guía. Y en efecto, antes de haber recorrido medio kilómetro, encontró las
huellas de un animal grande y, al lado, las huellas, menores y más ligeras, de
unos pies indudablemente humanos: los de Défago. El alivio que experimentó
inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe de vista vio que
esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales más
grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se
había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma
en el momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la
caza desarrollado hasta un grado de increíble perfección, había notado su
presencia horas antes, por el olor del viento. Su excitación y su desaparición se
debían, naturalmente, a... este...
Entonces, la explicación imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló
implacablemente falsa. Ningún guía, y mucho menos de la categoría de Défago,
habría reaccionado de forma tan insensata, echando a correr incluso sin rifle...
Todo el episodio exigía una explicación mucho más compleja. Recordó los
detalles de todo lo que había sucedido: el grito de terror, las enigmáticas
palabras, el semblante asustado, el extraño olor que había notado, aquellos
sollozos contenidos en la oscuridad, y -también esto le vino oscuramente a la
memoria- la inicial aversión del guía a estos parajes.
Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni
mucho menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce
macho, de una hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre
una tira de abedul. Estas eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas,
amplias, no tenían la forma puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento,
se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar en ningún otro animal,
porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año y, aun cuando fuese así,
sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura
que había atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer
relacionarlos, en su imaginación, con aquel susurro obsesionante que
interrumpió la paz del amanecer, le invadió un vértigo momentáneo, una
angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su alrededor. Y
al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada de
aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo
náuseas.
Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos
pies destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía
haber sido arrastrado hacia la entrada. Recordó también cómo Défago había
retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él
se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia, asediándola de
forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos de la selva
silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía de pie,
a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El
bosque le cercaba.
Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo
las huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones