llena de sollozos que aun a mí misma me asombra. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo
hubiérais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado
mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un
dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada
año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra
y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y
canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo
clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie;
muchachos y muchachas me dejan atrás porque me canso, y uno dice: «Ahí está la solterona», y otro,
hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: «A ésa ya no hay quien le clave el diente». Y yo lo oigo y
no puedo gritar sino «vamos adelante», con la boca llena de veneno y con unas ganas enormes de huir, de
quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón.
TÍA. ¡Hija! ¡Rosita!
ROSITA. Ya soy vieja. Ayer le oí decir al Ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo
pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y... con
quien quiero. Todo está acabado... y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto
con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir,
quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía (¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con
libertad?). Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que
apretara sus dientes por última vez.
TÍA. ¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no te casaste con otro?
ROSITA. Estaba atada, y además, ¿qué hombre vino a esta casa sincero y desbordante para procurarse mi
cariño? Ninguno.
TÍA. Tú no les hacías ningún caso. Tú estabas encelada por un palomo ladrón.
ROSITA. Yo he sido siempre seria.
TÍA. Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir.
ROSITA. Soy como soy. Y no me puedo cambiar. Ahora lo único que me queda es mi dignidad. Lo que
tengo por dentro lo guardo para mí sola.
TÍA. Esto es lo que yo no quiero.
ANTA. (Saliendo de pronto.) ¡Ni yo tampoco! Tú hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y
nos repartimos el sentimiento.
ROSITA. ¿Y qué os voy a decir? Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas, y
si las hubiera, nadie entendería su significado. Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero
nunca me podríais ni entender ni quitar esta mano oscura que no se si me hiela o me abrasa el corazón
cada vez que me quedo sola.
AMA. Ya estás diciendo algo.
TÍA. Para todo hay consuelo.
ROSITA. Sería el cuento de nunca acabar. Yo sé que los ojos las tendré siempre jóvenes, y sé que la
espalda se me irá curvando cada día. Después de todo, lo que me ha pasado le ha pasado a mil mujeres.
(Pausa.) Pero, ¿por qué estoy yo hablando todo esto? (Al Ama.) Tú, vete a arreglar cosas, que dentro de
unos momentos salimos de este carmen, y usted, tía, no se preocupe de mí. (Pausa. Al Ama.) ¡Vamos! No
me agrada que me miréis así. Me molestan esas miradas de perros fieles. (Se va el Ama.) Esas miradas de
lástima que me perturban y me indignan.
TÍA. Hija, ¿qué quieres que yo haga?
ROSITA. Dejadme como cosa perdida. (Pausa. Se pasea.) Ya sé que se está usted acordando de su
hermana la solterona... solterona como yo. Era agria y odiaba a los niños y a toda la que se ponía un traje
nuevo... pero yo no seré así. (Pausa.) Le pido perdón.
TÍA. ¡Qué tontería! (Aparece por el fondo de la habitación un Muchacho de dieciocho años.)
ROSITA. Adelante.
MUCHACHO. Pero, ¿se mudan ustedes?
ROSITA. Dentro de unos minutos. Al oscurecer.
TÍA. ¿Quién es?
ROSITA. Es el hijo de María.
TÍA. ¿Qué María?
ROSITA. La mayor de las tres Manolas.
TÍA. ¡Ah!