––Y yo, a mi vez, señor Waldron––dijo––, debo pedirle que deje de hacer afirmaciones que no concuer-
dan estrictamente con los hechos científicos.
Estas palabras desencadenaron una tempestad. «¡Qué vergüenza!», «¡qué vergüenza!», «¡déjenlo
hablar!», «¡échenle fuera!», «¡arrójenle del escenario!», «¡juego limpio!» eran las sugerencias que se dis-
tinguían entre el bramido general de diversión o disgusto. El presidente se había puesto de pie, aleteando
con las dos manos y balando excitado: «Profesor Challenger.. puntos de vista... personales... después»; esas
frases emergían como sólidos picachos entre las nubes de su inaudible refunfuño. El interruptor hizo una
reverencia, sonrió, se alisó la barba y volvió a repantigarse en su asiento. Waldron, muy acalorado y com-
bativo, continuó con sus observaciones. Aquí y allá, al hacer una afirmación, lanzaba una mirada venenosa
a su oponente, que parecía estar dormitando profundamente, con la misma sonrisa amplia y feliz impresa en
su cara.
Por fin terminó la conferencia... Me inclino a pensar que fue un final prematuro, porque la perorata fue
apresurada e inconexa. El hilo de la argumentación había sido cortado brutalmente y el auditorio estaba
inquieto y expectante. Waldron se sentó y, tras algunos graznidos del presidente, el profesor Challenger se
levantó y avanzó hasta el borde de la tribuna. Copié textualmente su discurso, en interés de mi periódico.
––Señoras y caballeros ––comenzó, entre sostenidas interrupciones del fondo del salón––: perdón, seño-
ras, caballeros y niños. Pido disculpas por haber omitido, inadvertidamente, a una parte considerable de
esta concurrencia. (Hay un tumulto, durante el cual el profesor se mantiene con una mano levantada y mue-
ve su enorme cabeza con asentimientos benévolos, como si estuviese impartiendo una bendición pontifical
a la muchedumbre.) He sido elegido para promover un voto de agradecimiento al señor Waldron por la
arenga, tan pintoresca e imaginativa, que acabamos de escuchar. Hubo puntos, en ella, con los cuales di-
siento, y ha sido mi deber señalarlos a medida que surgían; pero no es menos cierto que el señor Waldron
ha cumplido bien con su objetivo, porque éste consistía en dar una sencilla e interesante relación de cómo
él concibe que ha sido la historia de nuestro planeta. Las conferencias populares de divulgación cultural son
las más fáciles de comprender, pero el señor Waldron ––aquí lanzó un guiño resplandeciente de alegría al
conferenciante–– me disculpará si digo que son inevitablemente superficiales y engañosas, ya que es nece-
sario graduarlas para que sean comprendidas por un auditorio ignorante. (Aplausos irónicos.) Las conferen-
cias populares son parásitas por naturaleza. (Airados gestos de protesta del señor Waldron.) Explotan, por
dinero o por fama, la obra que han realizado cofrades indigentes y desconocidos. El más pequeño descu-
brimiento obtenido en el laboratorio, un solo ladrillo añadido al templo de la ciencia, tienen un peso enor-
memente mayor que una exposición de segunda mano que permite pasar una hora de ocio, pero que no deja
tras de sí ningún resultado positivo. Expongo estas reflexiones evidentes sin el menor deseo de rebajar al
señor Waldron en particular, sino para que ustedes no pierdan el sentido de las proporciones y confundan al
acólito con el sumo sacerdote. (En ese momento, el señor Waldron susurró algo al oído del presidente, que
medio se levantó y dirigió severamente la palabra a su garrafa de agua.) ¡Pero basta ya de esto! (Fuertes y
prolongados aplausos.) Permítanme pasar a un tema de más amplio interés. ¿Cuál ha sido el punto específi-
co sobre el cual yo, como investigador original, he discutido la exactitud de nuestro conferenciante? Fue
acerca de la permanencia de ciertos tipos de vida animal sobre la tierra. No hablo sobre esta materia como
un aficionado ni tampoco, debo añadir, como un conferenciante popular; hablo como alguien cuya concien-
cia científica lo obliga a adherirse estrictamente a los hechos. Por eso digo que el señor Waldron está muy
equivocado al suponer que, porque él nunca vio personalmente un así llamado animal prehistórico, puede
dar por sentado que esos seres no existen. Ellos son, en verdad, nuestros ascendientes, como él ha dicho;
pero son también, si se me permite la expresión, nuestros ascendientes contemporáneos, a los que aún po-
demos hallar, con todas sus espantosas y formidables características, si tenemos la energía y la audacia ne-
cesarias para buscar sus guaridas. Existen aún seres que supuestamente pertenecen a la edad jurásica, mons-
truos capaces de atrapar y devorar a los más grandes y feroces de nuestros mamíferos. (Gritos de «¡tonterí-
as!», «¡demuéstrelo!», «¿cómo lo sabe usted?», «¡disiento!».) ¿Que cómo lo sé?, me preguntan ustedes. Lo
sé porque he visitado sus secretas guaridas. Lo sé porque he visto algunos de ellos. (Aplausos, tumulto, y
una voz que grita: «¡Mentiroso!».) Creo haber oído que alguien me ha llamado mentiroso. ¿Querría la per-
sona que me ha llamado mentiroso tener la amabilidad de ponerse de pie para que yo lo conozca? (Una voz:
«¡Aquí está, señor!», y de entre un grupo de estudiantes alzan en vilo a un hombrecito inofensivo, con ga-
fas, que se debate violentamente.) ¿Es usted quien se ha atrevido a llamarme mentiroso? («¡No, señor, no!»,
vociferó el acusado, y desapareció como un muñeco de caja de sorpresas.) Si hay alguien que osa poner en
duda mi veracidad, tendré mucho gusto en cambiar algunas palabras con él después de la conferencia.
(«¡Mentiroso!».) ¿Quién ha dicho eso? (Otra vez el inofensivo individuo, agitándose como un desesperado,
emerge elevado muy en alto.) Si voy por ahí... (Responde un coro general de «ven, amor, ven», que inte-