-¿Cuál? -me respondió-. Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo
dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que «el delito mayor del hombre es haber nacido».
Ese es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido.
-¿Y se cura, padre?
-¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte... Sí, al fin se cura el sueño..., al fin se cura la vida..., al fin se acaba la cruz del nacimiento... Y
como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde...
Y la hora de su muerte llegó por fin. Todo el pueblo la veía llegar. Y fue su más grande lección. No
quiso morirse ni solo ni ocioso. Se murió predicando al pueblo, en el templo. Primero, antes de
mandar que le llevasen a él, pues no podía ya moverse por la perlesía, nos llamó a su casa a Lázaro y a
mí. Y allí, los tres a solas, nos dijo:
-Oíd: cuidad de estas pobres ovejas, que se consuelen de vivir, que crean lo que yo no he podido
creer. Y tú, Lázaro, cuando hayas de morir, muere como yo, como morirá nuestra Ángela, en el seno
de la Santa Madre Católica Apostólica Romana, de la Santa Madre Iglesia de Valverde de Lucerna,
bien entendido. Y hasta nunca más ver, pues se acaba este sueño de la vida...
-¡Padre, padre! -gemí yo.
-No te aflijas, Angela, y sigue rezando por todos los pecadores, por todos los nacidos. Y que sueñen,
que sueñen. ¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin
soñar!, ¡olvidando el sueño! Cuando me entierren, que sea en una caja hecha con aquellas seis tablas
que tallé del viejo nogal, ¡pobre cito!, a cuya sombra jugué de niño, cuando empezaba a soñar... ¡Y
entonces sí que creía en la vida perdurable! Es decir, me figuro ahora que creía entonces. Para un niño
creer no es más que soñar. Y para un pueblo. Esas seis tablas que tallé con mis propias manos, las
encontraréis al pie de mi cama.
Le dio un ahogo y, repuesto de él, prosiguió: -Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en
unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo me callaba. Cuando los israelitas
iban llegando al fin de su peregrinación por el desierto, el Señor les dijo a Aarón y a Moisés que por
no haberle creído no meterían a su pueblo en la tierra prometida, y les hizo subir al monte de Hor,
donde Moisés hizo desnudar a Aarón, que allí murió, y luego subió Moisés desde las llanuras de Moab
al monte Nebo, a la cumbre de Fasga, enfrente de Jericó, y el Señor le mostró toda la tierra prometida a
su pueblo, pero diciéndole a él: «¡No pasarás allá!», y allí murió Moisés y nadie supo su sepultura. Y dejó
por caudillo a Josué. Sé tú, Lázaro, mi Josué, y si puedes detener el Sol, deténle, y no te importe del
progreso. Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la
Escritura que el que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se
muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva,
que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada...
-¡Padre, padre, padre! -volví a gemir.
Y él:
-Tú, Ángela, reza siempre, sigue rezando para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección
de la carne y la vida perdurable...
Yo esperaba un «¿y quién sabe...?», cuando le dio otro ahogo a Don Manuel.
-Y ahora -añadió-, ahora, en la hora de mi muerte, es hora de que hagáis que se me lleve, en este mismo
sillón, a la iglesia para despedirme allí de mi pueblo, que me espera.
Se le llevó a la iglesia y se le puso, en el sillón, en el presbiterio, al pie del altar. Tenía entre sus manos
un crucifijo. Mi hermano y yo nos pusimos junto a él, pero fue Blasillo el bobo quien más se arrimó. Quería
coger de la mano a Don Manuel, besársela. Y como algunos trataran de impedírselo, Don Manuel les
reprendió diciéndoles:
-Dejadle que se me acerque. Ven, Blasillo, dame la mano.
El bobo lloraba de alegría. Y luego Don Manuel dijo: -Muy pocas palabras, hijos míos, pues apenas me
siento con fuerzas sino para morir. Y nada nuevo tengo que deciros. Ya os lo dije todo. Vivid en paz y
contentos y esperando que todos nos veamos un día en la Valverde de Lucerna que hay allí, entre las
estrellas de la noche que se reflejan en el lago, sobre la montaña. Y rezad, rezad a María Santísima, rezad a
Nuestro Señor. Sed buenos, que esto basta. Perdonadme el mal que haya podido haceros sin quererlo y sin
saberlo. Y ahora, después de que os dé mi bendición, rezad todos a una el Padrenuestro, el Ave María, la
Salve, y por último el Credo.
Luego, con el crucifijo que tenía en la mano dio la bendición al pueblo, llorando las mujeres y los niños y
no pocos hombres, y en seguida empezaron las oraciones, que Don Manuel oía en silencio y cogido de la