algodón, mantenién-
dolo alejado del campo en el momento de más trabajo.
––Pero tendrá que someterse, ya lo creo; ¿no sé yo cómo son los
negros? Suplicará como un perro esta mañana.
––No lo hará, Simon. No conoces a este tipo de negro. Puedes de-
jarlo casi muerto, pero no le sacarás n una palabra de confesión.
––Ya lo veremos. ¿Dónde está? ––preguntó Legree, saliendo.
––En el trastero de la sala de máquinas ––dijo Cassy.
A pesar de haber hablado con Cassy con tanto coraje, Legree sa-
lió de la casa con un punto de recelo poco habitual en él. Los sue-
ños de la noche pasada mezclados con los consejos prudenciales de
Cassy habían hecho mella en su ánimo. Decidió que no habría tes-
tigos de su entrevista con Tom y que, si no podía someterlo a la
fuerza, dejaría pendiente su venganza para un momento más propi-
cio.
La sublime luz del amanecer, la gloria angelical de la estrella ma-
tutina, se asomaba a la burda ventana del cobertizo donde yacía
Tom, y, como si bajasen sobre ese haz de luz, llegaron las solem-
nes palabras: «Soy la raíz y la progenie de David, la brillante estre-
lla de la mañana.» Las misteriosas advertencias e insinuaciones de
Cassy, lejos de desanimarle, habían despertado su alma como una
llamada del cielo. No sabía si nacía con el alba el día de su muerte;
su corazón latía en una angustia de regocijo y anhelo mientras pen-
saba en el maravilloso todo que había imaginado tantas veces: el
gran trono blanco con su arco iris siempre resplandeciente, la mul-
titud vestida de blanco, con voces sonoras como el agua, las coro-
nas, las palmas, las arpas; todo podría presentarse ante sus ojos an-
tes de que el sol volviera a ponerse. Por lo tanto, oyó sin estreme-
cerse ni temblar la voz de su perseguidor, que se le acercaba.
––Bien, muchacho ––dijo Legree con una patada de desprecio––,
¿cómo te encuentras? ¿No te dije yo que ibas a aprender un par de
cosas? ¿Te gusta, eh? ¿Cómo te ha sentado la paliza, Tom? No es-
tás tan ufano como anoche. Ahora no estás para sermonear a un
pobre pecador, ¿eh?
Tom no respondió.
––¡Levántate, bestia! ––dijo Legree, asestándole otra patada.
Ésta era una operación difícil para alguien tan magullado y débil,
y Legree se rió brutalmente al ver los esfuerzos de Tom por hacer-
lo.
––¿Qué es lo que te hace tan ágil esta mañana, Tom? ¿Te enfiaste
anoche, acaso?
Ahora Tom se había puesto de pie y se enfrentaba a su amo con
un semblante firme e impasible.
––¡Aún puedes erguirte, maldita sea! ––dijo Legree, mirándolo de
arriba a abajo––. Creo que todavía no has tenido bastante. Ahora,
Tom, ponte de rodillas y pídeme perdón por tus jugarretas de ano-
che.
Tom no se movió.
––¡Abajo, perro! ––dijo Legree, golpeándolo con su fusta.
––Amo Legree ––dijo Tom––, no puedo hacerlo. Sólo hice lo que
me parecía correcto. Haré lo mismo si se presenta la ocasión. Nun-
ca cometeré un acto de crueldad, pase lo que pase.
––Sí, pero no sabes qué es lo que puede pasar, señorito Tom.
Crees que tienes algo. Yo te digo que no es nada, absolutamente
nada. ¿Cómo te gustaría que te ataran a un árbol y encendieran un
fuego lento a tu alrededor? Sería agradable, ¿eh, Tom?
––Amo ––dijo Tom––, sé que puede usted hacer cosas terribles;
pero... ––se irguió y juntó las manos––, pero, después de que me
haya matado el cuerpo, no hay nada más que pueda hacer. Y, ¡ay!,
después de eso, ¡viene toda la ETERNIDAD!
«ETERNIDAD»: la palabra resonó en el alma del hombre negro
con luz y fuerza mientras hablaba; también resonó en el alma del
pecador, como la mordedura de un escorpión.
Legree rechinó los dientes pero la furia le impedía hablar; y Tom
habló con voz clara y alegre, como un hombre liberado:
––Amo Legree, como usted me ha comprado, seré un sirviente
bueno y leal para usted. Le daré todo el trabajo de mis manos, todo
mi tiempo, toda mi fuerza; pero no daré el alma a ningún hombre
mortal. Me aferraré al Señor y antepondré sus mandamiento a todo
lo demás, viva o muera, puede usted creérselo. Amo Legree, no
tengo ni pizca de miedo a morir. Puede usted azotarme, matarme
de hambre, quemarme; sólo conseguirá que llegue antes adonde
quiero ir.
––¡Yo haré que te rindas, antes de acabar contigo! ––dijo Legree
furioso.
––Tendré
ayuda
––dijo Tom––; no podrá hacerlo.
––¿Quién demonios te va a ayudar a ti? preguntó Legree con des-
precio.
––El Señor Todopoderoso ––dijo Tom.
––¡Maldito seas! ––dijo Legree y derribó a Tom con un golpe de
su puño.
Una mano fría y suave se posó sobre la de Legree en ese momen-
to. Éste se volvió; era la de Cassy; pero el tacto frío y suave le re-
cordó el sueño de la noche pasada y todas las imágenes de sus vigi-
lias acudieron a los recovecos de su cerebro con una porción del
horror que solía acompañarlas. ––—Quieres ser tonto? ––preguntó
Cassy en francés––. ¡Deja que se vaya! Deja que yo lo ponga en
condiciones de nuevo para trabajar en el campo. ¿No tenía razón
en lo que te decía?
Dicen que el caimán y el rinoceronte, a pesar de estar cubiertos
de una armadura a prueba de balas, tienen un punto vulnerable, y
que los depravados fieros y descreídos tienen en común con ellos
este punto de terror supersticioso.
Legree se giró, decidido a dejar pasar el asunto de momento.
––Bien, haremos lo que tú quieres ––dijo tercamente a Cassy––.
¡Escúchame, tú! ––le dijo a Tom––; no te ajustaré las cuentas aho-
ra porque los negocios apremian y necesito a todos mis braceros;
pero yo nunca olvido. ¡Lo apuntaré en tu cuenta y en algún mo-
mento te lo haré pagar en tu negro pellejo, no lo olvides!
Legree se volvió y se marchó.
––¡Vete de aquí! ––dijo Cassy siguiéndolo con mirada torva––.
¡Ya te llegará el momento de rendir cuentas!... Pobre amigo, ¿có-
mo te encuentras?
––El Señor Dios ha mandado a un ángel y ha cerrado la boca del
león de momento ––dijo Tom.
––De momento, desde luego ––dijo Cassy––, pero ahora te odia y
su malquerencia te seguirá día y noche, como un perro colgado de
tu cuello y chupándote la sangre, quitándote la vida gota a gota. Lo
conozco.
CAPÍTULO XXXVII
LA LIBERTAD
No importa con qué formalidades lo
hayan consagrado en el altar de
la esclavitud, en el mismo momento
en que pone pie en el sagrado suelo
de Gran Bretaña, el altar y el Dios se
hunden en el polvo y queda redimido,
regenerado y liberado, por el genio
irresistible de la emancipación univer-
sal.
Curran
Debemos dejar a Tom un rato en manos de sus torturadores mien-
tras nos volvemos para seguir las aventuras de George y su esposa,
a los que dejamos en manos amigables en una granja al borde del
camino.
Dejamos a Tom Loker revolviéndose y gruñendo en una inmacu-
lada cama cuáquera, bajo la supervisión maternal de la tía Dorcas,
quien le encontraba un paciente tan dócil como si fuera un bisonte
enfermo.
Imaginaos a una mujer alta, decorosa y espiritual con un limpio
gorro de muselina posado encima de las ondas de su cabello pla-
teado, partidas en medio de una frente despejada debajo de la cual
asoman unos ojos grises y pensativos. Un níveo pañuelo de gasa
está pulcramente plegado sobre su pecho; su vestido de lustrosa
seda marrón susurra pacíficamente mientras se desliza de un lado a
otro en el dormitorio.
––¡Diablos! ––dijo Tom, apartando la ropa de cama con brusque-
dad.
––Debo pedirte, Thomas, que no utilices semejante lenguaje ––
dijo la tía Dorcas, arreglando tranquilamente la cama.
––Pues no lo utilizaré, abuela, si puedo evitarlo ––dijo Tom––;
pero hace tanto maldito calor que es difícil no renegar.
Dorcas quitó una colcha y volvió a ordenar la ropa de cama, que
remetió hasta conseguir que Tom pareciera una especie de crisáli-
da, comentando al mismo tiempo:
––Me gustaría, amigo, que dejaras de jurar y blasfemar y enmen-
daras tus modales.
––¿Por qué demonios ––preguntó Tom–– iba a pensar en mis
modales? Es lo último en lo que quisiera pensar, ¡maldita sea!
Y Tom se sacudió, revolviendo y desordenando la cama, dejándo-
la toda de una forma espantosa de contemplar.
––Ese tipo y esa muchacha están aquí, supongo ––dijo él hosca-
mente tras una pausa.
––Así es ––dijo Dorcas.
––Más vale que se larguen al lago ––dijo Tom––; cuanto antes,
mejor.
––Probablemente lo hagan ––dijo la tía Dorcas, tejiendo serena-
mente.
––Y óyeme ––dijo Tom––, tenemos asociados en Sandusky que
vigilan los barcos por nosotros. Ahora no me importa contarlo. Es-
pero que se escapen, aunque sólo sea para fastidiar a Marks, ¡con-
denado perro, maldita sea su estampa!
––¡Thomas! ––dijo Dorcas.
––Te digo, abuela, que si me atas demasiado corto, reventaré ––
dijo Tom––. Pero en cuanto a la muchacha: diles que la vistan de
otra forma para cambiarle de aspecto. Han publicado su descrip-
ción en Sandusky.
––Nos encargaremos de ese asunto ––dijo Dorcas con su habitual
compostura.
Como nos vamos a despedir aquí de Tom Loker, diremos que,
después de pasar tres semanas en casa de los cuáqueros, postrado
con fiebres reumáticas además de sus otros males, Tom se levantó
de la cama algo más triste y más sabio; y, en lugar de atrapar a es-
clavos, se instaló en una de las nuevas colonias, donde dedicó sus
talentos con mejor fortuna a la caza de osos, lobos y otros habitan-
tes del bosque, actividad que le valió una gran reputación en toda
la zona. Tom siempre habló de los cuáqueros con respeto.
––Buena gente ––solía decir––; quisieron convertirme, pero no lo
consiguieron. Pero te diré, forastero, cuidan de maravilla a los en-
fermos, y ésa es la pura verdad. Hacen los mejores caldos y chu-
cherías del mundo.
Como Tom les había advertido que estarían buscando al grupo en
Sandusky, pensaron que sería prudente dividirse. Jim se adelantó
solo con su anciana madre, y una noche o dos después llevaron a
George y Eliza con su hijo a Sandusky, y los alojaron en un hospi-
tal antes de embarcarlos en el lago para el último tramo del viaje.
La noche estaba muy adelantada y la estrella matutina de la liber-
tad se alzaba ante sus ojos ––¡palabra eléctrica! ¿Qué tendrá? ¿Es
más que un nombre o un recurso retórico? ¿Por qué, hombres y
mujeres de Estados Unidos, se os estremece la sangre en el corazón
al oír esta palabra, por la que dieron vuestros padres su sangre y
vuestras madres estuvieron dispuestas a perder a los más nobles y
mejores de los suyos?
¿Tiene algo de glorioso y querido para una nación que no lo sea
también para el hombre? ¿Qué es la libertad de una nación sino la
libertad de los individuos que viven en ella? ¿Qué es la libertad pa-
ra aquél joven allí sentado, con los brazos cruzados sobre el ancho
pecho, el tinte de sangre africana en su rostro y sus oscuros fuegos
en sus ojos? ¿Qué es la libertad para George Harris? Para vuestros
padres, la libertad era el derecho de una nación a ser nación. Para
él, es el derecho de un hombre a ser hombre, y no bestia; el dere-
cho a llamar esposa a su esposa y protegerla de la violencia sin ley;
el derecho a proteger y educar a su hijo; el derecho a tener casa
propia, religión propia, personalidad propia y no supeditada a la
voluntad de otro. Todos estos pensamientos se revolvían y bullían
en el pecho de George mientras apoyaba la cabeza en la mano y
miraba a su esposa ajustar a su bonito cuerpo esbelto las prendas
de hombre que consideraron que debía vestir para tener mayor se-
guridad al escapar.
Vamos allá ––dijo, colocándose ante el espejo y soltando los
abundantes rizos de su cabello negro––. Oye, George, es casi una
lástima, ¿verdad? ––dijo, levantando juguetona un mechón––, es
una lástima que lo tenga que perder, ¿eh?
George sonrió tristemente pero no contestó.
Eliza se volvió hacia el espejo y las tijeras centellearon mientras
separaba mechón tras mechón de su cabeza.
––Bueno, ya está bien ––dijo, cogiendo un cepillo––; ahora le da-
ré unos toques de fantasía. Bien, ¿no soy un chico muy guapo? ––
preguntó, volviéndose hacia su marido, vendo y ruborizándose a la
vez.
––Siempre serás guapa, hagas lo que hagas ––dijo George.
––¿Por qué estás tan serio? ––preguntó Eliza, apoyándose sobre
una rodilla y poniendo su mano sobre la de él––. Dicen que esta-
mos a sólo veinticuatro horas del Canadá. ¡Sólo un día y una noche
en el lago, y después... ah, después!
––¡Oh, Eliza! ––dijo George, estrechándola en sus brazos––; ¡eso
es! Mi destino se ha reducido a un punto fino. ¡Estar tan cerca, casi
verlo, y luego perderlo todo! Nunca lo superaría, Eliza.
––No temas ––dijo su esposa, esperanzada––. El buen Señor no
nos habría dejado llegar tan cerca si no pensara llevarnos hasta el
final. Me parece sentir que Él está con nosotros, George.
––¡Eres una mujer bendita, Eliza! ––dijo George, abrazándola
con fuerza––. Pero, dime, ¿puede ser para nosotros tan gran mise-
ricordia? ¿Pueden acabar tantos años de sufrimiento? ¿Seremos
libres?
––Estoy segura, George ––dijo Eliza, mirando hacia arriba con
lágrimas de esperanza y entusiasmo brillando entre sus largas pes-
tañas negras––. Siento dentro de mí que el Señor nos va a liberar
de la esclavitud este mismo día.
Te creo, Eliza ––dijo George, levantándose de repente––. Quiero
creer; venga, vámonos. Pues, desde luego ––dijo, apartándola un
poco para mirarla con admiración––, eres un tipo guapo. Esa mata
de rizos cortos te favorece bastante. Ponte la gorra, así, un poco
ladeada. Nunca te he visto tan guapa. Pero ya casi es la hora del
carruaje; me pregunto si la señora Smyth tiene a Harry preparado.
Se abrió la puerta y entró una mujer respetable de mediana edad
llevando de la mano al pequeño Harry, vestido con ropas de niña.
––¡Qué niña más guapa es! ––dijo Eliza, haciéndole darse la
vuelta––. Le llamaremos Hamet, ¿eh? ¿No le va muy bien el nom-
bre?
El muchacho se quedó muy serio mirando a su madre con su
atuendo nuevo y extraño, manteniendo un silencio profundo y sus-
pirando hondamente de vez en cuando al mirarla a hurtadillas a
través de sus oscuros rizos.
––¿No conoces a mamá, Harry? ––dijo Eliza, extendiendo los
brazos hacia él.
El niño se agarraba tímidamente a la mujer.
––Vamos, Eliza, ¿por qué intentas hacerle mimos si sabes que
hay que mantenerlo alejado de ti?
––Sé que es tonto ––dijo Eliza––, pero no soporto ver que me re-
chace. Pero, vamos, ¿dónde está mi capa? Aquí está. ¿Cómo os
ponéis la capa los hombres, George?
––Debes llevarla así ––dijo su marido, echándosela por encima de
los hombros.
––Así, entonces ––dijo Eliza, imitando su movimiento––; y debo
pisar fuerte y dar zancadas y poner cara de insolente.
––No te esfuerces ––dijo George––. De vez en cuando existe un
joven recatado y creo que te sería más fácil hacer ese papel.
––¡Y estos guantes, que Dios se apiade de nosotros! dijo Eliza––.
Se me pierden las manos dentro de ellos.
––Te aconsejo que los mantengas puestos todo el tiempo ––dijo
George––. Tu manita fina podría delatarnos a todos. Ahora, señora
Smyth, usted viene a nuestro cargo y será nuestra tía, acuérdese.
––Me he enterado ––dijo la señora Smyth–– de que han venido
hombres a alertar a los capitanes de los paquebotes sobre un hom-
bre y una mujer con un niño pequeño.
––¿Ah, sí? ––preguntó George––. Bien, si vemos personas así, se
lo diremos.
En ese momento un coche de alquiler se detuvo en la puerta y la
familia amable que había acogido a los fugitivos se agrupó en to-
mo a ellos para despedirlos.
Los disfraces que había adoptado el grupo iban de acuerdo con
las sugerencias de Tom Loker. Afortunadamente, la señora Smyth,
una mujer respetable de la colonia del Canadá adonde se dirigían,
que estaba a punto de cruzar el lago para regresar allá, había con-
sentido en hacer de tía del pequeño Harry; y para que le cogiera
cariño, éste había pasado los dos últimos días bajo sus cuidados
exclusivos; una cantidad enorme de mimos, junto con una ración
ingente de tortas y caramelos, había cimentado un cariño muy fir-
me por parte del joven caballero.
El coche los llevó al muelle. Los dos jóvenes caballeros, como
parecían, subieron al barco por la plancha, Eliza galantemente
ofreciendo el brazo a la señora Smyth y George haciéndose cargo
del equipaje.
George estaba en la oficina del capitán para pagar el pasaje de su
grupo cuando oyó hablar a dos hombres cerca de él.
––He mirado a todos los que han subido a bordo ––dijo uno–– y
sé que no están en este barco.
La voz era del administrador del barco. El interlocutor a quien se
dirigía era nuestro antiguo amigo Marks que, con esa perseverancia
tan valiosa que le caracterizaba, se había presentado en Sandusky
para ver a quien podía aniquilar.
Apenas se puede distinguir a la mujer de una blanca ––dijo
Marks––. El hombre es un mulato muy claro, y tiene la marca de
un hierro en una mano.
La mano con la que George cogía los billetes y su vuelta tembló
levemente; pero se volvió tranquilamente, fijó una mirada indife-
rente en el rostro del que hablaba y se encaminó lentamente a otra
zona del barco, donde lo esperaba Eliza.
La señora Smyth se fue con Harry en busca de la intimidad del
camarote de las señoras, donde la belleza cetrina de la niña atraía
muchos comentarios halagadores de las pasajeras.
George tuvo la satisfacción, cuando sonó la campana de despedi-
da, de ver a Marks bajar a tierra por la plancha, y dio un hondo
suspiro de alivio cuando el barco había puesto entre ellos una dis-
tancia infranqueable.
Era un día magnífico. Las olas azules del lago Ene bailaban, se
rizaban y rutilaban a la luz del sol. Soplaba un aire fresco desde la
orilla y el barco señorial avanzaba lenta y majestuosamente.
¡Qué mundo inenarrable encierra el corazón humano! ¿Quién
imaginaría, al ver a George caminar arriba y abajo por la cubierta
del barco de vapor con su tímido compañero a su lado, todo lo que
ardía dentro de su pecho? El maravilloso bien que se aproximaba
parecía demasiado bueno, demasiado hermoso para ser real, y sen-
tía a cada momento del día un recelo horroroso de que algo pudiera
arrebatárselo.
Pero el buque siguió avanzando. Pasaron veloces las horas y, por
fin, se alzaron claras y plenas las benditas orillas inglesas; orillas
hechizadas por una poderosa varita, un toque de la cual disolvía
cada sortilegio de esclavitud, fuese cual fuese el idioma en el que
se pronunciase o el poder nacional que lo sancionase.
George permaneció cogido del brazo de su esposa mientras el
barco se acercaba al pequeño pueblo de Amhertsberg, en Canadá.
Su respiración se hizo rápida y entrecortada; se le nublaron los
ojos; apretó en silencio la pequeña mano que temblaba sobre su
brazo. Sonó la campana; el barco se detuvo. Sin ver apenas lo que
hacía, buscó su equipaje y reunió a su pequeño grupo. La compa-
ñía bajó a tierra. Se quedaron quietos hasta que el barco se hubiese
apartado; entonces, entre lágrimas y abrazos, se arrodillaron mari-
do y mujer, con su hijo perplejo en los brazos, y elevaron sus co-
razones al Señor.
«Era algo así como volver de la muerte a la vida;
de las mortajas de la tumba a los mantos del cielo;
del dominio del pecado y de las luchas de la pasión,
a la libertad pura de un alma llena de gracia;
donde se rasgan las ligaduras de la muerte y el infierno,
y el mortal se inviste de inmortalidad,
cuando la mano de la Misericordia gira la llave,
y su voz dice: “Regocíjate, que tu alma está libre.”»
La señora Smyth llevó al pequeño grupo a la casa hospitalaria de
un buen misionero, que la caridad cristiana ha colocado aquí como
pastor para guiar a los desterrados y a los errantes, que vienen
constantemente a encontrar asilo en esta orilla.
¿Quién puede hablar de la felicidad de ese primer día de libertad?
