JOVEN. No.
VIEJO. ¿Pero por qué?
JOVEN. Novia... ya lo sabe usted; si digo novia la veo sin querer amortajada en un cielo sujeto por
enormes trenzas de nieve. No, no es mi novia (Hace un gesto corno si alejara la imagen que quiere
captarlo.), es mi niña, mi muchachita.
VIEJO. Siga, siga.
JOVEN. ¡Pues si yo me pongo a pensar en ella!, la dibujo, la hago moverse blanca y viva; pero de pronto,
¿quién le cambia la nariz o le rompe los dientes o la convierte en otra llena de andrajos que va por mi
pensamiento, monstruosa, como si estuviera mirándose en un espejo de feria?
VIEJO. ¿Quién? ¡Parece mentira que usted diga «quién»! Todavía cambian más las cosas que tenemos
delante de los ojos que las que viven sin distancia debajo de la frente. El agua que viene por el río es
completamente distinta de la que se va. ¿Y quién recuerda un mapa exacto de la arena del desierto... o del
rostro de un amigo cualquiera?
JOVEN. Sí, sí. Aún está más vivo lo de adentro aunque también cambie. Mire usted, la última vez que la vi
no podía mirarla muy de cerca porque tenía dos arruguitas en la frente, que como me descuidara,
¿entiende usted?, le llenaban todo el rostro y la ponían ajada, vieja, como si hubiera sufrido mucho. Tenía
necesidad de separarme para... ¡enfocarla!, ésta es la palabra, en mi corazón.
VIEJO. ¿A que en aquel momento que la vio vieja ella estaba completamente entregada a usted?
JOVEN. Sí.
VIEJO. ¿Completamente dominada por usted?
JOVEN. Sí.
VIEJO. (Exaltado.) ¿A que si en aquel preciso instante ella le confiesa que lo ha engañado, que no lo
quiere, las arruguitas se le hubieran convertido en la rosa más delicada del mundo?
JOVEN. (Exaltado.) Sí.
VIEJO. ¿Y la hubiera amado más precisamente por eso?
JOVEN. Sí, Sí.
VIEJO. ¿Entonces? ¡Ja, ja, ja!
JOVEN. Entonces... Es muy difícil vivir.
VIEJO. Por eso hay que volar de una cosa a otra hasta perderse. Si ella tiene quince años, puede tener
quince crepúsculos o quince cielos ¡y vamos arriba! ¡a ensanchar! Están las cosas más vivas dentro que
ahí fuera, expuestas al aire o la muerte. Por eso vamos a... a no ir... o a esperar. Porque lo otro es morirse
ahora mismo y es más hermoso pensar que todavía mañana veremos los cien cuernos de oro con que
levanta a las nubes el sol.
JOVEN. (Tendiéndole la mano.) ¡Gracias! ¡Gracias por todo!
VIEJO. ¡Volveré por aquí!
(Aparece la Mecanógrafa.)
JOVEN. ¿Terminó usted de escribir las cartas?
MECANÓGRAFA. (Llorosa.) Sí, señor.
VIEJO. (Al joven.) ¿Qué le ocurre?
MECANÓGRAFA. Deseo marchar de esta casa.
VIEJO. Pues es bien fácil, ¿no?
JOVEN. (Turbado.) ¡Verá usted!...
MECANÓGRAFA. Quiero irme y no puedo.
JOVEN. (Dulce.) No soy yo quien te retiene. Ya sabes que no puedo hacer nada. Te he dicho algunas veces
que te esperaras, pero tú...
MECANÓGRAFA. Pero yo no espero; ¿qué es eso de esperar?
VIEJO. (Serio.) ¿Y por qué no? ¡Esperar es creer y vivir!
MECANÓGRAFA. No espero porque no me da la gana, porque no quiero y, sin embargo, no me puedo
mover de aquí. JOVEN. ¡Siempre acabas no dando razones!
MECANÓGRAFA. ¿Qué razones voy a dar? No hay más que una razón y ésa es... ¡que te quiero! Desde
siempre. (Al Viejo.) No se asuste usted, señor. Cuando pequeñito yo lo veía jugar desde mi balcón. Un
día se cayó y sangraba por la rodilla, ¿te acuerdas? (Al Joven.) Todavía tengo aquella sangre viva como
una sierpe roja, temblando entre mis pechos.
VIEJO. Eso rió está bien. La sangre se seca y lo pasado, pasado.