acercaron dos animales gigantescos, uno venía persiguiendo al otro (según nos parecía) con gran saña,
desde la montaña hasta la playa. No sabíamos si era un macho que perseguía a una hembra ni si estaban en
son de juego o pelea. Tampoco sabíamos si esto era algo habitual, pero nos inclinábamos más hacia la idea
contraria; en primer lugar, porque estas bestias famélicas suelen aparecer solamente por la noche; en
segundo lugar, porque la gente estaba aterrorizada, en especial, las mujeres. El hombre que llevaba la lanza
no huyó, aunque el resto sí lo hizo. Los dos animales se dirigieron hacia el agua y, al parecer, no tenían
intención de atacar a los negros. Se zambulleron en el agua y comenzaron a nadar como si solo hubiesen
ido allí por diversión. Al cabo de un rato, uno de ellos comenzó a acercarse a nuestro bote, más de lo que
yo hubiese deseado, pero yo le apunté con el fusil que había cargado a toda prisa, y le dije a Xury que
cargara los otros dos. Tan pronto se puso a mi alcance, disparé y le di justo en la cabeza. Se hundió en el
acto pero en seguida salió a flote, volvió a hundirse y, nuevamente, salió a flote, como si se estuviese
ahogando, lo que, en efecto, hacía. Rápidamente se dirigió a la playa pero, entre la herida mortal que le
había propinado y el agua que había tragado, murió antes de llegar a la orilla.
No es posible expresar el asombro de estas pobres criaturas ante el estallido y el disparo de mi arma.
Algunos, según parecía, estaban a punto de morirse de miedo y caye ron al suelo como muertos por el
terror. Mas cuando vieron que la bestia había muerto y se hundía en el agua, mientras yo les hacía señas
para que se acercaran a la playa, se armaron de valor y se dieron a su búsqueda. Fui yo quien la descubrió,
por la mancha de la sangre en el agua y, con la ayuda de una cuerda, con la que até el cuerpo y cuyo
extremo luego les arrojé, los negros pudieron arrastrarlo hasta la orilla. Era un leopardo de lo más curioso,
que tenía unas manchas admirablemente delicadas. Los negros levantaron las manos con admiración hacia
aquello que había utilizado para matarlo.
El otro animal, asustado con el resplandor y el ruido del disparo, nadó hacia la orilla y se metió
directamente en las montañas, de donde habían venido, pero, a esa distancia, no podía saber qué era. Me di
cuenta en seguida, que los negros querían comerse la carne del animal. Estaba dispuesto a dársela, a modo
de favor personal y les hice señas para que la tomaran, ante lo cual, se mostraron muy agradecidos.
Inmediatamente, se pusieron a desollarlo y como no tenían cuchillo, utilizaban un trozo de madera muy
afilado, con el que le quitaron la piel tanto o más rápidamente que lo que hubiésemos tardado en hacerlo
Xury y yo con un cuchillo. Me ofrecieron un poco de carne, que yo rechacé, fingiendo que se la daba toda a
ellos, pero les hice señas de que quería la piel, la cual me entregaron gustosamente, y, además, me trajeron
muchas más de sus provisiones, que, aun sin saber lo que eran, acepté de buen grado. Entonces, les indiqué
por señas que quería un poco de agua y di la vuelta a una de las tinajas para mostrarles que estaba vacía y
que quería llenarla. Rápidamente, llamaron a algunos de sus amigos y aparecieron dos mujeres con un gran
recipiente de barro, seguramente, cocido al sol. Lo llevaron hasta la playa, del mismo modo que antes lo
habían hecho con los alimentos, y yo envié a Xury a la orilla con las tinajas, que trajo de vuelta llenas. Las
mujeres, al igual que los hombres, estaban desnudas.
Provisto de raíces, grano y agua, abandoné a mis amistosos negros y seguí navegando unos once días, sin
tener que acercarme a la orilla. Entonces vi que, a unas cuatro o cinco leguas de distancia, la tierra se
prolongaba mar adentro. Como el mar estaba en calma, recorrimos, bordeando la costa, una gran distancia
para llegar a la punta y, cuando nos disponíamos a doblarla, a un par de leguas de la costa, divisé tierra al
otro lado. Deduje, con toda probabilidad, que se trataba del Cabo Verde y que aquellas islas que podíamos
divisar, eran las Islas del Cabo Verde. Sin embargo, se encontraban a gran distancia y no sabía qué hacer,
pues de ser sorprendido por una ráfaga de viento, no podría llegar ni a una ni a otra parte.
Ante esta disyuntiva, me detuve a pensar y bajé al camarote, dejándole el timón a Xury. De pronto, lo
sentí gritar:
-¡Capitán, capitán, un barco con vela!
El pobre chico estaba fuera de sí, a causa del miedo, pues pensaba que podía ser uno de los barcos de su
amo, que nos estaba buscando, pero yo sabía muy bien que, des de hacía tiempo, estábamos fuera de su
alcance. De un salto salí de la cabina y, no solo pude ver el barco, sino también, de dónde era. Se trataba de
un barco portugués que, según me parecía, se dirigía a la costa de Guinea en busca de esclavos. Mas,
cuando me fijé en el rumbo que llevaba, advertí que se dirigía a otra parte y, al parecer, no se acercaría más
a la costa. Entonces me lancé mar adentro, todo lo que pude, decidido, si era posible, a hablar con ellos.
Aunque desplegamos todas las velas, me di cuenta de que no podríamos alcanzarlo y desaparecería antes
de que yo pudiera hacerle cualquier señal. Cuando había puesto el bote a toda marcha y comenzaba a
desesperar, ellos me vieron a mí, al parecer, con la ayuda de su catalejo. Viendo que se trataba de una
barcaza europea, que debía pertenecer a algún barco perdido, bajaron las velas para que yo pudiera
alcanzarlos. Esto me alentó y, como llevaba a bordo la bandera de mi amo, la agité en el aire, en señal de
socorro y disparé un tiro con el arma. Al ver ambas señales, porque después me dijeron que habían visto la