¿No es el sentido de la libertad más hermoso y más elevado que los
otros cinco? ¡Moverse, hablar, respirar... entrar y salir sin vigilan-
cia, libres de peligro! ¿Quién puede hablar de la felicidad del des-
canso que emana de la almohada del hombre libre, que duerme ba-
jo leyes que le garantizan los derechos que Dios ha dispensado a
los hombres? ¡Qué bello y precioso para aquella madre el rostro de
su hijo dormido, más apreciado aún por el recuerdo de los mil pe-
ligros pasados! ¡Qué imposible dormir, con la posesión exuberante
de semejante felicidad! Y sin embargo, estos dos seres no tenían ni
un acre de tierra, ni un techo para cubrirse; lo habían gastado todo,
hasta el último dólar. No poseían más que los pájaros del aire o las
flores del campo; sin embargo, la felicidad no les permitía dormir.
«Oh, vosotros que quitáis la libertad a los hombres, ¿con qué pala-
bras respondéis por ello ante Dios?»
CAPÍTULO XXXVIII
LA VICTORIA
Gracias sean dadas a Dios, que nos da
la victoria.
En el fatigoso camino de la vida, ¿no hemos pensado muchos de
nosotros en algún momento que era mucho más fácil morir que vi-
vir?
El mártir, incluso cuando se enfrenta a una muerte de angustia y
horror corporales, encuentra en el mismo terror de su destino un
fuerte estimulante y tónico. Hay una gran emoción, una excitación
y un fervor que le ayudan a soportar cualquier crisis de sufrimiento
que significa el inicio de la gloria y el descanso eternos.
Pero vivir, seguir adelante, día tras día, en amarga servidumbre
vejatoria y vil, con cada nervio abatido y deprimido, cada senti-
miento paulatinamente ahogado, este largo y agotador martirio del
corazón, esta lenta sangría diaria de la vida interior, gota a gota,
hora tras hora: ésta es la verdadera ordalía de lo que es un hombre
o una mujer.
Cuando Tom estuvo cara a cara ante su atormentador y oyó sus
amenazas y creyó en el alma que había llegado su hora, el corazón
se le llenó de valor y pensó que podría aguantar tortura y fuego,
cualquier cosa, con la visión de Jesús y el cielo sólo un paso más
allá; pero cuando se marchó, y la excitación del momento hubo pa-
sado, volvió el dolor de su cuerpo magullado y cansado, volvió la
conciencia de su estado totalmente degradado, humillado y desam-
parado, y los días fueron pasando con muchas fatigas.
Mucho antes de que se le hubieran curado las heridas, Legree in-
sistió en que se le destinara al trabajo regular en el campo; así si-
guieron días y días de dolor y cansancio, agravados por todas las
clases de injusticias y humillaciones que era capaz de inventar la
malquerencia de una mente rastrera y maliciosa. Cualquiera que,
en nuestras circunstancias, haya experimentado el dolor, incluso
con todos los paliativos que, para nosotros, suelen acompañarlo,
debe conocer la exasperación que conlleva. A Tom ya no le sor-
prendía la hosquedad habitual de sus compañeros; al contrario,
descubrió que el temperamento plácido y optimista que había teni-
do toda la vida era violentado y sufría incursiones del mismo talan-
te. Se había complacido leyendo la Biblia en sus momentos de
ocio, pero aquí no existía el ocio. En plena temporada, Legree no
dudaba en explotar a todos sus braceros, tanto el domingo como
los días laborables. ¿Por qué no iba a hacerlo? Así sacaba más al-
godón y podía ganar su apuesta; y si se echaban a perder unos
cuantos trabajadores, podía comprar otros mejores. Al principio,
Tom solía leer un versículo o dos de la Biblia, a la luz del fuego,
después de regresar del tráfago cotidiano; pero después del cruel
castigo que le aplicaron, volvía a casa tan agotado que la cabeza le
daba vueltas y los ojos le fallaban cuando intentaba leer, por lo que
se contentaba tumbándose con los demás, totalmente extenuado.
¿Es raro que el sosiego y la confianza religiosos que le habían
sustentado hasta ahora dieran paso a conmociones del alma y tinie-
blas desesperanzadas? Los problemas más tenebrosos de esta vida
misteriosa estaban constantemente ante sus ojos: almas aplastadas
y envilecidas, el mal triunfante y Dios callado. Durante semanas y
meses Tom luchó, a oscuras y con tristeza, dentro de su propia al-
ma. Pensaba en la carta de la señorita Ophelia a sus amigos de
Kentucky y rezaba fervientemente para que Dios le enviara la libe-
ración. Miraba, día tras día, con la tenue esperanza de ver llegar a
alguien para redimirlo, y cuando no llegaba, se agolpaban en su
alma amargos pensamientos: que era inútil servir a Dios y que
Dios se había olvidado de él. A veces veía a Cassy; a veces, cuan-
do lo llamaban a la casa, vislumbraba la figura abatida de Emmeli-
ne, pero no mantenía mucha comunicación con ninguna de las dos;
de hecho, no tenía tiempo de comunicarse con nadie.
Una tarde estaba sentado, totalmente postrado y abatido, junto a
unas brasas agonizantes sobre las que asaba su cena. Puso unas
cuantas ramas secas en el fuego e intentó avivarlo, y después sacó
del bolsillo su gastada Biblia. Allí estaban todos los pasajes mar-
cados que le habían emocionado el alma tantas veces, palabras de
patriarcas y visionarios, de poetas y sabios, que desde tiempos re-
motos habían infundido valor al hombre, voces de entre la gran
masa de testigos que nos rodean en la carrera de la vida. ¿La pala-
bra había perdido su poder o el ojo nublado y los sentidos agotados
ya no podían responder al estímulo de esa poderosa inspiración?
Con un hondo suspiro, lo guardó de nuevo en el bolsillo. Una vul-
gar risotada lo sorprendió; levantó la vista: Legree estaba de pie
frente a él.
––Bien, viejo ––dijo––, ¡parece que tu religión ya no te sirve! ¡Ya
me parecía que te haría entrar eso en tu dura cabeza!
La cruel burla era peor que el hambre y el frío y la desnudez.
Tom permaneció en silencio.
––Has sido idiota ––dijo Legree–– porque yo pensaba tratarte
bien cuando te compré. Podías haber estado mejor que Sambo o
Quimbo y haber vivido tranquilo; y, sin que te azotaran y pegaran
cada dos por tres, podías haber tenido la libertad de mandar en los
demás y azotar a los demás negros; y de vez en cuando podías
haber tomado un buen vaso caliente de ponche de whisky. Vamos,
Tom, ¿no crees que te conviene ser razonable? ¡Tira ese montón de
basura al fuego y únete a mi iglesia!
––¡El Señor no lo quiera! ––dijo Tom con fervor.
––¿No ves que el Señor no va a ayudarte? Si lo hubiera hecho,
¡no habría permitido que yo te echara mano! Esta religión es un
montón de oropeles engañosos, Tom. Yo lo sé todo. Harás mejor
aferrándote a mí. ¡Yo soy alguien y puedo hacer algo!
––No, amo ––dijo Tom––, seguiré adelante. El Señor puede ayu-
darme o no, pero me aferraré a Él y creeré en Él hasta el final.
––¡Peor para ti! ––dijo Legree, escupiéndole con desprecio y
dándole un puntapié––. No importa. Yo te perseguiré y te somete-
ré, ¡ya lo verás! ––y Legree se dio la vuelta y se marchó.
Cuando un gran peso reduce el alma al límite de sus fuerzas, in-
mediatamente todas las fibras físicas y morales ejercen un esfuerzo
desesperado por librarse de él; por lo tanto, la angustia más amarga
va seguida a menudo de una oleada de alegría y valor. Así le ocu-
rrió a Tom. Las provocaciones ateas de su despiadado amo hundie-
ron su alma ya abatida en su punto más bajo; y aunque la mano de
la fe se aferraba todavía a la roca eterna, era con desesperación y
escasa energía ya. Tom permaneció como aturdido junto al fuego.
De repente todo lo que había a su alrededor pareció desvanecerse y
se alzó ante sus ojos una visión de un ser, abofeteado y sangrando,
que llevaba una corona de espinos. Tom miraba, con pavor y admi-
ración, la paciencia majestuosa del semblante: los profundos y pa-
téticos ojos le conmovieron hasta el corazón; su alma despertó
cuando, entre oleadas de emoción, extendió las mano y cayó de ro-
dillas; entonces, poco a poco fue cambiando la visión: los afilados
espinos se convirtieron en haces de gloria y vio el mismo semblan-
te, con una belleza indescriptible, inclinarse compasivamente hacia
él mientras una voz decía: «El que venza se sentará conmigo en mi
trono, de la misma manera que yo vencí y me siento con mi Padre
en su trono.»
Tom no sabía cuánto tiempo llevaba allí. Cuando volvió en sí, se
había apagado el fuego y sus ropas estaban empapadas por el géli-
do rocío, pero había pasado la espantosa crisis del alma y, gracias
al júbilo que lo llenaba, ya no sentía hambre, frío, humillación,
desaliento ni pesadumbre. Desde el mismo fondo de su alma, se
despidió en ese momento de todas las esperanzas de la vida terre-
nal y se ofreció voluntariamente en sacrificio incondicional al Infi-
nito. Tom miró arriba a las silenciosas y eternas estrellas, emble-
mas de las huestes de ángeles que siempre velan por el hombre; y
en la soledad de la noche resonó la letra triunfal de un himno, que
había cantado a menudo en días más felices, aunque nunca con tan-
to sentimiento como ahora:
La tierra se disolverá como la nieve,
el sol dejara de brillar;
pero Dios, que me ha llamado,
será por siempre mío.
Y cuando acabe esta vida mortal
y terminen la carne y los sentidos,
dentro del velo aún poseeré
una vida de júbilo y paz.
Cuando llevemos cien mil años allí,
resplandecientes como el sol,
tendremos tantos días para cantar la gloria de Dios
como cuando comenzamos.
Los que están enterados de las historias religiosas de la población
de esclavos saben que los relatos como el que hemos contado son
muy frecuentes entre ellos. Hemos conocido algunas de sus pro-
pios labios, de tipo muy conmovedor y dramático. Los psicólogos
nos hablan de un estado en el que los afectos y las visiones de la
mente se hacen tan dominantes y opresivos que someten la imagi-
nación a su poder. ¿Quién puede medir lo que es capaz de hacer un
Espíritu omnipresente con estas habilidades de nuestra mortalidad
o de qué manera puede alentar las almas abatidas de los desampa-
rados? Si un pobre esclavo abandonado cree que Jesús se le ha apa-
recido y ha hablado con él, ¿quién va a contradecirle? ¿No ha di-
cho que su misión en todas las épocas es socorrer a los afligidos y
liberar a los apaleados?
Cuando la débil luz del amanecer despertó a los dormidos para
que salieran al campo, había uno entre los desgraciados andrajosos
y trémulos que caminaba con pasos exultantes, pues su fe en el
amor todopoderoso y eterno era más firme que el suelo que pisaba.
¡Ay, Legree, utiliza tus fuerzas ahora! ¡La aflicción más terrible, la
mortificación, la humillación, la necesidad y la pérdida de todas las
cosas sólo servirán para precipitar el proceso que lo convertirá en
un rey y un sacerdote de Dios!
A partir de este momento, una esfera inviolable de paz rodeo el
humilde corazón del oprimido, que el omnipresente Salvador con-
sagró como templo. Ya había pasado la sangría de las penas mun-
danales; ya habían pasado las oscilaciones de esperanza, miedo y
deseo; la voluntad humana, que durante largos años se había do-
blegado, sangrado y luchado, se fundía ahora con la voluntad divi-
na. El viaje restante de la vida le parecía ya tan corto, la bendición
eterna le parecía tan cercana y tan vívida que las peores pesadum-
bres de la vida caían sobre él sin herirle.
Todos se dieron cuenta del cambio en su aspecto. Pareció recupe-
rar el buen humor y la agudeza e infundirse de una serenidad que
ni los insultos ni los agravios eran capaces de turbar.
––¿Qué diablos le ha pasado a Tom? ––preguntó Legree a Sam-
bo––. Hace poco estaba todo abatido y ahora está tan animoso co-
mo un grillo.
––No lo sé, amo; a lo mejor va a escaparse.
––Nos gustaría ver cómo lo intenta ––dijo Legree, con una mueca
brutal–– ¿verdad, Sambo?
––¡Ya lo creo! ¡Ja, ja, ja! ––dijo el gnomo negruzco con una riso-
tada servil––. ¡Señor, qué divertido! ¡Verlo atrapado en el barro...
corriendo y saltando por la maleza con los perros destrozándolo!
¡Señor, creí reventar de risa aquella vez que cogimos a Molly!
Pensé que la iban a despellejar viva antes de que pudiera quitárse-
los de encima. Todavía lleva las huellas de aquella aventura.
––Y las llevará hasta la tumba ––dijo Legree––. Pero tú, Sambo,
espabílate. Si el negro está pensando en algo así, échale la zancadi-
lla.
Amo, puedes confiar en mí dijo Sambo––. Ataré el mapache al
árbol. ¡Jo, jo, jo!
Esta conversación tuvo lugar cuando Legree montaba en su caba-
llo para irse al pueblo cercano. Aquella noche, al regresar, decidió
dar una vuelta por los barracones a caballo para ver si todo estaba
en orden.
Era una magnífica noche iluminada por la luna; las sombras de
los elegantes árboles del paraíso se dibujaban minuciosamente en
el césped y el aire tenía tal serenidad transparente que parecía un
pecado conturbarla. Legree estaba a alguna distancia de los barra-
cones cuando oyó la voz de alguien que cantaba:
Cuando pueda leer la escritura
de mis mansiones en el cielo,
me despediré de mis temores
y me enjugaré los ojos.
Si la tierra lucha contra mi alma,
y me lanza dardos infernales,
me reiré de la cólera de Satanás,
y me enfrentaré al enojo del mundo.
Que caiga el diluvio de los problemas
y se libren tormentas de pena,
pero que yo alcance sano y salvo
mi hogar, mi Cielo, mi Dios, mi Todo.
«¡Ajá!», dijo Legree para sí, «conque eso es lo que cree, ¿eh?
¡Cómo odio estos himnos metodistas!» ––¡Eh, negro! ––dijo, acer-
cándose a Tom de pronto y levantando la fusta––, ¿cómo te atreves
a armar semejante escándalo cuando deberías estar en la cama?
¡Cierra tu maldita raja negra y lárgate!
––Sí, amo ––dijo Tom, y se levantó para marcharse con sereno
buen humor.
La evidente felicidad de Tom sacó de quicio a Legree, que se
aproximó a él y empezó a pegarle en la cabeza y los hombros. ––
¡Toma, perro! ––dijo––. ¡A ver si te encuentras tan cómodo des-
pués de esto!
Pero sus golpes sólo cayeron sobre el exterior del hombre y no,
como antes sucedía, sobre el corazón. Tom se quedó totalmente
sumiso; sin embargo, Legree no podía ocultarse que su poder sobre
su esclavo y propiedad se había esfumado de alguna manera. Y, al
ver a Tom desaparecer en el interior de su barracón y mientras
hacía girar su caballo, le llegó a la mente una de esas visiones con
las que un relámpago de conciencia a veces ilumina un alma oscu-
ra y ruin. Comprendió perfectamente que era Dios quien se inter-
ponía entre él y su víctima, y blasfemó. Aquel hombre sumiso y
callado, al que ni las provocaciones, m las amenazas, ni los latiga-
zos, ni las crueldades eran capaces de perturbar, despertó una voz
en su interior, como la que su Amo despertara antaño en un alma
posesa, que dijo: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús de Naza-
ret? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?»
El alma entera de Tom se desbordaba de compasión y lástima por
los pobres desgraciados que lo rodeaban. Le parecía que sus sufri-
mientos en este mundo ya habían acabado y tenía ganas de com-
partir algo del extraño tesoro de paz y jubilo que le había llegado
desde lo alto, para aliviar los sufrimientos de ellos. Era verdad que
había pocas ocasiones; pero en el camino de ida a los campos y en
el de vuelta y durante las horas de trabajo tuvo oportunidades de
echar una mano a los cansados, descorazonados y abatidos. Al
principio, a las pobres criaturas agotadas y embrutecidas les costa-
ba comprender esto; pero como continuó, semana tras semana y
mes tras mes, empezó a estimular dentro de sus corazones adorme-
cidos cuerdas largo tiempo calladas. Poco a poco e imperceptible-
mente, el extraño hombre paciente y tranquilo, que estaba dispues-
to a llevar la carga de todos y nunca pedía ayuda a nadie, que cedía
el paso a todo el mundo y se ponía el último, que cogía menos que
nadie y sin embargo era el primero en compartir lo poco que tenía
con cualquiera que lo necesitara, el hombre que, en las noches de
frío, daba su ajada manta para hacer más cómoda alguna mujer que
tiritaba por la fiebre, y que llenaba las cestas de los más débiles en
el campo, con el terrible riesgo de quedarse corto él en su propio
peso, y que, aunque lo perseguía con una crueldad sin tregua su
tirano común, nunca se unía a ellos para pronunciar una palabra de
oprobio o blasfemia; este hombre, al fin, empezó a ejercer un ex-
traño poder sobre ellos; y cuando pasó la temporada alta y se les
permitía de nuevo emplear los domingos como quisieran, muchos
se reunían para que él les hablara sobre Jesús. Les hubiera gustado
reunirse en algún lugar para oírlo y rezar y cantar; pero Legree no
lo permitía y en más de una ocasión dispersó tales intentos con ju-
ramentos y terribles maldiciones, de modo que las crónicas divinas
tenían que pasar de boca en boca. Sin embargo, ¿quién puede ex-
presar con qué sencilla alegría algunos de estos pobres desterrados,
para los que la vida era un viaje sin placeres a una oscuridad des-
conocida, recibían noticias sobre un Redentor compasivo y un
hogar celestial? Los misioneros han declarado que, de todos los
pueblos de la tierra, ninguno ha recibido el Evangelio con tanta do-
cilidad y tanto anhelo como el africano. El principio de confianza y
fe incondicional, que es su base, es un elemento más innato en esta
raza que en ninguna otra; y a menudo ha ocurrido entre ellos que
una semilla de verdad dispersa, llevada accidentalmente por una
brisa hasta los corazones más ignorantes, ha dado tantos frutos que
su abundancia ha avergonzado a los de cultura más elevada y hábil.
La pobre mulata cuya sencilla fe fue casi aplastada y destruida
por el alud de crueldades y agravios que le había caído encima sin-
tió cómo su alma era elevada con los himnos y pasajes de la Sa-
grada Escritura que este humilde misionero le susurraba al oído a
ratos mientras iban o volvían del trabajo; e incluso la mente medio
enloquecida y extraviada de Cassy se serenaba y tranquilizaba bajo
su influencia discreta y espontánea.
Espoleada a la locura y la desesperación por los sufrimientos
abrumadores de la vida, Cassy se había prometido muchas veces
en su alma que llegaría su hora de retribución, en la que su mano
se vengaría en su opresor por todas las injusticias y crueldades que
había presenciado o padecido en su propia carne.
Una noche, cuando todos los de la barraca de Tom estaban sumi-
dos en el sueño, de repente le despertó la visión del rostro de ella
por el agujero entre los troncos que hacía las veces de ventana. Le
hizo un gesto silencioso para que saliera.
Tom se acercó a la puerta. Era entre la una y las dos de la madru-
gada, una noche serena iluminada por la luz de la luna. Tom obser-
vó, cuando la luz de la luna cayó sobre los grandes ojos negros de
Cassy, que tenían una mirada extraviada y peculiar, diferente de su
habitual desesperación permanente.
––Ven aquí, padre Tom ––dijo, poniendo su pequeñas mano so-
bre su muñeca y tirando de él con tal fuerza como si la mano fuera
de acero––, ven aquí; tengo una noticia que darte.
––¿Qué quiere, señorita Cassy? ––preguntó Tom, ansioso.
––Tom, ¿no te gustaría tener tu libertad?
––La tendré, señorita, cuando Dios quiera ––dijo Tom.
––Sí, pero puedes tenerla esta noche ––dijo Cassy, con un arreba-
to de energía––. ¡Vamos!
Tom dudó.
––¡Vamos! ––dijo en un susurro, fijando sus negros ojos en él––.
¡Vamos! Está dormido, como un tronco. He puesto bastante en su
brandy para que siga así. Si hubiera tenido más, no me habrías
hecho falta tú. Pero vamos; la puerta de atrás está abierta; hay un
hacha... la he puesto yo allí... la puerta de su cuarto está abierta...
yo te enseñaré el camino. Lo habría hecho yo misma, pero tengo
los brazos débiles. ¡Vamos!
––¡Ni por todo el oro del mundo, señorita! ––dijo Tom con fir-
meza, deteniéndose y reteniéndola a ella, que quería avanzar.
––¡Pero piensa en todas esas pobres criaturas! ––dijo Cassy––.
Podríamos liberarlos a todos, irnos a los pantanos, encontrar una
isla y vivir solos. He oído decir que se ha hecho antes. Cualquier
vida es mejor que ésta.
––¡No! ––dijo Tom con firmeza––. ¡No! Nunca sale nada bueno
del mal. ¡Preferiría cortarme la mano derecha!
––Entonces lo haré yo ––dijo Cassy, volviéndose.
––¡Ay, señorita Cassy! ––dijo Tom, cerrándole el paso––. Por el
amor del querido Señor que murió por usted, ¡no venda su preciosa
alma al diablo de esa manera! No puede resultar nada bueno de
ello. El Señor no nos predica la ira. Debemos sufrir y esperar hasta
que le llegue la hora.
––¡Esperar! ––dijo Cassy––. ¿No he esperado, acaso, hasta que
me da vueltas la cabeza y me duele el corazón? ¡Lo que me ha
hecho sufrir! ¡Lo que ha hecho sufrir a cientos de pobres criaturas!
¿No te está sangrando a ti gota a gota? ¡Ellos me han llamado y me
llaman! ¡Ha llegado su hora y quiero la sangre de su corazón!
––¡No, no, no! ––dijo Tom, cogiendo sus pequeñas manos, apre-
tadas en un espasmo de violencia––. No, pobre alma perdida, no
debe hacerlo. El amado Señor bendito nunca derramó una gota de
sangre que no fuera la suya, y la derramó por nosotros cuando
éramos sus enemigos. Señor, ayúdanos a seguir sus pasos y amar a
nuestros enemigos.
