tendré que preguntarles el nombre del país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o
en Australia?
Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el
aire! ¿Creéis que esto es posible?
--¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No, mejor será no preguntar nada. Ya lo veré
escrito en alguna parte.
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra
vez.
--¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche ! (Dina era la gata.) Espero que
se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte
conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago,
y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los
gatos?
Al llegar a este punto, Alicia empezó a sentirse medio dormida y siguió diciéndose como en
sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y a veces:
«¿Comen gatos los murciélagos?» Porque, como no sabía contestar a ninguna de las dos
preguntas, no importaba mucho cual de las dos se formulara. Se estaba durmiendo de veras
y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha
ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un murciélago?»,
cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída
había terminado.
Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba
oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco, que
se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y Alicia, sin vacilar, echó a correr
como el viento, y llego justo a tiempo para oírle decir, mientras doblaba un recodo:
--¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!
Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al Conejo por
ninguna parte. Se encontró en un vestíbulo amplio y bajo, iluminado por una hilera de
lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de todo el vestíbulo, pero todas estaban cerradas con llave, y
cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando
puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación, y se preguntó cómo se las
arreglaría para salir de allí.
De repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de cristal macizo.
No había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a
Alicia fue que debía corresponder a una de las puertas del vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las
cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no
pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, descubrió una
cortinilla que no había visto antes, y detrás había una puertecita de unos dos palmos de
altura. Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría que ajustaba bien.
Alicia abrió la puerta y se encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho que
una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso que
podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura sala y de pasear entre aquellos
macizos de flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la
cabeza por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de
poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme encoger como un
telescopio! Creo que podría hacerlo, sólo con saber por dónde empezar.» Y es que, como