merecía la pena dirigir nuestra casa. Se dirigía sola, con la ayuda de un muchacho, cuya
principal ocupación era pelearse con la cocinera, y en ese punto era un perfecto
Whitington; la única diferencia es que no había gato, ni la menor esperanza de llegar
nunca a alcalde, como él.
Vivía en medio de una lluvia continua de cacerolas. Su vida era un combate. Se le oía
gritar «¡socorro!» en las ocasiones más molestas; por ejemplo, cuando teníamos gente a
comer, o algunos amigos por la noche; o bien, salía rugiendo de la cocina, y caía bajo el
peso de una parte de nuestros utensilios, que su enemiga le tiraba. Deseábamos desemba-
razarnos de él; pero nos quería mucho y no podía dejamos. Lloraba sin cesar, y cuando se
trataba de separarnos de él, lanzaba tales gemidos, que nos veíamos obligados a conser-
varle a nuestro lado. No tenía madre, y por toda familia tenía una hermana que se había
embarcado para América iel día que él entró a nuestro servicio; le teníamos, por lo tanto,
encima, como un pequeño idiota a quien la familia se ve obligada a mantener. Sentía muy
vivamente su desgracia y se enjugaba constantemente los ojos con la manga de su cha-
queta, cuando no estaba ocupado sonándose en una esquinita de su pañuelo, que por nada
del mundo se hubiera atrevido a sacar entero del bolsillo, por economía y por discreción.
Aquel diablo de muchacho, que habíamos tenido la desgracia, en un momento nefasto,
de tomar a nuestro servicio por el precio de seis libras al año, era para mí un objeto
continuo de preocupaciones. Le observaba, le veía crecer, pues, ya se sabe, la mala hierba
.... y pensaba con angustia en la época en que tuviera barba; después, en la época en que
estaría calvo. No veía la menor esperanza de deshacerme de él, y pensando en el
porvenir, pensaba en lo que nos estorbaría cuando fuera viejo.
No me esperaba lo más mínimo el procedimiento que utilizó el infeliz para sacarme del
apuro. Robó el reloj de Dora, que, naturalmente, no estaba nunca en su sitio, como todo
lo que nos pertenecía; lo vendió, y gastó el dinero (¡pobre idiota!) en pasearse sin cesar
en la imperial del ómnibus de Londres a Ubridge. Iba a emprender su viaje número
quince cuando un policía le detuvo. No se le encontraron encima más que cuatro chelines
y una flauta, comprada de segunda mano y que no sonaba.
Aquel descubrimiento y sus consecuencias no me hubiesen sorprendido tan
desagradablemente si no se hubiera arrepentido. Pero lo estaba, y de una manera muy
particular..., no en grande..., por decirlo así, sino en detalle. Por ejemplo, al día siguiente,
cuando me vi obligado a declarar contra él, hizo ciertas declaraciones concernientes a una
cesta de botellas de vino que creíamos llena y que ya sólo contenía dos botellas vacías.
Esperábamos que ya sería lo último, que habría descargado su conciencia y que no
tendría nada que contamos sobre la cocinera; pero dos o tres días después tuvo nuevos re-
mordimientos de conciencia, que le obligaron a confesar que la cocinera tenía una niña,
que venía todos los días muy temprano a llevarse nuestro pan, y que también a él le
habían sobornado para que proveyera de carbón al lechero. Después de cierto tiempo fui
informado por las autoridades de que salió en una dirección penitencial muy distinta, y se
puso a confesar al camarero del café cercano, que pensaba robar en casa. Detuvieron al
camarero. Yo estaba tan confuso del papel de víctima por que me hacía pasar con
aquellas torturas repetidas, que le hubiese dado todo el dinero que me hubiera pedido
porque se callase, o hubiera ofrecido con gusto una suma redonda porque le permitieran
escapar. Y lo peor es que no tenía ni idea de lo que me molestaba; y, por el contrario,
creía que cada nuevo descubrimiento era una reparación. ¡Dios me perdone! Pero no me
sorprendería que se creyera que multiplicaba así sus derechos a mi agradecimiento.
Por fin tomé la decisión de ser yo quien se escapase siempre que veía un enviado de la
policía encargado de transmitirme alguna nueva revelación, y viví, por decirlo así, de
ocultis hasta que aquel desgraciado muchacho fue juzgado y condenado a la deportación.