––¡Amar ––dijo Cassy––, amar a semejantes enemigos! No está
en la naturaleza humana.
––No, señorita, no lo está ––dijo Tom, mirando hacia lo alto––;
pero
Él
nos lo da, y ahí está la victoria. Cuando podemos amar y
rezar por todo y a través de todo, entonces ha pasado la batalla y ha
llegado la victoria, ¡bendito sea el Señor! ––y con ojos llenos de
lágrimas y voz ahogada, el hombre negro elevó los ojos al cielo.
Y ésta ¡oh, África!, la última nación en ser llamada para la corona
de espinos, el azote, el sudor de sangre, la cruz de la agonía, ésta
va a ser tu victoria; gracias a esto reinarás con Jesucristo cuando su
reino venga a esta tierra.
El profundo fervor de los sentimientos de Tom, el sosiego de su
voz, sus lágrimas, todo cayó como el rocío sobre el enloquecido e
inquieto espíritu de la pobre mujer. Una dulzura suavizó el fuego
atroz de sus ojos; miró hacia abajo, y Tom notó cómo se relajaban
los músculos de sus manos cuando dijo:
––¿No te he dicho que me persiguen malos espíritus? ¡Ay, padre
Tom! No puedo rezar; ¡ojalá pudiera! No he vuelto a rezar desde
que vendieron a mis hijos. Lo que dices debe ser cierto, lo sé; pero
cuando intento rezar, sólo puedo odiar y maldecir. ¡No puedo re-
zar!
––¡Pobre alma! ––dijo Tom, compasivo––. Satanás quiere tenerte
y pasarte por el tamiz como si fueras trigo. Rezo a Dios por usted.
¡Ay, señorita Cassy, recurra usted al buen Señor Jesús! Él vino pa-
ra socorrer a todos los desolados y consolar a los que lloran.
Cassy permaneció en silencio y grandes lágrimas pesadas empe-
zaron a caer de sus ojos cerrados.
––Señorita Cassy ––dijo Tom con tono vacilante, después de ob-
servarla en silencio–– si pudiera escaparse de aquí, si fuera posible,
le aconsejaría a usted y a Emmeline que huyeran; es decir, si pue-
den irse sin delito de sangre y no de otra forma.
––¿Tú intentarías venir con nosotras, padre Tom?
––No ––dijo Tom–. Ha habido un momento en que sí me hubie-
ra ido; pero el Señor me ha encomendado un trabajo entre estas
pobres almas, así que me quedaré con ellos y llevaré mi cruz con
ellos hasta el fin. Su caso es diferente; para usted es una trampa, y
más de lo que puede soportar; más vale que se marche, si puede.
––No conozco ningún camino más que a través de la tumba ––
dijo Cassy––. No existe bestia ni ave que no pueda encontrar un
hogar en algún sitio; incluso las serpientes y los caimanes tienen
sus lugares para tumbarse a descansar; pero no hay lugar para no-
sotros. Allá abajo en los oscuros pantanos, nos darán caza sus pe-
rros y nos encontrarán. Todo y todos están contra nosotros; hasta
las bestias se unen contra nosotros. ¿Adónde podemos ir?
Tom se quedó callado; después de un rato dijo:
––El que salvó a Daniel en una guarida de leones, El que salva a
los niños en la ardiente caldera; El que anduvo sobre las aguas y
mandó detenerse los vientos, aún vive; y yo tengo fe en que le sal-
vará a usted. Inténtelo y yo rezaré con todas mis fuerzas por usted.
¿Por qué extraña ley de la mente una idea mucho tiempo olvida-
da, pisoteada como si fuera una piedra inútil, brilla de repente con
una luz nueva, como si fuera un diamante recién descubierto?
Muchas veces Cassy había dado vueltas, durante horas, a todos
los posibles planes de fuga y los había desechado todos como im-
practicables e inservibles; pero en ese momento le vino a la mente
un plan tan sencillo y factible en todos los detalles que despertó
una esperanza instantánea.
––¡Padre Tom, lo intentaré! ––dijo de pronto.
––¡Amén! ––dijo Tom––. ¡Que el Señor te ayude!
CAPÍTULO XXXIX
LA ESTRATAGEMA
El camino de los malos es como tinie-
blas, no saben dónde han tropezado.
A buhardilla de la casa donde vivía Legree, como la mayoría de
las buhardillas, era un gran espacio desolado, polvoriento, lleno de
telarañas y trastos inútiles. La opulenta familia que había residido
en la casa en los días de su esplendor había importando una gran
cantidad de muebles magníficos, algunos de los cuales se habían
llevado consigo mientras que otros quedaron olvidados en habita-
ciones desocupadas y decadentes o almacenados en este lugar. Una
o dos enormes cajas de embalaje, que habían servido para transpor-
tar estos muebles, se encontraban junto a las paredes de esta
buhardilla. Tenía una pequeña ventana que dejaba pasar una luz
débil y escasa a través de sus lunas manchadas y sucias que ilumi-
naba las grandes sillas de alto respaldo y mesas polvorientas que
habían conocido mejores tiempos. En conjunto era un lugar sinies-
tro y fantasmal, pero así y todo no faltaban leyendas entre los ne-
gros supersticiosos que aumentaran sus terrores. Unos cuantos
años antes, habían encerrado allí a una mujer negra que había dis-
gustado a Legree. Lo que ocurrió dentro, no lo sabemos; los negros
intercambiaban tenebrosos rumores sobre ello; lo único que se sabe
es que un día bajaron el cadáver de la desgraciada criatura y que lo
enterraron y desde entonces se dice que solían resonar en la vieja
buhardilla juramentos y blasfemias y el sonido de golpes violentos,
entremezclados con lamentos y gemidos de desesperación. Una
vez, cuando Legree oyó por casualidad estas murmuraciones, mon-
tó en cólera y juró que la siguiente persona que contara historias
sobre la buhardilla tendría la oportunidad de enterarse de lo que
había allí por sí misma, pues la tendría encadenada allí dentro du-
rante una semana. Esta amenaza fue suficiente para que cesaran los
rumores aunque, naturalmente, no restó nada de credibilidad a la
historia.
Gradualmente todos los miembros de la casa empezaron a evitar
la escalera que conducía a la buhardilla e incluso el corredor que
conducía a la escalera por miedo a hablar de ello, y poco a poco la
leyenda se iba olvidando. De repente se le haa ocurrido a Cassy
aprovecharse del nerviosismo supersticioso que tanto afectaba a
Legree para conseguir su propia liberación y la de su compañera de
fatigas.
El dormitorio de Cassy estaba justo debajo de la buhardilla. Un
día, sin consultar a Legree, comenzó de forma ostentosa a cambiar
todos los muebles y enseres de su habitación a otra bastante aleja-
da. Los criados subalternos, a los que llamó para llevar a cabo la
mudanza, estaban correteando y trajinando con gran celo y confu-
sión cuando Legree volvió de cabalgar.
––¡Eh, Cass! ––dijo Legree––. ¿Qué bicho te ha picado ahora?
––Nada; sólo quiero tener otra habitación ––dijo Cassy con ter-
quedad.
––¿Y por qué, si puede saberse? ––preguntó Legree.
––Porque quiero ––dijo Cassy.
––Pues vaya, y ¿para qué?
––Me gustaría poder dormir de vez en cuando.
––¡Dormir! ¿Y qué te lo impide?
––Supongo que te lo podría contar si quisieras saberlo ––dijo
Cassy secamente.
––¡Habla claro, zorra! ––dijo Legree.
––¡Oh, nada! A ti no te quitaría el sueño, supongo. ¡Sólo gemidos
y gente forcejeando y rodando por el suelo de la buhardilla la mi-
tad de la noche, desde las doce hasta el amanecer!
––¡Gente arriba en la buhardilla! ––dijo Legree, soltando una ri-
sotada forzada, a pesar de su nerviosismo––. ¿Y quienes son, Cas-
sy?
Cassy levantó sus agudos ojos negros y miró a Legree a la cara,
con una expresión que le llegó hasta la médula, mientras dijo:
––Realmente, Simon, ¿quiénes son? Me gustaría que me lo dije-
ras
tú a mí.
¡Tú no lo sabes, supongo!
Con un juramento, Legree hizo ademán de golpearla con su fusta,
pero ella se deslizó hacia un lado y salió por la puerta, donde, vol-
viéndose, dijo:
––Si quieres dormir en esa habitación, te enterarás. ¡A lo mejor
deberías probarlo! ––y cerró inmediatamente la puerta y giró la
llave.
Legree despotricó y juró y amenazó con tirar la puerta abajo; pero
parece que se lo pensó mejor y se marchó inquieto al salón. Cassy
se dio cuenta de que su dardo había dado en el blanco y, a partir de
ese momento, con una habilidad exquisita, no dejó de atormentarle
con la serie de insinuaciones que había dejado caer.
En el agujero que había en una madera de la buhardilla, introdujo
el cuello de una vieja botella de forma que, cuando soplaba el vien-
to más ligero, producía unos gemidos lo más lúgubres y tristes
imaginables, que, con un viento más fuerte, aumentaban hasta con-
vertirse en unos perfectos aullidos, que, para un oído crédulo y su-
persticioso, bien podrían parecer chillidos de horror y desespera-
ción.
Estos sonidos llegaban de vez en cuando a oídos de los criados y
sirvieron para reavivar con toda su fuerza el recuerdo de la vieja
leyenda del fantasma. La casa pareció llenarse de un espanto tétri-
co y supersticioso; y aunque nadie se atrevió a decírselo a Legree,
él se vio envuelto en su atmósfera.
No hay nadie más supersticioso que un hombre ateo. El cristiano
se consuela con su creencia en un Padre sabio y todopoderoso, cu-
ya presencia llena de luz y orden el vacío de lo desconocido; pero
para el hombre que ha destronado a Dios, los dominios de los espí-
ritus son realmente, en palabras del poeta hebreo, «unas tierras de
tinieblas y la sombra de la muerte», sin orden, donde la luz es os-
curidad. La vida y la muerte son para él zonas fantasmales, fre-
cuentadas por figuras espectrales de tenebroso espanto.
Los dormidos elementos morales de Legree despertaron durante
sus enfrentamientos con Tom; despertaron, pero fueron combatidos
por la fuerza definitiva del mal; sin embargo, cada palabra, plega-
ria o himno producía aún un escalofrío y una conmoción en el os-
curo mundo interior, que reaccionaba con un pavor supersticioso.
La influencia que ejercía Cassy sobre él era de un tipo extraño y
singular. Él era su dueño, su tirano y su torturador. Ella estaba,
como él bien sabía, absolutamente y sin remedio o ayuda posible,
en sus manos; sin embargo, ocurre que el hombre más brutal no
puede vivir en estrecho contacto con una fuerte personalidad fe-
menina sin que lo influya en gran medida. Al principio de haberla
comprado, ella era, como ha relatado, una mujer refinada; después,
él la aplastó sin escrúpulos bajo la bota de su brutalidad. Pero a
medida que el tiempo, las influencias degradantes y la desespera-
ción iban endureciendo dentro de ella su feminidad y despertando
los fuegos de pasiones más salvajes, se había convertido, de alguna
manera, en dueña de él, por lo que pasaba de tiranizarla a temerla
alternativamente.
Esta influencia era más persistente y vejatoria desde que la locura
incipiente prestaba un matiz extraño, siniestro e inquietante a sus
palabras y su lenguaje.
Una noche o dos después de esta escena, Legree estaba sentado
en el viejo salón junto a un fuego débil que llenaba la habitación de
imágenes vacilantes. Era una noche tormentosa y de mucho viento,
una noche de las que arrancan multitudes de ruidos indescriptibles
en viejas casas destartaladas. Las ventanas matraqueaban, las per-
sianas golpeaban, el viento silbaba, retumbaba y rugía por la chi-
menea, levantando una nube de humo y cenizas de vez en cuando,
como si lo siguieran legiones de espíritus. Legree llevaba varias
horas haciendo las cuentas y leyendo los periódicos mientras Cassy
estaba sentada en un rincón, mirando malhumorada el fuego. Le-
gree dejó el periódico y, viendo un viejo libro en la mesa, que Cas-
sy había estado leyendo a primera hora de la tarde, lo cogió y co-
menzó a hojearlo. Era una colección burdamente editada e ilustra-
da de relatos de sangrientos asesinatos, leyendas fantasmales y
apariciones sobrenaturales, de las que ejercen una extraña fascina-
ción sobre el que comienza a leerlas.
Legree hizo algunos comentarios despreciativos pero empezó a
leer, pasando una hoja tras otra, hasta que finalmente, después de
haber leído un rato, tiró el libro con un juramento.
––Tú no creerás en los fantasmas, ¿verdad, Cass? ––dijo, cogien-
do las tenazas para ajustar el fuego––. Creía que eras demasiado
sensata para dejar que te inquietaran los ruidos.
––No importa lo que yo crea ––dijo Cassy hoscamente.
––Los compañeros intentaban asustarme con sus historias cuando
estaba embarcado ––dijo Legree––. Nunca han podido conmigo en
ese sentido. Soy demasiado duro para esas tonterías, puedes creér-
telo.
Cassy siguió mirándolo intensamente desde las sombras del rin-
cón. Tenía esa extraña luz en los ojos que siempre llenaba a Legree
de nerviosismo.
––Esos ruidos no eran más que ratas y el viento ––dijo Legree––.
Las ratas pueden armar un tremendo escándalo. A veces las oía en
la bodega del barco; y el viento... ¡por el amor de Dios!, puedes
imaginar cualquier cosa con el viento.
Cassy sabía que Legree estaba inquieto bajo su mirada, por lo
tanto, no le contestó, sino que siguió fijándola en él con esa expre-
sión extraña y sobrenatural en su rostro.
––Vamos, habla, mujer, ¿no estás de acuerdo? ––preguntó Le-
gree.
––¿Las ratas son capaces de bajar la escalera y pasar por la entra-
da y abrir una puerta cerrada con llave y con una silla apoyada co-
ntra ella ––preguntó Cassy–– y acercarse andando, andando hasta
la cama y extender la mano, así?
Cassy tenía los ojos relucientes fijos en Legree mientras hablaba
y él la miraba como un hombre que sufre una pesadilla hasta que,
al acabar, apoyó ella su gélida mano sobre la de él y él pegó un sal-
to hacia atrás y lanzó un juramento.
––¡Mujer! ¿Qué quieres decir? Nadie habrá hecho eso.
––Oh, no, desde luego que no. ¿He dicho yo que sí? ––dijo Cassy
con una sonrisa de absoluto escarnio.
––Pero... ¿has visto realmente?... Vamos, Cass, ¿qué ocurre?
¡Habla claro!
––Puedes dormir allí tú mismo ––dijo Cassy––, si quieres saber-
lo.
––¿Llegó desde la buhardilla, Cassy? ––¿Llegó, el qué? ––
preguntó Cassy.
––Pues, lo que estabas contando...
––Yo no te he contado nada ––dijo Cassy con terca hosquedad.
Legree caminaba de un lado al otro de la habitación, inquieto.
––Voy a hacer que se investigue esto. Iré a ver esta misma noche.
Me llevaré las pistolas...
––Hazlo ––dijo Cassy––; duerme en esa habitación. Me gustaría
verlo. ¡Dispara tus pistolas, anda!
Legree dio una patada contra el suelo y juró con violencia.
––¡No jures! ––dijo Cassy––; a saber quién te escucha. ¡Oye!
¿Qué ha sido eso?
––¿Qué? ––preguntó Legree, sobresaltado.
Un viejo y pesado reloj holandés, que estaba en una esquina de la
habitación, empezó a dar las doce.
Por algún motivo, Legree no habló ni se movió; fue presa de un
vago terror; Cassy, con un brillo agudo y burlón en los ojos, se
quedó mirándolo, contando las campanadas.
––¡Las doce! Ahora veremos ––dijo ella, y, volviéndose, abrió la
puerta que daba al pasillo y se quedó como escuchando.
––¡Escucha! ¿Qué es eso? preguntó, levantando un dedo.
––Sólo es el viento ––dijo Legree––. ¿No oyes lo fuerte que sopla
el condenado?
––Simon, ven aquí ––dijo Cassy en un susurro, poniéndole la
mano sobre la suya y llevándolo al pie de la escalera––; ¿sabes qué
es eso? ¡Escucha!
Un chillido salvaje resonó en la escalera. Procedía de la bu-
hardilla. A Legree le temblaban las piernas; su cara se volvió páli-
da de miedo.
––¿No deberías ir a por tus pistolas? ––dijo Cassy, con un escar-
nio que heló la sangre a Legree––. Es hora de investigar este asun-
to, ¿sabes? Me gustaría que subieras ahora;
están haciéndolo.
––¡No voy! ––dijo Legree con un juramento.
––¿Por qué no? No existen los fantasmas, ¿sabes? ¡Vamos! ––y
Cassy subió rápidamente por la escalera curva, riéndose y mirán-
dolo a él––. ¡Vamos!
––¡Creo que eres el mismo diablo! ––dijo Legree––. ¡Vuelve
aquí, bruja! ¡Cass! ¡No vayas!
Pero Cassy rió enloquecida y siguió adelante. Él la oyó abrir las
puertas de la buhardilla. Bajó una fuerte ráfaga de viento, apagan-
do la vela que sostenía él en la mano y transportando los terribles
aullidos sobrenaturales, que parecían sonar en su mismo oído.
Legree corrió frenético al salón, adonde, unos momentos más tar-
de, lo siguió Cassy, pálida, tranquila, fría como un espíritu venga-
dor y con la misma luz temible en los ojos.
––Espero que estés satisfecho ––dijo ella.
––¡Maldita seas, Cassy! ––dijo Legree.
––¿Por qué? ––preguntó Cassy––. Sólo he subido a cerrar las
puertas.
¿Qué crees que le pasa a esa buhardilla,
Simon? ––
preguntó.
––No es de tu incumbencia ––dijo Legree.
––¿Ah, no? Bien ––dijo Cassy––, en cualquier caso, me alegro de
no dormir debajo.
Sabiendo que se iba a levantar viento, esa misma tarde Cassy
había subido a abrir la ventana de la buhardilla. Por supuesto, en
cuanto abrió las puertas, la corriente bajó en una ráfaga y apagó la
vela.
Esto nos puede servir de muestra del juego que Cassy jugó con
Legree, hasta que éste hubiera preferido poner la cabeza entre las
fauces de un león que explorar la buhardilla. Mientras tanto, por
las noches cuando dormían todos los demás, Cassy lenta y cuida-
dosamente fue guardando allí un surtido de provisiones suficiente
para que pudieran subsistir durante algún tiempo; llevó, prenda tras
prenda, la mayor parte de la guardarropa de Emmeline y la suya
propia. Cuando todo estuvo dispuesto, sólo esperaban la oportuni-
dad de poner en práctica su plan.
Mediante lisonjas y aprovechando una racha de buen humor de
Legree, Cassy había conseguido que éste la llevara con él a un
pueblo cercano, situado a orillas del río Rojo. Con la memoria afi-
nada por una agudeza casi sobrenatural, se fijó en cada vuelta del
camino y calculó mentalmente el tiempo que haría falta para reco-
rrerlo.
En el momento que está todo preparado para la acción, quizás les
guste a nuestros lectores echar un vistazo entre bambalinas para
ver el
coup d’état
final.
Era casi de noche y Legree se hallaba ausente visitando una gran-
ja vecina. Durante muchos días, Cassy había estado más simpática
que de costumbre y de mejor humor; por lo que se veía, ella y Le-
gree se llevaban estupendamente. En este momento, podemos verla
a ella con Emmeline en el cuarto de ésta, ocupadas ambas clasifi-
cando y ordenando dos pequeños fardos.
––Ya está, son lo bastante grandes ––dijo Cassy––. Ahora ponte
el sombrero y empecemos; es la hora idónea. ––Pero aún pueden
vernos ––dijo Emmeline.
––Quiero que nos vean ––dijo Cassy serenamente––. ¿No te das
cuenta de que tienen que perseguirnos, pase lo que pase? La mane-
ra de hacerlo es la siguiente. Saldremos sigilosamente por la puerta
de atrás e iremos corriendo hasta los barracones. Seguro que Sam-
bo y Quimbo nos verán. Nos perseguirán y nos meteremos en el
pantano; entonces no pueden seguirnos más sin ir a avisar y sacar
los perros y todo eso; y, mientras ellos dan tumbos y tropiezan uno
con el otro, como hacen siempre, tú y yo nos deslizaremos hacia el
riachuelo que hay detrás de la casa y lo vadearemos hasta llegar a
la puerta de atrás. Eso confundirá a los perros, pues el rastro se
perderá en el agua. Todos saldrán corriendo de la casa a buscarnos
y nosotras nos meteremos por la puerta de atrás y subiremos a la
buhardilla, donde he preparado una buena cama en una de las cajas
grandes. Tendremos que quedarnos bastante tiempo en la buhardi-
lla porque te aseguro que va a remover el cielo y la tierra para bus-
carnos. Juntará algunos capataces de las otras plantaciones y orga-
nizará una gran caza; cubrirán cada pulgada de terreno en ese pan-
tano. Alardea de que nunca se le ha escapado nadie. Así que deje-
mos que cace todo el tiempo que quiera.
––¡Cassy, qué bien lo has planeado! –dijo Emmeline–. ¿Quién si-
no tú lo hubiera podido planear?
No había ni placer ni exultación en los ojos de Cassy; sólo una
desesperada firmeza.
––Vamos ––dijo, extendiéndole la mano a Emmeline. Las dos fu-
gitivas se escurrieron fuera de la casa en silencio y corrieron a tra-
vés de las espesas sombras de la tarde hasta los barracones. La luna
creciente, que relucía como un anillo de plata en el cielo de occi-
dente, frenaba la llegada de la noche. Como Cassy esperaba, cuan-
do se acercaban al borde del pantano que rodeaba la plantación,
oyeron una voz que les ordenaba que se detuviesen. No era Sambo,
sin embargo, sino Legree quien las perseguía con terribles maldi-
ciones. Al sonido de su voz, el espíritu más débil de Emmeline se
vino abajo y, poniendo la mano en el brazo de Cassy, dijo:
––¡Ay, Cassy, me voy a desmayar!
––¡Si lo haces, te mataré! ––––dijo Cassy, sacando un puñal pe-
queño y reluciente y haciéndolo destellar ante los ojos de la mu-
chacha.
La artimaña surtió efecto. Emmeline no se desmayó sino que
consiguió adentrarse con Cassy en una parte tan profunda y oscura
del laberinto del pantano que era totalmente imposible que Legree
pensara en seguirlas sin ayuda.
«Bien», se dijo, riéndose brutalmente entre dientes, «en cualquier
caso, ¡se han metido en una trampa ahora, las muy zorras! ¡De allí
no se irán! ¡Les haremos pasarlo mal!».
––¡Eh, vosotros, Sambo, Quimbo! ¡Venid todos los braceros! ––
gritó Legree, regresando a los barracones, adonde llegaban los
hombres y mujeres de vuelta del trabajo––. Hay dos fugitivas en el
pantano. Daré cinco dólares al negro que las coja. ¡Sacad los pe-
rros! ¡Sacad a Tiger y Fury y los demás!
Esta noticia produjo una sensación inmediata. Muchos de los
hombres se adelantaron solícitos de un salto, para ofrecer sus ser-
vicios, o bien con la esperanza de conseguir la recompensa o por el
servilismo adulador que es uno de los efectos más funestos de la
esclavitud. Algunos corrieron en una dirección y otros en otra. Al-
gunos fueron a coger antorchas de pino. Otros fueron a soltar a los
perros, cuyos aullidos roncos y salvajes contribuían en gran medi-
da a la animación de la escena.
––¿Amo, debemos dispararles si no podemos cogerlas? ––
preguntó Sambo, cuyo señor le entregó un rifle.
––Puedes dispararle a Cass, si quieres; ya va siendo hora de que
se vaya al infierno, que es donde debe estar; pero no a la muchacha
––dijo Legree––. Y ahora, muchachos, ¡poned manos a la obra!
Cinco dólares para quien las coja, y un vaso de whisky para todos,
pase lo que pase.
Toda la banda, con las llamaradas de las antorchas y los gritos y
alaridos y chillidos salvajes de hombres y bestias, se marchó al
pantano, seguida, a lo lejos, por todos los sirvientes de la casa. Este
establecimiento, en consecuencia, se hallaba totalmente desierto
cuando Cassy y Emmeline se deslizaron por la puerta de atrás. Los
alaridos y gritos de sus perseguidores aún llenaban el aire; y, mi-
rando por las ventanas del salón, Cassy y Emmeline vieron a la
tropa con sus antorchas, dispersándose a lo largo del borde del pan-
tano.
––¡Mira allá! ––dijo Emmeline, señalándoselos a Cassy––. ¡Ha
empezado la caza! ¡Mira cómo bailan las luces! ¡Escucha a los pe-
rros! ¿No los oyes? Si estuviéramos allí, nuestras vidas no valdrían
un centavo. ¡Oh, por el amor del cielo, escondámonos, Cassy!
––No hay que apresurarse ––dijo Cassy con serenidad––; están
todos fuera viendo la caza: es la diversión de la noche. Subiremos
dentro de un rato. Mientras tanto ––––dijo deliberadamente, sacan-
do una llave del bolsillo de la chaqueta que Legree había tirado con
las prisas––, mientras tanto, cogeré algo para pagar nuestros pasa-
jes.
Giró la lleve en el escritorio y sacó un fajo de billetes, que contó
rápidamente.
––¡Ay, no hagamos eso! ––dijo Emmeline.
––¿No? ––dijo Cassy––. ¿Por qué no? ¿.Prefieres que nos mura-
mos de hambre en los pantanos o que podamos pagar nuestro viaje
a los estados libres? El dinero todo lo puede, muchacha ––y, mien-
tras hablaba, se guardaba el dinero en el corpiño.
––Sería robar––dijo Emmeline, en un susurro angustiado.
––¡Robar! ––dijo Cassy, con una carcajada desdeñosa––. Los que
roban cuerpos y almas, que no nos digan nada. Cada uno de estos
billetes es robado; robado de pobres criaturas hambrientas y sudo-
rosas que deben irse a la ruina en beneficio de él. ¡Que hable el de
robar! Pero, vamos; más vale que subamos a la buhardilla; tengo
unas reservas de velas allí y algunos libros para pasar el tiempo.
Puedes estar segura de que no subirán
allí
a buscarnos. Si lo hacen,
yo haré de fantasma para ellos.
Cuando Emmeline llegó a la buhardilla, encontró una caja enor-
me, que había servido para transportar grandes muebles, volcada
hacia un lado, de modo que la apertura daba a la pared, o más bien,
al faldón. Cassy prendió una pequeña lámpara y, andando a gatas
por debajo del faldón, se instalaron dentro de la caja. Tenía un par
de colchones pequeños y algunas almohadas; una caja cercana es-
taba repleta de velas, provisiones y toda la ropa necesaria para su
viaje, que Cassy había empaquetado en fardos de tamaño extraor-
dinariamente reducido.
––Ya está ––dijo Cassy, al fijar la lámpara a un pequeño gancho,
que había colocado en un costado de la caja para ese fin––; éste va
a ser nuestro hogar de momento. ¿Qué te parece?
––¿Estás segura de que no vendrán a registrar la buhardilla?
––Me gustaría ver a Simon Legree hacerlo ––dijo Cassy––. Des-
de luego que no; se cuidará mucho de acercarse. En cuanto a los
criados, preferirían que les pegaran un tiro antes de dejarse ver por
aquí.
Algo tranquilizada, Emmeline se recostó en la almohada. ––¿Qué
pretendías, Cassy, diciendo que me ibas a matar? ––preguntó con
sencillez.
––Pretendía evitar que te desmayaras ––dijo Cassy–– y lo conse-
guí. Y te digo ahora, Emmeline, que debes hacerte a la idea de que
no te desmayarás, pase lo que pase; no hace ninguna falta. Si yo no
lo hubiera evitado, ese desgraciado podría tenerte en las manos
ahora.
Emmeline se estremeció.
Las dos mujeres permanecieron algún tiempo en silencio. Cassy
se entretenía con un libro en francés; Emmeline, vencida por el
sueño, se quedó dormitando durante un rato. La despertaron fuertes
gritos y chillidos, el chacoloteo de los caballos y los aullidos de los
perros. Se levantó sobresaltada, con un ligero chillido.
––Sólo es la vuelta de los cazadores ––dijo Cassy serenamente––;
no temas. Mira por este agujero. ¿No los ves a todos allá abajo?
Simon tiene que darse por vencido, por esta noche. Mira cuánto
barro tiene su caballo, por las vueltas que ha dado en el pantano;
los perros también vienen con las orejas gachas. Ah, buen señor,
tendrá usted que repetir la correría una y otra vez. ¡La presa no está
allí!
––¡Ay, no digas ni una palabra! ––dijo Emmeline––, ¿y si te
oyen?
––Si oyen algo, tendrán mucho cuidado de mantenerse alejados –
–dijo Cassy––. No hay peligro; podemos hacer todo el ruido que
queramos, que sólo aumentará el efecto.
Por fin el silencio de la medianoche cayó sobre la casa. Legree,
maldiciendo su mala suerte y jurando vengarse de forma terrible al
día siguiente, se fue a la cama.
CAPÍTULO XL
EL MÁRTIR
¡No creáis que el Cielo se olvide del
justo! Aunque la vida le niegue
sus dones comunes, que, con el cora-
zón roto y sangrante, y despreciado
por el hombre, vaya a la muerte. Pero
Dios ha anotado cada día de tristeza, y
enumerado cada lágrima amarga y los
largos años de gloria en el Cielo re-
compensarán a sus hijos por su sufri-
miento.
William Cullen Bryant
El camino más largo tiene su fin; la noche más lúgubre acaba con
la llegada de la mañana. El paso eterno e inexorable del tiempo
siempre acerca el día de los malvados hacia la noche eterna y la
noche de los justos hacia el día eterno. Hemos caminado hasta aquí
con nuestro humilde amigo por el valle de la esclavitud; primero a
través de campos floridos del bienestar y la indulgencia, después a
través de las separaciones desgarradoras de todas las cosas que
aprecia el hombre. Luego hemos esperado con él en una isla solea-
da, donde manos generosas ocultaban sus cadenas con flores; y fi-
nalmente le hemos seguido hasta que se perdió en la oscuridad el
último rayo de esperanza terrenal, y hemos visto cómo, en la ne-
grura de las tinieblas terrenales, el firmamento de lo desconocido
se ha iluminado con estrellas de nuevo fulgor y significado.
La estrella matutina brilla ahora sobre las cimas de las montañas,
y vientos y brisas, que no vienen de la tierra, señalan que se abren
las puertas del amanecer.
La fuga de Cassy y Emmeline agudizó el ya hosco humor de Le-
gree hasta un punto insoportable, y su furia, como era de esperar,
cayó sobre la cabeza indefensa de Tom. Cuando Legree anunció
apresuradamente la noticia entre los braceros, no se le escapó la
repentina luz que se encendió en los ojos de Tom ni el involuntario
movimiento de sus manos. Se dio cuenta de que no se unía a las
filas de los perseguidores. Pensó obligarle a hacerlo, pero en vista
de la pasada experiencia de su inflexibilidad al ordenarle participar
en un acto inhumano, no quiso perder el tiempo en un enfrenta-
miento con él.
Por lo tanto, Tom se quedó en casa con unos pocos a quienes
había enseñado a rezar, y ofrecieron plegarias por el éxito de la
huida.
Cuando Legree regresó, perplejo y decepcionado, todo el odio
acumulado durante mucho tiempo en su alma empezó a cobrar una
forma desesperada y mortífera. ¿Este hombre no lo estaba desa-
fiando, firme, constante e irresistiblemente, desde el día en que lo
compró? ¿No tenía dentro de él un espíritu que, aunque en silencio,
lo iba quemando como los fuegos de la perdición?
«¡Lo
odio!»
, se dijo Legree aquella noche, incorporado en la ca-
ma. «¡Lo
odio!
¿Y no es mío? ¿No puedo hacer con él lo que quie-
ra? Me pregunto quién va a impedirlo.» Y Legree apretó el puño y
lo sacudió como si tuviera algo en las manos que podía romper en
pedazos.
Pero, por otra parte, Tom era un sirviente fiel y valioso; y, aunque
este hecho hacía que Legree lo odiase aun más, sin embargo, lo re-
frenaba un poco.
A la mañana siguiente, resolvió no decir nada de momento, sino
formar un grupo con hombres de las plantaciones vecinas, con pe-
rros y armas de fuego, rodear el pantano y empezar la caza de ma-
nera sistemática. Si tenían éxito, tanto mejor; si no, llamaría a Tom
a su presencia y ––tenía apretados los dientes y le hervía la sangre–
– entonces rompería la resistencia del hombre o... hubo un horren-
do susurro interior, al que consintió su alma.
Decís que el interés del amo es garantía suficiente de la seguridad
del esclavo. Con la furia de la loca voluntad del hombre, éste es
capaz, voluntariamente y con los ojos abiertos, de vender su alma
al diablo para conseguir sus fines. ¿Va a salvaguardar mejor el
cuerpo de su prójimo?
––Bien ––dijo Cassy, al día siguiente en la buhardilla, haciendo
un reconocimiento a través del agujero––, ¡va a empezar la caza de
nuevo hoy!
Había tres o cuatro hombres cuyos caballos brincaban en el espa-
cio abierto delante de la casa; y una traílla o dos de perros extraños
forcejeaban con los negros que los sujetaban, aullando y ladrando
unos a otros.
Dos de los hombres son capataces de plantaciones de los alrede-
dores; otros, compañeros de Legree de una taberna de una ciudad
cercana, que habían acudido por afición a la caza. Sería difícil
imaginar a un grupo más implacable. Legree repartía generosa-
mente brandy entre ellos, y también entre los negros, que habían
sido destacados desde diferentes plantaciones para la operación,
pues hacían lo posible por convertir todos los acontecimientos de
este tipo en una fiesta para los negros.
Cassy acercó el oído al agujero y, como la brisa matutina soplaba
en dirección a la casa, pudo oír gran parte de la conversación. Una
mueca despectiva ensombreció aun más la gravedad de su rostro
mientras escuchaba y se enteraba de cómo dividían el terreno, de-
batían los méritos rivales de los perros, daban órdenes de disparar
y de cómo habían de tratar a cada una en caso de captura.
Cassy se retiró, y, juntando las manos, miró hacia lo alto y dijo:
––¡Ay, gran Dios Todopoderoso! Todos somos pecadores. ¿Qué
hemos hecho nosotros peor que el resto del mundo para que nos
traten de esta manera?
Había una terrible intensidad en su cara y su voz mientras habla-
ba.
––Si no fuera por ti, niña ––dijo, mirando a Emmeline––, saldría
y le daría las gracias al que me hiciera el favor de matarme de un
tiro; porque, ¿para qué quiero yo la libertad? ¿Me puede devolver a
mis hijos o hacerme lo que fui?
Con su sencillez de niña, Emmeline casi tenía miedo de los tene-
brosos arrebatos de Cassy. Parecía estar perpleja, pero no respon-
dió. Sólo le cogió de la mano con una suave caricia.
––¡No! ––dijo Cassy, intentando apartar la mano––. Harás que te
quiera, ¡y no pienso querer a nadie nunca más!
––¡Pobre Cassy! ––dijo Emmeline––. No seas así. Si el Señor nos
da la libertad, quizás te devuelva a tu hija; en cualquier caso, yo
seré una hija para ti. Sé que no volveré a ver a mi pobre madre.
¡Yo te querré, Cassy, aunque tú no me quieras!
Ganó el espíritu tierno e inocente. Cassy se sentó junto a ella, le
rodeó el cuello con su brazo y le acarició el suave cabello castaño;
y Emmeline admiró la belleza de aquellos espléndidos ojos, dulci-
ficados por las lágrimas.
––¡Ay, Em ––dijo Cassy––, he tenido hambre y sed de mis hijos
y me fallan los ojos de añorarlos! ¡Aquí, aquí! ––dijo, golpeándose
el pecho––. ¡Todo es desolación y vacío! Si Dios me devolviese a
mis hijos, podría rezar.
––Debes tener fe en Él, Cassy ––dijo Emmeline––. ¡Es nuestro
Padre!
––Está enfadado con nosotros ––dijo Cassy––; nos ha vuelto la
espalda.
––¡No, Cassy! Será bueno con nosotros. ¡Tengamos fe en Él! ––
dijo Emmeline––. Yo siempre he tenido esperanza.
La caza fue larga, animada y concienzuda, pero sin éxito; Cassy
miraba con exultación grave e irónica a Legree mientras desmon-
taba, cansado y desalentado.
––Bien, Quimbo ––dijo Legree, acomodándose en el salón–– ve a
traerme a Tom ahora mismo. ¡Ese maldito está detrás de todo este
asunto, y le daré en su negro pellejo hasta que lo confiese, lo juro!
Tanto Sambo como Quimbo, aunque se odiaban entre sí, estaban
unidos en su odio también cordial hacia Tom. Al principio Legree
les contó que lo había comprado para hacer de supervisor general
en su ausencia, lo cual había dado pie a una inquina por parte de
ellos, que había aumentado, debido a sus naturalezas degradadas y
serviles, al ver cómo se granjeaba Tom el desagrado de su amo.
Por lo tanto, Quimbo se marchó muy a gusto a cumplir la orden.
Tom escuchó el recado con una premonición en el corazón, pues
conocía los planes de huida de las fugitivas y dónde se ocultaban
actualmente; conocía el carácter mortífero y el poder despótico del
hombre al que tenía que enfrentarse. Pero se sintió fuerte en el Se-
ñor para ir a la muerte antes que traicionar a los desvalidos.
Dejó su cesta junto al surco y, mirando hacia arriba, dijo: ––En
Tus manos encomiendo mi espíritu. ¡Tú me has redimido, oh Señor
Dios de la verdad! ––y se entregó tranquilamente a las rudas y bru-
tales manos con las que lo agarró Quimbo.
––¡Ay, ay! ––dijo el gigante, arrastrándolo––. ¡Te vas a enterar!
¡Seguro que el amo está furioso de verdad! ¡No te vas a escabullir
ahora! ¡Te digo que te vas a enterar, ya lo verás! ¡A ver qué efecto
hace ayudar a escapar a los negros del amo! ¡Ya verás la que te va
a caer!
Ninguna de estas palabras salvajes llegó a sus oídos; una voz más
elevada decía: «No temas a los que matan el cuerpo, pues después
no hay nada más que puedan hacer.» Los nervios y los huesos del
cuerpo del pobre hombre vibraron ante esas palabras, como si los
hubiera tocado la mano de Dios; y sintió la fuerza de mil almas en
la suya. A su paso, los árboles y los arbustos, los barracones de su
servidumbre, todo el escenario de su degradación parecía desen-
volverse ante sus ojos como el paisaje desde un coche veloz. Su
alma se estremeció... su hogar estaba a la vista... la hora de su libe-
ración parecía aproximarse.
––Bien, Tom ––dijo Legree, acerndose a él, cogiéndole furioso
por el cuello de la chaqueta y hablando entre dientes en un pa-
roxismo de cólera––, ¿sabes que estoy decidido a MATARTE?
––Es muy probable, amo ––dijo Tom con serenidad.
––Estoy ––dijo Legree, con un sosiego tétrico y horrible-
decidido... a... eso... mismo, Tom, si no me cuentas lo que sabes de
estas muchachas.
Tom permaneció en silencio.
––¿Me oyes? ––dijo Legree, dando una patada al suelo y rugien-
do como un león exasperado––. ¡Habla!
––No tengo nada que decirle al amo ––dijo Tom, con un acento
lento, firme y deliberado.
––¿Te atreves a decirme, viejo cristiano negro, que no lo sabes? –
–preguntó Legree.
Tom no habló.
––¡Habla! ––dijo Legree, pegándole con furia––. ¿Qué no sabes
nada?
––Lo sé, amo, pero no puedo contar nada. ¡Estoy dispuesto a mo-
rir!
Legree aspiró largamente y, casi juntando su rostro con la de él,
dijo con voz terrible:
––¡Escucha, Tom! Tú crees que porque te he dejado escabullirte
antes, no hablo en serio; pero esta vez estoy decidido, he calculado
el precio. Siempre te has enfrentado a mí; ahora, una de dos, o te
someto o te mato. Contaré cada gota de sangre que tienes en las
venas y te las sacaré una a una, hasta que te rindas.
Tom miró a su amo y respondió:
––Amo, si usted estuviera enfermo, o en un apuro, o muriéndose,
y yo pudiera salvarle, le daría voluntariamente la sangre de mi co-
razón; y si sacar cada gota de sangre de este pobre cuerpo viejo
fuera a salvarle el alma, se la daría de buena gana, tal como el Se-
ñor dio la suya por mí. ¡Ay, amo, no cargue su alma con este gran
pecado! ¡Le hará más daño a usted que a mí! Haga lo peor que
haga, mis penas acabarán pronto; pero, si usted no se arrepiente,
¡las suyas no acabarán jamás!
Como un extraño fragmento de música celestial escuchado duran-
te una calma de la tempestad, este arrebato de sentimientos produjo
una pausa momentánea. Legree se quedó mirando a Tom estupe-
facto; y hubo tal silencio que se podía oír el tictac del viejo reloj
marcando, con un toque silencioso, la última oportunidad de mise-
ricordia y prueba para ese corazón endurecido.
Sólo fue un momento. Hubo una pausa vacilante, un es-
tremecimiento de duda y compunción, y volvió el espíritu del mal,
siete veces más fuerte; y Legree, espumajeando, tiró a su víctima al
suelo.
Las escenas de sangre y violencia son repugnantes para el oído y
para el corazón. Lo que el hombre tiene agallas para hacer, no tiene
agallas para escuchar. Lo que debe sufrir el prójimo hombre y el
prójimo cristiano no se puede contar, ni en un lugar secreto, por lo
mucho que perturba el alma. Y sin embargo, ¡patria mía! Estas co-
sas se hacen al amparo de tus leyes. ¡Oh, Cristo! ¡Tu iglesia las
contempla casi en silencio!
Pero en tiempos antiguos hubo Uno cuyo sufrimiento convirtió
un instrumento de tortura, degradación y vergüenza en un símbolo
de gloria, honor y vida inmortal; y donde se halle su espíritu, ni los
azotes degradantes, ni la sangre, ni los insultos pueden restarle glo-
ria a la lucha final del cristiano.
¿Estaba Tom solo, en la larga noche, mientras su espíritu valiente
y generoso soportó crueles golpes y brutales azotes en aquel viejo
cobertizo?
¡No! A su lado había uno a quien sólo él veía, «parecido al Hijo
de Dios».
También estaba a su lado su tentador, cegado por una voluntad
furiosa y despótica, urgiéndole a cada instante a evitar el sufri-
miento traicionando a los inocentes. Pero el corazón valiente y leal
estaba firmemente asentado sobre la Roca Eterna. Sabía que, como
su Amo, para salvar a los demás, no podía salvarse a sí mismo; y
los sufrimientos extremos no le arrancaron más que palabras de
plegaria y confianza divina.
––Está casi acabado, amo ––dijo Sambo, conmovido a pesar suyo
por la persistencia de su víctima.
––¡Sigue dándole hasta que se rinda! ¡Dale, dale! ––gritaba Le-
gree––. ¡Le sacaré cada gota de sangre si no confiesa!
Tom abrió los ojos y miró a su amo.
––¡Pobre criatura miserable! ––dijo––, ya no puede hacer nada
más. ¡Le perdono, desde el fondo de mi alma! y cayó desmayado.
––Creo que está acabado de verdad, por fin ––––dijo Legree, ade-
lantándose para mirarlo––. Sí, lo está. Bien, por lo menos tiene la
boca cerrada, por fin: ¡es un alivio!
Sí, Legree, pero ¿quién hará callar esa voz dentro de tu alma?
¡Ese alma que está más allá de la contrición, más allá de la oración,
más allá de la esperanza, donde ya arde el fuego que jamás se pue-
de apagar!
Sin embargo, Tom no estaba acabado del todo. Sus maravillosas
palabras y rezos devotos habían ablandado los corazones de los
negros embrutecidos que habían sido el instrumento de su tortura;
en cuanto se retiró Legree, lo bajaron y, en su ignorancia, intenta-
ron devolverle la vida, ¡como si eso fuera hacerle un favor!
––La verdad es que hemos hecho algo muy malo ––dijo Sambo––
. Espero que tenga que rendir cuentas por ello el amo y no noso-
tros.
Le lavaron las heridas, le prepararon una burda cama, hecha con
algodón de desecho, para que se tumbara en ella; y uno de ellos se
fue a la casa y pidió un vaso de brandy a Legree, fingiendo que es-
taba cansado y que era para él mismo. Volvió con él y lo vertió por
la garganta de Tom.
––¡Ay, Tom! ––dijo Quimbo––. ¡Nos hemos portado muy mal
contigo!
––Os perdono, de corazón ––dijo Tom débilmente. ––¡Oh, Tom!
¡Cuéntanos quién es Jesús! ––preguntó Sambo––. Ese Jesús que ha
estado a tu lado toda la noche, ¿quién es?
Las palabras estimularon al espíritu débil y decaído. Salieron a
borbotones unas cuantas frases enérgicas sobre aquel Ser Maravi-
lloso: sobre su vida, su muerte, su omnipresencia y su poder de
salvación.
Lloraron los dos hombres salvajes.
––¿Por qué no he oído esto antes? ––preguntó Sambo––. ¡Pero lo
creo! ¡No puedo remediarlo! ¡Señor Jesús, ten piedad de nosotros!
––¡Pobres criaturas! ––dijo Tom––. Estaría dispuesto a soportarlo
todo de nuevo si sirviera para llevaros a Cristo. ¡Oh, Señor, dame
estas dos almas, te lo ruego!
Esa plegaria fue escuchada.
CAPÍTULO XLI
EL JOVEN AMO
Dos días más tarde, un joven condujo una vagoneta hasta el final
de la avenida de árboles del paraíso, donde dejó las riendas apresu-
radamente sobre el cuello del caballo y preguntó por el dueño de la
propiedad. Era George Shelby y para saber cómo ha llegado hasta
aquí, debemos retroceder en nuestra historia.
La carta de la señorita Ophelia a la señora Shelby se había queda-
do retenida, por un desafortunado accidente, durante un mes o dos
en una remota estafeta de correos antes de llegar a su destino; y,
por supuesto, antes de que llegara, Tom ya se había perdido de vis-
ta entre los lejanos pantanos del río Rojo.
La señora Shelby leyó las noticias con gran preocupación, pero
cualquier acción inmediata era imposible. En esos momentos esta-
ba haciendo de enfermera para su marido, que se encontraba pos-
trado en la cama delirando con unas fiebres. El señorito George
Shelby que, en el intervalo, se había convertido de un muchacho en
un joven y alto caballero, era su ayudante fiel y constante y su úni-
co consejero para supervisar los negocios de su padre. La señorita
Ophelia había tomado la precaución de enviarles el nombre del
abogado que se ocupaba de los asuntos de los St. Clare, y no pu-
dieron hacer más, dadas las circunstancias, que escribirle una carta
a éste pidiéndole más datos. La muerte repentina del señor Shelby,
unos días más tarde, trajo consigo las presiones absorbentes de
otros intereses durante algún tiempo.
El señor Shelby mostró su confianza en la habilidad de su esposa
nombrándola albacea única de todos sus bienes, de modo que le
llegó inmediatamente a las manos una gran cantidad de negocios
complicados.
La señora Shelby, con su energía acostumbrada, se dedicó a la ta-
rea de desenredar la maraña de sus asuntos; ella y George estuvie-
ron ocupados durante algún tiempo recogiendo y repasando las
cuentas, vendiendo propiedades y pagando deudas; pues la señora
Shelby estaba decidida a dejar todos los asuntos liquidados y cla-
ros, fueran cuales fueran las consecuencias para ella. Mientras tan-
to, recibieron una carta del abogado cuyas señas les había dado la
señorita Ophelia, en la que decía que no sabía nada del tema; que
el hombre había sido vendido en subasta pública y que, después de
recibir el dinero, no supo nada más del asunto.
Este resultado no satisfizo ni a George ni a la señora Shelby, por
lo que, unos seis meses después, cuando aquél se encontraba no
abajo ocupándose de unos negocios para su madre, decidió visitar
Nueva Orleáns personalmente para insistir en sus indagaciones,
con la esperanza de averiguar el paradero de Tom y redimirlo.
Tras unos meses de búsqueda infructuosa, por pura casualidad
George dio con un hombre en Nueva Orleáns que tenía la informa-
ción deseada; así que, con el dinero en el bolsillo, nuestro héroe
bajó en barco de vapor por el río Rojo con el propósito de encon-
trar y comprar a su viejo amigo.
Lo introdujeron inmediatamente en la casa, donde encontró a Le-
gree en el salón.
Legree recibió al forastero con una especie de ruda hospitalidad.
––Tengo entendido ––dijo el joven–– que usted compró en Nueva
Orleáns un muchacho llamado Tom. Antes estuvo en casa de mi
padre y he venido a ver si podía comprarlo de nuevo.
A Legree se le ensombreció el semblante, y espetó con apasio-
namiento:
––Sí, compré a ese tipo y ¡menuda ganga resultó ser! ¡Era un pe-
rro rebelde, insolente y desvergonzado! Incitó a mis negros a que
se escaparan y consiguió que huyeran dos muchachas, que vallan
ochocientos o mil cada una. Lo confesó y cuando le conminé a que
me dijera dónde estaban, me dijo que lo sabía pero que no pensaba
decirlo; y se mantuvo firme aunque le di la mayor paliza que jamás
le haya dado a un negro. Creo que pretende morirse, pero no sé si
lo va a conseguir.
––¿Dónde está? ––preguntó George impetuosamente––. Quiero
verlo––. Las mejillas del joven estaban coloradas y sus ojos echa-
ban chispas, pero estuvo prudente y no dijo nada aún.
––Está en aquel cobertizo ––dijo un muchachuelo que sujetaba el
caballo de George.
Legree le dio una patada al niño y le maldijo; pero George, sin
decir una palabra más, le volvió la espalda y se dirigió al lugar.
Tom llevaba allí dos días desde la noche fatídica, sin sufrir, pues-
to que tenía todos los nervios embotados y destruidos. Pasaba la
mayoría del tiempo en un tranquilo estupor, porque las leyes de su
constitución fuerte y robusta no querían soltar tan rápidamente el
espíritu que mantenían prisionero. Unas pobres criaturas desoladas
le habían visitado sigilosamente en la oscuridad de la noche, esca-
timando sus escasas horas de sueño para devolverle alguna de las
muestras de amor que él siempre había derrochado entre ellos. Es
verdad que tenían poco que darle: sólo una taza de agua fría; pero
la daban con los corazones rebosantes.
Caían lágrimas sobre el rostro honrado e insensible; lágrimas de
tardía contrición de los pobres paganos ignorantes, que el amor y la
paciencia del moribundo habían despertado; susurraban amargas
plegarias al Salvador recién descubierto del que conocían poco
más que el nombre, pero a quien el corazón anhelante del hombre
ignorante nunca ruega en vano.
Cassy, deslizándose fuera de su escondite, se había enterado del
sacrificio que Tom había hecho por ella y Emmeline, y había ido a
verlo la noche anterior desafiando el riesgo de que la cogieran;
conmovida por las últimas palabras que el alma caritativa aún tenía
la fuerza de susurrarle, la negra e infeliz mujer había superado el
largo invierno de la desesperación y el hielo de los años y había
rezado y llorado.
Cuando George entró en el cobertizo, sintió que la cabeza empe-
zó a darle vueltas y el corazón a rompérsele.
––¿Es posible... es posible? ––dijo, arrodillándose junto a él––.
¡Tío Tom, pobre, pobre viejo amigo!
Algo en su voz penetró en el oído del moribundo. Movió leve-
mente la cabeza, sonrió y dijo:
Jesús puede hacer que el lecho del moribundo
sea tan blando como las almohadas de pluma.»
Los ojos del joven derramaron lágrimas que honraban su corazón
varonil mientras se inclinaba sobre su pobre amigo.
––¡Ay, querido tío Tom! ¡Despiértate, por favor, háblame una vez
más! ¡Mírame! Soy el señorito George, tu señorito George, ¿no me
conoces?
––¡Señorito George! ––dijo Tom, abriendo los ojos y hablando
con voz débil––. ¡Señorito George!––; parecía no comprender.
De repente la idea pareció llenarle el alma; los ojos extraviados se
fijaron y centellearon, todo el rostro se le iluminó, las duras manos
se juntaron y le cayeron lágrimas por las mejillas.
––¡Bendito sea el Señor! ¡Es él, es él... es todo lo que deseaba!
¡No se han olvidado de mí! Me consuela el alma y me alegra el co-
razón. ¡Ahora moriré contento! ¡Bendito sea el Señor!
––¡No te morirás, no debes morirte, ni se te ocurra! He venido a
comprarte y llevarte a casa ––dijo George con impetuosa vehe-
mencia.
––¡Ay, señorito George, llega usted tarde! El Señor me ha com-
prado y me va a llevar a casa... y estoy deseando ir. ¡El Cielo es
mejor que Kentucky!
––¡Oh, no te mueras! ¡Me matarás a mí! ¡Me romperá el corazón
pensar lo que has debido de sufrir, tumbado en este viejo coberti-
zo! ¡Pobre, pobre hombre!
––No me llame usted pobre hombre ––dijo Tom con solemnidad–
–.
He sido
un pobre hombre; pero eso ya está pasado y olvidado.
¡Estoy a las puertas de la gloria! ¡Oh, señorito George,
el Cielo ha
llegado!
¡He conseguido la victoria, me la ha concedido el Señor
Jesús! ¡Bendito sea su nombre!
George se quedó anonadado por la fuerza, la vehemencia y el én-
fasis con que pronunció estas frases entrecortadas. Se quedó mi-
rándolo en silencio.
Tom le agarró la mano y continuó:
––No le cuente a Chloe cómo me ha encontrado, pues sería terri-
ble para ella. Dígale sólo que me encontró usted a punto de irme a
la gloria y que no podía quedarme por nadie. Y dígale que el. Se-
ñor ha estado conmigo siempre y en todas partes, y me lo ha hecho
todo más llevadero y fácil. Y ¡ay de los pobres chicos y la nena!
¡Mi viejo corazón casi se ha roto de lo que los echaba de menos!
¡Dígales que me sigan todos, que me sigan! ¡Dé recuerdos al amo
y a la querida ama y a todos los de allí! ¡No puede saberlo: parece
que les tengo cariño a todos! Parece que tengo cariño a todas las
criaturas en todas partes... no siento más que amor. ¡Oh, señorito
George, lo que significa ser cristiano!
En este momento, Legree se acercó a la puerta del cobertizo, miró
dentro con un aire obstinado de fingida despreocupación y se dio la
vuelta.
––¡Viejo Satanás! ––dijo George, indignado––. ¡Es un consuelo
pensar que el diablo le hará pagar por esto un día de éstos!
––¡Oh, no, no debe usted decir eso! ––dijo Tom, cogiéndole fuer-
temente la mano––. ¡Sólo es un pobre miserable, es terrible pensar-
lo! ¡Si pudiera arrepentirse, el Señor le perdonaría ahora; pero me
temo que no vaya a hacerlo nunca!
––No espero que no! ––dijo George––. ¡No quiero verlo en el
Cielo!
––¡Calle, señorito George, me preocupa! ¡No sea usted así! A mí
no me ha hecho daño realmente. Sólo me ha abierto las puertas del
reino, nada más.
En este momento cedió el acceso de energía que le había infundi-
do la alegría de reunirse con su joven amo. Empezó a debilitarse de
pronto, cerró los ojos y el cambio misterioso y sublime que indica
la llegada a otros mundos alteró su rostro.
Empezó a respirar con largas y profundas aspiraciones. Su ancho
pecho subía y bajaba con pesadez. La expresión de su rostro era la
de un conquistador.
––¿Quién... quién puede separamos del amor de Cristo? ––dijo
con una voz que luchaba con la debilidad mortal; con una sonrisa
en los labios, se quedó dormido.
George permaneció paralizado por un temor reverente. Tenía la
impresión de que el lugar era sagrado. Al cerrar los ojos sin vida
del muerto y apartarse, le llenaba una sola idea: «Lo que significa
ser cristiano.»
Se giró. Legree estaba de pie, hosco, detrás de él.
Había algo en la escena de la muerte que había frenado el ímpetu
natural del apasionamiento juvenil. La presencia de ese hombre era
absolutamente odiosa para George. Sólo sentía el impulso de ale-
jarse de él
––
con las menos palabras posibles.
Fijando sus oscuros y agudos ojos en Legree, dijo simplemente:
––Le ha sacado a él todo lo que ha podido. ¿Cuánto quiere que le
pague por el cuerpo? Me lo llevaré para enterrarlo decentemente.
––No vendo a negros muertos ––dijo Legree con terquedad––.
Puede usted enterrarlo dónde y cuándo quiera. ––Muchachos ––
dijo George con un tono autoritario a dos o tres negros que mira-
ban el cadáver––, ayudadme a levantarlo y llevarlo a mi carro; y
traedme una pala.
Uno de ellos se fue corriendo a por una pala; los otros dos ayuda-
ron a George a transportar el cadáver a la vagoneta.
George ni habló ni miró a Legree, que no revocó sus órdenes, si-
no que permaneció de pie silbando con un aire de fingida despre-
ocupación. Los siguió hoscamente al lugar donde se encontraba la
vagoneta junto a la puerta.
George extendió su capa en la vagoneta y colocaron el cuerpo en-
cima con cuidado, moviendo el pescante para hacerle sitio. Des-
pués se volvió, fijó los ojos sobre Legree y dijo con forzada sere-
nidad:
––Hasta ahora no le he dicho lo que opino de este horrible asunto;
éste no es el momento ni el sitio. Pero, señor, buscaré justicia por
este derramamiento de sangre inocente. Denunciaré este asesinato.
Iré al primer magistrado y le denunciaré.
––¡Hágalo! ––dijo Legree, chasqueando los dedos con desdén––.
Me gustaría verlo. ¿De dónde va a sacar a los testigos? ¿Cómo lo
va a demostrar? ¡Vamos, vamos!
George vio la fuerza de su desafío inmediatamente. No había ni
un blanco en el lugar y, en todos los tribunales sureños, el testimo-
nio de los negros no es nada. Sentía en ese momento que hubiera
sido capaz de rasgar los cielos con el grito de su corazón indignado
al pedir justicia, pero en vano.
––Después de todo, ¡qué escándalo por un negro muerto! Las pa-
labras fueron como una chispa en un polvorín. La prudencia nunca
fue una de las virtudes cardinales del joven de Kentucky. George
se giró y de un solo golpe indignado dejó a Legree boca abajo en el
suelo; y allí de pie junto a él, resplandeciente de ira y desafío,
habría podido representar una personificación bastante aceptable
de su tocayo tras su triunfo sobre el dragón.
A algunos hombres, sin embargo, les beneficia mucho un buen
puñetazo. Si un hombre los deja fuera de combate, parecen adquirir
inmediatamente respeto por él; Legree era uno de éstos. Al levan-
tarse, por lo tanto, y sacudir el polvo de su ropa, observó el carro
alejarse con evidente preocupación y no abrió la boca hasta que no
se hubo perdido de vista.
Más allá de los límites de la plantación, George había visto una
loma seca y polvorienta con algunos árboles que daban sombra.
Allí cavaron la tumba.
––¿Quitamos la capa, amo? ––preguntaron los negros cuando la
tumba estuvo preparada.
––¡No, no! Enterradlo con ella. Es lo único que te puedo dar, po-
bre Tom, y es tuya.
Lo metieron en la fosa y los hombres la llenaron de tierra en si-
lencio. Hicieron un pequeño montículo encima y lo cubrieron de
hierba.
––Podéis marcharos, muchachos ––dijo George, deslizando una
moneda de cuarto de dólar en la mano de cada uno de ellos. Sin
embargo, vacilaban, sin ganas de marcharse.
––Si el joven amo quisiera compramos... ––dijo uno.
––Le serviríamos con lealtad ––dijo el otro.
––Son malos tiempos aquí, amo ––dijo el primero––. ¡Por favor,
amo, cómprenos!
––¡No puedo, no puedo! ––dijo George con dificultad, haciéndo-
les señas para que se marcharan––. ¡Es imposible!
Los pobres hombres se fueron con aspecto desolado.
––¡Eres testigo, Dios eterno ––dijo George, arrodillándose junto a
la tumba de su pobre amigo––, eres testigo de que, a partir de este
momento, haré todo lo que es capaz de hacer un hombre para erra-
dicar la maldición de la esclavitud de mi tierra!
Ningún monumento marca el último descansadero de nuestro
amigo. ¡No le hace falta! Su Señor sabe dónde está y lo elevará,
inmortal, para que aparezca junto a Él en el día de gloria.
¡No le tengáis lástima! ¡Semejante vida y semejante muerte no
merecen lástima! La principal gloria de Dios no está en las rique-
zas del poder, sino en el amor sacrificado y doliente. Y benditos
sean los hombres a los que Él llama para que sigan su mismo ca-
mino, llevando su cruz con paciencia. De éstos está escrito: «Bien-
aventurados los que lloran, porque serán consolados.»
CAPÍTULO XLII
UNA AUTÉNTICA HISTORIA DE FANTASMAS
Por alguna extraña razón, en esta época las leyendas de fantasmas
estaban muy en boga entre los criados de la hacienda de Legree.
Afirmaban en voz baja que a altas horas de la noche habían oído
pasos bajar la escalera de la buhardilla y rondar la casa. Había sido
en vano cerrar con llave las puertas de paso a la escalera; o el fan-
tasma llevaba en el bolsillo una copia de la llave o se valía del in-
memorial privilegio de los fantasmas de pasar por el ojo de la ce-
rradura, y se paseaba, igual que antes, con una desenvoltura inquie-
tante.
Las autoridades en la materia no se ponían de acuerdo en cuanto a
la apariencia externa del fantasma, debido a una costumbre bastan-
te común entre los negros ––y, que nosotros sepamos, entre los
blancos también–– de cerrar invariablemente los ojos en estas oca-
siones y cubrirse las cabezas con mantas, enaguas o lo que tuvieran
a mano para protegerse. Por supuesto, como sabe todo el mundo,
cuando los ojos del cuerpo no entran en liza, los ojos del espíritu
adquieren mayor perspicacia y vivacidad; por lo tanto, había infi-
nidad de retratos de cuerpo entero del fantasma, con abundancia de
testimonios y juramentos que, como ocurre a menudo con los retra-
tos, no se parecían nada entre sí excepto en la característica común
a toda la familia de fantasmas: vestía una sábana blanca. Las po-
bres criaturas no estaban versadas en la historia antigua y no sabían
que Shakespeare había autenticado esta vestimenta al decir:
«Los muertos envueltos en sábanas
chillaban y farfullaban en las calles de Roma»
Y, por lo tanto, el que todos coincidieran en este punto es un fe-
nómeno extraordinario de la parapsicología, sobre el que llamamos
la atención de todos los expertos en espiritismo.
Sea como fuere, tenemos motivos personales para saber que es
verdad que una figura alta envuelta en una sábana blanca se pasea-
ba, a las horas más típicamente fantasmales, por la casa de Legree;
atravesaba puertas, se deslizaba alrededor de la casa, desaparecía a
ratos y volvía a aparecer, subía por la silenciosa escalera y entraba
en la infausta buhardilla; y que, por la mañana, todas las puertas
estaban cerradas con llave como siempre.
A Legree no se le escapaban estas murmuraciones; y el hecho de
que quisieran ocultárselo sólo aumentaba su nerviosismo. Bebía
más brandy que de costumbre; mantenía la cabeza más alta y blas-
femaba más fuerte que nunca durante el día; pero tenía pesadillas y
las visiones que rondaban por su cabeza en la cama distaban mu-
cho de ser agradables. La noche después de que se llevaran el
cuerpo de Tom, se fue cabalgando al pueblo vecino de parranda, y
se corrió una gran juerga. Regresó a casa cansado, pues era muy
tarde; echó la llave a su puerta y se la guardó antes de acostarse.
Después de todo y por mucho que intente acallarla, un alma
humana es una posesión terriblemente fantasmal e inquietante para
un hombre malvado. ¿Quién conoce su ámbito y sus confines?
¿.Quién conoce toda su espantosa incertidumbre, los estremeci-
mientos y escalofríos que no puede reprimir, como tampoco puede
sobrevivir a su propia eternidad? ¡Que insensato es aquél que se
encierra para mantener fuera los espíritus, cuando tiene en el pro-
pio pecho un espíritu al que no se atreve a enfrentarse, cuya voz,
ahogada bajo montones de futilidad mundanal, emite una adver-
tencia como la trompeta del juicio final!
Pero Legree cerró su puerta con llave y apoyó una silla contra
ella, puso una lámpara encendida en la cabecera de la cama, y co-
locó las pistolas allí. Examinó los cierres y pasado res de las ven-
tanas, luego juró que «no le importaba el diablo con todos sus án-
geles» y se durmió.
Sí, se durmió, pues estaba cansado; durmió profundamente. Pero
finalmente apareció una sombra en su sueño, un espanto, la apren-
sión de algo terrible que pendía sobre él. Era la mortaja de su ma-
dre, pensó; pero la sujetaba Cassy, la levantaba para mostrársela.
Oyó un ruido confuso de gritos y gemidos; así y todo, sabía que
dormía, e intentó despertarse. Estaba medio despierto. Estaba segu-
ro de que algo entraba en su habitación. Sabía que se abría la puer-
ta, pero no podía mover ni las manos ni los pies. Por fin se volvió,
sobresaltado. ¡La puerta estaba abierta y vio cómo una mano apa-
gaba la luz!
Era una noche brumosa y nublada, iluminada a ratos por la luna y
¡allí estaba! Algo blanco se deslizaba dentro de la habitación. Oyó
el suave crujido de su vestimenta fantasmal. Se paró junto a su ca-
ma; una mano fría to la suya; una voz dijo tres veces con un su-
surro quedo y espantoso: «¡Ven, ven, ven!» Y mientras él sudaba,
paralizado de terror, de repente, sin saber cuándo ni cómo, la cosa
desapareció. Saltó de la cama y forcejeó con la puerta. Estaba ce-
rrada con llave. El hombre cayó desmayado al suelo.
Después de esto, Legree empezó a beber aun más que antes. Ya
no bebía con cautela y prudencia, sino incauta y temerariamente.
Poco tiempo después, se difundió por los alrededores la noticia de
que estaba enfermo y se moría. Los excesos habían atraído aquella
terrible enfermedad que parece reflejar en la vida actual las som-
bras espantosas del castigo futuro. Nadie soportaba los horrores de
su cuarto de enfermo, donde deliraba y gritaba y hablaba de visio-
nes que casi helaban la sangre de los que lo escuchaban; y junto a
su lecho de muerte se erguía una rígida figura blanca e inexorable,
que decía: «¡Ven, ven, ven!»
Por una rara coincidencia, a la mañana siguiente a la noche en
que esa visión se le apareció a Legree, se encontró abierta la puerta
principal de la casa, y algunos de los negros habían visto dos figu-
ras blancas deslizarse por la avenida hacia la carretera.
Estaba a punto de amanecer cuando Cassy y Emmeline hicieron
una breve pausa en una arboleda cercana al pueblo. Cassy iba ves-
tida a la manera de las damas criollas españolas: completamente de
negro. Llevaba un pequeño sombrero negro en la cabeza, con un
velo de tupidos bordados que ocultaban su rostro. Habían acordado
que, para la fuga, ella representaría el personaje de una dama crio-
lla y Emmeline el de su criada.
Educada desde pequeña en la más exquisita sociedad, el lenguaje,
los movimientos y el porte de Cassy favorecían esta impresión, y le
quedaban bastantes prendas y algunas joyas de su otrora espléndi-
do vestuario para poder desempeñar su papel con ventaja.
Se detuvo en las afueras del pueblo en un sitio que había visto
que vendían baúles, compró uno bien hermoso y pidió al vendedor
que se lo mandara transportar. De esta forma, escoltada por un mu-
chacho que llevaba el baúl sobre un carro y por Emmeline, que iba
detrás llevando su bolsa de mano y varios paquetes, se presentó en
la pequeña taberna del lugar como una señora importante.
La primera persona que le llamó la atención después de su llega-
da fue George Shelby, que se alojaba allí en espera del próximo
barco.
Cassy había visto al joven desde su agujero en la buhardilla, y le
había visto llevarse el cadáver de Tom y había observado, con se-
creto júbilo, su enfrentamiento con Legree. Posteriormente había
colegido, de las conversaciones que había escuchado entre los ne-
gros mientras se deslizaba por su casa disfrazada de fantasma des-
pués del anochecer, quién era y qué relación tenía con Tom. Por lo
tanto experimentó un acceso inmediato de confianza cuando se en-
teró de que él, al igual que ella, esperaba el siguiente barco.
El aire y los modales de Cassy, su porte y su patente familiaridad
con el dinero evitaron que despertase sospechas en el hotel. Las
personas nunca cuestionan demasiado a los que cumplen con el
cometido principal de pagar bien, algo que Cassy había tenido en
cuenta a la hora de proveerse de dinero.
Al filo de la tarde se oyó acercarse un barco, y George Shelby
ayudó a Cassy a subir a bordo con la cortesía innata de todos los
habitantes de Kentucky, y se esforzó en procurarle un buen cama-
rote.
Cassy se quedó en su camarote en la cama, pretextando una en-
fermedad, durante todo el tiempo que pasaron en el río Rojo. Su
criada la atendía con una dedicación servicial.
Cuando llegaron al río Misisipí, George, que se había enterado de
que la dama desconocida se dirigía al norte como él, le propuso
pedirle un camarote en el mismo barco, compadeciéndose ama-
blemente de su mala salud y deseoso de hacer lo que pudiera por
ayudarla.
Miremos, por lo tanto, a todos los miembros del grupo traslada-
dos sanos y salvos al barco de vapor Cincinnati, dirigiéndose río
arriba a toda velocidad.
La salud de Cassy estaba mucho mejor. Se sentaba en cubierta,
acudía al comedor y se comentaba en el barco que había debido de
ser muy guapa de joven.
Desde el primer momento en que le vislumbró la cara, a George
le rondaba uno de esos parecidos fugaces e indefinidos que todos
hemos experimentado y que a veces nos atormentan. No podía qui-
tarle los ojos de encima; la miraba sin cesar. Ella, en la mesa o sen-
tada en la puerta de su camarote, encontraba los ojos del joven
siempre fijos en ella; pero él los apartaba con educación al perca-
tarse de que a ella le molestaba su observación.
Cassy comenzó a inquietarse. Empezaba a creer que él sospecha-
ba algo, y finalmente decidió encomendarse por completo a su ge-
nerosidad y confiarle toda su historia.
George estaba dispuesto a compadecerse de corazón de cualquie-
ra que se hubiera escapado de la plantación de Legree, un lugar del
que no podía hablar y que no podía recordar sin perder la pacien-
cia, y, con la osada despreocupación por las consecuencias caracte-
rística de su edad y posición, le aseguró que haría todo lo que esta-
ba en su mano por protegerlas y ayudarlas.
El camarote contiguo al de Cassy estaba ocupado por una dama
francesa que se apellidaba de Thoux, que viajaba acompañada de
su bonita hija de unos doce años de edad.
Habiendo deducido por la conversación de George que era de
Kentucky, parecía deseosa de hacer amistad con él; para este pro-
pósito, las gracias de su hija la ayudaban mucho, pues era un ju-
guete tan divertido como jamás hubiese aliviado el aburrimiento de
quince días de viaje en un barco de vapor.
La silla de George estaba a menudo en la puerta de su camarote, y
Cassy oía su conversación desde donde se hallaba sentada en la
cubierta.
Madame de Thoux hacía unas preguntas muy prolijas sobre Ken-
tucky, donde había vivido en una época anterior de su vida. George
descubrió con sorpresa que su antigua residencia debía de estar en
su propio vecindario, pues sus indagaciones demostraban tener un
conocimiento de personas y cosas de su zona que le resultaba muy
sorprendente.
––¿Conoce usted ––preguntó Madame de Thoux un día a algún
hombre de su contorno que se llame Harris?
––Un anciano con ese nombre vive no muy lejos de la casa de mi
padre ––dijo George––. Sin embargo, no le hemos tratado mucho.
––Posee muchos esclavos, según creo ––dijo Madame de Thoux
con un aire que parecía revelar más interés del que estuviera dis-
puesta a demostrar abiertamente.
––Es verdad ––dijo George, con aspecto bastante sorprendido por
su forma de actuar.
––¿Y ha oído hablar... quizás haya oído hablar de un mulato que
tenía, que se llamaba George?
––Desde luego: George Harris; lo conozco bien. Se casó con una
criada de mi madre, pero se ha escapado al Canadá. ––¿De veras?
––dijo rápidamente Madame de Thoux––. ¡Gracias a Dios!
George puso cara de sorpresa, pero no dijo nada. Madame de
Thoux apoyó la cabeza en la mano y rompió a llorar.
––¡Es mi hermano! ––dijo.
––¡Señora! ––dijo George con un tono de gran sorpresa.
––Sí ––dijo Madame de Thoux, levantando orgullosa la cabeza y
enjugándose las lágrimas––, señor Shelby, ¡George Harris es mi
hermano!
––¡Estoy totalmente atónito! ––dijo George, empujando su silla
hacia atrás un poco y mirando a Madame de Thoux.
––A mí me vendieron en el sur cuando él era niño ––dijo ella––.
Me compró un hombre bueno y generoso. Me llevó con él a las
Antillas, me liberó y se casó conmigo. Hace poco se ha muerto, y
me dirijo a Kentucky a ver si encuentro a mi hermano y lo redimo.
––Le he oído hablar de una hermana llamada Emily, que fue ven-
dida en el sur ––dijo George.
––Desde luego: soy yo ––dijo Madame de Thoux––, dígame,
¿qué clase de...?
––Un joven estupendo ––dijo George––, a pesar de la maldición
de la esclavitud que arrastraba. Tenía un carácter de primera, tanto
por su inteligencia como por sus principios. Yo lo sé bien,
¿.comprende usted?, porque se casó con una de mi familia.
––¿Qué clase de joven? ––preguntó con interés Madame de
Thoux.
––Un tesoro ––dijo George––; una muchacha bella, inteligente y
amable. Muy piadosa. Mi madre la crió y la educó con tanto esme-
ro, casi, como si fuera su propia hija. Sabía leer y escribir, bordar y
coser maravillosamente, y cantaba muy bien.
––¿Nació en casa de ustedes? ––preguntó Madame de Thoux.
––No. Mi padre la compró en uno de sus viajes a Nueva Orleáns
y la trajo de regalo para mi madre. Tenía unos ocho o nueve años
entonces. Mi padre nunca quiso decir a mi madre lo que pagó por
ella, pero el otro día, mientras revisábamos viejos papeles suyos,
encontramos el contrato de venta. Pagó una suma exorbitante, des-
de luego, supongo que por su belleza extraordinaria.
George estaba sentado de espaldas a Cassy y no vio la expresión
absorta de su rostro mientras contaba estos detalles.
En este punto de su historia, le tocó el brazo y, con la cara pálida
de ansiedad, le preguntó:
––¿Sabe el nombre de la persona a quien se la compró?
––Un hombre llamado Simmons, creo, era el autor de la transac-
ción. Por lo menos, creo que ése era el nombre que figuraba en el
contrato.
––¡Oh, Dios mío! ––dijo Cassy y cayó desmayada al suelo de la
cubierta.
Ahora George puso manos a la obra, y Madame de Thoux tam-
bién. Aunque ninguno de los dos podía adivinar la causa del des-
mayo de Cassy, hicieron todo el alboroto propio de tales ocasiones:
George volcó una jarra de agua y rompió dos vasos en su afán por
socorrerla y varias señoras del salón, al enterarse de que alguien se
había desmayado, se agolparon en la puerta del camarote, blo-
queando en lo posible todo el aire, de modo que, en conjunto, se
hizo todo lo que se podía esperar.
¡Pobre Cassy! Cuando recuperó el conocimiento, volvió la cara
hacia la pared y lloró y sollozó como una niña; quizás tú, madre,
puedes figurarte lo que pensaba, o quizás no puedas. Pero en ese
momento, ella estaba segura de que Dios se había apiadado de ella
y de que volvería a ver a su hija, como ocurrió, meses más tarde,
cuando... pero nos adelantamos a los hechos.
CAPÍTULO XLIII
RESULTADOS
El resto de nuestra historia se cuenta enseguida. George Shelby,
impulsado como cualquier joven por el romanticismo del incidente
y por sentimientos humanitarios, se tomó la molestia de enviar a
Cassy el contrato de venta de Eliza, cuya fecha y nombre corres-
pondían con lo que ella sabía del asunto, por lo que no tuvo duda
sobre la identidad de su hija. Ahora sólo le quedaba seguir las hue-
llas de los fugitivos.
Madame de Thoux y ella, unidas de esta forma por la singular co-
incidencia de sus fortunas, se dirigieron al Canadá de inmediato e
iniciaron un viaje de búsqueda por todos los puestos donde acudían
los fugitivos de la esclavitud. En Amherstberg conocieron al mi-
sionero que había cobijado a George y Eliza cuando llegaron al
Canadá, y, a través de él, pudieron ubicar a la familia en Montreal.
George y Eliza llevaban ya cinco años en libertad. George había
encontrado un trabajo estable en el taller de un amable mecánico,
donde ganaba suficiente dinero para mantener bien a su familia
que, mientras tanto, había aumentado con el nacimiento de una
hija.
El pequeño Harry, un muchacho simpático e inteligente, iba a un
buen colegio, donde hacía grandes progresos.
El buen párroco de Amherstberg, donde George había tomado tie-
rra, se interesó tanto por las declaraciones de Madame de Thoux y
Cassy que cedió a la petición de aquélla de acompañarlas a Mon-
treal para buscarlos, corriendo ella con los gastos del viaje.
El escenario cambia ahora a un pequeño y aseado bloque de vi-
viendas en las afueras de Montreal; la hora, el atardecer. Un alegre
fuego arde en el hogar; la mesa, cubierta con un níveo mantel, está
puesta para la cena. En un rincón de la habitación hay una mesa
cubierta con una tela verde, con una escribanía abierta, plumas y
papel y encima un estante con unos libros cuidadosamente elegi-
dos.
Era el estudio de George. El mismo afán por mejorarse que le
había impulsado a aprender a escondidas las codiciadas artes de la
lectura y la escritura cuando era niño le seguía animando a dedicar
todo su tiempo libre a su propia educación.
En este momento está sentado a la mesa, tomando apuntes de un
volumen de la biblioteca familiar que ha estado leyendo.
––Vamos, George ––dice Eliza––, has estado todo el día fuera.
Deja ese libro y charlemos mientras preparo la cena, venga.
Y la pequeña Eliza secunda la petición acercándose con pasos in-
seguros a su padre e intentando arrancarle el libro de las manos pa-
ra colocarse en su regazo.
––¡Eh, brujilla! ––dijo George, cediendo como lo haría cualquier
hombre en las mismas circunstancias.
––Eso está bien ––dijo Eliza, al empezar a cortar rebanadas de
una barra de pan. Parece algo mayor, un poco más llena y más ma-
trona de aspecto que antaño, pero evidentemente tan feliz como
cualquier mujer.
––Harry, muchacho, ¿qué tal el problema de aritmética de hoy? –
–preguntó George, poniendo la mano sobre la cabeza de su hijo.
Harry ha perdido sus largos rizos, pero nunca perderá aquellos
ojos y aquellas pestañas o la frente alta y noble, que se ruboriza de
triunfo cuando contesta:
––¡Lo he hecho todo yo solo, padre, y nadie me ha ayudado!
––Eso es ––dijo su padre––; sólo conga en ti mismo, hijo. Tienes
más posibilidades de las que tuvo tu pobre padre.
En este momento se oye una llamada a la puerta; Eliza va a abrir-
la. Su entusiasmada exclamación «¡Oh, es usted!» atrae a su mari-
do, quien da la bienvenida al buen pastor de Amherstberg. Hay dos
mujeres con él y Eliza las invita a sentarse.
Bien, si hemos de decir la verdad, el honrado pastor había prepa-
rado un pequeño programa de cómo tenía que desarrollarse el
acontecimiento; mientras subían, se habían exhortado unos a otros
a no revelar el secreto enseguida sino a seguir el plan previsto.
Se pueden imaginar, entonces, la consternación del buen hombre,
que acababa de hacer un gesto para que se sentaran las mujeres y
sacaba el pañuelo para limpiarse la boca en preparación para pro-
nunciar debidamente su discurso de presentación, cuando Madame
de Thoux estropeó todo el plan lanzando los brazos alrededor del
cuello de George y revelándolo todo con las palabras:
––¡Oh, George! ¿No me conoces? Soy tu hermana Emily. Cassy
se había sentado más tranquilamente y hubiera representado muy
bien su papel si no se le hubiera puesto delante la pequeña Eliza,
idéntica en la forma de cada rasgo y cada rizo a su hija la última
vez que la vio. La pequeña le escudriñó el rostro y Cassy la cogió
en sus brazos y la apretó contra su pecho diciendo lo que en ese
momento le parecía la verdad:
––¡Cariño, soy tu madre!
De hecho fue bastante difícil hacer las cosas por el orden correc-
to, pero el buen pastor consiguió por fin que se callara todo el
mundo y pudo pronunciar el discurso con el que había pretendido
abrir la ceremonia y que le salió tan bien que al final todo su públi-
co lloraba a su alrededor de un modo que debía de satisfacer a
cualquier orador antiguo o moderno.
Se arrodillaron juntos y el buen hombre rezó, pues hay algunos
sentimientos que son tan agitados y tumultuosos que sólo permiten
descansar cuando se han desahogado en el amoroso pecho del To-
dopoderoso; después, levantándose, los miembros de la familia re-
unida se abrazaron con una sagrada fe en Dios, que los había re-
unido tras tantos peligros y por caminos tan misteriosos.
El cuaderno de un misionero que trabaja con los fugitivos en Ca-
nadá contiene historias verdaderas más extrañas que la ficción.
¿Cómo iba a ser de otra manera, si prevalece un sistema que albo-
rota a las familias y dispersa a sus miembros, tal como el viento
alborota y dispersa las hojas en otoño? Esta orilla de asilo, como la
orilla eterna, a menudo vuelve a reunir en feliz comunión a cora-
zones que han llorado sus pérdidas durante largos años. Y es tre-
mendamente emotivo el entusiasmo con el que acogen a cada re-
cién llegado por si puede traer noticias de la madre, la hermana, el
hijo o la esposa que aún se encuentra hundido en las tinieblas de la
esclavitud.
Se urden aquí hazañas más heroicas que románticas en las que el
fugitivo desafía la tortura e incluso la muerte volviendo volunta-
riamente sobre sus pasos a los terrores y peligros de esa oscura tie-
rra para rescatar a su hermana, madre o esposa.
Un misionero nos ha hablado de un joven que se escapó de nuevo
tras ser capturado dos veces y azotado vergonzosamente por su va-
lor; en una carta que escribió y que nos han leído cuenta que va a
regresar por tercera vez para sacar a su hermana. Mi buen lector,
¿este hombre es un héroe o un delincuente? ¿No haría usted lo
mismo por su hermana? ¿Puede usted condenarle?
Pero volvamos con nuestros amigos, a los que dejamos en-
jugándose las lágrimas y recuperándose de una alegría demasiado
grande y repentina. Ahora están sentados sociablemente alrededor
de la mesa sintiéndose cada vez más afables; sólo Cassy, que tiene
a Eliza en el regazo, de vez en cuando da un apretón a la pequeña,
lo que le sorprende a ésta sobremanera, y se niega a que le atiborre
la boca de pasteles tanto como quisiera Eliza, alegando, para gran
consternación de la niña, que tiene algo mejor que los pasteles y
que no los quiere.
Y realmente ha cambiado tantísimo Cassy en dos o tres días que
nuestros lectores apenas podrían reconocerla. La expresión maci-
lenta de desesperación de su rostro había dado paso a una de ama-
ble confianza. Parecía haberse introducido de inmediato en el seno
de la familia y acogido en su corazón a los pequeños, como algo
que había esperado desde hacía largo tiempo. De hecho su amor
parecía volcarse con más naturalidad sobre la pequeña Eliza que
sobre su propia hija, pues era la viva imagen de la niña que había
perdido. La pequeña hacía de dulce lazo entre madre e hija, y a
través de ella creció el conocimiento y el afecto. La piedad estable
y constante de Eliza, reglada por la frecuente lectura de la palabra
sagrada, la convertía en guía perfecta para la mente maltrecha y
fatigada de su madre. Cassy cedió enseguida con toda el alma a las
buenas influencias, y se convirtió en una cristiana pía y devota.
Después de un día o dos, Madame de Thoux contó a su hermano
más detalles de su situación. A la muerte de su marido había here-
dado una fortuna considerable, que se ofreció generosamente a
compartir con la familia. Cuando preguntó a George qué podía
hacer por él, respondió:
––Dame una educación, Emily; siempre lo he deseado de cora-
zón. Después yo puedo hacer el resto.
Tras grandes deliberaciones, decidieron trasladarse toda la familia
a Francia durante algunos años; embarcaron con ese rumbo llevan-
do a Emmeline con ellos.
La belleza de ésta le ganó el amor del segundo oficial del barco y
poco después de arribar a puerto, se casaron. George estudió du-
rante cuatro años en una universidad francesa, donde se aplicó con
una constancia ininterrumpida y consiguió una educación muy
completa.
Problemas políticos en Francia movieron a la familia a buscar asi-
lo de nuevo en este país.
Los sentimientos y opiniones de George, como hombre cultivado,
pueden apreciarse en esta carta a uno de sus amigos:
Me siento algo perdido en cuanto a mi rumbo futuro. Es cierto, co-
mo tú me has comentado, que podría mezclarme en los círculos de
blancos de este país, pues mi color es muy claro y el de mi familia
apenas perceptible. Quizás me lo consintieran, pero, a decir verdad, no
siento ningún deseo.
No tengo simpatía por la raza de mi padre sino por la de mi madre.
Para él yo no era más que un bello perro o caballo; para mi pobre ma-
dre afligida era un niño; y aunque nunca la volví a ver desde la cruel
venta que nos separó, sé que me quiso mucho hasta su muerte. Le sé
por mi propio corazón. Cuando pienso en todo lo que padeció ella, en
mis propios sufrimientos cuando era niño, en los infortunios y luchas
de mi heroica esposa y de mi hermana, vendida en el mercado de es-
clavos de Nueva Orleans, aunque espero no tener sentimientos poco
cristianos, creo que se me puede perdonar si digo que no quiero
hacerme pasar por estadounidense ni identificarme con ellos.
Quiero compartir la suerte de la esclavizada raza africana y, si pu-
diese tener un deseo, sería que fuera más oscura mi piel y no más cla-
ra.
El deseo y afán de mi corazón es conseguir la nacionalidad africana.
Quiero un pueblo que tenga su propia existencia tangible e indepen-
diente. ¿Dónde he de buscarlo? No en Haití, porque allí no han tenido
nada desde el principio. Un arroyo no puede superar su manantial de
origen. La raza que formó el carácter de los haitianos estaba desgasta-
da y afeminada y, por lo tanto, tardará siglos esa raza en llegar a ser
algo.
¿Dónde puedo buscar, entonces? En las orillas de África veo una re-
pública formada por hombres selectos que, por su energía y su afán de
mejorarse, en muchos casos han sabido salirse individualmente de su
condición de esclavos. Después de pasar una época inicial de debili-
dad, esta república por fin se ha convertido en una nación reconocida
en toda la faz de la tierra, aceptada tanto por Francia como por Ingla-
terra. Allí es donde quiero ir para encontrar a mi pueblo.
Soy consciente de que os voy a tener a todos en contra, pero antes de
golpear, escuchadme. Durante mi estancia en Francia, he estudiado
con enorme interés la historia de mi pueblo en América. He estudiado
la lucha entre los abolicionistas y los colonizacionistas y he sacado al-
gunas impresiones como espectador distante que nunca se me hubie-
ran ocurrido como participante.
Reconozco que esta Liberia ha podido servir a todo tipo de propósi-
tos al ser utilizada contra nosotros por nuestros opresores. Es induda-
ble que el proyecto se ha utilizada, de forma injustificable, como me-
dio de retrasar nuestra emancipación. Pero, a mi modo de ver, la cues-
tión es que hay un Dios por encima de todos los proyectos humanos.
¿No es posible que Él haya invalidado sus designios para fundar una
nación para nosotros?
En estos tiempos nace una nación en un día. Ahora una nación em-
pieza con todos los grandes problemas de la vida y la civilización re-
publicanas ya planteados delante de ella; no tiene que descubrirlos, si-
no aplicarlos. Pongámonos todos juntos, entonces, manos a la obra
con toda nuestra fuerza para ver qué podemos hacer con esta nueva
empresa, y todo el maravilloso continente africano se abrirá ante no-
sotros y nuestros hijos. Nuestra nación desplegará la marea de la civi-
lización y el cristianismo a lo largo de sus orillas para instaurar allí
grandes repúblicas que crecerán con la misma rapidez que la vegeta-
ción tropical y durarán para todas las épocas venideras.
¿Decís que abandono a mis hermanos esclavos? Yo creo que no. Si
los olvido durante una hora, un minuto de mi vida, ¡que Dios me olvi-
de a mí! Pero ¿qué puedo hacer por ellos aquí? ¿Puedo romper sus ca-
denas? No, como individuo, no puedo; pero si voy a formar parte de
una nación que tendrá voz en los tribunales de las naciones, entonces
podremos hablar. Una nación tiene el derecho a discutir, protestar,
implorar y presentar la causa de su pueblo que no tiene el individuo.
Si Europa se convierte alguna vez en una federación de naciones li-
bres, como confío en Dios que sucederá, y si son abolidas la esclavi-
tud y todas las desigualdades sociales injustas y opresivas, y si esas
naciones reconocen nuestra posición, tal como lo han hecho Francia e
Inglaterra, entonces, en el gran congreso de las naciones, haremos
nuestra petición y presentaremos la causa de nuestra raza esclavizada
y doliente; y no será posible que la gran América libre e iluminada no
quiera borrar de su reputación la mancha que la avergüenza ante las
demás naciones y es una maldición tanto para ella como para los es-
clavos.
Pero, me dirás, nuestra raza tiene el mismo derecho a incorporarse
en la república americana como los irlandeses, los alemanes o los sue-
cos. De acuerdo, lo tiene. Deberíamos ser libres para incorporarnos y
mezclamos, para mejorar nuestra posición por nuestra valía indivi-
dual, sin importar la casta o el color; y los que nos niegan tal derecho
traicionan sus supuestos principios de igualdad humana. En Estados
Unidos sobre todo se nos debería admitir. Tenemos más derechos que
los demás hombres, pues tenemos los derechos a la reparación de una
raza injuriada. Pero, no quiero eso; quiero un país propio, una nación
mía. Creo que la raza africana tiene
sus rasgos característicos aún sin descubrir por la civilización y la
cristiandad que, si bien no son los mismos que los de los anglosajones,
pueden resultar ser incluso de un tipo moral más alto.
A la raza anglosajona se le ha encomendado el destino del mundo
durante el período pionero de lucha y conflicto. Para esa misión, sus
rasgos severos, inflexibles y enérgicos eran muy apropiados, pero,
como cristiano, espero que surja otra era. Creo que nos hallamos en el
borde de esta era; y los dolores que convulsionan las naciones en estos
momentos no son sino los dolores de parto de una nueva hora de paz y
fraternidad universales.
Espero que el desarrollo de África sea esencialmente cristiano. Si no
es una raza dominante y autoritaria, por lo menos es una raza cariñosa,
magnánima y poco rencorosa. Después de forjarse en el horno de la
injusticia y la opresión, necesitan abrazar con mayor fuerza la sublime
doctrina de amor y perdón, que es su único medio de vencer y que es
su misión difundir por todo el continente africano.
Yo mismo, lo reconozco, no sirvo para esto, pues la mitad de la san-
gre que corre por mis venas es sangre sajona caliente e impulsiva; pe-
ro tengo siempre a mi lado a un predicador elocuente de las Sagradas
Escrituras en la persona de mi bella esposa. Siempre que divago, su
espíritu más sereno me trae de vuelta y mantiene ante mis ojos la vo-
cación cristiana y la misión de nuestra raza. Como patriota y profesor
del cristianismo, voy a mi patria, es mi elegida, gloriosa África!, a la
que a veces aplico en el fondo de mi corazón estas maravillosas pa-
labras proféticas: «¡Por haber sido desamparada y odiada de modo que
ningún hombre quería acudir a ti, yo haré de ti una excelencia eterna,
la alegría de muchas generaciones!»
Me llamarás exagerado, me dirás que no he pensado bien dónde me
meto. Pero lo he pensado y he calculado el coste. Voy a Liberia no
como a un Elíseo romántico sino como a un campo de trabajo. Preten-
do trabajar con las dos manos, trabajar a fondo; trabajar contra toda
clase de dificultades y desalientos, trabajar hasta que muera. Por eso
me voy; y estoy seguro de que no quedaré decepcionado.
Cualquiera que sea tu opinión de mi decisión, no dejes de tener con-
fianza en mí y no dejes de creer que todo lo que hago, lo hago dedica-
do de corazón al bien de mi pueblo.
GEORGE HARRIS.
Unas pocas semanas más tarde, Jorge embarcó con su esposa, sus
hijos, su hermana y su madre rumbo a África. Si no nos equivoca-
mos, el mundo tendrá noticias suyas en el futuro.
De los demás personajes no tenemos nada especial que contar,
excepto una palabra referente a la señorita Ophelia y Topsy , y un
capítulo de despedida, que dedicaremos a George Shelby. .
La señorita Ophelia se llevó a Topsy consigo a su casa de Ver-
mont, para gran sorpresa de esa institución seria y cavilosa que los
habitantes de Nueva Inglaterra conocen con el término «los nues-
tros». Al principio «los nuestros» pensaban que era una advenediza
innecesaria en su establecimiento doméstico bien organizado; pero
la señorita Ophelia fue tan terriblemente eficiente en su empeño
concienzudo de cumplir con su deber hacia su protegida que la ni-
ña se granjeó rápidamente la simpatía y el favor de la familia y los
vecinos. Al hacerse mayor, fue bautizada por petición propia y se
convirtió en miembro de la iglesia cristiana del lugar, donde dio
muestras de tanta inteligencia, actividad y celo y un deseo tan fuer-
te de hacer el bien en el mundo, que finalmente fue recomendada y
aceptada como misionera para un pueblo de África; y hemos oído
decir que ahora emplea la misma inquietud e inventiva que la
hicieron tan voluble y revoltosa de niña de una forma más cautelo-
sa y prudente para instruir a los niños de su propia tierra.
P. D. Será también una satisfacción para algunas madres enterar-
se de que unas indagaciones que hizo Madame de Thoux han resul-
tado hace poco en la localización del hijo de Cassy. Siendo un jo-
ven enérgico, se había escapado unos años antes que su madre y
había sido acogido y educado por amigos de los oprimidos en el
norte. Pronto seguirá a su familia a África.
CAPÍTULO XLIV
EL LIBERTADOR
George Shelby había escrito sólo unas líneas a su madre para de-
cirle en qué fecha podía esperar su regreso. No se hizo el ánimo de
escribirle sobre la muerte de su viejo amigo. Lo intentó varias ve-
ces pero sólo conseguía emocionarse, y acababa invariablemente
rompiendo el papel, enjugándose las lágrimas y refugiándose en
algún lugar tranquilo.
Un alegre bullicio recorría la mansión de los Shelby aquel día en
espera de la llegada del joven señorito George.
La señora Shelby estaba sentada en su cómoda sala, donde un
alegre fuego de nogal templaba la fría tarde de finales de otoño. La
mesa estaba puesta para la cena, centelleante de plata y cristal ta-
llado, y nuestra vieja amiga Chloe era la encargada de los prepara-
tivos.
Ataviada con un vestido nuevo de percal, un limpio delantal
blanco y un alto turbante bien almidonado, su negro y lustroso ros-
tro reluciente de satisfacción, se dilataba en los arreglos de la mesa
con una meticulosidad innecesaria, simplemente buscando una ex-
cusa para hablar con el ama.
––¡Señor, Señor! Lo verá todo como siempre, ¿verdad? ––dijo––.
Ya está, he puesto su plato como a él le gusta, cerca del fuego. El
señorito George siempre quiere el sitio más cálido. ¡Oh, vaya! ¿Por
qué no habrá sacado Sally la mejor tetera: ésa pequeña que el seño-
rito George le compró al ama en Navidad? ¿Ha tenido el ama noti-
cias del señorito George? preguntó ansiosa.
––Sí, Chloe, pero sólo unas palabras para decir que llegaría a casa
esta noche si podía, nada más.
––No decía nada de mi viejo, supongo ––dijo Chloe, toqueteando
las tazas de té.
––No, nada. No decía nada sobre ninguna cosa, Chloe. Dijo que
lo contaría todo al llegar a casa.
––Eso es típico del señorito George. Siempre se empeña en con-
tar las cosas en persona. Siempre me he fijado en esa cualidad su-
ya. De todas formas, no comprendo cómo los blancos soportan es-
cribir las cosas tal como lo hacen, con lo pesado y lento que es es-
cribir.
La señora Shelby sonrió.
––Estoy pensando que mi viejo no va a conocer a los muchachos
y la nena. ¡Señor, con lo grande que se ha puesto ahora nuestra Po-
lly! Y es buena, también, y lista. Está en la cabaña ahora mismo
vigilando la torta de maíz que estoy preparando, justo como le gus-
ta a mi viejo. Le hice una así la mañana que se marchó. ¡Que el
Señor nos ampare, cómo me sentía yo aquella mañana!
La señora Shelby suspiró y sintió un gran peso en el corazón al
oír esta alusión. Se sentía inquieta desde la llegada de la carta de su
hijo por si había algo oculto tras el velo de silencio que éste había
corrido.
—¿El ama tiene esos billetes? ––preguntó Chloe ansiosa.
––Sí, Chloe.
––Porque quiero enseñar a mi viejo los billetes que me dio el pas-
tero. «Y bien», me dijo, «me gustaría que te quedaras más». «Gra-
cias, señor, dije yo, «me quedaría, pero mi viejo vuelve a casa y el
ama ya no puede prescindir de mí por más tiempo». Eso es exac-
tamente lo que le dije. Un hombre muy agradable, ese señor Jones.
Chloe había insistido con gran terquedad en que se conservaran
los mismísimos billetes con los que le habían pagado su salario pa-
ra mostrarlos a su marido, como recuerdo de su valía. Y la señora
Shelby consintió de buena gana en darle ese gusto.
––Mi viejo no conocerá a Polly, desde luego. ¡Señor, si hace cin-
co años que se lo llevaron! Ella era un rorro entonces; apenas sabía
ponerse de pie. Me acuerdo de la gracia que le hacía a él su forma
de caerse cada vez que intentaba caminar. ¡Ay, Señor, Señor!
Se oyó el traqueteo de ruedas.
––¡El señorito George! ––dijo la tía Chloe, corriendo a la venta-
na.
La señora Shelby salió apresurada a la puerta principal, donde su
hijo la estrechó entre sus brazos. La tía Chloe permaneció forzando
ansiosamente la vista para ver en la oscuridad.
––¡Ay, pobre tía Chloe! ––dijo George, cogiéndole la mano com-
pasivamente entre las suyas––. Habría dado toda mi fortuna por
haberlo traído conmigo, pero se ha marchado a un país mejor.
La señora Shelby dejó escapar una exclamación emotiva, pero la
tía Chloe no dijo nada.
El grupo entró al comedor. El dinero del que la tía Chloe se sentía
tan orgullosa se encontraba aún sobre la mesa. Tenga ––dijo, reco-
giéndolo y ofreciéndolo con mano temblorosa a su ama––, nunca
más quiero verlo ni oír hablar de él. Ha ocurrido exactamente lo
que me esperaba: ¡Vendido y asesinado en aquellas plantaciones!
Chloe se dio la vuelta y empezó a salir orgullosamente de la habi-
tación. La señora Shelby la siguió suavemente y, cogiéndole una
mano, la hizo sentarse en una silla y se sentó yunto a ella.
––¡Mi pobre y buena Chloe! ––dijo.
Chloe apoyó la cabeza en el hombro de su ama y dijo entre sollo-
zos:
––¡Ay, ama, perdóneme, pero se me ha roto el corazón!
––Lo sé ––dijo la señora Shelby, cuyas lágrimas caían abun-
dantemente––, y yo no puedo curártelo, pero Jesús sí. Él socorre a
los afligidos y les cura las heridas.
Siguieron unos minutos de silencio, durante los cuales todos llo-
raban. Finalmente se sentó George al lado de la viuda y con senci-
lla emoción le relató la escena triunfante de la muerte de su marido
y sus últimos mensajes de amor.
Una mañana, aproximadamente un mes más tarde, estaban con-
gregados todos los criados de la hacienda de los Shelby en el gran
vestíbulo de la casa para oír unas palabras de su joven amo.
Para sorpresa de todos, apareció ante ellos con un fajo de papeles
en la mano, que consistían en un certificado de libertad para cada
persona de la casa, que leyó y presentó uno tras otro entre los so-
llozos, lágrimas y gritos de todos los reunidos.
Muchos de ellos, sin embargo, se agolparon en torno a él y le ro-
garon vivamente que no los echara, ofreciéndose a devolverle, con
semblante ansioso, los papeles de su manumisión.
––No queremos ser más libres de lo que somos. Siempre hemos
tenido todo lo que hemos querido. No queremos dejar este lugar, ni
al amo ni al ama ni a nadie.
––Mis queridos amigos ––dijo George en cuanto consiguió que se
callaran––, no hay necesidad de que me dejéis. Hacen falta tantos
trabajadores como antes para llevar la hacienda. Necesitamos a
tantas personas en la casa como antes. Pero ahora sois hombres y
mujeres libres. Os pagaré por vuestro trabajo el salario que acor-
demos. La ventada es que, si yo me endeudo o muero ––cosas que
podrían ocurrir––, ya no os pueden vender a vosotros. Espero man-
tener la hacienda y enseñaros lo que quizás os cueste algún tiempo
aprender: cómo usar los derechos que os concedo como hombres y
mujeres libres. Espero que seáis buenos y dispuestos a aprender; y
confío en que Dios me haga a mí constante y dispuesto a enseñar.
Y ahora, amigos, mirad a lo alto y dad gracias a Dios por la bendi-
ción de la libertad.
Un anciano patriarca, que había envejecido y se había quedado
ciego en la hacienda, se levantó y, alzando la mano temblorosa,
dijo:
––¡Demos las gracias al Señor!
Se arrodillaron todos a una y nunca se elevó a los cielos un
Te
Deum
más sentido y conmovedor, aunque le faltase el clamor del
órgano, las campanas y los cañones, que el que salió del corazón
honrado de ese anciano.
Otro se levantó y arrancó a cantar un himno metodista, que venía
a decir:
«Ha llegado el año del jubileo,
volved a casa, pecadores redimidos.»
––Una cosa más ––dijo George, deteniendo los parabienes de los
concurridos––; ¿os acordáis todos del bueno de tío Tom?
Y George hizo una breve descripción de la escena de su muerte y
de su cariñosa despedida para todos los miembros de la hacienda, y
añadió:
––Fue sobre su tumba, amigos míos, que resolví, ante Dios, que
nunca poseería otro esclavo si había posibilidad de emanciparlo y
que nadie, por mi culpa, correría el riesgo de que lo separasen de
su hogar y sus amigos para ir a morir en una plantación solitaria,
como murió él. De modo que, cuando os regocijéis con vuestra li-
bertad, acordaos de que se la debéis a ese alma bendita y pagádsela
con bondad hacia su viuda y sus huérfanos. Pensad en vuestra li-
bertad cada vez que veáis la cabaña del tío Tom, y que sirva de re-
cordatorio para todos vosotros para que sigáis sus huellas y seáis
cristianos honrados y leales como él.
CAPÍTULO XLV
COMENTARIOS FINALES
Muchas personas de diferentes partes del país han preguntado a
la autora si esta historia es verdadera; para contestar a todos, hará
una respuesta general. Los diferentes incidentes que forman la na-
rrativa son, en su mayor parte, auténticos, y muchos de ellos ocu-
rrieron ante sus propios ojos o ante los de sus amigos personales. O
ella o sus amigos han observado a personajes parecidos a casi to-
dos los que son presentados aquí; y muchos de los acontecimientos
son palabra por palabra como ella misma o sus amigos los oyeron.
La apariencia de Eliza y la personalidad adjudicada a ella son es-
bozos tomados del natural. La fidelidad, piedad y honradez del tío
Tom tuvieron más de un original, conocidos por ella personalmen-
te. Algunos de los incidentes más profundamente trágicos y heroi-
cos y algunos de los más crueles tienen su paralelo en la realidad.
El caso de la madre que cruzó el río Ohio sobre el hielo es un
hecho conocido por muchos. La historia de «la vieja Prue» del se-
gundo volumen fue un suceso que vio personalmente el hermano
de la escritora mientras trabajaba de cobrador para una gran firma
mercantil de Nueva Orleáns. El personaje del plantador Legree
procedió de la misma fuente. Al hablar de una visita que hizo a su
plantación durante un viaje de recaudación, su hermano escribió lo
siguiente: «Hasta me obligó a tocarle el puño, que era como el
martillo de un herrero o una bola de hierro, y me dijo que estaba
"endurecido de derribar a los negros". Cuando abandoné la planta-
ción, suspiré con alivio, sintiéndome como si me hubiera escapado
de la madriguera de un ogro.»
Existen testigos vivos que pueden dar fe del trágico sino del tío
Tom, que ha tenido paralelo muchas veces en toda nuestra tierra.
Recuerden que en todos los estados del sur es un principio de la
jurisprudencia que una persona de extracción negra no puede testi-
ficar en un juicio contra un blanco, y es fácil ver que un caso así
puede ocurrir allí donde haya un hombre cuyas pasiones son más
fuertes que sus intereses y un esclavo con hombría suficiente para
resistirse a su voluntad. De hecho, no hay nada que proteja la vida
del esclavo excepto el carácter de su amo. De vez en cuando llegan
a oídos del público hechos demasiado espantosos para contem-
plarlos, y los comentarios que provocan son a menudo más espan-
tosos aún que el hecho en sí. Se dice: «Es muy probable que tales
hechos ocurran de vez en cuando, pero no son una muestra del
proceder general.» Si las leyes de Nueva Inglaterra dispusieran que
un amo podía de vez en cuando torturar a un esclavo hasta matarlo,
¿serían vistas con la misma compostura? ¿Se diría: «Éstos son ca-
sos poco frecuentes, y no una muestra del proceder general»? Esta
injusticia es inherente al sistema de esclavitud, que no puede exis-
tir sin ellas.
La vergonzosa venta pública de muchachas mulatas y cuarteronas
ha adquirido triste fama gracias a los incidentes que siguieron a la
captura de la Pearl. Lo siguiente es un extracto de la declaración
del honorable Horace Mann, uno de los abogados de la defensa en
aquel caso. Dice: «Entre el grupo de setenta y seis personas que en
1848 intentaron escapar del Distrito de Columbia en la goleta Pearl
y a cuyos oficiales ayudé a defender, había varias muchachas jóve-
nes y sanas que tenían esos peculiares atractivos de cuerpo y fac-
ciones que tanto aprecian los entendidos. Elizabeth Russel era una
de ellas. Cayó inmediatamente en las garras del tratante de escla-
vos e iba destinada al mercado de Nueva Orleáns. Los corazones
de los que la vieron se conmovieron de pena por su suerte. Ofrecie-
ron mil ochocientos dólares para redimirla, y a alguno de los que lo
ofrecieron le quedaría poco después de darlo, pero la fiera del tra-
tante era inexorable. Fue despachada a Nueva Orleáns; pero, a mi-
tad de camino hacia allí, Dios se apiadó de ella dándole muerte.
Había dos muchachas llamadas Edmundson en el mismo grupo.
Cuando estaban a punto de ser enviadas al mismo mercado, la ma-
yor de las hermanas se jugó la vida yendo a suplicar al desgraciado
de su amo que, por el amor de Dios, se compadeciera de sus vícti-
mas. Él se burló de ella diciéndole que iban a tener bonitos vesti-
dos y espléndidos muebles. "Sí", dijo ella, "eso está muy bien en
esta vida, pero ¿qué será de nosotras en la próxima?". A ellas tam-
bién las enviaron a Nueva Orleáns pero después fueron redimidas,
a un precio exorbitante, y llevadas de vuelta.» ¿No está claro, en-
tonces, que la historia de Cassy y Emmeline puede tener muchas
analogías?
La justicia también obliga a la autora a decir que la imparcialidad
y la generosidad atribuidas a St. Clare tampoco carecían de paran-
gón, como se puede deducir de esta anécdota. Hace unos años, un
joven caballero del sur se encontraba en Cincinnati con un criado
favorito, que había sido su asistente personal desde la niñez. El jo-
ven esclavo aprovechó la oportunidad para procurar su libertad,
huyendo a ponerse bajo la protección de un cuáquero bastante co-
nocido por casos semejantes. El amo se indignó muchísimo. Siem-
pre había tratado al esclavo con tanta indulgencia y tenía tanta con-
fianza en su afecto que creía que alguien le había debido de influir
para inducirle a sublevarse contra él. Fue muy airado a visitar al
cuáquero, pero, al ser extraordinariamente imparcial y justo, los
argumentos y las exposiciones de éste enseguida lo aplacaron.
Nunca había oído los argumentos de los otros implicados en el te-
ma de la esclavitud y nunca había pensado en ellos; inmediatamen-
te le dijo al cuáquero que si el esclavo estaba dispuesto a decirle a
su propia cara que quería ser libre, lo emanciparía en el acto. Así
que se concertó una entrevista y a Nathan le preguntó su joven amo
si tenía motivos para quejarse de cualquier aspecto del trato recibi-
do.
––No, amo ––dijo Nathan––. Siempre se ha portado usted bien
conmigo.
––Entonces, ¿por qué quieres dejarme?
––El amo podría morir, y ¿de quién sería yo entonces? Preferiría
ser un hombre libre.
Después de unos minutos de deliberación, el joven amo respon-
dió:
––Nathan, en tu lugar creo que sentiría lo mismo que tú. Eres li-
bre.
Le preparó enseguida los papeles de la manumisión, puso una
cantidad de dinero en manos del cuáquero para que lo utilizase jui-
ciosamente para ayudarle a buscarse un futuro y dejó una carta
muy sensata y amable con consejos para el joven libre. La autora
tuvo en su poder esa carta durante algún tiempo.
La autora espera haber hecho justicia al retratar la nobleza, gene-
rosidad y humanidad que caracterizan en muchos casos a indivi-
duos del sur. Estos ejemplos nos libran de desesperar absolutamen-
te de nuestros semejantes. Pero, pregunta a cualquier persona que
conozca el mundo, ¿tales personajes son corrientes en algún lugar?
Durante muchos años de su vida, la autora evitó toda lectura y
alusión al tema de la esclavitud por considerarlo demasiado dolo-
roso para indagar en él y por creer que la ilustración y la civiliza-
ción crecientes sin duda la abolirían. Pero a partir de la ley de
1850, cuando oyó, con enorme sorpresa y consternación, a perso-
nas cristianas y humanitarias recomendar que, como obligación de
buenos ciudadanos, se devolvieran a la esclavitud a los esclavos
fugados; cuando oyó en todas partes a personas amables y bonda-
dosas de los estados libres del norte deliberar y debatir sobre cuál
debía de ser el deber cristiano en esta cuestión, sólo pudo pensar:
«Estos hombres cristianos no pueden saber en qué consiste la es-
clavitud; si lo supieran, esta cuestión no se prestaría a la discu-
sión.» Y de allí nació el deseo de presentarla como una auténtica
realidad dramática. Ha intentado mostrarla con justicia, con sus as-
pectos mejores y peores. En el mejor aspecto, puede que haya teni-
do éxito; pero, ¡ay!, ¿quién puede decir qué queda sin contar aún
en el valle y las tinieblas de la muerte, que están al otro lado?
A vosotros, generosos y nobles hombres y mujeres del sur, a vo-
sotros, cuya virtud, magnanimidad y pureza de carácter son mayo-
res por la terrible prueba por la que han pasado, a vosotros dirige
su súplica. En el fondo de vuestras almas, en vuestras conversacio-
nes secretas, ¿no habéis pensado que hay miserias y penas en este
maldito sistema que van mucho más allá de lo que aquí se refleja, o
de lo que es posible reflejar? ¿Puede ser de otro modo? ¿Se puede
confiar al hombre, acaso, un poder totalmente irresponsable? ¿Y
no es cierto que el sistema de la esclavitud, al negar al esclavo el
derecho de testificar, convierte a cada amo individual en déspota
irresponsable? ¿Existe alguien incapaz de darse cuenta de cómo va
a acabar? Si es verdad que existe, como lo reconocemos, un senti-
miento público entre vosotros, hombres de honor, justicia y huma-
nidad, ¿no hay otro tipo de sentimiento público que existe entre los
rufianes, los brutales y los degenerados? Y, según la ley de escla-
vos, ¿no pueden los rufianes, los brutales y los degenerados poseer
a tantos esclavos como los mejores y los más puros? En algún lu-
gar del mundo, ¿son mayoría los honorables, los justos, los nobles
y los compasivos?
Ahora, según la ley americana, el tráfico de esclavos se considera
piratería. Pero el tráfico de esclavos tan sistemático como el que se
llevaba a cabo en las costas de África es un resultado y concomi-
tante inevitable de la esclavitud norteamericana. ¿Es posible contar
sus penas y horrores?
La autora sólo ha reflejado una leve sombra, un dibujo borroso de
la angustia y el desespero que rompe, en estos momentos, miles de
corazones y destroza a miles de familias y vuelve loca de desespe-
ración a una raza desamparada y sensible. Hay personas vivas que
conocen a madres a las que este maldito tráfico ha inducido a ma-
tar a sus hijos y a buscar la muerte ellas mismas como refugio de
aflicciones peores que la muerte. No se puede escribir, ni relatar, ni
concebir ninguna tragedia que iguale la terrible realidad de las es-
cenas que transcurren cada día y a cada hora en nuestras orillas,
bajo la sombra de las leyes americanas y la sombra de la cruz de
Cristo.
Ahora bien, hombres y mujeres de América, ¿es éste un tema que
se pueda tratar con ligereza, disculpándose por ello y pasando des-
pués en silencio a otra cosa? Labradores de Massachusetts, de New
Hampshire, de Vermont, de Connecticut, que leéis este libro junto
a las llamas de vuestro fuego en una tarde de invierno, resueltos y
generosos marineros y armadores de buques de Maine, ¿es una co-
sa que podáis apoyar y alentar? Valientes y generosos hombres de
Nueva York, granjeros del fértil y alegre Ohio, y vosotros, habitan-
tes de los amplios estados llanos, responded, ¿es una cosa que po-
dáis defender y apoyar? Y vosotras, madres de América, que
habéis aprendido junto a las cunas de vuestros propios hijos a amar
y proteger a toda la humanidad, por el amor sagrado que sentís por
vuestros hijos, por vuestro regocijo en su preciosa infancia inmacu-
lada, por la simpatía y ternura maternales con las que guiáis sus
años de desarrollo, por la ansiedad que sufrís por su educación, por
las oraciones que rezáis por el bien de sus almas eternas, os ruego
que os compadezcáis de la madre que merece todo vuestro afecto y
que no tiene ni el más mínimo derecho legal a proteger, guiar o
educar al hijo de sus entrañas. Por las horas de enfermedad de
vuestros hijos, por los ojos moribundos que no podéis olvidar, por
los últimos gritos que atormentaron vuestros corazones cuando ya
no podíais ni aliviar ni salvar, por la desolación de aquella cuna
vacía, aquel dormitorio silencioso, os ruego que os compadezcáis
de las madres que se quedan constantemente sin hijos por culpa del
tráfico de esclavos americano. Decidme, madres de América, ¿es
ésta una cosa que se pueda defender, apoyar y olvidar en silencio?
¿Decís que los ciudadanos de los estados libres no tienen nada
que ver con esto y que no pueden hacer nada? ¡Ojalá fuera verdad!
Pero no es verdad. Los ciudadanos de los estados libres han defen-
dido, alentado y participado en la esclavitud, y son más culpables
ante Dios que los del sur porque no tienen la disculpa de la educa-
ción y la costumbre.
Si las madres de los estados libres hubieran sentido como debi-
eran en épocas pasadas, los hijos de los estados libres no habrían
sido los dueños, y según dicen, los amos más severos de los escla-
vos; los hijos de los estados libres no habrían comerciado como lo
hacen en sus negocios con las almas y los cuerpos de los hombres
como si fueran el equivalente del dinero. Multitud de esclavos son
comprados y revendidos por comerciantes de las ciudades del nor-
te; entonces, ¿toda la culpa y la infamia de la esclavitud debe re-
caer sólo sobre el sur? Los hombres, las madres y los cristianos del
norte tienen algo más que hacer que denunciar a sus hermanos del
sur: deben mirar el mal que hay en ellos mismos.
Pero, ¿qué puede hacer un individuo cualquiera? Debe decidir eso
cada individuo por sí mismo. Hay una cosa que cada individuo
puede hacer: puede procurar tener sentimientos buenos. Cada ser
humano está rodeado por una atmósfera de influencia compasiva, y
el hombre o la mujer que tiene sentimientos fuertes, sanos y justos
sobre las grandes cuestiones de la humanidades un gran benefactor
para la raza humana. ¡Atended, por lo tanto, a vuestros sentimien-
tos en este asunto! ¿Están en armonía con los de Cristo o se dejan
regir y pervertir por los sofismas de la política mundana?
¡Hombres y mujeres cristianos del norte, tenéis también otro po-
der: podéis rezar! ¿Creéis en la oración o se ha convertido en una
confusa tradición apostólica? Rezáis por el pagano de otras tierras;
rezad también por el pagano de casa. Y rezad por los afligidos cris-
tianos cuya única posibilidad de superación religiosa depende del
comercio y la venta y cuya adherencia a la moral cristiana es en
muchos casos imposible a no ser que el cielo les haya dotado del
valor y la gracia del martirio.
Pero aún hay más. En las orillas de nuestros estados libres emer-
gen los pobres restos de familias destrozadas, hombres y mujeres
fugados por una providencia milagrosa de la marea de la esclavi-
tud, con escasos conocimientos y, en muchos casos, una débil base
moral, por culpa de un sistema que tergiversa todos los principios
morales y cristianos. Vienen en busca de asilo entre vosotros; vie-
nen en busca de educación, conocimientos y cristianismo.
¿Qué debéis vosotros, oh cristianos, a estos pobres desgraciados?
¿No debemos todos los estadounidenses a la raza africana por lo
menos un intento de reparación por los males infligidos a ellos por
el pueblo estadounidense? ¿Las puertas de las iglesias y las escue-
las han de cerrarse ante ellos? ¿Los estados han de levantarse para
echarlos? ¿La iglesia de Cristo ha de escuchar en silencio las bur-
las que se les dirigen, apartarse de la mano desamparada que tien-
den y alentar con su silencio la crueldad que pretende echarlos de
nuestras fronteras? Si tiene que ser así, será un triste espectáculo.
Si tiene que ser así, el país tendrá motivos para temblar cuando re-
cuerde que el destino de las naciones está en manos de Aquél que
es misericordioso y compasivo.
¿Decís: «No los queremos aquí; que se vayan a África»? Es un
hecho grandioso y extraordinario que la providencia de Dios les
haya proporcionado un refugio en África; pero no es motivo para
que la iglesia de Cristo rehuya la responsabilidad hacia esta raza
desterrada que le exige su oficio. Llenar Liberia de una raza igno-
rante, inexperta y casi bárbara, recién liberada de las cadenas de la
esclavitud, sólo sería prolongar durante siglos el período de lucha y
conflicto que acompaña el inicio de cualquier nueva empresa. Que
la iglesia del norte reciba a estos pobres dolientes con el espíritu de
Cristo; que les depare las ventajas educativas de la sociedad y las
escuelas republicanas cristianas hasta que alcancen una madurez
moral e intelectual y que les ayude luego en su pasaje a aquellas
tierras para que pongan en práctica las lecciones aprendidas en Es-
tados Unidos.
Existe un grupo comparativamente pequeño de hombres en el sur
que ya hace esto, y, como resultado, este país ya conoce ejemplos
de antiguos esclavos que rápidamente han adquirido propiedades,
reputación y educación. Han desarrollado talento, lo que es real-
mente extraordinario en vista de las circunstancias; y en las virtu-
des morales de honradez, bondad y sensibilidad, en su abnegación
y sus esfuerzos heroicos, soportados por redimir a sus hermanos y
amigos aun en las garras de la esclavitud, han sido sobresalientes
hasta un grado sorprendente, teniendo en cuenta el ambiente en el
que nacieron.
La autora ha vivido durante muchos años en la frontera de esta-
dos esclavistas y ha tenido muchas oportunidades de observar a
antiguos esclavos. Han estado con su familia como criados, y, a
falta de otra escuela donde educarlos, en muchos casos los ha
hecho instruir en una escuela familiar con sus propios hijos. Tam-
bién ha oído el testimonio de misioneros que han trabajado con los
fugitivos en Canadá, que coincidía con su propia experiencia, y sus
conclusiones sobre las capacidades de la raza son altamente alen-
tadoras.
El primer deseo del esclavo emancipado suele ser la educación.
No hay nada que no estén dispuestos a dar o hacer por educarse
ellos o porque se eduque a sus hijos; y, por lo que la autora ha po-
dido ver por sí misma y lo que le han contado sus profesores, son
muy inteligentes y aprenden rápidamente. Los resultados que ob-
tienen en las escuelas fundadas para ellos por personas caritativas
de Cincinnati dan fe de este hecho.
La autora aporta la siguiente declaración de hechos relacionados
con esclavos emancipados que residen ahora en Cincinnati, con la
sanción del profesor C. E. Stowe, que pertenecía entonces al Semi-
nario Lane de Ohio, para dar fe de la capacidad de la raza, incluso
sin ayuda ni apoyo.
Sólo se dan las letras iniciales. Todos residen en Cincinnati.
»B. Ebanista; veinte años en la ciudad; ahorros: diez mil dólares,
todo ganado con su trabajo; baptista.
»C. Negro puro; raptado en África; vendido en Nueva Orleans;
libre desde hace quince años; se redimió a sí mismo por seiscientos
dólares; granjero; dueño de varias granjas de Indiana; presbiteria-
no; probable fortuna: quince o veinte mil dólares, todo ganancias
de su trabajo.
»K. Negro puro; agente inmobiliario; fortuna: treinta mil dólares;
pagó mil ochocientos dólares por su familia; miembro de la iglesia
baptista; heredó un legado de su amo, que ha utilizado bien y au-
mentado.
»G. Negro puro; marchante de carbón; unos treinta años; fortuna:
unos dieciocho mil dólares; pagó su emancipación dos veces, sien-
do timado la primera vez por una cantidad de mil seiscientos dóla-
res; ganó todo su dinero por su propio esfuerzo, gran parte mien-
tras era esclavo, trabajando en su tiempo libre y realizando nego-
cios; un tipo caballeroso y simpático.
»W. Tres cuartas partes negro; barbero y camarero; de Kentucky;
diecinueve años emancipado; pagó más de tres mil dólares por sí
mismo y su familia; diácono de la iglesia baptista.
»G. D. Tres cuartas partes negro; enjalbegador; de Kentucky;
nueve años de libertad; pagó mil quinientos dólares por sí mismo y
su familia; murió hace poco, a la edad de sesenta años; dejó seis
mil dólares.»
El profesor Stowe dice: «Conozco personalmente a todos éstos
con excepción de G . desde hace años y esta declaración es por mi
propio conocimiento.»
La autora se acuerda bien de una anciana negra empleada como
lavandera por la familia de su padre. La hija de esta mujer se casó
con un esclavo. Era una joven extraordinariamente activa y capaci-
tada y, gracias a su laboriosidad y economías y la más absoluta ab-
negación, consiguió juntar novecientos dólares para pagar la liber-
tad de su marido, que iba entregando a su amo según lo iba ganan-
do. Le faltaban aún cien dólares cuando él murió. Nunca recupe
ni un centavo del dinero.
Éstos son unos cuantos hechos de los muchísimos que se podrían
alegar para mostrar la abnegación, energía, paciencia y honradez
que han exhibido los negros en estado libre.
Y que no se olvide que estos individuos han conseguido ganar
por sí mismos con gran valor una relativa riqueza y posición social,
venciendo desventajas y desalientos. El hombre negro, según las
leyes de Ohio, no tiene derecho al voto y, hasta hace pocos años,
incluso se le negaba el derecho a testificar en pleitos contra los
blancos. Y estos hechos no se limitan al estado de Ohio. En todos
los estados de la Unión vemos a hombres que se acaban de sacudir
los grilletes de la esclavitud y que, con un deseo de superación que
nunca será suficientemente admirado, se han elevado a puestos
muy respetables en la sociedad. Pennington, entre los clérigos, y
Douglas y Ward, entre los editores, son ejemplos conocidos.
Si esta raza perseguida, con todos los desalientos y desventajas,
ha conseguido tanto, ¿cuánto no conseguirían si la iglesia cristiana
se comportara con ellos con el espíritu del Señor?
Ésta es una época del mundo en el que las naciones tiemblan y se
convulsionan. Hay una poderosa fuerza que mueve y sacude el
mundo como un terremoto. ¿Está a salvo América? Cada nación
que lleva en su seno grandes injusticias sin enmendar contiene los
elementos de esta última convulsión.
Porque ¿cuál es esta tremenda fuerza que despierta en todas las
naciones y lenguas unos lamentos que no pueden pronunciarse a
favor de la libertad y la igualdad de los hombres?
¡Oh, iglesia de Cristo, lee los signos de la época! ¿No es esta
fuerza el espíritu de Aquél cuyo reino aún ha de venir y cuya vo-
luntad se ha de cumplir en la tierra así como en el Cielo?
Pero, ¿quién puede esperar el día de su llegada? «porque ese día
arderá como un horno: y Él aparecerá como eficaz testigo contra
aquéllos que oprimen al asalariado, la viuda y el huérfano y que
niegan los derechos al forastero; y Él romperá en pedazos a ese
opresor».
¿No son éstas palabras espantosas para una nación que lleva en su
seno una injusticia tan grande? Cristianos, cada vez que rezáis para
que venga el reino de Cristo, ¿olvidáis que la profecía asocia en
pavorosa hermandad el día de la venganza con el año de los redi-
midos?
Aún se nos ofrece un día de gracia. Tanto el Norte como el Sur
han sido culpables a los ojos de Dios, y la iglesia cristiana tiene
que satisfacer una larga cuenta. Esta Unión no se va a salvar jun-
tándose para proteger la injusticia y la crueldad y haciendo del pe-
cado un bien común sino por medio del arrepentimiento, la justicia
y la misericordia. ¡Porque no es más implacable la ley por la que
una piedra de molino se hunde en el océano que aquella otra por la
que la injusticia y la crueldad atraerán sobre las naciones la ira de
Dios Todopoderoso!
En el original «underground». Se refiere Stowe al «underground railway» o «under-
ground railroad», es decir al «ferrocarril subterráneo» u organización clandestina antes-
clavista que ayudaba a escapar a los esclavos fugitivos desde el Sur hasta los estados
norteños o Canadá, territorio en el que la esclavitud había sido abolida en 1808. La im-
portancia de esta organización es quizás fruto más de la leyenda que de la realidad. El
Norte parece haber participado activamente en la construcción de la mitología sureña
para apaciguar sus sentimientos de culpa respecto a la esclavitud y a las relaciones ra-
ciales entre blancos y negros. El historiador C. van Woodward afirma que si el Sur uti-
lizó el mito proesclavista para aliviar sus heridas, aligerar su carga de culpabilidad y,
sobre todo, racionalizar y defender el sistema segregacionista que desarrolló en el pe-
ríodo de posguerra, el Norte, por su parte, también sintió la necesidad de servirse de un
mito antiesclavista en todo momento para mantener la leyenda viva y hacerla crecer
según cambiasen las exigencias. De esta manera, el Norte, adoptando u ofreciendo nue-
vas alternativas al Sur, no estaba haciendo otra cosa que confesar indirectamente su
adhesión a los postulados del credo sureño. Woodward analiza la posición norteña en la
construcción de la mitología sureña sobre este tema en su artículo «The Anti––slavery
Myth» (American Scholar, XXXI, Primavera de 1962, 312––327). Este investigador
pasa revista a la leyenda de la ruta del ferrocarril subterráneo y descubre que es casi
totalmente una creación de posguerra que hizo de la figura del abolicionista su héroe
principal, siendo sus logros exagerados para recalcar los nobles impulsos norteños. Un
segundo aspecto del mito antiesclavista es la leyenda de la estrella del Norte, que ase-
guraba que la linea de Mason y Dixon no sólo era la frontera divisoria entre la esclavi-
tud y la libertad en los Estados Unidos prebélicos, sino que también separaba la cruel-
dad racial del Sur de la benevolencia, liberalidad y tolerancia del Norte. Esta leyenda,
creación también del período de posguerra, declaraba que el Norte gozaba de todas
aquellas prerrogativas por las que se luchó en la guerra, es decir, no sólo unión y liber-
tad, sino también igualdad. Sin embargo, el Norte al que con suerte llegaba el esclavo
fugitivo distaba mucho de ser el paraíso imaginado y se acercaba más a un nuevo pur-
gatorio segregacionista. Las narraciones de esclavos fugitivos son el testimonio ilustra-
tivo más importante de este contraste entre el Norte imaginado como espacio de liber-
tad e igualdad y su realidad segregacionista. Estos hechos parecen conducir a una serie
de conclusiones sobre los motivos por los que el Norte tomó parte activa en la cons-
trucción de una sólida mitología sureña durante el período anterior a la Guerra Civil. El
Norte jugó a un doble juego que le aportó abundantes ventajas. Apoyó la imagen tradi-
cional de la plantación como paraíso pastoral para mitigar sus ansias materialistas y
como infierno racial para esconder su propia actitud hacia el negro con la fachada de
cartón piedra del mito esclavista. Al crear la impresión de espacio alternativo de liber-
tad e igualdad, hacía desaparecer la necesidad de auto––examinarse sobre cuál era en
realidad su comportamiento en la cuestión racial. Así, arrinconando el prejuicio racial
exclusivamente dentro de las cuatro esquinas sureñas, el Norte prebélico pudo conti-
nuar fomentando la discriminación racial al mismo tiempo que se redimía de esa culpa.
La superioridad moral del Norte se levantaba de forma proporcionalmente inversa a la
inferioridad moral del Sur.
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